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César Carrillo Trueba |
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El mito del precursor, el visionario, el genio único
es por demás común en la historia de la ciencia. Resulta siempre interesante pasar por el tamiz de distintas aproximaciones a tales figuras. Leonardo es paradigmático al respecto, así que demos voz a historiadores, filósofos y estudiosos de la ciencia para abrir espacio a tan necesaria polifonía. Leonardo inventor, quizá la primera faceta que emerge en su genialidad después de la de pintor, obviamente, la más célebre. El historiador de la ciencia Bertrand Gille la aborda en una obra por demás remarcable, de vasta erudición y profundo análisis, ubicándolo en su contexto, el de los ingenieros del Renacimiento. Tras hacer un breve recuento de la vida de algunos de ellos, de su manera de pensar, el entorno en que vivieron y su inusitada creatividad, desmenuzando a la vez la idea de técnica que despuntaba en ese entonces, lo híbrido de sus ideas, su afán por el debate teórico y su fascinación por una naturaleza recién conceptualizada como tal, se detiene con gran detalle en nuestro personaje: “Leonardo da Vinci se inscribe perfectamente en ese medio. No es para nada necesario apelar a predecesores que quizá jamás leyó y cuyas ideas no son desconocidas, tampoco es necesario creer en un genio inventivo sin medida, pues en ese campo, al igual que en los otros, existen nociones que están en el aire, se habla de los logros y de los fracasos reveladores. Ícaro no pensó en el punto de fusión de la cera y, en el siglo xi, Elmer de Malesbury olvidó la cola para poder volar. Incluso si Bacon se declaraba un poco escéptico, muchos habían ya volado antes de ese cuarto del siglo xv, al menos en espíritu. Y cuántos hechos más no ignoramos [...] Sin duda no hay que dejarse ir demasiado y tomar muy a la letra esos productos de la imaginación de una época en que se comienza a creer que todo es posible. La idea de progreso, que tal vez no se expresa completamente, se impone al espíritu. Todos eso cuadernos de ingeniero respiran una fe en al técnica que es totalmente nítida”.
Aun cuando recibió una educación artística, Leonardo no era mucho más aventajado que otros. Fue más bien su mirada la que dotó de originalidad sus escasas pinturas. En realidad, vivió de ser ingeniero, y como tal se presentaba —así consta en la carta que enviara al conde de Milán Lodovico Sforza—, y los escenarios o los autómatas creados con base en las artes mecánicas eran parte de tal oficio, marcado más bien por el hacer que por el explicar o entender, como se ha dicho muchas veces; la carencia de rigor absoluto es un rasgo de los ingenieros de esa época, al igual que las lagunas en muchos de los campos en los que se aventuraban. Leonardo no fue la excepción, quizá lo distingue el haber “intentado ir más allá de esa mecánica hábil, de los principios de fortificación o de arquitectura que se desprendían lentamente, de tradiciones más o menos válidas: lo hizo probablemente en detrimento de una eficiencia que habían conservado varios de sus contemporáneos versados en los mismos problemas. No es tanto el espíritu que cambia, son más bien los métodos de pensamiento, los mecanismos de la reflexión”.
A decir de Bertrand Gille, la idea de que Leonardo es un genio único resulta sobre todo de la ignorancia que se tiene del entorno y de sus contemporáneos, así como de sus predecesores, muy interesados en los mismos temas siglos antes. Un mayor conocimiento de figuras como Francesco de Giorgio, mejor arquitecto, buen pintor, dotado de un pensamiento científico y filosófico similar, muy valorado en su época, demuestra dicha afirmación.
Quizá fue, paradójicamente, el no contar con tan sólida formación lo que dio ligereza a sus pies y romper así más fácil e imaginativamente con la tradición, un rasgo propio de esa época. Tal es la conclusión de Gille: “y precisamente porque no había adquirido el saber de universitario, porque era un hombre sin letras, porque tenía conciencia de las incertitudes de sus conocimientos, de la inadaptación de su lenguaje (por qué entonces recopiar en páginas completas los términos cultos tomados de Valturio), porque no tenía, finalmente, ninguna doctrina bien establecida, por ello fue que Leonardo, como todos los ingenieros de su tiempo y sus sucesores inmediatos, proporcionó un nuevo aspecto a las concepciones científicas y técnicas que le habían sido transmitidas. Tradición no es en absoluto necesariamente rutina y sin duda el progreso técnico fue, mejor que cualquier otra cosa, apto para empujar por senderos no andados a quienes lo practicaron”.
Un científico adelantado
Entre los tantos temas que abordó el entrañable escritor y paleontólogo Stephen Jay Gould no podía faltar la interpretación que Leonardo aventuró sobre los fósiles. Experimentado estudioso de la ciencia, Gould va directo contra el mito del genio-fuera-de-serie, criticando calificativos como el de sus “poderes sobrehumanos de observación” y sus excelsos resultados científicos por estar “basados en el principio de experiencia”, afirmando que así es imposible entender de verdad quién fue Leonardo y menos aún su intrincada forma de pensar, embebida en las concepciones de dos épocas. “Leonardo operó en el contexto de su tiempo. Se sirvió de su concepto del universo básicamente medieval y renacentista para formular importantes preguntas y organizar los temas y fenómenos que generarían su gran originalidad. Si no damos cuenta ni respetamos sus orígenes medievales y el carácter del pensamiento de Leonardo, nunca lo entenderemos ni apreciaremos verdaderamente sus ideas transformadoras. Toda gran ciencia, de hecho todo pensamiento fructífero, debe ocurrir en un contexto social e intelectual —y los contextos promueven tanto inspiración como constricción del pensamiento. La historia no se desenvuelve en una línea de progreso, y el pasado no es tan sólo una vieja y mala época que debe ser reemplazado y desechado a causa de su inevitable antigüedad”.
Las preguntas que formula Gould tras sus reflexiones iniciales se dirigen a un punto central, a saber la relación entre observación y teoría. “¿Qué tipo de explicación sobre los fósiles estaba Leonardo tratando de desaprobar al hacer sus observaciones? y en segundo, ¿qué teoría sobre la Tierra estaba Leonardo tratando de sustentar con sus hallazgos?”. Ciertamente, numerosas son las observaciones que asombran por su precisión y algunas incluso forman parte del saber geológico y paleontológico contemporáneo. No obstante, sus preguntas y propósitos se encontraban totalmente enraizados en las ideas de su época, como se aprecia en el lugar que ocupa el Diluvio en sus reflexiones, en sus textos.
Así, sus observaciones apuntan, por un lado, a una crítica de las teorías neoplatónicas que sostenían que “los fósiles ‘crecieron’ dentro de las rocas y no representan los restos de organismos”. Pero a la vez buscan apuntalar una visión de la Tierra muy propia de la época: “Leonardo estaba promoviendo de manera rigurosa una visión común y característicamente premoderna, completamente central en todo su pensamiento y su arte: la comparación y unión causal de la Tierra como un macrocosmos y el cuerpo humano como un microcosmos. Tendemos a ver hoy tales comparaciones como ‘meras’ analogías o ‘puramente’ metafóricas —más aptas a promover un sentido engañoso de falsa unidad que un genuino acercamiento a la causalidad común. Pero, contrariamente, el mundo premoderno de Leonardo veía tales consonancias como profundamente significativas, en parte invocando la misma teoría de correspondencia simbólica entre escalas de magnitud y campos de materia que (irónicamente) Leonardo había desechado tan vigorosamente al negar la idea neoplatónica de que los fósiles podrían crecer dentro de las rocas como productos del reino mineral [...] No hay tema tan incesantemente recurrente y de tan central importancia, tanto en el Códice Leicester como en los demás escritos de Leonardo, como la relación causal y la unidad material del cuerpo como microcosmos y la Tierra como macrocosmos”.
Basada en la teoría de los cuatro elementos, entremezclada con otras de origen medieval sobre la Tierra y la gravedad —tomadas de personajes como Jean Buridan— y con el sistema geocéntrico como modelo, ya que no acepta la propuesta de Copérnico y mantiene la de Ptolomeo, la visión del mundo de Leonardo es claramente híbrida, y su propuesta teórica muestra algo que la historia de la ciencia ha puesto en evidencia múltiples veces, a saber que se puede lograr observaciones acuciosas con base en una teoría que no se inserta en un paradigma naciente, en este caso, el de la ciencia contemporánea, y que tales observaciones serán recuperadas fácilmente por las teorías que se desarrollan al interior del nuevo paradigma y que serán consideradas verdaderas. Es un punto que la interpretación lineal de la historia de la ciencia no logra resolver, ya que para ésta una teoría “errónea” no puede generar datos verdaderos, de ahí que la figura del precursor, el adelantado, el genio que ya tenía una incipiente pero verdadera teoría sea una necesidad y siga siendo recurrente.
Resulta por demás interesante el detallado análisis de Gould, ya que pone en evidencia cómo observaciones simples, fáciles de constatar, como la evaporación en el ciclo del agua, son dejadas de lado en aras de una coherencia teórica. Gran conocedor del cuerpo humano —como se aprecia en sus espléndido dibujos anatómicos—, Leonardo se apega a la correspondencia entre micro y macrocosmos, y trata de probar que el agua circula en la Tierra como la sangre en el cuerpo humano; y como la sangre no se evapora... De ahí que, como lo señala Martin Kemp, el agua en la Tierra obsesionara a Leonardo y que no lograra construir una teoría coherente con sus preceptos de base.
No obstante, continúa Gould, si “para su gran decepción, nunca resolvió el problema de las aguas que suben, si logró (para su satisfacción) solucionar el igualmente enredado problema de un mecanismo general para la elevación de tierra [las masas de tierra, rocas y montañas] —una combinación de sus ideas sobre la gravedad y su concepto de erosión”. Para ello, Leonardo construye un andamiaje teórico elaborado, en donde crea un centro de gravedad, el centro de la Tierra, y genera una ruptura de simetría en la estructura de la Tierra, suponiendo que una mitad es más pesada que la otra, un hemisferio más pesado que el otro, y que mediante dicho mecanismo alternan su respectivo peso: “las masas sólidas del hemisferio más pesado deben hundirse hacia el centro del mundo, mientras las rocas del hemisferio más ligero deben elevarse”.
Leonardo mismo describe con detalle dicho proceso en el Manuscrito F que se halla en el Institut de France: “como el centro natural de gravedad de la Tierra debe estar en el centro del mundo, la Tierra está siempre haciéndose más ligera en alguna parte y, al volverse ligera, esa parte empujará hacia arriba, sumergiendo otro tanto en la parte opuesta, ya que es necesario que esa se desplace hacia el centro de gravedad mencionado, en el centro del mundo; y la esfera de agua mantiene su superficie establemente equidistante del centro del mundo”. Un proceso constante, un mecanismo que respondía a sus preocupaciones teóricas y que se aprecia aún mejor en el esquema que dibujó, como siempre, para pensar más claramente.
En esta perspectiva los fósiles son una pieza central, pues le permiten, como lo explica Stephen Jay Gould: “validar el entrañable núcleo de su premoderna visión del mundo —el venerable argumento, mantenido a lo largo de los periodos clásico y medieval, para interpretar la Tierra como un ‘organismo’ vivo, autosustentable, un macrocosmos funcionando bajo los mismos principios y mecanismos que el microcosmos del cuerpo humano. Leonardo requería, sobre todo, un artilugio general para hacer que los elementos pesados, la tierra y el agua, se movieran hacia arriba en contra de su inclinación natural, de manera que la Tierra pudiera mantenerse por sí misma, como lo hace un cuerpo viviente, reciclando constantemente todos sus elementos, en lugar de alcanzar una estabilidad inerte en donde los elementos pesados se mantuvieran permanentemente en capas debajo de los elementos ligeros”.
Varios historiadores han analizado cómo la observación de la naturaleza en esta época respondía a un cambio social y de mentalidad al generarse los núcleos urbanos, las nacientes ciudades, que se contraponían al poder de los señores medievales. La regularidad, el abandono de la intervención divina, siempre arbitraria, en los fenómenos de la naturaleza fue un punto central en dicho cambio. Nace así la idea de “ley natural”, propulsada por la metáfora de la máquina al punto que dios queda relegado a simple creador, quien dio cuerda o propinó el primer impulso para echar a andar tal mecanismo, y su mano deja de intervenir paulatinamente en los asuntos de la naturaleza.
La visión de Leonardo se inscribe en este contexto y no extraña que en su afán por mostrar la dinámica del cuerpo de la Tierra similar a la del cuerpo humano convivieran ideas nuevas y antiguas. Dar cuenta de la presencia de los fósiles mediante un proceso regular, un mecanismo, y no como algo arbitrario, se tornó parte fundamental de su teoría general; en ello el Diluvio constituía un escollo, no menor, al igual que las teorías neoplatónicas. Como señala Gould: “tenía que refutar las dos explicaciones entonces más comunes acerca de la presencia de fósiles. El diluvio de Noé sólo podía ser visto como un singular y raro fenómeno, y si los fósiles derivaran de tal acontecimiento, entonces la paleontología no podría proponer mecanismo alguno para el levantamiento de las tierras. Y si los fósiles crecieran como objetos del reino mineral en las rocas, entonces las montañas se mantendrían siempre elevadas y no habría evidencia de ningún levantamiento”.
La relación entre teoría y observación aparece en toda su complejidad, al igual que la visión mítica del genio adelantado a su tiempo es desbaratada en el texto de Gould, quien es contundente en su conclusión: “Leonardo hizo sus magníficas observaciones sobre los fósiles con el fin de validar su visión amada, pero siempre tan anticuada, de la existencia de una precisa unidad causalmente significativa entre el cuerpo humano, como un microcosmos, y la Tierra como un macrocosmos. Leonardo, verdaderamente un brillante observador, no era un hombre venido del espacio, sino un ciudadano de su instructivo y fascinante tiempo”.
Filósofo entre filósofos
Quizá la faceta menos explorada pero de gran pertinencia, ya que durante largo tiempo no se hablaba de ciencia sino de filosofía natural, es la de un Leonardo filósofo. La primera objeción a ello sería que el lenguaje es el medio de expresión de la filosofía en Occidente, como lo explica Paul Valery: “a ojos de quien lo observa, el filósofo tiene un propósito muy simple: la expresión mediante el discurso de los resultados de sus meditaciones, y trata de constituir un saber completamente expresable y transmisible por medio del lenguaje”. Leonardo es paradójico al respecto, pues si bien se definió a sí mismo como un hombre sin letras, llenó numerosos cuadernos con anotaciones sobre asuntos muy diversos, profundas reflexiones, teorías, explicaciones varias y múltiples disquisiciones; en ellas es posible discernir “un cierto orden de ideas característico del filósofo calificado”, pero no se encuentra un discurso “fácil de resumir, que permitiría clasificar y comparar con otros sistemas lo esencial de sus concepciones, problema por problema”.
Veamos. Leonardo vive una época de profundos cambios y, como ocurre en sus dibujos del Diluvio, le toca estar en el ojo del huracán, enfrentando vendavales conceptuales. “En unas cuantas décadas, él ha visto reinar, sucesiva e incluso simultáneamente, tesis contradictorias igualmente fecundas, doctrinas y métodos cuyos principios y exigencias teóricas se oponían y se anulaban mientras sus resultados positivos se añadían conformando un poder consolidado. Ha entendido que debe asimilar las leyes a convenciones más o menos cómodas; sabe también que muchas de esas leyes han perdido su carácter puro y esencial para ser reducidas al modesto rango de simples probabilidades, es decir, a ser válidas sólo a la escala de nuestras observaciones. Conoce, finalmente, las crecientes dificultades, casi irremediables, de representarse un mundo que sospechamos, que se impone a nuestra mente pero se revela al ser contorneado por una serie de intermediarios y de consecuencias sensibles indirectas, y es construido por medio de un análisis cuyos resultados traducidos en lenguaje común son desconcertantes, excluyendo cualquier imagen —ya que debe ser la sustancia de su sustancia—, y funda en cierta forma todas las categorías, un mundo que existe y no existe a la vez”.
A decir de Valery, esta suerte de situación indefinida, en donde es preciso escoger lo que se conserva de la época anterior y lo nuevo que está emergiendo en el momento, no se puede enfrentar mediante la mera contemplación, se requiere actuar, confrontar conocimiento y práctica. Es por ello que, para Leonardo, entender y hacer son una misma cosa, al igual que representar lo que se va comprendiendo y aquello en lo que podría derivar materialmente —el reino de lo posible, de acuerdo con los nacientes conocimientos—, por lo que él describe todo, profusamente, mediante imágenes y texto. Aun así, “el lenguaje no es todo para él. El saber no es todo para él; quizá es sólo un medio. Leonardo dibuja, calcula, construye, decora, hace uso de todos los modos materiales de que son objeto y a los que son sometidas las ideas, lo que le proporciona ocasiones de dar vuelcos inesperados ante las cosas”. Y si bien conoce las teorías y sus explicaciones, al igual que sus contemporáneos “ha aprendido a considerarlas como medios e instrumentos: maniobras intermediarias, formas de acercamiento, como a tientas, modos provisionales que preparan mediante combinaciones de signos e imágenes, mediante tentativas lógicas, la percepción final, decisiva”.
En este tipo de transiciones, como lo ha explicado Thomas S. Kuhn, la filosofía desempeña un papel central, es un elemento crucial para pensar y definir los cambios que tienen lugar al interior de la ciencia. El nuevo concepto de naturaleza que despunta en el Renacimiento implica reflexiones filosóficas, preguntas centrales en este campo tales como ¿qué es la realidad? Al igual que muchos en su época, Leonardo no rehúye a ellas, pero va a recurrir a otros lenguajes, como las matemáticas y la geometría, principalmente a esta última mediante el dibujo. Para él, se trata de un modo de conocimiento —algo que ha sido magistralmente detallado por Martin Kemp—, y busca representar el mundo de acuerdo con los conocimientos que se tiene en ese momento. Sea el movimiento del agua o el del cabello de una mujer, su intención es que corresponda a lo que se conoce sobre los vórtices y que no suele ser representado, es decir, él quiere dar cuenta de lo que “verdaderamente” es el mundo.
Esta intención fue llevada a su máxima expresión por las matemáticas como lenguaje de la ciencia, algo que Leonardo ya mencionaba pero acotaba a la mecánica y que Galileo impulsó vehementemente al afirmar que el libro de la ciencia está escrito en lenguaje matemático, quedando de lado a la larga el lenguaje escrito por su imprecisión. “La gran invención de hacer las leyes sensibles al ojo y legibles a la vista fue incorporada al conocimiento, doblando en cierta forma el mundo de la experiencia de un mundo visible de curvas, superficies y diagramas que transportan las propiedades en figuras en las cuales, siguiendo con el ojo sus inflexiones, por la conciencia de tal movimiento experimentamos el sentimiento de las vicisitudes de una magnitud. La gráfica es capaz de un continuo que la palabra es incapaz; la sobrepasa en evidencia y precisión”.
Sin embargo, en ese entonces esto no era un hecho consolidado. Se puede decir que en el seno de la naciente ciencia contemporánea se incubaban dos vías que aún coexisten: la que privilegia el lenguaje matemático y su expresión gráfica —arriba mencionada—, y la que, si bien emplea las matemáticas, procura más bien la forma, cuyo linaje incluye personajes como Goethe y D’Arcy Thompson. Leonardo fue pionero de esta última. Valery cuenta que Benvenuto Cellini ya afirmaba que da Vinci fue el primero en destacar la relación entre las formas orgánicas y sus funciones, incluyendo siempre su dimensión estética.
El lenguaje adoptado por Leonardo es fundamentalmente el dibujo, su medio de conocer el mundo, de dar cuenta de él, de abordar las incógnitas y aventurar explicaciones, de reflexionar. Los artefactos creados por él fueron esbozados antes en el papel y concretan conocimientos diversos. Y en este orden, se podría decir que la pintura fue el medio para elaborar síntesis, para integrar conocimientos, quizá por ello se demoró tanto en terminarlas y fueron relativamente pocas en su productiva vida. “Pintar, para Leonardo, es una operación que requiere todos los conocimientos y casi todas las técnicas: geometría, dinámica, geología, fisiología. Figurar una batalla supone un estudio de torbellinos y polvaredas levantadas; ahora, no quiere representarlas sin haberlas observado con ojos cuyo detenimiento esté impregnado de conocimientos y, al igual que todo, penetrado del conocimiento de las leyes que los rigen. Un personaje es una síntesis de investigaciones que van de la disección a la psicología. Nota con exquisita precisión la actitud de los cuerpos de acuerdo a su edad y sexo, al igual que analiza el actuar de cada profesión. Todas las cosas son para él iguales ante su voluntad de alcanzar y aprehender las formas mediante sus causas. Se mueve, en cierta modo, a partir de la apariencia de los objetos, y reduce o intenta reducir los caracteres morfológicos a sistemas de fuerza; y una vez conocidos tales sistemas —sentidos— y razonados, completa, o más bien, renueva su movimiento mediante la ejecución de un dibujo o una pintura; allí recoge todo el fruto de su esfuerzo. Así, él recrea un aspecto o una proyección de los seres por medio de un análisis profundo de sus propiedades de todo tipo”.
A partir de tales reflexiones, en su bello ensayo Paul Valery nos lleva a concluir: “en suma, en la pintura Leonardo encuentra todos los problemas que puede imponer a la mente la elaboración de una síntesis de la naturaleza”. Se trata de un filósofo que opera de una manera distinta, no mediante la reflexión escrita, sino que “él tiene la pintura por filosofía. En verdad, él mismo lo dice: habla pintura como se habla filosofía, es decir, a ella lleva todas las cosas. Hace de este arte (que parece tan particular a ojos del pensamiento y tan lejos de poder satisfacer la inteligencia) una idea totalizadora, la mira como el fin último del esfuerzo de un espíritu universal”.
El asunto es de lenguaje, es decir, que en la compartamentalización característica de nuestra época cada lenguaje tiene su ámbito propio y ni la música ni el dibujo o la pintura pueden ser considerados como generadores de conocimiento, ni siquiera la lengua, es decir, es necesario apelar a gráficas y otros elementos matemáticos para adquirir un estatuto de verdad —ni qué decir de la poesía o la literatura. George Steiner trata este tema en un ensayo por demás brillante: Gramáticas de la creación, muy cercano a la reflexiones esbozadas por Valery, pues ambos abordan la equivalencia de distintos lenguajes como formas de expresión del conocimientos y formulan una crítica a la preeminencia existente de ciertos tipos de lenguaje en este ámbito. Valery afirma que la música es un lenguaje dotado de fórmulas auditivas exactas, más precisas que las del lenguaje escrito, lejos del carácter arbitrario que se supone a toda creación artística, esto es, apto para dar cuenta de cierto tipo de conocimientos.
Estas reflexiones sirven además para profundizar seriamente en las relaciones que existen entre ciencia y arte, más allá de ciertos lugares comunes. En la acuciosa obra de Leonardo, “el arte y la ciencia se encuentran inextricablemente mezclados; es ejemplar tal sistema de arte fundado sobre la base de un análisis general y, al ser concretado en una obra en particular, preocuparse siempre por componerlo únicamente de elementos verificables [...] El análisis que efectúa Leonardo lo conduce a extender su deseo de pintar al desentrañamiento de todos los fenómenos, incluso los no visuales, sin que ninguno le parezca indiferente al arte de pintar; dicho arte le parece precioso para el conocimiento en general”. El medio y el fin hacen uno en su obra, dibujar es conocer, el pensamiento visual encuentra en Leonardo uno de sus más grandes exponentes.
Pensar en imágenes
Leonardo dibujante. Sus cuadernos son indiscutible testimonio de ello: esquemas, modelos, bocetos, estudios anatómicos, planos de ciudades, máquinas, animales en movimiento, agua, viento, fortificaciones, expresiones humanas, nada escapó a la mirada y la mano del gran artista. Pero es preciso conocer sus postulados de base para entender tan irrefrenable actividad, y para ello es necesario recurrir a Martin Kemp, quien ha trabajado sobre esta faceta como nadie. Para Leonardo forma y función constituían una unidad indisoluble en la naturaleza, así fue creada, y su funcionamiento regular quedó establecido por leyes que se imponen con una irrecusable necesidad en todos los niveles, desde le más pequeño hasta el más vasto. Desentrañar la causa de un fenómeno, de la forma de algún ente, permitía adentrarse en el funcionamiento de éste en determinado contexto, y esto se podía expresar matemáticamente, aunque por la importancia de la forma Leonardo se inclinará por la geometría.
A partir de tales consideraciones se desprenden algunos de sus principios epistemológicos, en los cuales, se podría aventurar, mantenía una suerte de jerarquía: en primer lugar, para Leonardo el conocimiento obtenido mediante los sentidos es superior al teórico, una posición que lo deslindaba del saber escolástico, muy propio de la Edad Media. Y entre los sentidos, la vista es indiscutiblemente el mejor para obtener un conocimiento adecuado, ya que es capaz de dar cuenta directamente de la naturaleza, y su medio es el dibujo y la pintura, representaciones que son fieles a la naturaleza y que, al ser miradas, transmiten los conocimiento que las impregnan. Además, la vista hace esto de manera más rápida y precisa, gestálticamente se diría ahora, mientras la palabra, encarnada por la poesía entonces, es confusa y fastidiosa. Estas apreciaciones son expuestas al inicio de su Tratado de la pintura: “en un instante la pintura te muestra la esencia de sus objetos mediante la facultad visual (el mismo medio por el que reciben la sensibilidad los objetos de la naturaleza), y en un instante se compone la proporción armónica de las partes que forman el todo para el placer del ojo. La poesía, en cambio, narra la misma situación a través de un sentido, el oído, que es menos digno que la visión y comunica con mayor confusión y tardanza que el ojo la representación de lo mencionado a la sensibilidad”.
Tal afirmación poco tiene que ver con el lema de una imagen vale más que mil palabras —de publicista—, sino con la manera como en ese entonces se trabajaba mediante el dibujo, el modo de representar el mundo que se estaba gestando —que en ciertos campos se volvió común, como se puede apreciar en los tratados de anatomía que se elaboraron después de los dibujos de Leonardo y que inundaron los centros de enseñanza en parte del siglo xix y el xx—, en el cual, de entrada, se comenzaba a pensar que la única fuente de conocimiento válida era mirar directamente los fenómenos de la naturaleza.
Leonardo ocupa un lugar central en este giro pues, como explica Kemp, “nadie jamás los ha mirado con mayor intensidad ni representado con mayor originalidad. Sin embargo, no consideraba el ver como algo simple, como si el ojo fuese un aparato fotográfico. La noción que Leonardo tenía de lo que es ‘ver’ conjuntaba el doble sentido del verbo (tanto en italiano como en inglés), esto es, ‘mirar’ y ‘entender’”. La segunda es que “nuestro término ‘dibujar’ es demasiado estrecho e impreciso”, a diferencia de disegno en italiano, que abarca dibujo y lo que llamamos diseño industrial. Para Leonardo y sus colegas, disegno era la disciplina fundamental del dibujo técnico que implicaba un dominio del diseño en sus principios y práctica, el cual estaba basado en la debida medida de las cosas de acuerdo con su forma, número, proporción, movimiento y composición armoniosa”. Es decir, que mirar implicaba conocer y representar era dar cuenta de tal conocimiento, que cada dibujo se correspondiera con el estado del conocimiento que se tenía en el momento. De ahí que Leonardo considerara el sentido de la vista como el más adecuado para conocer y el dibujo como la manera más precisa de transmitir el conocimiento; ambos postulados se reafirman mutuamente.
Los ingenieros, artesanos y artistas de esa época desarrollaron sus pensamientos en forma visual, pero nadie lo hizo como Leonardo. Su lluvia de ideas ocurría mediante dibujos en el papel, explica Martin Kemp, así ensayaba un camino y luego otro y otro, hasta hallar la solución al problema de inicio o dejando esbozadas varias igualmente posibles. En tal búsqueda, su mente iba estableciendo relaciones entre cosas o fenómenos aparentemente sin conexión, pero en sus consideraciones forma y contenido constituían siempre una unidad dinámica en movimiento, lo físico y lo emocional se ligaban de manera indisociable y la precisión coexistía con la más desbordada fantasía. “La combinación paradójica entre medidas constrictivas y una improvisación sin restricciones caracteriza muchos de los dibujos de Leonardo”. Una tensión heurística por demás.
Es propio de toda forma de conocimiento, en cualquier época y cultura, el dar cuenta de lo invisible, de aquello que se sabe existe pero no es asible, y esto generalmente ocurre por la vía de lo que sí es perceptible, mediante su relación. Así, en la gestación de esta nueva manera de entender y representar el mundo, y con la certeza de que no hay efectos sin causas, se dedica a buscar afanosamente cómo unir teorías y explicaciones con las formas visibles mediante el dibujo, modelándolas, como explica Martin Kemp. “lo que testimoniamos por nuestra parte al mirar una serie de dibujos de Leonardo es una forma única de moldear las ideas extraídas directamente de la naturaleza —tanto la naturaleza observada como las causas invisibles que el detectó subyacentes a las formas y los fenómenos naturales. Su propósito era penetrar tan profundamente en las ‘causas’ naturales que era capaz de recrear los ‘efectos’ naturales por su propia cuenta en cualquier situación dada y para cubrir cualquier necesidad, fuera ésta el dibujar el agua en movimiento, pintar un cuadro o construir una máquina [...] Su proceso de pensamiento visual dependía predominantemente de una manera de modelar en tres dimensiones. Incluso su geometría plana tiende a tener una dinámica espacial”.
Así, al analizar el movimiento del agua da cuenta de cómo las burbujas al subir siguen una trayectoria espiral y analiza si su conformación geométrica es estable al variar las configuraciones y cuando se rompe al alcanzar la superficie. El cuadro se va tornando más complejo al formarse remolinos y no se diga al representar el diluvio: “los vórtices de agua en el agua efectúan sus incesantes revoluciones de acuerdo con las leyes que Leonardo había formulado y las burbujas obedecen dentro del agua las reglas del aire. La composición final es una inmensa visualización cerebral y gráfica de una complejidad y un refinamiento espacial casi increíble”.
Su manera de ver la naturaleza, la denominada “necesidad” que le imputa, lleva a Leonardo a generalizaciones, leyes, teorías, al unir configuraciones en distintos ámbitos de la naturaleza. Al analizar la forma de los bronquios, el curso y bifurcación de los ríos, la ramificación de los árboles y otros fenómenos, por ejemplo, encuentra similitudes que corresponden al fluir de los líquidos, a lo cual subyace nuevamente la relación entre forma y función y su modo de inferir mediante analogías, como la correspondencia entre microcosmos y macrocosmos, una idea común en la época, como ya se vio antes pero que él abordó de manera distinta debido a su forma de expresión, a su pensamiento visual, como explica Martin Kemp: “no es sólo que nadie hubiese proporcionado tan convincentes demostraciones del todo y las partes en términos microcósmicos, sino que nadie vio cómo el proceso de representación en sí actúa como una palanca teórica que desarrolla la analogía de tal forma que trabaja a su máxima potencia. Parecería que la analogía que estableció entre el movimiento del agua y el rizado del cabello —con su respaldo matemático— fue la consecuencia de la conexión entre sus dibujar y pensar. Usando como único poder su pensamiento visual y sus habilidades gráficas, fue capaz de ir más allá de las generalidades de la analogía y transformar la representación en una poderosa herramienta analítica que pudo generar una relación entre fenómenos físicos en cualquier escala concebible”.
Sus dibujos fueron por tanto medios para demostrar teorías y fluían de su mente a su mano con tal intensidad que al verlos en secuencia constituyen verdaderos argumentos. “Al dibujar la analogía en lugar de solo describirla por medio de la escritura, torna evidente por sí misma la fuerza de la analogía”. Lo mismo hace al elaborar un mapa, no lo representa como algo inerte sino como un fragmento de piel, una parte de un ser vivo; así, los ríos aparecen como si obedecieran al metabolismo de la Tierra, como parte de un proceso que ha sufrido transformaciones a lo largo del tiempo, al igual que el cuerpo en la vida de un ser humano, con lo que la idea de la correspondencia entre macro y micro se impone a la mirada.
Ocurre de manera similar en la relación entre arquitectura y el cuerpo humano, la primera llevó a la segunda en un ánimo de demostrar la relación entre forma y función y la correspondencia entre micro y macro, y no tanto con una intención médica estrictamente, sino como parte de su proceder de lo particular a lo general y viceversa, como lo explica Kemp: “su preocupación final fue siempre elaborar una ‘demostración’, forjando una síntesis de la forma y la función en un acto de recreación. Al igual que sus dibujos mecánicos, sus estudios anatómicos más acabados asumían el papel de ‘máquinas teóricas’, en donde los dibujos eran simultáneamente demostraciones de estructuras y de su funcionamiento de acuerdo con la ley natural”.
Es por ello que el dibujar se convierte para Leonardo en un discurso total, que va formulando suposiciones, argumentos, demostraciones, teorías y leyes, un método de conocimiento en todos sentidos. Analizando algunos dibujos de sus cuadernos, Martin Kemp es muy atinado al respecto: “son lo que podríamos llamar diagramas discursivos, establecidos para abordar asuntos puntuales mediante demostraciones gráficas. Ambos representan y certifican activamente las ideas mediante el acto de dibujar. La contundencia de los argumentos es reforzada positivamente en la medida que las comparaciones emergen en el papel”.
Incluso los dibujos constituyen experimentos, un hecho que parece ir en contra de la imagen de defensor de la experimentación que se ha forjado alrededor de él, pero que va acorde con sus ideas sobre la causalidad. Si, por ejemplo, el flujo del agua en un río se comporta de cierta manera, entonces en un sistema cuya forma sea similar, éste se comportará de igual manera en la medida que existen regularidades que ocurren en distintos ámbitos cuando la forma es similar. “Es sobre la base de tal comunalidad de causas en la naturaleza que Leonardo creó sus modelos mentales, dibujados de acuerdo con la manera como las cosas funcionan”. Es algo que comparte con Galileo, quien también fue un entusiasta defensor de la experimentación pero recurría, siguiendo la misma lógica, a lo que algunos estudiosos han llamado experimentos mentales.
Cuesta imaginar cómo procedía Leonardo al ir formulando sus ideas en sus tantos cuadernos, las relaciones que buscaba establecer, lo que deseaba delimitar, crear, explicar, demostrar. Martin Kemp proporciona un esbozo de este proceso a partir de un caso concreto, vale la extensión: “los diagramas tienen una calidad improvisada, empiezan con algunos movimientos formales muy estándar y luego son retomados con una serie de líneas especulativas que no sólo expresan lo que Leonardo piensa sino que sugieren nuevas conjunciones por sí mismas. Hay un sentido de búsqueda autopropulsada, llevada a una velocidad y una densidad que en ocasiones hacen muy difícil volver a trazar lo que él estaba intentando. Cuando algo significativo parece estar emergiendo —sobre todo en su búsqueda de equivalencias de áreas rectilíneas y curvilíneas— añade algunas rápidas líneas de sombreado de manera que a las área así designadas les confiere un estatus especialmente empático. Ocasionalmente algunas líneas son dibujadas como una hilera de puntos, cuando quiere que desempeñen algún papel en la construcción, quedando diferenciadas del resto de las líneas principales de la figura. Usa letras para denotar algunos puntos, guiones, vértices y áreas de manera común pero con mucha moderación. Es sólo cuando ha llegado a cierto punto de resolución que añade una serie completa de letras y una nota de acompañamiento, llevándonos a través de la secuencia de movimientos a la demostración o prueba”.
Finalmente, en la comprensión del proceder de Leonardo emerge algo que me parece fundamental: el entender cómo las imágenes que se quieren ver como meros reflejos de la naturaleza, ya convertida en sinónimo de realidad, son en realidad construcciones, imágenes que incluso quien mire directamente lo dibujado no podría encontrar. Lo dice claramente en su tratado de anatomía: “tú pretendes que vale más ver practicar la anatomía que mirar mis dibujos: tendrías razón si fuese posible ver todos los detalles que mis dibujos presentan en una sola figura, en donde incluso con todo tu talento no verás ni reconocerás más que algunas venas. Para adquirir un conocimiento justo y completo yo disequé más de diez cadáveres, destruyendo todos los demás elementos, quitando hasta las más pequeñas partículas de carne que las rodeaban, sin otro sangrado que el de las venas capilares, imperceptible. Un solo cadáver no habría durado suficiente tiempo, era necesario proceder con varios, por grados, para llegar así a un conocimiento completo, lo cual hice dos veces para verificar las diferencias [...] A pesar de tu amor por tales investigaciones, puedes ser alejado por la nausea; si ésta no te aleja, sería por el miedo de pasar las horas de la noche en compañía de esos cadáveres cortados, desollados y horribles. Y si eso no te aleja, quizá no tendrás el don gráfico necesario para la interpretación dibujada. Y si supieras dibujar, quizá te faltaría el conocimiento de la perspectiva; y si lo tuvieras, sería el sentido de las explicaciones matemáticas y el método para calcular las fuerzas de la energía muscular, o quizá sería la paciencia lo que te faltara o no serías diligente”.
Sus dibujos son, innegablemente, verdaderos compendios, cristalización de formas de conocer separadas hasta entonces y vueltas a separar después. El pensamiento visual es quizá lo más singular en Leonardo, la manera como su obra se impregna de este proceder, de este pensar y hacer, abriendo vías a la creación, a la comprensión, al sentir. Su vida y su obra dan fe de ello y quinientos años no han borrado tal ímpetu, seguimos admirados. Su conclusión al párrafo anterior es elocuente: “si tuve o no todas esas cualidad, los ciento veinte libros que he compuesto lo decidirán. No me dejé frenar ni por la avaricia ni por la negligencia, solamente por el tiempo. Adiós”.
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Nota Todas las citas fueron traducidas por el autor. |
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Referencias Bibliográficas
Chastel, André. 1952. Léonard de Vinci par lui-même. Textos compilados y traducidos por A. Chastel. Nagel, París. Gille, Bertrand. 1964. Les ingénieurs de la Renaissance. Seuil, Points, París, 1978. Gould, Stephen Jay. 1998. Leonardo’s Mountain of Clams and the Diet of Worms. Three Rivers Press, Nueva York. Kemp, Martin. 2004. Leonardo. Oxford University Press. _____2006. Leonardo Da Vinci. Experience, Experiment and Design. Princeton University Press, Princeton and Oxford. Steiner, George. 2001. Grammars of Creation. Yale University Press. Valery, Paul. 1957. Introduction à la méthode de Léonard de Vinci (ensayos escritos entre 1894 y 1929). Gallimard Folio, París, 1998. Vinci da, Leonardo. 1498. Tratado de la pintura. Andrómeda, Buenos Aires, 2004. |
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César Carrillo Trueba Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México. Es biólogo egresado de la Facultad de Ciencias, unam y es maestro en Antropología Social y Etnografía por la École de Hautes Études en Sciences Sociales, París, en donde actualmente prepara el doctorado en Antropología Social. Es editor de la revista Ciencias y autor de los libros El Pedregal de San Ángel, Nacho López. Los rumbos del tiempo, La diversidad biológica de México, Pluriverso, un ensayo sobre el conocimiento indígena contemporáneo y El racismo en México, así como de numerosos artículos de divulgación científica publicados en revistas nacionales e internacionales. |
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