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Luis Zambrano
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Un experimento que comienza con la meta de pescar en quince días más de 400 toneladas en un lago, suena ambicioso. Pero los holandeses se caracterizan por ser ambiciosos y, en 1990, decidieron sacar 75% de la biomasa de peces del lago Wolderwijd (los holandeses también se caracterizan por usar palabras impronunciables para nombrar sus lagos). El experimento buscaba entender las bases de la biomanipulación que es una técnica utilizada para restaurar ecosistemas. La biomanipulación consiste en modificar la estructura de la red trófica acuática con el fin de reducir las cantidades de algas que son las que hacen que el agua de un lago se vea verde y que a nadie le gustan (excepto a los asiduos visitantes a los lagos de Chapultepec que reman alegremente en una sopa de chícharos sin que eso les importe). Contrario a la teoría tradicional, que sugiere que lo verde de las algas sólo se podía reducir quitándoles su “alimento” (el fósforo), estos investigadores buscaron reducir las algas aumentando sus depredadores (el zooplancton); para ello la táctica fue remover a los depredadores del zooplancton: los peces.
El proyecto funcionó muy bien durante la primavera de 1991, el agua estaba transparente, pocas algas y mucho zooplancton, pero para el verano el experimento ya era un desastre. El agua estaba verde y la cantidad de zooplancton era muy baja. La explicación es que había llegado un nuevo rey: un camarón nativo que también devoraba zooplancton. La cantidad de camarones había aumentado pues su depredador, la perca (un pez también nativo), había sido una de las especies pescadas dentro del programa de biomanipulación. Libre de depredadores el camarón holandés podría crecer a sus anchas en el lago.
Este resultado mostró a muchos investigadores que los sistemas ecológicos son complejos y que no siempre aparecen las respuestas esperadas, aun cuando uno comprenda todas las variables que regulan un sistema. Pero hablar de sistemas poco predecibles no era nuevo, ya desde los años sesentas, en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT en inglés), Edward Lorenz había descubierto la complejidad del clima utilizado una de las computadoras más poderosas del momento. Lorenz se dio cuenta que aun cuando un modelo fuera muy completo para predecir el clima era imposible obtener una predicción precisa, puesto que un cambio muy pequeño (menor a una milésima) en la parte inicial de una variable del modelo generaba respuestas inesperadas en el resultado final. Este modelo fue la piedra angular de lo que hoy conocemos como la teoría del caos. Desde entonces sabemos que el clima que tenemos hoy está regulado por dinámicas caóticas, que son poco predecibles, lo cual no significa que sean totalmente al azar.
En este tipo de resultados se basan las investigaciones que hoy se conocen como dinámicas no lineales. Para saber que son estas dinámicas es más fácil definir las dinámicas lineales, que son aquellas en las que su resultado es directamente proporcional a las variables que la conforman; es decir, si las variables aumentan un poco, el resultado aumenta un poco. Mientras en las dinámicas no lineales el resultado de un grupo de ecuaciones no es directamente proporcional. Así, un cambio muy pequeño en las variables de una ecuación puede generar cambios gigantescos en la respuesta o bien un cambio muy grande en las variables explicativas puede no afectar la respuesta en lo más mínimo.
Así, cuando se busca predecir el resultado de un fenómeno sumergido en un sistema complejo (como un ecosistema) se tiene que enfrentar a cuando menos dos fuentes de incertidumbre: por un lado, la gran cantidad de variables que generan un sinnúmero de interacciones (algunas inesperadas como la de los camarones en el lago holandés) y, por otro, el comportamiento no lineal que tienen tales interacciones.
Para solucionar la primera fuente de incertidumbre los estudiosos de los ecosistemas se han abocado a reducir el número de variables. Un lago somero, por ejemplo, podrá tener de tres a diez especies de peces, de diez a quince de plantas, no menos de venticinco de algas, otras tantas de zooplancton y crustáceos y no se diga de insectos. Si uno pretendiera modelar una a una las interacciones de cada una de estas especies, la cantidad de ecuaciones sería inmanejable. Aun cuando uno se atreviera a correr el conjunto de ecuaciones apoyado por el poder actual de las computadoras, los productos de los modelos resultarían muy poco claros, por lo que no sería posible generar una predicción factible. Los modelos serían inútiles.
Uno de los primeros grandes logros en este tipo de estudios fue el darse cuenta de que hay variables (ciertas especies o ciertas interacciones entre especies) que no son muy relevantes, pues el ecosistema sigue funcionando de manera muy parecida, estén o no estén dentro del sistema. Por ejemplo, en los lagos hay especies que, independientemente de su presencia, el agua siempre estará transparente. Pero un cambio muy pequeño en ciertas especies o sus interacciones provoca que todo el ecosistema modifique su dinámica. Desde hace ya varios años se han detectado estas especies a las cuales se les puede llamar especies clave o “ingenieros ecosistémicos”. Es en estas especies en lo que hay que basar las ecuaciones cuando se quiere generar un modelo que prediga la dinámica del lago. También se dieron cuenta de que existen especies que se comportan de manera muy similar y por lo tanto se pueden agrupar como si fueran una. A este grupo se le denomina especies funcionales y se le llama trofoespecies si ocupan el mismo nicho trófico. En los últimos diez años las investigaciones basadas en especies funcionales se han intensificado mucho en la ecología de plantas y recientemente se está moldeando la teoría sobre especies funcionales en animales como los peces.
Para generar estas clasificaciones se tiene que comprender el ecosistema a fondo, así que la experiencia de un naturalista es también decisiva para una construcción correcta de dichos modelos. Es por ello frustrante que, después de mucho trabajo y tiempo dedicado a estudiar y comprender un ecosistema, existan variables que surjan de la nada (como los camarones holandeses) y modifiquen todas las predicciones que se tenían. Pero así son las reglas en la ciencia y son justo tales resultados contrarios a las hipótesis los que confirman la base de las grandes teorías.
Con este tipo de resultados en la biomanipulación y bajo la idea de reducir el número de variables que interactúan, los ecólogos comenzaron a fijarse en las relaciones no lineales que dichas interacciones generaban. De hecho, los ecólogos se comenzaron a fijar en este tipo de dinámicas casi veinte años antes. En los años setentas Sir Robert May, un australiano que posteriormente se fue a vivir a Inglaterra, y ahora es asesor del gobierno británico, había descubierto que las dinámicas caóticas en los modelos climáticos también aparecen en la ecología. Al inicio de su carrera, May trabajó en el modelo de crecimiento poblacional, que era muy sencillo, con tres variables (el número de organismos inicial, su tasa de crecimiento y la capacidad de carga de la población) pero capaz de generar dinámicas caóticas con sólo ir aumentando la tasa de crecimiento por arriba del valor de tres.
Si pueden existir dinámicas caóticas utilizando tres variables en una sola población sin incluir interacciones, ¿qué se puede esperar de múltiples especies con diferentes interacciones que están sujetas a cambios en el ambiente? En lugar de ser un problema que agobie a los ecólogos, esto ha sido una oportunidad magnifica para desarrollar la teoría de sistemas complejos en ecología.
Al principio de los noventas, otro holandés analizaba las relaciones de los lagos a partir de los resultados de sus paisanos y de varios colegas más, pero desde el ángulo de sistemas complejos. Marten Scheffer desarrolló un modelo para describir lo que estaba sucediendo en los lagos, utilizando variables basadas en la cantidad de nutrimentos en el agua, así como de algas, zooplancton y peces. Los resultados de tales modelos cambiaron los fundamentos de la limnología y sugirieron que los lagos tienen una dinámica biestable en lo que se refiere a la columna de agua; en otras palabras, que el agua de los lagos es establemente turbia o transparente. Scheffer utilizó los nutrimentos (los agrupó todos en una bolsa) como variable de perturbación que estaba relacionada con la relación de depredación entre las algas (todas las especies de algas) y el zooplancton (todas las de zooplancton). El cambio en los lagos entre un punto estable y otro es muy repentino y por ello lo denominó “cambio catastrófico” (un apelativo un poco dramático para una teoría científica).
Modelos posteriores sugirieron que no sólo existen dos puntos de estabilidad sino que pueden existir muchos. Un análisis más profundo sobre las respuestas que existen en estos modelos también han ayudado a estudiar la estabilidad de los puntos y la velocidad de los cambios en la dinámica. En los últimos años se ha buscado predecir qué tanto se puede perturbar un ecosistema sin que cambie su estabilidad, en otras palabras, queremos saber qué tan cerca estamos del cambio catastrófico cuando estamos perturbando un ecosistema. De todos estos análisis se popularizó la palabra resiliencia del ecosistema, a tal grado que los políticos la utilizan en cada uno de sus discursos cuando hablan de ecología, pero es difícil asegurar que entiendan el concepto.
En este campo han ido evolucionando los términos en pocos años. Al cambio catastrófico de un sistema estable a otro se le nombra ahora transición crítica. La profundización en este tipo de modelos ha generado una nueva línea de investigación en ecología, la de comprender los ecosistemas como sistemas complejos que pueden presentar dinámicas no lineales y que explican lo poco predecibles que pueden llegar a ser.
Comprender el funcionamiento de los ecosistemas como sistemas complejos también ha ayudado a que la sociedad comience a darse cuenta de que la relación entre humanos y ecosistema no es monodireccional, por el contrario, es bidireccional. En la conciencia social ahora existe la idea empírica de que el afectar la naturaleza tiene consecuencias, pues tarde o temprano la dinámica generada a partir de una perturbación nos afecta en la vida cotidiana; en otras palabras, hasta hace unos años se pensaba que existía una relación lineal y por lo tanto en el manejo de recursos se podía aplicar una suerte de modificación a la tercera ley de Newton: a toda acción hay una reacción inversamente proporcional y en sentido contrario. Por ejemplo, si se construye una carretera se afecta sólo unos cuantos metros del ecosistema (como el número de metros de asfalto que se coloca), lo cual, comparado con la cantidad de hectáreas de toda una cuenca es mínima. La “acción” de una carretera tendría una “reacción” del ecosistema mínima, y que además estaría subsanada con un programa de reforestación impulsado por la constructora.
Las catástrofes recientes en Guerrero y de hace unos años en Chalco y Tláhuac por los huracanes y tormentas tropicales sugieren que esta lógica es errada. A pesar de que la mayoría de las construcciones siguieron estas reglas, plantando al menos tres árboles por cada uno de los destruidos, el ecosistema ha reaccionado de manera muy diferente ante las lluvias torrenciales. En la época de lluvias gran parte del agua se infiltraba al subsuelo, pues los árboles y el pasto funcionan como barrera y esponja a la vez; con árboles en medio era mucho menos el agua que llegaba a las zonas bajas y con menor velocidad. El agua llega ahora en mayor cantidad y con mayor velocidad debido a que en lugar de estos árboles hay concreto que disminuye la fricción del agua y no permite que se infiltre al subsuelo. En cuanto a los árboles reforestados por las compañías, aun cuando todos sobrevivieran (algo que nunca sucede), la gran mayoría de las veces no se encuentran siquiera en la cuenca donde los otros árboles fueron talados. Por lo tanto, la dinámica del ecosistema en ese lugar cambió dramáticamente en época de lluvias a pesar de que la cantidad de árboles talados fuera muy poca comparada con todo el bosque que hubiera alrededor.
La estela de destrucción que dejó el huracán Katrina en Nueva Orleans es quizá el ejemplo mejor documentado sobre el fracaso de dicha ley newtoniana distorsionada que quienes manejan los recursos naturales tienen de los ecosistemas. En esa ciudad la urbanización del delta del Misisipi (con todas las reglas ecológicas que pueden imprimir las leyes norteamericanas) llevó a la destrucción de la ciudad en sólo unos días, por lo que semejante desastre ha llevado a replantear allí el manejo. Así, los nativos de los estados de Louisiana y Guerrero han aprendido que la naturaleza está basada en dinámicas no lineales, que su respuesta puede ser completamente impredecible en el mediano plazo, aun cuando se conozcan la mayoría de sus componentes.
Las dinámicas complejas no se acotan por tanto al funcionamiento del ecosistema, es necesario incluir las dinámicas sociales; la actividad humana es una variable que también cuenta con respuestas no lineales. Las dinámicas sociales son poco predecibles y también han demostrado contar con transiciones críticas a lo largo de la historia. El error ha sido considerar que los ecosistemas y las sociedades son sistemas complejos independientes que sólo interactúan en unos pocos puntos. Es necesario considerar que las sociedades son en realidad sistemas complejos inmersos dentro de un sistema complejo que es el ecosistema. A este binomio el Dr. Manolo Mass del Centro en Estudios en Ecosistemas de la unam le llama socioecosistemas.
El concepto de socioecosistemas, en donde las interacciones del humano y la naturaleza son bidireccionales, ayuda a comprender el triste destino de algunas civilizaciones antiguas, lo cual explica Jared Diamond en su libro Colapso, en donde describe cómo grandes culturas generadas en la península de Yucatán, la Isla de Pascua y Groenlandia se desmoronaron en el pináculo de su civilización. Una de las causas de dicho colapso fue el resultado de las dinámicas complejas resultantes de la interacción que tales civilizaciones tuvieron con la naturaleza. Por el contrario, civilizaciones de Nueva Guinea y la isla de Tikopia lograron mantenerse a lo largo del tiempo, todo lo cual sugiere que el destino humano depende de su relación con la dinámica del ecosistema. Los seres humanos estamos generando constantemente dinámicas sociales muy complejas que interaccionan en un sistema complejo (el ecosistema) del cual dependemos para sobrevivir, y el resultado de todas estas interacciones es poco predecible.
Es impensable considerar que existe un ecosistema prístino en el planeta, como también es impensable una sociedad aislada de las repercusiones que pueden tener los cambios en la dinámica del ecosistema, cambios que en su mayoría fueron provocados por la misma sociedad a lo largo de su historia. Puesto que los cambios en la naturaleza son de gran magnitud (deslaves, sequías, huracanes y el mismo cambio climático), la tecnología no puede reducir sus efectos para mantener la calidad de vida humana. De hecho, la misma tecnología genera más modificaciones en la dinámica de los ecosistemas, por lo tanto, aun cuando pueda actuar amortiguando algún cambio ecosistémico estará produciendo otros cambios en la dinámica del ecosistema que la pueden modificar todavía más, generando el efecto contrario al deseado; por ejemplo, la tecnología se ha volcado a producir automóviles eléctricos o eficientes en gasolina para reducir la contaminación ambiental, pero ha provocado que, al ser más barato no utilizar gasolina, se incremente el uso del automóvil y se genere contaminación por las baterías empleadas.
Uno de los problemas más grandes que tenemos es que, aun cuando es evidente la complejidad de la dinámica natural y social, la inercia en la economía y la política no ha permitido que dicho concepto se encuentre presente en los planes de manejo y desarrollo. Esta visión lineal está incluso en las leyes de conservación en México, pues se indica que si se tira un árbol para hacer una construcción se tiene que plantar en promedio tres más, considerando así que la naturaleza, lejos de ser afectada, hasta se beneficia. Tal lógica permite justificar el destruir un bosque con árboles de treinta metros de altura pues se reforestará en algún otro lugar con árboles de 1.5 metros, pero es evidente que no funciona, ya que debido a este tipo de leyes, en el Distrito Federal perdimos, únicamente en el sexenio pasado, cuando menos 500 000 árboles por construcciones viales e inmobiliarias.
El complejo sistema social genera discordancias en nuestra relación con el ecosistema. Un mismo gobernante puede hacer un discurso sobre lo importante que es la conservación de un lugar y unas semanas después justifica la autorización de la construcción de una carretera que pasará por encima de ese lugar recurriendo a la palabra desarrollo. Recientemente esta esquizofrenia ha producido documentos gubernamentales que justifican construcciones, que evidentemente destruirán un ecosistema, pero son presentados con argumentos a favor de la conservación de la naturaleza.
Nuestras sociedades están buscando permanentemente crecimiento (económico, poblacional o de infraestructura), al cual se le sinonimia con la palabra desarrollo. Pero este crecimiento perturba el socioecosistema, generando resultados impredecibles, que en su mayoría son indeseables para la calidad de vida de los humanos. Por lo tanto, el crecimiento económico o de infraestructura no necesariamente genera calidad de vida y se le debería de desasociar por completo de la palabra desarrollo.
La visión lineal del manejo de los ecosistemas subyugada por el crecimiento económico debe dejar de ser el paradigma por medio del cual nos relacionamos con la naturaleza.
La evidencia de las relaciones no lineales, tanto en la naturaleza como en la sociedad, indica que ambas (naturaleza y sociedad) están inmersas en un mismo sistema complejo que debemos de comprender y analizar, pues la mayoría de las veces genera resultados totalmente impredecibles. En especial ahora que estamos enfrentando el cambio climático.
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Referencias bibliográficas
Diamond, Jared. 2007. Colapso. Ed. De bolsillo, Madrid.
Ernstson, Henrik, et al. 2010. “Urban Transitions: On Urban Resilience and Human-Dominated Ecosystems”, en AMBIO, vol. 39, pp. 531–545. Gleick, James. 2012. Caos: la creación de una ciencia. Planeta, Barcelona. Meijer, M. L., et al. 1994. “The consequences of a drastic fish stock reduction in the large and shallow Lake Wolderwijd, The Netherlands. Can we understand what happened?”, en Hydrobiologia, vol. 275/276, pp. 31-42. Scheffer, M. 1998. Ecology of Shallow Lakes. Chapman and Hall, Londres. |
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Luis Zambrano
Instituto de Biología,
Universidad Nacional Autónoma de México. Es doctor por el Instituto de Ecología de la UNAM y estudió un posdoctorado en Wageningen Agricultural University en Holanda. Sus líneas de investigación son la ecología de redes tróficas y comunidades acuáticas para generar modelos de restauración. Actualmente es el titular a cargo del Laboratorio de Restauración Ecológica de la unam, desde 1997 es miembro fundador de la Sociedad Mexicana de Limnología, y en el 2013 fue nombrado Secretario Ejecutivo de la Reserva Ecológica del Pedregal de San Angel de la UNAM. |
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como citar este artículo →
Zambrano, Luis. (2014). La complejidad de los socioecosistemas. Ciencias 111-112, octubre 2013-marzo 2014, 16-23 [En línea]
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