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César Carrillo Trueba
     
               
               
El mito del precursor, el visionario, el genio único
es por demás común en la historia de la ciencia. Resulta siempre interesante pasar por el tamiz de distintas aproximaciones a tales figuras. Leonardo es paradigmático al respecto, así que demos voz a historiadores, filósofos y estudiosos de la ciencia para abrir espacio a tan necesaria polifonía.
 
Leonardo inventor, quizá la primera faceta que emerge en su genialidad después de la de pintor, obviamente, la más célebre. El historiador de la ciencia Bertrand Gille la aborda en una obra por demás remarcable, de vasta erudición y profundo análisis, ubicándolo en su contexto, el de los ingenieros del Renacimiento. Tras hacer un breve recuento de la vida de algunos de ellos, de su manera de pensar, el entorno en que vivieron y su inusitada creatividad, desmenuzando a la vez la idea de técnica que despuntaba en ese entonces, lo híbrido de sus ideas, su afán por el debate teórico y su fascinación por una naturaleza recién conceptualizada como tal, se detiene con gran detalle en nuestro personaje: “Leonardo da Vinci se inscribe perfectamente en ese medio. No es para nada necesario apelar a predecesores que quizá jamás leyó y cuyas ideas no son desconocidas, tampoco es necesario creer en un genio inventivo sin medida, pues en ese campo, al igual que en los otros, existen nociones que están en el aire, se habla de los logros y de los fracasos reveladores. Ícaro no pensó en el punto de fusión de la cera y, en el siglo xi, Elmer de Malesbury olvidó la cola para poder volar. Incluso si Bacon se declaraba un poco escéptico, muchos habían ya volado antes de ese cuarto del siglo xv, al menos en espíritu. Y cuántos hechos más no ignoramos [...] Sin duda no hay que dejarse ir demasiado y tomar muy a la letra esos productos de la imaginación de una época en que se comienza a creer que todo es posible. La idea de progreso, que tal vez no se expresa completamente, se impone al espíritu. Todos eso cuadernos de ingeniero respiran una fe en al técnica que es totalmente nítida”.
 
Aun cuando recibió una educación artística, Leonardo no era mucho más aventajado que otros. Fue más bien su mirada la que dotó de originalidad sus escasas pinturas. En realidad, vivió de ser ingeniero, y como tal se presentaba —así consta en la carta que enviara al conde de Milán Lodovico Sforza—, y los escenarios o los autómatas creados con base en las artes mecánicas eran parte de tal oficio, marcado más bien por el hacer que por el explicar o entender, como se ha dicho muchas veces; la carencia de rigor absoluto es un rasgo de los ingenieros de esa época, al igual que las lagunas en muchos de los campos en los que se aventuraban. Leonardo no fue la excepción, quizá lo distingue el haber “intentado ir más allá de esa mecánica hábil, de los principios de fortificación o de arquitectura que se desprendían lentamente, de tradiciones más o menos válidas: lo hizo probablemente en detrimento de una eficiencia que habían conservado varios de sus contemporáneos versados en los mismos problemas. No es tanto el espíritu que cambia, son más bien los métodos de pensamiento, los mecanismos de la reflexión”.
 
A decir de Bertrand Gille, la idea de que Leonardo es un genio único resulta sobre todo de la ignorancia que se tiene del entorno y de sus contemporáneos, así como de sus predecesores, muy interesados en los mismos temas siglos antes. Un mayor conocimiento de figuras como Francesco de Giorgio, mejor arquitecto, buen pintor, dotado de un pensamiento científico y filosófico similar, muy valorado en su época, demuestra dicha afirmación.
 
Quizá fue, paradójicamente, el no contar con tan sólida formación lo que dio ligereza a sus pies y romper así más fácil e imaginativamente con la tradición, un rasgo propio de esa época. Tal es la conclusión de Gille: “y precisamente porque no había adquirido el saber de universitario, porque era un hombre sin letras, porque tenía conciencia de las incertitudes de sus conocimientos, de la inadaptación de su lenguaje (por qué entonces recopiar en páginas completas los términos cultos tomados de Valturio), porque no tenía, finalmente, ninguna doctrina bien establecida, por ello fue que Leonardo, como todos los ingenieros de su tiempo y sus sucesores inmediatos, proporcionó un nuevo aspecto a las concepciones científicas y técnicas que le habían sido transmitidas. Tradición no es en absoluto necesariamente rutina y sin duda el progreso técnico fue, mejor que cualquier otra cosa, apto para empujar por senderos no andados a quienes lo practicaron”.
 
Un científico adelantado
 
Entre los tantos temas que abordó el entrañable escritor y paleontólogo Stephen Jay Gould no podía faltar la interpretación que Leonardo aventuró sobre los fósiles. Experimentado estudioso de la ciencia, Gould va directo contra el mito del genio-fuera-de-serie, criticando calificativos como el de sus “poderes sobrehumanos de observación” y sus excelsos resultados científicos por estar “basados en el principio de experiencia”, afirmando que así es imposible entender de verdad quién fue Leonardo y menos aún su intrincada forma de pensar, embebida en las concepciones de dos épocas. “Leonardo operó en el contexto de su tiempo. Se sirvió de su concepto del universo básicamente medieval y renacentista para formular importantes preguntas y organizar los temas y fenómenos que generarían su gran originalidad. Si no damos cuenta ni respetamos sus orígenes medievales y el carácter del pensamiento de Leonardo, nunca lo entenderemos ni apreciaremos verdaderamente sus ideas transformadoras. Toda gran ciencia, de hecho todo pensamiento fructífero, debe ocurrir en un contexto social e intelectual —y los contextos promueven tanto inspiración como constricción del pensamiento. La historia no se desenvuelve en una línea de progreso, y el pasado no es tan sólo una vieja y mala época que debe ser reemplazado y desechado a causa de su inevitable antigüedad”.
 
Las preguntas que formula Gould tras sus reflexiones iniciales se dirigen a un punto central, a saber la relación entre observación y teoría. “¿Qué tipo de explicación sobre los fósiles estaba Leonardo tratando de desaprobar al hacer sus observaciones? y en segundo, ¿qué teoría sobre la Tierra estaba Leonardo tratando de sustentar con sus hallazgos?”. Ciertamente, numerosas son las observaciones que asombran por su precisión y algunas incluso forman parte del saber geológico y paleontológico contemporáneo. No obstante, sus preguntas y propósitos se encontraban totalmente enraizados en las ideas de su época, como se aprecia en el lugar que ocupa el Diluvio en sus reflexiones, en sus textos.
 
Así, sus observaciones apuntan, por un lado, a una crítica de las teorías neoplatónicas que sostenían que “los fósiles ‘crecieron’ dentro de las rocas y no representan los restos de organismos”. Pero a la vez buscan apuntalar una visión de la Tierra muy propia de la época: “Leonardo estaba promoviendo de manera rigurosa una visión común y característicamente premoderna, completamente central en todo su pensamiento y su arte: la comparación y unión causal de la Tierra como un macrocosmos y el cuerpo humano como un microcosmos. Tendemos a ver hoy tales comparaciones como ‘meras’ analogías o ‘puramente’ metafóricas —más aptas a promover un sentido engañoso de falsa unidad que un genuino acercamiento a la causalidad común. Pero, contrariamente, el mundo premoderno de Leonardo veía tales consonancias como profundamente significativas, en parte invocando la misma teoría de correspondencia simbólica entre escalas de magnitud y campos de materia que (irónicamente) Leonardo había desechado tan vigorosamente al negar la idea neoplatónica de que los fósiles podrían crecer dentro de las rocas como productos del reino mineral [...] No hay tema tan incesantemente recurrente y de tan central importancia, tanto en el Códice Leicester como en los demás escritos de Leonardo, como la relación causal y la unidad material del cuerpo como microcosmos y la Tierra como macrocosmos”.
 
Basada en la teoría de los cuatro elementos, entremezclada con otras de origen medieval sobre la Tierra y la gravedad —tomadas de personajes como Jean Buridan— y con el sistema geocéntrico como modelo, ya que no acepta la propuesta de Copérnico y mantiene la de Ptolomeo, la visión del mundo de Leonardo es claramente híbrida, y su propuesta teórica muestra algo que la historia de la ciencia ha puesto en evidencia múltiples veces, a saber que se puede lograr observaciones acuciosas con base en una teoría que no se inserta en un paradigma naciente, en este caso, el de la ciencia contemporánea, y que tales observaciones serán recuperadas fácilmente por las teorías que se desarrollan al interior del nuevo paradigma y que serán consideradas verdaderas. Es un punto que la interpretación lineal de la historia de la ciencia no logra resolver, ya que para ésta una teoría “errónea” no puede generar datos verdaderos, de ahí que la figura del precursor, el adelantado, el genio que ya tenía una incipiente pero verdadera teoría sea una necesidad y siga siendo recurrente.
 
Resulta por demás interesante el detallado análisis de Gould, ya que pone en evidencia cómo observaciones simples, fáciles de constatar, como la evaporación en el ciclo del agua, son dejadas de lado en aras de una coherencia teórica. Gran conocedor del cuerpo humano —como se aprecia en sus espléndido dibujos anatómicos—, Leonardo se apega a la correspondencia entre micro y macrocosmos, y trata de probar que el agua circula en la Tierra como la sangre en el cuerpo humano; y como la sangre no se evapora... De ahí que, como lo señala Martin Kemp, el agua en la Tierra obsesionara a Leonardo y que no lograra construir una teoría coherente con sus preceptos de base.
 
No obstante, continúa Gould, si “para su gran decepción, nunca resolvió el problema de las aguas que suben, si logró (para su satisfacción) solucionar el igualmente enredado problema de un mecanismo general para la elevación de tierra [las masas de tierra, rocas y montañas] —una combinación de sus ideas sobre la gravedad y su concepto de erosión”. Para ello, Leonardo construye un andamiaje teórico elaborado, en donde crea un centro de gravedad, el centro de la Tierra, y genera una ruptura de simetría en la estructura de la Tierra, suponiendo que una mitad es más pesada que la otra, un hemisferio más pesado que el otro, y que mediante dicho mecanismo alternan su respectivo peso: “las masas sólidas del hemisferio más pesado deben hundirse hacia el centro del mundo, mientras las rocas del hemisferio más ligero deben elevarse”.
 
Leonardo mismo describe con detalle dicho proceso en el Manuscrito F que se halla en el Institut de France: “como el centro natural de gravedad de la Tierra debe estar en el centro del mundo, la Tierra está siempre haciéndose más ligera en alguna parte y, al volverse ligera, esa parte empujará hacia arriba, sumergiendo otro tanto en la parte opuesta, ya que es necesario que esa se desplace hacia el centro de gravedad mencionado, en el centro del mundo; y la esfera de agua mantiene su superficie establemente equidistante del centro del mundo”. Un proceso constante, un mecanismo que respondía a sus preocupaciones teóricas y que se aprecia aún mejor en el esquema que dibujó, como siempre, para pensar más claramente.
 
En esta perspectiva los fósiles son una pieza central, pues le permiten, como lo explica Stephen Jay Gould: “validar el entrañable núcleo de su premoderna visión del mundo —el venerable argumento, mantenido a lo largo de los periodos clásico y medieval, para interpretar la Tierra como un ‘organismo’ vivo, autosustentable, un macrocosmos funcionando bajo los mismos principios y mecanismos que el microcosmos del cuerpo humano. Leonardo requería, sobre todo, un artilugio general para hacer que los elementos pesados, la tierra y el agua, se movieran hacia arriba en contra de su inclinación natural, de manera que la Tierra pudiera mantenerse por sí misma, como lo hace un cuerpo viviente, reciclando constantemente todos sus elementos, en lugar de alcanzar una estabilidad inerte en donde los elementos pesados se mantuvieran permanentemente en capas debajo de los elementos ligeros”.
 
Varios historiadores han analizado cómo la observación de la naturaleza en esta época respondía a un cambio social y de mentalidad al generarse los núcleos urbanos, las nacientes ciudades, que se contraponían al poder de los señores medievales. La regularidad, el abandono de la intervención divina, siempre arbitraria, en los fenómenos de la naturaleza fue un punto central en dicho cambio. Nace así la idea de “ley natural”, propulsada por la metáfora de la máquina al punto que dios queda relegado a simple creador, quien dio cuerda o propinó el primer impulso para echar a andar tal mecanismo, y su mano deja de intervenir paulatinamente en los asuntos de la naturaleza.
 
La visión de Leonardo se inscribe en este contexto y no extraña que en su afán por mostrar la dinámica del cuerpo de la Tierra similar a la del cuerpo humano convivieran ideas nuevas y antiguas. Dar cuenta de la presencia de los fósiles mediante un proceso regular, un mecanismo, y no como algo arbitrario, se tornó parte fundamental de su teoría general; en ello el Diluvio constituía un escollo, no menor, al igual que las teorías neoplatónicas. Como señala Gould: “tenía que refutar las dos explicaciones entonces más comunes acerca de la presencia de fósiles. El diluvio de Noé sólo podía ser visto como un singular y raro fenómeno, y si los fósiles derivaran de tal acontecimiento, entonces la paleontología no podría proponer mecanismo alguno para el levantamiento de las tierras. Y si los fósiles crecieran como objetos del reino mineral en las rocas, entonces las montañas se mantendrían siempre elevadas y no habría evidencia de ningún levantamiento”.
 
La relación entre teoría y observación aparece en toda su complejidad, al igual que la visión mítica del genio adelantado a su tiempo es desbaratada en el texto de Gould, quien es contundente en su conclusión: “Leonardo hizo sus magníficas observaciones sobre los fósiles con el fin de validar su visión amada, pero siempre tan anticuada, de la existencia de una precisa unidad causalmente significativa entre el cuerpo humano, como un microcosmos, y la Tierra como un macrocosmos. Leonardo, verdaderamente un brillante observador, no era un hombre venido del espacio, sino un ciudadano de su instructivo y fascinante tiempo”.
 
Filósofo entre filósofos
 
Quizá la faceta menos explorada pero de gran pertinencia, ya que durante largo tiempo no se hablaba de ciencia sino de filosofía natural, es la de un Leonardo filósofo. La primera objeción a ello sería que el lenguaje es el medio de expresión de la filosofía en Occidente, como lo explica Paul Valery: “a ojos de quien lo observa, el filósofo tiene un propósito muy simple: la expresión mediante el discurso de los resultados de sus meditaciones, y trata de constituir un saber completamente expresable y transmisible por medio del lenguaje”. Leonardo es paradójico al respecto, pues si bien se definió a sí mismo como un hombre sin letras, llenó numerosos cuadernos con anotaciones sobre asuntos muy diversos, profundas reflexiones, teorías, explicaciones varias y múltiples disquisiciones; en ellas es posible discernir “un cierto orden de ideas característico del filósofo calificado”, pero no se encuentra un discurso “fácil de resumir, que permitiría clasificar y comparar con otros sistemas lo esencial de sus concepciones, problema por problema”.
 
Veamos. Leonardo vive una época de profundos cambios y, como ocurre en sus dibujos del Diluvio, le toca estar en el ojo del huracán, enfrentando vendavales conceptuales. “En unas cuantas décadas, él ha visto reinar, sucesiva e incluso simultáneamente, tesis contradictorias igualmente fecundas, doctrinas y métodos cuyos principios y exigencias teóricas se oponían y se anulaban mientras sus resultados positivos se añadían conformando un poder consolidado. Ha entendido que debe asimilar las leyes a convenciones más o menos cómodas; sabe también que muchas de esas leyes han perdido su carácter puro y esencial para ser reducidas al modesto rango de simples probabilidades, es decir, a ser válidas sólo a la escala de nuestras observaciones. Conoce, finalmente, las crecientes dificultades, casi irremediables, de representarse un mundo que sospechamos, que se impone a nuestra mente pero se revela al ser contorneado por una serie de intermediarios y de consecuencias sensibles indirectas, y es construido por medio de un análisis cuyos resultados traducidos en lenguaje común son desconcertantes, excluyendo cualquier imagen —ya que debe ser la sustancia de su sustancia—, y funda en cierta forma todas las categorías, un mundo que existe y no existe a la vez”.
 
A decir de Valery, esta suerte de situación indefinida, en donde es preciso escoger lo que se conserva de la época anterior y lo nuevo que está emergiendo en el momento, no se puede enfrentar mediante la mera contemplación, se requiere actuar, confrontar conocimiento y práctica. Es por ello que, para Leonardo, entender y hacer son una misma cosa, al igual que representar lo que se va comprendiendo y aquello en lo que podría derivar materialmente —el reino de lo posible, de acuerdo con los nacientes conocimientos—, por lo que él describe todo, profusamente, mediante imágenes y texto. Aun así, “el lenguaje no es todo para él. El saber no es todo para él; quizá es sólo un medio. Leonardo dibuja, calcula, construye, decora, hace uso de todos los modos materiales de que son objeto y a los que son sometidas las ideas, lo que le proporciona ocasiones de dar vuelcos inesperados ante las cosas”. Y si bien conoce las teorías y sus explicaciones, al igual que sus contemporáneos “ha aprendido a considerarlas como medios e instrumentos: maniobras intermediarias, formas de acercamiento, como a tientas, modos provisionales que preparan mediante combinaciones de signos e imágenes, mediante tentativas lógicas, la percepción final, decisiva”.
 
En este tipo de transiciones, como lo ha explicado Thomas S. Kuhn, la filosofía desempeña un papel central, es un elemento crucial para pensar y definir los cambios que tienen lugar al interior de la ciencia. El nuevo concepto de naturaleza que despunta en el Renacimiento implica reflexiones filosóficas, preguntas centrales en este campo tales como ¿qué es la realidad? Al igual que muchos en su época, Leonardo no rehúye a ellas, pero va a recurrir a otros lenguajes, como las matemáticas y la geometría, principalmente a esta última mediante el dibujo. Para él, se trata de un modo de conocimiento —algo que ha sido magistralmente detallado por Martin Kemp—, y busca representar el mundo de acuerdo con los conocimientos que se tiene en ese momento. Sea el movimiento del agua o el del cabello de una mujer, su intención es que corresponda a lo que se conoce sobre los vórtices y que no suele ser representado, es decir, él quiere dar cuenta de lo que “verdaderamente” es el mundo.
 
Esta intención fue llevada a su máxima expresión por las matemáticas como lenguaje de la ciencia, algo que Leonardo ya mencionaba pero acotaba a la mecánica y que Galileo impulsó vehementemente al afirmar que el libro de la ciencia está escrito en lenguaje matemático, quedando de lado a la larga el lenguaje escrito por su imprecisión. “La gran invención de hacer las leyes sensibles al ojo y legibles a la vista fue incorporada al conocimiento, doblando en cierta forma el mundo de la experiencia de un mundo visible de curvas, superficies y diagramas que transportan las propiedades en figuras en las cuales, siguiendo con el ojo sus inflexiones, por la conciencia de tal movimiento experimentamos el sentimiento de las vicisitudes de una magnitud. La gráfica es capaz de un continuo que la palabra es incapaz; la sobrepasa en evidencia y precisión”.
 
Sin embargo, en ese entonces esto no era un hecho consolidado. Se puede decir que en el seno de la naciente ciencia contemporánea se incubaban dos vías que aún coexisten: la que privilegia el lenguaje matemático y su expresión gráfica —arriba mencionada—, y la que, si bien emplea las matemáticas, procura más bien la forma, cuyo linaje incluye personajes como Goethe y D’Arcy Thompson. Leonardo fue pionero de esta última. Valery cuenta que Benvenuto Cellini ya afirmaba que da Vinci fue el primero en destacar la relación entre las formas orgánicas y sus funciones, incluyendo siempre su dimensión estética.
 
El lenguaje adoptado por Leonardo es fundamentalmente el dibujo, su medio de conocer el mundo, de dar cuenta de él, de abordar las incógnitas y aventurar explicaciones, de reflexionar. Los artefactos creados por él fueron esbozados antes en el papel y concretan conocimientos diversos. Y en este orden, se podría decir que la pintura fue el medio para elaborar síntesis, para integrar conocimientos, quizá por ello se demoró tanto en terminarlas y fueron relativamente pocas en su productiva vida. “Pintar, para Leonardo, es una operación que requiere todos los conocimientos y casi todas las técnicas: geometría, dinámica, geología, fisiología. Figurar una batalla supone un estudio de torbellinos y polvaredas levantadas; ahora, no quiere representarlas sin haberlas observado con ojos cuyo detenimiento esté impregnado de conocimientos y, al igual que todo, penetrado del conocimiento de las leyes que los rigen. Un personaje es una síntesis de investigaciones que van de la disección a la psicología. Nota con exquisita precisión la actitud de los cuerpos de acuerdo a su edad y sexo, al igual que analiza el actuar de cada profesión. Todas las cosas son para él iguales ante su voluntad de alcanzar y aprehender las formas mediante sus causas. Se mueve, en cierta modo, a partir de la apariencia de los objetos, y reduce o intenta reducir los caracteres morfológicos a sistemas de fuerza; y una vez conocidos tales sistemas —sentidos— y razonados, completa, o más bien, renueva su movimiento mediante la ejecución de un dibujo o una pintura; allí recoge todo el fruto de su esfuerzo. Así, él recrea un aspecto o una proyección de los seres por medio de un análisis profundo de sus propiedades de todo tipo”.
 
A partir de tales reflexiones, en su bello ensayo Paul Valery nos lleva a concluir: “en suma, en la pintura Leonardo encuentra todos los problemas que puede imponer a la mente la elaboración de una síntesis de la naturaleza”. Se trata de un filósofo que opera de una manera distinta, no mediante la reflexión escrita, sino que “él tiene la pintura por filosofía. En verdad, él mismo lo dice: habla pintura como se habla filosofía, es decir, a ella lleva todas las cosas. Hace de este arte (que parece tan particular a ojos del pensamiento y tan lejos de poder satisfacer la inteligencia) una idea totalizadora, la mira como el fin último del esfuerzo de un espíritu universal”.
 
El asunto es de lenguaje, es decir, que en la compartamentalización característica de nuestra época cada lenguaje tiene su ámbito propio y ni la música ni el dibujo o la pintura pueden ser considerados como generadores de conocimiento, ni siquiera la lengua, es decir, es necesario apelar a gráficas y otros elementos matemáticos para adquirir un estatuto de verdad —ni qué decir de la poesía o la literatura. George Steiner trata este tema en un ensayo por demás brillante: Gramáticas de la creación, muy cercano a la reflexiones esbozadas por Valery, pues ambos abordan la equivalencia de distintos lenguajes como formas de expresión del conocimientos y formulan una crítica a la preeminencia existente de ciertos tipos de lenguaje en este ámbito. Valery afirma que la música es un lenguaje dotado de fórmulas auditivas exactas, más precisas que las del lenguaje escrito, lejos del carácter arbitrario que se supone a toda creación artística, esto es, apto para dar cuenta de cierto tipo de conocimientos.
 
Estas reflexiones sirven además para profundizar seriamente en las relaciones que existen entre ciencia y arte, más allá de ciertos lugares comunes. En la acuciosa obra de Leonardo, “el arte y la ciencia se encuentran inextricablemente mezclados; es ejemplar tal sistema de arte fundado sobre la base de un análisis general y, al ser concretado en una obra en particular, preocuparse siempre por componerlo únicamente de elementos verificables [...] El análisis que efectúa Leonardo lo conduce a extender su deseo de pintar al desentrañamiento de todos los fenómenos, incluso los no visuales, sin que ninguno le parezca indiferente al arte de pintar; dicho arte le parece precioso para el conocimiento en general”. El medio y el fin hacen uno en su obra, dibujar es conocer, el pensamiento visual encuentra en Leonardo uno de sus más grandes exponentes.
 
Pensar en imágenes
 
Leonardo dibujante. Sus cuadernos son indiscutible testimonio de ello: esquemas, modelos, bocetos, estudios anatómicos, planos de ciudades, máquinas, animales en movimiento, agua, viento, fortificaciones, expresiones humanas, nada escapó a la mirada y la mano del gran artista. Pero es preciso conocer sus postulados de base para entender tan irrefrenable actividad, y para ello es necesario recurrir a Martin Kemp, quien ha trabajado sobre esta faceta como nadie. Para Leonardo forma y función constituían una unidad indisoluble en la naturaleza, así fue creada, y su funcionamiento regular quedó establecido por leyes que se imponen con una irrecusable necesidad en todos los niveles, desde le más pequeño hasta el más vasto. Desentrañar la causa de un fenómeno, de la forma de algún ente, permitía adentrarse en el funcionamiento de éste en determinado contexto, y esto se podía expresar matemáticamente, aunque por la importancia de la forma Leonardo se inclinará por la geometría.
 
A partir de tales consideraciones se desprenden algunos de sus principios epistemológicos, en los cuales, se podría aventurar, mantenía una suerte de jerarquía: en primer lugar, para Leonardo el conocimiento obtenido mediante los sentidos es superior al teórico, una posición que lo deslindaba del saber escolástico, muy propio de la Edad Media. Y entre los sentidos, la vista es indiscutiblemente el mejor para obtener un conocimiento adecuado, ya que es capaz de dar cuenta directamente de la naturaleza, y su medio es el dibujo y la pintura, representaciones que son fieles a la naturaleza y que, al ser miradas, transmiten los conocimiento que las impregnan. Además, la vista hace esto de manera más rápida y precisa, gestálticamente se diría ahora, mientras la palabra, encarnada por la poesía entonces, es confusa y fastidiosa. Estas apreciaciones son expuestas al inicio de su Tratado de la pintura: “en un instante la pintura te muestra la esencia de sus objetos mediante la facultad visual (el mismo medio por el que reciben la sensibilidad los objetos de la naturaleza), y en un instante se compone la proporción armónica de las partes que forman el todo para el placer del ojo. La poesía, en cambio, narra la misma situación a través de un sentido, el oído, que es menos digno que la visión y comunica con mayor confusión y tardanza que el ojo la representación de lo mencionado a la sensibilidad”.
 
Tal afirmación poco tiene que ver con el lema de una imagen vale más que mil palabras —de publicista—, sino con la manera como en ese entonces se trabajaba mediante el dibujo, el modo de representar el mundo que se estaba gestando —que en ciertos campos se volvió común, como se puede apreciar en los tratados de anatomía que se elaboraron después de los dibujos de Leonardo y que inundaron los centros de enseñanza en parte del siglo xix y el xx—, en el cual, de entrada, se comenzaba a pensar que la única fuente de conocimiento válida era mirar directamente los fenómenos de la naturaleza.
 
Leonardo ocupa un lugar central en este giro pues, como explica Kemp, “nadie jamás los ha mirado con mayor intensidad ni representado con mayor originalidad. Sin embargo, no consideraba el ver como algo simple, como si el ojo fuese un aparato fotográfico. La noción que Leonardo tenía de lo que es ‘ver’ conjuntaba el doble sentido del verbo (tanto en italiano como en inglés), esto es, ‘mirar’ y ‘entender’”. La segunda es que “nuestro término ‘dibujar’ es demasiado estrecho e impreciso”, a diferencia de disegno en italiano, que abarca dibujo y lo que llamamos diseño industrial. Para Leonardo y sus colegas, disegno era la disciplina fundamental del dibujo técnico que implicaba un dominio del diseño en sus principios y práctica, el cual estaba basado en la debida medida de las cosas de acuerdo con su forma, número, proporción, movimiento y composición armoniosa”. Es decir, que mirar implicaba conocer y representar era dar cuenta de tal conocimiento, que cada dibujo se correspondiera con el estado del conocimiento que se tenía en el momento. De ahí que Leonardo considerara el sentido de la vista como el más adecuado para conocer y el dibujo como la manera más precisa de transmitir el conocimiento; ambos postulados se reafirman mutuamente.
 
Los ingenieros, artesanos y artistas de esa época desarrollaron sus pensamientos en forma visual, pero nadie lo hizo como Leonardo. Su lluvia de ideas ocurría mediante dibujos en el papel, explica Martin Kemp, así ensayaba un camino y luego otro y otro, hasta hallar la solución al problema de inicio o dejando esbozadas varias igualmente posibles. En tal búsqueda, su mente iba estableciendo relaciones entre cosas o fenómenos aparentemente sin conexión, pero en sus consideraciones forma y contenido constituían siempre una unidad dinámica en movimiento, lo físico y lo emocional se ligaban de manera indisociable y la precisión coexistía con la más desbordada fantasía. “La combinación paradójica entre medidas constrictivas y una improvisación sin restricciones caracteriza muchos de los dibujos de Leonardo”. Una tensión heurística por demás.
 
Es propio de toda forma de conocimiento, en cualquier época y cultura, el dar cuenta de lo invisible, de aquello que se sabe existe pero no es asible, y esto generalmente ocurre por la vía de lo que sí es perceptible, mediante su relación. Así, en la gestación de esta nueva manera de entender y representar el mundo, y con la certeza de que no hay efectos sin causas, se dedica a buscar afanosamente cómo unir teorías y explicaciones con las formas visibles mediante el dibujo, modelándolas, como explica Martin Kemp. “lo que testimoniamos por nuestra parte al mirar una serie de dibujos de Leonardo es una forma única de moldear las ideas extraídas directamente de la naturaleza —tanto la naturaleza observada como las causas invisibles que el detectó subyacentes a las formas y los fenómenos naturales. Su propósito era penetrar tan profundamente en las ‘causas’ naturales que era capaz de recrear los ‘efectos’ naturales por su propia cuenta en cualquier situación dada y para cubrir cualquier necesidad, fuera ésta el dibujar el agua en movimiento, pintar un cuadro o construir una máquina [...] Su proceso de pensamiento visual dependía predominantemente de una manera de modelar en tres dimensiones. Incluso su geometría plana tiende a tener una dinámica espacial”.
 
Así, al analizar el movimiento del agua da cuenta de cómo las burbujas al subir siguen una trayectoria espiral y analiza si su conformación geométrica es estable al variar las configuraciones y cuando se rompe al alcanzar la superficie. El cuadro se va tornando más complejo al formarse remolinos y no se diga al representar el diluvio: “los vórtices de agua en el agua efectúan sus incesantes revoluciones de acuerdo con las leyes que Leonardo había formulado y las burbujas obedecen dentro del agua las reglas del aire. La composición final es una inmensa visualización cerebral y gráfica de una complejidad y un refinamiento espacial casi increíble”.
 
Su manera de ver la naturaleza, la denominada “necesidad” que le imputa, lleva a Leonardo a generalizaciones, leyes, teorías, al unir configuraciones en distintos ámbitos de la naturaleza. Al analizar la forma de los bronquios, el curso y bifurcación de los ríos, la ramificación de los árboles y otros fenómenos, por ejemplo, encuentra similitudes que corresponden al fluir de los líquidos, a lo cual subyace nuevamente la relación entre forma y función y su modo de inferir mediante analogías, como la correspondencia entre microcosmos y macrocosmos, una idea común en la época, como ya se vio antes pero que él abordó de manera distinta debido a su forma de expresión, a su pensamiento visual, como explica Martin Kemp: “no es sólo que nadie hubiese proporcionado tan convincentes demostraciones del todo y las partes en términos microcósmicos, sino que nadie vio cómo el proceso de representación en sí actúa como una palanca teórica que desarrolla la analogía de tal forma que trabaja a su máxima potencia. Parecería que la analogía que estableció entre el movimiento del agua y el rizado del cabello —con su respaldo matemático— fue la consecuencia de la conexión entre sus dibujar y pensar. Usando como único poder su pensamiento visual y sus habilidades gráficas, fue capaz de ir más allá de las generalidades de la analogía y transformar la representación en una poderosa herramienta analítica que pudo generar una relación entre fenómenos físicos en cualquier escala concebible”.
 
Sus dibujos fueron por tanto medios para demostrar teorías y fluían de su mente a su mano con tal intensidad que al verlos en secuencia constituyen verdaderos argumentos. “Al dibujar la analogía en lugar de solo describirla por medio de la escritura, torna evidente por sí misma la fuerza de la analogía”. Lo mismo hace al elaborar un mapa, no lo representa como algo inerte sino como un fragmento de piel, una parte de un ser vivo; así, los ríos aparecen como si obedecieran al metabolismo de la Tierra, como parte de un proceso que ha sufrido transformaciones a lo largo del tiempo, al igual que el cuerpo en la vida de un ser humano, con lo que la idea de la correspondencia entre macro y micro se impone a la mirada.
 
Ocurre de manera similar en la relación entre arquitectura y el cuerpo humano, la primera llevó a la segunda en un ánimo de demostrar la relación entre forma y función y la correspondencia entre micro y macro, y no tanto con una intención médica estrictamente, sino como parte de su proceder de lo particular a lo general y viceversa, como lo explica Kemp: “su preocupación final fue siempre elaborar una ‘demostración’, forjando una síntesis de la forma y la función en un acto de recreación. Al igual que sus dibujos mecánicos, sus estudios anatómicos más acabados asumían el papel de ‘máquinas teóricas’, en donde los dibujos eran simultáneamente demostraciones de estructuras y de su funcionamiento de acuerdo con la ley natural”.
 
Es por ello que el dibujar se convierte para Leonardo en un discurso total, que va formulando suposiciones, argumentos, demostraciones, teorías y leyes, un método de conocimiento en todos sentidos. Analizando algunos dibujos de sus cuadernos, Martin Kemp es muy atinado al respecto: “son lo que podríamos llamar diagramas discursivos, establecidos para abordar asuntos puntuales mediante demostraciones gráficas. Ambos representan y certifican activamente las ideas mediante el acto de dibujar. La contundencia de los argumentos es reforzada positivamente en la medida que las comparaciones emergen en el papel”.
 
Incluso los dibujos constituyen experimentos, un hecho que parece ir en contra de la imagen de defensor de la experimentación que se ha forjado alrededor de él, pero que va acorde con sus ideas sobre la causalidad. Si, por ejemplo, el flujo del agua en un río se comporta de cierta manera, entonces en un sistema cuya forma sea similar, éste se comportará de igual manera en la medida que existen regularidades que ocurren en distintos ámbitos cuando la forma es similar. “Es sobre la base de tal comunalidad de causas en la naturaleza que Leonardo creó sus modelos mentales, dibujados de acuerdo con la manera como las cosas funcionan”. Es algo que comparte con Galileo, quien también fue un entusiasta defensor de la experimentación pero recurría, siguiendo la misma lógica, a lo que algunos estudiosos han llamado experimentos mentales.
 
Cuesta imaginar cómo procedía Leonardo al ir formulando sus ideas en sus tantos cuadernos, las relaciones que buscaba establecer, lo que deseaba delimitar, crear, explicar, demostrar. Martin Kemp proporciona un esbozo de este proceso a partir de un caso concreto, vale la extensión: “los diagramas tienen una calidad improvisada, empiezan con algunos movimientos formales muy estándar y luego son retomados con una serie de líneas especulativas que no sólo expresan lo que Leonardo piensa sino que sugieren nuevas conjunciones por sí mismas. Hay un sentido de búsqueda autopropulsada, llevada a una velocidad y una densidad que en ocasiones hacen muy difícil volver a trazar lo que él estaba intentando. Cuando algo significativo parece estar emergiendo —sobre todo en su búsqueda de equivalencias de áreas rectilíneas y curvilíneas— añade algunas rápidas líneas de sombreado de manera que a las área así designadas les confiere un estatus especialmente empático. Ocasionalmente algunas líneas son dibujadas como una hilera de puntos, cuando quiere que desempeñen algún papel en la construcción, quedando diferenciadas del resto de las líneas principales de la figura. Usa letras para denotar algunos puntos, guiones, vértices y áreas de manera común pero con mucha moderación. Es sólo cuando ha llegado a cierto punto de resolución que añade una serie completa de letras y una nota de acompañamiento, llevándonos a través de la secuencia de movimientos a la demostración o prueba”.
 
Finalmente, en la comprensión del proceder de Leonardo emerge algo que me parece fundamental: el entender cómo las imágenes que se quieren ver como meros reflejos de la naturaleza, ya convertida en sinónimo de realidad, son en realidad construcciones, imágenes que incluso quien mire directamente lo dibujado no podría encontrar. Lo dice claramente en su tratado de anatomía: “tú pretendes que vale más ver practicar la anatomía que mirar mis dibujos: tendrías razón si fuese posible ver todos los detalles que mis dibujos presentan en una sola figura, en donde incluso con todo tu talento no verás ni reconocerás más que algunas venas. Para adquirir un conocimiento justo y completo yo disequé más de diez cadáveres, destruyendo todos los demás elementos, quitando hasta las más pequeñas partículas de carne que las rodeaban, sin otro sangrado que el de las venas capilares, imperceptible. Un solo cadáver no habría durado suficiente tiempo, era necesario proceder con varios, por grados, para llegar así a un conocimiento completo, lo cual hice dos veces para verificar las diferencias [...] A pesar de tu amor por tales investigaciones, puedes ser alejado por la nausea; si ésta no te aleja, sería por el miedo de pasar las horas de la noche en compañía de esos cadáveres cortados, desollados y horribles. Y si eso no te aleja, quizá no tendrás el don gráfico necesario para la interpretación dibujada. Y si supieras dibujar, quizá te faltaría el conocimiento de la perspectiva; y si lo tuvieras, sería el sentido de las explicaciones matemáticas y el método para calcular las fuerzas de la energía muscular, o quizá sería la paciencia lo que te faltara o no serías diligente”.
 
Sus dibujos son, innegablemente, verdaderos compendios, cristalización de formas de conocer separadas hasta entonces y vueltas a separar después. El pensamiento visual es quizá lo más singular en Leonardo, la manera como su obra se impregna de este proceder, de este pensar y hacer, abriendo vías a la creación, a la comprensión, al sentir. Su vida y su obra dan fe de ello y quinientos años no han borrado tal ímpetu, seguimos admirados. Su conclusión al párrafo anterior es elocuente: “si tuve o no todas esas cualidad, los ciento veinte libros que he compuesto lo decidirán. No me dejé frenar ni por la avaricia ni por la negligencia, solamente por el tiempo. Adiós”.
 
     
Nota
Todas las citas fueron traducidas por el autor.
     
Referencias Bibliográficas
 
Chastel, André. 1952. Léonard de Vinci par lui-même. Textos compilados y traducidos por A. Chastel. Nagel, París.
     Gille, Bertrand. 1964. Les ingénieurs de la Renaissance. Seuil, Points, París, 1978.
     Gould, Stephen Jay. 1998. Leonardo’s Mountain of Clams and the Diet of Worms. Three Rivers Press, Nueva York.
     Kemp, Martin. 2004. Leonardo. Oxford University Press.
      _____2006. Leonardo Da Vinci. Experience, Experiment and Design. Princeton University Press, Princeton and Oxford.
     Steiner, George. 2001. Grammars of Creation. Yale University Press.
     Valery, Paul. 1957. Introduction à la méthode de Léonard de Vinci (ensayos escritos entre 1894 y 1929). Gallimard Folio, París, 1998.
     Vinci da, Leonardo. 1498. Tratado de la pintura. Andrómeda, Buenos Aires, 2004.
     

     
César Carrillo Trueba
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.

Es biólogo egresado de la Facultad de Ciencias, unam y es maestro en Antropología Social y Etnografía por la École de Hautes Études en Sciences Sociales, París, en donde actualmente prepara el doctorado en Antropología Social. Es editor de la revista Ciencias y autor de los libros El Pedregal de San Ángel, Nacho López. Los rumbos del tiempo, La diversidad biológica de México, Pluriverso, un ensayo sobre el conocimiento indígena contemporáneo y El racismo en México, así como de numerosos artículos de divulgación científica publicados en revistas nacionales e internacionales.
     

     
 
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J. Rafael Martínez Enríquez
     
               
               
El poeta: Naturaleza, ¿quién provoca tu ira, quién es tu envidia?
Naturaleza: es Vinci, quien ha pintado una de tus estrellas.

Bernardo Bellincioni,
Soneto sobre el retrato de Cecilia Gallerani
     
Sin rival en la historia del arte previo al siglo xx, Leonardo
da Vinci ocupó el primer lugar en cuanto a popularidad y reputación según un estudio de 2013, con Miguel Ángel situado en la segunda posición. Y si se incluía a todos los personajes históricos, Leonardo aparece en el sitio 29, en una lista encabezada por Jesucristo y Napoleón. Su obra, según la opinión más generalizada, también está a la cabeza de la producción artística de todos los tiempos —Mona Lisa y La última cena son las pinturas más reconocidas. No debe sorprender, entonces, que suyo sea el dibujo más conocido en el mundo occidental, mismo que representa a un hombre desnudo exhibiéndose en dos posiciones diferentes, definidas por la disposición de brazos y piernas que a su vez parecen estar determinadas por un círculo y un cuadrado que tocan a dichas extremidades en sus puntos más extremos.
 
Contemplar esta figura induce a pensar que había una intencionalidad por parte de Leonardo de buscar integrar la figura humana con el círculo y el cuadrado, aprovechando propiedades implícitas que emanan de las proporciones propias de las figuras y que, siguiendo los cánones estéticos de la cultura griega, permiten explicar la belleza humana como consecuencia de la armonía que guardan las partes con el todo y que en este caso son consecuencia de un principio rector en el que participan las dos figuras. Éste es el origen de la expresión homo ad circulum y ad quadratum que con frecuencia se usa para denominar al dibujo de Leonardo.
 
La idea de concebir al hombre como unidad de medida o módulo de la naturaleza no era nueva en aquella época. Ampliamente conocidas eran las doctrinas que desde los tiempos clásicos hacían del hombre expresión de una perfección derivada del manejo adecuado de la simetría y la proporción. Siempre presente estaba la sentencia de Protágoras de que “el hombre es la medida de todas las cosas” y, con una base más asentada en el estudio detallado del cuerpo, se podía citar a Galeno, quien a su vez convocaba la sapiencia del estoico Crisipo para afirmar que “la belleza no radica en elementos singulares sino en la armoniosa proporción entre las partes, en la proporción entre un dedo y otro, de todos los dedos respecto del resto de la mano [la palma], del [...] a la muñeca [...] de ello al antebrazo, del antebrazo al brazo completo, en fin, de todas las partes a todas las partes, como se describió en el Canon de Policleto”.
 
Esta obra, de la que sólo se conserva lo que de ella han citado autores posteriores, se establecen las proporciones del cuerpo humano que dan lugar a la figura perfecta. El mismo Policleto (480 420 a.C.) esculpió una estatua en bronce, el Doríforo, en la que plasmó sus propuestas sobre las proporciones ideales de la figura humana. Del original ya desaparecido, se conservan varias copias y en ellas se puede apreciar, además de su belleza, la expresión de las proporciones ideales de las diferentes partes del cuerpo (figura 1).
 
Los preceptos de Policleto sobre cómo vincular el arte escultórico y lo visual con las matemáticas se mantuvieron vigentes en sus aspectos generales hasta llegar a Vitruvio, quien nos legó la versión más lograda de dicha manera de concebir el arte con base en normas de corte matemático, mismas que llegaron al Renacimiento revestidas de elementos filosóficos y cosmológicos, que le otorgaban nuevos significados.
 
El legado vitruviano de Leonardo
 
Sobre papel blanco, de 345 por 246 milímetros, delineado con una punta metálica bañada en tinta y con toques de acuarela está plasmado el dibujo más famoso de la historia, que se halla depositado en la Galería de la Academia de Venecia con número de catálogo 228. Identificado allí como Studio di proporzioni del corpo umano, es popularmente conocido como uomo vitruviano, en castellano el hombre de Vitruvio. Acompañan a la figura dos textos autógrafos de Leonardo más un par de líneas, una de ellas estableciendo unidades de medida de los módulos que integran las secciones del cuerpo humano representado en el dibujo, que a su vez se relacionan con las medidas del círculo, y el cuadrado en el que aparecen inscritas las variaciones del cuerpo plasmadas por Leonardo.
 
en la parte superior aparece el siguiente texto: “Vitruvio, el arquitecto, dice en su trabajo sobre arquitectura que las medidas del cuerpo humano están distribuidas por la Naturaleza de la siguiente manera: 4 dedos forman 1 palma y 4 palmas componen 1 pie, 6 palmas componen 1 codo; 4 codos hacen la altura de un hombre. Y 4 codos hacen un paso y 24 palmas hacen un hombre. Y estas medidas las utilizó en sus edificios. Si abre sus piernas tanto como para disminuir su altura 1/14 y extiende y levanta los brazos hasta que sus dedos medios toquen el nivel de la parte superior de su cabeza, debe saber que el centro de las extremidades extendidas estará en el ombligo y El espacio entre las piernas será un triángulo equilátero”.
 
Debajo de la imagen, justo después de la línea con las unidades de medida de referencia, escribe: “la longitud de los brazos extendidos de un hombre es igual a su altura”.
 
Finalmente, a esto le sigue el párrafo que dice: “Desde las raíces del cabello hasta la parte inferior de la barbilla es la décima parte de la altura de un hombre; desde la parte inferior de la barbilla hasta la parte superior de su cabeza es una octava parte de su altura; desde la parte superior del pecho hasta la parte superior de su cabeza será una sexta parte de un hombre. Desde la parte superior del pecho hasta las raíces del cabello será la séptima parte de todo el hombre. Desde los pezones hasta la parte superior de la cabeza será la cuarta parte de un hombre. La mayor anchura de los hombros contiene en sí misma la cuarta parte del hombre. Desde el codo hasta la punta de la mano será la quinta parte de un hombre; y desde el codo hasta el ángulo de la axila será la octava parte del hombre. Toda la mano será la décima parte del hombre. El comienzo de los genitales marca la mitad del hombre. El pie es la séptima parte del hombre. Desde la planta del pie hasta debajo de la rodilla será la cuarta parte del hombre. Desde abajo de la rodilla hasta el comienzo de los genitales será la cuarta parte del hombre. La distancia desde la parte inferior de la barbilla hasta la nariz y desde las raíces del cabello hasta las cejas es, en cada caso, la misma, y al igual que la oreja, un tercio de la cara”.
 
Una lectura superficial de estos textos y su correspondencia con la imagen pareciera indicar que el origen y propósito del ejercicio de Leonardo es meramente el de ilustrar las sentencias vitruvianas. Sin embargo no es el caso. La riqueza visual y simbólica, la construcción geométrica, la estrategia de la composición, las posiciones de las figuras y su distribución dentro del círculo o del cuadrado, todas ellas distan mucho de ofrecer una interpretación sencilla e inmediata del proceso constructivo y de las intenciones y propósitos de Leonardo. Un esbozo de explicación requiere situar el dibujo en los contextos que convergieron en él, en particular lo que el mismo Vitruvio pretendía al establecer ese canon de proporciones, el cual fue adoptado, casi íntegramente, por Leonardo.
 
Hay que recordar que en el momento que Claudio Vitruvio Polión (ca. 80 a ca. 15 a.C.) redactaba De architectura finalizaba el tiempo de Augusto al frente del imperio romano. Dedicado al Emperador, con el tiempo se convirtió en el tratado más antiguo sobre arquitectura que se conservara en el Renacimiento.
 
El canon de Vitruvio
 
En el Libro I del tratado De architectura, Vitruvio declara que una construcción debe satisfacer tres criterios: ser firme, útil y bella —firmitas, utilitas, vetustas— y que para lograrlo hay que tomar en cuenta las componentes de la ratiocinatio, la parte teórica de la arquitectura (la parte práctica, la de la construcción, se denomina fabrica): ordinatio, compositio, dispositio, eurythmia, symmetria, decor y distributio. De ellas, las relevantes para nuestro propósito son las que a continuación se describen: ordinatio se refiere al tamaño correcto, modulación y distribución adecuada de las partes de un edificio. En particular enfatiza la elección de un módulo, unidad de medida que adopta o elige a partir de un elemento que destaca en el cuerpo del edificio.
 
Eurythmia es “el bello y grato aspecto que resulta de la disposición de todas las partes de la obra, como consecuencia de la correspondencia entre la altura y la anchura y de éstas con la longitud, de modo que el conjunto tenga las proporciones debidas”. En cuanto a la compositio, se le describe refiriéndose a la construcción de los templos, afirmando que “depende de la simetría, cuyas reglas deben por tanto ser observadas cuidadosamente por los arquitectos [...] ningún templo puede presentar una razón en las composiciones sin la simetría y la proporción, al modo como hay una exacta razón en los miembros de un hombre bien formado”. En este pasaje Vitruvio presenta el homo bene figuratus, noción que Leonardo retoma a la letra como expresión de la verdadera demostración de la racionalidad del mundo sensible y del hombre como su concreción.
 
De los pasajes anteriores se desprende que para la eurythmia y la compositio, la symmetria —proportio o analogía, ratio— resulta indispensable, entendiéndose por dicho concepto el tamaño conveniente, a la vez que el tamaño de las partes en comparación con el todo o con un módulo previamente establecido. Por ello la symmetria nace de la proporción y ésta de la razón, y ambas conforman la eurythmia.
 
Gracias a Vitruvio y a sus comentaristas es que hoy conocemos este esfuerzo por dar sentido y estructura a una teoría arquitectónica que abarcara desde el hombre y sus formas hasta los productos del intelecto que dotaban de sentido, funcionalidad y de vetustas, ese extraño concepto que hoy traducimos como belleza. Todo ello en el Renacimiento, bajo una nueva cosmovisión que integraba lo religioso, la filosofía natural, la filosofía y las matemáticas.
 
¿Y cuál fue el pasaje que en concreto sabemos hoy que inspiró a Leonardo para concebir el icónico uomo vitruviano? La respuesta es muy conocida: los textos que aparecen encima y debajo del dibujo de Leonardo se corresponden con dos pasajes del Capítulo 1 del Libro III del De architectura, que a la letra dicen: “la proporción se define como la conveniencia de medidas a partir de un módulo constante y calculado y la correspondencia de los miembros o partes de una obra y de toda la obra en su conjunto. Es imposible que un templo posea una correcta disposición si carece de simetría y de proporción, como sucede con los miembros o partes del cuerpo de un hombre bien formado. El cuerpo humano lo formó la naturaleza de tal manera que el rostro, desde la barbilla hasta la parte más alta de la frente, donde están las raíces del pelo, mida una décima parte de su altura total. La palma de la mano, desde la muñeca hasta el extremo del dedo medio, mide exactamente lo mismo; la cabeza, desde la barbilla hasta su coronilla, mide una octava parte de todo el cuerpo; una sexta parte mide desde el esternón hasta las raíces del pelo y desde la parte media del pecho hasta la coronilla, una cuarta parte. Desde el mentón hasta la base de la nariz, mide una tercera parte y desde las cejas hasta las raíces del pelo, la frente mide igualmente otra tercera parte. Si nos referimos al pie, equivale a una sexta parte de la altura del cuerpo; el codo, una cuarta parte, y el pecho equivale igualmente a una cuarta parte”.
 
Continúa Vitruvio estableciendo correspondencias a partir de relaciones geométricas que deben satisfacer tanto la anatomía humana como un círculo y un cuadrado trazados con base en las dimensiones y acomodos del cuerpo humano: “Exactamente de igual manera, las partes de los templos deben guardar una proporción de simetría perfectamente apropiada de cada una de ellas respecto al conjunto total en su completa dimensión. El ombligo es el punto central natural del cuerpo humano. En efecto, si se coloca un hombre boca arriba, con sus manos y sus pies estirados, situando el centro del compás en su ombligo y trazando una circunferencia, esta tocaría la punta de ambas manos y los dedos de los pies. La figura circular trazada sobre el cuerpo humano nos posibilita el lograr también un cuadrado: si se mide desde la planta de los pies hasta la coronilla, la medida resultante será la misma que se da entre las puntas de los dedos con los brazos extendidos; exactamente su anchura mide lo mismo que su altura, como los cuadrados que trazamos con la escuadra [es decir, se construye un cuadrado perfecto]. Por tanto, si la naturaleza ha formado el cuerpo humano de modo que sus miembros guardan una exacta proporción respecto a todo el cuerpo, los antiguos fijaron también esta relación en la realización completa de sus obras, […] pero sobre todo las tuvieron encuenta en la construcción de los templos de los dioses, que son un claro reflejo para la posteridad de sus aciertos y logros, como también de sus descuidos y negligencias”.
 
Este pasaje identifica el ombligo como elemento central del hombre y del círculo que lo circunscribe. Las correspondencias que establece excluyen la arbitrariedad como rectora de los atributos antropométricos del hombre y de las estructuras que éste genera si se desea conferirles el mejor diseño, uno que obedezca leyes a las que se someten las arquitecturas ideales de todo lo creado, sea por la divinidad o por el hombre. El templo, en esta descripción, aparece como el intermediario entre el hombre y los dioses.
 
El tratado de Vitruvio exhibe un grado de sofisticación muy elevado, semejante al que poseían los textos de Séneca, Cicerón o Quintiliano, artífices de la añorada cultura clásica con la que soñaban los humanistas italianos del siglo xv. Cabe entonces preguntarse: ¿qué sucedió en los siglos por venir con el prestigio de Vitruvio?
 
La Edad Media: el olvido de la symmetria
 
Con el paso de los siglos y el debilitamiento de ciertos aspectos de la cultura antigua, en particular los relacionados con la estatuaria, las representaciones del cuerpo humano fueron limitándose a sus ocasionales apariciones en frescos o pinturas, casi todas ellas en recintos religiosos. Por otra parte, una vez entrados los primeros siglos de la Edad Media, las matemáticas se vieron reducidas a sus contenidos más elementales y casi siempre atendiendo a lo que resultara pertinente para cuestiones religiosas o utilitarias. Resultado de ello fue que las imágenes de figuras humanas dejaron de atender la proporcionalidad de las figuras y de sus partes o de las relaciones de tamaño con los edificios o los muebles, desviando toda la atención hacia lo simbólico. A fin de cuentas, lo que importaba era el mensaje y no el apego a la realidad del vehículo transmisor.
 
Se presentan dos ejemplos de esta tendencia, elegidos porque guardan ciertas similitudes con la representación leonardiana que acompaña a los textos inspirados en Vitruvio. El primero corresponde a una imagen que aparece en un manuscrito de Rabano Mauro, de finales del siglo ix, y que muestra a Cristo en forma de cruz, con brazos extendidos y tocando al rectángulo que lo inscribe. Es evidente que la altura del cuerpo difiere de la extensión de los brazos extendidos y que solo juega un papel decorativo acompañando a un texto que llena el interior del recuadro (figura 3). El segundo ilustra una visión de Hildegarda de Bingen (10981179) que exhibe los vínculos del hombre, una especie de Adán, inscrito en el círculo del cosmos y con los brazos extendidos, recibiendo las emanaciones provenientes de seres fantásticos y de figuras que podrían representar astros y con dios cobijando la esfera celeste que a su vez engloba el mundo material (figura 4). Es ésta una imagen que muestra la fusión de elementos iconográficos cristianos con doctrinas astrológicas ampliamente difundidas en los tiempos de Hildegarda. En ninguna de las imágenes parece manifestarse el cuidado por la exactitud geométrica y sólo parece tener relevancia el apunte simbólico: en ambos casos lo único que parece haberse mantenido de los cánones estéticos de la antigüedad es el uso de la simetría.
 
Difícilmente cabe esperar que estos u otros autores que nos dejaron imágenes acompañando a sus escritos tuvieran en mente cuestiones sobre medidas y proporciones. Los pocos textos que circulaban entre los siglos xii y xiv —cuando ya había comunidades religiosas debidamente constituidas que almacenaban en sus bibliotecas los remanentes de una cultura que aspiraban a rescatar del olvido— no incluían ilustraciones, salvo aquellas con fines decorativos. El caso de Vitruvio es sintomático, dado que las copias que datan del Medioevo no incluyen imágenes que ilustren los conceptos y las múltiples descripciones que uno supone deberían acompañar a un texto de arquitectura. Si a ello añadimos las dificultades que surgían por el hecho de estar escrito en el latín de un milenio atrás, aun personajes de la talla de Petrarca (13041374), quien “redescubrió” a Vitruvio, padecieron al enfrentarse a un lenguaje técnico ya en desuso. Todavía en 1488 había copias de De architectura sin ilustraciones, por lo que podemos suponer que si las incluían eran la interpretación que sus autores hacían del manuscrito. Si el uomo vitruviano se puede fechar alrededor de 1490, esto hace de Leonardo, el genial intérprete de un texto confuso.
 
Entorno filosófico y nueva cultura del arte
 
La atracción que el cuerpo humano ejerce sobre Leonardo es inusitada: no sólo le es indispensable y lo necesita y analiza como prerrequisito de su figuración correcta en la pintura, sino que lo convierte en objeto de estudio para entender su funcionamiento y penetrar así en los arcanos de la creación. Gracias a ello el vinciano podrá adoptarlo como elemento central en un discurso filosófico que lo asimila como ente vinculante entre el micro y el macrocosmos. Emerge así una nueva responsabilidad para la pintura, que deja de ser mera portadora de representaciones del mundo y que por falta de correspondencia entre lo realvisible e inteligible con lo plasmado, representaciónsugerenciainsinuación no alcanzaba el estatus filosófico que Leonardo le conferiría. Leonardo se convertiría en profeta del arte para el hombre y del arte sustentado en el hombre, propósito que él planteaba requería una suma de saberes que transitaba por establecer las medidas y las proporciones ideales de la figura humana y, a fin de cuentas, de todo lo concebido por el hombre.
 
Un tanto novedosa era la conciencia o conceptualización de que la funcionalidad de los entes naturales estuviera ligada con la estructura, algo que Leonardo retoma, eleva a un nivel superior su interdependencia y le añade la dimensión de lo bello para establecer un todo concurrente en sus estudios de los procesos naturales y en sus proyectos constructivos, fueran éstos el diseño de armas, maquinaria, escenarios teatrales, vestimentas o de desarrollo urbano. Le parecía evidente que un trazo desordenado, poco funcional, con calles estrechas y oscuras, debería ser sustituido por otro que tomara en cuenta la circulación de personas, animales y hasta vías pluviales; todo ello bajo preceptos racionales que optimizaran el desarrollo de las actividades urbanas.
 
Lo anterior bastaría para suponer que Leonardo trató de consultar lo que se había escrito sobre arquitectura y sus efectos en la organización de las urbes. Esta búsqueda le llevó a Vitruvio, a quien posiblemente leyó como preámbulo o fuente de inspiración para solventar los requerimientos arquitectónicos que harían de Milán una ciudad acorde con el prestigio de los Sforza, empleadores de Leonardo en la década de los noventas. Producto de su lectura vitruviana y sus inquietudes por descifrar los secretos que sólo entonces parecían estar a punto de ser exhibidos en los teatros anatómicos, comenzó a integrar su visión del hombre como unidad de medida y proporcionalidad que ejemplificaba la racionalidad cósmica con la que el Creador había diseñado lo existente.
 
Leonardo no fue el primero en adoptar el sesgo matematizante en el Renacimiento. Recurrir al hombre como referente, como codificador y reflejo de patrones que se repiten a través de jerarquías fue un leitmotiv filosófico que vinculó el pensamiento de Leonardo con el de León Battista Alberti, ya por entonces ampliamente admirado en los círculos intelectuales italianos. Teórico y autor de tantas obras literarias, que van desde opúsculos morales hasta tratados de pintura, escultura, criptografía y divertimentos matemáticos, Alberti debió gran parte de su fama a su De re aedificatoria (Tratado de arquitectura) y a la ejecución de obras arquitectónicas que harían que él y Leonardo hubieran entrado en perfecta sintonía en caso de haberse conocido. Las diferencias de edades y de círculos sociales no hizo esto posible, pero lo que sí es un hecho que Leonardo lo leyó y encontró puntos de inspiración en la búsqueda albertiana que recurría a las matemáticas por considerarlas elementos indispensables para las artes plásticas y la arquitectura en particular. No menos importante para el caso del uomo vitruviano de Leonardo es que en 1464 Alberti haya redactado De statua y presentado en él una tabla con las medidas ideales del cuerpo humano. Con toda seguridad, esta obra estuvo al alcance de Leonardo gracias al círculo de artistas e intelectuales que en Milán se congregaban en el periodo en que el florentino sirvió a los Sforza.
 
Alberti apeló al uso o expresión de formas y composiciones pictóricas que parecían sujetarse a leyes matemáticas y ópticas que de manera necesaria o “natural” eran concurrentes con las cosas mismas y con los procesos a los que se veían sujetas al formar parte de una totalidad en la que el mundo en pequeño y el cosmos no eran sino ámbitos complementarios.
 
La vida de Leonardo transcurrió en una atmósfera cultural en la que se debatían virtudes e inconveniencias de las últimas adecuaciones de los sistemas aristotélicos y platónicos, se emitían argumentos a favor o en contra de las doctrinas astrológicas, se daban a conocer los notables avances de la información cartográfica y sus representaciones. En todos estos quehaceres la matemática comenzaba a imponerse como una necesidad. A esto se añade lo que durante algunas décadas del siglo xx muchos autores sostuvieron fue la piedra angular del Renacimiento, refiriéndose a la gran fortuna con la que la geometría irrumpió para lograr representaciones bidimensionales engañando al ojo, haciendo que el espectador, situado en la posición adecuada, percibiera sobre una superficie lo que eran propiedades volumétricas, es decir, que aprehendiera como real lo que sólo era ilusión óptica.
 
Los miles de folios —los aún disponibles— que contienen los escritos, comentario y diagramas de Leonardo, nos muestran una pluralidad de intereses y caminos recorridos por su autor en busca de una especie de pansofía que aspiraba a estructurar en alguna etapa de su vida. Como bien sabemos, al menos desde la década de 1490, este propósito se mantuvo sólo como proyecto, si bien la acumulación de elementos que lo integrarían siguió su marcha hasta el fin de sus días. Lo que se despliega en sus escritos es una variedad escalofriante de intereses, con niveles muy diferentes de profundización que van desde simples cuestiones aritméticas hasta maravillosas intuiciones sobre localización de centros de gravedad de pirámides, y transitan de la óptica y las expresiones plásticas hasta alcanzar la mecánica, la biología y en particular los estudios anatómicos.
 
Si nos restringimos a las artes pictóricas podemos afirmar que la experiencia, las posibilidades que el nuevo tiempo abría para los innovadores, así como las facultades que la naturaleza había depositado en Leonardo, llevaron a que el disegno —suma de “circunscripción” y “composición” a la manera como Alberti lo presentó en 1435 en De la pintura — fuera el eje que regulara la expresión de la anatomía de toda la realidad. A falta de una metodología que superara las ya caducas o por lo menos desfallecientes variantes del aristotelismo, la hegemonía parecía decantarse hacia un nuevo platonismo de cuño ficiniano que hacía del ojo de la mente el instrumento para la contemplación de la naturaleza microcósmica del hombre. Si a ello se le añadía el ingrediente que inspiró a Leonardo la multicitada sentencia de que “ninguna investigación humana puede reclamar ser una ciencia verdadera si no transita por la demostración matemática”, el resultado bien podría ser el afán de reducir el fenómeno a su estructura, tarea para la que la experiencia sensible guiaba a la mente del pintor a transmutarse en una especie de mente de la naturaleza y hacerse su traductora a través del arte o, mejor dicho, el artificio humano.
 
Tal integración abrió las puertas a la síntesis entre filosofía, matemáticas y arte que desembocó en la icónica representación del hombre inscrito entre rectas que forman un cuadrado y entre trazos que configuran un círculo y que hoy, de vez en cuando, se puede admirar en el recinto de la Galería de la Academia de Venecia.
 
El entorno técnico y artístico
 
La búsqueda insaciable de conocimiento por parte de Leonardo le permitió acomodar imágenes, geometría y numerología bajo el paradigma platónicoficiniano, el cual, sumado a su experiencia y conocimientos adquiridos como colaborador de Luca Pacioli, le llevó a entrever una armonía en la naturaleza sujeta a cánones pictóricos y matemáticos ya expresados por gente de la talla del ya mencionado Alberti en De statua y De la pintura, y por personajes ahora poco conocidos como Francesco di Giorgio Martini (14391502) y Mariano di Jacopo (13821453), apodado il Taccola. Los dos últimos, nacidos en Siena, son autores de representaciones del cuerpo humano inmerso en estructuras geométricas, el primero incluyendo edificios y recintos religiosos (figura 5) y ambos con diseños que prefiguran el uomo vitruviano de Leonardo. La obra de Francesco data del periodo 14811484 y la de Taccola es de 1487. Los dos conocieron De architectura de Vitruvio, fueron amigos de Leonardo y convivieron en múltiples ocasiones, por lo que es inevitable pensar que uno de sus temas de conversación haya sido el de las relaciones de proporcionalidad de las medidas del hombre y de los templos y, en general, el de los vínculos estéticos entre lo creado por el hombre y el diseño establecido por la divinidad para el mundo. Evidentemente, cada uno plasmó su propia lectura del texto de Vitruvio.
 
Inspirados en el saber que parecía exhalar del tratado vitruviano, los resultados fueron desiguales, pues mientras en el caso de los sieneses no hay referencia explícita y cuantitativa respecto de las proporciones, Leonardo hace del círculo y el cuadrado los elementos principales de un manifiesto visual de la gran conexión entre lo inteligible y lo visible, con el hombre como mediador entre ambos. En contraste con los diagramas de Francesco (figura 6) y de Taccola (figura 7), el de Leonardo muestra una fidelidad sorprendente al canon vitruviano, enfatizando la simetría sin abandonar el registro de belleza anatómica que reviste el cuerpo humano idealizado. Pareciera que Leonardo sí habría logrado resolver los problemas derivados de interpretar al pie de la letra las instrucciones o restricciones de Vitruvio sobre las condiciones a las que debía sujetarse la figura humana si se le quisiera mostrar como el summum de la belleza de lo creado. Y lo hacía a través de perfilar fríamente las proporciones matemáticas que sustentaban la arquitectura diseñada por el Creador para su obra más perfecta.
 
Vitruvio se acerca a Leonardo
 
Interpretar, traducir y entender De architectura de Vitruvio se convirtió en una especie de moda entre los intelectuales, artistas y arquitectos de fines del siglo xv. Pero como ocurrió con muchas obras del pasado, la de Vitruvio no llegó indemne a la Edad Media: carecía de ilustraciones, a pesar de la importancia que el propio Vitruvio les otorgaba al hacerlo manifiesto al referirse explícitamente a una decena de diagramas. Esto apunta a que si bien la primera edición impresa data de 1511 y ya cuenta con imágenes, previo a ello debió haber un apreciable número de intentos por ilustrar al menos algunas de las estructuras descritas en el texto, y sin duda una de las más atractivas sería la descripción del cuerpo del hombre en términos de sus proporciones. Y para comprobar esta hipótesis, en 1986 el mundo académico recibió con gran sorpresa la primera noticia de la existencia de otro uomo vitruviano (figura 8). El afortunado que la encontró fue el arquitecto e historiador Claudio Sgarbi, quien al analizar un manuscrito de la obra de Vitruvio depositada en la Biblioteca Ariostea de Ferrara, se topó con otro dibujo que guardaba ciertos paralelismos con la famosa imagen de Leonardo que todos conocemos. Después de estudiarla durante algún tiempo Sgarbi llegó a la conclusión de que se trataba de la obra de un tal Giacomo Andrea de Ferrara, también arquitecto y, según Luca Pacioli, gran amigo de Leonardo, casi su hermano, suo quanto fratello.
 
Es conocido el hecho de que Leonardo no era un experto latinista, y que la obra de Vitruvio representaba una lectura difícil para quien no fuera un consumado humanista, como lo atestiguan varios de sus lectores que tuvieron a su disposición copias que circulaban en los medios eruditos italianos del siglo xv. Por ello, y por su amistad con Andrea —quien gozaba y dominaba el latín de los antiguos, el escrito por Cicerón y demás autores clásicos—, es factible que ambos se apoyaran en la lectura y comprensión del texto; producto de tal interacción pudo haber sido el diagrama recién descubierto, al que se podría considerar como un antecedente más directo de la afamada imagen que nos dejó Leonardo.
 
Para nosotros, la interpretación de la descripción vitruviana del uomo bene figuratus convoca casi siempre el diseño de Leonardo. Y he aquí otra más con el hombre inscrito en el círculo y el cuadrado. Si se observa el “hombre de Vitruvio” ferrarense notaremos que sus características estéticas lo acercan más a la ilustración correspondiente del Taccola, pero que en cuanto a estructura geométrica se acomoda más a la de Leonardo. Parecería como si la versión de Andrea hubiese sido un paso inicial de un proyecto en el que uno de los participantes se estancó mientras que el otro concluyó, y de manera tan virtuosa que la posteridad lo elevó al estatus icónico de la cultura renacentista: la perfección idealizada del cuerpo humano.
 
Pausa
 
En el Códice Atlántico Leonardo nos deja un pasaje que exhibe nuevas concepciones, que vinieron a ser típicas de dicho renacer: “el mundo era señalado por los antiguos como un mundo menor, y en efecto la dicción es correcta en tanto que el hombre está compuesto de tierra, agua, aire y fuego, y este cuerpo de la tierra es su semejante. Si el hombre posee huesos que son el sostén y armadura de la carne, el mundo contiene piedras que sostienen a la tierra”. Este pasaje va más allá de ser mera analogía y se coloca en perfecta sintonía con las lecturas que abordaba Leonardo por ese entonces, en particular De Architectura de Vitruvio. De ahí extrajo la idea de regular las medidas de los templos y hacerlo a partir de las medidas del hombre y, apoyado en las tendencias neoplatonizantes asentadas en los foros y círculos académicos florentinos, la extendió a las esferas celestes, haciendo del hombre un intermediario en el entendimiento de la arquitectura cósmica.
 
Evidentemente, Leonardo no fue el primero en ocuparse de las medidas y las proporciones entre las diferentes partes que configuran el cuerpo humano, pero sí fue uno de los que con más prolijidad —¿quién lo superó hasta antes de los tiempos modernos?— las recopiló e intentó con ellas entender la mente del creador. El cuerpo, tenido entonces como el templo de dios, y por lo tanto sagrado y ajeno al escudriño del ojo humano, abría sus puertas a la curiosidad humana y al conocimiento. La lectura de Vitruvio extendió aún más las posibilidades para develar los arcanos de lo creado.
 
Los tiempos eran de cambios y Leonardo fue uno de sus promotores, para muchos el más conspicuo del Renacimiento. Varios y geniales personajes le precedieron en esta búsqueda, algunos de los cuales nos legaron imágenes inspiradas en pasajes de Vitruvio. Sin embargo, la de Leonardo es la que quedó impresa para siempre en el imaginario de nuestra cultura.
 
     
Referencias Bibliográficas

Alberti, Leon Battista. 1436. De la pintura. Int. y notas de J, V. Field , Est. int. de J. Rafael Martínez E., Colección Mathema, Facultad de Ciencias, unam, Ciudad de México, 1996.
     Alberti, Leon Battista. 1452. De re aedificatoria. Ediciones Akal, Madrid. 1991
     Alberti, Leon Battista. 1452. On the art of building in ten books. MIT Press, Massachusetts, 1988.
Edgerton, Samuel Y. 1975. The Renaissance rediscovery of linear perspective. Basic books, Nueva York. 
     González, Román Hernández. 2002. “Interpretaciones y especulaciones acerca del concepto vitruviano del homo ad circulum y ad quadrtaum” en Revista de Bellas Artes: Revista de Artes Plásticas, Estética, Diseño e Imagen, pp. 81-100.
     Laurenza, Domenico. 2006. “The Vitruvian Man by Leonardo: Image and Text” en Quaderni d’italianistica, vol. 27, no 2.
     Sgarbi, Claudio. 1993. “A newly discovered corpus of Vitruvian images” en res: Anthropology and Aesthetics, vol. 23, no. 1, pp. 31-51.
     Torrini, Annalisa Perissa (ed.). 2009. Leonardo: l’Uomo vitruviano fra arte e scienza. Marsilio.
     Vitruvio, Marco Lucio. 15 a. C. Los diez libros de arquitectura. Trad., prólogo y notas de Agustín Blázquez, Iberia, Barcelona. 1986.
     Zöllner, Frank. 1995. “L’uomo vitruviano di Rudolf Wittkower e L’Angelus Novus di Walter Benjamin” en Raccolta Vinciana, vol. 26, pp. 329-358

 
     
J. Rafael Martínez Enríquez
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.

Obtuvo la licenciatura en física en la Facultad de Ciencias, en la UNAM, hizo un master en filosofía en The Open University, en Inglaterra. Actualmente es profesor de tiempo completo en la Facultad de Ciencias, UNAM. Ha publicado artículos de investigación, de difusión e historia de la ciencia. Sus áreas de interés son la historia de las matemáticas, la filosofía natural y las relaciones entre las ciencias y las artes desde la época antigua hasta el Renacimiento.
     

     
 
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Clara Janés      
               
               
A Emilio Lledó      
Leonardo da Vinci, sin duda uno de los mayores genios
que ha dado la historia de la humanidad, nace en Anchiano, muy cerca de Vinci, en 1452. Hijo natural del notario Piero, se traslada con éste a Florencia contando diecisiete años. Allí se forma en el taller de Verrocchio, donde trabajan ya Sandro Botticelli, Pietro Perugino y Lorenzo di Credi. En dicho taller, las materias de enseñanza, además de arte, son artesanía, ingeniería y técnica mecánica, de modo que, cumplida la estancia, el aprendiz no sólo sabe dibujar, modelar y esculpir, sino idear máquinas, proyectar puentes y edificios, o construir obras públicas.
 
En Florencia, con todo, la vida cultural está dominada por la academia platónica y los literatos no aprecian a los investigadores de las artes mecánicas. Leonardo, que no sabe latín y dice ser un omo sanza lettere, no tarda en enfrentarse a ellos. Su inteligencia no conoce fronteras y se abre a todos los campos, lanzándose hasta los orígenes de la razón humana y de la vida. Así, del mismo modo que afirma que la pintura es una verdadera ciencia o discorso mentale, su pensamiento intuye lo que luego tardará siglos en desarrollarse, centrado en la existencia: ser y no ser, ser y nada, vida y tiempo, movimiento y vida... Por ello, aunque domina pintura, escultura, arquitectura, ingeniería y música, no desdeña la escritura, que puede acercar más al pensamiento e incluso a la obra. Con el tiempo, por ejemplo, partiendo de La última cena, de Milán, escribe el Tratado de luz y sombra; como consecuencia del proyectado caballo para el monumento a Sforza, hace lo propio con el Tratado sobre la anatomía del caballo y sobre los métodos de fusión en bronce, y en torno a obras de arquitectura civil y militar, redacta los Tratado sobre los pesos y los movimientos y un estudio sobre hidráulica. Ahora bien, motivos personales lo llevan a una máxima cautela y a escribir de modo especular. El texto y su reflejo generaban así la perfecta forma de una esfera. Él sigue la lógica inductiva y no ceja en sostener lo que la experiencia pone ante sus ojos.
 
Tras indagar sobre la naturaleza, Leonardo plantea y resuelve problemas fundamentales, adelantándose a Galileo (con el Trattato del moto locale y el Della percusione e pesi e delle forze tutte, se adelanta al Dialogo delle nuove scienze, de Galileo, afirma Edmondo Solmi) y a Bacon; observa que la Tierra no es el centro del Universo, que la Luna, con sus elementos, gira como lo hace la Tierra; estudia el origen y la importancia de la fuerza —hoy diríamos energía— y cómo se manifiesta; y, más que nada, el movimiento. El punto de partida es una ley universal: “toda acción necesita que se lleve a cabo por movimiento”. Y es que “el movimiento es causa de toda vida”.
 
Pero todo ello es necesario comprobarlo: “la experiencia, intérprete entre la artificiosa naturaleza y la especie humana, nos enseña, es decir que la naturaleza adoptada por los mortales, por acción de la necesidad, no puede obrar de otro modo, sino bajo la forma de razón —que es su timón y le enseña a actuar”. “La sabiduría es hija de la experiencia”.
 
A lo largo de su vida, Leonardo no ceja: hay que ir siempre hacia las causas remotas de los acontecimientos, liberando el pensamiento de servir al dogma, porque, para él es inconcebible una teoría sin práctica y a la inversa. Esto conlleva no tocar cuestiones como el alma y dios, que no son objeto de ciencia porque son cosas improvabili, que él deja para los padres del pueblo, ya que, dice con ironía, “por inspiración saben todos los secretos”.
 
Con este rigor a ultranza —de hecho no “quiere indagar la naturaleza de lo que escapa a las demostraciones matemáticas”— llega a resultados decisivos en muchos campos de la ciencia: meteorología, geografía, botánica, astronomía, hidrostática, anatomía, fisiología, matemáticas, física —donde, por ejemplo, se adelanta a la ley de conservación de la energía, o al estudio de la velocidad constante de las ondas generadas al caer una piedra en el agua, ondas que compara con las del sonido... Todo ello, además de su maestría en las artes y de sus pensamientos filosóficos.
 
De gran interés son sus reflexiones sobre la gravedad: “—El peso ¿por qué no se queda en su sitio?
 
—No se queda porque no tiene resistencia.
—¿Y adónde se moverá?
—Se moverá hacia el centro.
—¿Y por qué no siguiendo otras líneas?
—Porque el peso, que no tiene resistencia, descenderá hacia abajo por el camino más breve, y el más bajo es el centro del mundo.
—¿Y por qué sabe el tal peso hallarlo de este modo con tal brevedad?
—Porque no va —como cosa que no tiene movimiento propio— vagando por diversas líneas”.
 
Todo, todo es movimiento, lo cual estimula su impulso a investigarlo, así el vuelo de los pájaros, el viento, las nubes, las bombardas, el galope de los caballos, o, por motivos múltiples —relacionados no sólo con la belleza y la mirada, sino con las obras de ingeniería e hidráulica— las innumerables posibilidades del agua.
 
Pero, de hecho, Leonardo, sin apartarse del rigor científico, no queda libre de la influencia neoplatónica, y siente que una fuerza espiritual mueve cuanto existe. Afirma rotundamente: “Digo que la fuerza es una virtud espiritual, una potencia invisible, la cual, por violencia externa accidental, es causada por el movimiento y colocada infusa en cuerpos, los cuales, por su natural son quietos y ella les da vida activa de maravillosa potencia”.
 
Sí, esta “virtud” afecta, entre otras cosas, al movimiento, por ello lo hay “de dos naturalezas, de los cuales uno es material y el otro espiritual, porque no lo comprende el sentido de la vista; o diremos mejor el uno es visible, el otro invisible”.
 
Por otra parte, ahí están las enseñanzas de Platón que, en su Fedro, expone como debe ser la escritura para que llegue a “definir cada cosa en sí y, definiéndola, sepa también dividirla en sus especies hasta lo indivisible”. Esto es lo que analizan Sócrates y Fedro en dicho Diálogo. Dice Sócrates: “es impresionante, Fedro, lo que pasa con la escritura, y por lo que tanto se parece a la pintura. En efecto, sus vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida; pero, si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios. Lo mismo pasa con las palabras. Podrías llegar a creer como si lo que dicen fueran pensándolo; pero si alguien pregunta, queriendo aprender de lo que dicen, apuntan siempre y únicamente a una y la misma cosa. Pero, eso sí, con que una vez algo haya sido puesto por escrito, las palabras ruedan por doquier”.
 
Y sigue el diálogo: “Sócrates: Entonces, ¿qué? ¿Podemos dirigir los ojos hacia otro tipo de discurso, hermano legítimo de éste, y ver cómo nace y cuánto mejor y más fuertemente se desarrolla? [...]
 
Fedro: ¿Te refieres a ese discurso lleno de vida y de alma, que tiene el que sabe y del que el escrito se podría justamente decir que es el reflejo?
Sócrates: Sin duda”.
 
Y todavía: “Sócrates: [...] Pero mucho más excelente es ocuparse con seriedad de esas cosas, cuando alguien, haciendo uso de la dialéctica y buscando un alma adecuada, planta y siembra palabras con fundamento, capaces de ayudarse a sí mismas y a quienes las planta, y que no son estériles, sino portadoras de simientes de las que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son canales por donde se transmite, en todo tiempo, esa semilla inmortal, que da felicidad al que la posee en el grado más alto posible para el hombre”.
 
Pero en esta conversación, Sócrates ha mencionado antes las primeras palabras proféticas, que “provenían de una encina. Pues a los hombres de entonces, como no eran sabios como vosotros los jóvenes, tal ingenuidad tenían, que se conformaban con oír a una encina o a una roca, sólo con que dijesen la verdad”.
 
Leonardo escucha también la encina y la roca y capta que su ser se identifica con su expresarse, diríamos que percibe sus ondas de materia. Esta identidad de ser y expresión la aplicará a su escritura y, en concreto, en su relato del Diluvio. Ha estudiado ya la cuestión del agua bajo distintos aspectos, sea con motivo de sus trabajos de hidráulica, hallándose en Milán, en 1482, al servicio de Ludovico Sforza, o de regreso a Florencia al investigar la canalización del Arno en 1500. Y vuelve a interesarse hondamente en el tema, cuando en 1516 deja Roma y parte hacia Francia, invitado por François I, que le asigna como vivienda un castillo cerca de su propia residencia en Amboise. Allí, la contemplación del curso del Loira lo impulsa a proseguir sus reflexiones. Es entonces cuando escribe un ensayo y sus extensas notas sobre el Diluvio, adelantándose casi dos siglos a la geología moderna.
 
En el libro de Martin Kemp, The marvellous Works of Nature and Man, el autor reproduce este sugerente pasaje: “considero que la montaña más alta que hay en la tierra está tan alta encima de la superficie de la esfera de agua como la mayor profundidad del mar está debajo de la superficie del mar. Como consecuencia se sigue que si hubiera que llenar la parte carente en el mar con el exceso de tierra, la tierra seguiría siendo completamente esférica y cubierta por la esfera de agua”.
 
Con esta cita, Kemp destaca uno de los intereses de Leonardo que subyace en su descripción del Diluvio, pues las mencionadas transformaciones de altura y descenso explicarían los estratos altos de conchas marinas y fósiles. Dice concretamente: “en sus primeros pensamientos sobre la cuestión escribió que ‘debido a los dos lechos de conchas es necesario decir que la tierra estaba indignantemente sumergida bajo el mar y generó el primer lecho, y el diluvio hizo el segundo’ (escrito en torno a 1481)”. Pero más adelante añade que Leonardo cambia de opinión al comprobar que “la relativamente breve duración del Diluvio no habría dejado tiempo para que los lentos berberechos se hubieran movido tan rápido desde el mar; el retiro del Diluvio hubiera debido encallar las criaturas marinas en los lagos altos; y no se podría argumentar que los fósiles eran animales bañados allí por el Diluvio, porque los estratos contienen evidencia de que las criaturas estaban vivas”.
 
Una incógnita más, que empujada por ese inquietante movimiento de las aguas, hace que Leonardo vuelva una y otra vez a analizar el Diluvio bíblico. Pero ¿qué respondía a una probabilidad real y qué pertenecía al mito en su descripción? Podía haberse dado un diluvio que durara cuarenta días y haber subido el nivel de las aguas hasta cubrir los montes más altos; podía haber perecido cuanto repta por la tierra y los animales... “Todo cuanto respira hálito vital, todo cuanto existe en tierra firme murió. Y Yaveh exterminó todo ser que había sobre el haz del suelo”, se lee en el Génesis (7,23). Pero la historia de Noé era otra cosa.
 
Y, sin embargo, en los relatos antiguos del Diluvio siempre hay un elegido que salva los seres vivos inspirado por un dios. En el sumerio, recogido en una tablilla de Nippur que probablemente data de finales del tercer milenio a.C., a Ziusudra se le anuncia: “un diluvio va a inundar todas las moradas, todos los antros de culto/ para destruir la simiente de la Humanidad” y él hace una barca enorme y consigue salvarla, de modo que los dioses An y Enlil, al fin, le dan “vida como (la de) un dios”.
 
A partir de ahí, el Diluvio pasa a tener un papel en las sucesivas civilizaciones, la acadia y la asiria y hasta asoma en la egipcia donde se menciona en el Libro de los muertos: “han destruido secretamente cuanto has creado [...] esta tierra ha desaparecido con el alba de la existencia y en el océano del cielo (Diluvio)”.
 
Muy famoso es el Poema de Gilgamesh, en cuyo texto asirio, tablilla XI, copia de uno babilónico y derivado de la amplia tradición oral, leemos el relato de Utnapishtim que, interrogado por el héroe, le dice que Ninigiku—Ea, en nombre de los dioses, al anunciarle la destrucción que se aproxima, ha añadido: “Coloca en la nave la semilla de todos los vivientes”. Cuando el Diluvio amaina y la nave queda quieta, él suelta una paloma, que emprende el vuelo y regresa; después suelta a una golondrina, que igualmente regresa; finalmente envía a un cuervo, que “viendo que las aguas habían disminuido/ comió, chapoteó, graznó y no regresó”. También este texto acaba con la elevación a dios del héroe, Utnapishtim.
 
Lluvias violentas, acompañadas de vientos y relámpagos, se reflejan de un modo u otro en distintas culturas del orbe terrestre. En México, el dios de la lluvia, Tláloc, aunque por un lado es destructor y puede causar inundaciones, por otro es “dador de vida”. Este aspecto, por supuesto, no ha escapado a Leonardo, el cual elige el tema del Diluvio imaginando los trayectos del agua enfurecida, que dibuja bellamente, y se salta la tradición de Noé, aunque no el terror del hombre, pues el agua amenazante e indomable es lo real, cuando previamente ha observado: “el cuerpo de la tierra, a semejanza del cuerpo de los animales está tejido de ramificaciones y de venas, las cuales están todas juntas reunidas, y están constituidas para nutrición y vivificación de dicha tierra y sus criaturas [...] El agua que surge en los montes es la sangre, que mantiene viva esa montaña y asida a ella, y a través de la vena, la naturaleza que ayuda a sus vivos [...] ella no la priva de humor vital, hasta el fin de su vida”.
 
Lo que el agua lleva a cabo es, pues, plural. Tan pronto da fluidez a la tierra como, sometida a la furia del viento, anida vórtices o se eleva en columna; tan pronto se desliza lenta y penetrante, como se vuelve impetuosa y arrastra todo obstáculo. Para Leonardo, a través de su transcurrir, se pueden captar las fuerzas arcanas que rigen el cosmos y, por otra parte —y es fascinante—, la sinuosidad de las olas, los remolinos esféricos que surgen en la espuma, las gotitas que el viento elevaba casi como volutas de humo, los torbellinos, apuntan a las formas geométricas. Todo esto, en el momento del Diluvio, avivado por la furia del huracán y la abundancia desbocada del agua vertida por la tempestad, intensifica el cataclismo: el mar como fermento de náufragos, la tierra agrietada y descompuesta, hombres desubicados huyendo sin hallar refugio no solo de las aguas y el viento sino de animales aterrados —lobos, leones, serpientes...—, acusando además truenos y relámpagos, suicidándose de pavor y desesperación, mientras otros rezan sin que esto detenga el derrumbarse de los montes o el ascender de las aguas, mezclándose con tierra y cadáveres en los que algún pájaro enloquecido alcanza a posarse... Se trata de la energía cósmica en su plena manifestación, tal vez para regresar al caos inicial. Y toda luz es la luz de los relámpagos.
 
Siendo bellísimos los dibujos que Leonardo dedica al Diluvio, las páginas escritas tienen una fuerza superior. Esto es debido tanto a un don como a un empeño. Él es un gran conversador, lo cual se refleja en su escritura, pero ante todo, en cualquier texto busca la claridad y la intensidad expresiva. Edmondo Solmi, en su introducción a los Scritti scelti, aporta un interesantísimo dato: “en el Codice Trivulziano hay largas enumeraciones de palabras a veces agrupadas según la finalidad de su sentido, a veces acompañadas de una breve definición. Este catálogo de vocablos que ha sugerido las hipótesis más extrañas a los estudiosos de da Vinci, hasta la de considerarlo pedagogo del jovencito príncipe Maximiliano, no es más que el esfuerzo del fundador de la prosa científica italiana en pos de la precisión del significado exacto de los términos. Leonardo había comprendido que la ciencia, a diferencia de la poesía, exigía apoyarse en el uso constante y bien definido de las palabras”.
 
Y volviendo por un momento al Fedro de Platón, a aquel punto en que Sócrates afirma que hay palabras que “apuntan siempre y únicamente a una y la misma cosa. Pero, eso sí, con que una vez algo haya sido puesto por escrito, las palabras ruedan por doquier”. Analizando este punto del Diálogo y la siguiente secuencia respecto a las primeras palabras proféticas, Emilio Lledó, en su obra Memoria del Logos, comenta: “sólo cuando entre la palabra y la cosa se interfiere la imposibilidad de identificación, comienza la escritura a rodar y, por consiguiente, a perderse”. Y más adelante: “nuestra sabiduría consiste en que hemos construido el entender, o sea, el hallazgo del sentido, a través de la misma ambigüedad de la lengua y a través del fecundo instrumento de la duda. Todo lo que está dicho está, sin embargo, por decir. No hay otra seguridad que la que se levante sobre un ‘discurso acompañado de ciencia’ (Fedro, 276e), o sea, acompañado de un código que ayude a descifrarlo”.
 
Leonardo no requiere código alguno, hace que la palabra lleve incluida directamente esa ciencia y se descifre por sí misma. Por ello, su descripción del Diluvio es tempestuosa, agitada, en apariencia desequilibrada, está llena de barrancos, de saltos verbales, de expresiones y hasta de la misma narración. Porque la palabra se transforma en lo que expresa, adquiere ese impulso y el del mismo pensamiento tan preciso, y con su tempo adecuado, ya que “música y geometría conservan las proporciones de las cantidades continuas”. Y continua es esa dinámica que nos transmite Leonardo; continua y llena a la vez de estratos, porque así sucede en lo relatado. Por ello podemos ver dicha escritura como una profecía de lo que llegaría a ser aquella que, rompiendo con todos los tabúes estéticos, abarcaría tanto el Strom des Bewusstsein alemán como el monólogo interior lleva a cabo por Joyce en el Ulysses, en el cual, escribió Curtius, “macrocosmos y microcosmos se fundan en el vacío mientras toda la humanidad deflagra y se convierte en cenizas como una catástrofe cósmica”.
 
La plasmación escrita del Diluvio, por su fluidez y fuerza motora, a veces sin puntos, donde se emplean simplemente comas, con sus repeticiones, sus cambios inesperados y variaciones de intensidad, hacen de Leonardo da Vinci un Joyce avant la lettre, cuya fuerza y eficacia en ningún momento deja de asombrarnos.
     
Referencias Bibliográficas
 
Da Vinci, Leonardo. 1952. Scritti Letterari, a cura di Augusto Marinoni. bur, Milan, 2001
     Eco, Umberto. 1962. Las poéticas de Joyce. DeBolsillo, Barcelona, 2011.
     Kemp, Martin. 2006. The marvellous Works of Nature and Man. Oxford University Press, Oxford, p.311.
     Lara Peinado, Federico. 1984. Mitos sumerios y acadios. Editora Nacional, Madrid, p.17.
     Lledó, Emilio. 2015. La memoria del Logos. Penguin Random House, Barcelona, p. 132, 2018.
     Platón. Fedro. 370 a. C. Traducción y notas de E. Lledó Iñigo. Gredos, Madrid, 1986.
     Solmi, Edmondo en da Vinci, Leonardo. 1966. Scritti scelti. Giuti Editore, Florencia, 2006.
     

     
Clara Janés
Escritora.
Miembro de la Real Academia Española

Clara Janés nació en Barcelona en 1940, es una escritora destacada principalmente por su poesía, así como por sus trabajos en traducción, particularmente del idioma checo. También ha trabajado otros géneros como la novela y el ensayo. En 2015 fue elegida como miembro de la Real Academia Española: se trata de la décima mujer asignada para ocupar una silla en esta institución. Ha ganado premios gracias a sus trabajos en traducción, como el Premio Nacional de Traducción en España, y otros relativos a su obra poética, como el Premio de poesía Jaime Gil de Biedma.
     

     
 
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César Guevara Bravo
     
               
               
Cuando pensamos en la obra de Leonardo da Vinci
es casi inevitable visualizarla a través de La última cena, La Gioconda o La anunciación. Si observamos sus pinturas al lado de otras realizadas por algunos de sus contemporáneos, puede suceder que el factor de emoción disminuya, es decir, contemplar las obras de Leonardo junto con las de Rafael, Miguel Ángel, Bramante, Botticelli o con las de algunos de sus discípulos como Bernardino Luini, Giovanni Antonio Boltraffio o Marco d’Oggiono, la sensación que nos generan puede ser semejante. Si se ocultara la autoría de los artistas la emoción de tener las obras frente a nosotros no sería muy diferente independientemente de quien las hubiera realizado. Todos ellos son grandes artistas del Renacimiento, pero Leonardo, por diversos eventos circunstanciales ocurridos desde inicios del siglo xx y hasta el presente, ha logrado generar tales expectativas e ilusión por ver sus obras, que cuando llega el momento de observarlas —ya sea en vivo o por otro medio— se tiene una percepción predeterminada de que son superiores a cualquier otra obra que se pudiera conocer.
 
Incluso podríamos decir que fue menos productivo que otros artistas pues, aparentemente, dejó muy pocas obras concluidas (aproximadamente se conocen quince y algunas pudieron ser parcialmente hechas por él), sin embargo, esto no sería una evaluación justa, ya que estaríamos haciendo una comparación con sus obras terminadas, y éstas, además de ser pocas sólo se encuentran en el ámbito de la pintura. Se tiene que considerar todo el trabajo gráfico que dejó en sus manuscritos; cuando nos acercamos a la obra gráfica que encontramos en los manuscritos, entonces sí podemos decir que dejó una cuantiosa obra terminada. La grandeza de Leonardo debemos medirla también por sus obras al fresco, las de caballete, pero principalmente las que están en sus notas o cuadernos conocidos como códices. Muchos de los dibujos de éstos son más que bocetos, son verdaderas obras de arte de la gráfica y a la vez son las ilustraciones que acompañan grandes aportaciones a la ciencia y la ingeniería.
 
En el Códice Madrid, por ejemplo, en el folio f45r se puede apreciar un acumulador elástico (página opuesta); observamos una mente de gran creatividad e innovación, en la ingeniería, el diseño industrial, en la creación de instrumentos innovadores. Cientos de sus dibujos se pueden consultar en aproximadamente quince códices conocidos; en ellos vemos representaciones con elementos plásticos que sólo un gran artista y observador de su entorno podría realizar. En el ejemplo del Códice Madrid se percibe un gran manejo de la luz, la profundidad, textura de la superficie y las proporciones realistas. Sus estudios sobre la óptica se manifiestan en el sombreado; su conocimiento sobre la perspectiva le permite representar magistralmente objetos tridimensionales en superficies bidimensionales.
 
Es una experiencia única transitar por la gráfica de Leonardo, allí es donde posiblemente se le puede conocer en verdad, al margen de las biografías de siglos pasados —la de Vasari entre las primeras. Se podría reconstruir su vida a través de esa faceta, en ella se pueden conocer sus lealtades, sentimientos, pasiones, obsesiones y principalmente sus procesos mentales, sus incursiones en ingeniería, anatomía, geometría, música, agricultura, astronomía, mecánica, su observación de la naturaleza y mucho más. Al verdadero hombre del Renacimiento —que así se le reconoce— no lo encontramos en la obra plástica, allí sólo se descubre al gran artista plástico. A Leonardo sin duda le agradaba más que lo identificaran como ingeniero, inventor y científico. Esto es evidente en una carta en que solicita trabajo al duque de Milán. En cada uno de los diez párrafos le expone su vasto conocimiento sobre casi cualquier clase de requerimientos militares, tanto armas como arquitectura, diseño de caminos, minas, estrategias en tierra y agua, etcétera. Casi al final, en dos líneas le menciona que también puede esculpir en mármol, bronce y yeso y que además puede pintar cualquier cosa tan bien como lo haga el mejor (para más detalles acerca de la carta se puede consultar la biografía de Walter Isaacson). En contraste, actualmente se le admira más por una pintura que se encuentra en el Louvre que por las más de siete mil páginas que se conocen de sus notas. Seguramente él no estaría satisfecho con esto.
 
Su versatilidad fue reconocida por diversos personajes de su entorno —de manera directa e indirecta—, esto es de finales del siglo xv y primeras décadas del xvi. Reyes, duques y discípulos lo solicitaban para diseñar escenografías y hacer grandes esculturas, hasta crear máquinas para la guerra o explicar el funcionamiento del cuerpo humano. Toda la riqueza de sus ideas, que impresionó a muchos, es lo que escribía en sus cuadernos en las mismas épocas que compartía su vida con ellos.
 
Un personaje importante en su entorno fue Luca Pacioli, con quien Leonardo compartió muchas experiencias, algunas de las cuales son mencionadas en la obra de Luca De viribus quantitatis (Sobre el poder de los números); éstas podrían parecer circunstanciales y carentes de fondo, pero después de hacer una revisión del periodo en que se gestó De viribus, se encuentra una compatibilidad con las etapas en las que Leonardo escribía determinados pasajes de los códices. Es probable que Luca y Leonardo intercambiaran puntos de vista en estos temas, por lo tanto las menciones de Luca ya no son tan secundarias y pasan a ser primarias pues posiblemente se generaron a partir de intercambios directos. También a la inversa, pudo suceder que a partir de tales intercambios, principalmente los de carácter geométrico, Leonardo hubiera escrito ciertos elementos de sus reflexiones que se encuentran en los códices.
 
Luca Pacioli
 
Nacido en Borgo Sansepolcro, Venecia en 1445, en la toscana italiana, asistió a las lecciones de Doménico Bragadino en Venecia, con quien incrementó notablemente sus conocimientos matemáticos. En 1472 ingresó en la Orden Menor de San Francisco, tuvo amistad con Piero Della Francesca, quien lo introdujo en la corte de Urbino, donde se le exteriorizaron sus intereses por el estudio de las ciencias. En 1480 comienza a enseñar matemáticas en varias universidades y posteriormente regresa a Perugia. En 1494 termina de preparar Summa de Arithmetica, Geometria, Proportione et Proportionalità, que fue un referente de las matemáticas en esa época y en los años subsecuentes.
 
En 1496 se trasladó a Milán para enseñar matemáticas invitado por el duque Ludovico Sforza. En la corte se encontró con que se hallaba entonces al servicio del duque, para quien realizaba su famosa estatua ecuestre. Allí nació esta gran amistad, que se materializó en una colaboración, de la cual se vería años después el resultado que hasta la fecha es un referente de la matemática renacentista: La divina proporción, obra en la que Leonardo se involucró al punto de que Luca le pide que la ilustre con los famosos poliedros, que fue impresa en Venecia en 1509. En los últimos meses del siglo xiv el duque cae y ambos tienen que abandonar Milán, trasladándose a Florencia.
 
Desde que se estableció en Milán en 1496, Pacioli inició la redacción de una serie de problemas —los que forman De viribus— clasificados en matemáticos, acertijos, construcciones, divertimentos, entre otros tópicos. Algunos de los problemas correspondientes a la óptica o la mecánica llegaron a ser verdaderos acertijos visuales, razón por la que incluso se catalogará como la “base de la magia moderna y de los acertijos numéricos”; en opinión de Bill Kalush, fundador del Conjuring Arts Research Center de Nueva York, se trata del “primer gran manual que se refiere principalmente a la enseñanza de cómo hacer magia”.
 
Pacioli no vio publicado el libro, que tampoco se logró editar en los siguientes siglos y puede que sólo lo conocieran algunos eruditos del siglo xiv. Fue hasta el siglo xx cuando el matemático estadounidense David Singmaster encontró una referencia a la obra en un manuscrito del siglo xix que lo condujo hasta los archivos de la Universidad de Bolonia, donde encontró una copia manuscrita de la misma.
 
De viribus es el trabajo de un matemático y educador, pero es muy diferente a otros libros de texto escritos en su época debido a que está dedicado a las recreaciones. Éstas se pueden encontrar anteriormente en correspondencia, literatura o libros de texto, en su mayoría de manera individual o como suplementos. Un ejemplo de ello es el libro de Alberti Juegos matemáticos, en él se nota una diferencia muy explícita ya que no pretende sorprender con problemas de carácter “mágico”, mientras que el de Luca sí está encuadrado con elementos de motivación, divulgación, comunicación y educación de la ciencia. El libro de Luca es ciertamente un proyecto que ahora podríamos identificar dentro de la “ciencia popular”. Es probable que algunas secciones del libro se hayan utilizado en las clases o en la educación general, mientras que el de Alberti no fue concebido por él desde la visión de un profesor, aunque seguramente fue usado en las escuelas de ábaco.
 
De viribus quantitatis está distribuido en tres secciones: 1) “De la intervención de los números”, son 81 problemas catalogados como juegos matemáticos, la recopilación más grande de este tipo de problemas registrada hasta ese año. Como Pacioli fue profesor, probablemente ésta fue parte de su estrategia para estimular el interés de los estudiantes por las matemáticas; 2) “La geometría de las líneas”, una seria de acertijos geométricos y juegos con monedas y cartas; y 3) “Preceptos morales”, una compilación de proverbios, versos y acertijos.
 
Ya señalamos que en el libro se encuentran varias alusiones a Leonardo y muchos de los problemas que contiene De viribus han sido encontrados también en sus cuadernos, donde aparecen menciones directas a Luca. No obstante, generalmente se tienen que buscar las analogías entre los dos autores y sus obras respectivas. Su análisis se puede extender si se consultan las obras de ambos.
 
El puente
 
El primer problema que mencionaremos se enmarca en el contexto del año 1502 cuando Leonardo se incorporó a las actividades militares con César Borgia. El primer encargo del duque fue la revisión del diseño de las fortificaciones —posteriormente viajó con él y vivió a su lado la actividad de unos ataques. En un salvoconducto que éste le extiende a Leonardo lo describe más como un ingeniero militar que como un pintor, lo cual agradaba a Leonardo.
 
En el capítulo 84 de su obra, Pacioli da una descripción de dicha relación: “Caesaro Valentino [así le llamaba Leonardo a César Borgia] Duque de Romagna […] tenía que cruzar un río de 24 pasos de longitud que no tenía puente y sólo se contaba con un cúmulo de troncos extraídos del bosque y todos con una longitud de 16 pasos [...] su ingeniero pudo construir un puente sin usar metales ni cuerdas y fue lo suficientemente fuerte para poder cruzar el río”. Esto es acompañado de un dibujo en el margen, en donde se dice que parte de los troncos sirven como peso en el margen del río y están colocados paralelos a la corriente. En la imagen procedente de De viribus (figura 2), las líneas mn, op y qr son los troncos que se colocan sobre los otros troncos ef, gh y kl, y cubren una cuarta parte de su extensión en tierra; otras se extienden hacia el río y se encuentran con otros troncos, como lo describe Pacioli. Pareciera que la descripción es incompleta, pero con la figura 3 nos podemos imaginar cuál era la idea.
 
En este problema se aborda el planteamiento de Leonardo de un puente “autoportante”, y aunque no presenta una figura del puente terminado, la descripción se asemeja a lo que Leonardo posiblemente le narró a Luca, y se encuentra en el Códice Atlántico, volumen 1. páginas 69r y 71v (página opuesta figura de la derecha). Se puede encontrar por lo menos seis diseños de puentes de Leonardo, tres en el Códice Atlántico: autoportante (f. 69ar y 71v), giratorio (f. 855r) (aquí arriba) y de canal (folio 126v); dos en el Manuscrito B de París: de dos plantas (f. 23r) y giratorio de barcas (f. 23r); y uno en el Manuscrito L de París: el del cuerno de oro (f. 66 r). Cabe señalar que Pacioli no menciona directamente en este problema a Leonardo pero, por la manera como narra los hechos y la forma de mencionar a César Borgia, seguramente se refería a él.
 
El entorno de la física
 
Para poder entender una parte del marco de la física que le correspondió asimilar a Leonardo es conveniente analizar de qué manera Luca entendió algunas teorías de la física, esencialmente aristotélica, impregnada con resonancias de la escuela parisina del siglo xiv, en particular la de Nicolo Oresme (13231382) y la de Alberto de Sajonia (13251390). Pacioli tuvo educación universitaria en Venecia, en la Escuela Rialto, y siguió las lecciones de matemáticas de Domenico Bragadino, aprendió latín y las disciplinas liberales. Esto explica su cercanía con los problemas de las matemáticas aplicadas, los oficios, las artes y, sin lugar a duda, los problemas de la física. La diversidad de disciplinas que se presentan en De viribus se manifiesta en el uso de los términos “práctico” y “curioso” —el segundo término indica algunos experimentos hechos con material elemental y hasta casero que exhibe en la obra.
 
En los capítulos 88 a 90, Luca Pacioli se presenta como un aristotélico empírico, un perfil que ilustra los cambios que tenían lugar en ese entonces, al igual que lo muestran los temas tratados. Uno de ellos es el problema de calcular la velocidad de un barco cuando las condiciones son que el observador se encuentre dentro del barco en movimiento, seguido de aquél donde el observador está en tierra lejos del barco. En ambos casos se plantea la necesidad de tener instrumentos elementales para poder recoger datos sobre el movimiento pero, además, en ambas situaciones se requiere contar con un artilugio que permita medir el tiempo, lo cual se aborda en el capítulo 90. Allí, Pacioli expone la manera de construir un reloj náutico que sería de utilidad para realizar las medidas correspondientes en los dos casos, describiendo una clepsidra de vidrio que usa mercurio en lugar de agua, ya que ésta se degrada y corrompe por el tiempo, con el frío se congela y puede dañar el vidrio —cabe señalar que comenta que el mercurio no forma pirámide como la arena cuando se acumula en el fondo del recipiente— y prosigue enlistando cuáles son los materiales que más conviene usar.
 
Luca brinda elementos para pensar que esta exposición se apoya en el ingenio de Leonardo. Es interesante descubrir que estaba enterado de las incursiones de Leonardo en los relojes, y no sería extraño que este último hubiera comentado sus diseños con él y recibiera asesoría sobre los elementos de la geometría y la mecánica que se requerían para bosquejarlos. Pero también existe la posibilidad de la parte complementaria, que Luca hubiera proporcionado a Leonardo ideas sobre relojes para que él las desarrollara, o bien podría ser una colaboración de dos sentidos.
 
Leonardo trabajó en cierto periodo sobre la perspectiva y a la vez estudiaba y construía máquinas con base en los principios básicos de la instrumentación mecánica, lo que identificaba como “elementos de las máquinas”. En ese momento Pacioli interactuaba con él, de gran perseverancia para el diseño de relojes. La mecánica de éstos implicaba el uso de muelles pues se sabía que los resortes pierden fuerza y movimiento a medida que se desenrollan. El primer esfuerzo de Leonardo para hacer un reloj se encuentra en el Códice francés B, folio 50v (figura 6), ahí se muestra una serie de muelles con disminución en la velocidad de movimiento, que es compensada por hilos que llevan a una serie de conos invertidos colocados de forma que cada uno de los tornillos se encuentra en el de arriba y continúa el movimiento hasta que los cuatro resortes se desenrollan. Pacioli menciona en el mismo capítulo que se trata de una aplicación del principio de la palanca formulado por Arquímedes; en este caso la pérdida de fuerza que experimenta el muelle al destensarse es compensada por la mayor longitud del brazo de cadena.
 
Este tipo de mecanismo fue concebido anteriormente por Leonardo al margen de los relojes; se puede encontrar en otras de sus máquinas, como un mecanismo de muelle de caracol para tratar de mantener constante el movimiento de los engranes (figura 7). Una de las ilustraciones más explícitas de Leonardo de las fuerzas de distribución cónicas se puede ver en el Códice Madrid I 85 r (página opuesta, parte interior). Es un mecanismo usado para equilibrar la fuerza que se transmite por el giro generado por el muelle, un cono truncado que tiene un canal que recorre las vueltas para alojar una cuerda que se engancha al barrilete en uno de sus extremos y al cono en el otro. Al dar cuerda al reloj, la cadena se enrolla en el cono como se ve en la figura, a la vez que el muelle se va tensando. La fuerza contenida por el muelle que se encuentra dentro del barrilete se transmite al rodaje regulado por el brazo de la cadena. En la medida que se va destensando el muelle, su fuerza disminuye, pero la tracción de la cuerda aumenta y, en consecuencia, la fuerza para los giros se mantiene, es decir, la pérdida de fuerza que sufre el muelle al ir destensándose es compensada por la mayor longitud del giro de la cadena. Se trata de una brillante aplicación del principio de la palanca de Arquímedes, y este mecanismo se puede ver de manera más acabada en la enciclopedia de Diderot y D’Alembert (abajo).
 
En cuanto al reloj que Luca menciona para medir el movimiento de los barcos, ya existían antecedentes en el diseño que Leonardo hizo para su despertador, un reloj alarma en forma de clépsidra que al final activa una alarma. Con base en sus diagramas, se sabe que el dispositivo recolectaba una cantidad determinada de agua en un depósito en intervalos breves; una vez que el contenedor se llena, se derrama en otro depósito y cuando está lleno activa unas palancas que generan un movimiento para suspender el sueño.
 
El intercambio mutuo de ideas es mencionado al final del capítulo, en donde Luca parece querer mostrar que él también le aportó ideas a Leonardo en el tema de los relojes: nel ciu ingegno asei me confido, Leonardo, perché, comme so intendi, tutto non si po’ in breve dire (“en mi mente confío, Leonardo, porque, como entiendes, no todo es breve para decir”). Este pasaje da la impresión que Luca le deja a Leonardo la posibilidad de seguir trabajando en estos temas a partir de lo señalado por él en dicho capítulo de su obra. Lori Pieper, que ha trabajado sobre De viribus, es partidario de que Pacioli también le proporcionó a Leonardo posibilidades para desarrollar máquinas de relojería. Sin duda, este último consideraba las opiniones del primero y por eso no es raro encontrar en sus cuadernos anotaciones acerca de tales recomendaciones.
 
Las líneas de la visión
 
Pacioli enuncia un problema en el capítulo 116: cómo visualizar una moneda que se encuentra aparentemente oculta en un cuenco, cuya finalidad es poder experimentar con las propiedades de la refracción a través de un líquido. Elogia el poder de la línea para la visualización y la representación y, después de una breve relatoría sobre las ilusiones ópticas y de panegirizar tanto a Ludovico Sforza como a procede a describir el efecto de la refracción. Si una moneda se coloca dentro de un cuenco vacío frente a un observador de tal manera que no pueda verla, ¿sería posible hacerla visible sin que el observador ni el cuenco se muevan? Pacioli muestra que sí, llenando el cuenco con agua (figura 10), lo cual muestra que éste incursionaba ya en la geometría de las leyes de la visión. No obstante, si bien era un geómetra reconocido, no lo era en la geometría de la visión ni en la física de la trasmisión de la luz a través de los medios líquidos; conocía muy bien parte de la obra Euclidiana pero no hay datos firmes para saber si se adentró en las teorías de la visión y en la física de la luz, ni se tiene la certeza de que hubiera leído la Óptica o la Catóptrica de Euclides.
 
Es posible, por lo tanto, que los conocimientos de Luca en estos tópicos estuvieran sustentados en los intercambios con Leonardo desde su encuentro en Milán. Sabemos que estructuró el De veribus quantitatis entre 1496 y 1508, y que Leonardo escribió el Códice Atlántico entre 1478 y 1518, el Madrid I de 1493 a 1499, y el Madrid II de 1493 a 1505, los cuales contienen importantes reflexiones sobre las teorías de la visión y la refracción y, además, que cuando conoció a Luca parte de éstos ya estaban formulados, aunque terminó de escribir cuando ya tenía una fuerte convivencia con él. En este contexto, no sería difícil plantear que Leonardo recibió apoyo por parte de Luca para resolver sus dudas en el campo de la geometría a fin de desarrollar sus teorías de la visión y de la física de la luz. Por el otro lado, Luca posiblemente obtuvo de Leonardo sus reflexiones sobre óptica, pues en esos años escribía los códices. Tanto en De viribus como en los Códices Atlántico y Madrid es posible constatar tales intercambios de óptica y teoría de la visión.
 
Debido a la importancia que tuvieron los textos clásicos en el Renacimiento, es necesario acercarse a Vitruvio y conocer sus planteamientos sobre la ilusión óptica de la distancia. Fue por Ptolomeo y su trabajo sobre óptica que se empezó a entender el concepto de refracción pero, cabe señalar, seguramente ni Leonardo ni Luca lo leyeron directamente, lo más probable es que hayan leído la óptica de Alhazen, una obra conocida en su época que recopilaba los conceptos y resultados en ese campo. Euclides quiso probar geométricamente la relación entre el objeto y lo que el ojo percibe, suponiendo que los rayos visuales emanan del ojo y recorren líneas rectas que eventualmente se desviarán para cubrir el objeto contemplado. Uno de sus postulado enuncia que los objetos son vistos según lleguen a ellos los rayos visuales, es decir, que la luz no llegará a los objetos mediante trayectorias curvas o no rectas, y es éste el que permite entender cómo es posible mirar la moneda que se halla dentro del cuenco.
 
Se puede suponer entonces que una de las fuentes de Leonardo y Luca fue la Catóptrica de Euclides, un texto que se considera de menores alcances desde el punto de vista geométrico, que la Óptica pero sin duda el primer trabajo que se conoce sobre las propiedades de la luz cuando se refracta o se refleja. Allí, en la definición 6 se enuncia lo siguiente: “si se deposita algo en un vaso y se toma una distancia tal que ya no se vea, estando a la misma distancia, si se vierte agua se verá el objeto depositado”. Cabe mencionar que no es propiamente una definición, sino una clase de hipótesis o fenómeno observable; es además la única vez que se hace referencia a la refracción, en especial cuando se pasa de un medio con cierta densidad a otro de mayor como lo es el agua.
 
La refracción no fue abordada de manera notable en la ciencia griega, fue hasta Ptolomeo que tales temas fueron relevantes. Se tiene el registro de sus experimentos para discernir los elementos de la refracción en diferentes medios: aireagua, airevidrio, vidrioagua, a partir de los cuales éste plantea que: i) un objeto A sumergido en agua se ve en B más arriba de la posición en la que se encuentra; y ii) si el rayo visual y el objeto O se encuentran en la perpendicular, no hay refracción.
 
En estos temas seguramente Luca y Leonardo se complementaron, el primero con su gran manejo de la geometría y el segundo con su intuición sobre las teorías de la representación y de la visión. El capítulo 116 proporciona elementos para estudiar el entorno de la óptica de ambos.
 
La escalera
 
Pacioli describe en el capítulo 132 un juego de ilusión conocido como escalera de Jacob; explica cómo dicho dispositivo está construido a partir de dos placas de madera y tres correas que forman lo que parece una cartera (en México este juego es conocido con más de dos placas de madera y se le identifica como un juguete artesanal) y cómo se pueden entretener los niños con él —parece ser la primera referencia que describe este tipo de divertimento.
 
Al parecer, la influencia de Leonardo en este caso ocurre de manera indirecta, a través de la pintura de Bernardino Luini (14851532) titulada Puttino che mostra un suo trastullo (a la derecha), en donde se aprecia un niño con la escalera de Jacob en las manos. Las primeras obras de Luini se han vinculado con el arquitecto y pintor Donato Bramante, se le relaciona con Zenale y las corrientes de la perspectiva en Milán y después con las formas de Leonardo. Luini estuvo en Milán entre 1509 y aproximadamente 1515, coincidiendo con éste y quizá también posteriormente en Roma. De hecho, los historiadores del arte lo identifican con el círculo de Da Vinci, como opina Joseph Freedberg: “fue un pintor conservador que tomó de Leonardo tanto como sus raíces le permitieron comprender”. Más aún, Luini fue alumno de Giovanni Antonio Boltraffio, cuya formación se desarrolló en el taller de Leonardo y en donde permaneció hasta los últimos años del siglo xv.
 
Esto nos permite comprender por qué las obras de Luini son tan impresionantemente parecidas en técnica y sensibilidad a las de Leonardo, que incluso algunas de sus obras se le hayan atribuido a este último, como es el caso de la obra mencionada. No se tienen datos precisos para saber si la pintura del Puttino fue realizada o bosquejada cuando Luini se encontraba en contacto directo con Leonardo, pero lo que sí sabemos es que en el Códice Madrid (f. 110r) se encuentra una máquina con el mismo principio tecnológico de dicho juguete, un boceto de arquitectura escenográfica que proviene del pasado: el monumental teatro móvil de Curio, del cual muestra el mecanismo de apertura que permite tener diferentes escenarios (dibujos arriba y abajo), algo que ya se habían planteado desde Alberti hasta Palladio, frecuentemente encontrado en las descripciones de Plinio y Vitruvio.
 
Aun cuando en dicho capítulo de su libro Pacioli no menciona directamente a Leonardo, la relación de este artilugio con Luini, el teatro de Curio y las menciones de Vitrubio dan lugar a pensar que en algún momento Luca y Leonardo comentaron el tema y por esta razón Luca lo usa para sus divertimentos y decide incluirlo en De viribus.
 
Conclusión
 
La relación entre Leonardo y Luca surgió a partir de su encuentro en Milán, cuando ambos ya tenían definidos sus intereses; sin embargo, eso no impidió que pudieran converger en tareas conjuntas. Generalmente, la colaboración entre ambos se restringe a la intervención que tuvo Leonardo cuando ilustró con los poliedros La divina proporción de Luca. El análisis del contexto y sus obras es amplía y profundiza en los numerosos campos de interés en los que mantuvieron un importante intercambio. De viribus quantitatis es una obra crucial para comprender esto.
 
Fue una relación marcada por la reciprocidad: si bien Leonardo le aporta ideas sobre óptica y mecánica, en sus cuadernos se refleja que, a partir de su trato con Luca, sus construcciones con regla y compás y su cálculo geométrico se vuelven más tangibles. Sin duda, esta obra nos puede aportar todavía mucho para entender mejor cómo crecieron conjuntamente sus pasiones por explorar en las ciencias.
 
     
Referencias Bibliográficas
 
Alberti, Leon Battista. Juegos matemáticos y De lo escrito en forma cifrada. 1452, 1466. Estudios preliminares y traducción: Rafael Martínez y César Guevara. Colección Mathema. Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, 2018.
     Da Vinci, Leonardo. 1493. Códice Madrid. Volúmenes I y II. Biblioteca Nacional de España, Madrid. Se puede consultar en su totalidad en el sitio web Leonardo interactivo de la BNE en:
http://leonardo.bne.es/index.html.
     Da Vinci, Leonardo. 1519. Códice Atlántico. Traducciones críticas de Augusto Marinoni. 23 volúmenes. Ediciones Folio S. A, 2007.
     Euclides. ~300 a. C. Óptica, Catóptrica y Fenómenos. Biblioteca clásica Gredos, volumen 277. Editorial Gredos, Madrid, 2000.
     Isaacson, Walter. 2017. Leonardo da Vinci. La biografía. Villafuerte, Penguin Random House.
     Pacioli, Luca. 1508. De viribus quantitatis. Prefacio de Augusto Marinoni. Ente Raccolta Vinciana, Milán, 1997.
El manuscrito original se puede consultar en:
http://www.uriland.it/matematica/DeViribus/Presentazione.html
     Vitruvio, Marco. 15 a. C. Los diez libros de arquitectura. Serie Fuentes de Arte. Ediciones Akal, Madrid, 2001.

     

     
César Guevara Bravo
Departamento de Matemáticas,
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.

Es matemático y docente del Departamento de Matemáticas de la Facultad de Ciencias de la UNAM, desde hace más de veinte años. Sus áreas de interés son la historia de las matemáticas y la teoría de los números, y en ellas ha publicado trabajos de investigación y divulgación.
     

     
 
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Daniel Rolando Martí Capitanachi
y 
Arturo Velázquez Ruíz
     
               
               
El debate de si la arquitectura es una ciencia o un arte data
de la Antigüedad. Desde los romanos, y aun durante el Renacimiento, era muy difícil distinguir nítidamente entre un arquitecto, un ingeniero, un artista y un científico, como el caso que atañe a por citar uno ampliamente conocido y debatido.
 
La arquitectura, sin duda, tiene rasgos netamente científicos, sobre todo los relacionados con la física y las matemáticas que son necesarios para calcular —los elementos de soporte de una estructura, por ejemplo; no obstante, a la vez la misma disciplina hace uso de elementos estéticos, creativos, relacionados más con la percepción y el arte, como el manejo de luz y sombra para provocar sensaciones en el usuario.
 
De igual forma, en el urbanismo —primordialmente en la planeación urbana— se ha tratado de calcular y organizar por medio de diversas fórmulas y parámetros la forma de nuestras ciudades —estableciendo indicadores matemáticos tales como densidades, coeficientes de ocupación del suelo y utilización del suelo, por citar algunos. Sin embargo, no podemos descartar que gran parte del diseño final de algún nuevo sector de la ciudad habrá de depender de la capacidad del diseñador para generar armonía en la organización de sus diversos componentes, un asunto más ligado a cualidades propias de un artista. Así, la arquitectura y el urbanismo se han debatido entre lo artístico y lo científico, entre la creatividad y la razón; prueba de ello es la evolución en la traza y la morfología de las ciudades en su devenir histórico.
 
Las ciudades mesoamericanas comparten esta misma conjunción. Las particularidades urbanas y arquitectónicas de Monte Albán, singular asentamiento humano en los valles de Oaxaca, muestra claramente las influencias artísticas y científicas en la concepción de un hábitat humano.
 
Entre la arquitectura del México prehispánico, Monte Albán sobresale sin duda, no sólo por la singularidad de su edificación, sino por su arreglo urbanístico ligado particularmente a la astronomía, como lo han señalado varios estudiosos del tema. En aparente contradicción con otras formaciones urbanas prehispánicas, esta ciudad fundada por los zapotecos, se ubica en lo más alto de una montaña aislada del valle de Oaxaca, es decir, no aprovecha los terrenos llanos que éste ofrece, equiparables a las condiciones topográficas seleccionadas por otros pueblos mesoamericanos para la fundación de sus ciudades. Tal vez sea éste el primer rasgo de originalidad de la cultura zapoteca en lo que se refiere a su entendimiento del urbanismo y la arquitectura.
 
Fue una de las ciudades más importantes de Mesoamérica, con una población de 35 mil habitantes, equiparable durante su apogeo al doble de la ciudad de Tlaxcala en la actualidad, lo que nos da una idea de su complejidad. Es un sitio que denota una concepción del orden, lo cual se aprecia en la disposición de sus conjuntos urbanos y el detalle de sus edificios, producto de una muy rígida estratificación social y económica, pero con bases muy distintas a las de las culturas del Golfo o el Altiplano central.
 
El conjunto urbano de Monte Albán se conforma de edificios civiles, teocráticos y funerarios que se emplazan en hileras en los extremos oriente y occidente de un gran espacio abierto al que sólo se puede acceder o salir desde aperturas opuestas, ubicadas entre los mismos edificios. Las porciones extremas norte y sur son ocupadas por edificios con basamento que a su vez se ubican sobre los puntos topográficos más altos y desde los cuales se obtiene una perspectiva que domina la plaza en toda su amplitud. Existe una direccionalidad en la traza de la ciudad, cuyos puntos de orientación corresponden a nortesur, la cual aprovecha la planicie —parcialmente natural pues fue inducida mediante terrazas en ciertas partes— que se ubica en la parte más alta del cerro.
 
Se trata de una ciudad construida a lo largo de siglos y, sin embargo, con una unidad de concepción asombrosa, lo que evidencia quizá la existencia del equivalente a un plan maestro de nuestro tiempo. En su libro Arte prehispánico en Mesoamérica, Paul Gendrop cita a Paul Westheim: “los principales ejes no mantienen entre sí una relación rigurosa, sino que se tuercen, se desvían unos con respecto a otros: resulta interesante observar, por ejemplo, cómo la masa de los tres edificios que ocupan el centro de la plaza viene a balancear, integrándolo de manera definitiva en la composición general [...] La simetría se ve aquí remplazada por las extraordinarias relaciones que se establecen entre los espacios abiertos y los edificios, en un verdadero alarde de asimétrica armonía”. Autores como Sifuentes Solís, a partir de análisis gráficos, concluye que efectivamente existe una relación entre los espacios abiertos y los edificios con base en rectángulos de proporción raíz de cinco y sus progresiones geométricas, lo que da cuenta de una intención en el manejo de los espacios abiertos al menos en el centro ceremonial.
 
La estructura de Monte Albán adquiere caracteres propios dados por su emplazamiento geográfico distante del Altiplano central, y por la evolución de la cultura zapoteca a lo largo de dieciocho siglos, que retoman elementos arquitectónicos como el tablero talud teotihuacanos, reinterpretado en tablero escapulario.
 
Las exploraciones de esta ciudad se iniciaron en 1919, pero el trabajo de investigación arqueológica formal empezó hasta fines de 1931, cuando se liberaron las estructuras, una por una, hasta integrar el conjunto urbano, descubriéndose una plaza rodeada totalmente de edificios, un espacio delimitado por fachadas continuas que da la idea de un patio interior, y que en el nivel arquitectónico es retomada en la zonificación de los edificios existentes. Esta idea de interioridad es rasgo ya distintivo para Monte Albán durante el periodo Clásico, en donde cada edificio se distribuye alrededor de patios, de manera semejante a como ocurre en Teotihuacan, convirtiendo el patio en un vestíbulo que da acceso por medio de escalinatas con alfardas a cada espacio.
 
Las fases de su historia
 
Para su estudio, la cultura zapoteca, y en especial la ciudad de Monte Albán, ha sido dividida en fases. La primera, conocida como Monte Albán I, se contabiliza del año 650 a 200 a.C., aunque se cuenta con vestigios cerámicos que testimonian rasgos de la cultura zapoteca que se remontan a 900 a.C. El esplendor de la cultura olmeca repercutió sobre todas las culturas mesoamericanas y, a pesar de la lejanía, su influencia en Monte Albán es innegable; allí algunos de sus rasgos se absorbieron pero modificados, especialmente en la cerámica y el relieve, y un poco menos en la arquitectura y el urbanismo.
 
A la primera época corresponde el Templo de los danzantes, estructura de piedra que adiciona a las rampas propias de Mesoamérica la intención de la verticalidad a través de muros que anteceden a las alfardas. Posteriormente éstos serán elementos que caractericen las construcciones zapotecas y darán origen al uso de tableros decorados con grecas entre los mixtecas.
 
Es muy probable que desde esta época se empezara la organización de la gran plaza central, dando con ello pie a la interpretación que hacen los arqueólogos del dominio de la idea urbanística entre los zapotecas. De nuevo las palabras de Westheim sobre el conjunto urbano y a la posición de los edificios de Monte Albán: “así surge un conjunto de espacios concebidos no como simple yuxtaposición de edificios o de plazas, sino como una viva relación de espacios [...] todo un sistema de espacios vivos que se complementan, se absorben, se corresponden mutuamente; multiplicidad de elementos que integran una unidad orgánica [...] una sinfonía espacial”.
 
Monte Albán II se inicia en el año 200 a.C. y se prolonga hasta el principio de la era cristiana. En general, se trata de una continuación de los rasgos culturales de la época anterior. En la Historia de México de Bernal se menciona que en esta época se lleva a cabo la nivelación de la punta del cerro, conformando casi en su totalidad la gran plaza que es pavimentada por completo con estuco. Semejante hazaña no fue fácil y requirió devanar promontorios rocosos y rellenar en otros casos pequeñas depresiones del terreno, y cuando no fue posible eliminar tres pequeñas cimas, éstas fueron cubiertas con edificios, aprovechándolas así como núcleo de los mismos.
 
Ante tal proeza de ingeniería, Gendrop señala que existe en Monte Albán un sentido sublimizado del espacio, donde la ciudad parece haberse ensamblado a la estructura del monte, modelada por la mano del hombre, sólo comparable al sitio de Machu Pichu en Los Andes del Perú. En cuanto a la arquitectura, en esta época se continúan los edificios funerarios que caracterizaron a la primera, y se adicionan las tumbas, las pinturas al fresco sobre murales, así como la intención de combinar techos de dos aguas con techos planos.
 
Ciencia y ciudad prehispánica
 
Lo anterior nos da indicios de conocimientos avanzados de arquitectura y urbanismo que permitieron llevar a cabo tales edificaciones; sin embargo, también da muestra de conocimientos científicos relevantes, como lo señala Jesús Galindo Trejo en un artículo publicado en la revista Ciencias, “La astronomía prehispánica como expresión de las nociones de espacio y tiempo en Mesoamérica”. En Monte Albán, como en el resto de las ciudades prehispánicas, se realizaron cuidadosas observaciones astronómicas que permitían a sus habitantes calcular fechas precisas, para lo cual las edificaciones presentan una alineación calendáricoastronómica como el Edificio enjoyado o Embajada teotihuacana.
 
Johanna Broda va más allá y afirma que las edificaciones en el mundo prehispánico son marcadores artificiales, símbolos que nos permiten entender una “escritura”, en este caso, la arquitectura y su concordancia con el ambiente natural. Se tenía la capacidad tecnológica de diseñar y construir edificios en coordinación exacta con el fenómeno natural que querían hacer resaltar, explica en “Arqueoastronomía y desarrollo de las ciencias en el México prehispánico”, y para demostrarlo efectúa un análisis de varios conjuntos prehispánicos, entre ellos Monte Albán (figura 1).
 
En el mismo sentido en Historia de la astronomía en México se afirma: “según mediciones de Aveni y Hartung, el plano muestra las siguientes alineaciones asociadas con los edificios J y P que abarcan un complejo simbolismo astronómico: 1) línea perpendicular a la entrada del edificio J que conduce hacia una apertura en la escalinata del edificio P donde se encuentran un tubo artificial y abajo una recámara que permiten observar los pasos del Sol por el cenit (mayo 8 y agosto 5); 2) línea perpendicular a la escalinata del edificio J que conduce a la entrada de P y, sobre el horizonte apunta hacia la salida helíaca de Capella correspondiente a la época de construcción de estos edificios (250 a.C.). En aquella época la salida helíaca de Capella coincidía, además, con la fecha del primer paso del Sol por el cenit en la latitud geográfica de Monte Albán (17º03’ N); 3) bisector de la forma de flecha que compone el lado opuesto del edificio J, que para el mismo año 250 a.C. apuntaba hacia cinco estrellas de particular luminosidad (la Cruz del Sur, Alfa y Beta de Centauro), mostrando así una coordinación planeada entre los tres tipos de alineaciones mencionadas”. Incluso existen espacios al interior de los basamentos que se afirma fueron creados específicamente con fines de observación astronómica, como la cámara cenital del edifico P (figura 2).
 
Epílogo
 
Algunos autores afirman que existe en las civilizaciones prehispánicas una “polivalencia funcional” de sus instituciones, es decir, las estructuras políticas estaban estrechamente ligadas a las religiosas y a su vez con las económicas, por lo que quizá la labor del arquitecto, urbanista y científico zapoteco tampoco debió haber sido fácilmente distinguible como ocurría en Europa durante el Renacimiento.
 
Tal vez aún desconozcamos los procedimientos científicos y técnicos que posibilitaron la construcción de las estructuras de Monte Albán y la planeación en su conjunto del asentamiento, pero queda claro que los zapotecos utilizaron diversas herramientas en la planeación y construcción del mismo, logrando hazañas de arquitectura que nos sorprenden hasta el día de hoy.
 
     
Referencias Bibliográficas
 
Bernal, Ignacio et al. 1975. Historia de México. Tomo 2 de 3. Salvat Editores de México, S.A., España.
     Broda, Johanna. 1986. “Arqueoastronomía y desarrollo de las ciencias en el México prehispánico” en Historia de la astronomía en México. Editado por: Marco Arturo Moreno Corral, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, pp. 65-102.
     Galindo Trejo, Jesús. 2009. “La Astronomía prehispánica como expresión de las nociones de espacio y tiempo en Mesoamérica” en Ciencias, núm. 95, pp. 26-27.
     Gendrop, Paul. 1979. Arte prehispánico en Mesoamérica. Editorial Trillas, México.
Marquina, Ignacio. 1928. Estudio comparativo de los monumentos arqueológicos en México. Secretaría de Educación Pública, México.
     Marquina, Ignacio. 1951. Arquitectura prehispánica, Parte primera. Instituto Nacional de Antropología e Historia, Secretaría de Educación Pública, México.
     Ramón Lligé, Adela. 1976. “La cultura zapoteca”, en Los pueblos y señoríos teocráticos. El periodo de las ciudades urbanas. Segunda parte. Editado por Zenil Medellín et al., SEP-INAH. México.
     Sifuentes Solís, M. Alejandro. 1994. “La geometría de la gran plaza de Monte Albán. Una exploración aproximativa con rectángulos”. Universidad Autónoma de Aguascalientes, núm. 12, pp. 38-52.
     Torres Rodríguez, Alfonso. 1999. “La observación astronómica en Mesoamérica”, en Ciencias, núm. 54, pp. 16-27.
      Westheim, Paul et al. 1969. 40 Siglos de Arte Mexicano. Tomo I de III. Editorial Herrero, México.
     

     
Daniel Rolando Martí Capitanachi
Facultad de Arquitectura,
Universidad Veracruzana.

Doctor en Arquitectura por la Universidad Politécnica de Madrid. Profesor de Tiempo Completo adscrito a la Facultad de Arquitectura, Universidad Veracruzana.

Arturo Velázquez Ruíz
Facultad de Arquitectura,
Universidad Veracruzana.

Maestro en Planeación Urbana por la Oxford Brookes University. Profesor de Tiempo Completo adscrito a la Facultad de Arquitectura, Universidad Veracruzana.
     

     
 
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Nuestra señora
de Nequetejé
131B07  
 
 
 
Francisco Rojas González  
                     
El “test” de la psicoanalista nos interesó a todos. Ella
había llevado a la expedición un álbum con reproducciones de obras maestras de la pintura. Ahí estaban, por ejemplo, la rolliza y saludable Lavinia de Ticiano; el Napoleón de David con el índice erecto, el gesto brioso y jinete en potro plateado; la Giocinda de Leonardo de Vinci, sonriente al arcano; la Isable de Valois, a quien Pantoja de la Cruz colmó de prestigio y realeza en muecas y joyas; el “Hombre” visto por Theotocópuli; el “Sollozo” de Siqueiros, donde la mujer empuña el dolor en escalofriante actitud; el patético “Tata Jesucristo” de Goitia; el “Zapata” de Diego, santón bigotudo, baqueano de hambrientos y portaestandarte de causas albeantes como los calzones blancos y la blanca sonrisa de los indios; la “Trinchera”, encrucijada de tragedia y nidal de maldiciones, en que José Clemente Orozco vació la intención en forma y erigió la protesta en colores y, en fin…
 
Los indígenas de aquel lugarejo —Nequetejé—, de aquella aldehuela perdida en las rugosidades de la Sierra Madre, miraban y miraban con admiración callada las láminas que despertaban en ellos excelencias y calidades agazapadas entre el moho de sus afrentas y el humazo de sus recelos. La vista punzante sobre los cromos y en las pupilas dilatadas por el pasmo, las gamas, los tonos y las formas reflejadas con la misma saña, con la misma furia con que el impacto estético había lesionado más los corazones que los cerebros.
 
Después del asombro, una reacción nueva que ya no era el aturdimiento ni la maravilla, sino el estupor hierático, sordo, desconcertante.
 
Cuando la psicoanalista arrancaba de su arrobamiento a los sujetos, con preguntas tendientes a clarificar los enigmas, los indios no eran elocuentes: dos o tres monosílabos jalados con trabajo, que denotaban evidentemente una predilección hacia la forma sobre el color, al que hacían —en su valoración de la obra de arte— preceder a la composición y al significado, los que, en todo caso, tomaban un sitio menor en sus apreciaciones, quizás por lejanía o tal vez por armonía de concepto… Pero lo que resultaba inconcuso, era el interés que aquellas geniales máculas despertaban en los llamados “primitivos” por los antropólogos, “retrasados”, según el concepto de los etnólogos, o “prelógicos” en opinión de nuestra gentil compañera de investigación, la freudiana psicoanalista.
 
Era de ver cómo los padres llevaban en caravanas a sus hijos, cómo los ancianos dirigían sus trémulos pasos hacia la escuelita rural en donde habíamos instalado nuestro laboratorio, cómo todos se echaban sobre el pupitre en el que descansaba el álbum y cómo cada estampa era recibida con emoción general que hacía rumor y provocaba palpitaciones inocultables. Había en particular una lámina que incitaba la admiración colectiva:
 
“Ésa es la más chula”… “La más galana”, solía escucharse cuando pasaba ante los ojos alucinados.
 
“Linda como ninguna”, decían voces ensordecidas de timidez… Y la Gioconda acentuaba su mueca absurda de esfinge sonriente, elocuentemente indescifrable; luminosamente oscura. “Es la más hermosa.”
 
Ante la clara tendencia, la psicoanalista hacía un alto y entregaba la emoción de los indios a nuestro estupor… Era cuando ella, igual que Monna Lisa, sonreía, pero con una sonrisa inocua y transparente, sonrisa de triunfo, porque, según su ciencia y su saber, había agarrado el cabo al complejo colectivo.
 
Ya en México visité un día a la psicoanalista; deseaba ardientemente conocer las conclusiones alcanzadas con el “test” de la pintura. Ella se mostró animosa y optimista, porque la prueba había resultado convincente; los indios pames admiraban la forma y gustaban del color, al tiempo que desdeñaban las excelencias de la composición y no advertían, tal vez, el fondo del concepto creador…
 
Pero había algo que positivamente significaba una diversificación curiosa, una peculiaridad que no cabía en las estadísticas, que era imposible transformarla en guarismos e incrustarla entre las austeras columnas que formaban en los cuadros y en los estados; era algo que escapaba al método, que huía de la técnica en la misma forma en que un pensamiento resbala ante un detector o una fragancia escurre frente al ojo de una cámara oscura. Era la admiración, el anonadamiento que la Gioconda produjo en el ánimo de los pames.
 
—Es positivamente extraño, porque ni es la más brillante en cuanto a color, ni es tampoco la más sugestiva en la forma. Lo que los ha impresionado de la obra maestra de Leonardo es quizás su equilibrio, su serenidad… — me atreví a conjeturar.
 
La psicoanalista sonrió ante mis empíricas estimaciones; había en su actitud un aire de compasión, un gesto de misericordia zaheridora, que me hicieron enmudecer. Entonces ella, frente a mi perplejidad, dio a luz su teoría.
 
— Se trata, amigo mío, de un estado neurótico colectivo… de una etapa bien definida dentro de la biogenética. Sí —reafirmó—: el primitivo, con su alma encapotada de misterio, ofrece sorpresas apasionantes… Su pensamiento es tenebroso para el resto de los demás, por contradictorio. El primitivo, como el niño, goza sufriendo, ama odiando y ríe gimiendo. Nuestros indios de Nequetejé no podrían escapar a la ley psicológica. El hombre bárbaro contemporáneo nuestro es un racimo de complejos; razona por simple análisis, porque carece del don de la síntesis, que es el patrimonio de las altas culturas. En este caso, han quedado hechizados —no es otra la palabra— por la imagen de la Gioconda.
 
En ella se han visto como si el pueblo entero hubiese pasado, uno por uno, frente a un espejo. ¿No hay en el gesto indefinido, indeciso de Monna Lisa un soplo de arcano semejante al que palpita en una sonrisa de indio o en la mueca que antecede al llanto de un niño? ¿No advierte usted en la frente de la Gioconda la serenidad que campea en el rostro de los pames? ¿No le recuerda la amarillenta epidermis de ella el color de la carne de nuestros indios? ¿No es su tocado semejante al de las mujercitas de Nequetejé? ¿No son los paños que exornan la maravillosa creación semejantes al traje de gala que lucen las indias en días de fiesta? ¿No le recuerda el paisaje de fondo, roquerío bravío, al panorama yermo de la sierra pame?
 
—En verdad —contesté un poco desconcertado—, todo eso me parece muy sugestivo, pero…
 
—Va usted a verlo, busquemos la reproducción y usted mismo comprobará lo dicho por mí.
 
Y los dedos finos y acicalados de la mujer se dieron a hojear el álbum en busca de la Gioconda. Pasó ante nuestros ojos una vez, dos veces, toda la colección de láminas sin que entre ellas apareciera la buscada.
 
La joven técnica clavó en los míos sus ojos llenos de sorpresa, al tiempo que me decía casi con entusiasmo:
 
—¡Ha desaparecido…! ¡Se la han robado, ve usted!
 
—¿Pero está usted segura de que fueron los indios?
 
—Sí, absolutamente segura; nadie más que yo ha tocado el álbum desde nuestro regreso de Nequetejé. Yo misma no lo había hojeado después de la última prueba… No me cabe duda, ellos han sido… Mire, para no estropear el cromo, han tenido que remover los tornillos… Oh, sí, a éste le falta una tuerquita, quizás no tuvieron tiempo de enroscarla…
 
— Es lamentable que se haya descompletado tan precioso “test” —dije muy neciamente.
 
— El hecho es elocuentísimo y, para alcanzarlo, daría yo una docena de álbumes como éste… ¿No se da usted cuenta de que el robo confirma plenamente mi deducción de psicología colectiva?
 
Después, ignorándome, ella abrió un cuaderno y se enfrascó en un mar de anotaciones.
 
Un año más tarde hubo necesidad de hacer algunas enmiendas y verificar ciertos informes vagos para publicar el fruto de nuestras investigaciones; entonces volví a Nequetejé. Esta vez recibí albergue en la sacristía de la capilla. Ahí se me improvisó una alcoba incómoda, sórdida y fría. El capellán, recién llegado también, era un viejecito amable y hospitalario, con el que desde el primer momento hice amistad. Me informó que hacía veinticinco años que los pames de la región no habían tenido párroco y que él se había echado a cuestas la tarea de reorganizar la iglesia a sus servicios.
 
— Qué triste ha de ser, señor, vivir en tan apartado y solitario lugar— le dije.
 
— El pastor, amigo mío
 
—me contestó—, no mira al paisaje cuando el rebaño es grande y asustadizo.
 
Salí a la placita de la aldehuela para disfrutar unos instantes de la frescura bajo la sombra de los fresnos. Pronto mi presencia intranquilizó a la gente. Una anciana se llegó hasta mí y con voz plañidera me dijo:
 
— Todos sabemos a lo que vienes, cuídate…
 
Y sin esperar más, se marchó pasito a pasito. Sus pies, desnudos y entorpecidos, mejor que huellas hacían surcos sobre la faz arenal.
 
Luego fue un hombre adulto y mal encarado quien se acercó a mí; de su hombro izquierdo pendía un machete campero.
 
— Si te sales con la tuya, pagarás con el pellejo —dijo con un acento ronco e inhábil.
 
— ¿Pero de qué se trata? —pregunté.
 
— Sólo eso te digo… Si te encaprichas, no saldrás con vida de Nequetejé —agregó en tono determinante.
 
Después escupió grueso y se marchó.
 
A poco, grupitos pavorosos de tres o cuatro hombres me rodearon; en las puertas de los jacales las mujeres me veían con ojos poco tranquilizadores. Me acerqué a una de ellas y, ante su insistencia en mirarme, le pregunté:
 
— ¿Qué me ven?
 
— No más pa mirar, a qui‘horas de lo mueres, ladrón
 
—contestó con una sonrisa aguda como la espina de un maguey.
 
El crepúsculo irrumpía entre un bosque de gorjeos y de rumores. Sonó la primera llamada al rosario. Aproveché el instante en que la paz se cuajaba al conjuro de la esquila y me dirigí a la sacristía. En esos momentos, el capellán se calaba el sobrepelliz percudido y echaba sobre su nuca la estola trasudada y raída. Me sonrió al tiempo que comentaba:
 
— En estos andurriales, hasta los oficios eclesiásticos resultan una distracción… ¿No es verdad, hijo mío?
 
Yo no respondía. Fui hacia el templo. Fragancias de copal y mirra dieron contra mis narices; volutas de humo subían desde los incensarios y braseros hasta la bóveda, que cubría a una multitud prosternada y en actitud de fe inenarrable. Media centena de fieles de todas edades se asociaban en un culto común, categórico, contagioso. La iglesia era paupérrima; muros encalados, pisos de ladrillo poroso y revenido, ventanas apolilladas y vidrios estrellados; presbiterio estrecho y deslucido altar de yeso descascarado y tabernáculo humedecido y negro. Un cristo moreno, menudito e indiado, pendía de una cruz forrada con rosas de papel desteñido. El resto del templo desnudo, gélido, miserable… menos un retablo enclavado en el crucero, hacia la derecha. Ahí había un ascua parpadeante, solemne, que nacía de velas y candilejas: el altarcillo exornado con un mantel blanquísimo, bordado ricamente; esferas multicolores, ramos de verdura y florecillas montaraces, y arriba, una imagen enmarcada en un cuadro de recia madera de mezquite, del que pendían manojos de exvotos de plata…
 
¡Pero qué veían mis ojos… !Sí, era ella, nuestra Gioconda, la imagen robada del “test” de la psicoanalista. Sí, no cabía duda, ahí estaba, deidificada a otorgando mercedes a su grey, como lo demostraba la argentina milagrería que colgaba del ancho marco y el fervor con que aquella gente se postraba a sus plantas.
 
Los fieles habían dado la espalda al cristo indiano para entregar el rostro a la estampa florentina, de la que la mística se había prendido con increíble fortaleza. Contemplé breves instantes aquel hecho, mas pronto me di cuenta del peligro que yo corría, cuando aquella pequeña multitud se diera cuenta de mi presencia y supusiera que venía a rescatar el cromo robado y llevarlo conmigo. Di media vuelta y torné a la sacristía. Cuando el capellán advirtió mi turbación, me habló del caso:
 
—Sí, amigo mío, es todo un acontecimiento pagano… Tanto como usted, conozco el origen del cromo. Cuando llegué a este pueblo ya lo encontré entronizado y en el acto traté de retirarlo de la iglesia, pero el intento se frustró frente a una oposición que llegó a tener características agresivas. La llaman Nuestra Señora de Nequetejé y aseguran que es milagrosa como ninguna advocación de la Virgen Santísima; su culto se ha extendido entre los indígenas de muchas leguas a la redonda, que vienen a verla en procesiones, en peregrinaciones nutridas y fervorosas; le cantan loas frente a su altar y ejecutan en honor de ella danzas pintorescas. Sienten por el cromo devoción ciega que será muy difícil arrancarla de los corazones, a riesgo de que en el intento se lesione un sentido generalizado y por eso respetable. Ahora, débil de mí, soslayo el problema y me preparo para encauzar esa fe hacia la verdad, un día, cuando el Señor me lo permita… Mientras tanto, los dejo en su inocente error. ¡Si hago mal, que Dios me lo perdone!
 
Dentro de la capilla había brotado un coro de alabanzas a la virgen pura e inmaculada. Monna Lisa, la casquivana, la jovial mujer del viejo Zanobi el Giocondo, sonreía a esta nueva aventura, la más portentosa de su historia, más sublime que aquella en que el genio del de Vinci la iluminó con luces inmortales, más extraordinaria que su sonado rapto del Museo del Louvre… Ahora, en Nequetejé, hacía milagros y le atribuían, con la virginidad, ser madre de Dios. En el laboratorio de México, la investigación pretendía haber extractado en una cifra escueta, en un número muchas veces menor que la unidad, toda la sustancia del hecho para ilustrar con él una conclusión científica, que exhibiera ante propios y extraños el alma de los indios de México.
 
Mientras tanto, allá en Nequetejé, arden los cirios del fervor y las lámparas alimentadas con la esencia de la esperanza.
 
     
Nota
Cuento tomado de El diosero, FCE, México, 1952.
     

     
Francisco Rojas González
Escritor y etnólogo (1904-1951).
     

     
 
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Prometeo
frente a Orfeo
y Narciso
131B09  
 
 
 
Joao Jairzinho Salinas Camargo  
                     
Propongo considerar los argumentos presentados
por Herbert Marcuse en su obra Eros y Civilización, publicada en 1953, en relación con los mitos como constructores de cultura, comunidad y elaboración de memoria colectiva, ya que ofrecen modelos ideales de conducta y a la vez educación, reforzando el sentimiento de pertenencia a la comunidad. Valga comentar que Marcuse contó con Ángela Davis entre sus alumnas y está asociado con “los más conspicuos ideólogos del movimiento estudiantil americano y europeo” a partir de 1965.
 
Además de la versión prometeica de la ciencia, tradicional y con probabilidad ya disfuncional por violenta y por no ejemplificar la razón, existe otra: la de Orfeo y Narciso (el símbolo de Narciso y el término “narcisista”, como son empleados aquí, toman la imagen de la tradición artística mitológica antes que de la Teoría de la líbido –o deseo sexual, de Freud) que en el ensayo mencionado se les asocia e interpreta como símbolos de una actitud erótica no represiva hacia la realidad.
 
Prometeo
 
La perspectiva que se basa en este personaje mitológico aprueba la “lógica de la dominación”: el progreso a través de la enajenación al asumir que la razón está para explotar la naturaleza reduciendo las leyes del pensamiento a técnicas de cálculo y manipulación. Sus actos como héroe cultural predominante, embaucador y sufriente, son milagrosos, increíbles, sobrehumanos, y si bien son imposibles, su objetivo y su “significado” no son ajenos a la realidad, al contrario, son útiles. Es una concepción que promueve y fortalece esta realidad; no la hacen estallar.
 
Orfeo y Narciso
 
Las imágenes del mundo de Orfeo y Narciso son esencialmente irreales e irrealistas. Designan una actitud y una existencia también “imposibles”, pero en contraste con la imagen de Prometeo como héroe cultural, recuerdan la experiencia de un mundo que no está para ser dominado y controlado, sino para ser liberado por medio de la consumación del ser como una curva que cierra el círculo: el regreso de la enajenación, en el sentido en que Hegel reemplaza la idea del progreso por la del desarrollo cíclico que se mueve, autosuficiente, en la reproducción y consumación de lo que “es”.
 
Orfeo y Narciso aspiran a la reunión de lo que ha llegado a estar separado, reconcilian a Eros y Tánatos, principio dual de la metapsicología freudiana en la que el primero es un instinto que comprende tanto los instintos sexuales como aquellas fuerzas sublimadas, originariamente instintivas, que han sido, por tanto, desviadas de sus fines pero al servicio de la cultura (el arte sería el mejor ejemplo de esfuerzo sublimado). Tánatos subsumiría en su seno los instintos de destrucción, la relación entre ambos es la dialéctica: Eros puede ser destructor con el fin de imponer sus condiciones y Tánatos aspira a la quietud última, la de la materia inorgánica, en donde la ausencia de placer es total pero también lo es la de dolor.
 
La experiencia órficonarcisiana niega el funcionamiento mental del individuo que tiene por base la cosificación. La oposición entre el humano y la naturaleza, el sujeto y el objeto, es superada. El ser es experimentado como gratificación, que une al ser humano y la naturaleza de tal modo que la realización de éste es al mismo tiempo la realización, sin violencia, de la naturaleza. Orfeo, al igual que Narciso, protesta contra el orden represivo de la sexualidad procreativa.
 
Narciso
 
La primavera y el bosque responden al deseo de Narciso. Al amor de Narciso responde el eco de la naturaleza. No sólo se ama a sí mismo, él no sabe que la imagen que admira es la suya. Su existencia es contemplación.
 
Si su actitud erótica está emparentada con la muerte y trae la muerte, el descanso y el sueño y la muerte no están dolorosamente separados ni apartados: el Principio del Nirvana (del sánscrito nirva, literalmente extinción), esto es, los esfuerzos por reducir, por conservar constante o por eliminar la tensión interna debida a los estímulos, manda en todos estos estados.
 
Se podría encontrar algún apoyo para la interpretación anterior en el concepto de Freud de “narcisismo primario”: la noción de un deseo sexual indiferenciado, unificado, anterior a la división entre el “yo” y los objetos externos, significando algo más que la adición de otra fase al desarrollo del deseo sexual, apareciendo así el arquetipo de otra relación existencial: el narcisismo primario es algo más que autoerotismo, abarca el ambiente: “originalmente, el ‘yo’ incluye todo, luego separa de sí mismo el mundo externo. El sentimiento del ‘yo’ que advertimos ahora es, así, sólo un breve vestigio de un sentimiento mucho más extenso —un sentimiento que abrazaba al universo y expresaba una inseparable conexión del ‘yo’ con el mundo externo”.
 
Freud describe el “contenido ideacional” de los sentimientos primarios sobrevivientes del “yo” como una “ilimitada extensión y unidad con el universo” —el sentimiento oceánico. Y, luego entonces, sugiere que dicho sentimiento busca reinstalar el “narcisismo ilimitado”. La sorprendente paradoja de que el narcisismo, generalmente entendido como un escape egoísta de la realidad, sea relacionado aquí con la unidad con el universo, revela la nueva profundidad de la concepción.
 
El “yo” en el psicoanálisis de Freud es la instancia psíquica parcialmente consciente, que media entre los instintos del “ello” (la fuente inconsciente de toda energía psíquica que contiene la totalidad de los instintos reprimidos y se rige solo por el “principio del placer” emergido de la metapsicología freudiana como la representación del mundo instintivo, atemporal), los ideales del “superyó” (parte inconsciente del “yo” que se observa, critica y trata de imponerse a sí mismo por referencia a las demandas de un “yo ideal”) y la realidad del mundo exterior. La mediación del yo con el ello y con el superego se produce al amparo del “principio de realidad”, concreción de aquellas partes que el “yo” puede llegar a realizar entre las demandas imperiosas del “ello” y las instancias castigadoras del “superyó”.
 
Conclusiones
 
Algunos compañeros no saben del mito de Prometeo y por qué está en la Facultad de Ciencias, de ahí que lo expuesto sea una invitación para la articulación e impulso de acciones con base en mejores prácticas mediante la implementación de valores más robustos por su pertinencia al considerar elementos que el otro no incluye.
 
     
Referencias bibliográficas

Alcoberro Pericay, Ramón. Platón. RBA, Barcelona, 2015.
     Freud, Sigmund. 1949. Civilization and its Discontents. Hogarth Press, Londres.
     ____________1950. Beyond the Pleasure Principle. Liveright Publishing Corp., Nueva York.
     Marcuse, Herbert. 1953. Eros y Civilización. RBA, Barcelona, 1983.
     Real Academia Española. 2017. Diccionario de la Lengua Española (http://dle.rae.es).
     Wieseler, Friedrich. 1856. Narkissos: Eine kunstmythologische Abhandlung (Un tratado de Arte Mitológico). Gontinga.

Joao Jairzinho Salinas Camargo
Departamento de Gestión y Desempeño Ambiental,
Coordinación Politécnica para la Sustentabilidad,
Instituto Politécnico Nacional.
     

     
 
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Takechi:
el hongo cometa
131B08  
 
 
 
Luis Pacheco Cobos, Albertina Cortés Sol, Elvira Morgado Viveros y José Concepción Martínez Córdova  
                     
Hace más de un milenio, allá en el lejano oriente,
los antiguos habitantes de las tierras del sol naciente descubrieron un hongo virtuoso que cura a los enfermos y revitaliza a los amorosos. La forma alargada con un extremo bulboso del botón de este hongo hizo que el matsutake se convirtiera en un símbolo de fertilidad y sugirió o invitó a los antiguos japoneses a examinar las propiedades vigorizantes de este hongo de pino (Tricholoma matsutake [S. Ito y S. Imai] Singer y otras especies relacionadas). El consumo de este aromático hongo, considerado un manjar otoñal, estaba reservado para los miembros de la corte imperial y los yokozuna, luchadores de sumo de máximo grado.
 
Por lo general, el matsutake se cocina con arroz combinado con vegetales y carne o estofado con pescado, vegetales, salsa y vinagre. En la actualidad su precio por kilogramo oscila entre 100 y 1 000 dólares estadounidenses, dependiendo de su calidad medida en una escala de 1 a 7. El valor decrece conforme el sombrero del hongo se abre para dispersar sus esporas, es decir los botones sin abrir son los más cotizados y los hongos completamente maduros los menos apreciados.
 
Especies y biología
 
T. matsutake es un hongo micorrízico, es decir que forma una asociación simbiótica con las raíces de algunas especies de árboles, característica que le dio su nombre: matsu, pino; take, el cual abarca a todos los hongos del género Tricholoma spp. que comparten el mismo hábitat. Su distribución es amplia, por ejemplo, T. magnivelare [Peck] se encuentra en Canadá y Estados Unidos, T. caligatum [Viv.] Rick en Europa y el norte de África, y no todos poseen el característico aroma picante y sabor de los que les dieron nombre, como T. bakamatsutake, T. duciolens Kytöv y T. robustum [Alb. Et Shcw.: Fr.].
 
Recientemente, Trudell y colaboradores evaluaron la diversidad genética de las especies de Tricholoma presentes en Norteamérica y distinguieron geográficamente tres especies, clarificando así sus nombres: T. magnivelare en el este de Estados Unidos y Canadá, T. murrillianum en el oeste de Estados Unidos y Canadá, y T. mesoamericanum en México.
 
Los árboles con los que se asocian las especies de Tricholoma varían de un país a otro, pero se destacan los géneros Pinus, Picea, Quercus, Abies, Tsuga, Cedrus y Lithocarpus. Las especies de Tricholoma desarrollan colonias entre o alrededor de los árboles con los que viven asociados. Los japonenses denominan shiro a estas agregaciones compactas de micelio, localizadas justo por debajo de la hojarasca y que en suelos profundos pueden alcanzar hasta 25 centímetros de grosor. El micelio de tales hongos se desarrolla de novo en bosques que tienen por lo menos veinte años de antigüedad y en donde crecen otros hongos micorrízicos como Suillus spp. y Laccaria laccata. La zonificación de los shiros ha sido bien estudiada y se sabe que el frente de crecimiento puede avanzar entre 10 y 20 cm por año. Los japoneses han observado que la producción de matsutake llega a su máximo en bosques de cuarenta a cincuenta años, y declina gradualmente en los siguientes treinta o cuarenta años.
 
Un hongo viajero
 
A mediados del siglo pasado se observó una abrupta disminución en la producción de matsutake en los bosques de Japón, reduciéndose de un promedio de 6 000 toneladas a menos de 2 000 por año. Las causas de este fenómeno, no sólo para el matsutake sino para otros hongos silvestres comestibles, han sido tema de acalorados debates. Algunos argumentan que es la excesiva recolección la que perturba las poblaciones de los hongos, aunque esto no se ha comprobado. Por otra parte, hay quienes sostienen que es la compactación del micelio (cuerpo del hongo) producida por los recolectores que continuamente lo pisan al recorrer el bosque. Como quiera que sea, y a reserva de resolver este dilema para mantener los bosques sanos, lo cierto es que fueron los comerciantes del matsutake quienes mostraron y comunicaron a los habitantes de varias regiones boscosas en el hemisferio norte el alto precio que estaban dispuestos a pagar por algunas especies del género Tricholoma. Fue así que el hongo inició su viaje desde diferentes bosques de coníferas del mundo hacia Japón. China inició la exportación en la década de los setentas, seguida de Corea del Norte y Corea del Sur, Canadá, Estados Unidos, Marruecos y Taiwán. La exportación desde México la iniciaron compañías japonesas en 1985 con hongos provenientes del Estado de México; pocos años después la explotación se extendió a Michoacán, Hidalgo, Puebla y Veracruz, alcanzando volúmenes de exportación de hasta quince toneladas por año.
 
En el Cofre de Perote
 
El éxodo de comerciantes japoneses en busca del hongo blanco de pino llegó más allá de la Muralla china, alcanzando los bosques del noroeste de Canadá y Estados Unidos. El primer registro del genero Tricholoma en Veracruz atrajo la atención de los comerciantes nipones, quienes rápidamente se dirigieron hacia los bosques templados mexicanos. La súbita demanda y los elevados precios que los extranjeros estaban dispuestos a pagar por el matsutake americano dio lugar a un importante proceso de cambio en la percepción cultural. De un momento a otro, los hongueros comenzaron una nueva relación ecológicoeconómica con un hongo que quizás por precaución antes desatendían, pues en el caso de los hongos silvestres comestibles suele ser mejor no arriesgarse y confundir uno comestible con uno tóxico. En este sentido, el conocimiento local y su transmisión son indispensables para aprovechar dicho recurso alimentario.
 
La intensa extracción del hongo blanco de pino en los bosques mexicanos obligó a las autoridades a especificar en la nom010recnat1996 los criterios para aprovechar, transportar y almacenar hongos silvestres. Aunque en México existen alrededor de 370 especies de hongos silvestres comestibles, la norma mencionada hace referencia en primera instancia al T. magnivelare y después a especies de otros tres géneros.
 
Casas como hongos
 
La demanda japonesa de matsutake (3 000 toneladas al año) cambió radicalmente la vida de muchas familias en el mundo, ya que los activos recolectores multiplicaron sustantivamente su ingreso familiar. En China, a mediados de los ochenta, la ganancia promedio por familia durante los dos meses de la temporada de recolecta del matsutake era de 2 760 dólares, mayor a la que podía obtenerse mediante la comercialización de cualquier cultivo, madera o ganado llegando a constituir entre 40 y 90% de su ingreso total, por lo que destinaron el superávit a la construcción de espaciosas y lujosas casas.
 
De manera similar, en el Cofre de Perote, muchas familias o comunidades enteras mejoraron su nivel socioeconómico gracias al aprovechamiento de los hongos silvestres. A finales de los ochentas el precio del matsutake oscilaba entre 15 000 y 20 000 pesos, de 6 a 8 dólares, pues fue antes de que al peso mexicano le quitaran tres ceros. Ya cerca del cambio de siglo, los intermediarios llegaban a comprar el kilogramo de matsutake entre 400 y 600 pesos, de 149 a 223 dólares. Así, un hogar de recolectores que reuniera hasta 40 kg durante cuatro meses de temporada se habría hecho de 16 000 a 24 000 pesos (5 970 a 8 955 dólares), cantidad suficiente, en aquel entonces, para invertir en la construcción de nuevos hogares o vehículos motorizados. Un honguero recuerda animado cómo “este hongo [le] hizo feliz”, pues con las ganancias de una temporada de recolecta logró construir su casa de concreto y más adelante comprar una camioneta.
 
De hongo blanco a “takechi”
 
Conforme los japoneses recorrían el hemisferio norte en busca de matsutake documentaron los nombres con que los recolectores locales identificaban a este hongo. En China es conocido hasta con cuatro nombres diferentes: songrong, songkoumo, songjun y qinggangjun, mientras que en Corea se le conoce como sungyier. En México un nombre común para identificarlo es “hongo blanco”, pero un proceso cultural interesante tuvo lugar en una comunidad del Cofre de Perote, derivando en una nueva denominación. La serie de televisión Señorita Cometa, basada en el manga japonés del mismo nombre y transmitida prácticamente sin interrupción por el Canal 5 de la televisión abierta mexicana durante más de una década hasta que las cintas originales dobladas al español fueron destruidas durante el terremoto de 1985 en la Ciudad de México al colapsar el edificio en que se guardaban dio la pauta.
 
Los habitantes del Cofre de Perote no escaparon a esta fracción de la cultura japonesa y, al no existir un nombre local para designar al hongo blanco, comenzaron a identificarlo con el nombre de uno de los hermanos menores de la Señorita Cometa, ya que decían que el comerciante japonés con el que negociaban se le parecía: Takeshi, que castellanizado como “takechi”. El comerciante japonés, a quien parece no haberle gustado, explicó a algunos recolectores que el hongo no tenía nada que ver con Takeshi, sin embargo, y a pesar del ahora finado comerciante, las nuevas generaciones en una comunidad el Cofre de Perote conocen y distinguen sin titubeo al símil mexicano del matsutake como takechi. Esto lo constatamos en verano de 2015 durante un ejercicio en el que, para su identificación, mostramos una imagen del hongo a alrededor de cien estudiantes de telesecundaria: al verla corearon al unísono: takechi. Otro nombre local con el que se conoce a este hongo es el de “perfumado”.
 
Conclusiones
 
La sostenida presión de recolección sobre un recurso forestal no maderable lo hace susceptible a desaparecer, lo que a su vez repercute en el correcto funcionamiento de un ecosistema, en especial si éste involucra un hongo micorrízico del que depende la salud una o más especies de árboles.
 
Aunque la cultura china es la que tiene más larga tradición en el uso y consumo de hongos silvestres, fue la demanda japonesa lo que cambió la apreciación que otras culturas tenían por el matsutake y sus especies asociadas. La importancia cultural del takechi en algunas comunidades de México, más que una tradición transmitida a o largo de generaciones, se adquirió a partir de la gran demanda comercial.
 
Su comercio en el mercado internacional representa un ingreso sustancial de temporada para las familias que lo recolectan, por lo que es importante monitorearlo para conocer cómo aprovecharlo sin devastarlo. Es pertinente trabajar más a fondo en la legislación, tanto local y nacional como mundial con el fin de especificar los marcos legales de aprovechamiento de éste y otros hongos silvestres.
 
     
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Luis Pacheco Cobos,
Albertina Cortés Sol y
Elvira Morgado Viveros

Facultad de Biología,
Xalapa, Universidad Veracruzana,


José Concepción Martínez Córdova
Recolector de hongos.
     

     
 
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Monserrat Suárez Rodríguez y Guillermina Alcaraz
     
               
               
Los animales tienen una necesidad constante de comunicarse
de comunicarse entre ellos y de obtener información importante sobre su ambiente. Sin embargo, la forma como les llega información relevamente se ve afectada por las propiedades físicas y químicas del ambiente que habitan. La visión es una de las formas más estudiadas de comunicación, posiblemente debido a que nosotros mismos utilizamos la vista y las imágenes en todo momento. Nuestros ojos y cómo llega la luz a ellos han tenido un largo camino evolutivo para llegar hasta lo que vemos en el presente. Por otro lado, animales que son evolutivamente más lejanos a nosotros han seguido caminos visuales distintos y a veces muy parecidos.
 
Los invertebrados son animales que carecen de columna vertebral o notocorda y de esqueleto interno articulado; representan casi 95% de los animales. De los acuáticos, algunos nos son más conocidos porque forman parte de nuestros alimentos, como camarones, pulpos y langostas, pero tal vez imaginamos que su percepción visual no puede ser muy compleja. No obstante, su estudio ha mostrado que muchos de ellos tienen una sensibilidad a la luz que difícilmente podemos imaginar.
 
El término visión se relaciona con la capacidad de percibir e interpretar el entorno en respuesta a la luz. Las bacterias, los organismos unicelulares, las plantas y los animales son capaces de detectar la luz y procesarla. La unidad básica de procesamiento de la luz es una unidad fotorreceptora, un sistema capaz de captar la luz, que es un canal de comunicación muy eficiente debido a sus propiedades físicas —puede llegar a casi todos los rincones de la Tierra y es absorbida y reflejada constantemente por todos los objetos a nuestro alrededor, por lo que los organismos pueden aprovechar el reflejo de ondas electromagnéticas para obtener información de su ambiente.
 
Los ojos son las estructuras que mejor conocemos que pueden captar la luz, y han aparecido y desaparecido en distintos linajes de manera independiente múltiples veces a lo largo de la historia evolutiva. Son sistemas que permiten captar y condensar la información que transmite la luz por lo que son indispensables para muchos animales, y son muy diversos; los invertebrados acuáticos, por ejemplo, poseen ojos distintos a los nuestros.
 
Las manchas oculares
 
Las manchas oculares son los ojos más simples en la naturaleza, los más pequeños, de aproximadamente 0.1 a 0.3 µm de diámetro. Pueden determinar únicamente la presencia y ausencia de luz, lo que permite a los organismos orientarse sin dar una información real de dirección, y están presentes en las células flageladas de algunas algas verdes y otros organismos unicelulares fotosintéticos.
 
Las euglenas (eu, verdadero y glēnē, ojo) son organismos unicelulares con manchas oculares de color anaranjadorojizo por sus proteínas fotorreceptoras conocidas como pigmentos, que captan la luz al igual que otros organismos como las Chlamydomonas, tienen un sistema de transducción de señales que activa el movimiento del flagelo, un sistema simple pero efectivo que le permite reconocer la dirección de la fuente de luz y dirigirse hacia ella (fototaxia).
 
Los pigmentos son sustancias químicas que absorben diferentes ondas del espectro de luz y difieren en su variación de “efecto eléctrico” en el tiempo (longitud de onda) lo que les da la característica de color (figura 1). La detección de las diferentes longitudes de onda de la luz es lo que permite la visión a color, y se piensa que surgió por la necesidad de identificar alimentos seguros. En la actualidad, una gran variedad de animales utiliza el color como señales y pistas que facilitan sus interacciones ecológicas. Sin embargo, no todos los animales tienen lo necesario para discriminar y contrastar las distintas ondas de luz.
 
En los hábitats acuáticos, específicamente, se han favorecido distintas sensibilidades al color dependiendo del tipo de ambiente. Algunos cuerpos de agua parecen ser más azules y verdes y otros más rojizos y amarillos, lo que afecta la percepción del color de los objetos. La evolución de los pigmentos en los ojos de animales que habitan aguas someras ha sido más divergente que en aquellos de sitios más profundos. Esta diversidad probablemente se deba a las condiciones tan variables de las zonas someras en donde llegan más longitudes de onda. Incluso las condiciones lumínicas en esta zona varían durante el transcurso del día. En algunos animales, como los cangrejos, los pigmentos se mueven en los ojos dependiendo de las necesidades específicas de la hora del día.
 
Sin embargo, la capacidad de discriminar un rango de colores amplio depende de cuántos pigmentos se tiene y de la capacidad de traducir la señal como color. Si imaginamos que las euglenas tienen sólo uno que es capaz de absorber luz del rango de 380500 nm, lo cual se ubicaría en la luz azul (figura 1); es posible que sean sensibles al azul, pero al no tener otro pigmento que les permita contrastarla con otro color de luz entonces realmente no saben lo que es ver otros colores. Además, tanto Euglena como Chlamydomona tienen un camino de traducción de la luz muy corto, el cual va directo al flagelo únicamente para cambiar su posición. En los ambientes acuáticos podemos encontrar animales con visión monocromática (un solo pigmento por lo cual no ven el color), dicromática en aguas turbias, tricromática en arrecifes coralinos, y a veces hasta tetracromática en peces de aguas cristalinas. Entendemos así que no es indispensable para todos los organismos percibir, contrastar y distinguir colores; esto depende mucho más de su ambiente y su historia evolutiva.
 
Ojos en placa u ocelos
 
A diferencia de los organismos unicelulares, los organismos multicelulares primitivos pudieron destinar una serie de células a la visión. Los investigadores suponen que en los primeros organismos de este tipo las células fotorreceptoras se agregaron formando una placa sobre la superficie corporal. Sin embargo, la agregación de receptores en placa no se ha descrito en ningún organismo actual.
 
El tipo de ojo más simple se conoce como ocelo (ocellus, ojo pequeño). La agregación de células receptoras más parecida a los ojos en placa se forma por la integración de dos o más fotorreceptores (que se derivan de la epidermis, “retina”) en la superficie del cuerpo que se conectan con un ganglio óptico. Los ocelos funcionan como detectores de intensidad de la luz pero son incapaces de detectar la dirección desde la cual incide, lo cual es requisito indispensable para un “ojo verdadero”; por tanto, ni los ocelos ni las manchas oculares se consideran como tal. No obstante, los invertebrados que los poseen pueden ubicarse en el espacio moviéndose secuencialmente en diferentes direcciones, comparando la intensidad (o presencia y ausencia) de la luz.
 
Entre los ocelos más simples se encuentran los del tipo pigidio de algunos poliquetos que viven temporalmente en tubos, como Chone eucaudata, y se hallan inmersos en el cerebro, cubiertos por una capa delgada de epidermis. Estos poliquetos presentan de dos a cuatro ocelos que apuntan en diferentes direcciones. Con sus varios ocelos, los poliquetos pueden comparar la luz que les llega desde distintas direcciones y orientarse en el espacio.
 
Ojos en pozo o copa
 
La cavidad del ojo se hizo más profunda y como consecuencia ganó en información espacial y precisión, recibiendo la luz desde direcciones diferentes por su forma de copa. Aun así, este tipo de ojos, llamados también de pozo, proporcionan a los organismos una visión burda —pues no forman una imagen—, pero con direccionalidad debido a la posición que ocupan los fotorreceptores en la invaginación.
 
Esto permite a los animales ubicarse en el espacio por lo que se consideran “ojos verdaderos” y presentan distintas morfologías. Las lapas del género Patella, por ejemplo, son moluscos gasterópodos que tienen ojos en forma de U; mientras los gusanos turbelarios o planarias tienen de uno a tres pares.
 
Los ojos de copa representaron para los animales una gran ventaja evolutiva debido a que les permitió determinar la ubicación de presas y depredadores a través de la luminosidad y la detección de sombras.
 
Ojos simples
 
La rápida radiación evolutiva del Cámbrico se vio reflejada en mejoras en la detección de la dirección de la luz y el procesamiento de las imágenes. Algunos científicos sugieren que la mejoría en la visión fue uno de los factores más importantes que indujeron la radiación animal durante el Cámbrico. La invaginación que contenía las células fotosensibles en forma de copa, pozo o en U fue haciéndose más profunda. La copa se cerró sobre sí misma, manteniendo únicamente un pequeño orificio en la parte frontal para admitir el paso de la luz.
 
Los ojos simples son muy parecidos a los de los vertebrados, ya que funcionan como una cámara, que consiste en una caja que recibe la luz en una superficie fotosensible a través de un hueco. Estos ojos, que no son nada simples, se llaman así porque sólo tienen una estructura que condensa la luz, en comparación con los ojos compuestos (figura 2). Básicamente, están formados por una única capa llena de células nerviosas llamada retina que pasan la información al nervio óptico y finalmente al cerebro en donde se interpreta el estímulo.
 
En invertebrados, éstos varían en cuanto a su nitidez, lo cual depende de las lentes que los componen. Los moluscos, como pulpos y caracoles, son invertebrados que tienen ojos de cámara y, a pesar de su parecido con los de los vertebrados, se sabe que no tienen un origen en común, es decir, no es una característica heredada de un mismo ancestro. De hecho, el desarrollo de las partes del ojo de los invertebrados, como la retina y las lentes, se forman de diferentes tejidos embrionarios.
 
Ojos de cámara estenopeica
 
Los nautilos poseen uno de los ojos en cámara más primitivos, llena de agua de mar con un pequeño orificio —lo que le da el nombre de cámara estenopeica o de ojuelo (pinhole, en inglés), a través del cual pasa la luz, a modo de pupila, e incide directamente sobre la retina, formando imágenes invertidas como una cámara oscura. La pupila tan pequeña es lo que hace que los nautilos perciban mejor, ya que la única forma de mejorar la visión sin tener una lente es que la fuente de luz se condense más aun así su resolución es baja y no pueden enfocar, por lo que las imágenes que ven son sombras; el color de los objetos no es por tanto relevante.
 
A pesar de lo anterior, estos ojos pueden expandir un poco la pupila con ayuda de los músculos, regulando el paso de la luz, lo que permite modificar el enfoque y mejorar la nitidez, aunque se restringe el espacio visual.
 
Ojos de cámara con lente
 
La proyección de imagenes claras requiere una lente que concentre los rayos de luz y los dirija a la retina (células fotosensibles) sin reducir la intensidad del estímulo luminoso. En un inicio, las lentes concentraban la luz detrás de la retina, por lo que no era posible enfocar una imagen clara, pero este aumento en la concentración incrementó la visión en aguas más obscuras y, por lo tanto, más profundas. Este tipo de ojo implicó asimismo un aumento en el índice de refracción de la lente, lo cual resultó en la formación de una imagen más clara, a pesar de no poder aún enfocar objetos a diferente distancia.
 
Se piensa que la formación de un material que cubre los ojos, como la lente, se originó como protección del exterior (radiación uv, bacterias, etcétera), pero su funcionalidad ha sido también el mejorar la resolución de la visión.
 
Aunque no se cuenta con registro fósil,los investigadores hipotetizan que los ojos en cámara se cerraron aislando la estructura del medio externo, el agua, por un crecimiento de células transparentes, la córnea, que se originaron de células epidérmicas, como las mudas o la piel. Esta córnea primitiva evitó la contaminación a la vez que permtió que el líquido interior se especializara en un humor transparente, de consistencia gelatinosa, que debió funcionar en algunos organismos como una lente, mejorando el filtrado del color, incrementando el índice de refracción y bloqueando la luz ultravioleta.
 
Algunos caracoles presentan un ojo cerrado con una capa gelatinosa que mejora la claridad de la imagen, como los del género Murex, que tienen una córnea formada por una región transparente del epitelio y una “lente” primitiva compuesta por una aglomeración de celulas semejantes a un cristal. Un rasgo distintivo de los onicóforos o gusanos de terciopelo es un par de pequeños ojos en la base de cada antena, cuya córnea está formada por la cutícula del invertebrado, protegiendo el globo ocular y refractando partes de la luz a la retina.
 
En la actualidad, la mayoría de los animales acuáticos tienen lentes esféricas, lo cual aumenta el índice de refracción (desviación de los rayos de luz al pasar por el agua) y por tanto la resolución al percibir un objeto.
 
Ojos simples con lente
 
Entre los animales acuáticos con un sistema visual más especializado se encuentran los pulpos, ya que tienen dos ojos con el doble de nervios ópticos que los ojos humanos, cuyas lentes son fijas y mediante contracciones musculares las acercan y alejan de la retina para enfocar los objetos. Gracias a esto, los pulpos estiman tamaño, forma, textura y color de lo que perciben.
 
La capacidad de discernir el color de manera tan detallada ha permitido que estos cefalópodos sean capaces de reproducir con mucha precisión los patrones de color en su piel de acuerdo con el ambiente en el que se encuentran, convirtiéndose en los reyes del camuflaje.
 
Por su parte, los calamares del género Loligo tienen ojos complejos con córnea, lente y retina, estructural y funcionalmente similares a los de los vertebrados, aunque evolucionaron de forma independiente.
 
Los ojos compuestos
 
A diferencia de los ojos simples, los de artrópodos e insectos están formados por más de una retina con su propio juego de lentes cada una, una estructura llamada omatidio o faceta, que consiste en pequeños “tubos” formados por una córnea, una lente y células sensibles a la luz llamadas células rabdoméricas —que forman el rabdomen, una unidad fotosensible capaz de detectar la presencia y ausencia de luz, diferenciar colores y percibir la luz polarizada (figura 2). Cada ojo puede tener entre 6 000 y 12 000 omatidios.
 
Denominados ojos compuestos, éstos se originaron también durante la explosión del Cámbrico, y se piensa que los artrópodos más antiguos, como Anomalocaris, debieron tenerlos. Aun cuando no existe registro fósil, los científicos estiman que ya estaban presentes en un ancestro en forma de gusano, posiblemente un conjunto de ocelos, de donde derivaron dos caminos evolutivos que originaron los dos tipos de ojos compuestos de la actualidad: los de aposición y los de superposición. (figura 3).
 
En los primeros, el cristalino enfoca gran parte de la luz hacia el rabdomen, ésta entra por cada cristalino y activa una sola célula rabdomérica, mientras en los segundos, la luz es difractada o dispersada por el cristalino en diferentes direcciones, llegando a las células rabdoméricas de varios omatidios al mismo tiempo, de manera que la luz disponible se aprovecha más eficientemente (figura 2).
 
Los ojos de superposición son comunes en animales acuáticos de ambientes obscuros y en crustáceos de cuerpos alargados como los camarones, el kril, las gambas y las langostas. Debido a su eficiente absorción de la luz, estos ojos nunca son transparentes, tienen cierta pigmentación, por lo que no son idóneos para los animales transparentes que suelen ocultarse fácilmente; mientras que los ojos de aposición pueden ser pequeños y transparentes, óptimos para camuflaje.
 
Otra ventaja de los ojos de aposición es que permiten cambiar el enfoque hacia una zona u objeto específico, ya que cada omatidio funciona individualmente. Así, algunos animales presentan una “pseudopupila”, que no es un orificio como la verdadera, sino una zona de omatidios que reflejan menos luz y tienen la apariencia de una mancha oscura que varía su posición si nos movemos con respecto al organismo, como si siempre nos mirara, debido a que es el resultado de la incidencia de la luz en el ojo y no una estructura fija.
 
Los animales que viven en zonas relativamente iluminadas suelen tener ojos de aposición, como los cangrejos que habitan en sitios planos y abiertos, en donde es necesario prestar atención al horizonte; en algunos, los ojos pueden tener un pedúnculo que los hace móviles, dirigiendo la pseudopupila para conseguir un enfoque con mayor eficiencia, lo que les permite, además, enfocar una presa a la vez que vigilan la periferia en donde acechan los depredadores.
 
El sofisticado ojo de los trilobites
 
Los primero organismos registrados que contaban con un ojo dotado de lentes son los trilobites, un grupo de artrópodos acuáticos muy exitoso que habitó la Tierra hace aproximadamente 400 millones de años. Sus ojos estaban compuestos de calcita inorgánica, lo cual facilitó su registro fósil, y su sistema visual era único, la mayoría tenía un par de ojos, cada uno compuesto de 1 a 15 000 lentes rígidas, es decir, que no podían moverse para ajustar el enfoque. Enfocaban los objetos mediante de una estructura llamada “doblete óptico” por sus dos lentes simples que presentaban diferentes índices de refracción y funcionaban conjuntamente, corrigiendo los problemas de enfoque. Se cree que los trilobites podían ver perfectamente en el agua y enfocar de manera simultánea objetos cercanos y objetos a cien millas de distancia.
 
Ojos extraordinarios
 
Este breve recuento nos muestras que las especializaciones de la visión y de los ojos de los animales acuáticos son muchas, vitales para funcionar día a día, determinantes para su supervivencia y reproducción. Sin embargo, en la naturaleza siempre hay características que parecen extremadamente raras, pero que también son indispensables para el funcionamiento de los animales que las poseen. Veamos algunas de ellas.
 
El ojo más grande. En el año 2007, un equipo de pescadores de Nueva Zelanda encontró un calamar colosal, el más grande jamás atrapado: medía ocho metros de largo, pesaba 495 kilos y sus ojos tenían 27 centímetros de diámetro, mayores a una pelota de basquetbol (24 cm); es el cefalópodo con los ojos más grandes del mundo. En un inicio, se pensó que el tamaño de sus ojos le permite captar luz en sitios muy obscuros, sin embargo, investigadores de la Universidad de Lund descubrieron que sus pupilas (de 9 cm) y sus retinas le proporcionan una visión aguda a grandes distancias, de hasta 120 metros, muy útil para percibir desde lejos la llegada de los cachalotes, sus principales depredadores.
 
Un calamar con monóculo. La mayoría de los animales utiliza ambos ojos para ver, lo que se denomina visión binocular. La imagen que se forma en cada ojo es ligeramente diferente, porque el objeto se ve desde dos ángulos distintos al mismo tiempo. Las señales nerviosas de cada ojo se envían al cerebro, en donde se interpretan como dos visiones distintas del mismo objeto y se calcula la distancia a la que se encuentra el objeto con base en las diferencias que detecta entre las dos imágenes que recibe; una habilidad esencial para percibir la profundidad del entorno y la distancia de los objetos. Existe, sin embargo, un caso peculiar, el llamado “calamar estrábico” (Histioteuthis heteropsis) que tiene dos ojos asimétricos; el ojo izquierdo es “normal”, mientras que el ojo derecho parece una bola gigante. Investigadores de la Universidad de Duke encontraron que ambos ojos evolucionaron para captar diferentes fuentes de luz y no para calcular distancias; el grande para mirar hacia arriba y detectar sombras, lo que le permite vigilar la superficie; mientras que el pequeño se dirige a las profundidades en busca de destellos de criaturas bioluminiscentes como depredadores y presas.
 
El camarón mantis. Estos crustáceos (Odontodactylus), frecuentemente con patrones de coloración muy llamativos y complejos en todo el cuerpo, son los animales marinos que presenta la sensibilidad visual más compleja hasta ahora estudiada debido a que tienen una psedopupila que parece estar dividida verticalmente en tres zonas pigmentadas que hacen que la nitidez de su visión se estructure en tres áreas principales: las de los extremos absorben la luz y la cruzan en la mitad del ojo, proporcionando la señal de distancia al objeto, lo que les permite detectar profundidad y distancia con un solo ojo. Sus ojos pueden tener hasta doce pigmentos, por lo que son capaces de ver colores diferentes (muchos animales, incluidos humanos, en sus ojos tienen tres), además pueden distinguir la luz polarizada y las ondas de luz ultravioleta.
 
Otra peculiaridad importante de estos crustáceos es que tienen ojos pedunculados extremadamente móviles, pues tienen rotación independiente en los tres planos: de arriba hacia abajo, de izquierda a derecha y giran sobre el pedúnculo ocular; mueven sus ojos todo el tiempo, algo que a nosotros nos impediría estabilizar las imágenes. Sorprendentemente, son capaces de seguir de manera precisa el movimiento de una imagen al mismo tiempo que mueven los ojos y, por si esto fuera poco, de mover el ojo izquierdo y el derecho de manera independiente, de modo que uno se puede orientar horizontalmente, mientras el otro lo hace verticalmente.
 
Cinco ojos, uno en cada apéndice. Las estrellas de mar tienen ojos compuestos, uno en el extremo de cada brazo, los cuales carecen de lentes. Los de Linckia laevigata están compuestos de 150 a 200 omatidios, que a su vez contienen entre 100 y 150 fotorreceptores, los cuales utilizan opsina como fotopigmento; son ciegas al color y, aunque sus ojos son capaces de mostrar formación de imágenes de baja resolución espacial, poseen un sistema visual que les permite orientarse en los arrecifes. Su sensibilidad espectral (450 nm, color azul) optimiza el contraste entre el arrecife y el mar abierto, de manera que las estrellas de mar perciben brillante el mar abierto y oscuro el arrecife de coral. Los investigadores creen que este tipo de ojo precede a la visión de alta resolución requerida para detectar depredadores, presas y con específicos.
 
Epílogo: una mirada a la visión de los humanos
 
Los que hemos abierto los ojos bajo el agua sabemos que se ve totalmente borroso, ¿por qué? Un ligero esbozo de las propiedades físicas del agua y su interacción con las ondas electromagnéticas podrían ayudarnos a explicar nuestra pobre percepción bajo el agua. La sensibilidad visual de los animales terrestres como los humanos depende de cómo se han desarrollado nuestros ojos para ver en el aire, en donde la luz pasa de tal medio a nuestros ojos (el humor ocular es un fluido acuoso), por lo que nuestras lentes compensan la desviación de la luz que ocurre en el paso del aire al medio acuoso del ojo, proyectando las imágenes claramente. Al cambiar de medio, la luz se dispersa de manera distinta; cuando abrimos los ojos en el agua, la desviación del haz de luz disminuye y la imagen deja de proyectarse de manera adecuada en la retina; es decir, por no estar estructurados nuestros ojos para el medio acuático es que vemos borroso.
 
A diferencia de los humanos, existen vertebrados que habitan normalmente en el agua y tienen buena percepción visual. La evolución de los vertebrados inició en el agua y sabemos que los peces antiguos tenían ojos muy desarrollados. El cambio de vida al pasar al medio terrestre provocó modificaciones fundamentales que permitieron la visión en el aire, no obstante, algunos vertebrados regresaron al agua y con ellos se diversificaron las especializaciones de los ojos, y aparecieron diferencias como las lentes más gruesas en algunos de los ojos simples acuáticos, generando una mayor compensación de la refracción y mejorando, en consecuencia, la nitidez.
 
Ciertos vertebrados anfibios (llamados así porque pasan parte de su vida en el agua) tienen características articulares en sus ojos que les permite una buena visión en el agua y en la superficie; algunos de ellos, como las aves buceadoras, poseen una membrana nictitante que parece un párpado transparente, la cual forma una capa de aire entre el ojo y el agua que, al quedar atrapada, elimina el cambio de refracción de la luz y hace que la visión sea mucho más clara, similar a cuando utilizamos visor bajo el agua.
 
Los mamíferos marinos tienen sus propias características; las focas, por ejemplo, tienen ojos muy esféricos adaptados ópticamente para ver bajo el agua; en teoría, al salir del agua deberían ver muy borroso, pero cuentan con una pupila dotada de una hendidura que restringe los rayos de luz que entran en el ojo y los dirige hacia la parte más plana de la córnea. Este fenómeno de compensación mediante la pupila con hendidura es compartido también por los cetáceos.
 
El ambiente lumínico es fundamental para entender rasgos evolutivos determinantes en los organismos, ya que moldea la manera como nos comunicamos e interactuamos con el entorno y los demás organismos. Claramente, las estructuras de los ojos y su funcionamiento son diferentes entre grupos de animales; no obstante, las relaciones evolutivas han provocado algunas características comunes a éstos, al igual que las convergencias ópticas por las similitudes en el ambiente que habitan las especies.
 
Gracias a los estudios que comparan la morfología de los ojos, a las herramientas que nos permiten explorar la evolución y las relaciones de los linajes, a estudios moleculares sobre la composición de los pigmentos de los ojos y otras investigaciones podemos conocer un poco de cómo los invertebrados acuáticos perciben su entorno y cómo esto les permite sobrevivir y reproducirse. Aun así, es difícil imaginar cómo es la percepción de tales invertebrados, ya que nos separamos de ellos hace millones de años. Queda mucho por explorar en torno a la sensibilidad visual de este grupo; nos ha dado innumerables sorpresas pero seguramente seguiremos encontrando animales acuáticos con habilidades visuales extraordinarias.
 
     
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     Yokoyama, S. y R. Yokoyama. 1996. “Adaptive evolution of photoreceptors and visual pigments in vertebrates” en Annual Review of Ecology and Systematics, vol. 27, pp. 543–567.
     

     
Monserrat Suárez Rodríguez
Laboratorio de Ecofisiología,
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.


Es posdoctorante del Laboratorio de Ecofisiología Animal en la Facultad de Ciencias de la UNAM en donde estudia la ecología sensorial de los animales en ambientes intermareales. Está interesada en estudiar la conducta animal como clave para la supervivencia y el éxito reproductivo de los animales

Guillermina Alcaraz
Laboratorio de Ecofisiología,
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.

Es investigadora y profesora de tiempo competo en el Laboratorio de Ecofisiología Animal en la Facultad de Ciencias de la UNAM. Se interesa en investigar las relaciones de la fisiología con la conducta y la ecología de organismos acuáticos e intermareales.
     

     
 
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Vida de Leonardo I 131B06  
 
 
 
Lourdes Martin Aguilar  
                     
 
     1452

El 15 de abril nace Leonardo da Vinci en Anchiano, cercano a la ciudad toscana de Vinci. Su madre, Caterina, es hija de campesinos; su padre, Ser Piero di Antonio da Vinci es un notario. 

Primer periodo en Florencia
(1452-1482)

1462

Cosme de Médicis, el Viejo, nombra al padre de Leonardo notario en Florencia.

Hacia 1469

Leonardo entra como aprendiz al taller de Andrea del Verrocchio, conocido artista florentino.

 
 
   
1473

Dibujo de paisaje datado más antiguo de Leonardo “Día de Santa María de las Nieves/día del 5 de agosto de 1473”. Representa el Valle del Arno (Galleria degli Uffizi, Florencia).

1478


Le es encargada la pintura de un retablo en la capilla de San Bernardo, del Palazzo della Sig-noria de Florencia.

Hacia 1478—1480

Diseño de ala mecánica movida con torno de manivela; se halla inmerso en el Códice Atlántico, manuscrito que realizó entre 1478 y 1519 y que recopila más de mil páginas en las que aborda diferentes temas, como el vuelo, la ingeniería armamentista y las matemáticas(Biblioteca Ambrosiana, Milán).
   
   
1481

“Adoración de los reyes magos”. Fue encargada por los monjes de la iglesia conventual de San Donato de Scopeto para el altar principal. La pintura no fue finalizada debido a que Leonardo partió a Milán (Galleria degli Uffizi, Florencia).
 
Primer periodo en Milán
(1483-1499)

1483-1486

“La Virgen de las Rocas”. La pintura constituyó el panel central del retablo de la Cofradía de la Inmaculada Concepción de la iglesia de San Francesco il Grande en Milán. Fue comisionada a Leonardo y los hermanos da Predis. Leonardo pintó una segunda versión, resguardada ahora en la National Gallery de Londres. (Musée de Louvre, París).
   
   
Hacia
1485


“La dama del armiño (Cecilia Gallerani)”. Cecilia fue amante del duque de Milán, Ludovico Sforza por lo menos durante diez años. La mujer parece estar escuchando algo y volteando el rostro hacia ese lugar. Este tipo de gesto es símbolo del dinamismo que Leonardo le imprimía a sus pinturas (Museo Czartryski, Cracovia).

Hacia 1485-1488

“Ballesta gigante con ruedas”
Esta arma descomunal presenta características de diseño novedosas para la época, que le daban mayor flexibilidad al arco. También dibujó en los laterales los mecanismos de lanzamiento y retirada del arco. El dibujo se halla en el Códice Atlántico (Biblioteca Ambrosiana, Milán).
   
   
Hacia
1488-1489


Dos diseños para una iglesia abovedada rodeada de cúpulas. Se trata del tipo de iglesia de planta centralizada, comunes en la arquitectura del Renacimiento (Bibliothèque de l’Institut de France, París).

Hacia
1487


Diseños para máquinas de guerra: un carro falcado y un tanque armado. El carro está equipado con cuchillas en los extremos y el tanque está diseñado para llevar ocho hombres adentro de éste (Museo Británico, Londres).
   
   
1487

Leonardo comienza a diseñar el tiburio para la catedral de Milán, pero en 1490 pierde el concurso, honor que se le otorgó a Giovanni Antonio Amadeo y Giovanni Giacomo Dolcebuono (Biblioteca Ambrosiana, Milán).

Hacia
1490


Dibujo que representa las proporciones del cuerpo humano según Vitruvio, arquitecto romano del siglo I a. C. que había formalizado en su tratado Sobre la arquitectura las proporciones canónicas de la figura humana; un cuerpo humano con los pies juntos y los brazos en cruz puede ser inscrito en un cuadrado, mientras que el mismo cuerpo, extendido en sus extremidades, se ajusta a un círculo. El dibujo está acompañado con notas anatómicas de Leonardo (Gallerie dell’Accademia, Venecia).

   
    1490

Realiza la escenografía de La Festa del Paradiso de Bernardo Bellincioni, que fue representada para celebrar la boda entre Gian Galeazzo Sforza e Isabella de Aragón.

Salaì (Gian Giacomo Caprotti di Oreno), que se convertiría en ayudante y discípulo de Leonardo, llega a su taller a los diez años de edad.

1492

Viaja a Lombardía, a la región del lago Como, y también visita Ivrea, Bellagio y Valsassina.

 1495

Va a Florencia donde ejerce como consultor de la “Sala del Gran Consiglio”. 


1495-1497

“La última cena” es la primera pintura mural de Leonardo, ejecutada al temple y óleo sobre yeso, una técnica particular desarrollada por el artista. Fue pintada en el refectorio del monasterio dominico Santa Maria delle Grazie, en Milán; encargada por Ludovico Sforza, il Moro, duque de Milán, en su ‘iglesia de la corte’. Desgraciadamente, la pintura comenzó a degradarse después de unos años de su ejecución (Santa Maria delle Grazie, Milán).
   
   
Hacia 1497

Estudio de caballo en perfil derecho y de sus patas delanteras. Se trata de uno de los dibujos que Leonardo realizó como estudios preliminares para la estatua ecuestre de Francesco Sforza, padre de Ludovico. Hizo la escultura en arcilla pero no llegó a materializarla en bronce (Castillo de Windsor).  

1498

Trabaja en los murales de la Sala delle Asse y la Saletta Nigra del Castello Sforzesco de Milán.
Leonardo realiza las ilustraciones del libro Divina Proportione del matemático de la corte de Sforza, Luca Pacioli; donde se abordan temas como la geometría, las proporciones matemáticas y su importancia en la pintura y la escultura (Biblioteca Ambrosiana, Milán) .
   
     
1499


Le es otorgado por parte de Ludovico Sforza un viñedo cerca de Porta Vercellina. El ejército francés, liderado por Luis XII, invade Milán y la ciudad cae en manos de éstos.
Segundo periodo en Florencia 
(1500-1508)

1502

Leonardo es nombrado “arquitecto familiar e ingeniero general” por César Borgia, el capitán general de los ejércitos papales, que sería un mecenas de Leonardo en el campo de las máquinas militares.
   
     


Nota
Las fechas de las obras están basadas en Constantino (1994). Las determinadas por otros autores, como F. Zöllner y J. Natham pueden variar.
 

     

     
Lourdes Martin Aguilar
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.

     

     
 
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