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Luis Zambrano
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Un experimento que comienza con la meta de pescar en quince días más de 400 toneladas en un lago, suena ambicioso. Pero los holandeses se caracterizan por ser ambiciosos y, en 1990, decidieron sacar 75% de la biomasa de peces del lago Wolderwijd (los holandeses también se caracterizan por usar palabras impronunciables para nombrar sus lagos). El experimento buscaba entender las bases de la biomanipulación que es una técnica utilizada para restaurar ecosistemas. La biomanipulación consiste en modificar la estructura de la red trófica acuática con el fin de reducir las cantidades de algas que son las que hacen que el agua de un lago se vea verde y que a nadie le gustan (excepto a los asiduos visitantes a los lagos de Chapultepec que reman alegremente en una sopa de chícharos sin que eso les importe). Contrario a la teoría tradicional, que sugiere que lo verde de las algas sólo se podía reducir quitándoles su “alimento” (el fósforo), estos investigadores buscaron reducir las algas aumentando sus depredadores (el zooplancton); para ello la táctica fue remover a los depredadores del zooplancton: los peces.
El proyecto funcionó muy bien durante la primavera de 1991, el agua estaba transparente, pocas algas y mucho zooplancton, pero para el verano el experimento ya era un desastre. El agua estaba verde y la cantidad de zooplancton era muy baja. La explicación es que había llegado un nuevo rey: un camarón nativo que también devoraba zooplancton. La cantidad de camarones había aumentado pues su depredador, la perca (un pez también nativo), había sido una de las especies pescadas dentro del programa de biomanipulación. Libre de depredadores el camarón holandés podría crecer a sus anchas en el lago.
Este resultado mostró a muchos investigadores que los sistemas ecológicos son complejos y que no siempre aparecen las respuestas esperadas, aun cuando uno comprenda todas las variables que regulan un sistema. Pero hablar de sistemas poco predecibles no era nuevo, ya desde los años sesentas, en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT en inglés), Edward Lorenz había descubierto la complejidad del clima utilizado una de las computadoras más poderosas del momento. Lorenz se dio cuenta que aun cuando un modelo fuera muy completo para predecir el clima era imposible obtener una predicción precisa, puesto que un cambio muy pequeño (menor a una milésima) en la parte inicial de una variable del modelo generaba respuestas inesperadas en el resultado final. Este modelo fue la piedra angular de lo que hoy conocemos como la teoría del caos. Desde entonces sabemos que el clima que tenemos hoy está regulado por dinámicas caóticas, que son poco predecibles, lo cual no significa que sean totalmente al azar.
En este tipo de resultados se basan las investigaciones que hoy se conocen como dinámicas no lineales. Para saber que son estas dinámicas es más fácil definir las dinámicas lineales, que son aquellas en las que su resultado es directamente proporcional a las variables que la conforman; es decir, si las variables aumentan un poco, el resultado aumenta un poco. Mientras en las dinámicas no lineales el resultado de un grupo de ecuaciones no es directamente proporcional. Así, un cambio muy pequeño en las variables de una ecuación puede generar cambios gigantescos en la respuesta o bien un cambio muy grande en las variables explicativas puede no afectar la respuesta en lo más mínimo.
Así, cuando se busca predecir el resultado de un fenómeno sumergido en un sistema complejo (como un ecosistema) se tiene que enfrentar a cuando menos dos fuentes de incertidumbre: por un lado, la gran cantidad de variables que generan un sinnúmero de interacciones (algunas inesperadas como la de los camarones en el lago holandés) y, por otro, el comportamiento no lineal que tienen tales interacciones.
Para solucionar la primera fuente de incertidumbre los estudiosos de los ecosistemas se han abocado a reducir el número de variables. Un lago somero, por ejemplo, podrá tener de tres a diez especies de peces, de diez a quince de plantas, no menos de venticinco de algas, otras tantas de zooplancton y crustáceos y no se diga de insectos. Si uno pretendiera modelar una a una las interacciones de cada una de estas especies, la cantidad de ecuaciones sería inmanejable. Aun cuando uno se atreviera a correr el conjunto de ecuaciones apoyado por el poder actual de las computadoras, los productos de los modelos resultarían muy poco claros, por lo que no sería posible generar una predicción factible. Los modelos serían inútiles.
Uno de los primeros grandes logros en este tipo de estudios fue el darse cuenta de que hay variables (ciertas especies o ciertas interacciones entre especies) que no son muy relevantes, pues el ecosistema sigue funcionando de manera muy parecida, estén o no estén dentro del sistema. Por ejemplo, en los lagos hay especies que, independientemente de su presencia, el agua siempre estará transparente. Pero un cambio muy pequeño en ciertas especies o sus interacciones provoca que todo el ecosistema modifique su dinámica. Desde hace ya varios años se han detectado estas especies a las cuales se les puede llamar especies clave o “ingenieros ecosistémicos”. Es en estas especies en lo que hay que basar las ecuaciones cuando se quiere generar un modelo que prediga la dinámica del lago. También se dieron cuenta de que existen especies que se comportan de manera muy similar y por lo tanto se pueden agrupar como si fueran una. A este grupo se le denomina especies funcionales y se le llama trofoespecies si ocupan el mismo nicho trófico. En los últimos diez años las investigaciones basadas en especies funcionales se han intensificado mucho en la ecología de plantas y recientemente se está moldeando la teoría sobre especies funcionales en animales como los peces.
Para generar estas clasificaciones se tiene que comprender el ecosistema a fondo, así que la experiencia de un naturalista es también decisiva para una construcción correcta de dichos modelos. Es por ello frustrante que, después de mucho trabajo y tiempo dedicado a estudiar y comprender un ecosistema, existan variables que surjan de la nada (como los camarones holandeses) y modifiquen todas las predicciones que se tenían. Pero así son las reglas en la ciencia y son justo tales resultados contrarios a las hipótesis los que confirman la base de las grandes teorías.
Con este tipo de resultados en la biomanipulación y bajo la idea de reducir el número de variables que interactúan, los ecólogos comenzaron a fijarse en las relaciones no lineales que dichas interacciones generaban. De hecho, los ecólogos se comenzaron a fijar en este tipo de dinámicas casi veinte años antes. En los años setentas Sir Robert May, un australiano que posteriormente se fue a vivir a Inglaterra, y ahora es asesor del gobierno británico, había descubierto que las dinámicas caóticas en los modelos climáticos también aparecen en la ecología. Al inicio de su carrera, May trabajó en el modelo de crecimiento poblacional, que era muy sencillo, con tres variables (el número de organismos inicial, su tasa de crecimiento y la capacidad de carga de la población) pero capaz de generar dinámicas caóticas con sólo ir aumentando la tasa de crecimiento por arriba del valor de tres.
Si pueden existir dinámicas caóticas utilizando tres variables en una sola población sin incluir interacciones, ¿qué se puede esperar de múltiples especies con diferentes interacciones que están sujetas a cambios en el ambiente? En lugar de ser un problema que agobie a los ecólogos, esto ha sido una oportunidad magnifica para desarrollar la teoría de sistemas complejos en ecología.
Al principio de los noventas, otro holandés analizaba las relaciones de los lagos a partir de los resultados de sus paisanos y de varios colegas más, pero desde el ángulo de sistemas complejos. Marten Scheffer desarrolló un modelo para describir lo que estaba sucediendo en los lagos, utilizando variables basadas en la cantidad de nutrimentos en el agua, así como de algas, zooplancton y peces. Los resultados de tales modelos cambiaron los fundamentos de la limnología y sugirieron que los lagos tienen una dinámica biestable en lo que se refiere a la columna de agua; en otras palabras, que el agua de los lagos es establemente turbia o transparente. Scheffer utilizó los nutrimentos (los agrupó todos en una bolsa) como variable de perturbación que estaba relacionada con la relación de depredación entre las algas (todas las especies de algas) y el zooplancton (todas las de zooplancton). El cambio en los lagos entre un punto estable y otro es muy repentino y por ello lo denominó “cambio catastrófico” (un apelativo un poco dramático para una teoría científica).
Modelos posteriores sugirieron que no sólo existen dos puntos de estabilidad sino que pueden existir muchos. Un análisis más profundo sobre las respuestas que existen en estos modelos también han ayudado a estudiar la estabilidad de los puntos y la velocidad de los cambios en la dinámica. En los últimos años se ha buscado predecir qué tanto se puede perturbar un ecosistema sin que cambie su estabilidad, en otras palabras, queremos saber qué tan cerca estamos del cambio catastrófico cuando estamos perturbando un ecosistema. De todos estos análisis se popularizó la palabra resiliencia del ecosistema, a tal grado que los políticos la utilizan en cada uno de sus discursos cuando hablan de ecología, pero es difícil asegurar que entiendan el concepto.
En este campo han ido evolucionando los términos en pocos años. Al cambio catastrófico de un sistema estable a otro se le nombra ahora transición crítica. La profundización en este tipo de modelos ha generado una nueva línea de investigación en ecología, la de comprender los ecosistemas como sistemas complejos que pueden presentar dinámicas no lineales y que explican lo poco predecibles que pueden llegar a ser.
Comprender el funcionamiento de los ecosistemas como sistemas complejos también ha ayudado a que la sociedad comience a darse cuenta de que la relación entre humanos y ecosistema no es monodireccional, por el contrario, es bidireccional. En la conciencia social ahora existe la idea empírica de que el afectar la naturaleza tiene consecuencias, pues tarde o temprano la dinámica generada a partir de una perturbación nos afecta en la vida cotidiana; en otras palabras, hasta hace unos años se pensaba que existía una relación lineal y por lo tanto en el manejo de recursos se podía aplicar una suerte de modificación a la tercera ley de Newton: a toda acción hay una reacción inversamente proporcional y en sentido contrario. Por ejemplo, si se construye una carretera se afecta sólo unos cuantos metros del ecosistema (como el número de metros de asfalto que se coloca), lo cual, comparado con la cantidad de hectáreas de toda una cuenca es mínima. La “acción” de una carretera tendría una “reacción” del ecosistema mínima, y que además estaría subsanada con un programa de reforestación impulsado por la constructora.
Las catástrofes recientes en Guerrero y de hace unos años en Chalco y Tláhuac por los huracanes y tormentas tropicales sugieren que esta lógica es errada. A pesar de que la mayoría de las construcciones siguieron estas reglas, plantando al menos tres árboles por cada uno de los destruidos, el ecosistema ha reaccionado de manera muy diferente ante las lluvias torrenciales. En la época de lluvias gran parte del agua se infiltraba al subsuelo, pues los árboles y el pasto funcionan como barrera y esponja a la vez; con árboles en medio era mucho menos el agua que llegaba a las zonas bajas y con menor velocidad. El agua llega ahora en mayor cantidad y con mayor velocidad debido a que en lugar de estos árboles hay concreto que disminuye la fricción del agua y no permite que se infiltre al subsuelo. En cuanto a los árboles reforestados por las compañías, aun cuando todos sobrevivieran (algo que nunca sucede), la gran mayoría de las veces no se encuentran siquiera en la cuenca donde los otros árboles fueron talados. Por lo tanto, la dinámica del ecosistema en ese lugar cambió dramáticamente en época de lluvias a pesar de que la cantidad de árboles talados fuera muy poca comparada con todo el bosque que hubiera alrededor.
La estela de destrucción que dejó el huracán Katrina en Nueva Orleans es quizá el ejemplo mejor documentado sobre el fracaso de dicha ley newtoniana distorsionada que quienes manejan los recursos naturales tienen de los ecosistemas. En esa ciudad la urbanización del delta del Misisipi (con todas las reglas ecológicas que pueden imprimir las leyes norteamericanas) llevó a la destrucción de la ciudad en sólo unos días, por lo que semejante desastre ha llevado a replantear allí el manejo. Así, los nativos de los estados de Louisiana y Guerrero han aprendido que la naturaleza está basada en dinámicas no lineales, que su respuesta puede ser completamente impredecible en el mediano plazo, aun cuando se conozcan la mayoría de sus componentes.
Las dinámicas complejas no se acotan por tanto al funcionamiento del ecosistema, es necesario incluir las dinámicas sociales; la actividad humana es una variable que también cuenta con respuestas no lineales. Las dinámicas sociales son poco predecibles y también han demostrado contar con transiciones críticas a lo largo de la historia. El error ha sido considerar que los ecosistemas y las sociedades son sistemas complejos independientes que sólo interactúan en unos pocos puntos. Es necesario considerar que las sociedades son en realidad sistemas complejos inmersos dentro de un sistema complejo que es el ecosistema. A este binomio el Dr. Manolo Mass del Centro en Estudios en Ecosistemas de la unam le llama socioecosistemas.
El concepto de socioecosistemas, en donde las interacciones del humano y la naturaleza son bidireccionales, ayuda a comprender el triste destino de algunas civilizaciones antiguas, lo cual explica Jared Diamond en su libro Colapso, en donde describe cómo grandes culturas generadas en la península de Yucatán, la Isla de Pascua y Groenlandia se desmoronaron en el pináculo de su civilización. Una de las causas de dicho colapso fue el resultado de las dinámicas complejas resultantes de la interacción que tales civilizaciones tuvieron con la naturaleza. Por el contrario, civilizaciones de Nueva Guinea y la isla de Tikopia lograron mantenerse a lo largo del tiempo, todo lo cual sugiere que el destino humano depende de su relación con la dinámica del ecosistema. Los seres humanos estamos generando constantemente dinámicas sociales muy complejas que interaccionan en un sistema complejo (el ecosistema) del cual dependemos para sobrevivir, y el resultado de todas estas interacciones es poco predecible.
Es impensable considerar que existe un ecosistema prístino en el planeta, como también es impensable una sociedad aislada de las repercusiones que pueden tener los cambios en la dinámica del ecosistema, cambios que en su mayoría fueron provocados por la misma sociedad a lo largo de su historia. Puesto que los cambios en la naturaleza son de gran magnitud (deslaves, sequías, huracanes y el mismo cambio climático), la tecnología no puede reducir sus efectos para mantener la calidad de vida humana. De hecho, la misma tecnología genera más modificaciones en la dinámica de los ecosistemas, por lo tanto, aun cuando pueda actuar amortiguando algún cambio ecosistémico estará produciendo otros cambios en la dinámica del ecosistema que la pueden modificar todavía más, generando el efecto contrario al deseado; por ejemplo, la tecnología se ha volcado a producir automóviles eléctricos o eficientes en gasolina para reducir la contaminación ambiental, pero ha provocado que, al ser más barato no utilizar gasolina, se incremente el uso del automóvil y se genere contaminación por las baterías empleadas.
Uno de los problemas más grandes que tenemos es que, aun cuando es evidente la complejidad de la dinámica natural y social, la inercia en la economía y la política no ha permitido que dicho concepto se encuentre presente en los planes de manejo y desarrollo. Esta visión lineal está incluso en las leyes de conservación en México, pues se indica que si se tira un árbol para hacer una construcción se tiene que plantar en promedio tres más, considerando así que la naturaleza, lejos de ser afectada, hasta se beneficia. Tal lógica permite justificar el destruir un bosque con árboles de treinta metros de altura pues se reforestará en algún otro lugar con árboles de 1.5 metros, pero es evidente que no funciona, ya que debido a este tipo de leyes, en el Distrito Federal perdimos, únicamente en el sexenio pasado, cuando menos 500 000 árboles por construcciones viales e inmobiliarias.
El complejo sistema social genera discordancias en nuestra relación con el ecosistema. Un mismo gobernante puede hacer un discurso sobre lo importante que es la conservación de un lugar y unas semanas después justifica la autorización de la construcción de una carretera que pasará por encima de ese lugar recurriendo a la palabra desarrollo. Recientemente esta esquizofrenia ha producido documentos gubernamentales que justifican construcciones, que evidentemente destruirán un ecosistema, pero son presentados con argumentos a favor de la conservación de la naturaleza.
Nuestras sociedades están buscando permanentemente crecimiento (económico, poblacional o de infraestructura), al cual se le sinonimia con la palabra desarrollo. Pero este crecimiento perturba el socioecosistema, generando resultados impredecibles, que en su mayoría son indeseables para la calidad de vida de los humanos. Por lo tanto, el crecimiento económico o de infraestructura no necesariamente genera calidad de vida y se le debería de desasociar por completo de la palabra desarrollo.
La visión lineal del manejo de los ecosistemas subyugada por el crecimiento económico debe dejar de ser el paradigma por medio del cual nos relacionamos con la naturaleza.
La evidencia de las relaciones no lineales, tanto en la naturaleza como en la sociedad, indica que ambas (naturaleza y sociedad) están inmersas en un mismo sistema complejo que debemos de comprender y analizar, pues la mayoría de las veces genera resultados totalmente impredecibles. En especial ahora que estamos enfrentando el cambio climático.
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Referencias bibliográficas
Diamond, Jared. 2007. Colapso. Ed. De bolsillo, Madrid.
Ernstson, Henrik, et al. 2010. “Urban Transitions: On Urban Resilience and Human-Dominated Ecosystems”, en AMBIO, vol. 39, pp. 531–545. Gleick, James. 2012. Caos: la creación de una ciencia. Planeta, Barcelona. Meijer, M. L., et al. 1994. “The consequences of a drastic fish stock reduction in the large and shallow Lake Wolderwijd, The Netherlands. Can we understand what happened?”, en Hydrobiologia, vol. 275/276, pp. 31-42. Scheffer, M. 1998. Ecology of Shallow Lakes. Chapman and Hall, Londres. |
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Luis Zambrano
Instituto de Biología,
Universidad Nacional Autónoma de México. Es doctor por el Instituto de Ecología de la UNAM y estudió un posdoctorado en Wageningen Agricultural University en Holanda. Sus líneas de investigación son la ecología de redes tróficas y comunidades acuáticas para generar modelos de restauración. Actualmente es el titular a cargo del Laboratorio de Restauración Ecológica de la unam, desde 1997 es miembro fundador de la Sociedad Mexicana de Limnología, y en el 2013 fue nombrado Secretario Ejecutivo de la Reserva Ecológica del Pedregal de San Angel de la UNAM. |
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como citar este artículo →
Zambrano, Luis. (2014). La complejidad de los socioecosistemas. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 16-23 [En línea]
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del tintero |
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La economía
es una ciencia
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Juan Gelman
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En el decenio que siguió a la crisis
se notó la declinación del coeficiente de ternura
en todos los países considerados
o sea tu país mí país los países que crecían entre tu alma y mi alma de repente duraban un instante y antes de irse o desaparecer dejaban caer sábanas llenas de nuestros sexos que salían volando alrededor como perdices quiere decir que cada vez que hicimos el amor dejábamos nuestros sexos allí? y ellos seguían vivitos y coleando como perdices suavísimas? qué raro mirá que lavábamos las sábanas con subordinación y valor para que los jugos de la noche pasada no inauguraran el pasado y ningún pasado pusiera una oficina entre nosotros para ordenarnos el hoy porque el alma amorosa es desordenada y perfecta tiene mucha limpieza y lindura se necesita todo un Dios para encerrarla como le pasó a don francisco que así pudo cruzar la agua fría de la muerte es bien raro eso de nuestros sexos volando pero recuerdo ahora que cada vez que yo entraba en tu sexo y me bañaban tus espumas purísimas con impaciencia y dulzura y valor me parecía oir un pajarerío en el bosque de vos como amor encendiendo otro amor o más, es cierto que cada vez nuestros sexos resucitaban y se ponían a dar vueltas entre ellos como maripositas encandiladas por el fuego y se querían morir de nuevo buscando incesantemente la libertad y había un país entre la vida y la muerte donde todo era consolación y hermosura y no poseíamos nuestro corazón y nuestros sexos se perdían como almas en la noche y nunca más los volvíamos a ver para entender estudio los índices de la tasa de inversión bruta los índices de la productividad marginal de las inversiones los índices de crecimiento del producto amoroso otros índices que es aburrido hablar aquí y no entiendo nada la economía es bien curiosa al pequeño ahorrista del alma lo engañan en wall street los sueldos de la ternura son bajos subsiste la injusticia en el mercado mundial del amor el aprendiz está rodeado de nubes que parecen elefantes eso no le da dicha ni desdicha en medio de las razones las redenciones las resurrecciones se lleva el alma a la nariz para sentir tus perjúmenes estoy viendo volar los pajaritos que te salían del sexo mejor dicho de más allá todavía de todo lo que valías o brillabas o eras y dabas como jugos de la noche. |
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Juan Gelman
Poeta argentino (1930 - 2014). |
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como citar este artículo →
Gelman, Juan. (2014). La economía es una ciencia. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 142-143. [En línea]
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David Lorente y Fernández
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La alteración de los ciclos climáticos es percibida
e interpretada por los pueblos indígenas de manera sustancialmente diferente a como lo hacen los estudiosos del cambio climático en la sociedad occidental. Un buen ejemplo por su cercanía es la relación que los pueblos de origen nahua de Texcoco sostienen con “El Tláloc”, la estatua de piedra situada en el exterior del Museo Nacional de Antropología. La figura de “El Tláloc” supone la parte más “visible” de una teoría nativa regional —aunque no exenta de variaciones— sobre los cambios experimentados por el clima y especialmente las lluvias, tanto en esta región como en la ciudad de México, durante las últimas décadas. Para profundizar en esta concepción hay que examinar el contexto histórico y cosmológico que fundamenta las creencias y prácticas de los pobladores de la región, lo que exige acudir tanto a las fuentes documentales como a las observaciones y testimonios etnográficos recabados durante una investigación de campo prolongada.
La estatua al exterior del Museo —de la que hay opiniones encontradas sobre si se trata del dios pluvial o de su consorte Chalchiuhtlicue— tiene una larga historia en el área de Texcoco y el oriente del valle de México. Los dos principales enclaves que conciernen a la estatua son la sierra o montaña de Texcoco, constituida por cinco comunidades nahuas, y la población, más urbanizada, de San Miguel Coatlinchán. Aunque la sierra comprende de 2 700 a 4 120 metros de altitud que tiene la cima del Monte Tláloc, y Coatlinchán se extiende al nivel de la llanura, entre ambos sitios hay sólo unos pocos kilómetros de distancia, pues geográficamente se encuentran muy próximos uno del otro. La sierra de Texcoco y El Tláloc
Quizá desde la época tolteca, una imagen pétrea del dios de las aguas presidía la serranía situada en las estribaciones superiores de la Sierra Nevada. La importancia de la estatua debió ser tal que llevó al religioso dominico Diego Durán a escribir: “Llamaban el mesmo nombre de este ídolo [Tláloc] a un cerro alto que está en términos de Coatlinchán y Coatepec y, por la otra banda, parte términos con Huexotzinco. Llaman hoy día a esta sierra Tlalocan, y no sabré afirmar cuál tomó la denominación de cuál: si tomó el ídolo de aquella sierra, o la sierra del ídolo. Y lo que más probablemente podemos creer es que la sierra tomó del ídolo, porque como en aquella sierra se congelan nubes y se fraguan algunas tempestades de truenos y relámpagos y rayos y granizos, llamáronla Tlalocan, que quiere decir ‘el lugar de Tláloc”.
La actual sierra de Texcoco ocuparía precisamente dicha región llamada Tlalocan. En la cima del Monte Tláloc se hallaba el templo consagrado al dios, un patio cuadrado con un muro al que se accedía por una larga calzada. La estatua referida estaba en el centro, rodeada por una serie de figurillas identificadas con los cerros circundantes. Allí, en la fiesta de Huey tozoztli, hacia el 29 de abril, los gobernantes de la Triple Alianza —Moctezuma de Tenochtitlán, Nezahualpilli de Tetzcoco y los reyes de Tlacopan y Xochimilco— subían por la calzada con un niño de seis o siete años en una litera, que era sacrificado por sacerdotes ante la estatua de Tláloc. Permanecían hasta que la comida y las plumas se pudrían con la humedad; el resto lo enterraban y tapiaban el templo hasta el año próximo, pues carecía de sacerdotes permanentes. Contamos, gracias a Bautista Pomar, con una descripción de la figura: “de piedra blanca y liviana, semejante á la que llaman pómez […], labrado á la figura y talle de un cuerpo humano, sin diferencia ninguna. Estaba sentado sobre una loza cuadrada, y en la cabeza, de la misma piedra, un vaso como lebrillo”. Destaca que, durante la época prehispánica e incluso la colonial, la estatua fue objeto de continuos robos, destrucciones y restituciones, de modo que los habitantes de la región se familiarizaron con su presencia o ausencia del monte por ciertos periodos. En el Proceso Inquisitorial del Cacique de Texcoco se dice que: “en tiempo de las guerras antiguas entre Guaxocingo, y México y Tlascala y Texcuco, los de Guaxocingo, por hacer enojo a los de México, habían quebrado el dicho ídolo Tlaloc en la dicha sierra; y que después su tío de Montezuma, que se decía Auizoca […] lo hizo adobar y poner […] y después lo tornaron a tener mucha reverencia y veneración, porque era muy antiquísimo”. Bautista Pomar refiere también cambios y restituciones, pero de otra índole: “dicen que Netzahualcoyotzin por reverencia de este ídolo hizo el otro de que se ha tratado, poniéndolo en el […] templo principal de esta ciudad, en compañía de Huitzilopuchtli, y que Nezahualpitzintli, su sucesor, por mejorar al ídolo de piedra que estaba en el monte, mandó hacer otro mayor, de piedra negra y más dura y pesada, de la grandeza y estatura de un cuerpo humano, y quitar el antiguo y poner éste en su lugar. Y que andando el tiempo fue hecho pedazos por un rayo que dio en él, y atribuyéndolo á milagro, tornaron á poner el otro antiguo, desenterrándolo de donde lo tenían enterrado cerca de allí; y á éste hallaron en tiempo de D. Fr. Juan Zumárraga [1539], primer arzobispo de México, pegado [en] el un brazo con tres gruesos clavos de oro y uno de cobre: que haciéndolo pedazos por su mandato se los quitaron”. Gracias a fotografías del alpinista Guillermo Ortiz, sabemos que restos de la escultura se hallaban todavía en la cima en 1928. Por otro lado, y al margen de la destrucción que hizo del sitio, en 1539, el arzobispo Zumárraga, los sacrificios de niños tuvieron lugar hasta fechas relativamente recientes pues, según Wicke y Horcasitas, el último del que se tiene noticia fue realizado en la cima del monte en 1887. La gente de la sierra mantiene hoy un vínculo estrecho con este lugar. Según un mito narrado en la región, fue Nezahualcóyotl quien erigió el santuario en la cima del Monte Tláloc, en una época primigenia y oscura, anterior al primer amanecer; personificado como un gigante de enormes brazos, construyó las “calles y callejones”, esto es, los vestigios arqueológicos que aún se conservan. Posteriormente, lanzando piedras hasta la ciudad de México, construyó el Templo Mayor de Tenochtitlán: “eran del tamaño de su hombro, nomás con una mano ya las tiraba hasta allá, de noche lo hacía”. Es significativo que Nezahualcóyotl erigiera precisamente los dos lugares donde se veneraba a las principales estatuas de Tláloc: el santuario de la cima y el de Tenochtitlán. Una vez concluida su obra, pasó a un estado latente y quedó petrificado en dos lugares: en la estatua del monte, a la que los vecinos conocían como el “molcajete” de Tláloc, quizá por la cavidad que presentaba en la cabeza, y en una roca menor, también de la cima, de un metro y medio de alto, donde “el rey estaba retratado”, y a la que, por su relación con la estatua–molcajete, los pobladores designaban “el tejolote”. Según el mito, plasmado en ambas piedras y transformado en un rey del mar, traía el agua desde el océano por conductos subterráneos que llenaban el monte como un depósito, de ahí brotaba en manantiales que irrigaban los campos y emergía en forma de nubes de un pozo de su cima, repartiéndose la lluvia “hacia todas las entidades”, es decir, las regiones circundantes. El rey del mar Nezahualcóyotl se servía de los ahuaques o espíritus dueños del agua para controlar el caudal y la distribución de los arroyos y la dispersión de las nubes de tormenta. Cuando la lluvia se retrasaba en la estación húmeda, los graniceros, especialistas indígenas en el control meteorológico, ascendían a la cima del monte representando a los vecinos de los pueblos e intercedían ante el monarca deificado: se introducían en el pozo de la cima con ofrendas o, de manera significativa, elevaban cánticos y rezos al rey pluvial texcocano, depositando ofrendas y ramos de flores al pie de la estatua y de la piedra que lo “retrataba”. Coatlinchán y la esposa de Tláloc
La presencia de un monolito inconcluso, de siete metros de largo y 168 toneladas, yacente, enterrado sesenta centímetros, en una ladera del paraje denominado Santa Clara, a tres kilómetros de distancia del centro del pueblo de San Miguel Coatlinchán, es conocida desde la época prehispánica. Wicke y Horcasitas realizaron una visita en los años cincuentas y explican que los pobladores designaban como Teolinca, “el sitio de la piedra móvil”, al lugar donde yacía el ídolo acostado, grande como un automóvil, flanqueado por dos piedras menores. Se decía que, al empujarlo con la mano, éste oscilaba hacia adelante y atrás. Alrededor se extendían juguetes de barro, quizá tepalcates o pequeñas ofrendas. Aunque los autores no pudieron visitar el lugar, sugerían que futuras investigaciones mostrarían quizá su relación con las ruinas del Monte Tláloc.
Hasta mediados de 1960, el monolito constituía un importante enclave ritual en la región. Según los pobladores, se trataba de “la diosa de las aguas y las lluvias”, detrás de la cual brotaba un borbollante manantial en la ladera. En ocasiones se le identificaba también con Tláloc. Lo denominaban “la piedra de los tecomates”, por los doce orificios como pocillos que tenía en la parte correspondiente a la boca y que, al estar la piedra acostada, se llenaban de agua de lluvia. Describe Humberto Ortíz, vecino de Coatlinchán: “La estatua estaba en el monte, cerca de nuestro pueblo. ¡Bien bonita! Le decían ‘Piedra de los Tecomates’, porque tenía agujeritos así, huequitos. ¡Y era mujer! ¡Tenía su falda igual! Estaba acostada, tumbada pa’arriba, mirando al cielo, porque sus piecitos y su faldita andaban arriba, y su cabecita andaba abajo (inclinada con el terreno). Estaba grandota. Tenía una tina en su cabeza, de piedra la tiene, yo creo para cuando se bañaba, o quién sabe… Y bajaba mucha agua por allá, donde estaba… bajaba agua limpiecita e iban muchas mujeres a lavar su ropa; nosotros estábamos chamacos y hasta nos bañábamos allí, estaba limpiecita el agua. Y hacía llover... Era la diosa de la lluvia. Luego íbamos por allá echándole cohetes, música, la banda iba tocando por allá, haciéndole su fiesta”. También se le ofrendaba, según se afirma en el pueblo, pequeñas ollitas de barro, “sus trastecitos”. La visitaban los graniceros de Coatlinchán y de las poblaciones aledañas, como Tequexquinahuac, con el propósito de que dispensase copiosa lluvia para sus cultivos “y no lloraran en las milpas los jilotitos tiernos de maíz clamando el agua”. Don Tacho, padre del granicero don Timoteo de Tequexquinahuac, decía que la deidad era capaz de evitar el hambre y el agostamiento de las cosechas debido al retraso o escasez de las lluvias: “la piedra, el Tláloc, es una piedra que está viva, tiene alma, la piedra tiene corazón; se conmueve si uno le reza y le da su ofrenda, por eso nos da el agüita, la alegría de la semilla”. Era concebida como dadora de vida, una divinidad petrificada pero no por ello carente de poder y capacidad de acción. También, significativamente, en la iconografía mexica el glifo para indicar la piedra era un “corazón”. Para entregar las lluvias, el monolito se servía, de acuerdo con el granicero, de ciertas entidades menores llamadas en la zona “chanates”, los espíritus del agua. El 3 de mayo, día de la Santa Cruz, al monolito lo visitaban distintos grupos de graniceros que realizaban las principales rogaciones pluviales ese día para toda la temporada; allí “abrían” el temporal y velaban por una correcta distribución de las precipitaciones en toda la comarca. Si éstas escaseaban, y peligraban los cultivos y pasturas, acudían también campesinos y pastores desde poblaciones más alejadas, como de Tepetlaoxtoc, para “arrojarle piedras al ídolo” y exigirle que lloviera. Su traslado a la ciudad de México
El monolito de Coatlinchán fue trasladado al Museo Nacional de Antropología el 16 de abril de 1964. Se trató de un proyecto concebido por el presidente Gustavo Díaz Ordaz dirigido a seleccionar una pieza representativa de las antiguas culturas de México que sirviera, además, para magnificar la espectacularidad del nuevo museo. Las actividades orientadas a preparar el traslado se prolongaron varios meses e implicaron abatir parte de la vegetación del paraje donde estaba la figura y revestir de tepetate los caminos del pueblo para permitir el acceso de “una plataforma descomunal que tenía 200 llantas y estaba conducida por dos tractores”, según recuerdan los habitantes.
Tras una serie de informaciones confusas, la evidencia e inminencia del traslado detonó la emergencia de dos versiones confrontadas de los acontecimientos, en una suerte de diálogo de sordos. Mientras el gobierno federal, desde una visión patrimonial, otorgaba al monolito un valor estético e histórico—cultural: una pieza prehispánica que representaba a la deidad masculina de la lluvia, Tláloc y, mediante ella, la grandeza de un pasado extinto y en cierto modo idealizado, que sustentaba el proyecto político de un Estado nacionalista; en la región el ídolo no era un objeto que remitiese a otra cosa, instancia abstracta provista de valores simbólicos, sino la encarnación física e inmediata de una divinidad, inscrita en el sistema cosmológico vigente. Más que un tesoro de la historia digno de ser preservado, era una entidad “viva”, activa, dotada de subjetividad, conciencia, emociones, dadora de vida y necesitada de ser nutrida con ofrendas o con la “fuerza” transmitida en las fiestas; algo muy lejano, pues, a la noción museística de la estatua como “obra de arte” o “representación”. Un interesante contraste entre ambas percepciones fue la denominación que le asignaban. Lo que en la visión patrimonial era Tláloc, el dios de la arqueología y los códices, en la percepción regional era la diosa de las aguas terrestres y celestiales (“no es Tláloc, no es Tláloc. ¡Es mujer!”, gritaba la población corriendo detrás del tráiler cuando se la llevaban). El valor que el Estado le otorgaba pareció confirmar o intensificar el que le asignaban los propios habitantes. Como contraprestación por el “traslado”, el gobierno federal ofreció a la población obras públicas y de beneficio social —escuela, centro de salud, carretera y una réplica del monolito, que no llegaría sino hasta 2007—, pero el acto de desposesión fue percibido, debido al valor intrínseco e insustituible que le atribuían los pobladores, como una rapiña. La situación, en términos de Bonfil Batalla, hacía manifiesto un conflicto de entendimiento y propósitos entre sectores pertenecientes a un México “imaginario” y un México “profundo”, respectivamente, el noble pasado prehispánico y el indio vivo y negado, las versiones divergentes de la rea--lidad nacional, la identidad étnica del país y la historia. Según los pobladores de Coatlinchán, aquella noche se reunieron algunos de los graniceros locales para enfrentar lo que veían como una agresión exterior y tratar de preservar el monolito. Las versiones de lo ocurrido dicen que algunos vecinos trataron de destruir la plataforma y ciertamente la dañaron, mientras que la noche anterior otros cortaron los cables de acero que sujetaban la “piedra”. La memoria colectiva conserva la imagen de la llegada de los soldados como respuesta a la defensa que, con palos, palas y herramientas, hizo de ella la población: “todo el pueblo, por donde quiera, había cercado de soldados, puros federales… la mandó a traer un presidente y no la querían dar”. La resistencia y los saboteos reiterados de los esfuerzos por estibarla en la plataforma se vieron frustrados. “La bajaron y se la llevaron. La plataforma con cientos de llantas, la piedra y dos tractorzotes que la jalaron pasó por allí por el pueblo…”. El avance hacia la capital y la lenta marcha del tráiler, bajo un intenso aguacero —la estatua acostada— por el Paseo de la Reforma, figura en las fotografías de los periódicos de la época y es parte importante de los relatos y descripciones actuales: “no se quería ir, por eso llovía, era como un aviso, una advertencia; no quería dejar su lugar la piedra, la diosa de la lluvia”. La noticia de la ausencia de la estatua de Coatlinchán se difundió por la región, incluso en comunidades de Texcoco, como las de la sierra, cuyos pobladores nunca habían visto físicamente la estatua en su lugar original. Cambio climático en la llanura y Coatlinchán
El clima del área de la llanura, definido como templado semiseco con precipitaciones en la estación húmeda, de junio a octubre o noviembre, se vio radicalmente afectado, según sus habitantes, hacia mediados de 1960. Un primer indicio fue la disminución del caudal de los manantiales. Explica un anciano: “no estaba abandonada la piedra aquí. ¡En Chapultepec está abandonada! Aquí la cuidaban, la limpiaban allí en su ladera, y en ese tiempo estaba bien bonito porque bajaba agua. Ya se acabó el manantial de arriba, no baja el agua. Estaba donde pasa el río, en ese tiempo estaba regado. Hoy baja muy poquita, se ha ido secando”. La ausencia del monolito se asoció en un inicio con la disminución de los arroyos.
No obstante, se cree que fueron las precipitaciones —tanto su volumen y regularidad como la fertilidad atribuida al agua de lluvia— el rasgo más acusado de los trastornos climáticos. Dijo un campesino de la localidad: “llovía mucho acá… Ya ve que era la diosa de la lluvia. ¡Y ahora no, ahora llueve mucho en México! ¡Se están inundando! ¡Pues que se la traigan para acá! Luego a mediodía bajaban las barrancas llenas de agua, ¡ríos! ¡Llovía mucho! A las doce del día o la una ¡qué aguaceros! Y ahora no, ya cae poco”. El hombre se giró y señaló la reproducción de la estatua que, en mayo de 2007, fue ofrecida al pueblo por el gobierno local de Coatlinchán: una réplica de siete metros de alto y 75 toneladas hecha de hormigón y una estructura de varillas, situada en la fuente de la plaza mayor, que seguía la misma lógica museística según la cual el ídolo constituía una pieza destacable por su morfología y sus dimensiones. “Ahora está en Chapultepec, ¿no? Pues la hubieran puesto aquí, y no ésta. ¡Hubieran de quitar ésta y que se la lleven! ¡Y que dejen la que estaba aquí, la efectiva, la efectiva de acá! Volvería a llover. Le digo, cuando estaba acá ¡cómo llovía, cantidad que llovía! ¡Hartísimo! En el campo, todo lo que se sembraba se lograba. Crecían los elotes grandotes, el frijol, la cebada, de todo. Pero llovía mucho. Y ahora ya no… Mi papá me llevaba a sembrar las milpas y siempre se daba el maíz, el frijol, bien mojado estaba porque llovía harto, y ahora ya no. ¡Ya no se dan los cultivos de antes! ¡Ya casi ya no llueve, hay mucha sequía!”. Los indicadores del cambio climático y la disminución pluvial radicaban, para los habitantes, principalmente en las siembras: en los cultivos que prosperaban y los que dejaron de darse. Las flores —tulipán, pompón, crisantemo, clavel— que se sembraban en los terrenos del pueblo con propósitos comerciales acusaron la ausencia de la humedad del suelo y comenzaron a debilitarse; el floricultivo se extinguió. La ausencia de campos irrigados por la lluvia afectó igualmente al frijol y la cebada, que requieren agua abundante al comenzar su desarrollo; por su parte, el maíz nacía pequeño y débil, con frutos más chicos. Dado que en la zona se atribuye al agua de lluvia no sólo la humedad del terreno sino una fuerza genésica potencial que insufla en las plantas fertilidad, la reducción pluvial derivó en el enanismo de los frutos, que crecían raquíticos y no llegaban a desarrollarse por completo. Al comienzo surgió una respuesta local a este problema y hacia 1970 - 1980, de acuerdo con la investigadora Carmen Anzures y Bolaños del inah, se observaban ofrendas de velas y objetos de barro al pie del monolito en el Museo Nacional de Antropología, señal de que la actividad ritual se había desplazado a la urbe y tenía lugar in situ. Ciertos especialistas trataron de redirigir las lluvias llevándole las ofrendas requeridas a la diosa de las aguas, pues no tuvo el efecto deseado. Los años siguientes las comunidades de la llanura próximas a Coatlinchán continuaron llevando a cabo sus peticiones dirigiéndose, en el mes de mayo, a los cerros circundantes y por medio de ellos al Monte Tláloc, para propiciar el aumento de las lluvias. Tales prácticas, visibles y públicas en ciertos pueblos de la región, implican la utilización por los graniceros de pequeñas jícaras rojas o “tecomates” —lo que parece evocar los doce pocillos característicos por los que se conocía a la estatua de la diosa como “piedra de los tecomates”. Los graniceros los llenan como depósitos para simbolizar “el agua del mundo” y les agregan borlas de algodón que semejan las nubes encargadas de distribuirla; de igual forma, se considera que los “chanates” o espíritus encargados de repartir el agua en la zona, regidos por la diosa, portan en sus cabezas dichos recipientes con los que vierten la lluvia desde el cielo. No obstante, los campesinos consideran que el avance de la sequía es ostensible en la región, ya que las lluvias caen en abundancia únicamente donde se encuentra la figura. Comentarios recientes sugieren una concepción de corte mesiánico que atañe a una de las piedras menores que flanqueaban a la estatua cuando se encontraba en su paraje original. Se dice que el Tláloc varón permanece aún allí cerca de donde sacaron la “piedra mujer”, y que amenaza con ir cualquier día a la ciudad de México a buscar a su esposa y traerla de regreso. “¡Queda otra, más chica, como de tres metros, como una losa, pero sí se ve algo de figura de ídolo! Puede que vaya a buscar a su esposa y nos la traiga”. Alteraciones climáticas en la sierra
La noticia del traslado llegó a la sierra en forma vaga; se supo la versión oficial de que una estatua de “Tláloc” había sido extraída de la zona y llevada al Museo Nacional de Antropología. En muchos casos, de acuerdo con los testimonios, se desconocía el lugar exacto del hallazgo y dónde estaba ahora confinada. La experiencia histórica presente en la memoria colectiva contribuyó a llenar el vacío, resignificando al suceso en términos conocidos en la sierra. Dijo una anciana de Amanalco: “porque sí la bajaron, la piedra de allá, de Tláloc, del Monte. Eso sí no sé dónde se la llevaron… No, yo no sé, ni la conozco. Yo no sé más que se la llevaron, pero por comentarios… Y también creo había un molcajete, o no sé, pero habían cosas y se lo llevaron”. Un hombre de Santa Catarina añadió: “se lo llevaron al Tláloc… pues dicen que el Gobierno, quién sabe cómo se enteraron”.
Que el monolito de Coatlinchán era en realidad la “piedra” mayor de las dos que estaban en la cima del Monte Tláloc y se identificaban con el rey del mar Tláloc—Nezahualcóyotl, el dispensador de las lluvias, fue la versión que elaboraron los serranos. El gobierno se había llevado el “molcajete” y en la cima permanecía únicamente la piedra menor, el “tejolote”. Desde aquí, el Tláloc trasladado no era sino el monolito prehispánico de la cima, quebrado por los pobladores de Huexotzingo “por hacer enojo a los de México” y repuesto por “su tío de Montezuma, que se decía Auizoca”, copiado por Nezahualcóyotl, sustituido y posteriormente repuesto por su hijo Nezahualpilli y destruido en la campaña de extirpación de idolatrías dirigida en 1539 por el arzobispo de México Fray Juan de Zumárraga. Don Cruz, un granicero local, explicó la situación previa al traslado y los efectos de éste: “dicen que más antes su molcajete de Nezahualcóyotl estaba aquí cuando comía, aquí comía él, aquí en el Monte Tláloc. Y como lo llevaron al museo el molcajete de Tláloc, por eso cada rato, cuando comienza a llover, primero llueve en México, en Chapultepec, por eso demasiado descarga allí el agua. Pero antes por eso llovía mucho por aquí por esta parte, y ahorita ya llueve más en México que aquí. Ahorita primero tiene que llover en México, pero por el molcajete que se lo llevaron; en Chapultepec está. Ya lo llevaron su... de Nezahualcóyotl era su éste… Era de ahí”. Y agregó: “el Tláloc no es del arte, no es para Chapultepec, no es para digamos el Museo; eso es para el agua. Por eso cada rato, cuando quiere llover en la Sierra, primero tiene que llover en México”. Su testimonio se correspondía con las concepciones de la población: “pues eso se dice, que se la llevaron y que por eso no llueve, ya no quiere llover”. El clima de la sierra, clasificado como templado subhúmedo en la zona habitada y semifrío subhúmedo en los bosques del Monte Tláloc, comenzó a mostrar alteraciones, según los pobladores, hacia mediados de 1960. Las lluvias comenzaron a retrasarse o a escasear, las heladas a adelantarse o a caer de improviso, el caudal de los manantiales disminuyó y ciertos cultivos dejaron de darse. “Cambió la lluvia, antes llovía mucho, por decir, aquí sembraban en febrero, y en mayo ya estaban las milpitas crecidas, todo el mundo, todo San Jerónimo sembraba su milpa… dejó de llover. Y porque no llueve hay poco capulín, se vienen dando menos”. A juicio de esta mujer de Amanalco también se vieron modificadas las heladas: “antes, cuando iba a helar se veían en el cielo las nubes tendidito, tendidito, como si tuviera olancitos. Era un aviso de la helada: aparece de a poquito, de a poquito, de a poquito; y ya luego viene, un día se pone la nube y cae la helada. Pero ahora no sabemos: ¡nada más aparece la nube de repente, y hela! Y antes no. Antes se anunciaba que ya venían las heladas; ahora el tiempo se ha cambiado todo”. La disminución del caudal de los manantiales que tuvo lugar las décadas siguientes al traslado de la “piedra” se asoció en un primer momento con la ausencia del Tláloc. El sistema de regadío vigente desde la época de Nezahualcóyotl, quien además de diseñarlo dictó las leyes para su gestión, redujo su caudal de forma visible debido, entre otros factores, a que algunos manantiales fueron entubados para abastecer de agua a la ciudad de Texcoco, una tendencia comenzada hacia 1935. La producción de flores ornamentales se vio reducida y la población comenzó a comprarlas y revenderlas en lugar de sembrarlas. La agricultura de subsistencia también se resintió: “antes había más frutales en las casas, pasaba un cañito y regaba las plantas; ahora algunos canales se secaron”. Dado que el agua terrestre fluía del Monte Tláloc por conductos subterráneos y afloraba como manantiales, el traslado de la estatua, de acuerdo con la concepción de los pobladores, repercutió en la distribución regional del riego. La separación de las dos “piedras” de la cima y, por tanto, la “división” en dos de Tláloc–Nezahualcóyotl, provocó un debilitamiento del reparto y, según un granicero de la zona, el nivel de agua que se veía al mirar por el pozo de la cima del monte era ahora menor (“si viene buena temporada, sube el agua, y si no viene buena, baja; ahora hay menos agua”). El depósito que era el Monte Tláloc no parecía llenarse debidamente. Desde la percepción local, la situación trastocó la agricultura de regadío desde dos puntos de vista: porque el caudal de los arroyos disminuyó, y porque tradicionalmente se suspende el riego al llegar las lluvias bajo el argumento de que “el buen maíz es el que nace y crece gracias al agua del cielo”. El maíz de regadío acusó la escasez de las lluvias, lo que afectó su ciclo de crecimiento y el tamaño de los frutos. Al hallarse el Tláloc en la ciudad, y por ser quien rige las lluvias, los ahuaques dirigían las nubes surgidas del interior del monte primero hasta aquél lugar. Sólo después podía la lluvia restante regresar a la sierra; debía llover primero donde estaba el monarca. Un campesino de Santa Catarina se lamentó: “sacaron una piedra, el Tláloc que llevaron a la ciudad, no sé dónde lo tienen. Estaba acá y llovía más acá, y ahora no. En México llueve y pues sí le quita todo el esmog, pero hace falta que llueva en el campo por las cosechas. En la ciudad na’más le da una limpieza; no sirve el agua allá”. Su traslado se concebía como un despilfarro de los recursos. “Además, cada rato se inunda; debería regresarla el gobierno a su sitio de siempre allá en el Monte”. En 2013, los campesinos de la sierra continúan afrontando la situación realizando peticiones a la otra “piedra” del monte, que se cree comunicada con el Tláloc citadino. “Y ahora que subimos yo le pedí mucho, mucho a Dios que nos mandara agua, que se compadeciera, el dios Tláloc. Todos íbamos por el agua, el agua, por favor, que llueva porque sabemos que otros hermanos van a sufrir, pero pues muchos necesitan el agua. Ay sí, le pedimos mucho, mucho, muchísimo. Sí cayó. ¡Qué inundaciones este año! Y después nos dicen: ahora suban a pedirle que ya no llueva”. Conclusiones
Desde la perspectiva indígena, nociones como “cambio” o “vulnerabilidad climática”, “desastre”, “prevención de riesgos” y otras similares, comunes en el ámbito de la ecología, la geografía o las ciencias sociales, adquieren un significado muy diferente. Quizá el aspecto central y más importante sea la dificultad de interpretar los trastornos experimentados por el clima, que pueden ser entendidos principalmente como cambios en el patrón de precipitaciones, que implica sequía o inundaciones en términos de una separación nítida entre un ámbito atribuido a la “sociedad” y otro a la “naturaleza”, como sucede en la ciencia y en el pensamiento occidental.
Pese a que para los pobladores de Texcoco las alteraciones climáticas son perceptibles y cuantificables empíricamente, pues generan cambios económicos o ecológicos y hay criterios que indican cuándo y cómo se transformó el clima —disminución de los cultivos y reducción de las capas freáticas y los mantos acuíferos—, su concepción de la naturaleza es una construcción cultural sui generis que constituye una extensión del ámbito social. ¿Dónde terminan los límites de la sociedad y dónde comienzan los de la naturaleza, teniendo en cuenta, por ejemplo, que Tláloc-Nezahualcóyotl fue un personaje humano antes de derivar en ancestro deificado dador de lluvia? ¿Cómo clasificar una naturaleza que requiere la intervención humana en forma de ofrendas para actuar y no se rige por una ley inherente y autónoma? Autores como Descola han advertido sobre el hecho de que la dualidad naturaleza—cultura es una construcción particularista occidental, que no puede extenderse universalmente a otras sociedades. En Texcoco encontramos la concepción de una geografía sagrada construida por el hombre en la que, para que las cosas funcionen correctamente, cada elemento debe estar en su lugar; en una noción del cosmos sistémica y jerarquizada los vínculos de interdependencia pueden resultar, en caso de alterarse, sumamente dañinos. No obstante, algo parece ser común en las dos concepciones del cambio climático: es la participación activa y la responsabilidad del ser humano en la producción de los trastornos y desequilibrios y, del mismo modo, su capacidad para modificar el curso de los acontecimientos y revertir las condiciones imperantes. |
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Referencias bibliográficas
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David Lorente y Fernández
Dirección de Etnología y Antropología Social, Instituto Nacional de Antropología e Historia.
David Lorente y Fernández es investigador de la Dirección de Etnología y Antropología Social del inah y miembro del Groupe d’études mésoaméricaines de L’École Pratique des Hautes Études, París. Es autor de La razzia cósmica: una concepción nahua sobre el clima. Deidades del agua y graniceros en la Sierra de Texcoco y desde 2003 realiza trabajo de campo entre los nahuas de la Sierra de Texcoco. |
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como citar este artículo →
Lorente y Fernández, David. (2014). La estatua deTláloc y la inestabilidad de las lluvias. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 108-119. [En línea]
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Laura Elena Juárez Guzmán
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México es considerado mundialmente como un país megadiverso, de gran interés biológico y etnográfico, ya que además de la gran riqueza biológica cuenta con un diverso conocimiento tradicional en sus distintas regiones geográficas. Es por ello que, desde hace varias décadas, la etnobiología ha sido concebida como una disciplina que debiera ser materia obligatoria en todas las universidades en donde se imparten las ciencias biológicas y las humanidades.
El objetivo de varias casas de estudio al incluir la asignatura de etnobiología en su plan de estudios es lograr que los futuros profesionales desarrollen una conciencia sobre la gran importancia que tiene conocer y comprender que la riqueza biológica y cultural de países como México debe ser considerada como la base de un gran potencial económico y de bienestar social generalizado y por lo mismo requiere ser protegida y aprovechada. En este contexto, la etnobiología es definida como el conocimiento y análisis científico para definir, investigar y valorar los saberes tradicionales existentes, en este caso de México, sobre las plantas, animales, hongos y microorganismos, así como la importancia que dicho conocimiento ha tenido y tiene en el desarrollo de la cultura y la economía de las comunidades. Sin embargo, al revisar algunos planes de estudio de universidades que en México imparten la asignatura de etnobiología, nos encontramos con particularidades que dieron inicio a la reflexión objeto del presente trabajo. Por ejemplo, en la carrera de ingeniería en restauración forestal de la Universidad Autónoma de Chapingo, por ejemplo, encontramos en el programa de estudios la asignatura “Etnobiología y uso tradicional de los recursos forestales”, la cual contempla, entre los métodos antropológicos, la observación de esculturas, cerámica, códices, mitos, leyendas, etcétera, así como entrevistas a las personas con mayor conocimiento tradicional biológico (chamanes, parteras, boyeros, leñadores, etcétera). Por su parte, en la Universidad Intercultural Maya de Quintana Roo se imparte la asignatura de etnobiología con el objetivo de que los alumnos conozcan y analicen sus conceptos y metodologías para que pueden definir, investigar y valorar el conocimiento tradicional de acuerdo con la composición étnica de la República Mexicana, principalmente en la zona maya, sobre las plantas y los animales. En ésta se abordan las relaciones que tiene el ser humano con los seres vivos de su ambiente y se trata especialmente la importancia que ese conocimiento tiene en el desarrollo de la sociedad, la cultura, la economía, las formas de aprovechamiento de los recursos naturales y los conceptos de ecología de las comunidades. También se comentan los conceptos de biodiversidad, bioprospección, derecho intelectual, derechos indígenas. De esta forma, se espera que la etnobiología ayude a que los futuros profesionistas desarrollen una conciencia sobre la importancia de saber y comprender que las riquezas biológicas y culturales de nuestro país, y entender cómo éstas pueden protegerse, valorarse y potenciarse. La Universidad del Istmo cuenta con una publicación llamada Etnobiología zapoteca, mientras que en la División de Ciencias Biológicas de la Universidad Autónoma de Tabasco manifiestan en la presentación de la asignatura de etnobiología que, “el manejo de ambientes y organismos ocasionan por lo general una reducción de la diversidad biológica en el nivel de comunidades o poblaciones. Sin embargo, entre los pueblos indígenas, que son los habitantes y usuarios de las áreas con mayor diversidad biológica en el mundo, se han documentado excepciones, ya que suelen manejar los ambientes locales de manera tal que mantienen o aumentan la diversidad de formas vivientes”. Como podemos observar en estos ejemplos, las escuelas y universidades impulsan los estudios etnobiológicos con el fin de rescatar y valorar el conocimiento tradicional de las diversas etnias del país y de esta forma elaborar propuestas de mejoramiento económico y social para las comunidades que lo poseen, por medio del reconocimiento de: a) una estructura social típica de grupos indígenas, en la que se contemplan chamanes, parteras, boyeros, leñadores; b) el estudio y análisis de elementos también comunes para las culturas indígenas: esculturas, cerámica, códices, mitos, leyendas; c) la definición, investigación y valoración del conocimiento tradicional de acuerdo con la composición étnica de la República Mexicana; d) el derecho indígena; y e) el estudio y conocimiento de los pueblos indígenas, que son los habitantes y usuarios de las áreas con mayor diversidad biológica en el mundo. Frente a este panorama académico surgen varias preguntas: si el objetivo de las universidades citadas es impulsar los estudios etnobiológicos para rescatar y valorar el conocimiento tradicional del país y de esta forma elaborar propuestas de mejoramiento económico y social para las comunidades que lo poseen, ¿están contemplando todo el mosaico cultural que conforma México? ¿Sólo los grupos indígenas cuentan con conocimiento tradicional de plantas y animales? ¿Existen otros grupos poblacionales en México, que no sean indígenas, con conocimientos de plantas y animales de por lo menos cinco siglos? La primera respuesta es sí; sí existe otro grupo que cuenta con conocimientos tradicionales de uso y aprovechamiento de plantas y animales, y que es parte del mosaico cultural que conforma este país. Algunos lo han bautizado como la tercera raíz, otros como afromestizos y algunos más como afrodescendientes. Sea cualquiera de los nombres, ellos son también parte del tejido sociocultural que conforma la nación. Entonces, si México es considerado como un país megadiverso biológica y culturalmente hablando, ¿por qué no se ha incluido en este mosaico cultural a los afrodescendientes?, ¿será porque se tiene la idea de que se regresaron a África al finalizar el Virreinato?, ¿o se piensa que ocurrió como los mayas que desaparecieron?, ¿o será posible que este grupo poblacional no haya aportado nada a los saberes contenidos en el patrimonio nacional? Si se piensa que no aportaron nada durante cinco siglos, la respuesta es sencilla, pero ingenua. Entonces, ¿qué elementos de la cultura de los afrodescendientes y qué personajes de estos grupos no se están tomando en cuenta en la construcción de la etnobiología? Un poco de historia
Para poder dar respuesta cabal y concreta es fundamental dar marcha atrás por lo menos un siglo. La ausencia del conocimiento que poseen los grupos afrodescendientes en los estudios de etnobiología está íntimamente ligada a dos asuntos fundamentales: a) el proyecto de nación que a finales del siglo xix y principios del xx se presentó como una de las necesidades primordiales ante las constantes amenazas de intervención de otros países y después de un siglo de desfile casi interminable de presidentes y dictadores; y b) en este diseño de país fue crucial la definición del patrimonio nacional, es decir, qué se entendería por México y por lo mexicano.
Bajo estas dos premisas, el Estado mexicano puso en práctica criterios diseñados por ellos mismos mediante los cuales idearon y echaron a andar programas de recuperación de la memoria histórica y el patrimonio nacional. Fue el reconocimiento del pasado prehispánico tras la revolución de 1910 el eje constructor de lo que sería México. Se fundaron las primeras instituciones dedicadas a reconstruir la identidad nacional y se elaboró, como dice Florescano: “una legislación protectora de los bienes heredados [y se crearon] instituciones dedicadas a su rescate y conservación, y a formar a los técnicos y estudiosos encargados de la valoración y engrandecimiento de ese patrimonio”. Sin embargo, cuando el Estado, con un proyecto nacionalista, emprendió la tarea de proteger su patrimonio, la configuración de “lo nacional” poco coincidió con la verdadera nación, sino con los propios intereses de ese Estado. De esta forma, la selección y el rescate de los bienes patrimoniales, culturales y naturales, se realizó de acuerdo con los particulares valores de los grupos sociales dominantes, que resultaron restrictivos y exclusivos. Es así como el proyecto de nación se construyó con un ideario poco incluyente, donde sólo se hizo mención de la diversidad que convino incluir en el proyecto nacional, pero en el fondo sin reconocer, valorar y respetar la otredad, dando como resultado una nación con alto grado de marginación, derivada, en parte, de las diferencias de los grupos mencionados pero no reconocidos por los criterios del grupo dominante. En resumen, como acertadamente afirma Enrique Florescano: “el patrimonio nacional no es un hecho dado, una entidad existente en sí misma, sino una construcción histórica, producto de un proceso en el que participan los intereses de las distintas clases que conforman a la nación”. Finalmente, podemos decir que, a pesar de las omisiones de tal diseño de nación, se dio vida a grandes y valiosos proyectos como el Museo Nacional de Antropología, la creación del Instituto Nacional de Antropología e Historia, la Secretaría de Educación Pública y, por supuesto, el reconocimiento de la existencia, aunque sesgada, de una enorme diversidad cultural. Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Existe un problema en la definición del patrimonio nacional y con ello en el diseño de nación? Sí, y tiene dos vertientes: a) la selección que los grupos en el poder hicieron para determinar cuál sería el patrimonio nacional; y b) las implicaciones que ha tenido la estrategia operativa para difundir dicho concepto de patrimonio nacional. Para que en México del siglo xxi sigamos pensando que “lo mexicano” es el mariachi, el vestido de Adelita, el mole, el chile, el tequila, la pirámide de Teotihuacan y los voladores de Papantla, entre otros ejemplos, se tuvo que diseñar una estrategia más amplia que el simple hecho de definir qué entenderíamos por patrimonio nacional. Para llegar a esta idea de nación y de patrimonio fue necesario generalizar e introyectar en cada mexicano la idea de “lo mexicano” y de “un sólo patrimonio nacional”. ¿Qué estrategia se utilizó que dio tan buenos resultados? La construcción del patrimonio nacional como algo único ha sido respaldada por un enorme aparato institucional que ha tenido la tarea de diseñar y poner en marcha una estrategia de educación a partir de la cual se sentaron las bases para la conformación de lo que entenderíamos como “cultura nacional”, como “patrimonio nacional” y como “diversidad étnica”, me refiero a instituciones como la Secretaría de Educación Pública y sus libros de texto, el Instituto Nacional de Antropología e Historia [donde por cierto aún es mal visto el antropólogo o historiador que osa incursionar en temas alejados de lo que dicen es estrictamente antropológico, es decir, “lo indígena”], el Instituto Nacional Indigenista ahora Comisión de Desarrollo de Pueblos Indígenas, entre otros. A simple vista, aún no aparece ningún problema, pero éste estriba en haber borrado de la historia de México aquellos grupos que no pertenecieron al pasado glorioso de México, como los aztecas o todos los que dejaron huella de su paso a partir de majestuosas construcciones clásicas como El Tajín, el Templo Mayor o Chichén Itzá y, más aún, se han negado las aportaciones de grupos que provenían de otro continente. ¿Acaso los afrodescendientes desaparecieron por arte de magia después de la época virreinal? ¿Se regresaron a África? ¿Fueron víctimas de una epidemia fulminante? ¿Por qué no se les encuentra en las páginas de los libros de texto de historia finalizando el siglo xviii? De esta forma, la composición étnica de México que nos ofrece el sistema educativo mexicano olvida la existencia de aproximadamente 2 o 3% de la población mexicana, cifra registrada en el estudio No Longer invisible: AFRO-Latin Americans today, ya que no existe ningún censo o estadística oficial que refleje el número de afrodescendientes en México. Posibles respuestas
Como vimos, el problema de fondo fueron los mecanismos mediante los cuales se construyó la idea de patrimonio nacional. Sin embargo, la historia no termina con esta explicación. En la actualidad, desde el ámbito académico se siguen reproduciendo dichos esquemas, como lo vimos en la exposición de las universidades que incluyen en sus planes de estudio la asignatura de etnobiología. Al parecer, el diseño tanto de los planes de estudio como de la visión actual de algunos etnobiólogos está sujeta a la construcción que de la nación mexicana se hizo a principios del siglo XX.
En este contexto tenemos: a) el patrimonio nacional [natural], producto de un proceso histórico, es una realidad que se va conformando a partir del rejuego de los distintos intereses sociales y políticos de la nación, por lo que su uso también está determinado por los diferentes sectores que concurren en el seno de la sociedad; b) el diseño de la política educativa ha sido uno de los mecanismos de mayor eficacia para la reproducción de dicha definición de patrimonio que, al pasar de los años, ya siglos, ha configurado la cultura nacional como un conjunto de elementos estáticos y definidos desde el grupo en el poder con el fin de perpetuar el sistema económico que venden como único y mejor; y c) finalmente, aunque no menos importante, la autodefinición del grupo en cuestión, de quienes poco sabemos, lo que no significa que poco hayan hecho para demandar reconocimiento por medio de diferentes mecanismos, tanto oficiales como independientes, pero que finalmente se autodenominan mexicanos. Nada podría resumir mejor la situación de este grupo, como de tantos otros que luchan por el reconocimiento, primero de su existencia y, más tarde, de sus diferencias, sin olvidar sus derechos en tanto que mexicanos, como el cartel que se editó en ocasión del festival de la danza afromestiza en la Costa Chica de Oaxaca que dice: “somos iguales, pero diferentes”. Sin embargo, el proyecto de país que desde las esferas de poder se construyó no tuvo presente esta premisa y eligió, a discreción, sólo aquellos elementos que consideró valiosos y representativos de la nación mexicana. Qué dice lo que no se dice
¿De qué nos estamos perdiendo o nos hemos perdido con este proyecto nacionalista que desconoce el total de la diversidad cultural de nuestro territorio? La respuesta a tal interrogante no cabría en este artículo e incluso aún no sabemos cuánto hemos perdido debido a la falta de estudios sobre el tema. Pero para no dejar un vacío ante tan importante cuestionamiento, presentaré un ejemplo de dicha ausencia en la historia de la etnobiología, específicamente en la etnobotánica.
Una mañana entre mayo y junio del año pasado, nos encontrábamos desayunando alrededor de la mesa de doña Esperanza en la comunidad El Ciruelo, en la costa chica de Oaxaca (figura 1), ya cerca de Pinotepa Nacional, cuando nuestra anfitriona nos pregunto si queríamos café. No hubo en la mesa quien rechazara tan deliciosa oferta. No puedo poner en palabras la sorpresa que llevé cuando al dar el primer sorbo mis papilas gustativas se deleitaron con una mezcla perfecta entre el sabor del café y del chocolate. Pero mayor fue mi asombro cuando al unísono dos personas en la mesa, una de origen puertorriqueño y otra de Trinidad y Tobago, ambas afrodescendientes, bautizaron a aquella bebida con nombre diferente y la señora Esperanza agregó otro nombre más: “es café congo”. Yo pregunté que si a ese tipo de café le echaban chocolate, y los tres me apabullaron con un “¡no!, así sabe este café”. Café kimbombo o café hongo para los de Pinotepa Nacional, café congo o mareño le dicen en Chacahua, en Puerto Rico es quimbombó, pero para los de Trinidad y Tobago es angú. ¿Cómo es que el mismo café tiene tantos nombres?, ¿por qué sólo los afrodescendientes en torno a la mesa del desayuno lo conocían?, ¿sólo ellos lo conocen? Empecé a preguntar por todas partes y en todos los círculos en los que me desenvuelvo, en la escuela, en el trabajo, entre la familia, le escribí a amigos en el extranjero, nada, nadie lo conocía, bueno sí, el padre Glyn de Trinidad y Tobago, mi amiga Ivette Chiclana de Puerto Rico y, claro, todos los miles de afrodescendientes de la costa oaxaqueña. Al respecto, Ivette me comentó en una conversación que tuve con ella vía internet: “yo pienso que no es muy conocido a nivel general, sino que es utilizado únicamente en poblaciones afrodescendientes. Por ejemplo, mi familia materna no sabía de la existencia del mismo, mientras que los Chiclana, negros, contaban que, de niños, sus abuelas se los daban. Yo lo encontré en Manatí, Puerto Rico, mientras estuve trabajando en la historia oral de la Hacienda La Esperanza en 2001”. Entonces, ¿por qué no está consignado en los libros de etnobotánica?, ¿por qué los etnobotánicos no lo conocen?, ¿es un café de reciente introducción al país?, ¿se introdujo específicamente en la costa de Oaxaca? Acudí a consultar varios botánicos de la Facultad de Ciencias, por lo menos cinco, y ninguno lo conocía. Fui muy afortunada al toparme con el maestro Lucio Lozada Pérez, quien compartió mi curiosidad y después de varias búsquedas me proporcionó toda la información científica que se requiere para la identificación de la planta en cuestión, además de otros datos valiosísimos. Al parecer podría tratarse de una planta que pertenece a la familia de las malváceas, como la planta con que se hace el agua de jamaica y la llamada tulipán de India. Su nombre científico es Abelmoschus esculentus (clasificada por Lineo en 1753 y revisada y bautizada por Moench en 1794). Originalmente fue descrita como Hibiscus esculentus L. y es originaria de África. El género Abelmoschus cuenta con seis o más especies, de las cuales tres se encuentran en México. Tiene varios nombres comunes: algalia, angú, café mareño, café gringo, chimbombó, chimbinvoy, cocoa, okra y quimbombó. Se conoce en varios países de América. En México se ha registrado en Baja California, Michoacán, México, Guerrero, Oaxaca, Veracruz y Tabasco. Dada su amplia distribución y el manejo que de ella se ha hecho, presenta gran variación en hojas y color de flor. En la publicación Flora de Veracruz se describe así: “hierbas anuales, erectas, esparcidamente pubescentes con pelos cortos rígidos. Hojas de 525 cm de largo, ligeramente más anchas que largas, 57 anguladas o 57lobuladas, crenadas, con numerosos pelos simples esparcidos en el haz y envés. Flores con pedicelos de 0.52 cm de largo, fuertes y acrescentes; calículo de 812 brácteas lineares, caducas; cáliz de 13 cm de largo, híspido; corola de 3.54.5 cm de largo, amarilla con un centro obscuro, en forma de embudo, el polen pálido, los estigmas púrpuras. El fruto es una cápsula fusiforme, 913 cm (o más) de largo, dehiscente, glabra o con pelos cortos glandulares simples; semillas numerosas, 46 mm de largo, escamosas o con líneas. Su distribución, cultivada como verdura, los frutos inmaduros son comestibles en todas partes del mundo, en regiones templadas así como en regiones tropicales. Probablemente sea nativa de Asia y no se ha colectado en zona silvestre. Se encuentra en altitudes desde el nivel del mar hasta probablemente 2 000 m, por lo común por debajo de 1 000. Su floración se da durante todo el año”. Y según Plantas útiles de la flora mexicana de Maximino Martínez, se cultiva en Veracruz. El fruto inmaduro es usado de diferentes formas como verdura, los tallos son una fuente de fibra, las semillas de aceite, también como substituto del café y como alimento rico en proteínas para el ganado. Como se puede observar, existe información científica sobre la planta, tanto en compendios de botánica como en listados y sitios en la red (como el de la Universidad de Florida). Sin embargo, en lo tocante a su estudio en la etnobiología mexicana, no encontramos nada. Si bien fue descrita por primera vez en América en 1753, sería enriquecedor saber más sobre los usos tradicionales que se han hecho a lo largo de la historia y si en verdad su uso ha estado relacionado sólo con grupos afrodescendientes y, como bebida. ¿Por qué en México sólo lo beben los pobladores afrodescendientes?, ¿habrá llegado a América con los comerciantes de esclavos o fue posterior su llegada?, ¿desde cuándo consumen dicha bebida?, ¿cómo se ha perpetuado esta tradición de origen africana? y, finalmente, ¿por qué nunca adoptaron el consumo de café en lugar del uso de dicha planta? Al preguntar entre la población de la Costa Chica de Oaxaca sobre el origen de esta planta y la costumbre de consumirla como bebida comentan que no saben de dónde viene, pero que recuerdan que sus abuelos ya la bebían. Previenen sobre el fuerte efecto estimulante y el dolor estomacal que en algunas personas provoca. Los entrevistados no la siembran pues informan que crece de manera silvestre entre el maíz, llega a medir cerca de dos metros de altura y se cosecha en diciembre y enero. Su modo de preparación es igual al del café convencional, se tuestan las semillas, se muelen y se hierven en agua. El secreto es molerlo con canela para que tome el sabor a chocolate. Conclusiones
Éste es sólo un ejemplo sobre el conocimiento que la población afrodescendiente de la Costa Chica oaxaqueña tiene de las plantas, ¿cuántos más habrá?, ¿qué conocimiento tradicional posee esta población?, ¿por qué no se ha reconocido y estudiado? Las respuestas darían pie a un sin número de estudios, artículos y ponencias, pero lo que nos interesa en esta ocasión es hacer una reflexión sobre el tipo de etnobiología que se ha construido en México teniendo en mente sólo dos horizontes culturales: el europeo y el mesoamericano.
¿Dónde hemos colocado aquellos conocimientos sobre plantas y animales, e incluso a las plantas y a los animales mismos ligados a los pueblos afrodescendientes? ¿Dónde está el café congo en el panorama de la etnobotánica mexicana? Si efectivamente llegó a México desde el siglo xvii o hubiese llegado hasta el xix, ¿por qué no está consignado en ningún estudio o en alguna guía? Parte de las respuestas a estas interrogantes ya se han expuesto a lo largo del texto, pero no está de más recordar el origen histórico de esta ausencia ni apuntar que no se trata de la única explicación, pues también están los motivos raciales, que rebasan los objetivos de este trabajo, pero sin lugar a dudas han estado presentes en la construcción de lo que actualmente conocemos como nación y en la selección que se ha hecho para determinar el patrimonio nacional. En este contexto, menciona nuevamente Florescano: “el nacionalismo también actuó como un operativo ideológico dedicado a borrar las diferencias internas y las contradicciones forjadas por las luchas entre sus distintos actores sociales. Este proyecto ideológico se propuso también disminuir las diferencias económicas y culturales que se manifestaban en la propia población. Se afirmó entonces un proyecto integrado, sustentado en el Estado nacional, que elaboró símbolos, imágenes y patrimonios centralistas con el fin de avasallar las tradiciones rurales, regionales, las comunidades indígenas y otros sectores no reconocidos como expresiones de lo nacional”. Más grave aún ha sido la reproducción de estos esquemas desde la academia, donde se supondría debiéramos tener una postura mucho más crítica, reflexiva y, por supuesto, propositiva, y no simplemente avalar el diseño de una nación excluyente, tal y como sostiene Florescano “aun cuando se subraya el carácter nacional de algún tipo de patrimonio, de ciertas herencias culturales, o se habla de una identidad común a todos los mexicanos, es un hecho que estos conceptos carecen de tal dimensión y no incluyen a todos los sectores, etnias y estratos, como tampoco pueden comprender sus particulares expresiones culturales”. Sin menospreciar la ardua labor de los etnobiólogos que han luchado por la inclusión de visiones igualmente valiosas que las académicas, este asunto se presenta como una gran oportunidad para abrir la discusión hacia la conformación de una visión etnobiológica mucho más incluyente y propositiva hacia la construcción de una nación diversa y, por lo tanto, enormemente rica. |
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Nota Ponencia presentada en el seminario Rafael Martín del Campo, Facultad de Ciencias, UNAM. |
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Referencias bibliográficas
Challenger, Antony. 1998. Utilización y conservación de los ecosistemas terrestres de México, pasado, presente y futuro. conabio / Instituto de Biología unam / Agrupación Sierra Madre, México. En la red www.archivos.ujat.mx/dacbiol/carreras/Ecologia/Integral/ETNOECOLOGIA.pdf |
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Laura Elena Juárez Guzmán
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como citar este artículo →
Laura Elena Juárez Guzmán. (2014). La etnobiología en México una disciplina incompleta. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 70-78. [En línea]
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del método |
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La matriz Gago
y la catalogación de
especies invasoras
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Iván Lobato
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La catalogación de especies invasoras es parte fundamental
en la lucha contra las invasiones biológicas, de ahí la
importancia de contar con herramientas funcionales, eco
nómicas y fiables que estructuren los procesos de inclusión. Sin embargo, por muy variadas que sean las causas de este serio problema ecológico —la segunda causa de pérdida de biodiversidad—, no se puede olvidar que se trata de un problema de mercado, dado que es éste el que intensifica el transporte de mercancías, la venta de mascotas y redistribuye las plantaciones de cultivos. De ahí la necesidad de asimilar la catalogación ambiental a los sistemas comerciales para que operen en las mismas escalas espaciotemporales y de priorización de recursos económicos y personales.
No obstante, una de las posibles debilidades es la escala temporal, ya que en la actualidad se trabaja “de hoy para mañana” o, lo que es lo mismo, la invasión se produce hoy pero se considera como tal mañana, lo cual redunda en la cadena de acciones, pues se ignora la detección temprana y una rápida respuesta, convirtiéndose en un método de contención al quedar limitado a que las especies que ya han invadido no extiendan su área. La escala espacial está por tanto estrechamente relacionada con este aspecto —si se da tiempo a un invasor tiende a ocupar todo el territorio—, por lo que suele presentarse cierta tendencia a considerarlo en términos de nación, lo cual puede resultar una ventaja en cuanto a la difusión del mensaje, pero resulta un claro agravio al dinamismo ecosistémico debido a que lo que en un lugar es un invasor en otro puede ser el único recurso capaz de mantener un ecosistema. Quizás el ejemplo más representativo de esta situación sea el cangrejo rojo americano en la cuenca del Guadalquivir, donde la especie no puede ser considerada como un invasor a erradicar puesto que sustenta al resto de las poblaciones animales de la cuenca, pero para el resto del territorio español supone un invasor con una clara tendencia destructiva. De manera que lo conveniente en este tipo de casos (cada vez más frecuentes) es la catalogación a nivel de entorno concreto y no de nación.
El método
Con base en el estudio de fauna, vegetación y sus relaciones, el método que planteamos opera desde una óptica múltiple que da cabida al cotejo de tres fuentes de información: la matriz de competitividad o gago, el análisis de vulnerabilidad y el de invasividad. El primer paso es la construcción de la matriz de competencia, en la que se confrontan las especies autóctonas ubicadas en el eje vertical y las foráneas en el horizontal, lo cual se lleva a cabo siguiendo una serie de parámetros que varían según se trate del ámbito animal, vegetal o mixto.
Matriz de competencia para fauna. a) Hábitats: se analizará la coincidencia en cuanto a espacios ocupados en el propio ecosistema, sea carrizal, zona de cultivo, etcétera; b) alimentación: se evaluará la posibilidad de competencia en cuanto a factores nutricionales; c) depredación: se señalará las relaciones entre depredador-presa plausibles entre especies nativas y foráneas; d) lugar de anidación-reposo: se compararán las especies en función de su predisposición a ocupar ciertos lugares de anidación o reposo como nidos y madrigueras; e) enfermedad: se valorará la confirmación de transmisión de enfermedades entre sendos grupos. Matriz de competencia para flora. a) Zonas de vida de Holdridge: relaciones pertinentes en relación con los factores bioclimáticos propuestos por este autor en 1987; b) sustrato: se evaluará la posible coincidencia con respecto de sustratos similares (por tipo de suelo u otro tipo de sustrato; c) germinación: comparación de las etapas de germinación en términos de estaciones —en caso de germinación de una especie invasora en estaciones iguales o inferiores podemos hablar de factor negativo para la vegetación autóctona; d) crecimiento: se establecerán dos categorías en función de la velocidad de crecimiento (rápido y lento), esto es, la capacidad para desplazar a otras especies del entorno; e) enfermedad-alelopatías: tipo de relación alelopática entre las especies implicadas, así como transmisión de enfermedades. Matriz de competencia mixta. a) Hábitats: posibilidad de coincidencia en un entorno determinado de especies vegetales y animales; b) depredación: se evaluará la factibilidad de relaciones depredadoras entre sendos grupos; c) reproducción: posibilidad de que una especie pueda interferir en la capacidad reproductora de otra, directa o indirectamente, como el caso de depredación sobre insectos polinizadores en relación con la reproducción vegetal; d) enfermedad-alelopatías: se incidirá en las relaciones alelopáticas entre ambos grupos, así como en la transmisión de enfermedades. En consonancia con el mercado, la premura en la que opera hace necesario que la confrontación de especies pueda llevarse a cabo de forma sistemática, por lo que tal información puede ser codificada con base en un código alfanumérico que delimite las diferentes categorías, en lo que podríamos denominar como un código de barras medioambiental. A modo de ejemplo, si hablásemos del análisis de la matriz para fauna, y desde una perspectiva muy limitada que sólo aspira a servir de ejemplo, un organismo podría ser identificado como H2, A1, A2, D1, D2, N3, E0 en relación con el siguiente listado: H1, H2, H3…; si H1 = campos de cultivo, H2 = márgenes de ríos, H3 = subsuelo; A1, A2, A3…; si A1 = pequeños peces, A2 = pequeños anfibios, A3 = cereales; D1, D2, D3…; si depreda D1 = pequeños peces, D2 = anfibios, H3 = pequeñas aves; N1, N2, N3…; si H1 = suelos de cultivo, H2 = árboles de grandes copas, H3 = subsuelo blando; E0, E1…; si E0 = no hay evidencias de transmisión de enfermedades, E1= hay evidencias de transmisión de enfermedades. Toda vez que se cuente con un sistema de clasificación alfanumérico como el descrito, la configuración de la matriz, se convierte en una tarea de rápida y fácil ejecución para cualquier operario de un espacio natural, por lo que no se requiere un cuerpo especializado destinado a tal fin. Dicha tarea responde a la asignación de tres valores (N, p y 0) en referencia a las especies nativas, es decir, que si de la confrontación de los anteriores datos se deriva una relación negativa para las especies locales, el valor es N. Un ejemplo de ello, sería la ocupación de cavidades en el suelo para el establecimiento de madrigueras (cuadro 1). Si se trata de una relación positiva, como podría ser la depredación de invasoras, sería P, y 0 si nos encontramos ante valores indiferentes.
Una primera toma de contacto con la matriz permite extraer conclusiones iniciales, como que una mayoría de resultados caracterizados por el valor N, constituyen una relación de perjuicio para el entorno de estudio. No obstante, no se trata de evaluar que vínculo nativo-foráneo es perjudicial, sino qué vínculo, con base en la susceptibilidad del entorno, es prioritario corregir, es decir, establecer qué fenómenos invasivos no pueden ser subsanados por el entorno en forma natural. Para ello, vamos a recurrir a dos fases, orientadas a la determinación de ventaja o desventaja de sendos grupos en cuanto a las relaciones competenciales descritas. La primera de las mismas responde al nombre de análisis de vulnerabilidad y focaliza el posible impacto desde una perspectiva de los puntos débiles del ecosistema, esto es, las especies amenazadas. Por tanto, se trata de recurrir a la información documental existente sobre este tipo de especies y reutilizarla para determinar qué factores han sido clave en la consecución de la situación actual, de manera que, en función de factores tales como la alta especifidad nutricional o la pérdida de hábitats, podamos considerarlos como relaciones de competencia agravadas que inclinan la balanza competitiva hacia un claro perdedor: la especie nativa amenazada. No obstante, esta labor puede llegar a resultar demasiado subjetiva, razón por la cual se recurre al método de Análisis de Componentes Principales Funcional de manera que, basándose en el análisis estadístico de la información genérica para especies invasoras, podamos obtener un valor ponderado del grado de vulnerabilidad de las especies amenazadas concretas. El procedimiento para llevar a cabo esta labor consiste en la delimitación de los distintos casos de especies amenazadas en una serie de perfiles, los cuales responden a las variables de reino, cualidad, entorno y periodo en el que comienzan a verse afectadas por el daño. Posteriormente, según el conocimiento de la especie concreta en estudio, se asimila a uno de estos perfiles, asignándole el valor genérico obtenido para cada una de sus cualidades. En relación con la siguiente fase, el análisis de invasividad se lleva a cabo en un proceso análogo al anterior, con la salvedad de que en este caso se realiza desde la perspectiva de las especies invasoras. Dado que toda especie invasora es nativa en alguna región, no resulta complejo encontrar información acerca de las características biológicas de la misma por lo que, partiendo de las características más acentuadas en sus entornos habituales, podemos establecer qué cualidades pueden ser consideradas como potencialmente ventajosas en caso de competencia. Un ejemplo de ello podría ser una especial voracidad, un marcado espíritu territorial o ciclos biológicos cortos. Asimismo, se han de considerar los aspectos antrópicos vinculados a la especie, analizando el modo de dispersión y la frecuencia con que ésta se lleva a cabo, destacándose atributos como, por ejemplo, un marcado interés comercial de la especie. Nuevamente recurrimos al análisis de componentes para obtener una serie de valores ponderados para invasiones genéricas, según perfiles caracterizados por las variables de reino, atributo biológico o antrópico, entorno y periodo a partir del cual un invasor comienza a producir daños. Posteriormente, dadas las características de la especie en estudio, podemos clasificarla con relación a tales perfiles. A partir de estas variables ponderadas, podemos proceder a la delimitación de los valores de mayor impacto, confrontando sendos grupos y definiendo la relación entre ambos, de manera que si, de la contraposición de dichos valores resulta una cifra superior al límite prefijado, nos hallamos ante una especie a catalogar como invasora. La catalogación es, sin embargo, tan sólo el primer paso en la lucha contra las especies invasoras, pues aún queda por determinar si la actuación sobre éstas es conveniente o no. Una decisión puede tomarse con base en la resolución de las siguientes ecuaciones: D X R = C ; S X A = H ; C + H = X; I X V = PR ; X X PR = M; donde D = daño se le asigna un valor que oscila entre -5 para aquellos casos en que la matriz gago arroje varios casos de relaciones positivas con especies amenazadas, y uno de 5 para aquellos en que la especie invasora incida en forma negativa sobre varias especies amenazadas. R = reemplazo, contempla valores que van de 1 a 5 en función de la dificultad de reemplazar las especies afectadas por la invasión, 5 significa la máxima dificultad. S = sector dañado, depende de si los efectos adversos recaen sobre el sector social, económico, ecológico o varios de ellos simultáneamente, con un valor entre 1 y 5, aumentando conforme el número de sectores afectados. A = área, representa la extensión susceptible de verse afectada, con valores entre 1 y 5 según el tamaño de la misma. I = invasividad, se corresponde con el análisis de invasividad, otorgándole un valor entre 1 y 5 en relación al máximo valor ponderado obtenido en dicho análisis. V = vulnerabilidad, procedente del análisis de vulnerabilidad, equipara el máximo valor ponderado en una escala de 1 a 5. M = necesidad de adoptar medidas. De esta manera, si M es superior al valor prefijado, nos encontramos ante un claro caso de necesidad de acción inminente; por el contrario, si resulta ser inferior, la acción prevista, pese a que la especie sea considerada invasora, puede ser pospuesta. En consecuencia, los costes y recursos destinados a tal fin pueden ser racionalizados en función de la conveniencia o no de actuación inmediata.
Conclusión
Del mismo modo que un censo es mucho más que un número, este sistema permite la catalogación de especies invasoras en la escala del aquí y ahora, posibilitando una respuesta contundente independientemente de la etapa invasiva en que se encuentre y de la parte del territorio ocupada, ya sea toda la nación o un pequeña región natural. En una clara analogía médica, podríamos decir que trabajar bajo esta escala es operar con bisturí, de modo que se minimizan los riesgos, se incrementa la precisión y el efecto sobre la reducción de costes es considerable.
Con respecto de los costes, es evidente que el esfuerzo de establecer criterios para la asignación de valores alfanuméricos para los distintos parámetros de forma consensuada requerirá un gasto inicial que puede ser fácilmente asimilado por la reducción que implica obviar los efectivos especializados destinados a la catalogación ya que, como hemos comentado, tras esta primera aportación inicial puede ser llevada por personal propio de las zonas naturales de estudio. Un catálogo de especies invasoras es por definición una obra inacabada que debe prever la actualización por medio de recursos reducidos. Por tanto, dado que pretender mantener un equipo especializado a lo largo del tiempo para toda región específica es cuando menos utópico y que operar con catálogos cerrados es operar con catálogos obsoletos, no queda otra solución que apostar por métodos de catalogación que, con base en el aprovechamiento de la infraestructura y los recursos documentales existentes, permita la catalogación sistemática a lo largo del tiempo. |
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Referencias bibliograficas
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Iván Lobato
Ciconia, Consultores Ambientales S. L. |
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como citar este artículo →
Lobato, Iván. (2014). La matriz GAGO y la catalogación de especies invasoras. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 36-40. [En línea]
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de la solapa |
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La naturaleza
en contexto
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Leticia Durand y Fernanda Figueroa y Mauricio Guzmán (eds.)
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Ciencias y Humanidades UNAM, México. 2012.
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Este libro presenta un panorama excepcionalmente rico
y fresco de la investigación contemporánea en ecología política desarrollada por investigadores mexicanos. Al alejarse de las dicotomías convencionales entre la cultura y la naturaleza, lo tradicional y lo moderno, lo local y lo global, ofrece perspectivas más complejas y diversas para analizar las relaciones entre el ser humano y la naturaleza, la sociedad y el medio ambiente, generando análisis muy estimulantes sobre las relaciones del poder, el conocimiento y la autoridad en la gestión y manejo ambiental. Al mismo tiempo, destaca la articulación intrínseca de las formas de usar y controlar los recursos naturales con las identidades culturales, posiciones sociales y mecanismos de poder. Varios artículos en este libro ilustran claramente cómo las formas de vivir, la identidad social y el poder económico y político afectan el uso y control de los recursos naturales, y cómo las formas de utilizarlos y manejarlos se construyen a partir de las percepciones culturales y los valores simbólicos asociados con el ambiente.
Todos los artículos que conforman este libro se vinculan de una manera muy rica con los principales temas y tendencias de la ecología política contemporánea. A su vez, muestran la pluralidad de perspectivas y argumentos que surgen cuando se analizan las relaciones entre la sociedad, el ambiente y la cultura en diferentes contextos. El capítulo introductorio, elaborado por Leticia Durand, Fernanda Figueroa y Mauricio Guzmán, ofrece una revisión compleja y bien contextualizada sobre la historia de la ecología política, los principios fundamentales de este marco teórico y la investigación llevada a cabo desde este marco disciplinario en diferentes partes de México. Presenta una amplia reseña de los vínculos entre los estudios socioambientales realizados por investigadores mexicanos y las posturas teóricas y metodológicas de la ecología política. El artículo de Leticia Merino brinda un análisis muy sofisticado sobre los mecanismos institucionales, las condiciones sociales y las redes políticas en el sector forestal en México, enfocándose especialmente en la forestería comunitaria. Demuestra, en forma muy convincente, que sin la comprensión de la diversidad de actores e instituciones involucrados en la gestión y gobernanza forestal, con metas e intereses diversos, y con posiciones disímiles en las complejas redes de poder, es imposible implementar políticas sustentables y socialmente transparentes para el manejo de recursos forestales. El texto tiene lazos teóricos muy relevantes con varios estudios en el campo de la ecología política que analizan los avances, las fallas y los retos de las políticas y las actividades forestales comunitarias en México y en otros países en América Latina. El estudio realizado por Fernanda Paz sobre conflictos socioambientales, cultura política y gobernanza ambiental analiza los procesos de cooperación y conflicto en una región minera en el estado de Hidalgo. Ofrece un análisis estimulante sobre las luchas materiales y simbólicas en el contexto de la minería desde la perspectiva de la ecología política y la cultura política. Demuestra la complejidad de las relaciones de poder que establecen los actores e instituciones públicas, las compañías privadas, los movimientos sociales y los pobladores, cuyas posiciones en torno a la gobernanza de la actividad minera son heterogéneas. El capítulo contribuye a la búsqueda de posturas teóricas renovadas para comprender mejor la complejidad de las redes de poder, tanto en la cultura política local, como en escalas sociales más amplias relativas al conflicto analizado. Por medio de un estudio entográfico intenso, brinda perspectivas nuevas sobre cómo las luchas en torno a las formas de vida, el uso de recursos, las redes de conocimiento y poder, y las percepciones ambientales locales interactúan de forma compleja con los patrones de poder regionales, nacionales y globales. El estudio se vincula con un campo de investigación muy relevante en la ecología política actual, el de la gobernanza ambiental y los procesos de negociación, resistencia y controversia relacionados con la transparencia industrial y la justicia ambiental entre diferentes actores a escalas múltiples y entretejidas. El artículo escrito por Mauricio Guzmán y David Madrigal ofrece un análisis muy interesante sobre los conflictos entre la naturaleza y la sociedad en un ámbito urbano; presenta un análisis diacrónico sobre el papel de diferentes actores involucrados en los conflictos ambientales y la transformación del movimiento ambientalista en el estado de San Luis Potosí. Este trabajo abre perspectivas novedosas sobre los retos teóricos y metodológicos de la ecología política urbana recientemente establecida en México. A través de un análisis detallado sobre las continuidades, rupturas y omisiones en la representación de los conflictos ambientales en los periódicos regionales, revela el papel clave de los medios de comunicación en la construcción y legitimación de ciertos discursos y políticas públicas ligados al manejo de vulnerabilidades socioambientales. Tiene vínculos importantes con la ecología política urbana contemporánea y con los estudios sobre la dinámica entre los discursos, la gobernabilidad y el poder en la institucionalización de las políticas públicas y los movimientos ambientalistas. El estudio de Elena Lazos brinda un análisis refinado sobre los retos de la conservación de la agrobiodiversidad y de la soberanía agroalimentaria en Sinaloa. Por medio de un análisis etnográfico muy sofisticado revela las luchas de las organizaciones campesinas, de científicos, asociaciones civiles y activistas sociales contra la expansión del cultivo de maíz transgénico en el norte de México. Demuestra la multitud de actores, con ámbitos de influencia en diferentes escalas, que intervienen en la soberanía agroalimentaria y brinda, al mismo tiempo, un análisis profundo sobre la influencia de los discursos, las políticas públicas y las estrategias de negociación, manipulación y control de las compañías transnacionales en el aumento de la producción del maíz transgénico en la zona, con efectos muy negativos para el cultivo de maíces criollos, para el acceso local a los recursos productivos y para la etnoecología local. Este estudio tiene vínculos importantes con la ecología política actual en los estudios sociales sobre la ciencia y la tecnología. Tiene lazos también con los estudios de ecología política sobre los impactos de las formas de gobernanza ambiental pública y privada en la legitimación de ciertas formas de producción y de ciertos valores culturales relacionados con las concepciones de la eficiencia y calidad de la producción en las cadenas trasnacionales de comercio y consumo. El artículo de Peter Gerritsen, Jaime Morales Hernández y María de Jesús Bernardo Hernández analiza los actos de resistencia e iniciativas de autonomía en Jalisco, al occidente de México. Ofrece un análisis amplio sobre los grupos y movimientos campesinos e indígenas que buscan visiones alternativas para un desarrollo económico diferente al modelo neoliberal predominante, tanto en México como en otros países de América Latina. Revela en forma interesante los avances y los retos de los grupos campesinos e indígenas que, aliados con profesionistas y consumidores, buscan fomentar estrategias alternativas para la agricultura y el comercio justo. El capítulo tiene puentes muy relevantes con los estudios sobre los movimientos ambientalistas y las luchas asociadas a la justicia ambiental y social en la ecología política contemporánea. El estudio de Alejandro von Bertrab analiza la problemática ambiental ligada a la introducción de especies exóticas y los proyectos de restauración ecológica en el lago de Xochimilco, en la ciudad de México. Destaca la importancia de analizar los procesos ecológicos como intrínsecamente entretejidos con la gobernanza política y la construcción social del medio ambiente. Demuestra de una manera muy interesante cómo varios elementos del diseño y la ejecución de los proyectos de la restauración ecológica, que en principio parecen neutrales y objetivos, de pronto se tornan ambiguos y altamente politizados. Revela también las relaciones de conocimiento y poder a través de las cuales ciertas perspectivas sobre la restauración ecológica se vuelven dominantes, mientras otras se desprecian o ignoran. El artículo tiene lazos relevantes con los estudios de ecología política que destacan la importancia de comprender las articulaciones complejas entre lo “natural” y lo “social” en la problemática ambiental. También se vincula con los estudios sociales sobre la ciencia y la tecnología y con los estudios que se enfocan en los procesos de mapeo y contramapeo de la conservación y el uso de los recursos naturales. El artículo de Eduardo GarcíaFrapolli analiza los procesos de inclusión y exclusión en el manejo participativo de un área protegida en Yucatán, mientras que el estudio elaborado por Leticia Durand, Fernanda Figueroa y Tim Trench examina los procesos participativos en la gestión ambiental de la reserva biosfera de Montes Azules en Chiapas. Ambos estudios ilustran con claridad cómo, desde la perspectiva de la participación social, el manejo de esta áreas ha demostrado ser una tarea mucho más compleja de lo esperado. Cuestionan los procesos participativos como formas automáticamente transparentes de gestión ambiental y de elaboración de los planes de manejo. Ambos textos demuestran notoriamente que un asunto crucial en el análisis del impacto de los procesos participativos es cómo se define quién pertenece a la comunidad y quién se excluye de los beneficios sociales y de la toma de decisiones políticas sobre la conservación de los recursos comunitarios. El artículo de María del Carmen Legorreta y Conrado Márques complementa estos estudios a través de un análisis interdisciplinario sofisticado acerca de las políticas ambientes, en el manejo de reservas de la biosfera en diferentes partes de México. Demuestra ampliamente cómo las instituciones que regulan el manejo de las áreas protegidas tienen un papel significativo en la formulación y legitimación de ciertas concepciones y redes en re lación con la democracia, la desigualdad económica, la política ambiental y la participación ciudadana. Estos tres artículos se centran en la gestión ambiental en áreas protegidas y nos enseñan que en las negociaciones y controversias sobre manejo y conservación participativa, las percepciones de diferentes actores difieren, tanto en el control sobre los recursos materiales como en la interpretación y valoración cultural de los recursos. Estos artículos se ubican de forma clara y relevante en el campo de la investigación en ecología política sobre las luchas materiales y simbólicas en las áreas protegidas y el manejo forestal comunitario; ofrecen una contribución importante a la ecología política de la conservación, y sobre los procesos participativos como formas de gobernabilidad y control. Todos los capítulos que conforman este libro se basan en un trabajo de campo intensivo realizado por los propios investigadores en diferentes partes de México. Los autores conocen bien el contexto sociocultural y económicopolítico de sus estudios de caso. El trabajo de campo empírico, característico de las metodologías utilizadas en la ecología política tiene mucho que ofrecer en los estudios socioambientales. Como los artículos de este libro lo ilustran claramente, los datos pueden relevar la gran complejidad de las cuestiones ambientales que muchas veces se pierde en los estudios macro. Los trabajos aquí presentados deconstruyen la comprensión universal del medio ambiente, a través de análisis detallados sobre los significados culturales y las complejas representaciones simbólicas que los pobladores de diferentes lugares dan al ambiente como su espacio vital. Al mismo tiempo, destacan que las percepciones culturales están íntimamente vinculadas con las estructuras institucionales y con redes de poder más amplias. Señalan que no existen comunidades o casos aislados, sino que las luchas socioambientales en cada contexto se manifiestan como interacciones entre los procesos locales y las fuerzas globales. Este aspecto es analizado de diversas maneras en los trabajos que conforman este libro: algunos autores evalúan los impactos globales en las condiciones locales, mientras otros se abocan a analizar los procesos articulados a múltiples escalas. |
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Fragmentos del prólogo, escrito por Anja Nygren
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como citar este artículo →
Durand, Leticia y Fernanda Figueroa y Mauricio Guzmán (eds.). (2014). La naturaleza en contexto. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 156-157. [En línea]
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María Jacinta Xón Riquiac
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La concepción del tiempo y el espacio es inherente
a la organización del hacer y pensar social, económico, científico, filosófico, territorial y religioso de los grupos humanos. Así, cuando en 1492 se produjo un encuentro-desencuentro de dos cosmovisiones diferentes, la europea y la de los pueblos indígenas en lo que posteriormente sería llamado continente americano, tuvo lugar un proceso de colonización en el cual los europeos impusieron su concepción temporal y espacial, así como una nueva relación sociedad-sociedad/sociedades-naturaleza y una desigual distribución de la riqueza.
Ya en el siglo XVIII, en su dinámica social, política, económica, filosófica, religiosa y científica, Europa estableció la idea de “progreso” como motor e ideal de una civilización mundial; surgieron entonces en toda América movimientos de reformas liberales que instauraron emergentes estados-naciones, apoyados en discursos científico-ideológicos para la jerarquización social, de género, cultural, política y económica. En esos discursos, como observa Héctor Hugo Trinchero, puede advertirse el campo semántico en que adquieren preponderancia determinados estigmas sobre otros, así como las prácticas de poder asociadas a estos estigmas en cuyo marco se generan políticas de intervención social específicas. La definición de “modernidad” como período político-económico-científico que consideramos en este artículo es la que nos presenta Bruno Latour con respecto de la invención del mundo moderno: “en el cual la representación de las cosas a través del laboratorio se encuentra para siempre disociada de la representación de los ciudadanos a través del contrato social”. A partir de esto analizaremos cómo las formas discursivas modernas se convirtieron en discursos científicos que proporcionaron elementos para estructurar la alteridad como una colección de diferencias, según lo entiende Jonathan Friedman; lo moderno, por un lado, todo aquello que se legitima por medio de la autoridad de las verdaderas ciencias, el positivismo y su método científico y, por el otro, lo premoderno, todo aquello que escapa al procedimiento positivista, entre lo que se encuentra las epistemologías de los pueblos indígenas, consideradas como tradiciones, como no ciencias. Sin embargo, nos interesa señalar que la producción, dinamización y vitalidad del conocimiento de los pueblos indígenas en la contemporaneidad no siempre se interesa en vencer las pruebas impuestas por las ciencias positivistas para calificarlo como verdadera ciencia, sino más bien se interesa en una epistemología endógena, es decir, la validez del conocimiento de y para las colectividades y futuras generaciones, subrayando su carácter ontológico en el cual no existe separación entre lo material-natural, lo social y lo espiritual. En la actualidad, la modernidad se entiende como la inserción de un sujeto x a un modo de organización racionalizada e individualizante —considerada democrática—, dentro de una lógica de mercado capitalista y, a partir de la coordinación y vinculación en un registro y la cuenta de un tiempo universal, desde una localización geográfica específica, pero en un espacio de acción global gracias a la tecnología. Modernos y premodernos
Para determinar cómo las formas discursivas modernas se convirtieron en discursos científicos que proporcionaron elementos para estructurar la alteridad como una colección de diferencias entre las verdaderas ciencias y las no ciencias, nos referiremos al trabajo de las ciencias humanistas desde 1920 en su intento por construir un conocimiento acerca de las sociedades llamadas tradicionales desde la perspectiva del método científico aplicado a las ciencias sociales, a las que denominaremos como etnociencias.
Los estudios etnocientíficos inspirados en la idea de progreso constituyeron los fundamentos de la alteridad al establecer el racionalismo occidental como ideal de civilización, contraponiendo como irracionales, incivilizados, tradicionales y premodernos los sistemas de conocimientos de los pueblos no occidentales. Vale recordar lo que dice Paolo Rossi con respecto de la idea de progreso y su influencia en el registro de la historia oficial: “los discursos sobre el crecimiento y sobre los avances se van articulando en el final del siglo XVIII en la forma de una doctrina o teoría del progreso. Según esa doctrina o teoría: 1) la historia es una unidad regulada por leyes que determinan los fenómenos individuales en sus relaciones recíprocas y en sus relaciones con la totalidad; 2) el progreso se configura como una ley de la historia; 3) el aumento de la capacidad de intervenir sobre el mundo y la capacidad de conocer el mundo son identificados con el progreso moral y político; 4) éste es puesto en una relación de dependencia con aquél aumento; 5) la lucha (como ocurre en Spencer y en el darwinismo social) es interpretada como elemento constitutivo o como arca del progreso”. Los procesos de formalización de las etnociencias en tanto que disciplinas las constituyó en las ciencias encargadas del estudio de la subjetividad de diversos grupos socioculturales, en particular los pueblos indígenas, enfatizando el distanciamiento de las ciencias encargadas del estudio de la materia, dividiendo así ciencias sociales-humanísticas y ciencias naturales-materialistas. En este sentido, Bruno Latour apunta que “sí la Constitución moderna inventa una separación entre el poder científico encargado de representar a las cosas y el poder político encargado de representar a los sujetos, no debemos sacar la conclusión de que los sujetos están lejos de las cosas”. Y es este proceso de formalización de las etnociencias como disciplinas para la aproximación y representación de la alteridad lo que institucionaliza a las no ciencias. Isabel Stengers destaca que el discurso metodológico es el informe de una especie de victoria que busca suscitar el olvido de la cuestión de los límites, propiciando la producción de juicios, es el propio sentido del acontecimiento constituido por la invención experimental: la invención del poder de otorgar a las cosas el poder de conferir al experimentador el poder de hablar en su nombre. Para comprender cómo se construyeron los discursos positivistas acerca de las epistemologías indígenas como premodernidad partiremos del análisis del discurso desde la perspectiva de Michel Foucault, para quien “el análisis de los enunciados y de las formaciones discursivas abre una dirección enteramente opuesta: ella quiere determinar el principio según el cual pudieron aparecer los únicos conjuntos significantes que fueron enunciados. Busca establecer una ley de raridad”. Es en la formación discursiva donde dicha ley tiene que establecer la representación y en donde la representación posibilita la interpretación que otorga poder. Por medio de una arqueología, como la propuesta por Foucault, sobre la formación discursiva de las etnociencias para su constitución como disciplinas, podremos identificar los procesos que las han positivado, epistemologizado, cientifizado y, finalmente, formalizado mediante lo que el mismo delineó: “analizar positividades es mostrar según qué reglas una práctica discursiva puede formar grupos de objetos, conjuntos de enunciaciones, juegos de conceptos, series de elecciones teóricas”. De esta manera es posible observar los conjuntos de enunciados presentes en las teorías elaboradas por medio de métodos de conocimiento aproximativo que paradigmatizan —en el sentido kunhiano— los sistemas de conocimientos de los pueblos indígenas con historias semejantes a la historia de Occidente, en contraposición y como antítesis de ella. Sistemas de enunciados que demandan una hegemonía de la verdad como lo han señalado Rist, Zimmermann y Wiesmann. Una arqueología de las etnociencias
Resaltamos en primer lugar lo que puede designar el prefijo “etno” cuando es utilizado en los conceptos. Ubiratan D’Ambrosio anota respecto de éste que: “se refiere a grupos culturales identificables [...] incluye memoria cultural, códigos, símbolos, mitos y hasta maneras específicas de raciocinar e inferir”; y cuando se aplica a las disciplinas encargadas del estudio de la alteridad, estás se convierten en etnociencias.
La conceptualización y representación de los sistemas de conocimientos de los pueblos indígenas iniciaron con la llegada de los extranjeros a tierras americanas desde el siglo XVI. D’Ambrosio observa: “el relato de otras formas de pensar encontradas en las tierras visitadas es vasto. Siempre destacando lo exótico, lo curioso”, propiciando así un racionalismo eurocéntrico. A mediados del siglo XVII los relatos hechos por los cronistas y sacerdotes revelan la existencia de sociedades cada vez más numerosas y diversas. Rossi anota que los estudiosos europeos en esta época hicieron un paralelismo cultural del clasicismo al exotismo: “así, los documentos traídos por los viajantes van a ser interpretados en función de la gran lección del humanismo antiguo [...] Esta perspectiva comparatista es desarrollada sistemáticamente con las únicas sociedades que los eruditos conocen bien: las de Grecia y Roma, y la de los judíos”. La filosofía positiva que surge en Europa a finales del siglo XVIII y principios del XIX fue institucionalizada y hegemonizada como el resumen del desarrollo político, económico, cultural y científico de la humanidad, por medio de la formalización de una perspectiva de la historia. Con este proceso de institucionalización surge “la dicotomización entre los proponentes y los oponentes de la disyuntiva salvajismo-civilización” como anota Friedman. En esta lógica, los acercamientos hacia los sistemas de conocimientos de los pueblos indígenas no se hicieron procurando ontologías y epistemologías específicas sino interpretando lo observado por medio de procedimientos de representación aprendidos en la socialización de la autoridad mediante la formalidad de las “verdaderas ciencias” y para el entendimiento y aprobación de los colegas especialistas. En las teorías presentadas por las etnociencias desde la segunda mitad del siglo XIX pueden ser encontrados postulados fundamentales con ciertas tendencias ideológicas o ideologías científicas como lo notara Georges Canguilhem, tornando posible el conocer las propuestas de análisis de los pensadores que se refieren a las sociedades exóticas, las cuales fueron estudiadas en sus comienzos por la etnología, la etnografía, la arqueología y la antropología, disciplinas que vieron a las sociedades indígenas como de “fuera”, como naturalezas en estado puro que podrían ser conocidas objetivamente por medio del análisis de una colecta fenomenológica de su subjetividad, así como de sus haceres sociales, culturales, políticos y espirituales; en otras palabras, dichos conglomerados humanos fueron pensados como organismos biológicos, biopsíquicos y biosociales. Vemos así cómo el discurso se convierte en un condicionante que guía el cuerpo metodológico para construir un “ellos son”, que se basa en la interpretación de la memoria y de archivos “objetivamente” comprobados. El discurso etnocientificista hegemónico y exotizante de los indígenas es la base subjetiva que ha domesticado el saber acerca del sistema de conocimientos y la dinámica sociocultural de tales grupos. Concordamos por tanto con Trinchero al afirmar que: “una historia es producida con la intención de tener sobre ella una capacidad de hegemonía como discurso de poder”. Vale resaltar que, en la actualidad, el paradigma del método científico es considerado como la herramienta metodológica más confiable de aproximación a la verdad y a la realidad; por lo que el objetivo de muchos etnocientistas es el de hacer, de sus investigaciones, teorías que de acuerdo con los parámetros estrictos del método científico se aproximen ciertamente a las realidades de los grupos socioculturales no occidentales estudiados. No obstante, cuando con algo de suerte dichos estudios llegan a manos de los sujetos estudiados, éstos generalmente se desconocen totalmente en aquello que la academia acepta como metodológicamente correcto. La demarcación del tipo de objeto de las etnociencias en su versión contemporánea continúa siendo un discurso civilizatorio, ya que de alguna manera los pueblos indígenas son aún considerados como residuos de una prehistoria, de un predesarrollo, condenados a la extinción por el desarrollo moderno y por el progreso y, más recientemente en América Latina, como asiduos opositores al desarrollo porque rechazan los proyectos extractivos que se quieren realizar en sus territorios. Asimismo, las corrientes que se definen respetuosas de la diferencia se constituyen muchas veces como discursos mediáticos con análisis conciliadores o en los límites de las fronteras entre las verdaderas ciencias y los pueblos indígenas, tal es el caso de lo “descolonial” que, sin querer parecerse a las corrientes tradicionales, sigue elaborándose desde la alteridad o por sujetos indígenas formados bajo la autoridad de las verdaderas ciencias. Así, se elaboran teorías que siguen siendo contribuciones para los archivos etnográficos positivistas y para la aprobación y reconocimiento de los colegas especialistas, informes en los que la diferencia se anula a partir del relativismo, al mismo tiempo que se le enfatiza por no existir una preocupación consciente de saber cómo los sujetos participantes se reconocen, se representan y se encuentran dentro de los informes. Los sujetos endógenos contemporáneos
Contrario a la constitución de las etnociencias, el endoanálisis o análisis endógeno tiene por objetivo la búsqueda de lo que Rist definió como aprendizaje social: “los procesos de aprendizaje social son procesos de aprendizaje colectivos que afectan al conjunto de la sociedad y que no pueden quedar restringidos a una élite de expertos, científicos o políticos”. Éste constituye una propuesta de práctica metodológica para el fortalecimiento y dinamización de las diversas epistemologías del mundo, teniendo como objetivo principal el aprendizaje social sin previas teorías elaboradas y que su socialización sea una aproximación de un nosotros(as) somos y hacemos, dicho por nosotros(as) y para nosotros(as), para vernos y sentirnos identificados y representados, con nuestras palabras, para encontrar nuestros significantes y significados en los resultados de la discusión, reflexión y recolección colectiva, sin la preocupación de ser aprobado o no por los especialistas de las disciplinas formales.
No obstante, a mediano plazo, posiblemente, dichas construcciones sociales puedan convertirse en contra-discursos para la constitución de contra-historias apoyadas, ahora sí, por sujetos descolonizados, por sujetos políticos que procuran un dialogo en el límite de la frontera entre las ciencias formales y sus propias epistemologías, las endógenas. Por el contrario-historia entendemos la definición ofrecida por Marilena Chaui en el prefacio al libro O silêncio dos vencidos: “se trata, también, de buscar el doble lugar donde historia y saber, con respecto de la historia, se producen evitando las trampas de la reducción de lo real a los hechos o a sus representaciones”. Según Chaui: “los vencidos hablan y recuerdan porque otra historia es desvendada en el corazón de aquella que conocemos. Más que esto: el desmontaje de lo conocido se expresa en un contra-discurso que nos coloca frente a una contra-historia, aquella que fuera destruida por la historia”. La contra-historia a ser construida tendrá que incluir, por tanto, una reflexión del contenido ideológico en el marco de la diferenciación que se ha hecho entre lo que es moderno y lo que es premoderno. O sea, la idea de que tradición es sinónimo de tradicional. A propósito de esta clasificación dicotómica entre lo occidental y lo no occidental cabe recordar la observación que Isabelle Stengers hace respecto de una cita de Bruno Latour: “si los occidentales apenas hubiesen comercializado y conquistado, saqueado y esclavizado, ellos no serían muy diferentes de los otros comerciantes y conquistadores. Pero no, inventaron la ciencia, esta actividad totalmente distinta de la conquista y del comercio, de la política y de la moral”. Stengers comenta que en esta frase se puede identificar dos cosas: a) Bruno Latour no concibe que la ciencia sea “una actividad totalmente distinta”; b) la ciencia es el arma consubstanciada en forma de creencia occidental. La autora enfatiza así que: “la creencia que permite, a nosotros occidentales, imaginarnos tan diferentes de los otros […] nuestra creencia en la ciencia como totalmente distinta [capaz] de asegurar el derecho a un acceso enteramente diferente al mundo y a la verdad”, y concluye: “está claro, todo pueblo se cree muy diferente a los otros, pero nuestra creencia nos permite al mismo tempo definir a los otros como interesantes —nosotros inventamos la etnología— y como condenados anticipadamente en nombre de la terrible diferenciación, de la cual somos los vectores, entre aquello que es del orden de las ciencias y lo que es del orden de la cultura, entre objetividad y ficciones subjetivas”. En esta cita podemos visualizar la constitución de la etnología como disciplina científica que, según los criterios metodológicos positivistas, está calificada suficientemente como para estudiar objetivamente las ficciones subjetivas de los otros, los de fuera. Por lo tanto, según esta perspectiva, el interés por la búsqueda de un criterio de demarcación entre ciencia y nociencia reside en la tentativa de dar una definición positiva de la verdadera ciencia. Es importante retomar cómo la formalización de lo que es ciencia crea asimetrías en relación con aquello que no consigue resistir a las pruebas impuestas para definir lo que es ciencia, institucionalizando así lo que no es ciencia. De esta manera, en el proceso de legitimización de la ciencia, las contrapartes pierden significación y valor, como ha sucedido con los sistemas de conocimientos de los pueblos indígenas. Aunque, según Stengers, “la tradición demarcacionista, lejos de explicar el progreso que es la recompensa de la ‘verdadera’ ciencia, acaba por comentar la manera por medio de la cual las ‘verdaderas ciencias’ progresaron”. En este sentido, Rist, Zimmermann y Wiesmann concluyen que la mayor diferencia entre la ciencia occidental y las formas de conocimiento indígena se encuentran, por lo tanto, en la manera como se observa la materia. Por su parte, Rist caracteriza la ontología indígena, la dualista y la materialista de la siguiente forma: a) la posición del conocimiento indígena nos enseña que no hay separación entre las vidas, material, social y espiritual, y que estos tres ámbitos de vida están relacionados entre sí, por lo tanto, ésta es la forma por la cual la vida tiene que ser organizada; b) a partir de las ciencias sociales tenemos una posición ontológica de tipo dualista […] Lo material está por un lado y lo espiritual corresponde a la otra dimensión; c) una tercera posición es la de las ciencias naturales, basada en una ontología materialista que nos indica que todo está determinado por fenómenos naturales”. De tal suerte que, al continuar el vacío ontológico entre ciencias naturales, sociales e indígenas, viene a lugar el comentario de Stengers cuando señala que podría seguir siendo del interés de las ciencias mantener como propio de la ficción todo aquello que no es aceptado como ciencia. En este sentido, Trinchero explica que: “la colonialidad del saber se organiza mediante la reproducción del conocimiento del mundo de acuerdo al modo dominante de entenderlo”. Históricamente, el desarrollo de las políticas civilizatorias hacia los pueblos indígenas determinaron que su acceso a la educación formal, tal cual se planeó desde la ideología cristiana y los sectores de poder, era el mecanismo más efectivo para llevar a la extinción los sistemas de conocimientos de los pueblos indígenas —planteamientos educativos que se han ido actualizando conforme a las necesidades del sistema de dominación, ya que las currículas no permiten, desde una perspectiva cultural, el desarrollo integral y pertinente de los estudiantes, pues desde los primeros años de escuela se aprende la versión de la historia del poder hegemónico, además del principio de la idea de progreso y a competir. Un hecho que llama la atención al analizar la genealogía de las etnociencias es que, en el mundo contemporáneo, muchos etnocientíficos son indígenas, pero pocos son los que trabajan por el fortalecimiento de sus propias epistemologías, las endógenas, y menos aún sin procurar el reconocimiento de los colegas especialistas o sin poner a prueba los elementos constitutivos de las ontologías indígenas desde y mediante el método científico, produciendo resultados e informes metodológicamente correctos para la comunidad de especialistas pero pocas veces o nunca para los sujetos participantes. Se evidencia así que entender los informes es conocer y compartir los códigos de interpretación de las teorías y disciplinas positivistas, remitirnos al poder de la autoridad. Al respecto, Stengers afirma que: “el científico se transforma en un representante acreditado de una conducta en relación con la cual toda forma de resistencia podrá ser considerada obscurantista o irracional”, por lo tanto: “es siempre el poder el que se disimula detrás de la objetividad o de la racionalidad cuando ellas se tornan argumento de autoridad”. En este sentido, por haber sido investidos con la autoridad de una disciplina y de procedimientos objetivos, los etnocientíficos interrogan a sus objetos-sujetos para hacerlos existir, mantienen y reproducen una autoridad que les posibilita determinar la objetividad de sus propias ficciones, además de las de la disciplina a la cual se dedican. No obstante, lo que se quiere evidenciar es que el objeto de estudio por tradición demanda ahora ser sujeto y quiere reivindicar que existe aunque no sea interrogado, devolviendo así el interrogatorio a quien ha sustentado el papel de juez. Es en ese momento que la relación entre sujeto y objeto se modifica. La emancipación del objeto
En dicha modificación de la relación entre sujeto y objeto, entre juez e interrogado, ocurre entonces que, como dice Stengers: “el ser interrogado, puesto al servicio del saber, no se deja cuestionar ya sin que efectivamente la cuestión científica tome igualmente sentido para él. El objeto, aquí, observa, escucha e interpreta al sujeto, es decir, el objeto por tradición se convierte en sujeto que contradice al interrogador”.
Stengers observa que esta nueva relación lleva a la cultura occidental, productora de ciencia, a someterse a la prueba más exigente: aquella que la reinventa como una cultura más entre otras, porque la ficción occidental de ver el mundo no es sino la creencia en el poder de la verdad, acaso sea verdaderamente verdadera, y en denunciar la ficción. Por su parte, Rist, Zimmermann y Wiesmann citan a Nicolescu para hablarnos de la posibilidad de la transdisciplinariedad que: “abarca todo lo que está entre, a través y más allá de las disciplinas, es lo que el prefijo trans indica” y, fundamentándose en Hurni y Wiesman, apuntan que: “el trabajo transdisciplinario envuelve la interacción de científicos, expertos y actores no científicos [...] la aproximación transdisciplinaria requiere la construcción de puentes entre diferentes disciplinas: entre las ciencias naturales, ciencias sociales y humanas”. Además, para que exista un diálogo transdisciplinario debe trabajarse por una ética que discuta la relación sociedades-sociedades y sociedades-naturaleza a partir de un diálogo de saberes entre diferentes sistemas de conocimientos, a la cual D’Ambrosio llama ética mayor o ética de la diversidad. Bajo esta perspectiva, el diálogo transdisciplinario y, por ende, transcultural, posibilita la participación de los actores que no podrían hacerlo de seguirse los criterios formales de las ciencias. Según Rist, el enfoque transdisciplinario se caracteriza por: a) la interacción de las ciencias naturales, sociales y humanas; b) el reconocimiento de diferentes niveles de realidad; c) la actitud de abertura y superación de aspiraciones de objetivismo; d) la negociación de las preguntas de investigación a partir de problemas sociales; y e) la integración de actores y ciencias no académicas. Sin embargo, antes de participar en un diálogo transdisciplinario sería necesario valorar los esfuerzos que se están haciendo para revitalizar y reunir las epistemologías endógenas, como es el caso de los conocimientos producidos colectivamente por comadronas y terapeutas mayas reunidos en una organización no gubernamental llamada Médicos descalzos, con sede en el municipio de Chinique, departamento del Quiché, Guatemala. Asimismo, en el libro ¿Yab’il xane K’oqil? / ¿Enfermedades o Consecuencias? se aborda la medicina ancestral maya, específicamente seis psicopatologías identificadas y tratadas por los terapeutas Maya’ib’ K’iche’ib’, quienes nos presentan su epistemología sin preocuparse por ser metodológicamente correctos según el método científico sino, más bien, fieles a su ontología de que no existe separación entre los mundos material-natural, social y espiritual. Leer este libro en voz alta y en familia permite un dialogo intergeneracional de aprendizaje colectivo en el que se siente representado y reconocido el más anciano k’iche y el más joven se siente comprometido, una clara muestra de epistemología endógena. Dichos ejemplos son una demostración de que aún existen diversas epistemologías en en el mundo contemporáneo que poseen procedimientos particulares con los que cada sistema de conocimientos explica, interpreta y representa la experiencia de los sujetos con su entorno social, natural y espiritual y que, al igual que la epistemología positivista, no son ni válidos ni equivocados, sino simplemente perspectivas diferentes de conocimiento, explicación, interpretación y representación de un ser y un estar en la vida. Los análisis efectuados en el marco de las epistemologías endógenas, en el endoanálisis, son procesos cuyos contenidos pasan necesariamente por una mirada crítica; la reivindicación de un protagonismo relegado que ahora cuenta una historia desconocida, silenciada, negativizada, narrada por los protagonistas, constituye una enseñanza que lleva en su contenido un posicionamiento político, esto es: cómo queremos que los otros nos aprendan. Es, en consecuencia, una contrapropuesta al deber ser. Conclusión
La vitalidad, la dinámica y el protagonismo de los pueblos indígenas en el movimiento histórico mundial es un hecho ignorado en el registro de la historia oficial y es a partir de esta situación que hemos desarrollado nuestras reflexiones. Hemos destacado que los pueblos indígenas con tradición no son siempre tradicionales, que la tradición no es un conjunto de saberes-haceres estancados en el tiempo, ni prácticas que acontecen en espacios afuera porque no existe un afuera; la interacción con el mundo global es un hecho iniciado en la era moderna y al que en la actualidad se han sumado las redes de información y comunicación producidas industrial y masivamente.
El análisis endógeno, la revitalización de los conocimientos colectivos en el marco de las epistemologías endógenas sin preocuparse por la aprobación o no de los especialistas etnocientíficos y sus métodos disciplinarios es una muestra de la inversión del papel de sujetos estudiados de muchos pueblos indígenas que permite producir conocimiento desde y para nosotros y remite a la reivindicación del protagonismo de los exsilenciados en la lucha por el derecho de continuidad de un ser y estar en el mundo. Es por medio de contra-discursos que se da el combate contra los discursos de discontinuidad de los pueblos concebidos desde la ideología dominante como en “vías de extinción”, como se logra cuestionar el discurso de occidentalización global, y es también así como se logra la reivindicación de los sistemas de conocimientos de los pueblos indígenas, esto es; el dejar de verlos como creencias y mitos para considerarlos realmente como aproximaciones válidas al conocimiento. En otras palabras, hemos discutido la pretensión occidental de que la historia de los conocimientos y acontecimientos de la humanidad son la historia de occidente y que la globalización es sinónimo de occidentalización. Defendemos, por lo tanto, la idea de que el mundo no está occidentalizado, ya que no es un campo homogéneo. Se trata, finalmente, de la reivindicación de los sujetos, para que ya no sean considerados nunca más como los “otros”, los sin historia, los de afuera, sino como sujetos autodefinidos al interior de una historia mundial que incluya múltiples historias y diversas epistemologías. |
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Referencias bibliográficas
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María Jacinta Xón Riquiac
Pensadora independiente, Chichicastenango, Guatemala. María Jacinta Xón Riquiac es mujer maya K’che, historiadora de las ciencias por la Pontificia Universidad Católica de São Paulo, Brasil y pensadora independiente. |
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como citar este artículo →
Xón Riquiac, María Jacinta. (2014). La revitalización de las epistemologías endógenas
como proceso de reivindicación política de los pueblos indígenas. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 132-141. [En línea] |
de ciencia y sociedad |
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Las dos caras
de la ciencia
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Richard Levins
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La ciencia moderna es un episodio en la historia del
conocimiento. Todo conocimiento viene de la experiencia y reflexión sobre esta experiencia a la luz de experiencia previa. Pero la ciencia es algo más: una etapa en nuestra evolución cuando se separan recursos, personas e instituciones con el propósito explícito de averiguar. Y cada vez que la humanidad se involucra con materias o procesos nuevos, se plantea más cosas por averiguar. La selección de variedades de cultivos nos dio la genética, la navegación y la agricultura nos dieron la astronomía, el motor a vapor nos dio la termodinámica. Por eso, la ciencia representa el desarrollo de nuestro conocimiento como especie. Pero también es el producto de la industria del conocimiento y, como toda industria, está formada por sus dueños. En diferentes periodos y culturas los dueños fueron diferentes: los sacerdotes de Mesopotamia y Yucatán, los patrones nobles de los astrónomos de la corte medieval europea, las corporaciones capitalistas interesadas solamente en ciencia como mercancía, gobiernos revolucionarios que la ven para su uso productivo y como parte de la cultura. Los dueños determinan quiénes se reclutan para ser científicos, sus agendas de investigación, los medios de investigación y de enjuiciar los resultados, las teorías que se permiten y las que se prohíben, y los usos de sus resultados. Por eso, la ciencia es a la vez un acercamiento hacia la objetividad y la visión del mundo de la clase dominante. Está formado por la filosofía dominante y, a su vez, ésta la forma. Los grandes centros de educación e investigación fueron cómplices en la esclavitud, el racismo, propagaron la inferioridad de las mujeres, la eugenesia y las justificaciones para el imperialismo, y los psiquiatras fungieron de consultores en la tortura.
En el mundo actual, y especialmente en los Estados Unidos, vemos una ola de anticiencia. Una alta proporción del público rechaza la evolución biológica y duda de la realidad del cambio climático o del papel humano en este fenómeno. La derecha política ha lanzado una campaña contra la educación pública, que se había democratizado después de la segunda guerra mundial con el G. I. Bill of Rights (oficialmente llamada Servicemen’s Readjustmet Act, ley aprobada en 1944 para financiar estudios técnicos o universitarios de soldados estadounidenses) cuando millones de soldados desmovilizados acudieron a los colegios e universidades y, posteriormente, las luchas de derechos civiles los afroamericanos tumbaron las barreras formales para acceder a la educación superior.
Por otro lado, esta derecha reconoce que necesita la tecnología. Su problema es por tanto promover la ciencia aplicada a la vez que borra la Ilustración con su escepticismo hacia las autoridades y su apertura intelectual, mientras se producen innovaciones para la industria y el Pentágono. Para la mayoría del pueblo el nivel de educación ha bajado, mientras vemos la proliferación de colegios comerciales, diplomas por correo, clases con mayor número de estudiantes, profesores cada vez más proletarizados, menos seguros, con peores salarios y tareas más grandes. Separan las ciencias naturales de las sociales y toda la ciencia de las humanidades. La universidad se aproxima cada vez más a un negocio.
Al interior de las ciencias naturales promueven la fragmentación y un reduccionismo que pretende que, mientras más pequeño el objeto de estudio, más “fundamental” es.
Se pueden encontrar estudiantes de biología que nunca han pisado la hojarasca de un bosque ni han observado en su entorno natural los organismos cuyos hígados han manejado con reactivos en los homogeneizados laboratorios.
Toda esta fragmentación del conocimiento coexiste con llamados hacia la integración, programas inter-, transo no disciplinarios, revistas y simposios y hasta institutos de la complejidad.
El resultado es un conocimiento cada vez más racional y profundo en lo pequeño, a nivel del laboratorio, junto con una mayor irracionalidad y superficialidad a nivel de la empresa como un todo, y una postura al umbral de la complejidad sin cruzarlo plenamente.
La defensa de la ciencia contra el nuevo oscurantismo no puede basarse en pretensiones de la infalibilidad de la ciencia, sino en presentarla como es. Hay que reconocer que, a la larga, toda teoría es falsa. Tiene que ser así: estudiamos lo desconocido tratándolo como si fuera lo conocido. No tenemos remedio. Y lo desconocido se parece a lo conocido suficientemente como para que la ciencia sea posible, pero sigue siendo tan diferente, por lo que la ciencia es siempre necesaria. Como un isótopo, una teoría tiene una vida media antes de que sea desplazada por otra mejor. Pero las teorías buenas tienen una verdad relativa que alumbra, identifica áreas de desconocimiento, desenmascara errores. Reconocer la validez provisional de la ciencia no es solamente imprescindible, también es bello. El buen científico no tiene el orgullo de tener la razón sino el de estar abierto a la sorpresa.
Si el error es efectivamente parte del proceso científico, una tarea de la ciencia es estudiar los errores e inventar métodos para evitarlos. El llamado método científico tiene procedimientos para evitar o corregir los errores individuales, idiosincráticos: hay que tener las placas limpias para evitar la contaminación, un experimento necesita un control muy parecido a los objetos del experimento para compararlos, hace falta procedimientos, estadísticas para estrablecer diferencias verídicas y casuales. Sabemos que el experimentador influye en el experimento, pues diseñamos experimentos a ciegas (ni el paciente ni el administrador de las píldoras debe saber quién recibe el placebo). Y como un lugar particular o la coyuntura pasadera pueden influir en los resultados, se replica el experimento en diferentes laboratorios. Por fin, se somete el informe al escrutnio de colegas que pueden identificar factores que no se han tomado en cuenta o errores de procedimiento.
Eso funciona más o menos bien para identificar los errores idiosincráticos y desenmascarar los fraudes científicos, pero son inútiles frente a aquellos compartidos entre todos en la comunidad científica. Este tipo de errores surge de tres fuentes mayores: la economía política de la producción intelectual, que ha convertido la ciencia en mercancía; la fragmentación y jerarquización institucional de los conocimientos; y la filosofía reduccionista que concuerda tan cómodamente con el capitalismo.
Uno de los errores compartidos más típicos es el plantear el problema en forma muy estrecha. Las explicaciones de un fenómeno vienen desde afuera entonces y lo mejor que podemos hacer es identificar “variables independientes” y asociarlas con los fenómenos de interés mediante un análisis de regresión estadística. El problema es que no se explica a qué se deben las variables independientes, ni si en realidad las variables independientes y dependientes están ligadas en un ciclo de retroacción, lo cual se puede confundir por completo.
Veamos la relación entre la producción y los precios de los alimentos. El modelo indica que las fallas en la producción debido a sequías o inundaciones y plagas reducen la producción, resultando en un alza de precios y por lo tanto en hambre. Más aún, genera una correlación negativa entre los precios y la producción. Es útil porque revela cómo funciona la retroacción negativa y explica cómo el análisis estadístico puede engañar, pero se le puede criticar porque no incluye otros elementos, no separa, por ejemplo, los precios recibidos por el productor de los pagados por el consumidor. Y la idea de que la producción reduce precios es de sentido común solamente en una sociedad de mercado —bajo el feudalismo los precios a corto plazo fueron fijados más por costumbre y en el socialismo por política social.
Pero un alza de precios aumenta la producción, generando una correlación positiva. Cuando las condiciones de producción y los precios en la economía general varían podemos ver correlaciones positivas, negativas o ninguna correlación aun cuando interactúan fuertemente. En el mercado internacional, la correlación es positiva, indicando que la variación en los precios más que las condiciones de producción empujan el sistema.
Esto es un fenómeno de la retroacción negativa (el signo de la retroacción es el producto de los signos de los vínculos) y opera en muchos sistemas: en la relación de depredador y presa, la glucosa y la insulina, una epidemia y la intervención médica, la ansiedad y la glucosa. Entender la retroacción (tanto positiva como negativa) es un paso elemental hacia la complejidad.
Otro error común es el tratar como mutuamente excluyentes y opuestos lo biológico y lo social, fisiológico y psicológico, genético y ambiental, determinista y aleatorio, intelectual y emocional, libre y determinado, orden y caos, interno y externo (una influencia externa es comúnmente interna a un objeto más grande). Aquí lo importante no es asignar pesos relativos a las dos variables como “factores“ sino estudiar su dependencia recíproca.
En la historia de la ciencia nos ha sorprendido muchas veces descubrir que lo que vimos como constante y fijo resulta ser variable. Los huesos no son soportes pasivos del cuerpo sino muy activos en la formación de la sangre. La grasa en el cuerpo es más que el almacén de energía, es muy activa metabólicamente. Los nervios pueden regenerarse. El cerebro puede reubicar funciones. Los genes cambian su actividad según su ambiente. Los oprimidos pueden rebelarse.
El mismo Ser, el Yo de la sicología, tampoco es una constante fijo que tenemos que excavar por debajo de la basura que la sociedad le ha tirado encima, sino una obra en progreso que podemos nutrir: “al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”, dice Eduardo Galeano. Las especies cambian. Los sistemas sociales son pasaderos, etapas en la sucesión de sociedades. El cambio es tan universal que podemos decir que “las cosas” son fotos instantáneas de los procesos. Entonces, hay que entrar más en el estudio del proceso como tal, que se aplica tanto a procesos naturales como sociales. La actitud newtoniana tomaba el equilibrio como la condición natural de las cosas y el movimiento es algo que hay que explicar mediante fuerzas externas. El acercamiento dialéctico es lo opuesto: el cambio es la condición “natural” y el equilibrio tiene que explicarse.
El estudio matemático de procesos no lineales ha demostrado que, aun sin influencias externas, un proceso sencillo puede resultar en movimiento permanente o periódico, lo que se llama caos. Pero no es necesario ser matemático. La tarea de la matemática es educar la intuición para que lo arcano se haga obvio y hasta trivial. Una vez que se hace, podemos ver un sistema y decir que su inestabilidad viene de retroacciones positivas o negativas con demoras u otras combinaciones de retroacciones. Podemos preguntar por qué el mismo proceso puede resultar en consecuencias opuestas, por qué un medicamento que energiza también puede ser calmante, cómo la persistencia de la ansiedad después de un incidente de estrés puede influir el efecto de la insulina sobre la glucosa, por qué un episodio de represión policiaca puede provocar tanto la furia y el temor, la resistencia y la pasividad.
Las cosas que nos interesan tienen más conexiones de lo que imaginamos. En vez de plantear un problema en sus términos mínimos, extraído de su contexto y tratado como constante, es más útil empezar formulando el problema de manera tan amplia que, si bien fácilmente quepa una solución, al examinar sus conexiones, que de primera intención pueden aparecer absurdas, se pueda justificar después la simplificación provisional y entonces volver al todo.
Tenemos que reconocer que los fenómenos del mundo existen en diferentes niveles de organización a la vez y ningún nivel es más fundamental que los otros. Las moléculas determinan las reacciones químicas al interior de la células, pero la evolución del cuerpo determina cuales moléculas están allí y el estado de ánimo puede guiar la actividad celular. La estructura del cerebro hace posible nuestros pensamientos pero no los determina (como la línea telefónica facilita la conversación pero no determina lo que decimos). A cada nivel tenemos dinámicas propias pero ligadas a otros niveles.
Finalmente, podemos dirigir toda la perspicacia de la crítica de la ciencia hacia nosotros mismos: si entendemos el patrón de conocimiento e ignorancia en la ciencia contemporánea, cómo se formó su agenda actual, dónde es más acertada y dónde falaz, y si examinamos la procedencia de nuestros propios pensamientos y preferencias intelectuales, si reconocemos nuestra estética investigativa, estaremos entonces en mejor condición de guiar nuestro trabajo conscientemente, congruente con nuestros valores. Y así podemos a la vez defender y criticar la ciencia.
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Richard Levins
Harvard School of Public Health. |
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como citar este artículo →
Levins, Richard. (2014). Las dos caras de la ciencia. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 12-15. [En línea]
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Humberto Rendón Carmono, Angelina Martínez Yrízar
y Diego R. Pérez Salicrup
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Los bosques son el hábitat para un considerable número de especies y, como todos los ecosistemas terrestres y acuáticos, generan a través de sus funciones múltiples servicios esenciales para el mantenimiento de los sistemas que soportan la vida en la Tierra. Tales servicios, llamados ecosistémicos o ambientales, son procesos que conservan la fertilidad de los suelos, controlan la erosión, mitigan sequías e inundaciones, purifican el agua y el aire, contribuyen a la estabilidad del clima y proveen de bienes extractivos como agua, alimentos, madera, leña y productos medicinales, por mencionar sólo algunos. En definitiva, los ecosistemas realizan funciones y suministran servicios que son indispensables para el bienestar social y la supervivencia humana.
La capacidad de los ecosistemas para proveer servicios puede alterarse temporalmente como consecuencia de disturbios naturales. Sin embargo, por más catastróficos que nos puedan parecer, éstos forman parte de un escenario en el cual las especies evolucionan, de tal modo que, después de un cierto periodo, los ecosistemas y su capacidad para abastecer servicios se pueden restablecer. Dicha capacidad también puede alterarse como consecuencia del disturbio derivado de las actividades humanas, disturbios antropogénicos, mas el problema es que no tenemos mucha idea de si los ecosistemas y su capacidad para proveer servicios se pueden restablecer tras los disturbios y, si lo hacen, cuánto tiempo les toma recuperarse. Algunos de los disturbios antropogénicos pueden ser muy sutiles pero continuos, como la acumulación de nitrógeno en la atmósfera derivada de la actividad industrial; otros pueden ser aparentemente muy drásticos, como el aprovechamiento de madera en un rodal de pinos, o muy severos como la deforestación. A este respecto, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) indica que durante el periodo de 2000 a 2005 se perdieron por año 14.5 millones de hectáreas de bosques a nivel mundial, principalmente de bosques tropicales que representan casi la mitad de la cubierta forestal del mundo. Esta destrucción es atribuida a las actividades humanas, principalmente al desmonte con fines agrícolas y ganaderos, al corte indiscriminado de madera y a la extracción no regulada de productos forestales no maderables, como fibras, resinas y látex. Los desarrollos turísticos, que han tenido un rápido crecimiento en los últimos cuarenta años, también han aumentado el impacto negativo del desmonte y la presión sobre los ecosistemas, ya que generalmente la demanda de agua y otros recursos naturales aumenta considerablemente con esa actividad. En la transición hacia una mayor economía de servicios, surge la pregunta: ¿cómo alcanzar un desarrollo en armonía con los intereses de los distintos actores sociales involucrados y el ambiente? Más allá de la madera...
Ante la creciente demanda de recursos naturales destinados a satisfacer las necesidades humanas y al mismo tiempo de conservar los procesos asociados a los bosques, diversos autores han planteado la urgencia de implementar un enfoque de aprovechamiento forestal que asegure que tales procesos continúen existiendo en niveles aceptables para el beneficio de las generaciones actuales y futuras, una opción que, en teoría, puede permitir un equilibrio entre la satisfacción de las necesidades humanas y la conservación de los ecosistemas. Sin embargo, en la práctica resulta complejo porque enfrenta el reto de conservar la biodiversidad, los procesos y funciones de los ecosistemas, a la vez que se hace uso de ellos. Debido a que los recursos naturales no son infinitos y “están ahí para ser aprovechados por el hombre”, resulta obvio que es necesario un cambio de paradigma para modificar nuestros patrones de apropiación, uso y consumo de los recursos naturales para alcanzar ese equilibrio.
Mientras que la mayoría de los bosques se aprovechan con múltiples propósitos, la fao reportó en 2005 que únicamente 11% de los bosques del mundo ha sido designado para la conservación de la diversidad biológica y que un tercio se aprovecha para extraer madera y productos no leñosos. En países como el nuestro, diverso en ecosistemas y especies, pero con graves limitantes económicas e institucionales, es claro que no toda la biodiversidad quedará asegurada por un sistema de áreas naturales protegidas. Además, prácticamente todas estas áreas son aprovechadas por comunidades rurales que allí viven legalmente y cuya subsistencia depende de la extracción de recursos maderables y no maderables. Ante la amenaza de cambios permanentes en el uso del suelo (como la conversión a uso urbano o agrícola de alta intensidad), el aprovechamiento forestal se presenta como una alternativa para la cual es urgente encontrar mecanismos que permitan mantener la biodiversidad existente y, en esa medida, la capacidad de los ecosistemas de proveer servicios. La necesidad de un nuevo enfoque
Entre las primeras investigaciones realizadas para demostrar que la biodiversidad contribuye a mantener las funciones de los ecosistemas se destacan las que reportan que procesos clave, como la productividad primaria, dependen de la riqueza de especies y que el número de grupos funcionales presentes, esto es, grupos de especies que realizan funciones semejantes (por ejemplo, las que fijan nitrógeno o las de hábito caducifolio), predicen mejor la productividad del ecosistema que la sola riqueza de especies. En un esquema de uso de los ecosistemas donde se busca la mayor rentabilidad económica posible, se puede llegar a pensar que es más importante conservar aquellas especies que cumplen con las propiedades o funciones de interés para el usuario en vez de conservar la riqueza de especies en su totalidad. Sin embargo, este argumento se debilita si se considera que un ecosistema, como unidad integral de la naturaleza, realiza mejor sus funciones cuando el conjunto de especies que lo compone está completo.
Como parte del consenso de que el manejo forestal actual debe cambiar para conservar la biodiversidad y proteger el funcionamiento de los bosques, se han propuesto nuevas alternativas (por ejemplo, la nueva silvicultura, silvicultura ecológica, manejo ecosistémico, retención estructural, nuevas perspectivas, silvicultura análoga, etcétera) para referirse a nuevos enfoques de aprovechamiento que incluyen la conservación de al menos una fracción de la biodiversidad. En este sentido, los enfoques de manejo forestal más discutidos son tres: 1) el corte convencional (Conventional Logging), 2) el aprovechamiento maderable sostenible (Sustainable Timber Management), y 3) el aprovechamiento forestal sustentable (Sustainable Forest Management). El primero se caracteriza por ser un enfoque con visión de corto plazo y no incluye acciones que promuevan el manejo por medio de la regeneración natural, pero debido a que con frecuencia carece de la regulación técnica gubernamental suficiente, existe el riesgo de que el manejo implementado por este enfoque lleve al bosque a una degradación paulatina, propiciando así su conversión hacia otros usos. El segundo es un sistema de manejo que tiene como meta el rendimiento o la producción sostenida de un producto —por ejemplo de la madera—, sin que disminuya en el largo plazo, pero aun cuando puede causar un menor daño a la vegetación remanente, es posible que no logre mantener la biodiversidad en su totalidad, ni los procesos del ecosistema. Por su parte, el tercero es un sistema de manejo que tiene como meta la producción sostenida de diversos recursos del bosque; es decir, de una gama de productos y servicios mediante un uso múltiple del bosque en el largo plazo. Este enfoque persigue alcanzar un manejo ambientalmente apropiado, socialmente benéfico y económicamente viable para las generaciones presentes y futuras. En adición a los enfoques de manejo que buscan minimizar los impactos causados por la extracción, hay nuevos mecanismos para reducir los daños que incluyen iniciativas con incentivos económicos que promueven el pago por servicios ambientales, tales como el almacenamiento de carbono (retenido en la biomasa), la captación de agua y la recarga de acuíferos. En tales casos, la idea es conservar intactas grandes áreas de bosques y con ello mantener procesos naturales en gran escala. ¿Cuánto extraer sin dañar permanentemente? Existen varias definiciones de aprovechamiento forestal sustentable, pero quizás la definición más sencilla es la que considera el principio básico de alcanzar un balance entre las demandas en aumento de recursos forestales y sus beneficios en la sociedad, y la preservación de la salud de los bosques y su biodiversidad, en otras palabras, imitar a la naturaleza tanto como sea posible. Si bien hay claras coincidencias en que dicho principio debe prevalecer como guía en el aprovechamiento forestal, las soluciones para lograr tal meta en contextos concretos aún se antojan distantes, dado que existe un vasto campo de investigación sobre el tema que requiere ser atendido en forma urgente.
En los bosques que se encuentran bajo algún sistema de corte selectivo de madera, el principal reto para alcanzar un aprovechamiento sustentable en el largo plazo es asegurar la regeneración eficiente de las especies aprovechadas y reducir al máximo los cambios biofísicos (por ejemplo, calidad de luz, cantidad de agua y nutrimentos) de los sitios aprovechados. Para lograrlo es fundamental analizar hasta qué punto el corte selectivo reduce la abundancia de las especies cosechadas, altera la estructura de edades de las plantas aprovechadas y genera de manera simultánea cambios en el ambiente lumínico y las condiciones del suelo. Lo anterior es central en el manejo del bosque, ya que dichos cambios modifican la dinámica de la regeneración natural, tanto de las especies cosechadas como de las no cosechadas, pudiendo incluso llevar a la pérdida local de algunas de ellas. El impacto de la cosecha de madera en la dinámica de la regeneración natural también depende de la intensidad con la cual se realice la extracción, es decir, dependerá del número de individuos cortados y su tamaño, de las herramientas usadas para el corte, el equipo utilizado para el transporte de la madera (maquinaria o tracción animal), la apertura de nuevos caminos, etcétera, todo lo cual afecta a la vegetación más allá del corte. Por lo tanto, es de esperar que las prácticas de aprovechamiento forestal implementadas en cada sitio serán un factor clave para acelerar, retardar o impedir la recuperación del bosque. Debido a que los ecosistemas son altamente dinámicos y están influidos por factores externos que cambian continuamente con el tiempo, diferentes regiones requerirán distintas estrategias de aprovechamiento. Esto implica que los criterios que definen el manejo sostenible deben adaptarse constantemente a las nuevas circunstancias y reflejar no sólo las condiciones ecológicas, sino también las dimensiones políticas, económicas y sociales de cada lugar. La reparación natural de los daños
Después de un disturbio natural o antrópico, la regeneración de los bosques ocurre típicamente mediante dos mecanismos: 1) por la vía de la germinación de semillas y el establecimiento de plántulas, llamada también regeneración sexual; y 2) por la del crecimiento vegetativo o regeneración asexual, que consiste en la formación de nuevos tallos o rebrotes a partir de la activación de meristemos o yemas de crecimiento, localizados en troncos remanentes y raíces de las plantas dañadas o cortadas. El rebrote es un atributo común entre muchas especies que permite que las plantas recuperen su biomasa y persistan en un sitio después de un disturbio. El éxito de cada mecanismo de regeneración dependerá de las especies presentes y su capacidad para responder a diferentes daños, del tipo de daño, su intensidad y frecuencia, así como de las condiciones ambientales particulares de cada sitio.
Por las ventajas y sus implicaciones para los programas de manejo forestal, la capacidad de rebrote en las plantas ha sido un tema muy estudiado con distintos propósitos. En primer lugar, se ha evaluado como un mecanismo de regeneración natural en la rehabilitación y recuperación de sitios que han sido desmontados y quemados, y en varios países se ha estudiado con la finalidad de obtener recursos adicionales como forraje y madera. También se ha analizado en zonas afectadas por fuertes vientos que causan severos daños en los árboles, así como en sitios sometidos a pastoreo o que han estado sujetos al barbecho o cultivo y son posteriormente abandonados. Todos estos estudios coinciden en señalar que el rebrote constituye un mecanismo eficiente de regeneración natural que mitiga los efectos de un disturbio y que, en teoría, en sitios aprovechados o con extracción de madera permite realizar cosechas periódicas de un mismo individuo sin ocasionarle la muerte. Debido a que las especies con una regeneración preferentemente vegetativa experimentan una menor mortalidad de individuos que las especies que se regeneran principalmente por la vía de las semillas, la presencia y dominancia de especies con regeneración asexual puede influir en los patrones de riqueza de especies en un sitio dado. Por ello, el rebrote representa una estrategia de persistencia de las especies leñosas y es un camino de regeneración que influye en la composición y dinámica de la vegetación. Sin embargo, debido a que la inducción del rebrote como respuesta a la pérdida parcial o total de biomasa aérea puede conducir a cambios fisiológicos en las plantas, estos cambios tendrán repercusiones sobre los dos mecanismos de regeneración ya mencionados. Por ejemplo, en ambientes donde el fuego es un disturbio frecuente, las especies asignan más recursos al almacenamiento de carbohidratos que se destinan al crecimiento (rebrote) de estructuras de soporte (tallos) y menos a la formación de estructuras reproductivas. Como consecuencia, dichas especies tienden a tener una baja producción de semillas y un menor reclutamiento de plántulas con respecto a especies que se regeneran por la vía sexual, lo que sugiere una disyuntiva (tradeoff) entre persistencia y reproducción en la historia de vida de las plantas. ¿Son compatibles el aprovechamiento forestal y la conservación? En México, diversas especies silvestres se encuentran sujetas al corte selectivo de madera; un ejemplo muy particular es un grupo de especies de bosque tropical caducifolio conocidas como vara blanca (del género Croton, familia Euphorbiaceae), cuyos tallos se utilizan como tutores en diversos cultivos hortícolas. Considerando la escasez de información sobre la extracción de recursos forestales del bosque tropical caducifolio en general y la alta demanda de tallos de vara blanca para la horticultura, en 2004 iniciamos un estudio en la costa de Jalisco donde existe una activa extracción de este recurso, el cual se diseñó con la finalidad de evaluar a nivel de comunidad vegetal los cambios en la diversidad y abundancia de las especies cosechadas y no cosechadas durante el corte selectivo de la vara. Con este trabajo buscábamos aportar información que permitiera evaluar si las prácticas actuales de extracción de madera son compatibles con la conservación del bosque o si dichas prácticas deben ser modificadas.
Nuestros resultados señalan cinco elementos importantes que indican la falta de compatibilidad entre la forma en la que se realiza la extracción de la madera y la conservación del bosque en dicha región. El primer elemento es una reducción en la diversidad de especies leñosas en los sitios aprovechados a medida que aumenta la intensidad del corte de vara. El segundo elemento indica que a nivel de la comunidad ocurren cambios en los patrones de densidad relativa, área basal relativa y número de tallos por especie, ya que se extrae todo el recurso disponible en las áreas autorizadas para el corte. El ter cer elemento muestra una fuerte dominancia de la especie de mayor uso (Croton septemnervius McVaugh), especialmente en las áreas de bosque donde la extracción se autorizó en dos ocasiones (1985 y 1998). También encontramos que la actividad de corte promueve el establecimiento y la abundancia de especies de rápido crecimiento que son indicadoras de disturbio y que llevan al ecosistema a otras trayectorias de regeneración. Desde el punto de vista de la disponibilidad de tallos que provean de tutores a la horticultura, el aumento en la dominancia de C. septemnervius es positivo; sin embargo, ocurre a expensas de la reducción en la abundancia relativa de algunas especies de bosque maduro, conduce al aumento en densidad de otras especies de carácter secundario y, en última instancia, ocurre a expensas de una reducción en el número total de especies en los sitios aprovechados. Los resultados de nuestro estudio sugieren que, para alcanzar una extracción sustentable de vara blanca, los criterios de aprovechamiento deben cambiar y basarse en una caracterización de la comunidad vegetal antes del corte. Un inventario forestal previo permitiría documentar no sólo la diversidad de especies leñosas en su totalidad, sino también determinar parámetros poblacionales como la densidad y distribución de tamaños de cada una de las especies (cosechadas y no cosechadas).Esto como un primer paso, no sólo para definir el tamaño y número de tallos a cortar de las especies de interés, sino para determinar la condición del sitio en ausencia de corte. Un plan de manejo con un diseño robusto debería también incluir una evaluación de la capacidad de rebrote de cada una de las especies cortadas, las tasas de mortalidad de los rebrotes y tocones, y un análisis del crecimiento, además de una evaluación del impacto del corte repetido sobre estas variables en el largo plazo. Tales aspectos fueron incorporados en nuestro estudio que, a la fecha, indica que de 2004 a 2009 hubo una alta mortalidad de rebrotes y tocones como consecuencia de una sucesión de años muy secos en las etapas iniciales del rebrote. Se concluye también, corroborando otras fuentes de información en esta materia, que la evaluación integrada de estos mecanismos —a la luz de la diversidad y el funcionamiento de los bosques y el manejo forestal—, es fundamental para el ajuste exitoso de la gestión forestal a los obstáculos y dinámicas impuestas por el cambio global y las fuerzas socioeconómicas actuales. El aprovechamiento de los bosques y sus recursos es un tema que ha transitado con el tiempo hacia un paradigma de manejo sustentable. La meta es conciliar el aprovechamiento de los bosques y sus recursos con la conservación de sus procesos y funciones. Para lograrlo son fundamentales los estudios ecológicos muy detallados en cuanto a la composición y estructura de los bosques, la disponibilidad del recurso y los niveles de extracción que se pueden aplicar sin poner en riesgo la resiliencia de las áreas aprovechadas. También es necesario un enfoque de manejo adaptativo que incorpore la integración de aspectos ecológicos, económicos y sociales de cada lugar. Se trata, finalmente, de mantener un proceso continuo de evaluación de los programas de manejo con base en los resultados de las intervenciones y el avance en nuestro conocimiento científico sobre el comportamiento de las especies y los sitios aprovechados con el fin de mejorarlos. La implementación de este enfoque de manejo requiere voluntad política para incorporar dicho conocimiento a los programas de manejo y como guía para la autorización de los permisos de extracción, así como un cambio de paradigma sobre la forma en que hacemos uso de los recursos naturales que, evidentemente, no ha dejado de impactar fuertemente el ambiente. |
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Referencias bibliográficas
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Humberto Rendón Carmona
Universidad Intercultural Indígena de Michoacán. Es profesor-investigador de la Universidad Intercultural Indígena de Michoacán. Tiene amplia experiencia en el tema del aprovechamiento de recursos forestales no maderables y regeneración natural del bosque tropical caducifolio en México.
Angelina Martínez Yrízar
Instituto de Ecología, Universidad Nacional Autónoma de México, Unidad Hermosillo.
Es investigadora titular del Instituto de Ecología, UNAM, Unidad Hermosillo. Es ecóloga de ecosistemas y su investigación se centra en el estudio de la estructura y funcionamiento del bosque tropical seco y el desierto Sonorense. Reconoce el apoyo del PASPA-UNAM para una estancia sabática 2011-2012 en la Universidad de Arizona y al papiit-dgapa por el apoyo al proyecto IN-224610.
Diego Rafael Pérez Salicrup
Centro de Investigaciones en Ecosistemas, Universidad Nacional Autónoma de México.
Es investigador titular del Centro de Investigaciones en Ecosistemas, UNAM. Experto en ecología de manejo de recursos forestales, está enfocado en investigar las consecuencias de actividades humanas en la estructura y composición de bosques tropicales y generar el conocimiento ecológico necesario para aspirar a niveles cada vez más sostenibles de manejo.
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como citar este artículo →
Rendón Carmona, Humberto; Angelina Martínez Yrízar y Diego R. Pérez Salicrup. (2014). Los bosques, sus bienes y servicios: los retos del manejo forestal sustentable. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 28-35. [En línea]
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Ana Isabel Moreno, Mariana Vallejo Ramos,
Alejandro Casas y José Juan Blancas
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México es un país con alta riqueza de pueblos originarios
(57 principales, hablantes de 297 lenguas) que han interactuado por miles de años con la también elevada diversidad biológica que caracteriza su territorio. Derivadas de tal interacción, existen expresiones notables de la diversidad biocultural, como: a) la domesticación de alrededor de doscientas especies de plantas muy importantes a nivel mundial, como el maíz, varias especies de frijol, chile, calabaza y amaranto, el algodón y el cacao, por nombrar algunas; b) la domesticación incipiente de varios cientos de especies de importancia local o regional, entre ellas una gran diversidad de especies de cactáceas, leguminosas, cucurbitáceas, quelites, árboles y arbustos frutales; c) el conocimiento etnobotánico de cerca de 7 000 de las 24 000 especies de plantas registradas en el país, así como el de cientos de especies de insectos, aves, mamíferos, anfibios y reptiles que son utilizados como recursos y forman parte de la cosmovisión de los pueblos mexicanos; y d) el desarrollo de importantes sistemas tradicionales de manejo forestal, agroforestal y agrosilvopastoril, la mayor parte de los cuales son de origen prehispánico y cuya permanencia se puede verificar en la actualidad, así como otros más que se desarrollaron con la incorporación de especies y técnicas de manejo de ecosistemas posteriores a la conquista y durante la colonización europea.
Entre la riqueza de sistemas de manejo se destacan los agroforestales tradicionales, formas de manejo de la tierra en las que se incorporan árboles, arbustos y hierbas, incluyendo tanto especies y variedades silvestres como con niveles avanzados de domesticación. Dichos componentes se encuentran interactuando con los cultivos principales y comúnmente también con diversas especies animales, silvestres y domesticadas. Algunos ejemplos notables de éstos son los sistemas extensivos de descanso largo desarrollados en las selvas bajas, como el “tlacolol” en Guerrero y el “coamil” en las selvas bajas de Nayarit y Jalisco y los sistemas de milpa de la península de Yucatán. También existen ejemplos de sistemas intensivos como los metepantles en las zonas secas y templadas, la agricultura de campos drenados o elevados como las chinampas y calales en los humedales del centro de México y, desde luego, los solares o huertos familiares encontrados en una gran diversidad de contextos socioecológicos. Los sistemas agroforestales tradicionales en México y en el resto del mundo son importantes porque: a) constituyen la síntesis de formas profundas, locales, de concebir las relaciones entre los seres humanos y la naturaleza, los rituales, las percepciones, los valores, los conocimientos detallados sobre el ambiente en el que se desarrollan, y expresan prácticas pertinentes para contextos específicos de especies y sus variedades, comunidades bióticas y paisajes locales; b) conservan la diversidad biológica en general, pero también de variedades y especies nativas, endémicas y de importancia biocultural, incluyendo algunas de las que se encentran en distintas categorías de riesgo —además de comunidades bióticas y paisajes que bajo otras formas de manejo no se tolerarían; c) proporcionan diversos recursos, tanto para las comunidades que los manejan como para escalas regionales, nacional e incluso global, entre los que destacan alimentos, ornamentos, combustibles, forrajes, fibras, medicinas y materiales para construcción; d) contrarrestan la erosión genética al conservar importantes especies cultivadas nativas y al desarrollar procesos actuales y continuos de domesticación que generan nueva diversidad en numerosas especies valiosas a nivel local, regional, nacional y global; e) constituyen estrategias para la solución de numerosos problemas ambientales, como la conservación y restauración ecológica y el cambio climático global; y f) los sistemas agroforestales tradicionales son proveedores de servicios ecosistémicos, incluyendo el mantenimiento de poblaciones de polinizadores, la protección de suelos y agua, que favorecen la fertilidad del suelo y la recuperación de áreas aprovechadas cuando éstas se dejan en descanso. No obstante lo anterior, dichos sistemas tradicionales están bajo la presión de diversos factores que han determinado cambios negativos para la diversidad biocultural, incluyendo la disminución en la riqueza y la diversidad a escala local y de paisaje, los cambios en la composición de especies, la disminución de especies nativas, la introducción y dominancia de especies exóticas comerciales, la pérdida de cosmovisiones, conocimientos y prácticas tradicionales. Entre los factores que influyen en tal pérdida se pueden mencionar los cambios culturales asociados a procesos migratorios, en la tenencia de la tierra, en programas gubernamentales que desincentivan el mantenimiento de áreas forestales dentro de parcelas agrícolas, y la promoción de políticas modernizadoras de agricultura intensiva. La pérdida de tal patrimonio biocultural significa la pérdida de oportunidades para hacer frente a los retos futuros y garantizar la seguridad alimentaria de nuestros pueblos. Por eso, generar acciones en distintos sectores de la sociedad para salvaguardarlos y desarrollarlos resulta de primordial importancia. Por fortuna se están desarrollando estrategias conjuntas entre organizaciones no gubernamentales y campesinas, centros de investigación y universidades con el fin de caracterizar, inventariar, revalorar e innovar las técnicas propias de tales sistemas tradicionales; de hecho, éstos comienzan a ser considerados como parte del patrimonio biocultural de los pueblos mesoamericanos. En este contexto presentamos un panorama general de la información que nuestro grupo de investigación ha generado sobre los sistemas agroforestales de las zonas templadas, áridas y aluviales de la Reserva de la Biósfera Tehuacán-Cuicatlán. Tiempo, cultura y biodiversidad El valle de Tehuacán es una zona semiárida del centro de México; su alta diversidad de climas, suelos, geoformas e interacciones ecológicas ha influido en la alta riqueza de especies (esto es cerca de 3 000 especies de plantas) y la alta diversidad de comunidades bióticas que allí se desarrollan (37 tipos de asociaciones vegetales), pero el modelado del paisaje también ha sido influenciado por los seres humanos, que han habitado el área desde hace aproximadamente 10 000 años.
Los sistemas agroforestales En el valle de Tehuacán-Cuicatlán los sistemas agroforestales (figura 1) se encuentran en: a) las zonas templadas de las montañas que rodean el valle; b) los sistemas de temporal de laderas y pie de monte de las zonas secas ocupadas por bosques de cactáceas columnares; c) los valles aluviales de la región, donde han sido desplazados por agricultura intensiva de riego y ya sólo quedan algunos relictos; y d) los solares o huertos asociados a la vivienda.
Conclusiones Los sistemas agroforestales tradicionales de México, en general, y los del valle de Tehuacán, en particular, tienen un importante lugar en la continuidad biocultural y la defensa de los pueblos de México e incluso en la identidad y la seguridad alimentaria nacional y mesoamericana. Tales formas de manejo son importantes espacios para el mantenimiento y desarrollo de la diversidad biocultural, que incluye la diversidad nativa e introducida y que, como se mencionó anteriormente, proporciona numerosos beneficios a los seres humanos y ayuda a la resolución de la problemática ambiental a partir de proporcionar soluciones y por su papel como laboratorios de experimentación para el manejo y la domesticación.
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Agradecimientos
Agradecemos la hospitalidad y generosidad de los habitantes del valle de Tehuacán Cuicatlán para la realización de estas investigaciones apoyadas por el programa unam-dgapa-papiit ia2032132 “Caracterización de sistemas agroforestales tradicionales de México desde un enfoque biocultural” papiit in205111-3 y conacyt, Proyecto cb-2008-01-103551
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Referencias bibliográficas
Blancas, José, et al. 2010. “Plant Management in the Tehuacán-Cuicatlán Valley, Mexico”, en Economic Botany, vol. 64, pp. 287-302.
Casas, Alejandro, et al. 2008. “In situ management and conservation of plant resources in the Tehuacán-Cuicatlán Valley, México: an ethnobotanical and ecological approach”, en Current topics in Ethnobotany, Ulysses Paulino de Albuquerque y Marcelo Alves Ramos (eds.) Research Signpost, Kerala, India. Cuevas-Reyes, Pablo. 2010. “Importancia de la resiliencia biológica como posible indicador del estado de conservación de los ecosistemas: implicaciones en los planes de manejo y conservación de la biodiversidad”, en Biológicas, vol. 12, núm. 1, pp. 1–7. Dávila, Patricia, et al. 2002. “Biological diversity in the Tehuacán-Cuicatlán Valley, Mexico”, en Biodiversity and Conservation, vol. 11, pp. 421-442. Moreno-Calles A., V. Toledo y A. Casas. 2013. “Los sistemas agroforestales tradicionales de México: una aproximación biocultural”, en Botanical Sciences, vol. 91, núm. 4, pp. 1-24. __________, et al. 2012. “Traditional agroforestry systems of multi-crop ‘‘milpa’’ and ‘‘chichipera’’ cactus forest in the arid Tehuacán Valley, Mexico: their management and role in people’s subsistence”, en Agroforestry Systems, vol. 84, pp. 207-226. __________, et al. 2010. “Agroforestry systems and biodiversity conservation in arid zones: the case of the Tehuacán-Cuicatlán Valley, Central México”, en Agroforest Systems, vol. 80, pp. 315-331. Valiente-Banuet, Alfonso, et al. 2009. La vegetación del Valle de Tehuacán-Cuicatlán. unam, conabio, Fundación Cuicatlán, México. |
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Ana Isabel Moreno Calles
Escuela Nacional de Estudios Superiores, Universidad Nacional Autónoma de México.
Estudió ingeniería agrícola en la Facultad de Estudios Superiores Cuautitlán, UNAM y se doctoró en el Centro de Investigaciones en Ecosistemas también de la UNAM. Actualmente es profesora en la Escuela Nacional de Estudios Superiores Unidad Morelia, UNAM. Sus principales investigaciones están relacionadas con los sistemas agroforestales tradicionales en México. Mariana Vallejo Ramos
Centro de Investigaciones en Ecosistemas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Es bióloga y maestra en ciencias por la Facultad de Ciencias, UNAM. Actualmente estudia el doctorado en el Centro de Investigaciones en Ecosistemas, UNAM. Su línea de investigación son los sistemas agroforestales de los bosques templados y zonas templadas del valle de Tehuacán. Alejandro Casas Fernández Centro de Investigaciones en Ecosistemas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Realizó la licenciatura en biología y la maestría en ciencias en la Facultad de Ciencias de la UNAM. Es doctor por la School of Plant Sciences, en la Universidad de Reading, Inglaterra. Dentro del Centro de Investigaciones en Ecosistemas, UNAM, dirige el Laboratorio de Ecología y Evolución de Recursos Vegetales.
José Juan Blancas Vásquez
Centro de Investigaciones en Ecosistemas, Universidad Nacional Autónoma de México.
Es biólogo por la Facultad de Ciencias de la UNAM. Es doctor en ciencias por el Centro de Investigaciones en Ecosistemas, UNAM. Su especialidad está relacionada con la etnobotánica y el manejo de recursos vegetales |
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como citar este artículo →
Moreno Calles, Ana Isabel; Mariana Vallejo Ramos, Alejandro Casas y José Juan Blancas. (2014). Los sistemas agroforestales tradicionales del valle de Tehuacán y su diversidad biocultural. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 42-49. [En línea]
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