revista de cultura científica FACULTAD DE CIENCIAS, UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
Busca ampliar la cultura científica de la población, difundir información y hacer de la ciencia
un instrumento para el análisis de la realidad, con diversos puntos de vista desde la ciencia.

 

       
 
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¿Cómo dijo?
 
Susana Biro
   
   
     
                     
                     
 
Aunque podría parecer que está de más hablar de la
importancia del modo en que se presenta la información, gene­ralmente la apariencia forma una buena parte de nuestra re­cepción de un mensaje. Cuan­do se trata de un texto que está dentro de nuestra área de conocimiento, seguramente ignoramos todo el betún con el cual se decora para hacerlo más atractivo. Pero en el resto de los casos es bastante más difícil desbrozar la maraña que se nos presenta, para quedarnos con los puntos centrales y una versión objetiva del tema.
 
El caso de la discusión del maíz transgénico en México nos da una excelente oportunidad para mirar con cuidado las maneras en que se está comunicando un tema controvertido de ciencia que involucra a una parte importante de la sociedad. En esta discusión no sólo vemos —como es de esperarse— a los productores y potenciales consumidores de las semillas genéticamente modificadas. También entran asociaciones de científicos, grupos ecologistas y asocia­cio­nes civiles. Incluso los medios de comunicación juegan un papel importante al selec­cio­nar o enfatizar cierta información por encima de otra.

En este breve texto les pro­pongo hacer una revisión de los actores en la discusión del maíz transgénico en nuestro país y los mensajes que éstos han plasmado en la red de ­redes. He seleccionado una página para cada uno de los actores que identifico, esperando que sea representativa. No voy a decir nada de cada una, sino que las voy a dejar ha­blar por sí mismas. De modo que pueden ver lo que sigue como un menú de degustación, en el que sugiero el orden y algunos criterios para la apreciación, pero cada quién hará su camino.
 
Probablemente Monsanto sea un buen punto de partida. Esta compañía transnacional de biotecnología que quisiera vender ampliamente sus pro­duc­tos en México tiene una pá­gina especialmente para no­sotros (www.monsanto.com.mx). Uno de sus opositores más evidentes es la asociación eco­logista Greenpeace, que —en­tre otras cosas— está en contra del uso de organismos gené­ti­ca­mente modificados y que tie­ne una delegación en nuestro país (www.greenpeace.org/mexico). En representación del gobierno y de los intereses de los campesinos pueden acudir al sitio de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, ­Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (sagarpa.gob.mx).

Para conocer la opinión y las recomendaciones de los científicos, vean la página de la Academia Mexicana de Cien­cias (www.amc.unam.mx). Tam­bién pueden visitar la versión digital de su diario preferido para ver cómo reportan ellos el tema. Les recomiendo La Jornada (www.jornada.unam.mx) principalmente por la facilidad de acceso a la informa­ción en su archivo histórico. Y, para redondear esta colección de sitios, usen un buscador y ver qué arroja “maíz transgénico México”. En esta ocasión quizás lo más apropiado sea usar el buscador “ecológico” www.ecoogler.com.

Para su recorrido les su­gie­ro varios niveles de lectura. Primero, es interesante fijarse en la parte formal, es decir en la apariencia de la página. De­cidan —por ejemplo— si les ­re­sulta atractiva, si la información es fácil de encontrar, si el tamaño de los textos es adecuado para una lectura en pan­talla y si se aprovechan los recursos que nos dan los hipertextos.
 
También sería deseable de­terminar la calidad del contenido de las páginas. Aunque no seamos expertos en el tema, hay indicadores que pueden ayudarnos. Uno de estos es saber quiénes son los auto­res del mensaje. Pero aunque esto no sea aparente, la manera en que se presenta la información dice mucho. Por la redacción misma podemos saber si nos están tratando de informar, convencer o asustar; si quieren abrir el debate o ter­minarlo; si están preocupados por un grupo social o sólo se representan a sí mismos.

Es posible que al final de su —único e irrepetible— recorrido no tengan una idea más clara de los hechos duros, pero seguramente se habrán formado un buen panorama de qué se está diciendo, quiénes están hablando y para qué. Además tendrán los elementos para reflexionar acerca la importancia del modo en que lo están diciendo.
 
  articulos  
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como citar este artículo
Biro, Susana. (2009). ¿Cómo dijo? Ciencias 92, octubre-marzo, 72-73. [En línea]
     
 
     

 

       
 
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¿Transgénicos en mi mesa?
 
Irama Núñez T.
   
   
     
                     
                     
La organización Green­peace, dedicada desde hace largo tiem­po a
la protección am­bien­tal, afirma que además de los gran­des riesgos para el me­dio ambiente, se deben prohibir los transgénicos en los ali­men­tos a causa de la gran incertidumbre científica que existe en torno a estos productos, pues hasta la fecha no se han hecho las pruebas y los estudios necesarios para garantizar científicamente que su consumo no tendrá efectos nocivos a mediano y largo plazo.

La industria biotecnológica, interesada en vender trans­génicos ha señalado que no hay datos para confirmar daños en la salud, pero tampoco existen datos científicos publicados que garanticen que no los habrá. La ausencia de ­datos no significa ausencia de riesgos.
 
Para contestar a preguntas como ¿usted ha comido trans­génicos?, ¿sabe en qué ali­men­tos se pueden encontrar?, ­¿sabe qué hacer para evitar con­­su­mir­los?, ¿conoce sus po­si­bles efectos en la salud?, la organi­zación Greenpeace ela­boró la Guía roja y verde de alimentos transgénicos, en la cual aparecen las empresas que usan trans­gé­nicos y la política de uti­liza­ción de es­tos ingredientes o sus derivados en los produc­tos ali­men­ti­cios que se venden en el país.
 
La información proviene de respuestas y declaraciones de las compañías que aparecen en el documento. La orga­nización seguirá contactando a más empresas con el fin de completar la información sobre la venta de estos pro­duc­tos, y actualizar así esta lis­ta que se halla en su página en la red.

La lista verde incluye los productos cuyos fabricantes proporcionaron a Green­peace constancia escrita de que no utilizan transgénicos ni sus derivados como ingre­dien­tes sus fábricas de México. La lista roja ­incluye a aquellos pro­ductos cuyos fabricantes: no han respondido a Greenpeace, ni brin­dan garantías de que sus productos no contengan ingredientes transgénicos o sus derivados, o no han expresado un compromiso claro y sin am­bigüedades de que no usan transgénicos. Con un tache se encuentran las marcas que re­sultaron positivas para transgénicos en pruebas de labora­torio. Sobre estas marcas no tienen ninguna duda de que contienen transgénicos. De dicha lista se seleccionaron los productos que contienen maíz.
 
 
cuadro1
 
  articulos  
Nota
Información tomada de la Guía roja y verde de alimentos transgénicos (www.greenpeace.org.mx).
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como citar este artículo
Núñez Tancredi, Irama. (2009). ¿Transgénicos en mi casa? Ciencias 92, octubre-marzo, 80-81. [En línea]
     
 
     

 

       
 
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El asalto corporativo a la agricultura
 
Silvia Ribeiro
   
   
     
                     
                     
 
Frente a las crisis alimentaria y climática, las empresas
trans­nacionales —que han lucrado enormemente con la crisis, ob­teniendo ganancias récord de­bido a su control del mercado y la especulación— nos dicen a coro con el go­bier­no, que la solución son los cultivos transgénicos, porque aumenta­rán la producción y po­drán ha­cer frente a las variaciones cli­máticas. Estas afir­maciones no se basan en datos reales, ya que las propias estadísticas de la Secretaría de Agricultura de Estados Uni­­dos y varios estudios de uni­ver­si­da­des estadounidenses mues­tran que los transgénicos producen menos, o en ocasiones igual que otras variedades no trans­génicas. Lo que es un he­cho irrefutable, y la razón por la que las empresas productoras los promueven a ultranza, es que las semillas transgénicas están bajo el mayor oligopolio corporativo en la historia de la agricultura industrial.
 
Actualmente, las diez mayores empresas semilleras con­trolan las dos terceras par­­tes del mercado global de semillas (transgénicas o no) ­bajo propiedad intelectual. Este dato se hace más imponente si recordamos que, hasta hace cuatro décadas, las semillas estaban casi totalmente en manos de campesinos, agricul­tores e instituciones públicas y circulaban libremente. Hoy día, en 2008, 82% del mercado global de semillas comerciales está bajo propiedad intelectual (patentes o certificados de obtentor), y de éstas, sólo tres empresas, Monsanto, Syngenta y DuPont, las mayores productoras de transgénicos, controlan 47 por ciento.
 
Aunque estamos inundados de noticias sobre fusiones corporativas que muestran que cada vez un menor número de empresas controlan mayores por­cen­tajes del mercado en todos los rubros, las semillas no son lo mismo que televisores, automóviles o cosméticos. Son la llave de la red alimentaria de cada país y del mun­do, y son el corazón de la vida campesina y la base de toda la agricultura. La cuar­ta parte de la población mundial, los campesinos, campesinas y agricultores familiares del mun­do, conservan sus pro­pias semillas para cultivar la comida de muchísimos millones más, sin depender de los precios y condiciones de las empresas semilleras. Esto es un factor cada vez más importante en la actual coyuntura. Dado el cerrado oligopolio de empresas transnacionales que domi­nan el sector no es posible ha­blar de soberanía alimen­ta­ria, ni siquiera de soberanía nacio­nal, si se depende de unas po­cas empresas para comer.

Según la investigación del Grupo etc, hace sólo tres dé­ca­das existían más de siete mil em­presas semilleras, ninguna de las cuales llegaba a 1% del mercado mundial. En 2000, las diez mayores controlaban 37% del mercado. Actual­men­te controlan 55% de todo tipo de semillas comerciales. La escalada por el control total del mercado es vertiginosa, y en épocas de crisis alimentaria mundial los países que estimulen el uso de semillas industriales quedarán esclavizados por el control de precios, condiciones y tipo de variedades que se les ocurra poner en el mercado a las pocas em­presas que tienen el control de este elemento clave: la llave de todo el resto de las activida­des agrícolas y alimentarias.
 
Las empresas semilleras modernas son además las ma­yores empresas globales de agroquímicos. De hecho, la con­centración corporativa del sector semillero comenzó hace una década cuando las em­­presas químicas decidieron tra­garse al sector semillas para condicionar la venta conjunta de semillas y agroquímicos. Su casamiento dio como resultado los transgénicos, lo cual ex­pli­ca que más de 80% de los transgénicos en campo, y la vasta mayoría de los que las empresas dicen desarrollar, son “tolerantes” a los agro­­tóxi­cos patentados por las mis­mas compañías, lo que im­pli­ca un mayor uso debido a la adic­ción a éstos.

DuPont, que por años ocu­pó el primer puesto como semillera, quedó por debajo de Monsanto con la compra que ésta hizo en 2005 de la multinacional mexicana Seminis. Monsanto es ahora la mayor empresa mundial de venta de semillas comerciales de todo tipo, además de que ya tenía el monopolio virtual en la venta de semillas transgénicas (87% a nivel global). En la última dé­cada Monsanto engulló, entre otras empresas, a Advanta Ca­nola Seeds, Calgene, Agracetus, Holden, Monsoy, Agro­ceres, Asgrow (soya y maíz), Dekalb Genetics y la división internacional de semillas de Cargill. En 2008 compró Semillas Cristiani Burkard, la mayor empresa semillera de Centroamérica, con lo que se posicionó como la empresa dominante en toda Meso­américa.
 
En área cultivada a escala global, en 2005 las semillas transgénicas de Monsanto cu­­brían 91% de la soya, 97% de maíz, 63.5% de algodón y 59% de canola. A nivel global (sumando cultivos convencionales y transgénicos), Mon­san­to domina 41% del mer­cado de maíz.
 
Además, la compra de Seminis le significó acceder al germoplasma y suministro de 3 500 variedades de se­mi­llas (muchas con centro de ori­gen en México) a productores de frutas y hortalizas en 150 países. En rubros donde Monsan­to era invisible, pasó a con­tro­lar en el mercado mun­dial 34% de los chiles, 31% de los frijoles, 38% de los pepinos, 29% de los pimientos, 23% de los jitoma­tes y 25% de las cebollas, además de otras hortalizas (cuadro 1).
 
Si en el rubro de semillas comer­ciales en general estos datos son graves, en el mer­ca­do de semillas transgénicas, se vuelven absurdos. Sólo seis empresas, Monsanto, Syngenta, DuPont (con su subsidiaria Pioneer HiBred), Bayer (incluyendo Aventis Cropscience), Basf y Dow Agrosciences con­trolan la totalidad del mercado mundial de semillas trans­gé­ni­cas. Todas ellas están entre las principales productoras de agroquímicos. Las diez mayores empresas de agroquímicos controlan 89% del mercado mundial de agrotóxicos.
 
FIG1
 
 
La dependencia extrema de los agricultores y la domi­na­­ción corporativa de mercado —en la que predomina Monsanto con amplio margen— es el rasgo característico de los cultivos transgénicos. Pero ade­más del control por la dominación del mercado, todas las semillas transgénicas están patentadas, lo que significa que los derechos de los agricultores reconocidos por la fao (Or­ganización de Naciones Uni­das para la Agricultura y la Ali­men­tación), de guardar par­te de la cosecha y volverla a sembrar, se transforma en un delito. Esto ya le ha reportado a Monsanto más de 21 millones de dólares en litigios contra agri­cultores cuyas semillas han sido contaminadas, y más de 160 millones en acuer­dos fuera de la corte, por la simple amenaza de llevarlos a juicio.
 
Para reforzar aún más este control y burlar los pocos con­troles antimonopolios, las com­­pañías están además haciendo acuerdos de colaboración en investigación y para compartir sus patentes, logrando una mayor superficie de control so­bre los agricultores. En 2007, Monsanto y Basf hicieron un acuerdo por la colosal suma de 1 500 millones de dólares, para desarrollar variedades transgénicas tolerantes a la sequía en maíz, algodón, canola y soya. En mayo de 2008, Syngenta y Monsanto acordaron realizar una “tregua” en sus litigios de patentes para soya y maíz, y unir sus oligo­polios y controlar la oferta. Al mes siguiente, Monsanto y DuPont hicieron un acuerdo para ampliar su mercado común de agroquímicos.
 
Causa vértigo constatar no sólo la dominación del mer­­cado por un puñado de empre­sas en un aspecto tan vital, sino ade­más cómo se han ido crean­do leyes de “bioseguridad” a favor de éstas, y modificando las leyes de semillas en muchos países del mundo para garantizar las ganancias, ventajas e impunidad de estos crecientes oligopolios. Con pe­­queñas diferencias nacionales, en la última década hemos presenciado la legalización de las pa­tentes y otras formas restrictivas de privatización de las semillas, el desman­te­la­mien­to de la investigación pública y de la producción y distribución pú­blica de varie­da­des y, concomitantemente, la privatización de la “certificación”, es decir quién define qué semillas pue­den estar en el mercado. Es una enajenación directa de la fun­ción que hasta hace una dé­cada era del ámbito público, permitiendo que la certificación sea entregada a terceros, que incluso podrían ser las propias empre­sas que las producen o firmas creadas por ellas.
 
Es ilus­tra­tivo en este senti­do el informe América Latina: la sa­grada privatización, donde se analizan las leyes de se­­mi­llas de varios países del con­­tinente. En la perspectiva con­ti­nental, queda aún más claro que ha habido un traslado sucesivo de conceptos: comenzaron regulando las semillas híbridas y comerciales como “una opción” de los agricultores y ahora van hacia la ilegalidad del uso de cualquier ­semilla que no sea “certificada” y, por ende, de las empresas. Aunque esto aún no se plasma en la leyes de todos los países de la región, está claro que constituye el objetivo.
 
En México, la Ley de Pro­duc­ción, Certificación y Co­mer­­cio de Semillas recoge todos estos puntos, complementando la trágica Ley de Bioseguridad y Organismos Genéti­camente Modificados, más ade­cua­da­mente llamada “Ley Monsanto”. Ambas fueron pro­­­movidas y ampliamente fes­te­ja­das por Monsanto y las ­demás transnacionales de agro­trans­gé­ni­cos, como un logro para la defensa de sus intereses.
 
Como si fuera poco, la do­minación corporativa por medio del mercado y las leyes se com­plementa con la con­ta­mina­ción transgénica de va­rie­da­des tradicionales o con­ven­cio­nales, que además de los posibles efectos dañinos en las semillas, implica el ries­go de que las víctimas sean llevadas a juicio por “uso inde­bido de patente”. Como arma final para la bioesclavitud, las empresas presionan ahora para legalizar el uso de semillas Terminator, (tecnologías de res­tricción del uso genético o gurts) que se vuelven estériles en la segunda generación.
 
 
FIG2
 
 
Frente a la crisis climática, las empresas de transgénicos también aseguran que ellas aportarán la solución con cultivos manipulados para resistir la sequía, la salinidad, las inun­daciones, el frío y otros factores de estrés climático. Todos estos cultivos aún no existen en el mercado, pero lo que sí existe son 532 patentes aprobadas o en trámite, (en Es­tados Unidos, Europa, Ar­gen­tina, México, Brasil, China, Sud­áfrica, entre otros) sobre caracteres genéticos prove­nien­tes de cultivos campesinos que podrían enfrentar estas condiciones. Nue­va­men­te, el barón de las patentes de “genes climáticos” es Monsanto, que en asociación con basf y algunas empresas biotecnológicas más pequeñas, controlan las dos terceras partes del germoplasma “resistente al clima”.
 
Un aspecto trágico es que las formas de agricultura alta­mente tecnificadas, como la llamada “agricultura de precisión”, en realidad han empeorado los problemas que decían solucionar. Por ejemplo, el riego controlado para “aho­rrar” agua, que sólo llega a la super­ficie de las raíces de las plantas, ha provocado mayor salini­zación del suelo, destruyendo o disminuyendo drásticamente las posibilidades de sembrar cualquier planta.
 
Los cultivos “resistentes al clima”, prometen aplicar la misma lógica, por lo que además de los nuevos problemas que provocarán por ser transgénicos, afectarían muy negativamente los suelos y la posibilidad de ir hacia soluciones reales.
 
La crisis climática y ali­men­taria es crudamente real, pero la respuesta no vendrá con más de lo mismo que la creó. Son los campesinos y agricultores familiares quienes tienen la experiencia, el conocimiento y la diversidad de semillas que se necesita para afrontar los cambios del clima y la crisis alimentaria. Mientras que la industria semillera afirma que desde la década de los sesentas ha creado 70 000 nue­vas variedades vegetales (la mayoría ornamentales), se estima que los campesinos del mundo crean por lo menos un millón de nuevas variedades cada año, adaptadas a miles de condiciones diferentes en todo el mundo. Y lo que menos se necesita en esta situación son nuevos monopolios para impedir que lo sigan haciendo.
 
  articulos  
Referencias bibliográficas:

Grain, América Latina: la sagrada privatización (http:// www.grain.org/biodiversidad/?id=296).
Grupo etc, actualización 2008 del documento Oligopolios, S. A., que se publicará en breve y estará disponible en www.etcgroup.org.
, La apropiación de la agenda climática, ju­nio de 2008 (http://www.etcgroup.org/es/materiales/publicaciones.html?pub_id=695).
, semillas 2005.
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como citar este artículo
Ribeiro, Silvia. (2009). El asalto corporativo a la agricultura. Ciencias 92, octubre-marzo, 114-117. [En línea]
     
 
     

 

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Bioseguridad y dispersión de maíz transgénico en México
 
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José A. Serratos H.
   
               
               
Las políticas de bioseguridad en Mé­xi­co cumplen veinte años. El
primer per­mi­so para hacer pruebas en campo con un tomate modificado por in­ge­nie­ría genética fue solicitado a la Di­rección General de Sanidad Vegetal (DGSV) de la Secretaría de Agricultura (SAGARPA) en 1988 por productores de tomate de Sinaloa. Esa solicitud dio ini­cio a la bioseguridad en México, ya que el gobierno federal tenía que responder a esa novedosa solicitud fitosanitaria y para ello inició un proceso de consulta entre la comunidad cien­tí­fica, en particular del sector agrícola, y con las autoridades gubernamentales responsables de la bioseguridad en Estados Unidos y Canadá, prin­ci­pal­men­te de la Organización de la Pro­­tec­ción Vegetal de América del Norte (OPVAN, NAPPO por sus siglas en inglés). A partir de ese año, aunque muy inci­piente, el tema de la bioseguridad de los organismos genéticamente mo­di­fi­ca­dos (OGM) se empezó a discutir en pe­queños círculos de especialistas y en­tre algunos productores, particu­lar­­mente del norte del país.
 
Coincidente con esa primera solicitud de ensayo de tomate transgénico en México, se había negociado un tratado de libre comercio bilateral en­tre Estados Unidos y Canadá que entró en vigor el primero de enero de 1989. En ese tratado, algunos artículos del ca­pítulo agrícola incluían temas relacionados con regulaciones técnicas, por lo que se incluyeron artículos que impedían el establecimiento de ba­rre­ras regulatorias al comercio. En par­ticu­lar, el artículo 708 establecía explí­citamente que debían armonizarse los “requerimientos regulatorios técnicos y procedimientos de inspección, [para tomar] en cuenta estándares interna­cio­na­les apropiados”, y trabajar ha­cia “la eliminación, además de prevenir la introducción, de regulaciones técnicas y estándares que constituyan, o que pu­die­ran constituir, una res­tric­ción arbitraria, injustifi­cada o disfrazada contra el comercio bilateral”. Esos pá­rrafos constituyen el mode­lo básico de políticas neo­liberales encaminadas a la eliminación de regulaciones. En México, con el Tratado de Libre Co­mercio de América del Norte (TLCAN) se impondría ese modelo para facilitar el comercio de productos que, ya desde 1986, podrían ser OGM o derivados de ellos.

En 1992, con el inicio de negocia­ciones conducentes al tlcan, la mayoría de las regulaciones en la protección vegetal se armonizaron en los tres países y se integró un esquema preliminar para la bioseguridad de los OGMogm entre los tres socios co­mer­ciales. La Convención sobre Diver­si­dad Biológica (CDB) se llevó a cabo el mis­mo año y fue en ese foro en donde se delineó el uso responsable de la bio­­tec­nología, el principio precautorio y los primeros elementos para el esta­ble­cimiento del Protocolo de Car­ta­ge­na. El gobierno de México tuvo una par­ticipación activa en la Con­ven­ción y fue de los primeros países en fir­mar­la y ratificarla. Recordemos que en México la Secretaría de Medio Am­bien­te (SEMARNAT) es la entidad encargada de la CDB y por tanto competente para abordar la regulación de la biotecnología; sin embargo, la par­ti­cipación de la semarnat fue bas­tante marginal en bioseguridad.
 
En ese contexto, hacia 1993, un gru­po ad hoc de científicos de disci­pli­nas diversas, que años después se constituiría como el Comité Nacional de Bioseguridad Agrícola (CNBA), dis­cu­timos y propusimos la filosofía regulatoria y los principios que fue­ron el fundamento del sistema de bioseguridad mexicano en aquellos años. Carreón-Zúñiga, en ese en­tonces director de la DGSV, describió los fun­damentos que manejó el CNBA en sus inicios: “los principios científicos que forman la base de las revisiones y análisis de riesgos y peligros con relación a la introducción de OGM al ambiente, están derivados esencialmente de la Ecología. La suposición básica o hipótesis de trabajo es que los ecosistemas —y particularmente la biodiversidad— pueden ser alterados por la introducción de OGMs”. Aunque la SEMARNAT y sus dependen­cias en el área de ecología no partici­pa­ron directamente en el desa­rrollo de los principios en bioseguridad, se puede decir que el CNBA asumió las pre­­misas más estrechamente relacio­nadas con la Convención de la Diver­sidad Biológica que las establecidas en el TLCAN —eliminación de re­gu­la­cio­nes—, a pesar de que la influencia del tratado fue contundente en todas las esferas del desarrollo eco­nómico, político y social de México.

La hipótesis de trabajo manejada por el grupo ad hoc tuvo como base una regla que asentaba la carga de la prueba en los productores de OGM ya que, en la práctica, los solicitantes de permisos para pruebas de campo con OGM tendrían que demostrar que los ecosistemas no se alteran al introducir organismos transgénicos y que la biodiversidad no sufrirá efectos ne­ga­tivos al interactuar con ellos. En es­te sentido, entre 1992 y 1994, el grupo ad hoc trabajamos en el proyecto de Nor­­ma Oficial Mexicana (NOM) que de­be­ría establecer “los requisitos fito­sa­ni­tarios para la movilización interestatal, importación y estableci­miento de prue­bas de cam­po de organismos manipula­dos mediante la apli­ca­ción de in­geniería genética”. Junto con la NOM 68-FITO-1994, que fue el antece­den­te de la NOM de 1995 propuesta para el manejo de OGM, se forma­li­zaron y consolida­ron las actividades en bioseguridad del grupo ad hoc para convertirse en el CNBA. Este comité fue el encargado de la bio­seguridad en México de 1995 a 1999.
 
En aquellos años, la visión de la DGSV y del CNBA estaba dirigida a la pre­­vención y el enfoque de precaución con relación a los OGM. Incluso la DGSV, como integrante del Comité Eje­­cu­ti­vo de la NAPPO, en 1995 solicitó al se­cretario ejecutivo de esa orga­ni­za­ción incluir una tarea con relación a la des­regulación, en particular de OGM, para que el pa­nel de biotecno­logía de­sarrollara una norma que evi­tara que las decisiones de un país miem­bro pudiesen afectar a los países que fue­ran centros de origen y diversidad de plantas. Además, ese mismo año, al saber que la compañía Monsanto es­ta­ba a punto de lograr la desregula­ción en Estados Unidos de una línea de maíz transgénico resistente a le­pi­dópteros, el director de la DGSV envió un oficio al director del Servicio de Ins­pección Sanitaria Vegetal y Animal (APHIS por sus siglas en inglés) para manifestarle la preocupación de la dgsv por ese hecho.

En particular, se solicitaba al Dr. John Payne, director de APHIS, tomar en consideración que el maíz es una planta de polinización libre y que la desregulación implicaría una gran in­certidumbre con relación a la pureza genética del maíz no transgénico (ma­zorca, semilla o grano) que fuera exportado a México desde los Estados Uni­dos. Se argumentaba que la obli­ga­ción de México es “conservar el pa­tri­mo­nio y recursos genéticos que [le] con­fie­re ser centro de origen [del maíz]” y por lo tanto se hacía un aten­to llamado a tomar en cuen­ta esas con­si­de­raciones antes de desregular el maíz trans­génico. Desafortunada­men­te, el gobierno de Estados Unidos mi­ni­­mi­zó esos argumentos y así se perdió la opor­­tunidad de haber discutido, des­de entonces, la forma de enfrentar los pro­blemas que se originarían en Mé­xico derivados de la desregulación de maíz transgénico en Estados Unidos.
 
El mismo año se concluyó la norma oficial NOM 056 FITO 1995 (publi­ca­da en 1996) que contenía el trabajo de­­sarrollado antes en la NOM 68 FITO 1994. La norma de 1995 fue el instrumento que utilizó la SAGARPA con el ob­jetivo de “establecer el control de la mo­vilización dentro del territorio na­cio­nal, importación, liberación y eva­lua­ción en el medio ambiente o prue­bas experimentales de organismos manipulados mediante la apli­ca­­ción de ingeniería genética para usos agrícolas”, y para lo cual se formalizó el CNBA con la tarea de funcionar co­mo un órgano auxiliar de consulta y apo­yo en el análisis de información téc­ni­ca referida en la NOM 056. Es in­te­resante constatar que en uno de los con­si­de­ran­dos de la NOM 056 se es­tablece que “la introducción de los orga­nismos ma­nipulados mediante inge­nie­ría ge­néti­ca para aplicarse en agricultura, cons­tituye un alto riesgo por lo que su im­portación, movili­za­ción y uso en te­rritorio nacional, debe realizarse en es­tricto apego a medi­das de bioseguridad”. En ese sentido, se trató de que to­das las evaluaciones por parte del cnba fueran lo más cautelosas posibles, en particular en el caso del maíz.

Desde 1993 el grupo antecedente al cnba recibió una solicitud de per­mi­so para experimentación con maíz trans­génico por parte de investigadores del Centro de Investigación y de Es­tu­dios Avanzados (CINVESTAV). A par­­tir de esa primera solicitud, y hasta me­­dia­dos de 1995, todos los ensayos fue­ron en rea­lidad experimentos de es­ca­la mínima. En febrero de 1996 se le con­cedió al Cen­tro Internacional de Me­jora­mien­to de Maíz y Trigo (CIMMYT) el primer permiso oficial para llevar a cabo una prueba propiamente de cam­po en Tlal­tizapán, Morelos.
 
Es ilustrativo relatar el proceso pa­ra llevar a cabo esa primera liberación de maíz transgénico en campo, ya que permite conocer los elementos que tu­vieron que desarrollarse para lograr ese permiso. Un primer elemento fue la construcción de infraestructura. En el CIMMYT, junto con la construcción de su centro de biotecnología, se recons­tru­ye­ron varias unidades de invernaderos que fueron convertidos en los pri­me­ros y, al parecer, los únicos in­ver­na­de­ros bioconfinados para maíz transgénico en México. Asimismo, los laboratorios se adecuaron para el ma­nejo de material transgénico y se creó un Comité de Bioseguridad interno que desarrolló las reglas del manejo de OGM en laboratorio e invernadero, ade­más de dictaminar las solicitudes de los investigadores que deseaban establecer un experimento en campo, an­tes de que fuera enviado al CNBA. Por otra parte, en sus campos de experi­men­tación, previstos para las pruebas con maíz transgénico, se construyeron enrejados especiales, y en el lugar de almacenamiento de semilla transgéni­ca se implementó un sistema de tres lla­ves para la seguridad de ese germo­plasma. En comunicación con miembros del CNBA, los investigadores del CIMMYT lograron establecer las pri­me­ras experiencias de manejo de maíz trans­gé­ni­co en campo. En el CNBA, a su vez, la experiencia con el CIMMYT per­mitió delinear algunas normas que, se esperaba, serían básicas para cual­quier institución que manejara maíz genéticamente modificado (MGM).
 
A partir de 1996, y hasta enero de 1999, hubo un crecimiento significa­ti­vo de solicitudes de experimentación en campo con maíz transgénico. En la mayoría de los casos (20 ensayos) se trató de pruebas para medir la eficacia del maíz resistente al ataque de in­sec­tos lepidópteros o maíz Bt, por con­te­ner la endotoxina de la bacteria Baci­llus thuringiensis. Sin embargo, tam­bién se solicitaron permisos (8 en­sayos) ­pa­ra probar los dos tipos de maíz to­le­ran­te a herbicidas (Glifosato y Glufosinato). En dos casos (CIMMYT) se so­licitó per­miso para generar semilla trans­gé­nica al retrocruzar con polen de maíz nor­mal el jilote de plantas trans­génicas. En todos los casos, el área de campo uti­lizada no excedió una hec­tá­rea y se tomaron medidas de control para el manejo del material transgé­ni­co, prin­cipalmente: 1) no permitir la ma­du­rez sexual de la planta o desespigar to­das las plantas en el experi­mento; 2) ba­rreras físicas y biológicas alrede­dor de las pruebas; 3) personal califi­ca­do y autorizado para el manejo del ensayo; 4) destrucción o incineración de material transgénico remanente y de las ba­rreras biológicas en el caso de que se hubiera utilizado maíz.

En esos años (1995-1998) se apren­dieron y generaron méto­dos y técnicas que permitieron el manejo básico del maíz trans­gé­nico en condiciones experimentales supervisadas. El secreto era mantener los ensayos en su­per­fi­cies pequeñas y dentro de los lí­mites de control de las empresas o institu­cio­nes. En 1997 ya se tenían, bá­sica­men­te, los elementos preliminares pa­ra un escrutinio científico de las pruebas de campo en condiciones experimentales. Se sabía que en superficies de me­nos de una hectárea, con supervisión técnica, desfase de cul­tivo y barreras físicas y biológicas, es posible manejar en campo el maíz transgénico. Ade­más, se podían llevar a cabo poliniza­cio­nes experi­men­ta­les con maíz trans­génico incre­men­tando la astringencia de las medidas de bioseguridad y re­du­cir, aún más, el tamaño de la parce­la. Sin embargo, la siguiente escala en este proceso, el aumento en el tamaño de las parcelas experimentales y la gran cantidad de permisos que se estaban solici­tando eran motivo de preo­cupación en el CNBA.

Para algunos de nosotros las con­di­ciones del campo mexicano con re­la­ción a la agricultura del maíz eran, y siguen siendo, diametralmente di­fe­ren­tes a las que prevalecen en otros paí­ses, particularmente los Estados Uni­dos, en donde el agricultor está in­tegrado a un sistema agrícola dependiente de todos los insumos y la semi­lla que ven­den las empresas agro­industriales. En México, 75% o más de la su­per­ficie ara­ble dedicada al maíz está sem­bra­da con una gran diversidad de maí­ces de polini­zación libre y semilla criolla o acriollada. Los recursos para la adquisición de insumos agroquí­mi­cos son escasos y los campesinos y pro­duc­to­res de pequeña escala, que son los que resguardan la diversidad del maíz han sido abandonados du­ran­te casi tres décadas por la puesta en marcha de políticas públicas de cor­te neoliberal. Así, el CNBA em­pren­dió una discusión interna y un se­gun­do foro para refle­xionar acerca de los problemas potenciales que se generarían con las nuevas circunstancias del maíz transgénico y las acciones que se deberían implementar para en­frentarlas.

A pesar de la experiencia acumulada por el cnba y la información ge­ne­rada en dos foros cuyo tema central fue el manejo y bioseguridad del maíz transgénico, además de una cre­ciente participación de algunos sec­to­res de la sociedad en este tema, no hu­bo una respuesta clara del gobierno pa­ra apoyar las iniciativas en cuan­to al impacto del maíz transgénico pro­puestas por los científicos y la sociedad. Lo que sí hubo fue una presión muy fuerte de las empresas para rea­lizar pruebas “experimentales” de gran escala que involucraban superficies de varias hectáreas. En 1998 el CNBA ana­lizó nuevas solicitudes de las prin­cipales empresas para llevar a cabo ex­perimentos reiterativos, idénticos a los que ya se habían realizado pero en su­perficies mucho más grandes; sin em­bargo, la información que generaban no era adecuada para evaluar los ries­gos reales en las condicio­nes de la agri­cultura mexicana. En mi opinión, esas solicitudes tenían el pro­pósito de acelerar el proceso de desregulación tal como estaba sucediendo con el algodón transgénico para el cual ya en 1998 se pedían permisos con el fin de hacer ensayos en miles de hectáreas.
 
Después de varias reuniones internas y valorar la situación, con base en las experiencias de los permisos con­cedidos y las recomendaciones de especialistas en los foros, algunos miem­bros del cnba discutimos y enviamos una propuesta de moratoria pa­ra la liberación de maíz transgénico a la DGSV y SAGARPA. Aunque no se puede asegurar que fue nuestra ini­cia­tiva la que puso en mar­cha el es­ta­blecimiento de la moratoria de facto para las pruebas de campo con maíz transgénico, sí fue claro que se tomó co­mo un elemento clave en la decisión final. Hacia finales de 1998, sagar­pa implementó la moratoria de facto a través de la Subsecretaría de Agricul­tu­ra, en ese momento enca­be­zada por Francisco Gurría. En la prác­tica, la mo­ratoria empezó a funcionar en 1999.

Con la implementación de la mo­ra­toria se llevó a cabo una serie de cam­­bios en puestos clave de la SAGARPA, en particular la Subsecretaría de Agri­­cultura, y de manera relevante la crea­ción de la Comisión Intersecretarial de Bioseguridad y Organismos Gené­ti­ca­men­te Modificados (CIBIOGEM) con la que se desintegra al cnba. En 1999, a so­licitud de Ernesto Zedillo, se crea un comité ad hoc para elaborar un do­cu­­­men­to que sirviera de base pa­ra es­ta­ble­cer las acciones de gobier­no con re­la­ción a la bioseguridad. Ese docu­men­to fue el fundamento para la con­formación de la CIBIOGEM, sin embar­go, en el decreto presidencial de su crea­ción se modificaron sus­tan­cial­men­te los preceptos y la filosofía de bioseguridad que había desarrollado el CNBA.
 
El decreto de creación de la cibiogem marca las características que habría de tener esa Comisión y que con­serva hasta ahora. En el primer párrafo de los considerandos se anota “que a ni­­vel mundial se ha incrementado la aplicación de la ingeniería genética en vegetales y animales con diversos pro­­pósitos como los de aumentar la pro­duc­ción de la actividad agropecua­ria, la calidad de los productos, su re­sis­ten­cia a factores adversos, así como la ­vida en anaquel de los productos pe­re­ce­de­ros”; y continúa en el tercer pá­rrafo: “que nuestro país debe aprovechar los procesos que conducen a las innovaciones científicas y tecnológicas que en materia de biotecnología, biosegu­ridad y manejo de organismos genéti­camente modificados se están dando en los diferentes países del orbe”. Esto es, se parte de la descripción de las bon­dades de la biotecnología y en segundo término se coloca el objeto de la comisión: “Que siendo nuestro país centro de origen de múltiples especies y poseedor de una biodiversidad reco­nocida como una de las más elevadas del mundo, es prioritario para el Go­bier­no de la República asegurar que los ecosistemas y la biodiversidad no se vean afectados por la liberación de or­ga­nismos genéticamente modi­ficados”.

En particular, una de las funciones de la CIBIOGEM revela la filosofía de la re­gulación que fundamentaría a esa co­misión: “Determinar, de con­for­mi­dad con las disposiciones legales apli­ca­bles, criterios a efecto de que los trá­mites para el otorgamiento de auto­rizaciones, licencias y permisos a car­go de las dependencias, para la rea­li­za­ción de las actividades a que se refiere la fracción anterior, sean homogéneos y tiendan a la simplificación admi­nis­tra­ti­va”. Por fin las empresas lograban conseguir una de sus principales de­man­das desde los inicios de la biose­gu­ridad en México: la simplificación de la regulación. Posteriormente se rea­lizaron más modificaciones a la cibiogem con la publicación de la Ley de Bioseguridad y Organismos Ge­né­ti­camente Modificados en 2005.

En los años siguientes, los aconte­cimientos generados por el descubrimiento de maíz transgénico en Oaxaca dominaron el tema de la biosegu­ridad en el país. En la figura 1 se ilustran las investigaciones reportadas que se han realizado hasta ahora. Un trabajo re­cien­te de Mercer y Wain­wright re­por­ta información comple­men­taria a esos trabajos. Excepto por el trabajo de Quist y Chapela, entre 2000 y 2003 se producen investigaciones que se publican en medios in­for­males o sin revisión por pares. Sin embargo, en la mayoría de los casos fue­ron las insti­tu­ciones públicas y gu­ber­na­men­ta­les las que llevaron a cabo esos estudios. Los más importantes, y que están estrechamente relacionados, son los que se realizaron de 2001 a 2002 en Oa­xa­ca, Puebla y Jalisco ba­jo los auspi­cios del Instituto Nacional de Ecología (INE) en colaboración con conabio, y el de SAGARPA-CIBIOGEM en Oaxaca y Puebla.
 
A diferencia de una actitud de­fen­siva mostrada por las autoridades de SAGARPA y CIBIOGEM frente al estudio y la información proporcionada por Ig­na­cio Chapela, los investigadores Exe­quiel Ezcurra y sus colaboradores del INE y de la Comisión Nacional para el Uso y Conservación de la Biodiversidad (CONABIO) emprendieron una in­ves­ti­ga­ción que descubrió la presencia de maíz transgénico en los estados de Oaxaca y Puebla. Esos resultados fue­ron presentados en la Conferencia In­ternacional LMOS and the Environment en una sesión especial que organizamos como parte de la delegación me­xi­cana en el grupo de trabajo para la armonización de la bioseguridad (BIOT por sus siglas en inglés) de la Organización para la Cooperación y el Desa­rrollo Económico (OCDE).

Ezcurra y sus colaboradores dis­cu­ten en ese trabajo que, “ya que [los] análisis fueron hechos por medio de amplificación de la reacción en cadena de la polimerasa [en inglés Poly­me­­rase Chain Reaction PCR], la posibilidad de resultados falsos positivos no pue­de ser descartada totalmente. Si los resultados son corroborados […] se con­firmará definitivamente la pre­sen­cia de elementos transgénicos sem­bra­dos en México a pesar de la mora­to­ria a la siembra y cultivo de maíz trans­­gé­ni­co en el país”. Asimismo, estos in­­ves­ti­ga­do­res sugieren “un muestreo más extensivo —incluyendo milpas en mu­chas partes de México así como en po­blaciones silvestres de teo­cin­tle en ci­clos sucesivos de siembra [que per­mita] definir de manera más pre­­ci­sa las tendencias y los riesgos pa­ra la bio­diversidad”, por lo cual genera­ron un incentivo para la participación de las demás instituciones involucradas en la bioseguridad en ese momento.
 
A partir de la investigación del INE y CONABIO, la SAGARPA conformó un co­mité ad hoc de trabajo, en el que par­ti­cipamos investigadores de dife­ren­tes disciplinas e instituciones para llevar a cabo un estudio de gran mag­ni­tud en Oaxaca y Pue­bla. En las primeras reu­­niones del co­mi­té ad hoc se esta­ble­ció que era prioritario muestrear ex­ten­si­vamente el maíz de los dos es­tados, de­terminar el origen del maíz transgé­nico y hacer una estima­ción del gra­do de dispersión que pudiese ha­ber en ellos. Se mencionó es­pe­cí­fi­ca­men­te que el estudio no era de tipo académi­co, sino que debía con­si­de­rar­se un tra­bajo práctico para ge­ne­rar da­tos que sirviesen para informar a la so­ciedad acerca de la situación del maíz trans­génico en Oaxaca y Puebla, y las ac­cio­nes que la SAGARPA em­pren­dería ante esa problemática.

Ninguno de esos objetivos se cum­plió porque, como sabemos, estos re­sul­ta­dos nunca se dieron a conocer en Mé­xico, ni se establecieron programas, acciones o proyectos de gobierno para enfrentar esa situación. El silencio en el país con relación al estudio de SAGARPA-CIBIOGEM fue “compensado” con una escueta nota en un congreso ce­le­­brado en Beijing, China, a finales de 2002. Aunque el grupo ad hoc que lle­va­mos a cabo la investigación fuimos enviados al anonimato, sí se in­for­mó que “los resultados presentados por el gobierno mexicano han demos­trado que los transgenes tales como Cry1A se encuentran ampliamente difundidos en las razas locales del estado de Oaxaca”. Como se observa en la figura 1, la dispersión era alarmante, por­que además complementaba el primer re­porte del INE y CONABIO; sin embargo, la sociedad mexicana no fue ente­rada de este hecho, las autoridades no apli­caron el principio precautorio y sólo to­maron medidas superficiales de con­trol. Alrededor de un año después, el in­forme de SAGARPA-CIBIOGEM se co­no­ció en algunos círculos de la comu­ni­dad académica por medio de una pu­bli­cación formal en la revista Envi­ronmental Biosafety Research, que en realidad era sólo un resumen comentado del reporte oficial dado a conocer en Beijing en 2002.
 
Por su parte e independientemen­te del grupo ad hoc coordinado por SAGARPA-CIBIOGEM, investigadores del inifap realizaron de 2002 a 2003 un es­tudio en el estado de Oaxaca pa­ra la detección y determinación de la dis­­tri­bución y cuantificación de la in­mi­gra­ción de maíz transgénico en la en­ti­dad. En esa investigación se en­con­traron cinco parcelas con presencia de maíz transgénico, de un total de 162 mues­trea­das. Esas parcelas se locali­za­ron en algunos de los municipios en donde el primer informe de INE-CONABIO había encontrado maíz trans­génico (figura 1).
 
  articulos  
FIG1      
 
Con los resultados de esos tres es­tu­dios, en diferentes tiempos, lugares y metodologías, la CIBIOGEM, por con­duc­to de su comité consultivo cientí­fi­co, realizó un análisis somero y una síntesis de las conclusiones de esos trabajos, esto es, se confirmaba la pre­sencia de transgenes en el estado de Oa­xaca. Asimismo, sugerían que había una clara tendencia hacia la dismi­nu­ción de la presencia de maíz transgé­ni­co en Oaxaca. Aunque las principales recomendaciones de la CIBIOGEM fueron continuar y ampliar el muestreo de maíz en todo el país e informar a la sociedad de los resultados del monito­reo, lo único que se manejó en los me­dios de comunicación fue que la supuesta tendencia de disminución de la presencia de transgenes era evidencia de que el maíz transgénico estaba de­sa­pareciendo de la entidad, y que sólo era cuestión de tiempo para despreocu­parnos de la dispersión de maíz trans­génico en México.

Para complementar una estrategia a todas luces incongruente con los prin­cipios de bioseguridad, y a pesar de la información con la que contaba la SAGARPA, en coordinación con la CIBIOGEM se levantó en 2003 la morato­ria para las pruebas en campo con maíz transgénico. Con todas esas acciones se estaba pavimentando el camino pa­ra iniciar la desregulación del maíz trans­génico en México.
Sin embargo, una serie de protestas y acciones di­ver­sas de organizaciones de la sociedad y, de manera relevante, la denun­cia pública en 2002 ante la Comisión de Cooperación Ambiental (CCA) de Amé­rica del Norte por la contaminación del maíz nativo de Oaxaca con maíz trans­génico, contribuyeron a detener el pro­ceso de desregulación que se esta­ba ges­tan­do en ese momento.

El caso de la denuncia ante la CCA ha sido discutido extensivamente y el material de análisis, junto con el in­­for­me final y recomendaciones, con­tiene toda la información relevante a éste. Lo único que podría destacar es que el documento no fue bien recibido ni acep­­tado por los gobiernos de Es­ta­dos Unidos y Canadá y que, por otra par­te, el go­bierno mexicano mantuvo una po­si­ción débil y ambigua frente al estudio.

La ley mexicana de bioseguridad

La bioseguridad se ha definido como el conjunto de normas, procedimientos, lineamientos, medidas y acciones de prevención, control, remediación y mitigación de impactos negativos que pudieran surgir por el manejo, movili­zación, importación, exportación, trán­sito y liberación al ambiente de orga­nis­mos vivos modificados. En particular, el Protocolo de Cartagena establece en el artículo 1 que su objetivo es “con­tribuir a garantizar un nivel adecuado de protección en la esfera de la trans­fe­ren­cia, manipulación y utilización se­guras de los organismos vivos modificados resultantes de la biotecnolo­gía moderna que puedan tener efectos adversos para la conservación y la uti­lización sostenible de la diversidad bio­lógica, teniendo también en cuenta los riesgos para la salud humana, y cen­trán­do­se concretamente en los movimientos transfronterizos”. Este Protocolo, firmado por el estado mexicano el 24 de mayo de 2000, ratificado por el Senado de la República el 27 de agosto de 2002 y puesto en marcha el 11 de septiembre de 2003, es muy claro al en­fatizar que su propósito es la protec­ción de la biodiversidad en un mundo de países con divisiones políticas espe­cíficas, inmersos en un medio ambien­te común para todos.
 
Los antecedentes del Protocolo los encontramos en el Convenio sobre Di­versidad Biológica, en sus artícu­los, 1 (“Objetivos”), 16 (“Acceso y transfe­­ren­cia de tecnología”) y en particular el artículo 19, que se refiere a la “Ges­tión de la biotecnología y distribución de sus beneficios”, y que enuncia formalmente la participación de la tecnología, en general, y de la biotecnología, en particular, en la conservación y utilización sostenible de la diversidad. Sin em­bar­go, es claro a lo largo del texto que, aun­que se reconoce la importancia de la biotecnología, existe una preocupación legítima de todas las partes firmantes con respecto de la manipulación y uso de los organismos vivos modificados y su posible im­pac­to en la biodiversidad y sostenibilidad de los ecosistemas. Es por ello que el Principio 15 de la De­cla­ración de Río, en el que se define el enfoque de pre­caución para la protección de la biodiversidad, se con­vier­te en el fundamento del Protocolo de Cartagena. Por lo anterior podemos con­cluir que la biotecnología y sus pro­ductos, en par­ticular los organismos genéticamente modificados, desde la perspectiva de estos tratados internacionales de los que México es parte, son los elementos a ser supervisados, vigilados o regulados por un sistema que permita minimizar efectos adver­sos a la biodiversidad, los ecosistemas y la salud humana.
 
En su artículo 1, la Ley de biosegu­ridad y organismos genéticamente mo­dificados establece que su objetivo es la regulación de esos organismos, y en su redacción se puede identificar una gran concordancia con el Protoco­lo. Sin embargo, a partir del artículo 2 en su fracción XV se introduce por pri­mera vez el fomento a la investigación en biotecnología como uno de sus man­datos. Posteriormente, en el artículo 9, fracción VI del capítulo II se establece como un principio de bioseguridad el fomento a la investigación en áreas bio­tecnológicas. Aún más, en la fracción XII de este mismo artículo 9 se in­troduce como otro principio de bio­seguridad la necesidad de apoyar “el desarrollo tecnológico y la investigación científica sobre organismos gené­ticamente modificados que puedan con­tribuir a satisfacer las necesidades de la Nación”.

En la parte de coordinación y par­ti­cipación (Capítulo IV), con relación a las funciones de la CIBIOGEM, el ar­tícu­lo 20 específica que el Consejo Con­sul­tivo Científico es un órgano de con­sulta obligatoria en aspectos téc­ni­cos y científicos en biotecnología mo­­der­na y bioseguridad de organismos ge­né­ti­ca­mente modificados. Con respecto de la coor­dinación entre la federación y los estados (Capítulo V), se establece en el artículo 26 fracción VII que se de­be­rán determinar acciones “en el apo­yo a la investigación científica y tecno­lógica en bioseguridad y biotecnología”.

Finalmente, el capítulo VI de la ley está dedicado por completo al fo­men­to a la investigación científica y tecno­lógica en biotecnología y bioseguridad; de manera explícita se obliga al Estado a fomentar, apoyar y fortalecer la investigación en esas dos áreas. En par­ticular, se establece que: 1) se impulsará la investigación en biotecnología para resolver necesidades productivas específicas (Artículo 28); 2) se desa­rro­llarán programas de biotecnología y bioseguridad (Artículo 29) y; 3) el CONACYT deberá constituir un fondo para el fomento y apoyo a la investiga­ción en esas áreas en las que pueden participar dependencias, entidades y recursos de terceros (Artículo 31).
 
Al analizar esos artículos se puede concluir que hay una contradicción en esta ley que genera incongruencias con el objeto de la misma. Como se mencionó anteriormente, es la bio­tecnología y específicamente sus pro­ductos (OGM) los que deben estar re­gulados y supervisados. Al introducir el fomento y apoyo a la investigación en biotecnología junto con la bioseguridad, se introduce indebidamente al sujeto regulado dentro del sistema regulador; esto es, se le convierte en juez y parte. Una ley de bioseguridad debería sujetarse estrictamente a la re­gulación de los productos de la biotec­nología. Por otra parte, la bioseguridad es una actividad que requiere la parti­cipación concertada de muchas disci­plinas científicas. Con el mandato que hace esta ley para la participación, fo­mento y desarrollo de la biotecnología, se le está privilegiando y al mismo tiempo se excluye o minimiza la parti­cipación de diversas disciplinas científicas y tecnologías alternativas que quizá deberían tener un trato igual con respecto del manejo seguro de los ogm. En mi opinión esos artículos deberían modificarse y excluir a la biotecnología, o al menos especificar que la in­ves­­tigación en biotecnología deberá estar directamente vinculada a la bio­­seguridad. De otra manera, la con­tra­dic­ción sigue latente al mantener el mandato de apoyar y desarrollar la bio­tecnología en general.

Se debe enfatizar que los conceptos vertidos en el articulado del capítulo VI son importantes para el desarrollo del país, pero están en un lugar inadecuado. Esos artículos deberían es­tar en la Ley de Ciencia y Tecno­logía si lo que realmente se quiere es fo­men­tar la biotecnología para que con­tri­buya como una más de las alter­nativas tecnológicas que nuestro país necesita.

El maíz y el principio de precaución

Esta pieza clave del Protocolo es abor­dada en la fracción iv del artículo 9 del capítulo II de la LBOGM. Aquí se ha­ce una traducción literal del principio 15 de la declaración de Río: “cuando haya peligro de daño grave o irrever­si­ble, la falta de certeza científica ab­so­luta no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces en función de los costos para impedir la degradación del medio am­biente”. Sin embargo, en el caso de la LBOGM se establece que el estado apli­cará este enfoque “conforme a sus ca­pacidades” con lo que se inutiliza la po­tencia del principio precautorio y se introduce un elemento de discreciona­lidad que puede resultar perjudicial, en este caso a la diversidad del maíz, por­que su protección estaría depen­dien­do de la importancia y prioridad que cada gobierno le asigne a esos re­cursos. En ese sentido, como hemos vis­to en párrafos anteriores, después de siete años de la primera noticia del hallazgo de transgenes en el maíz na­tivo de Oaxaca, las instituciones de go­bierno no han sido capaces de actuar de manera contundente bajo el prin­cipio precautorio para proteger el germoplasma de maíz nativo. Por el contrario, se ha permitido que el pro­ble­ma avance hasta un punto que se aproxima al no retorno.
 
Para la protección de la diversidad del maíz, en la LBOGM se incluyó un or­denamiento (Artículo 2 XI) que, en general, debe determinar las bases pa­ra el establecimiento de áreas geográficas libres de OGM y, en particular, un régimen de protección especial para el maíz por ser México centro de origen del cultivo. Sin embargo, los ar­tículos, definiciones y mecanismos aso­ciados al ordenamiento parecen ser inadecuados para asegurar una efi­ciente protección del maíz nativo en México.

Las definiciones de centro de origen, domesticación y diversidad en la lbogm son construcciones imprecisas de esos conceptos. Por ejemplo, la de­finición de centro de origen (Art. 3, VIII) incluye el proceso de domestica­ción, pero separa el factor de la diver­­si­dad trasladándolo a una segunda de­finición (Art. 3, IX). De esa forma rom­pe la unidad del concepto y re­du­ce el centro de origen al área en la que se domesticó el cultivo y no a su diver­sidad. En el caso del maíz, si se toma­ra al pie de la letra la definición de centro de diversidad como se enuncia en el artículo 3 fracción IX, no se podrían proteger regiones enteras de México que contienen una gran diversidad de maíz.

Un asunto preocupante es que los centros de origen y diversidad se de­ter­minarán por medio de un simple acuerdo conjunto de SEMARNAT y SAGARPA, según se establece en los artícu­los 86 y 87. En otras palabras, de una ma­nera tautológica los artículos 86 y 87 de la ley ordenan a SAGARPA y SEMARNAT determinar centros de origen y diversidad tal como ya están definidos de antemano, y para llegar a esas definiciones, la ley establece los crite­rios que deben tomarse para las deter­minaciones de los centros de origen y diversidad, en este caso, del maíz. De esa forma, me parece que se corre el riesgo de tomar decisiones tras­cen­dentales para el futuro del maíz nativo con criterios estrechos y rígidos que no corresponden al estado del conoci­miento científico.

El reglamento de la ley también es revelador porque afirma la locali­za­ción única del centro de origen para de­limitar la zona en la que se debe res­guardar el maíz nativo y el teocintle. Esta idea de focalización del centro de origen llevaría a establecer, si acaso, mu­seos de sitio en los que se supondría se originó el maíz (sin evidencias arqueológicas), y con los criterios im­pues­tos en la ley, los centros de diver­sidad estarían asignados a un puñado de localidades en donde se encuentre la intersección de los parientes silves­tres con las reservas genéticas que so­brevivan en la actualidad. Esos criterios son la negación de la realidad viva de la diversidad del maíz en Mé­xi­co, así como de la investigación en cuanto a los centros de origen.

La dispersión del maíz transgénico


Es difícil explicar con exactitud cómo se introdujo el maíz transgénico en México. Se han adelantado varias hi­pó­tesis como: 1) la siembra de grano trans­gé­ni­co proveniente de las im­por­taciones; 2) el contrabando o la intro­duc­ción ilegal de semilla; 3) programas oficiales de semilla sin supervisión —por ejemplo kilo por kilo—; 4) redes co­merciales de semilla en pequeña es­cala; 5) mala supervisión de las prue­bas de campo realizadas en el país. Sin embargo, es sumamente difícil obte­ner pruebas para aceptar o descartar cualquiera de estas hipótesis, lo más se­gu­ro es que sea una combinación de todos estos factores lo que favoreció la entrada de maíz transgénico en México. Por otra parte, hemos visto que, desde muy temprano en el desa­rrollo de la bioseguridad, se identifica­ron los problemas e impactos que se darían en la agricultura del maíz e in­cluso las posibles vías de entrada del maíz modificado genéticamente. Se ela­boraron recomendaciones que han resistido la prueba del tiempo, ya que se han reiterado una y otra vez en di­ferentes tiempos, circunstancias y con diferentes actores, y también se traba­jó para implementar las bases de la re­gulación con criterios científicos mul­tidisciplinarios. Sin embargo, el he­cho es que el maíz transgénico se ha intro­ducido en su centro de origen y desde entonces continúa su dispersión.

En mi opinión, los vaivenes en las políticas y estrategias gubernamenta­les para enfrentar este problema tuvie­ron una gran influencia en esta situa­ción. Nunca terminó de consolidarse una verdadera política de Estado en bio­seguridad, en particular para el maíz, al desperdiciar muchos años de experiencias con cambios inoportunos e improvisados que generalmente respondían a intereses coyunturales específicos. En mayor o menor me­di­da, significativamente durante los úl­ti­mos gobiernos, se ignoró la historia y se “rein­ventó” la bioseguridad sin apor­tar algo más de lo que ya se había tra­bajado. Por el contrario, por la falta de voluntad política y la compla­cen­cia con intereses particulares, se dieron pa­sos atrás en la conformación de un sistema de bioseguridad que fuese apro­piado para nuestro país.

Es insostenible la política de ocul­ta­miento que han seguido las insti­tu­cio­nes encargadas de la bioseguridad en México con respecto de la dispersión de maíz transgénico en nuestro te­­rri­to­­rio. En el futuro próximo, y cada vez con mayor frecuencia, conoce­remos más casos de introducción de maíz mo­dificado en diferentes estados del país, como los reportados re­cien­te­­men­te en el estado de Sinaloa y en el Distrito Federal.

Ante esta situación es urgente insistir en que se atiendan las aportacio­nes que los académicos y la sociedad han hecho para resolver este problema. Tal es el caso del Manifiesto por la Protección del Maíz Mexicano pu­bli­ca­do en el periódico El Universal en septiembre de 2006, en el que se re­su­mieron las propuestas de cien­tíficos y sociedad con relación al régimen de protección especial del maíz y en el que además se propuso la im­plemen­ta­ción de un Programa Multi­dis­ci­pli­na­rio de Protección de la Di­ver­sidad del Maíz Mexicano. En este sentido, recien­temente el Consejo Con­sultivo Científico ha coincidido exac­ta­mente con los argumentos y pro­pues­tas del Ma­ni­fies­to de 2006 en lo que se refie­re al régimen de protección es­pecial del maíz, incluido el Pro­grama de Pro­­tección del Maíz. Por ello, se pre­senta para el CCC una mag­ní­fi­ca opor­­tunidad de abrir la discusión de este tema, como lo ha so­licitado la so­cie­dad civil, y evitar el re­currente pro­ble­ma de responder a in­tereses políticos coyunturales. Ojalá que no se vuelva a ignorar la historia, para no repetirla.
 
     
Referencias bibliográficas

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como citar este artículo
Serratos Hernández, José Antonio. (2009). Bioseguridad y dispersión de maíz transgénico en México. Ciencias 92, octubre-marzo, 130-141. [En línea]
     

 

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Biotecnología agrícola en el mundo en desarrollo: mitos, riesgos y alternativas
 
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Miguel A. Altieri
   
               
               
Las compañías de biotecnología con fre­cuencia proclaman
que los orga­nis­mos genéticamente modificados, en es­pecial las semillas, son un des­cu­bri­miento científico importante y ne­ce­sa­rio para alimentar al mundo y re­du­cir la pobreza en los países en desarrollo. La mayoría de los organis­mos interna­cionales de todo el mundo que tienen a su cargo las políticas y la investigación tendientes a incrementar la seguridad alimentaria en el mundo en desarrollo se adhieren a es­te punto de vista que descansa en dos premisas críticas. La primera es que el hambre se debe a que existe una bre­cha entre la producción de ali­men­tos y la densidad de población o su ta­sa de crecimiento. La segunda es que la ingeniería genética es el único o el mejor camino para incrementar la pro­ducción agrícola, y por tanto para solventar las necesidades futuras de alimentos. Un punto de partida para es­clarecer estos conceptos erróneos es comprender que no existe relación en­tre el hambre prevaleciente en un de­terminado país y su población. Por ca­da nación densamente poblada y ham­brien­ta, como Bangladesh o Haití, existe una nación hambrienta con po­ca densidad de población, como Brasil o Indonesia. El mundo produce hoy, como nunca, más alimento por ha­bi­tan­te. Existe suficiente alimento dis­­po­­ni­ble para proporcionar casi dos ki­los por persona, diariamente: más de un kilo de grano, legumbres y nueces; alrededor de medio kilo de carne, leche y huevos y otro de frutas y verduras.

La producción mundial de granos en 1999 habría sido suficiente para ali­­mentar a una población de ocho mil mi­llones de personas —en el año 2000 el planeta tenía seis mil millones de ha­bitantes— de haber sido equitativa­­men­te distribuida o no hubiera sido em­pleado como alimento para ani­ma­les. En Estados Unidos, tres de cada 4.5 kilos de grano son para ali­men­to de ani­ma­les. Algunos países co­mo Bra­sil, Pa­raguay, Tailandia e In­do­ne­sia de­di­­can miles de hectáreas de tie­rras agrí­co­las a la producción de soya y yu­ca que se exporta a Europa co­mo ali­­men­to pa­ra ganado. Si se canali­za­ra una tercera par­te del grano pro­du­ci­do en to­do el mundo hacia los pue­blos nece­sitados, instantáneamen­te cesaría el ham­bre.

La globalización también es un fac­tor de hambre, especial­­men­te cuan­do los países en desarrollo adop­tan po­lí­ti­cas de libre comercio (ba­­jan­do los aran­celes y permitiendo el flu­jo de bie­nes procedentes de los países in­dus­tria­lizados), amparados por insti­tu­cio­nes internacionales de crédito. La experiencia de Haití, uno de los paí­ses más pobres del mundo, es un claro ejem­­plo de ello. En 1986, la mayoría del arroz consumido en Haití había si­do cultivado en la isla y se importaban sólo 7 000 toneladas. Inmediata­­men­te después de abrir su economía al mun­do, empezó a llegar a la isla arroz más barato procedente de Estados Uni­dos, donde la industria arrocera está sub­si­diada. En 1996, Haití importaba 196 000 toneladas de arroz extranjero a un cos­to de 100 millones de dólares al año. La producción arrocera hai­tia­na pasó a un segundo término una vez que la dependencia del arroz extranjero fue total y el costo del arroz subió dejando gran parte de la población pobre al ca­pricho del alza de los precios del gra­no a nivel mundial. El ham­bre aumentó.

Las causas reales del hambre son la pobreza, la desigualdad y la falta de acceso al alimento y a la tierra. Hay de­masiada gente, demasiado pobre (al­rededor de dos mil millones de per­­so­nas sobreviven con menos de un dó­lar al día) para comprar el alimento dis­ponible, a menudo mal distribuido, o que carece de tierra y de recursos pa­ra cultivarla. Dado que la verdadera raíz de la causa del hambre es la desi­gual­dad, cualquier método para fo­men­tar la producción de alimentos que la agu­dice está destinado a fallar en el in­ten­to por reducirla. Por el con­trario, lo que realmente pue­de acabar con el hambre son las tec­no­logías que están a favor de los pobres y que produ­cen efectos positivos en la distribución de la riqueza, los in­gre­sos y los bienes. Afortunadamente, estas tec­no­logías existen, y se pueden agrupar li­bre­men­te bajo la disciplina de la agro­eco­logía, cuyo potencial ha sido ampliamente demostrado.Además, atacar frontalmente la des­igualdad mediante verdaderas reformas agrarias crea la esperanza de au­men­to en la productividad que sobrepasa el potencial de la biotecnología agrícola. Mientras las propuestas de la industria a menudo pronostican para un futuro 15, 20 o incluso 30% de ganancias mediante la biotecnología, los pequeños agricultores producen hoy de 200 a 1 000% más por unidad de área que los gran­des agricultores de todo el mundo.

Es crítico comprender que la mayor parte de las innovaciones en la bio­tecnología agrícola han sido enfo­ca­das más bien a obtener ganancias que a cubrir necesidades. El gran im­pul­so de la industria de la biotecnología ge­né­ti­ca no es el hacer la agricultura más pro­­duc­tiva, sino generar be­­ne­fi­cios. Esto se puede ilustrar revi­san­do las principales tecnologías dis­po­­ni­bles en el mercado actual, que son los cul­tivos resistentes a her­bi­ci­das como las semillas de soya Round­up Ready de Monsanto, que son tolerantes al her­bi­­ci­da Roundup de Monsanto, y los cul­tivos Bt (Bacillus thuringien­sis) que es­tán genéticamente modificados para producir su propio insecticida.

En primera ins­tancia, es claro que la meta es ganar una mayor distribución en el mercado de her­bicidas de un producto de su propiedad y, en se­gunda, se trata de fomentar la venta de se­mi­lla, sin tomar en cuenta el ries­go de dañar la uti­li­dad que representa el uso de un pro­­duc­to clave contra las plagas (Bacillus thuringiensis, un in­secticida básicamente microbiano) en el cual confían mu­chos agricultores, incluso los agricul­to­res orgánicos, por ser una importante alternativa a los in­secticidas químicos. Estas tec­no­lo­gías responden a la nece­si­dad de las compañías de biotecnología de in­ten­sificar la dependencia de los agri­cul­­to­res a las semillas protegidas por los llamados “derechos de pro­piedad in­te­lectual” que entran en con­flic­to di­rec­tamente con los antiguos derechos de los agricultores para repro­du­cir, dis­tri­buir y almacenar semillas.

Las cor­poraciones buscan que los agricultores compren los más recientes insumos y prohiben que compren o vendan se­mi­llas. En Estados Unidos, los agri­cul­to­res que adoptan se­mi­llas de soya trans­génicas deben firmar un acuerdo con Monsanto; si siembran se­mi­lla de soya transgénica al año si­guiente, la mul­ta es de casi 3 000 dó­la­­res por cada me­dia hectárea y, de­pen­diendo de la superficie, les puede costar sus tierras y su modo de subsistencia. Mediante el control del germoplasma a partir de la semilla que se va a ven­der y for­zan­do a los agri­­cul­to­res a pagar precios in­flados por los paque­tes de semilla quí­mica, las com­pa­ñías han tomado la determinación de obtener el mayor ren­dimiento de su inversión.

¿Aumentan la productividad?

Un importante argumento adelantado por quienes proponen la biotecno­lo­gía es que una de las principales ca­­­rac­terísticas de los cultivos trans­gé­ni­cos es el aumento sustancial en el ren­di­mien­to. Aun cuan­do los da­tos pro­ce­den­tes del mundo en desa­rro­llo son escasos, un informe de 1999 elaborado por el Departamento de Agri­cul­­tu­ra de Estados Unidos y el Ser­vi­cio de In­vestigación Económica, en donde se ana­lizaron los datos de 12 y 18 com­bi­na­ciones de region/cultivo recopilados en 1997 y 1998, resultó con­clu­yen­te al respecto. Los cultivos vigilados fue­ron maíz y algodón Bt y maíz, al­go­dón y so­ya tole­ran­tes a los herbicidas (ht por sus si­glas en inglés) y sus con­tra­par­tes no modificadas.

En 1997, en siete de doce combi­na­ciones región/cultivo, la diferencia del rendimiento no fue significativa en­tre los cultivos genéticamente modificados y los no modificados. Cuatro de doce regiones mos­tra­ron incre­mentos importantes (de 13 a 21%) en el rendimiento de los cul­tivos modificados versus los no modificados (fri­jol de soya ht en tres regiones y al­go­dón Bt en una región). El algodón ht en una región mostró una impor­tan­te re­ducción en el rendimiento (12%) en comparación con sus contrapartes no modificadas.

En 1998 en 12 de 18 combinaciones región/cul­ti­vo la producción no fue sig­ni­fi­cativamente diferente entre los cul­ti­vos no modificados y los mo­di­fi­ca­dos. En cinco combina­cio­nes cul­­ti­vo región (maíz Bt en dos regiones, maíz ht en una región y al­go­dón Bt en dos regiones) los cultivos mo­di­fi­ca­dos mostraron im­por­tan­tes incre­men­tos en la produc­ti­vi­dad (de 5 a 30%) so­bre los no modificados, pero tan só­lo bajo la presión del gorgo­jo del maíz europeo, el cual es es­po­­rádico. El al­go­dón ht (glifosato-tole­rante) fue el úni­co cultivo genéticamente mo­di­fi­cado que mostró un crecimiento poco im­por­tan­te en su pro­duc­tividad en to­das las regiones. En 1999, inves­ti­ga­do­res del Instituto de Agri­cul­tura y Re­­cur­­sos Naturales de la Uni­ver­si­dad de Ne­braska cultivaron cinco dife­ren­tes va­riedades de semillas de soya Mon­­san­to junto con sus especies em­pa­ren­tadas tradicionales más cercanas y las va­rie­dades tradicionales de más alto ren­di­miento; esto se llevó a ca­bo en cua­tro locali­dades del estado, tanto en tie­rras secas como en campos irri­ga­dos. Los in­vestigadores en­con­­tra­ron, en pro­me­dio, que aun cuan­do las va­rie­da­des ge­néticamente modifi­cadas eran más ca­ras, producían seis por cien­to me­nos que sus parientes más cer­ca­nos no mo­dificados ge­né­ti­ca­­men­te y 11% menos rendimiento que el más al­to de los cultivos tradi­cio­na­les. Al­gu­nos in­for­mes proce­den­tes de Ar­gen­ti­­na mues­tran los mismos re­sul­ta­dos en cuanto a que no ha ocu­rrido un au­men­to en la productividad con semillas de so­ya ht, lo que al parecer pre­sen­ta una caí­da en la produc­ción a nivel mundial.
 
¿Benefician a los agricultores pobres?

La mayoría de las innovaciones tec­no­lógicas disponibles hoy día no toman en cuenta a los campesinos pobres, pues estos agricultores no están en ca­­pa­ci­dad de costear las semillas pro­te­gidas por patentes pertenecientes a las cor­po­raciones de biotecnología. Ade­más, la posibilidad de ampliar la tecnología mo­der­na para proporcionar recursos a los campe­si­nos ha sido limitada históricamente por obstáculos ambientales conside­ra­bles. Alrede­dor de 850 millones de per­sonas viven en tierras amenazadas por la desertificación; otros 500 mi­llo­nes de personas residen en tierras muy di­fíciles de cultivar debido a la pen­­dien­te de sus tierras. Además, la mayoría de la vida rural pobre entre el Trópico de Cáncer y el Trópico de Capricornio se desa­rro­lla en re­­giones que serán más vul­ne­rables a los efectos del calenta­mien­to glo­bal. En tales medios sería preciso con­tar con una plé­tora de tecnologías lo­ca­les baratas y accesibles para propiciar, en vez de li­mitar, las opciones de los agri­­cul­to­res, tendencia que inhi­­be la tec­­no­logía con­trolada por las cor­pora­ciones.

Muchos investigadores en biotecnología se han comprometido a combatir los problemas asociados a la pro­duc­ción de alimentos en esas zonas mar­ginales mediante el desarrollo de cul­tivos genéticamente modificados con características consi­deradas de­sea­bles para los pequeños agricultores, tales como un incre­mento en la com­petitividad contra las ma­le­zas y tolerancia a las sequías. Estos nuevos atributos, sin embargo, no necesaria­men­te serán una panacea. Algunas ca­­racterísticas tales como la tolerancia a la sequía son poligénicas, lo que quie­re decir que están de­ter­mi­nadas por la interacción de múl­ti­ples genes. En consecuencia, el de­sarrollo de cultivos con estas carac­terísticas es un com­plejo proceso que podría tomar por lo menos diez años. Y bajo estas cir­­cuns­tancias, la ingeniería genética no da algo a cambio de nada. Cuando se hace un mal trabajo con múltiples ge­nes para crear una característica de­seada, inevitablemente se acaba por sa­crificar otras características tales co­­mo la productividad. El uso de una plan­­ta tolerante a la sequía aumentaría la productividad del cultivo tan só­lo en 30 o 40%. Cualquier in­cremento adicional a la producción tendría que provenir más bien de prácticas ambientales mejoradas (tales como el almacenamiento de agua o aumen­tan­do la materia orgánica del suelo pa­ra tener una mejor retención de hu­me­dad) y no tanto de la manipulación gené­tica de características específicas.

Aun cuando la biotecnología con­tri­buya a obtener mayores cosechas, la pobreza no necesariamente decli­na­rá. Muchos campesinos de los países en desarrollo no tienen acceso al di­ne­ro en efectivo, al crédito, a la asis­ten­cia téc­nica o a los mercados. La lla­ma­da Re­volución Verde de los años cin­cuen­tas y sesentas no llegó a estos agricul­tores porque el mantener los nuevos cultivos alta­men­te pro­duc­tivos me­diante el uso de plaguicidas y fertili­zan­tes era demasiado costoso para los empobrecidos propietarios de tierras. Los datos con que contamos nos demuestran que, tanto en Asia co­mo en América Latina, los agricultores ricos, con tierras más extensas y me­jor dotadas, sacaban mayor provecho de la Revolución Verde, mientras que los agri­cultores de menores recursos so­lían ganar muy poco.

La “Revolución del gen” terminará repitiendo las mis­mas equivocaciones que su pre­de­ce­so­ra. Las semillas ge­né­tica­mente mo­dificadas están con­tro­­la­das por las corporaciones y prote­gi­das por patentes; en consecuencia, son su­ma­mente caras. Dado que muchos paí­ses en de­sarrollo todavía carecen de una estructura institucional y de cré­di­to blan­do necesario para proporcionar estas nue­vas semillas a los agricultores pobres, la biotecnología no hará más que exa­cerbar la marginalización.

Además, los agricultores pobres no encajan en el nicho de mercado de las empresas privadas, que se enfocan a las innovaciones tecnológicas para los sectores agrícolas y comerciales de las naciones industriales y en desa­rro­llo, donde estas corporaciones esperan un enorme rendimiento de su inversión en investigación. El sector pri­vado a menudo ignora importantes cul­ti­vos tales como la yuca, que es un pro­duc­to de primera importancia pa­ra 500 mi­llones de personas en to­do el mun­do. Los pocos campesinos que tengan acceso a la biotecnología se vol­ve­rán peligrosamente depen­dien­tes de la compra anual de semillas ge­né­ti­camente modificadas. Estos agri­cul­to­res tendrán que aceptar, por los one­rosos acuerdos de propiedad inte­lectual, no plantar semillas producidas a partir de una cosecha de plantas bio­ge­né­ticamente manipuladas. Estas es­tipulaciones son una afrenta a los agri­cultores tradicionales, quienes durante siglos han obtenido y dis­tri­bui­do semi­llas como parte de su le­ga­do cultural.

Algunos científicos y ciertas auto­ri­dades competentes sugieren que las grandes inversiones por medio de socios públicos y privados podrían ayudar a los países en desarrollo a adquirir la ca­pacidad local científica e institu­cio­nal para transformar la biotecnolo­gía, a fin de que llene las necesidades y las cir­cunstancias de los pequeños agri­cul­tores. Pero una vez más, los de­rechos intelectuales de las corporaciones sobre los genes y la tecnología de su clo­nación pueden complicar más aún las cosas. Por ejemplo, en Brasil, el ins­ti­tuto nacional de investigación (embra­pa) debe negociar acuerdos de lici­ta­ción con nueve diferentes compa­ñías antes de que una papaya resis­­ten­te a los virus, desarrollada por in­ves­ti­gado­res de la Universidad de Cornell, se pue­da otorgar a los campesinos.
 
Biotecnología, agricultura y ambiente

La biotecnología intenta paliar los pro­­blemas (como resistencia a pla­gui­­ci­das, contaminación, degradación de los suelos, etcétera) ocasionados por an­te­riores tecnologías agroquí­mi­cas pro­movidas por las mismas com­pa­ñías que ahora dirigen la bio­­rre­volu­ción. Los cultivos transgénicos desa­rro­llados para controlar las plagas si­guen muy de cerca el paradigma de usar un único mecanismo de con­trol (un pla­­gui­cida), lo cual, como se ha de­mos­tra­do, ha fallado una y otra vez con los insectos, los patógenos y las hier­bas malas. El tan discutido plan­tea­mien­to de “un gen-una plaga” tam­bién se verá fá­cil­men­te superado por plagas que con­ti­nua­men­te se adap­tan a las nuevas situaciones y hacen evo­lu­cionar los mecanismos de destoxificación.

Los sistemas agrícolas desarrollados con cultivos transgénicos favore­ce­­rán los monocultivos caracterizados por presentar peligrosos niveles de ho­mogeneidad genética, que llevan a una mayor vulnerabilidad de los sistemas agrícolas, a tensiones bió­ticas y abió­ti­cas. Promover monoculti­vos también de­teriorará los métodos ecológicos en agricultura, tales como la ro­­tación y los policultivos, lo cual agu­di­zará los problemas de la agricultura convencional.

Dado que las nuevas semillas ge­né­ti­camente modificadas reemplazan a las antiguas y tradicionales variedades y a sus parientes silvestres, el de­te­rio­ro genético se acelerará en el Ter­cer Mun­do. La tendencia ha­cia la uni­for­mi­dad no sólo destruirá la di­ver­­si­dad de los recursos genéticos, si­no que también afectará la complejidad bio­ló­gica que va implicita en la sus­ten­ta­bi­lidad de los sistemas agríco­las locales.

Existen muchas preguntas ecoló­gi­cas sin respuesta respecto del im­­pac­to que produciría liberar en el me­­­dio plantas transgénicas y mi­cro­or­ga­nis­mos, pero las pruebas disponibles su­gie­ren que es­tos impactos pueden ser muy graves. Entre los riesgos más im­portantes aso­cia­dos con las plantas ge­néticamente modificadas está la trans­ferencia no con­trolada a especies emparentadas con las plantas de los “transgenes”, así como los efec­tos eco­lógicos impredecibles que esto traería consigo.

Resistencia a los herbicidas

Queda claro que al crear cultivos re­sis­tentes a los herbicidas, una com­pa­ñía puede expandir mercados para sus productos químicos patentados (en 1997, 50 000 agricultores sembraron 3.6 millones de hectáreas de soya ht, lo que es equivalente a 13% de las casi 70 millones de hectáreas sembradas con so­ya en Estados Unidos). Los ob­serva­­do­res calcularon un valor de 75 mi­llo­nes de dólares estadunidenses para cultivos ht en 1995, que fue el pri­mer año que salieron al mercado, e indica­ron que para el año 2000 el mer­­cado será aproximadamente de 805 millones de dólares, lo cual represen­ta 61% de aumento.
 
El continuo uso de herbicidas, tales como bromoxinilo y glifosato (tam­­bién comocido como Roundup) que to­leran los cultivos resistentes a los her­bicidas, pueden desencadenar pro­­blemas. Es bien sabido, y se tienen do­cumentos de ello, que cuando un úni­co herbicida se usa repetidamente en un cultivo, las probabilidades de que se desarrolle resistencia al her­bicida en poblaciones de malezas aumenta mucho. Se han reportado al­re­de­dor de 216 casos de resistencia a plaguicidas en una o más familias de herbicidas químicos. Los herbicidas a base de triacina son los que cau­san más resistencia en cerca de sesenta especies de malezas.

El problema reside en que, dadas las presiones de la industria para au­mentar las ventas de herbicidas, se in­crementará el número de hectáreas tratadas con herbicidas de amplio espectro, pro­fundizando así el problema de la re­sistencia. Por ejemplo, se planea que el número de hectáreas tratadas con glifo­sa­to aumente a casi 60 millones de hectáreas. Aun cuando se considera que el glifosato causa me­nos resistencia a los herbicidas en las malezas, con el tiempo el uso continuo del herbicida seguramente dará co­mo resultado una mayor resistencia, aun cuando ésta sea más lenta, co­­mo ya se ha comprobado en las po­bla­ciones australianas de ballico, grama y trébol, Cirsium arvense y Eleu­sine indica.

Los herbicidas no sólo matan malezas

Las compañías afirman que si el bro­mo­xi­nil y el glifosato se aplican bien, se degradan rápidamente en el suelo, no se acumulan en las aguas del sub­sue­lo, no tiene efectos sobre los or­ga­nis­mos a los cuales no están diri­gi­dos y no dejan residuos en los ali­men­tos. Sin embargo, existen eviden­cias de que el bromoxinil causa malforma­cio­nes de nacimiento en los animales de laboratorio, es tóxico para los pe­ces y puede causar cáncer en los hu­ma­nos. Dado que el bromoxinil causa mal­for­maciones de nacimiento en los roedores y es absorbido a través de la piel, es probable que los agricultores y los trabajadores de granjas también corran riesgos. Asimismo, se ha re­­por­­tado que el glifosato es tóxico para al­gunas especies a las cuales no está di­rigido, que viven en el suelo; tanto pa­ra los predadores benéficos, como las ara­ñas, los aradores, los coleópteros y los escarabajos coccinélidos, los detri­tívoros, como son las lombrices de tierra, y los organismos acuáticos, in­clu­yendo los peces.
 
También surgen preguntas en cuan­to a la salvaguarda de los alimentos, pues este herbicida sufre una pequeña degradación metabólica en las plan­tas y se sabe que se acumula en frutos y tubérculos, y que hoy día más de 17 millones de kilos de este herbicida se usan anualmente tan sólo en Estados Unidos. Ade­más, las investigaciones do­cu­mentan que el glifosato parece ac­tuar del mismo modo que los anti­bió­ti­cos, alterando la biología del sue­lo de una manera que aún se descono­ce y, por tan­to, causando efectos tales como la re­ducción de la facultad de fijar el nitrógeno de la soya y del trébol, hacer más vul­nerables a las en­fer­me­da­des a las plan­tas de frijol, y reducir el cre­cimiento de hongos micorrícicos be­néficos que vi­ven en la tierra, los cua­les son la clave pa­ra ayu­dar a las plantas a extraer el fós­foro del suelo.

La creación de supermalezas

Aun cuando existe alguna preocupación de que los cultivos transgénicos pue­dan convertirse en malezas, hay un riesgo ecológico mayor, y es que la liberación a gran escala de cultivos trans­génicos puede propiciar una trans­ferencia de transgenes de los cultivos hacia otras plantas que también po­drían convertirse en malezas. Los trans­genes que representan un adelanto bio­lógico importante pueden trans­for­mar las plantas de hierbas silvestres en nuevas o peores malezas. El pro­ce­so biológico preocupante aquí es la in­trogresión, es decir, la hibrida­ción en­tre diferentes especies de plan­tas. Los hechos nos indican que ya es­tán ocu­rriendo estos intercambios gené­ti­cos entre las plantas silvestres, las ma­­le­zas y las cultivadas. La inci­den­cia en la especie de sorgo Sorghum bi­color, un pariente silvestre del sorgo, y el flujo de genes entre el maíz y el teo­cintle, demuestran el potencial que existe de que las plantas empa­­ren­ta­das con ciertos cultivo los con­vier­tan en ma­le­zas peligrosas.

Esto es preocupante dado que en Estados Unidos un nú­mero de cultivos se siembra a una distancia muy cor­ta de los parientes silvestres com­pa­tibles. Es preciso tener cuidados ex­­tre­mos en los sistemas de plantas que se prestan a una polinización cruzada fá­cil, tales como la avena, la cebada, el gi­rasol y sus parientes silvestres, y en­tre la semilla de colza y sus parientes cru­cíferos. En Europa existe una gran preocupación respecto de la posibilidad de transferencia de polen de genes ht de las semillas oleaginosas de Bras­sica a Brassica nigra y Sinapsis ar­vensis. También existen cultivos que se siembran cerca de plantas silvestres que no son parientes cercanos pe­ro que pueden tener cierto grado de com­pa­ti­bi­li­dad cruzada, tales como las cruzas de Raphanus raphanistrum x. R. Sativus (rábano) y la Grass x John­son de sorgo maíz. Los efectos en cas­cada que producen estas transferencias pue­den, en última instancia, significar cam­bios en la estructura de las co­mu­nidades de plantas. Los intercambios de genes causan gran temor en los cen­tros de diversidad, donde se ha vis­to que en los sistemas de cultivo con bio­diversidad es muy alta la probabilidad de que ciertos cultivos transgénicos sean sexualmente compatibles con pa­rientes silvestres.

La transferencia de genes de cul­ti­­vos transgénicos a cultivos orgánicos plantea un problema específico a los agricultores orgánicos, dado que la cer­­tificación de orgánico depende de que los cultivadores puedan garantizar que sus cultivos no tienen genes in­ser­ta­dos. Los cultivos capaces de mul­ti­pli­car­se, tales como el maíz o la se­milla oleaginosa de nabo, se verán afec­ta­dos en mayor medida, pero en realidad to­dos los agricultores orgánicos corren el riesgo de contaminación genética, puesto que no existen normas que obli­­guen a guardar un mínimo de distancia que aísle los campos transgénicos de los orgánicos.

En conclusión, el hecho de que la hi­bridación y la introgresión especí­fi­cas sean comunes a especies tales co­mo el girasol, el maíz, el sorgo o la se­milla oleaginosa de nabo, el arroz, el tri­go y las papas, sienta las bases pa­ra que ocurra el flujo esperado de genes entre los cultivos transgénicos y sus parien­tes silvestres y se creen nuevas malezas resistentes a los herbicidas. Los cien­tí­fi­cos están de acuer­do en que los cul­ti­vos transgénicos pueden, even­tual­men­te, hacer silves­tres los trans­genes cuando se introdu­cen en las po­bla­cio­nes de los parientes silvestres que vi­ven en libertad. Los desacuerdos radican en qué tan serios son los impactos de dicha trans­ferencia.

Los cultivos resistentes a insectos

De acuerdo con la industria de la bio­tec­nología, la promesa es que los cul­ti­vos transgénicos con genes Bt injer­ta­dos remplazarán a los insecticidas sintéticos utilizados actualmente para con­trolar las plagas de insectos. Pero es­to no queda claro porque la mayoría de los cultivos padecen una diver­si­dad de plagas por insectos y, por tan­to, los insecticidas tendrán que seguir aplicándose para controlar las plagas de insectos no lepidópteros, los cuales no son susceptibles a la toxina Bt especí­fi­ca del cultivo. De hecho, en un in­for­me reciente se menciona un aná­lisis del uso de plaguicidas en una es­ta­ción de siembra de Estados Unidos prac­ticado en 1997, con 12 combina­cio­nes region/culti­vo, el cual de­mues­tra que en siete lugares no se observó una diferencia estadís­ti­ca­mente sig­ni­fi­cati­va en el uso de pla­guicida en los cul­ti­­vos Bt versus los cul­tivos no Bt. En el delta del Mississippi se usaron de ma­nera impor­tan­te más plaguicidas en los cultivos de algodón Bt que en los cultivos de algo­dón no Bt.

Por otra parte, se ha reportado que muchas especies de lepidópteros han desarrollado resistencia a la toxina Bt, tan­to en el campo como en pruebas de laboratorio, lo que sugiere que los pro­blemas más importantes en cuanto a resistencia se de­sarrollan probablemente en los cultivos Bt, debido a que la continua especificidad de la to­xina crea una fuerte presión se­lecti­va. Ningún entomólogo serio se cues­tiona si la resistencia se desarrolla o no, el problema es qué tan rápido ocu­rre. De hecho, los científicos ya han detectado en algunos insectos un desarrollo de “resistencia conductual”, ya que debido a la desigual distribución de la toxina en la hoja del cultivo, éstos atacan partes de los tejidos (o par­ches) con concentraciones bajas de toxina.

Con el fin de retrasar el inevitable desarrollo de insectos resistentes a los cultivos Bt, los ingenieros biogenéticos están creando una combinación de plantas de transgénicos y no trans­gé­ni­cos (llamados refugios) para retrasar la evolución de la resistencia entre los insectos. Aun cuando los refugios deben cubrir por lo menos 30% del área de cul­ti­vo, de acuerdo con los miembros de la Campaña para Salvaguardar los Alimentos, el nuevo plan de Mon­san­to sólo contempla un 20%, incluso cuando se tenga que usar in­sec­ticidas. Es más, el plan no propor­cio­na detalles para saber si los refugios se deben plantar a un lado del cultivo trans­génico o a una distancia que los estudios sugieren podría ser menos efectivo. Además de los re­­fu­gios que requieren una coordinación regional entre los agricultores —algo difícil de lograr—, la mayoría de los agri­cultores pequeños o medianos ten­drían que dedicar más de 30 o 40% de su área de cultivo a los refugios —lo cual no parece viable, especial­men­te si los cultivos en dichas áreas tienen que soportar grandes daños por plagas.

Los agricultores que enfrentan el ma­yor riesgo por el desarrollo de la re­­sistencia de los insectos al Bt se están acercando a los agricultores orgánicos que cultivan maíz y soya sin pro­­­duc­tos agroquímicos. Una vez que apa­rezca la resistencia en las pobla­cio­nes de insectos, los agricultores or­gá­ni­cos ya no podrán usar Bt como in­sec­ti­ci­da microbiano para controlar las plagas de lepidópteros que se desplazan desde los campos transgénicos que los rodean. Además, la contami­na­ción ge­nética de los cultivos orgánicos que ocurre por el flujo de genes, por polen, de los campos transgénicos pue­de poner en peligro la certificación de los cultivos orgánicos, y por tan­to los agricultores pueden perder mercados importantes. ¿Quién va a com­pensar a los agricultores orgánicos por estas pérdidas?

La historia de la agricultura nos di­ce que las enfermedades de las plan­­tas, las plagas de insectos y las malezas se hacen más severas con el desa­rro­llo de monocultivos, y que los cul­ti­vos manejados y manipulados gené­ti­ca­men­te pronto pierden su diversidad ge­­né­ti­ca. Sin embargo, no hay razón pa­ra creer que la resistencia a los cul­tivos transgénicos no va a evolucionar en los insectos, las malezas y los pa­tó­genos, tal como ya sucedió con los pla­guicidas. Cualesquiera que sean las es­tra­te­gias que se empleen para ma­ne­jar la resistencia, las plagas se van a adaptar y a sobreponer a los apremios agrícolas. Los estudios realizados acer­ca de la resistencia a los plaguicidas demuestran que puede ocurrir una se­lección inesperada que dé como re­sul­ta­do problemas de plagas mayores a los que existían antes del desa­rro­llo de nuevos insecticidas. Las en­fer­me­da­des y las plagas siempre han cre­ci­do por cambios dirigidos hacia una agri­cultura genéticamente homogénea, precisamente el tipo de agricultura que promueve la biotecnología.

Las especies no controladas

Los culti­vos Bt pueden acabar con los ene­migos naturales de las poblaciones que constituyen plagas, como preda­do­res y avispas parásitas que se ali­men­tan de ellas, disminuyendo su efec­to sobre éstas. En­tre los enemigos naturales que viven exclusivamente de insectos que los cul­tivos transgéni­cos matan por estar así diseñados, co­mo los lepidópteros, los más afectados serán los huevos y las larvas parasitoides porque son totalmente depen­dien­tes de huéspedes vivos para su de­sarrollo y supervivencia, mien­tras que algunos predadores podrían teóricamente medrar sobre la muerte o la pre­sa moribunda.
 
Algunos de ellos también podrían verse afectados directamente a causa de los efectos producidos por los nive­les intertróficos de la toxina. Da­do que el potencial de las toxinas Bt pasan por las cadenas ali­mentarias de los artrópodos, las implicaciones para el biocontrol natural en los campos de cul­ti­vo son serias. Una evidencia reciente nos muestra que la toxina Bt puede afec­tar insec­tos benéficos, predadores que se ali­men­tan de otros insectos que son plaga. Algunos estudios realizados en Sui­za muestran que la mortalidad total pro­me­dio de las larvas predadoras de crisopa (Chrysopidae), que cre­cieron a base de presas alimentadas con Bt, es de 62% en compraración con 37% cuando se alimentan de pre­­sas que no tienen Bt, además de que presentan también un prolongado tiem­po de desarrollo durante su estado juvenil.

Estos descubrimientos preocupan a los pequeños agricultores, quienes pa­ra con­trolar las plagas confían en el rico complejo de predadores y pará­sitos asociados a sus sistemas de culti­vo mix­tos. Los efectos de los niveles in­tertróficos de la toxina Bt son fuente de grandes preocupaciones a causa de la posible alteración del control na­tural de plagas. Los polífagos preda­do­­res, que se mueven en y entre los cul­tivos asociados, encontrarán presas no controladas con contenido de Bt du­­ran­te toda la temporada de siembra. La alteración de los mecanismos de bio­control puede dar como resultado un aumento en las pérdidas producidas por las plagas y por el mayor uso de plaguicidas, con los consiguientes riesgos para la salud y el ambiente.

También se sabe que el polen trans­por­ta­do por el aire procedente de los cultivos Bt hacia la vegetación natural circundante a los campos transgénicos puede matar a los insectos no controlados. Un estudio de la Universidad de Cornell de­mos­tró que el polen del maíz con to­xi­na Bt puede ser arrastrado varios metros por un viento propicio y depositarse en el follaje del algodoncillo, con efectos potencia­les de destrucción de las poblaciones de mariposas monarca. Estos descubri­mientos han abierto una nueva dimen­sión a los impactos inesperados que pue­den tener los cul­tivos transgénicos en los organismos no contemplados que desempeñan funciones clave en el ecosistema, muchas veces des­co­no­ci­das. Pero los efectos ambientales no se limitan a la interacción de cul­tivos con insec­tos. Las toxinas Bt pue­den ser incor­po­radas al suelo por medio del follaje cuando los agriculto­res abandonan los residuos de culti­vos transgénicos después de la cosecha. Las toxinas pueden per­du­rar durante dos o tres meses, resistiendo la degra­da­ción al unirse a las partículas de ar­cilla y de suelos húmicos áci­dos que mantienen su actividad tóxica. Estas to­xinas activas Bt que se acumu­lan en el suelo y el agua a partir de la capa de residuos transgénicos pueden producir efectos negativos en el sue­lo y en los invertebrados acuáticos, así co­mo en los procesos cíclicos de los nutrimentos.

El hecho de que estas toxinas con­serven sus pro­piedades insecticidas y estén pro­tegidas contra la degradación mi­cro­biana al unirse a las partícu­las del sue­lo, permaneciendo en diver­sos tipos de éste durante por lo me­nos 234 días, es una seria preocupación pa­ra los campesinos que no pueden afrontar los gastos que representa la compra de fertilizan­tes. Estos agricul­tores pobres confían, en cambio, en los re­si­duos locales, en la materia orgánica y en los microorganismos del suelo para la fertilidad de sus tierras (en cier­tos inverte­bra­dos, hongos o especies bac­terianas) los cuales pueden ser afec­tados nega­tivamente por la presencia de la toxina en el suelo.

Alternativas sustentables

Los que proponen una segunda Revo­lución verde argumentan que los paí­­ses en desarrollo deben optar por un modelo agroindustrial que se base en tecnologías estandarizadas y en el uso creciente de fertilizantes y de plagui­ci­das para porporcionar suministros adi­cionales de alimento como conse­cuen­cia del aumento en la población y las economías. Por lo contrario, un nú­mero creciente de agricultores, las ong y los que abogan por la agricul­tu­ra sus­tentable proponen que, en lugar de es­te enfoque basado en el capital e insumos intensivos, los países en desa­rrollo deberían favorecer un modelo agroecológico que pusiera el énfasis en la biodiversidad, el reciclaje de los nutrimentos y la sinergia entre cultivos, animales, suelos y otros componentes biológicos, así como en la re­ge­neración y la conservación de los recursos.

Cualquier estrategia tendiente a aumentar el desarrollo agrícola sus­ten­table deberá basarse en principios agroecológicos y en un acercamiento más participativo en el desarro­llo de tecnologías y en su difusión. La agro­eco­logía es la ciencia que proporciona los principios ecológicos para proyec­tar y gestionar sistemas agrícolas sus­tentables y la conservación de los re­cur­sos, ofreciendo diversas ventajas pa­ra el desarrollo de tecnologías no agre­sivas para los agricultores; se ­basa en el conocimiento lo­cal de la agri­cul­tura y en la selección de tecnologías mo­der­nas de bajo in­su­mo con mi­ras a diversificar la pro­duc­ción. Esta propuesta incorpora los principios biológicos y los recursos locales en la gestión de los sistemas agrícolas con el fin de lograr un ambiente saludable y una manera que permita a los peque­ños propietarios intensificar la produc­ción en zo­nas marginales.

Se calcula que entre 1 900 y 2 200 mi­llo­nes de personas todavía carecen directa o indirectamente de acceso a la tecnología agrícola moderna. Se pro­yectaba que en América Latina la po­bla­ción rural permanecerá estable en 125 millones hasta el año 2000, pero más de 61% de esta población es po­bre y se espera que crezca. La pros­pec­ti­va para África es todavía más dra­mática; la mayoría de la población ru­ral pobre (alrededor de 370 millones en­tre los más pobres) vive en zonas de escasos recursos, que son muy heterogéneas y de alto riesgo. Sus sistemas agrícolas son de pequeña escala, com­plejos y di­ver­sos. La peor pobreza a me­nudo ­está localizada en zonas áridas o se­mi­ári­das, y en montañas y ce­rros eco­ló­gi­camente vulnerables. Estos campos y sus complejos sistemas de cultivo son, pues, un reto para los investigadores.

Para que sean benéficos a los cam­pe­si­nos pobres, el desarrollo y la in­ves­ti­ga­ción agrícolas deben operar con base en un planteamiento que par­ta de lo mínimo, o usando los recursos ya disponibles, esto es, la gente del lu­gar, su co­no­ci­miento y sus recursos natura­les autóctonos. Se debe tomar se­ria­mente en consideración, me­dian­te acer­ca­mien­tos participativos, las ne­ce­si­da­des, aspiraciones y circunstancias de los pequeños propietarios. Esto significa que, desde la perspectiva de los campesinos, dichas innovaciones deben ser el ahorro de insumos y la re­ducción de costos y ries­gos; la ex­pan­sión hacia tierras marginales infértiles; la congruencia con los sistemas agrícolas de los campesinos; la nutrición, salud y mejoramiento del entorno.

Es precisamente por lo que acaba­mos de mencionar que la agro­eco­lo­gía ofrece varias ventajas sobre la Re­vo­lu­ción Verde y los plantea­mien­tos bio­­tec­nológicos, pues sus tecnologías tien­­den a basarse en el conocimiento lo­cal y en su razón de ser, son económicamente viables, accesibles y están ba­sa­das en los recursos locales; son am­bien­tal, social y culturalmente sensibles, evi­tan los riesgos de acuerdo con las cir­cuns­tancias de los campesinos, y pro­pician una total estabilidad y productividad agrícolas.

Mien­tras se logran tales criterios, existen miles de ejemplos de produc­to­res rurales que, en asociación con las ong y otras instituciones, pro­mue­ven la conservación de los re­­cur­sos aun cuando los sistemas agríco­las sean altamente productivos. Los incremen­tos en la producción de 50 a 100% son bastante comunes y tienen más mé­to­dos alternativos de producción. En al­gunos de estos sistemas, el ren­di­­mien­to de las cosechas en que el cam­pesino pobre confía más —arroz, frijol, maíz, yuca, papas y cebada— se ha multiplicado cuando se ha confiado más en el conocimiento local que en la compra de insumos muy caros, y al aprovechar los procesos de inten­si­ficación y sinergia. Hay algo más im­­por­tante que la mera pro­duc­ti­vidad, es la posibilidad de lograr una producción total principalmente mediante la diversificación de los sistemas agrí­co­las, usando al máximo los recursos dis­po­nibles.

Conocemos muchos ejemplos de apli­cación de la agroecología en el mun­do en desarrollo. Se calcu­la que al­rededor de 1.45 millones de pro­­pie­ta­rios rurales pobres, que abar­can 3.25 millones de hectáreas, han adop­tado las tecnologías de conserva­ción de los recursos. Por ejem­plo, en Bra­sil, 200 000 agricultores cubren con abono verde los cultivos, du­pli­can­do el rendimien­to de maíz y tri­go; en Guatemala y Hon­duras, 45 000 cam­pesinos incor­po­raron una ca­pa de la leguminosa Mu­cuna como sistema para la conser­va­ción del suelo y triplicaron el ren­di­miento de maíz en las laderas; en Mé­xico, 100 000 pequeños productores de café orgá­ni­co incrementaron la pro­duc­ción en 50%; en el sureste de Asia, 100 000 pequeños productores de arroz, en colaboración con las escuelas ipm, aumentaron en forma consi­de­rable la producción eliminando los pla­gui­ci­das; en Kenia, 200 000 campe­sinos du­­plicaron la producción de maíz me­­­dian­te el uso de la agrosilvicultura ba­sada en leguminosas e insumos orgánicos.

Conclusiones


Los efectos ecológicos de los cultivos mo­dificados genéticamente no se li­mi­tan a ser resistentes a las plagas y a la crea­ción de nuevas malezas o de cepas de virus. Los cultivos transgéni­cos producen también toxinas am­bien­tales que se mueven en la cadena ali­­mentaria y que pueden pasar al suelo y las aguas, afectando a invertebrados y probablemente procesos eco­ló­gicos como el reciclado de los nutrimentos. Es más, la homogeneización del paisaje en gran escala debido a los cultivos transgénicos agudizará la vul­­nerabilidad ecológica que hoy se asocia con la agricultura de monocultivo. La expansión indiscriminada de esta tecnología en los países en desarrollo no es deseable. Existe una fuerza en la diversidad agrícola de muchos de esos países que no debe reducirse ni inhi­­birse mediante el monocultivo ex­ten­sivo, es­pecialmente cuando las con­se­cuen­cias de hacer esto son problemas so­cia­les y ambientales muy serios.

A pesar de estas consideraciones, los cultivos transgénicos se han intro­du­ci­do en los mercados internacio­­na­les y han deteriorado los paisajes agríco­las de Estados Unidos, Canadá, Argentina, China y otros países. En el contexto de las negociaciones en torno a la Convención sobre Diversidad Bio­lógica, 130 países firmaron un tra­ta­do glo­bal que regirá el mercado de los organismos genéticamente mo­di­fi­cados, y tuvieron el buen juicio de adoptar el “principio precautorio”, el cual dice que cuando se sospe­cha que una nueva tecnología puede causar un posible daño, la incertidum­bre cientí­fica sobre el alcance y la se­­ve­ridad del daño no debe obstaculizar una acción precautoria.

En lugar de lan­zar críticas a sus de­­tractores por probar que su tecno­lo­gía pueda implicar un daño, los pro­­duc­tores de biotecnología tienen la res­ponsabilidad de presentar pruebas de que ésta es segura. Hoy día existe una evidente necesidad de realizar y controlar muestreos independientes para asegurarse de que los datos autogene­rados presentados a las instituciones gubernamentales regulatorias no están desviados o distor­sio­nados para aco­mo­dar los intereses de la industria. Es más, debería forta­le­cer­se una moratoria mundial hasta que las cuestio­nes planteadas, tanto por los científicos dignos de credibili­dad —que están investigando seria­men­te los impactos ecológicos de los cultivos transgénicos y en la salud—, como el público en ge­neral, puedan escla­re­cerse mediante cuer­pos indepen­dien­tes de científicos.
 
Muchos grupos ambientalistas y con­sumidores abogan por una agri­cul­­tura más sustentable y demandan con­­ti­nua­men­te asistencia para la in­vesti­ga­ción agrícola basada en la eco­lo­gía, así como para todos los problemas bio­ló­gicos que la tecnología pretende que se pue­den resolver usando enfoques agro­quí­­mi­cos. El problema es que la in­vestigación en las instituciones públicas re­fle­ja cada vez más los intereses de los inversionistas privados en de­trimento de una buena investigación pública, tal co­mo el control bio­ló­­gico, los sistemas de producción or­gá­nica o las técnicas agroecológicas generales. La sociedad civil debe ­exigir más in­vestigación acerca de las op­cio­nes que tiene la biotecnología, tan­to a las universidades como a otras instituciones públicas. Existe tam­bién la im­periosa necesidad de en­fren­tarse al sistema de patentes y derechos de pro­piedad intelectual inherente a la Orga­nización Mundial de Comercio (omc), el cual no sólo beneficia a las corpo­ra­ciones multinacionales con el dere­cho de incautarse los recursos genéticos y patentarlos, sino que también acentúa la tasa a la cual las fuerzas del mer­cado están fomentando los mo­no­cul­ti­vos con variedades transgénicas genética­men­te uniformes.
 
No cabe duda de que los pequeños agricultores situados en ambientes mar­­gi­na­les en el mundo en desarrollo pueden producir mucho más alimento del necesario. La evidencia es concluyente: nuevos planteamientos y tecnologías encabezados por agricultores, gobiernos locales y ong, en todo el mundo, están aportando una gran con­tribución a la seguridad ali­men­ta­­ria a niveles doméstico, nacional y re­­gio­nal. En muchos países existe una va­riedad de planteamientos agro­eco­ló­­­gicos y participativos que muestran logros positivos, incluso en condiciones adversas. Estos potenciales inclu­yen el aumento en la producción de ce­­real de 50 a 200%, y la estabilidad de la producción mediante la diversifi­cación y la gestión del suelo y el agua, el mejo­ra­miento de las dietas y el ingreso, con la ayuda y difusión apropia­das de es­tos planteamientos, y son una contribución a la seguridad nacional alimentaria y las exportaciones.
 
Que el potencial y la difusión de las miles de innovaciones agroecoló­gi­cas locales se realice de­pen­de de las inversio­nes, las políti­cas que se lleven a cabo y la actitud ante los cambios por parte de los in­ves­ti­ga­do­res y las autorida­des res­pon­sa­bles. Los cambios ver­dade­ra­mente importantes deben ocurrir en las políti­cas, las instituciones y la in­ves­­ti­gación y el desarrollo pa­ra asegu­rar que se adopten alterna­tivas agro­eco­ló­gicas equitativas y ampliamente accesibles a que se multipli­quen para que su pleno beneficio para una segu­ridad alimentaria sustentable pueda llegar a ser una realidad. Los subsidios exis­ten­tes y la política de incentivos a las soluciones químicas deben desa­parecer. El control de las corporaciones sobre el sistema ali­mentario debe también ser cues­tio­na­do; es urgente que los gobiernos y los organismos pú­­blicos internaciona­les fo­menten, pres­ten asistencia y for­ta­lez­can a los campesinos para lograr se­guridad en su alimentación, la ge­ne­­ra­ción de ingresos y la con­ser­va­ción de los recursos naturales.
 
Es preciso que se desarrollen tam­­bién oportunidades equitativas de mer­­ca­do, poniendo en relieve un mercado justo y otros mecanismos que vinculan al agricultor con los consumidores en forma más directa. El reto final es aumentar la inversión y la investigación en agroecología y rea-lizar pro­yec­tos que ya han sido pro-bados con éxi­to. Esto generará un importante im­pacto en el ingreso, la seguridad ali­mentaria y el bienestar ambiental de la población mundial, en especial la de millones de campesinos pobres a quie­nes todavía no llega la tecnolo­gía de la agricultura moderna.
  articulos  
Traducción
Elena Álvarez - Buylla Roces.

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como citar este artículo
Altieri, Miguel A. (2009). Biotecnología agrícola en el mundo en desarrollo: mitos, riesgos y alternativas. Ciencias 92, octubre-marzo, 100-113. [En línea]
     

 

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Centros de origen, pueblos indígenas y diversificación del maíz
 
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 Eckart Boege
   
             
             
México es un país megabiodiverso, mul­ticultural y centro de
origen —de la do­mes­ticación— y diversificación ge­nética de 15.4% de todas las especies que cons­tituyen el sistema ali­men­ta­rio mun­dial; esto se debe a la per­sis­ten­cia de los sistemas agrícolas tradi­cio­na­les, en donde se cultiva ger­moplas­ma na­tivo, principalmente en el territorio de pueblos indígenas y comunidades campesinas. La relevancia de los cen­­tros de origen y diversificación, por ser reservorios genéticos activos, es gran­­de hoy día, cuando 90% del sistema ali­mentario mundial está constituido por menos de 120 especies de plantas cultivadas, y tan sólo cuatro especies vegetales —papa, arroz, maíz y trigo— y tres especies animales —vacas, cerdos y pollos— aportan más de la mitad de éste. Se llama centro de origen a aquellas regiones del planeta en donde ocu­rrió la domesticación de las plantas sil­vestres que conforman los sistemas alimentarios de los distintos pueblos. En 1882 el botánico y naturalista suizo francés De Candolle mostró que la di­versidad de plantas domesticadas crea­da durante cientos o miles de años no se encuentra distribuida de manera ho­mogénea en el planeta; posteriormen­te, en la década de 1920, el notable ge­netista ruso Nikolai Vavilov es­tu­dió el origen y la distribución de las princi­pales especies de plantas culti­va­das en el mundo, y estableció ocho centros de origen, entre los que se en­cuentra Mesoamérica, y que se conocen como “centros Vavilov” (figura 1).

FIG1

Los principales criterios para de­fi­­nir los centros de origen y di­ver­si­fi­ca­ción genética, y en particular el del maíz, son lo siguientes:
 
1) son áreas con una larga historia agrícola ya que el grado de diversidad de las especies domesticadas está en directa concor­­dan­cia con las regiones en donde se ha cultivado durante mayor tiempo.
 
2) Sus constantes geográficas se ca­rac­terizan por estar delimitadas por barre­ras naturales —orográficas, de ve­ge­ta­ción y climáticas—, y por la con­cen­tración de variedades de la misma especie o de especies afines.
 
3) Gene­ralmente hay una gran diversidad de seres vivos en los múltiples ecosistemas, y en topografía, suelos y climas, así como
 
4) una presencia ininterrum­pida de agricultores nativos que por cen­turias o milenios han cultivado, trans­formado, domesticado, diversifi­ca­do y dispersado estas especies, por lo que su gran diversidad se debe no sólo a los distintos climas y tipos de ve­ge­tación y a las presiones selectivas en un ambiente natural difícil, sino a que van satisfaciendo necesidades cul­tu­ra­les —por ejemplo culinarias y ri­tua­les—, en especial en pueblos in­dígenas.
 
5) El proceso de domesticación no sólo se refiere al momento en que se inició la diferenciación de los cul­ti­vos de sus pares silvestres, sino también al proceso evolutivo, una especie de co­evo­lución entre estas plantas y los pue­blos indígenas y campesinos que siguen cultivando y seleccionando las semillas y cultivares —fitomejoradores tradicionales— que utilizan métodos específicos y variados para la se­lec­ción y mejoramiento de las semillas. En este sentido los centros de origen y diversificación genética desempeñan un papel extraordinario: el de mante­ner vivo y adecuar el germoplasma ori­ginal a las condiciones cambiantes, tanto ambientales como sociocul­turales.
 
6) El carácter de la diversificación en los procesos de co-evolución cuen­ta —a veces— con los pares silvestres, de tal manera que existe flujo gené­tico entre ambos lados, aunque la di­ver­sifi­cación se presenta también en áreas donde no existen los parientes silvestres, como en Perú, en donde hay granos de maíz muy antiguos, pero no tanto como para aparecer en las evi­den­cias arqueológicas, y en la actua­li­dad tampoco hay especimenes silvestres.
 
7) Vavilov introdujo el concepto de diversificación en los centros de ori­gen porque observó que en espacios re­la­ti­vamente pequeños había grandes va­riaciones de las especies afines tanto de las silvestres como de las do­mestica­das.
 
8) Así, todo México tiene en sus dis­tintas regiones una elevada diversi­dad de maíces con un origen común, pero también hay zonas relativamente amplias de gran interés pa­ra la agricul­tura en donde hay sólo un progenitor de híbridos de alta calidad —como la ra­za de maíz Tuxpeño—, que presentan gran erosión genética.
 
9) La constante selección y adap­ta­ción de las plantas domesticadas al me­dio ambiente y las preferencias cul­turales han generado variedades adap­tadas al trópico húmedo y se­mi­hú­me­do, resistentes a vientos intensos, a se­midesiertos y alturas con clima tem­plado de hasta 3 300 metros de altitud. Las plantas de mazorca cónica y sus va­rie­dades son las que mejor se han adap­tado a las bajas temperaturas, ya que hay menos superficie de exposición de la mazorca al frío, y sus hojas de color púrpura sirven para enfrentar mejor los rayos ultravioleta (figura 2).
 
FIG2
 
10) Las comunidades campesinas y los pueblos indígenas que han per­ma­necido en sus territorios durante largo tiempo mantienen líneas genéti­cas originales de las plantas domestica­das. Para el caso del maíz, A. Turrent cal­cula que los pueblos indígenas han sembrado ininterrumpidamente du­ran­te 350 generaciones de éstos. Es una de las características más importan­tes de los centros de origen: la de ser a la vez centros de domesticación, de evo­lu­ción y de diversificación gené­ti­ca. La dispersión temprana del maíz, —jun­to con calabaza y frijol, entre otras plan­tas—, y la creación de variedades en dis­tintas regiones —un proceso que lle­va más de 8 mil años—, hace que to­­do México y Centroamérica deban ser con­si­de­ra­dos centro de origen y di­ver­si­fica­ción genética del maíz. Es muy di­fícil delimitar tal o cual zona como centro de origen y diversificación y de­cir que otras no lo son. El árbol filoge­nético del complejo mexicano de maí­ces de mazorcas estrechas elaborado con base en los nudos cromosómicos muestra que la diversificación abarca prácticamente todos los estados me­xi­canos y que la domesticación, di­ver­sificación y mantenimiento del germoplasma se da a partir de la práctica indígena y campesina de la agricultura y es un proceso que sigue vigente has­ta hoy. Es un hecho que ha sido pues­to en evidencia por los estudios filogenéticos basados en macrofósiles —mazorcas, fragmentos de plantas, etcétera— y microfósiles —polen por ejemplo. Así, los estudios realizados por Blake establecen isoclinas de dispersión que presentan los contornos de las edades con intervalos de 500 años, de 6 000 años atrás a épocas recientes. Las isoclinas muestran un pa­trón de dispersión que va de la cuenca del Balsas a todos los confines del país (figura 3).
 
 

fig3

 
En este sentido se ha definido la do­mesticación como un proceso que involucra varias escalas tanto a nivel bio­lógico como social, por lo que para entender la naturaleza evolutiva de las relaciones de domesticación es más va­lioso considerar la totalidad de es­ca­­las involucradas en vez de tratar de de­fi­nir la demarcación exacta entre una población de plantas silvestres y una de domesticadas. Por tanto, la domestica­ción no es un evento histórico único que se desarrolló en un momento da­do, sino que se trata de un largo pro­ce­so de dispersión y adaptación con­ti­nua. Así, a partir de las evidencias et­no­grá­ficas y de las colecciones ex ­situ co­mo las del cimmyt, inifap, Colegio de Pos­graduados de la Universidad de Cha­­pin­go y otras, Bellon y Bertaud con­si­de­ran que todo el territorio me­xi­­ca­no debe ser declarado como uno de los reservorios genéticos más im­por­tan­tes para la humanidad (figura 4).
 
FIG4
 
El inventario de lugares en terri­to­rio indígena donde se han recolectado muestras de maíz nativo no es exhaus­tivo ni sistemático, pero nos da una idea aproximada de lo que allí se pue­de encontrar; ciertamente, varios lu­ga­res en donde se encuentran maíces na­tivos cultivados por indígenas y cam­pesinos con cultura mesoameri­ca­na que­dan fuera de ellos, como el pe­pi­ti­lla, que desde el punto de vista ge­né­tico es la variedad más cercana al teo­cintle (Zea mays parviglumis) y que man­tienen varios pueblos indíge­nas de la cuenca del Balsas, en los es­ta­dos de Morelos, Guerrero, Michoa­cán y los valles centrales de Oaxaca.
 
11) Encontramos ciertas asocia­cio­nes de razas de maíz con pueblos in­dí­genas, como las que señala Muñoz ­pa­ra las culturas prehispánicas. Así, nal-tel, olotillo (tzi’t bakal), tehua, te­pe­cintle, vandeño y comiteco se pueden asociar a los pueblos mayas de la península de Yucatán, Chiapas y Gua­temala; zapalote chico —que inicia su diferenciación hace 2 500 años y reú­ne no menos de 22 complejos genéticos fa­vorables, no integrados a ninguna otra raza, quizá la más perfecta del pla­neta— se puede asociar a los zapotecos del Istmo y la Sierra Sur de Oaxaca; bolita, zapalote grande, mixteco y mushito a los pueblos mixtecos y zapotecos; arrocillo amarillo, tuxpeño y tuxpeño norteño a las culturas tropicales del Golfo; en las culturas del Al­tiplano y el Eje neovolcánico tenemos palomero toluqueño, cónico, cacahua­cintle, elotes cónicos, pepitilla, ancho, y chalqueño; reventador, tablilla de 8, chapalote, maíz dulce, conejo, cónico norteño, celaya y jala —el cual tiene las mazorcas más largas, ¡de hasta 71 centímetros de longitud!— a las culturas de Oc­cidente.Benz propone una asociación entre grueso de Nayarit, tabloncillo de Ja­lis­co, maíz ancho y conejo de Gue­rre­ro, olotillo de Chiapas, bolita, maizón y za­palote chico de Oaxaca y los pueblos in­dígenas de la familia lingüística oto­mangue, pues ambos ocu­pan la misma área, lo que sugiere una historia cul­tu­ral y biológica común. Se puede en­ton­ces aventurar que el maíz fue do­mesti­cado por hablantes de len­guas antecesoras del otomí, matla­zin­ca, tla­paneco, amuzgo y zapoteco, en­tre otras. Además, el léxico más rico al­re­dedor del maíz lo tenemos en la pro­to­lengua del otomangue, por lo que las razas nal-tel de Yucatán y chapa­lo­te de Sinaloa no serían las más pri­mi­tivas como se pensaba. El grupo de los maíces del Altiplano cen­tral —arro­­ci­llo, caca­hua­cin­tle, cónico chal­que­ño y palomero tolu­que­ño— que son cla­si­ficados como cónicos, existían por lo me­nos desde el primer siglo de nues­tra era. Recientemente se planteó el posible origen de la diferenciación fe­notípica de las razas de maíz olotón y el comi­teco por los pueblos tzeltal y tzotzil. Los agricultores cam­pe­si­nos e indíge­nas pueden par­­tir de un germo­plas­ma común, pero en la me­dida que ciertas ca­rac­te­rís­ti­cas mor­fo­­lógi­cas son se­lec­cio­na­das por cada pue­blo, se van destacan­do de­­ter­minados rasgos de una sola frac­ción del genoma, lo que generalmen­te se expresa en el fenotipo, por lo que las distintas razas y variedades resul­tan de que los agri­cultores tradicionales van resaltando unos caracteres e inhibiendo otros, co­mo ocurre en el caso del maíz.
 
12) Hoy día los pueblos indígenas tienen aproximadamente tres millones de hectáreas de tierra dedicadas al cultivo, principalmente de tem­po­ral y con métodos agrícolas tradi­cio­na­les. Más de la mitad de los cultivos en la­deras, de policultivos y algunos sis­te­mas agroforestales muestran la exi­tosa adap­tación de un conjunto de prác­ti­cas agrícolas a entornos difíciles o de estrés ambiental. Y es justamente el sometimiento de los cultivos a las presiones selectivas en situa­cio­nes ambientales difíciles lo que le da al germoplasma nativo un vigor ex­tra­or­dinario, además de ser un antídoto pa­ra la erosión genética que produce el fenómeno del uso generalizado de se­millas mejoradas, de alto rendimiento, de las que existen pocas variedades que se cultivan en entornos favorables co­mo son el riego, suelos profundos y superficies planas.
 
13) La domesticación y diversifi­ca­ción genética del maíz es sólo una par­te de la proeza histórica de los pue­blos indígenas y las comunidades cam­pesinas, en donde muchas uni­da­des de producción tienen tres espacios productivos para cultivar y seguir se­leccionando diversos cultivos me­so­americanos. Son territorios en don­de se encuentra vegetación natural e in­tervenida, secundaria, frecuente­men­te de uso común; la milpa fija o iti­ne­ran­te, y los huertos familiares, en don­­de se utilizan y modifican estos tres espacios, creando las condiciones para aprovechar la diversidad de con­di­ciones físicas, además de ocurrir un intercambio de germoplasma de un lu­gar a otro.
 
Los paisajes indígenas son por tanto una compleja mezcla de comu­nidades naturales de vegetación, se­mi­naturales, y artificiales cuya combi­nación al­berga una riqueza bio­lógica extraordi­na­ria. El huerto familiar, la milpa y aun los acahuales —bosque y selvas secundarias— son espacios de domes­ticación, áreas en constante transformación. En la región maya de Yucatán, por ejemplo, el huerto familiar tiene plan­tas medicinales, abejas sin aguijón para producción de miel, plantas úti­les, hortalizas anuales, perennes y se­mi­perennes, animales de corral, ár­boles frutales, y especies maderables traídas de la sel­va. En los acahuales se siembra, con el fin de garantizar la seguridad alimentaria, además de la milpa, algu­nos tubérculos que resisten la sequía y las inundaciones.
 
14) Por el hecho de seguir culti­van­do las especies y variedades ori­gi­nales mesoamericanas, los pueblos indígenas y campesinos deben tener el reconocimiento de los sistemas sui generis que protejen el conocimiento tradicional y de propiedad intelectual colectiva de los cultígenos, así como denominaciones de origen de los pue­blos indígenas, geográficas y otras. Los usos mesoamericanos culinarios de es­ta agrobiodiversidad deberían tener el reconocimiento de la unesco como patrimonio de la humanidad. Esto es fundamental, ya que hasta ahora las colecciones ex situ de semillas no res­petan el origen intelectual del material genético y carecen de protección legal de la propiedad intelectual.
 
Indígenas, campesinos y germoplasma
 
Como país de origen y diversificación genética de por lo menos 15.4% de las especies que componen el sistema ali­mentario mundial, México tiene una res­pon­sabilidad específica: ser depo­si­tario y custodio in situ de las líneas ge­néticas originales. La megabiodiver­si­dad, la diversidad cultural y la do­mes­ticación de las especies para el sis­tema alimentario es un proceso in­disoluble. De hecho la influencia de Meso­amé­rica se deja sentir en el cam­po me­xicano. Hoy día se cultiva en la mitad del suelo agrícola de México es­tas especies y variedades mesoameri­canas, lo que equivale a diez millones de hectáreas, con una producción de más de 35 millones de toneladas cuyo valor ya cosechada es de 58 mil mi­llo­nes de dólares, esto es, el equivalente a 30.2% de los ingresos de la agricultura mexicana. Las cifras se refieren principal­­men­te a la agricultura comercial y no a la de subsistencia —casi dos millones de campesinos e indígenas. En va­rios de estos cultivos comerciales, prin­cipalmente de riego y de temporal favorable, se está abandonando el germoplasma original para sustituirlo por aquellos producidos por las grandes empresas semilleras transnacio­na­les, muchas veces a partir de los cul­tígenos nativos. Hay poco cui­dado para usar y preservar los re­cur­sos fitogenéticos originales.
 
Paradójicamente, los productores de subsistencia, que son los que ali­men­tan los mercados re­gionales, pre­servan en su territorio el germoplasma origi­nal, un reservorio genético invaluable que no sigue la lógica del mercado globalizado —por ejemplo, tenemos va­rios tipos de agua­cates que tienen propiedades de sabor, olor y aceites que son superiores al aguacate variedad Hass; igualmente, los cha­yo­tes sem­brados masivamente para el mer­cado nacional se están limi­tando a prác­ticamente una variedad. La Comisión Nacional para el De­sa­rrollo de los Pueblos Indígenas re­co­noce, a partir del Censo General de Población y Vivienda inegi 2000, las regiones indígenas como aquellas con­formadas por municipios de más de 40% de población indígena, y con pre­sencia en municipios de menos de 40%, esto es, 25 regiones, 655 munici­pios, y más de seis millones de indí­ge­nas. En esas regiones se encuentran además 190 municipios con “presencia indígena” es decir más de 5 000 ha­bi­tantes indígenas por unidad, que en su conjunto representan 3.2 mi­llo­nes de habitantes que viven en hogares indígenas. Estas 25 regiones con­tie­nen espacios de mayor densidad de po­­bla­ción indígena que indudable­men­te conforman territorios indígenas que van más allá de los límites municipales y estatales. La metodología para lograr la delimitación geográfica de estos territorios está desarrollada en un texto que publiqué en 2008. El Censo General de Población y Vivienda (datos por lo­calidad) para el año 2000 considera 48 196 localidades con población in­dí­gena que tienen un hablante o más de lengua indígena. Si tomamos en cuen­ta los hogares en donde uno de los cón­yuges o sus ascendientes habla lengua indígena tenemos 23 084 localidades que tienen más de 40% de presencia de población indígena. Los mismos au­to­res se refieren a que la población indígena total para el año 2000 es de 10 110 417 habitantes.
 
A partir de esta información básica se configuraron los territorios de acuer­do con las siguientes variables:
 
a) se­gún la contigüidad de las localida­des que comparten la condición de te­ner 40% y más de hogares indígenas, mis­ma que se obtiene con los polí­go­nos de Thiessen. Este ejercicio nos per­­mi­te obtener una primera plataforma espacial que nos da certeza de la presencia indígena en espacios con­soli­da­dos;
 
b) estas localidades contiguas a población indígena se ubi­ca­ron en las poligonales de los núcleos agra­­rios que conforman la propiedad social. Para ello, se utilizaron los 12 503 po­lí­gonos de núcleos agrarios —no im­­­por­tando su carácter ejidal o co­mu­nal— sumando 21 798 863 ha, esto es, 78% del total de los territorios indíge­nas;
 
c) asi­mismo, se ubicaron lo­ca­li­da­des no contiguas que forman ejidos y co­mu­nidades con mayoría indígena. Los núcleos agrarios representan hoy día la base de la construcción social de los territorios, ya que es a partir de sus for­mas de propiedad, ejidal y comunal, que sus instituciones ejer­cen el po­der grupal sobre el mismo. Esta cons­­truc­­­ción social es rebasada por la organi­za­ción de gobierno indígena en algunos municipios, principalmente en el estado de Oaxaca;
 
d) las localida­des mayoritariamente indígenas que no pre­­sentan propiedad social o se en­­cuen­tran en tierras nacionales se ubi­­caron con los polígonos de Thiessen.
 
Con esta metodología se logró de­fi­nir el núcleo básico consolidado de te­­rri­torios que suman 28 033 092 hec­­tá­reas, que representan 14.3% del te­rritorio nacional, con una presencia de 6 792 177 habitantes que conforman hogares indígenas, y cuya pertenencia se estableció con base en la clasificación de lenguas indígenas del inegi de 2000 que reconoce 62 lenguas en el Cen­so General de Población y Vi­vien­da 2000. Estos pueblos suelen cultilvar el maíz en milpa, una forma de policul­ti­vo que varía de acuerdo con las con­diciones físicas, climáticas y bióticas; es decir, hay muchas milpas según el productor, pueblo indígena o región cli­má­tica. Así, en las distintas circuns­tancias este sistema agrícola ha permi­tido adaptar y seleccionar las plantas en un proceso que implicó siglos de ob­servación, prácticas de manejo y adaptación de diversas plantas, con­for­mando un cuerpo de conocimiento pre­servado por in­dí­genas y campesinos, y cuya cons­truc­ción y transmisión involucra mujeres, hombres y distintos grupos de edad. El aprendizaje se da a través de la prác­ti­ca, “aprender ha­ciendo”, viendo cómo lo hace el ve­cino, cómo lo hicieron los abuelos; la escuela es la práctica de la comunidad. La gran riqueza ge­né­ti­ca del maíz que hay en México se de­be a que cien­tos de variedades na­ti­­vas o in­dígenas, comúnmente lla­ma­das crio­llas, se siguen sembrando en ese contexto por razones culturales, so­ciales, téc­nicas y económicas, y su mag­ni­tud no es re­du­cida, ya que abar­can alrede­dor de 3 millones de hectá­reas, la abrumado­ra mayoría de agri­cul­tu­ra de temporal (figura 5).
 
 
FIG5
 
 
 
 
Sin embargo, hoy día la gran mayoría de los maíces indígenas ha que­dado mar­ginada del mejora­mien­to fitogené­ti­co que en México realizan las instituciones, pues en ésta se han apro­vechado menos de diez ra­zas nativas. De aquí se desprenden tres conclu­siones de importancia vital. En Mé­xico, en los territorios de los pueblos in­dígenas y en las comunidades campesinas sigue existiendo una enorme riqueza genética de maíz con un gran po­tencial para generar los maíces del futuro. Esos agro­eco­sis­te­mas tradicio­na­les son los reservorios de ger­mo­­plas­ma de maíz mesoameri­cano más im­por­tantes del país y del mundo, y su va­lor no es re­conocido por la so­cie­dad. Este patrimonio repre­senta los re­cur­sos biológi­cos colectivos de los pue­blos indígenas, clave para la conservación in situ. El fito mejoramiento tradicional es un proceso colectivo que incorpora va­rios elementos y que si tal vez no se da en una parcela, en otra sí. El in­tercambio regional y extrarregional de germoplasma es una constante: el campesino indígena prueba, ensaya y adopta o descarta el germoplasma nue­vo. Separa muy bien las variedades de germoplasma de una misma es­pecie, de tal manera que puede mantener las variedades sin que se crucen o bien fomenta su cruzamiento. Es así como se generan grupos de variedades de una misma especie adaptadas a cada uno de los distintos ambientes. El cuadro 1 contiene la lista de las co­­lectas de las distintas razas y varie­da­des del maíz y de las especies co­mes­ti­bles nativas mesoamericanas efec­tuadas en territorio de los pueblos indígenas durante los últimos se­sen­ta años. Se trata de una aproximación que refleja la enorme riqueza fitogenética generada por estos pueblos y las comunidades campesinas del país. La conclusión que se impone es que todo el país sigue siendo centro de ori­gen y diversificación de maíz, en don­de 80% de los productores agrícolas man­tienen activos los procesos diná­mi­cos que sustentan su conservación y desarrollo. Tan sólo en el estado de Oa­xa­ca se encuentra todavía el 70% de las razas de maíz del país. Estos acervos fitogenéticos pueden considerarse co­mo reservas y laboratorios genéticos de larga duración y deberían ser reco­nocidos legalmente como “recursos fi­togenéticos indígenas o nativos”, y el proceso de innovación constante debería también ser reconocido con base en los derechos de propiedad inte­lectual sui generis de los conocimientos tradicionales que estipula el artículo 8j del Convenio sobre Diversidad Bio­ló­gi­ca, firmado y ratificado por el go­bier­­no mexicano, y ratificado por el Se­na­do de la República.
 
Conclusiones
 
No es exacto desde la evidencia cien­tí­fica separar centros de origen y cen­tros de diversificación genética. Se tra­ta de un solo proceso histórico que no termina. Este proceso tiene como pro­tagonistas a los pueblos indígenas y campesinos no indígenas que com­par­ten la cultura mesoamericana y que co­tidianamente siguen practicando el fitomejoramiento de sus semillas tra­di­cionales, logrando con ello la adap­ta­ción de sus cultivos a los cambios en el clima, altitud o preferencias cultu­ra­les. Su separación obedece a una ter­giversación deliberada de la evidencia científica que permita definir regiones para cultivar híbridos transgénicos en el país de origen y diversificación genética del maíz. La aplicación de medidas de bio­se­guridad ante la amenaza de cultivo sobre maíz transgénico proporciona una mues­tra de cómo se utiliza esta ter­­giversación conceptual. Ante la con­tro­versia constitucional presentada por el Municipio de Tepoztlán, Morelos, para que declare inválido el Re­gla­men­to de la Ley de Bioseguridad que po­ne en riesgo este patrimonio na­­cio­­nal, el Consejero Jurídico del Eje­cu­tivo Federal en representación del Presi­­den­te de la República envíó a la Su­pre­­ma Corte de la Nación un docu­mento oficial como respuesta, dirigido al Mi­nis­tro Instructor Sergio Armando Vals de la Suprema Corte de la Nación, en don­­de, al comentar el rubro de “ante­ce­dentes” de la parte actora (Mu­ni­ci­pio de Tepoztlán) dice: “Es cier­to que el maíz constituye una importante fuen­te de identidad para los ha­bitantes del territorio nacional y acla­­ramos que esta importancia cultu­ral no le con­fiere a México la caracterís­tica de Cen­tro de Origen y Diversidad Genética del Maíz (subrayado nuestro) ya que de con­for­midad con lo previsto en la ley de Bio­seguridad de los Or­ganismos Ge­né­ti­ca­­mente Modificados (lbogm), la ca­­li­dad de origen se atri­buye a aquella área geo­gráfica del territorio nacio­nal en don­de se llevó a cabo el proceso de do­mesticación de una especie de­ter­mi­nada. Asimismo, la lbogm en ci­ta de­fine como aquella área geográfica del territorio nacional en donde existe di­versidad morfológi­ca, genéti­ca o ambas, de determinadas especies, que se caracteriza por alber­gar pobla­cio­nes de parientes silvestres y que constituye una reserva genética”. En la agrobiodiversidad mesoame­ri­cana los procesos de diversificación se dan efectivamente cuando es posi­ble el flujo genético entre las especies domesticadas, semidomesticadas y sil­vestres. Sin embargo, una parte sus­tan­cial de los procesos de domesticación y diversificación realizados por los in­dígenas y campesinos se da dentro de la especie domesticada sin necesidad de sus pares silvestres. Es increíble que ante el riesgo que corre tan va­lio­so patrimonio se utilicen argumentos a manera de sofisma y que esto se pre­tenda convertir en verdad (jurídica) y dogma si la Suprema Corte fallara a fa­vor de la presidencia de la República. Para México y la ciencia es gravísimo que desde la presidencia se defina qué es, o no, el centro de origen, domestica­ción y diversificación genética del maíz a partir de una ley que lo define de ma­nera inexacta y ambigua.
 
  articulos  
Territorios de los pueblos indígenas
Razas y algunas variedades de
maízreportadas en los territorios Indígenas
     
Yaqui, mayo
Blando de Sonora, Chapalote,
Dulce norteño,Dulce, Dulcillo noreste,
Elotes occidentales, Harinoso,
Onaveño, San Juan, Tuxpeño (a, b, c)
     
Pima, guarijío, tepehuán, rarámuri
Ancho pozolero, Apachito, Apachito 8,Apachito 9,
Azul, Bofo, Bolita, Chalqueño,Cristalino norteño,
Cristalino Chihuahua,Cónico norteño, Dulce norteño,
Dulce,Hembra, Perla harinoso, Gordo,
HembraLady Finger, Nal tel, Onaveño,
Reventador, Reventador palomar,
San Juan, Tablita,Tabloncillo,
Tabloncillo perla, Tuxpeño(a, b, c)
     
Cora, nahua (Durango), huichol, tepehuán
Amarillo cristalino, Blanco tampiqueño,
Bofo, Celaya,
Cónico norteño, Harinoso de 8,
Jala, Maíz dulce,
Reventador, Pepitilla, Serrano, Tabloncillo,Tuxpeño,
Tablilla, de Ocho, Tabloncillo perla, Tamaulipeco,
Vandeño, (a, b, c)
     
Nahua de Michoacán Maíz pinolero      
Purépecha
Arrocillo, Cacahuacintle, Celaya,
Cristalino norteño, Cónico norteño,
Elotes cónicos, Maíz dulce, Mushito,
Palomero toluqueño, Pepitilla, Tabloncillo,
Tuxpeño, Vandeño, Zapalote grande, Purhépecha (a, b, m)
     
Otomí, matlazinca, mazahua
Arrocillo Amarillo, Arrocillo azul,
Cacahuacintle, Chalqueño,
Cristalino norteño, Cónico norteño,
Elotes cónicos, Palomero, Palomero toluqueño (a, b, c)
     
Nahuas de Guerrero, Morelos,
Estado de México, sur de Puebla,
nahuas del altiplano de Puebla, Tlaxcala, otomí de Ixtenco, Tlaxcala
Ancho, Ancho pozolero, Bolita,
Elotes cónicos, Pepitilla, Bolita,
Elotes cónicos, Tabloncillo, Olotillo,
Nal tel, Palomero, Vandeño (a)
Arrocillo azul, Arrocillo blanco,
Bolita, Cacahuacintle, Chalqueño,
Cristalino norteño, Tuxpeño Chalqueño,
Palomero (a, c, h)
     
Tlapaneco, triqui, amuzgo, mixteco de la Mixteca Alta y Baja, Mixteco de la Costa
Ancho, Arrocillo, Bolita, Celaya,
Chalqueño, Chiquito, Conejo,
Cristalino norteño, Cónico X Comiteco,
Carriceño, Condensado, Elotes Cónicos,
Fascia, Maizón, Sapo, Magueyano,
Mixeño, Mixteco, Nal tel, Naranjero,
Olotón, Olotón Imbricado, Olotillo,
Comiteco, Pastor veracruzano,
Pepitilla, Serrano, Mixe, Mushito,
Serrano de Oaxaca, Tablita, Tehua, Tehuacanero, Tehuanito, Tepecintle, Tuxpeño, Vandeño
(a, e, f, g, i, j, k)
     
Zapoteco Sureño, chatino, chontal de Oaxaca, huave
Arrocillo, Bolita, Comiteco, Chalqueño,
Comiteco, Conejo, Cónico,
Cristalino norteño, Cuarenteño amarillo,
Elotes Cónicos, Magueyano, Maíz Boca de Monte, Maíz Hoja Morada, Maizón, Mushito, Mejorado nativizado, Nal tel, Naltel de Altura, Negro Mixteco, Olotón, Olotillo, Olotillo amarillo, Rocamay, Serrano, Tablita grande, Amarillo, blanco, Tempranero amarillo, Tepecintle, Tuxpeño, Vandeño, Zapalote chico (a, f)
     
Kikapú Tehua, Tuxpeño (a)      
Huasteco, otomí, nahuas:
norte de Puebla, Veracruz,
San Luis Potosí, tepehua, totonaca
Arrocillo, Arrocillo amarillo, Arrocillo blanco, Arrocillo azul, Cacahuacintle, Celaya, Cónico norteño, Cristalino norteño, Elotes cónicos, Mushito, Olotillo, Palomero, Pepitilla, Tamaulipeco, Tepecintle, Tepecintle 7, Tuxpeño, Tuxpeño 8, Tuxpeño 9, Ts’it bakal, Ratón
(a, b, h, l)
     
Otomí, pame, chichimeca Jonaz
Arrocillo amarillo, Chalqueño, Cristalino norteño
Cónico norteño, Ts’it bakal, Elotes cónicos,
Fascia, Mushito, Tabloncillo, Tuxpeño (a, b, c)
     
Chocho, popoloca, nahuas de Zongolica, cuicateco, mixteco, mazateco, chinanteco, ixcateco
Bolita, Chalqueño, Elotes cónicos,
Olotón, Pepitilla, Tuxpeño (a, b, c)
     
Nahua de Zongolica,
mazateco, chinanteco
cuicateco, zapoteco, mixe
Bolita, Celaya, Cónico, Chalqueño, Chiquito, Comiteco, Cristalino norteño, Elotes cónicos,
Elotes occidentales, Mixeño, Mushito,
Nal tel, Nal tel de altura, Olotillo, Olotón,
Onaveño, Pepitilla, Serrano,
Serrano de Oaxaca, Tepecintle, Tuxpeño,
Vandeño, Zamorano, Zapalote chico,
Zapalote grande (a, b, c, f)
     
Nahuas (sur de Veracruz),
popoluca
Olotillo, Tuxpeño, Nal tel, Olotillo,
Tepecintle, Tuxpeño (a, b, e)
     
Zoque, tzotzil, tzeltal, chol
Cristalino norteño, Olotillo, Olotón,
Tepecintle, Vandeño, Zapalote chico
(a, b, c)
     
Zoque, maya, lacandón, chol, kanjobal, chuj, tojolabal, tzotzil, tzeltal, chontal
de Tabasco (sierra), mame, chinanteco
Arrocillo amarillo, Clavillo, Comiteco,
Cristalino norteño, Comiteco, Cubana,
Elotes cónicos, Motozintleco, Nal tel,
Olotillo, Olotón (incl. Negro de Chimaltenango), Olotillo, Quicheño, Tehua, Tepecintle, Tuxpeño, Vandeño, Zapalote chico, Zapalote grande
(a, b, c, k, j)
     
Tzeltal, tzotzil
Comiteco, Olotillo, Olotón, Tepecintle,
Tuxpeño, Vandeño, Clavillo (a)
     
Chontal de Tabasco Olotillo, Tuxpeño, Marceño (a, c)      
Maya de Yucatán, chol
tzeltal, kekchi
kanjobal
Boxloch, Chac chob, Bekech Bakal,
Chuya, Clavillo, Cubana, E hub,
Ek sa kaa, Nal tel, Nal xoy, Olotillo,
Sak tux, Sak nal, Cervera, Tepecintle,
Ts’it Bakal, Zapalote chico,
Xnuk nal (Tuxpeño), Xkan nal, Xee ju,
Xtuo nal, Nal tel (a, b, d)
     
       
Cuadro 1. Distribución de las razas y algunas variedades de maíz en los territorios de los pueblos indígenas.
Fuentes: (A) cimmyt Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo; inifap, Wellhausen et al., 1987; (B) Ortega, 2003; (C) Illsley, Aguilar y Marielle, 2003; (D) Solís y V. Heerwaarden, 2003; Colunga y May, 1992; (E) Blanco, 2006; (F) Aragón et al., 2006; (G) Navarro, 2004; (H) Martínez et al., 2000; (I) Muñoz, 2003; (J) Perales, Benz y Brush, 2005; (K) Ortega, 1973; (L) Astier y Barrera, 2006.
     

 
     
Referencias bibliográficas
 
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Eckart Boege Schmidt

Doctor en Etnología por la Universidad de Zürich y profesor-investigador del inah. Ha sido coordinador del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social del Golfo y coordinador de la División de Estudios Superiores de la enah. Ha sido docente en la enah, ciesas-Golfo y en el Posgrado del Instituto de Ecología A.C., Xalapa.

 
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Boege, Eckart. (2009). Centros de origen, pueblos indígenas y diversificación del maíz. Ciencias 92, octubre-marzo, 18-28. [En línea]
     
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de la UCCS
 
Ciencia y compromiso social    
UCCS
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La Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad (uccs) es una organización no lucrativa que comenzó a ges­tarse a finales de 2004 a iniciativa de un amplio grupo de científicos e investigado­res de las ciencias naturales, sociales y de las humanidades, preocupados por las repercusiones y responsabilidades inhe­rentes a las actividades científicas, y con un extenso reconocimiento nacional e internacional por sus logros aca­démicos, así como por sus pun­tos de vista críticos, constructivos e independientes.

La uccs se propone discu­tir, desde una perspectiva aca­démica interdisciplinaria e ideo­lógicamente plural, sobre la ética científica y la responsabi­lidad social y ambiental de la ciencia; incidir en la educación y el desarrollo científico y tecnológico; proponer soluciones a pro­blemas urgentes por medio de espacios y mecanismos de participación social que favorezcan la equidad, la justicia social, además de una relación de carácter sostenible con el medio ambiente.
Con tal propósito, la uccs desarrolla un trabajo estructurado alrededor de ejes temá­ticos para investigación, aná­lisis, discusión, documenta­ción y difusión de temas en los cuales la ciencia y la tecnología juegan un papel preponderante, y cuyas implicaciones socioambientales son polémicas o requieran una solución fundamentada en la ética y el rigor científico.

Asimismo, la uccs fomenta y apoya la creación de grupos de estudio, debates, foros y publicaciones. Ha empezado a asumir posturas públicas acerca de asuntos de carácter polémico, y participa junto con grupos y organizaciones sociales en la discusión amplia de temas cruciales que involucran la ciencia y la tecnología. Uno de sus principales objetivos es detectar en qué casos existen polémicas científicas genuinas ­sobre algunas problemáticas, y en cuá­les los datos cientí­ficos disponibles son suficientes para emitir una recomenda­ción par­ticular con rigor técnico y cien­tífico, sin conflicto de intereses particulares o partidistas.
 
Con la finalidad de esta­ble­cer un vínculo entre el desarrollo ético de la ciencia en México y la participación de la sociedad en los temas relacio­nados con este campo, la uccs pretende realizar una serie de documentales, acervos audiovisuales, trípticos, carteles, publicaciones de divulgación, además de conferencias, mesas redondas, talleres y otros eventos para difundir de mane­ra directa y oral sus resultados y posturas. También se desarrollará una estrategia de medios para tener presencia activa y constante en la prensa escrita, la televisión, la radio e internet.

La página electrónica de la uccs es una herramienta de comunicación interna y externa mediante la cual se pre­tende vincular la información generada al interior de los diversos ejes temáticos y pro­yec­tos, dar a conocer los avan­ces y resultados de sus investigaciones, informar sobre las actividades que se desarrollan, así como promover que la información y discusión de temas científicos llegue a secto­res más amplios y diversos de la sociedad. En el caso de asun­tos coyunturales, la página servirá como medio inmediato para emitir manifiestos y declaraciones que asuman una postura fundamentada sobre asuntos urgentes de interés social. Estos podrán ser respaldados por otros científicos y también por ciudadanos en general que con­cuerden con las postu­ras expuestas en ella.
 
En la actualidad, la uccs cuenta con grupos de trabajo en tres ejes temáticos fundamentales sobre asuntos cuyas repercusiones inmediatas ocu­pan a la sociedad y a la co­­mu­nidad científica, y sobre los cua­les es necesario generar información suficiente para la toma de conciencia pública y la implementación de acciones que permitan detener los efectos negativos de estos pro­cesos en la sociedad y el entorno. Estos temas son: cambio climático, alimentación y agricultura, y urbanización desordenada y no sostenible.

Agricultura y alimentación
En la época contemporánea exis­te una crisis alimentaria que, en México, se ancla en la subordinación de la agricultura a intereses privados, la de­sigualdad social, la aplicación de tecnologías inadecuadas y los problemas ambientales. La gravedad de esta crisis ame­naza con profundizarse; por lo tanto, es urgente que sus causas, consecuencias y soluciones sean analizadas por grupos interdisciplinarios, de manera crítica e independiente de intereses comerciales. El desarrollo e implementación de conocimiento científico apli­cado a resolver este pro­ble­ma debe enfocarse en las caracte­rísticas particulares del entor­no donde se pretende utilizar, y en una visión ética que garantice la seguridad alimentaria, así como una interacción segura con el ambiente.

Las políticas aplicadas en este rubro durante los últimos años han agudizado los pro­ble­mas de pobreza y degradación ambiental, y han repercutido en la migración masiva de población rural hacia entornos ur­banos y otros países, lo cual, a su vez, ha desarticulado la trama social y productiva del campo, y ha generado un déficit en la producción de ali­men­tos básicos. Aunado a esto, la capacidad de abasto por im­por­ta­ción de maíz —alimento primor­dial de México— se ve amenazada por la escasez internacional que generan el uso de este grano para la producción de etanol y forraje, el incremento en el consumo internacional y la especulación.
 
Además de la crisis ali­men­taria, México enfrenta el enorme reto de conservar la diversidad de productos agrícolas y la riqueza genética que al­ber­ga como bienes públicos. Nues­tro país es centro de origen y diversificación de ali­men­tos como el maíz, el chi­le, el fri­jol, la calabaza, el tabaco y el tomate. El mantenimien­to y estudio de esta riqueza es fundamental para lograr autosuficiencia alimentaria, así como para enfrentar plagas, infecciones y efectos del cam­bio climático en todo el mun­do. Por ello es esencial que se es­tudien los efectos sociales, am­bientales, económicos y en la salud de la aplicación de tec­­no­logías agrícolas (como la siem­­bra de organismos transgénicos), que se han desarro­lla­do para contextos agrícolas y ambientales muy distintos al mexicano, y que se proponga una tecnología segura, acorde con las características sociales y am­bientales de México.

En este eje temático, en la uccs se ha integrado un primer gru­po de trabajo sobre el maíz trans­génico en México, el cual está integrando informa­ción científica acerca del impacto de las líneas de maíz transgénico que están disponibles en el mer­cado.

Este grupo de trabajo aglutina a algunos de los expertos en maíz más renombrados de México, así como antropólogos, biólogos moleculares, ecológos, agrónomos, economistas, y científicos de otras áreas so­bresalientes. Es una referencia para algunos de los actores de esta problemática, pero se pretende que pronto lo sea también para la sociedad civil en general y para quienes toman decisiones políticas y económicas que impactan el manejo de los recursos agrícolas y la seguridad ali­men­taria en México. Además, este grupo de la uccs pro­mue­ve el estudio de tecnologías que consideran el carácter me­gadiverso de México y están orientadas a resolver la desi­gualdad social y los desastres ambientales asociados con esta situación.

Una propuesta

La interacción de la ciencia, el desarrollo tecnológico, el sis­tema de producción, las políticas públicas y la sociedad en su conjunto debe ocurrir en un marco de responsabilidad ética y con un claro compromiso social y ambiental, bajo prin­cipios de equidad, justicia y respeto por lo humano.

Ante los retos socioam­bien­tales que aquejan de manera urgente al planeta, y a México en particular, la uccs pretende convertirse en un espacio de reflexión profunda, detallada y racional, funda­men­tada en la interacción de di­ver­sas disciplinas de conocimien­to bajo una ética humanista, ajena a los intereses de las cor­poraciones internacionales y de los grupos hegemónicos subordinados a éstos, para el análisis, investigación y desarrollo de proyectos que brinden alternativas viables a dichos problemas, y prevenga otros. Para ello la uccs se plantea los siguientes objetivos: analizar los desarrollos cien­tíficos recientes, sus aplicaciones y riesgos, de manera interdisciplinaria y con respon­sabilidad socioambiental, en tor­no a ciertos ejes temáticos.
 
Comunicar el resultado de dichos análisis y someterlo a la crítica tanto dentro de las universidades y centros edu­ca­tivos y de investigación, como en el seno de organiza­ciones sociales, por medios di­versos, como conferencias y talleres.

Abrir los debates de la cien­cia hacia un diálogo de sa­beres (por ejemplo, con el co­nocimiento tradicional de co­munidades indígenas o campesinas) y propiciar mayor par­ticipación pública.
Buscar nuevas formas de incidir en el entorno socioambiental con organizaciones que compartan la misma vocación social y que promuevan un ma­nejo sostenible de los recursos naturales y del ambiente.

Promover la formación de nuevos científicos, conscientes de sus responsabilidades éticas y sociales, con capaci­da­des críticas y autocríticas, abier­tos al trabajo interdisciplinario y transdisciplinario, respetuosos de otras prácticas cognitivas y abiertos al diálogo de saberes.
Contribuir a la discusión y asimilación crítica de normas y valores éticos dentro de las prácticas científicas.

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Construir un acervo de es­tudios críticos acerca del papel de la ciencia en la sociedad.
Analizar de manera crítica y propositiva las actuales políticas para el desarrollo de la ciencia en México, las formas en que se realiza el trabajo cien­tífico y se forman los nuevos investigadores, y analizar aquellos problemas nacionales donde las ciencias deben hacer contribuciones impor­tan­tes para su comprensión y solución.
Incidir en la toma de decisiones y la elaboración de po­líticas públicas, así como en mar­cos legales en temas en los que la información científico-tecnológica sea importante.
Promover la comunicación y coordinación entre diferentes grupos de científicos, hu­ma­nistas y académicos que comparten las preocupaciones y los compromisos anterio­res en México y el mundo.
En la uccs creemos que los investigadores, profesores y estudiantes dedicados al que­hacer científico y tecnológico debemos ejercer con res­pon­sa­bilidad el saber para con­tri­buir a la utilización social crea­tiva y libertaria del conoci­miento, y así revertir aquellas tendencias destructivas sobre el ambiente y la sociedad
que el sistema económico actual está generando. Se trata de un compromiso para fomen­tar una práctica científica más transparente, independiente y autocrítica, fundada en una ética social y ambiental.
Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad
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Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad (UCCS). (2009). Ciencia y compromiso social. Ciencias 92, octubre-marzo, 142-145. [En línea]
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El maíz en México: problemas ético-políticos
 
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León Olivé
   
               
               
La problemática del maíz, como se ha ve­ni­do planteando en
México en las décadas re­cientes, tiene muchas aristas: económicas, sociales, culturales, éticas, políticas, agríco­las, alimentarias, técnicas y científicas, sólo para mencionar algunas. Hay dos temas de relevancia ético-política que deben tener un sustento en concepciones adecuadas de los sistemas técnicos, tecnológicos y científico-tecnológicos, y que son cruciales en estos momentos en México: 1) ¿Cómo debería enfrentarse socialmente la problemática de los organismos genéticamente modificados, en general, de las plantas transgénicas, en particular, y muy especialmente el cultivo de maíz transgénico? 2) ¿Por medio de qué tipos de mecanismos, y con la participación de quiénes, debería decidirse el tipo de tec­nología que tendría que adoptarse para incrementar la producción de maíz en nuestro país y, sobre todo, para ga­ran­tizar el autoabasto nacional?

Para responder a estas interrogantese es preciso pri­me­ro examinar diferentes maneras de concebir la ética, la ciencia y la tecnología, y mostrar que estas concepciones no son neutrales, sino que desempeñan un papel ideológico y tienen consecuencias importantes sobre las formas en que se considera correcto tomar decisiones con respec­to a los ámbitos científico-tecnológicos, especialmente los que afectan a la sociedad y al ambiente.

En efecto, las formas de entender la ética no son va­lo­rativamente neutrales ni están libres de intereses no filo­só­ficos y no epistémicos. Las concepciones de la ética, especialmente en relación con la ciencia y la tecnología, están ligadas a intereses políticos y económicos, y tampoco están libres de sesgos cul­turales.

Por ejemplo, desde cierto punto de vis­ta la bioética ha sido entendida como una éti­ca “principalista”, basada digamos en los lla­mados principios de Georgetown (be­ne­fi­cencia, no maleficencia, autonomía y jus­ticia). Esta concepción ha sido acu­sa­da de insensibilidad ante la diversidad cultural y valorativa que prevalece en el mundo, apar­te de que es afín a una visión verti­cal de las prácticas científicas y tec­nológicas, donde los principios éticos se im­ponen desde arri­ba y se excluye la par­ticipación de todos los involucrados para establecer las normas y valores pertinentes en contextos específicos.
 
En oposición a una concepción principalista de la bioé­tica puede proponerse que la tarea de ésta debe ser el aná­lisis crítico de la estructura axiológica de las prácticas so­ciales que tienen que ver con la vida, con sus condi­cio­nes de posibilidad y con su entorno. De esta manera, los ob­je­tos de análisis de la bioética incluirían, entre otras, a las prác­ticas médicas, las de investigación farmacológi­ca, las que afectan el ambiente, y en el caso de México y de mu­chos paí­ses de América Latina, todas aquellas in­vo­lu­cradas en la cadena de producción, distribución, trans­formación y con­sumo del maíz, en la medida que tie­nen que ver con el ambiente y con aspectos funda­men­ta­les de la vida huma­na, tanto desde una perspec­ti­va social y cultural, como in­dividual, muy especialmente con la nu­trición.

Las diferentes concep­cio­nes tienen distintas con­se­cuen­cias sobre las formas de responder a la pregunta que nos interesa. Por ejemplo, ¿quiénes deberían inter­venir en los procesos de críti­ca y, en su caso, modificación de las normas y valores que guían a las prácticas en la pro­duc­ción del maíz, su dis­tri­bu­ción, co­mercialización, transfor­ma­ción y consumo, tanto de se­millas como de los produc­tos derivados de su cultivo?

En relación con las prác­ti­cas médicas, bajo la con­cep­ción que aquí sugerimos se des­pren­de que los grupos que deben intervenir en el análi­sis y crítica de las normas y va­lores correspondientes no son sólo los médicos y en­fer­meros, ni sólo ellos junto con los funcionarios institu­cio­na­les responsables de los ser­­vi­cios de salud, sino que tam­bién deben participar los gru­pos sociales afectados, pa­­cien­tes, grupos unidos en tor­no a en­fermedades y pa­de­ci­mientos específicos, etcétera.
 
También las concepciones de la ciencia o de la tecnología que se utilicen tienen consecuencias para considerar si éstas son éticamente neutrales. La tesis de la neutralidad ética de la ciencia afirma que la ciencia está libre de va­lores morales, y que los únicos valores que deben im­pe­rar en la ciencia son los epistémicos, es decir aquellos que entran en juego para formular hipótesis y teorías, así como en la decisión de aceptarlas o re­cha­zarlas. Mediante una separación de los con­ceptos de “ciencia” y de “científicos”, esta posición considera que los científicos, como personas, ciertamente pueden enfrentar problemas éticos, y sus acciones es­tán sujetas a evaluación desde un pun­­to de vista ético. Por ejemplo el plagio o el fraude son éti­ca­mente condenables. Pero en tanto que el objetivo de la ciencia es pro­ducir co­no­cimiento, la evaluación acer­ca de si una propuesta de conocimiento está bien fun­dada y se trata de conocimiento autén­tico, de­pende de la correcta aplicación de normas y valores me­todológicos y epis­­té­micos, pero de ninguna manera éticos. De aquí apresurada e injustificadamente se concluye que la ciencia está libre de va­­lores no epistémicos. Otra cosa —para la posición que defiende la neutralidad ética de la ciencia— es que el conocimiento, una vez pro­du­cido, se use para bien o para mal. Pero desde el punto de vista de quienes defienden esta tesis, eso ya no es un pro­blema de la ciencia, ni de los científicos, sino de quienes la usan y la aplican (políticos, empresarios, militares, etcétera). Como veremos, esto es controvertible, por decir lo menos, pues depende de una concepción estrecha de la ciencia, que la reduce a sus productos: los conocimientos.
 
La tesis de la neutralidad ética de la ciencia se sostiene, pues, sobre la base de una concepción de la ciencia que la identifica con sus resultados. Pero existen otras formas de concebir a la ciencia que arrojan consecuencias muy dife­rentes sobre la tesis de la neutralidad. La ciencia pue­de con­cebirse no únicamente como el conjunto de los re­sul­ta­dos de las acciones de los científicos, sino como el con­junto de prácticas científicas que generan esos resulta­dos (los cono­cimientos). De acuerdo con esta concepción, los cono­cimientos forman parte de esas prácticas, y los cientí­ficos (las personas) también son elementos cons­titutivos de ellas.
 
Prácticas sociales y prácticas científicas
 
Para elucidar el concepto de “práctica científica” comen­te­mos primero el de “prácticas social”. Las prácticas so­cia­les están constituidas por grupos de seres humanos que rea­li­zan ciertos tipos de acciones intencionales y son, por tan­to, agentes. Además de los agentes, las prácticas in­clu­yen una estructura axiológica compuesta por los fines que se per­si­guen mediante esas ac­cio­nes, así como los valores y las normas in­vo­lucradas. Las acciones son guiadas por las representaciones (creencias, teorías y modelos) que tie­nen los agentes, y también involucran conocimiento tá­ci­to. Por lo general en todas las sociedades hay prácticas, por ejemplo, económicas, técnicas, educativas, políti­cas, re­crea­tivas y religiosas. En las socieda­des mo­der­nas hay además prácticas tecnológicas y cien­tíficas.
Las prácticas científicas son un tipo de prácticas sociales, que se ca­­racterizan porque el objetivo principal que se persigue en ellas es la generación de conocimiento, el cual es sancionado de acuerdo con va­lo­res y normas metodológicas propias de cada disciplina científica, las cua­les garantizan, humanamen­te ha­blan­do, que los resultados que satis­facen dichas nor­mas y valores constituyen cono­cimiento fiable, aunque falible.
 
Desde este otro punto de vista, en­tonces, la ciencia se entiende co­­mo un conjunto de prácticas que se desarrollan dentro de los sistemas de ciencia, que incluyen no sólo a las ins­ti­tu­cio­nes (centros, institutos, uni­versidades, etc.) donde se desa­rro­lla la ciencia en sentido estricto, sino tam­bién a las instituciones y agen­cias encargadas del diseño e im­ple­mentación de políticas cien­tí­fi­cas, como el conacyt, por ejemplo, e incluyen también a los órganos en­cargados de la enseñanza y de la comunicación de la ciencia. Así, por ejemplo, la Fa­cultad de Cien­cias de la unam, en tanto insti­tución en­car­gada de la formación de nuevos cien­tíficos y de profesores de ciencias, forma parte del sis­tema científico de México, y la revista Ciencias, en tanto que tiene por mi­sión la co­mu­nicación de la ciencia a un alto nivel, también.

Los conceptos de “práctica científica” y “sistema cientí­fico” son complementarios. De hecho la distinción se hace para fines del análisis únicamente, pues en la realidad social las prácticas científicas están insertas en sistemas científicos, y éstos no existen al margen de las prácticas; al contrario, los sistemas existen y se reproducen por me­dio de ellas. Con el concepto de “sistema científico”, por ejem­plo, se hace énfasis en las instituciones en las que se desarrollan las prácticas científicas (centros de investigación y enseñanza, universidades), así como en las que se diseñan y aplican las políticas científicas (instituciones como conacyt), incluyendo los procesos de evaluación (de individuos, de grupos y de instituciones), así como en las relaciones e interacciones entre todas ellas.

Una importante consecuencia de esta manera de con­cebir a la ciencia es que a partir de ella ya no es sostenible la tesis de su neutralidad ética. Pa­ra ver eso, basta reparar en que se le en­tiende como un conjunto de prác­ticas que con­sis­ten en grupos de agentes intencionales que reali­zan determinadas acciones con cier­tos propósitos, que uti­li­zan determina­dos medios para sus fines, y que de hecho generan resultados, algunos previstos y buscados inten­cio­nal­men­te, pero otros imprevistos y no buscados. Los medios utilizados, los fines que se bus­can, las intencio­nes, y los re­sultados de hecho pro­du­cidos, todo esto es sus­ceptible de evaluación desde un pun­to de vista ético.
 
Hay un caso histórico que ilustra esto con claridad. Se trata de uno de los episodios más citados en la his­to­ria de la ciencia donde se vio­la­ron las normas éticas más elemen­ta­les: la investigación sobre la sífilis en Tuskegee, Alabama, donde du­ran­te cuarenta años, entre 1932 y 1972, con el fin de obtener conocimiento científico acerca del desa­rro­llo de la enfermedad en pacientes que no recibían tratamiento alguno, se hizo un seguimiento de su evolu­ción en alrededor de 400 sujetos, to­dos ellos negros, sin informarles que realmente estaban enfermos de sí­fi­lis, haciéndoles creer que tenían otro padecimiento, sin ofre­cerles ningún tratamiento —co­mo el de la penicilina que se hizo común a partir de 1943—, y evitando que recibieran ayuda por parte de alguna otra institución. El experi­mento sólo se detuvo cuando surgió un escándalo nacional en los Estados Unidos a partir de una filtración de la información a la prensa. A partir de esta in­vestigación, hecha en nombre de la ciencia, para obtener conoci­miento científico, se redactó el llamado Informe Belmont, don­de se establecieron en los Estados Unidos los derechos de las personas que participen en investigaciones de ese estilo.
 
Podría replicarse que éste es un ejemplo inadecuado, porque esas situaciones ya no ocurren más. Al respecto ha­bría que decir que está por verse que en efecto ya no ocu­rran, es decir, necesitaríamos información empírica para determinar si tienen lugar o no. Pero en cualquier caso, la proliferación de comités de ética, no sólo en la práctica clínica, sino en la investigación en salud en general, es un reconocimiento de la existencia de una variedad de problemas éticos que surgen en la investigación misma, y no sólo en la aplicación de los conocimientos.

En cualquier caso, el ejemplo anterior muestra que es indispensable evaluar los medios que se utilizan, aunque el fin que se busque, y el principal resultado de he­cho, sea genuino y puro conocimiento científico.

Algo análogo puede decirse con res­pec­to de la tecnología. Suele reducirse la tec­nología a los artefactos, o en todo caso a los artefactos más las técnicas por medio de las cuales éstos se producen, en­ten­diendo por técnicas a los conjun­tos de reglas, instrucciones y habilidades para transformar objetos. De nueva cuenta, el problema de concebir así a la tecnología es que se excluye a los sujetos que tienen intenciones, buscan determinados fines, utilizan ciertos medios para lograrlos, y obtienen de hecho ciertos resultados que tienen consecuencias en la sociedad y en el ambiente.

Pero existe otra forma de entender a la tecnología, tam­bién como un conjunto de prácticas que se desarrollan dentro de un determinado sistema conformado por insti­tu­cio­nes, empresas, industrias, organismos de regulación (que otorgan o niegan permisos para la fabricación y distribución de determinados artefactos) y que están encargados de establecer políticas, etcétera.

Bajo esta concepción, las prácticas tecnológicas, a di­fe­ren­cia de las científicas, están orientadas no ha­cia la ge­ne­ración de conocimiento, sino a la trans­formación de ob­jetos, que pueden ser materiales o simbólicos, aunque muchas veces para ello generan nuevo conocimiento. No necesa­riamente buscan satisfacer un valor de mercado, como lo ilustra el caso de mucho del tra­bajo que se ha ve­nido rea­li­zando en torno al software libre en nuestros días, pero es cierto que en las sociedades cuya economía se rige por el mercado, la tendencia dominante es que las prác­­ticas tecnológi­cas generen productos con un valor de cam­bio que se realiza en el mercado.

Las prácticas tecnológicas incluyen co­no­­ci­miento tácito que las hace posibles, pero ade­más están basadas en conoci­­mien­tos que pro­vienen en gran medida de prác­ti­cas distintas. Una de las características de las prác­ti­cas tec­nológicas es que nece­sa­ria­­mente deben basarse en conocimien­tos científicos, aun­que no exclusivamente en ellos.

Esta propuesta distingue entonces en­tre prácticas téc­ni­cas y tecnológicas, re­ser­vando el término de “tecnología” para aque­llas prácticas cuyo objetivo central es la trans­for­ma­ción de objetos mediante pro­cedimientos que se bene­fician del co­no­ci­miento científico. Las prácticas técni­cas, en general, son aquéllas que transforman objetos sin hacer uso nece­sa­riamente del conocimiento científico.

Transformaciones en los sistemas de ciencia y tecnología
 
Las prácticas científicas y tecnológicas que conocemos ac­­tualmente se vinieron conformando a partir de la revo­lución científica de los siglos XVI y XVII y de la revolución industrial del XVIII, y claramente subsisten hasta nuestros días. Sin embargo, en el siglo XX sucedió otra revolución, la que algunos autores han llamado la revolución tecnocientífica.

Dicha revolución consiste en el surgimiento, clara­men­te desde mediados del siglo xx, pero no sin antece­den­tes significativos, de prácticas generadoras y transfor­ma­do­ras de conocimiento que no existían antes. En ellas se ge­ne­ra conocimiento, se transforma y ahí mismo, en su seno, ese conocimiento se incorpora a otros productos, materia­les o simbólicos, que tienen valor añadido por el hecho mis­mo de incorporar ese conocimiento. Dicho valor normalmente se debe a que los resultados de esas prácti­cas tienen un valor que se realizará en el mercado, o bien por­que son útiles para mantener el poder económico, ideoló­gico o militar (por ejemplo técnicas de propaganda o de con­trol de los medios de comunicación).

El conocimiento y la técnica, en tanto que permiten trans­formar la realidad natural y social, han sido aprovechadas por muchos grupos humanos para satisfacer sus necesidades, y también han sido puestas al servicio de quie­nes han detentado el poder político, económico y mi­­li­tar desde los principios de la humanidad. Eso no es ningu­na novedad. Pero lo inédito en la historia es que las nue­­vas prácticas “tecnocientíficas” tienen una estructura distinta a las prácticas científicas y tecnológicas tradicionales, incluyendo sobre todo su estructura axiológica, por lo que requieren de novedosos criterios de evaluación, y tienen efectos importantes en las políticas de ciencia, tecnología e innovación.

Suele mencionarse al proyecto Manhattan (la cons­truc­ción de la bomba atómica) como uno de los primeros gran­des proyectos tecnocientíficos del siglo XX. Otros ejemplos paradigmáticos de tecnociencia hoy en día los encontramos en la investigación espacial, en las redes satelitales y telemáticas, en la informática en general, en la biotec­no­logía, en la nanotecnología, en la genómica y en la pro­teómica.

Los sistemas tecnocientíficos están conformados por gru­pos de científicos, de tecnólogos, de administradores y gestores, de empresarios e inversionistas y muchas veces de militares. Aunque no es una característica in­trín­se­ca de la tecnociencia, hasta ahora el control de los siste­mas tecnocientíficos ha estado en pocas manos, de élites políticas, de grupos dirigentes, de empresas trasnacionales o de mi­li­tares, asesorados por expertos tecnocientíficos. Éste es un rasgo de la estructura de poder mundial en virtud del cual, además del hecho de que el conocimiento se ha con­­ver­ti­do en una nueva forma de riqueza que ­pue­de reproducir­se a sí misma, también es una forma nove­do­sa de poder.

No es de sorprender, entonces, que los sistemas y las prácticas que mayores recursos económicos reciben hoy en día (públicos y privados) sean los tecnocientíficos, a diferencia de los científicos y tecnológicos que relativamente reciben ahora menos atención y financiamiento. Pero también las prácticas y sistemas tecnocientíficos son los que tienen mayores efectos sociales y ambientales.
 
¿Cómo evaluar y juzgar esos efectos? ¿Existe un con­jun­to de criterios, o es posible llegar a un consenso social so­bre un conjunto de criterios que permitan hacer una eva­luación desde un punto de vista unificado? Para res­pon­der a esta pregunta es necesario examinar la estruc­tura axiológica de las prácticas tecnocientíficas. Veremos que esa estructura explica que sea prácticamente imposible lle­gar a un consenso social sobre un único conjunto de cri­te­rios para evaluar las prácticas tecnocientíficas y sobre todo su impacto social y ambiental. Ésta es una de las ra­zo­nes fundamentales por las cuales la evaluación de las prácticas tecnocientíficas y la toma de decisiones con res­pecto a ellas trasciende el campo puramente cien­tífico y tecnológico para pasar al político. Se requieren acuerdos políticos y sistemas políticos de participación pública para realizar las evaluaciones, especialmente en ca­sos como el maíz, donde se afectan intereses de toda la sociedad.
 
Veamos primero la estructura axiológica de las prácticas tecnocientíficas, para pasar después a la propuesta de los mecanismos de evaluación y toma de decisiones que se­rían aceptables desde un punto de vista ético, y bajo una perspectiva política que tome en serio la democracia, es de­­cir como democracia participativa y no como mera democracia formal.

Estructura axiológica de la tecnociencia


Las prácticas científicas, en sentido estricto, nunca han es­ta­do orientadas a la producción de resultados con un va­lor de mercado, y jamás han sometido sus resultados a pro­ce­­sos de compra-venta en mercados de conocimiento. Por el contra­rio, si de algo se ha preciado y sigue pre­­ciándose la ciencia moderna es del carácter pú­blico de sus resultados. Así ha ­si­do des­de sus inicios, y así si­gue sien­do. Esto es, los valores que dominan den­tro de las prácticas cien­tíficas son sobre todo valores epis­témicos, aun­­que como hemos sos­te­ni­do, no de­jan de estar en jue­go valores éticos y otros como los es­téticos, pero el ob­je­ti­vo de la cien­cia tradicional al ge­nerar conocimien­to nunca ha si­do el de obtener ganancias econó­micas.

Sin embargo esto es radical­men­te distinto en las prác­ti­cas tec­no­cien­tíficas. En la estructura axiológica de éstas se encuentran valores eco­nó­micos como la ganancia fi­nan­cie­ra, o valores militares y políticos co­mo la ventaja para vencer y dominar a otros, junto con valores que aho­ra son considerados positivos por algu­nos sectores —si re­­dun­dan en un beneficio económico— y que afectan di­rec­ta­men­­te el dominio epistémico, tales co­mo la apropiación privada del conocimiento, y por tan­to el secreto y a veces hasta el plagio.

El filósofo español Javier Echeverría ha propuesto que en las prácticas tecnocientíficas pueden estar presentes 12 tipos de valores (sin pretender exhaustividad y re­co­no­­cien­do que no en toda práctica tecnocientífica están ne­ce­saria­mente todos ellos), a los cuales podemos añadir un ti­po más, el de los valores éti­cos, haciendo una distinción entre moral y ética. Por moral entenderemos la moral po­sitiva, es decir, el conjunto de normas y valores mo­ra­les de hecho aceptados por una co­munidad para regular las relacio­nes entre sus miembros. Por ética en­ten­deremos el conjunto de valores y de nor­mas racionalmente acep­ta­dos por comunidades con diferentes mo­rales positivas, que les permiten una convivencia ar­mo­­nio­­sa y pacífica entre ellos, y que in­clu­so puede ser cooperativa; el res­pe­to a la diferencia, así como la tolerancia horizontal, por ejemplo, son valores éticos fundamenta­les. Ba­jo esta concepción, la ética tie­ne la tarea de propo­ner valores y normas para la con­vivencia entre grupos con morales diferentes, los cua­les deben ser acep­­tables para cada uno de esos grupos por sus propias ra­zones. Éstos son: básicos (como la preservación de la vida con buena ca­lidad); epistémicos (como la ade­cua­ción de una teo­ría a los datos que per­miten su acep­ta­ción, la fecun­di­dad en las explicacio­nes, la sim­pli­­ci­dad en las pruebas); técnicos (co­mo la eficiencia o la efi­cacia); económi­cos (como la ganancia); militares (co­mo la victoria, la capacidad de intimidar al enemigo); jurídicos (como la propiedad); políticos (el poder); so­ciales (como la justicia social, la igualdad; pero también para otros los valores pueden ser la desigualdad, el prestigio, la riqueza); ecológicos (la preservación de la biodiversidad); estéticos (elegancia de una teoría o de una demostración matemática); religiosos (por ejemplo los involu­cra­dos en la investigación con em­briones o células troncales); morales (en el mis­mo tipo de investigaciones mencionadas arriba están involu­cra­dos también valores morales, por ejem­plo para quienes por creen­cias religiosas consideran que el em­brión es una per­sona); éticos (por ejemplo el va­lor del no sufrimiento inú­til de los animales, lo cual daría lu­gar a una norma­ti­vi­dad para que la investiga­ción con ani­males se haga bajo con­di­ciones que garanticen el menor sufrimien­to posible, y que los animales sean su­jetos de experimentos sólo cuan­do no haya otras opciones viables).
 
Esta complejidad axiológica da lu­gar a prácticas tec­no­científicas que aparentemente son similares, pero que real­mente se distinguen precisa­mente porque se separan en algún valor o en un grupo de ellos. Así, por ejemplo, una de­terminada práctica bio­tec­nológica, en­mar­cada en una empresa transnacional, puede responder de manera privilegiada al valor económico de la ganancia, su­bor­dinando los valores epis­témicos, es de­cir, en ella se vigilará que se cum­plan los valores epistémicos al nivel mínimo indispensable para lo­grar los resultados que se buscan en el or­den científico y tec­nológico, por ejem­plo que una determinada semi­lla trans­génica produzca una planta con determinadas carac­terísticas, pero el va­lor fundamental para hacer eso se­rá el de la ganancia, y probablemente no se actúe de acuer­do con cierto valor eco­lógico como podría ser el de pre­servar la bio­diversidad, evitando riesgos de con­ta­minación transgénica en otras variedades de la especie, como ha ocurrido con el maíz en México.

En cambio otra práctica biotecno­ló­gi­ca, por ejemplo de­sarrollada en el se­no de instituciones públicas de in­vestiga­ción, puede responder precisamente al valor de la pre­ser­vación de la biodiversidad, y en ella la generación de co­nocimiento no buscaría la ganancia económica, sino quizá el bien público. Por ejemplo, al hacer públicos los cono­ci­mientos generados en esa práctica no ha­bría ánimo de lu­cro, y se buscaría el fin de que tales conocimientos sean úti­les a la sociedad para tomar decisiones digamos en ma­teria de bioseguridad.

Por sus características, incluyendo su estructura axio­ló­gica, entonces, aunque aparentemente pertenezcan al mis­­mo campo (digamos a la biotecnolo­gía, o a la ingeniería genética), puede ha­ber prácti­cas tecnocientíficas que en rea­li­dad sean diferentes en función de los va­lo­res que asumen y a los cuales res­pon­den. Es­to ex­plica que en la arena so­cial con­tem­po­ránea sean inevitables las con­­­­fron­ta­cio­nes y choques entre grupos hu­­manos a la hora de evaluar prácticas tec­­no­cien­tí­ficas y sus resultados en la so­ciedad y en el ambiente, pues nor­mal­men­te lo ha­­rán con base en diferentes gru­pos de valores y respondiendo a distintos intereses.

La problemática del maíz en México está íntimamente ligada a la operación de determinadas prácticas tecnocientífi­cas, en la medida en que muchas de és­tas tie­nen el interés de colocar sus pro­duc­­tos en el mercado mexicano, respon­­dien­do principalmente a ciertos valores eco­­­nó­mi­cos, sobre todo el de la ganancia, que pri­vilegian por encima de otros co­mo la justicia social, la preservación de la bio­diversidad y el derecho de los cam­pe­­si­nos a realizar sus tradicionales prácticas productivas (de cultivo) que, para conti­nuar siendo tradicionales, deberían ha­cer­se sin semillas transgénicas.
 
La participación democrática

¿Significa lo anterior que no queda otro ca­mino que el en­frentamiento entre gru­pos con intereses y valores di­fe­ren­tes, don­de inevitablemente saldrá victorioso el más poderoso política y económicamen­te?

Si bien ésta es la triste situación que de hecho se ha da­­do hasta la fecha en México, no debemos caer en el error de pensar que es ine­vi­table y que así tie­ne que ser en vir­tud del desarrollo cien­tífico y tecnológico. Co­mo ade­lan­ta­mos antes, precisamente porque la estructu­ra axio­ló­gica de las práctica tecnocientí­ficas lleva a con­frontacio­nes en­tre grupos con intereses distintos, la resolución de esta pro­ble­má­ti­ca tiene que entender­se de manera po­lítica, en el me­jor senti­do de política que podamos asumir, a sa­ber, el de la bús­que­da de procedimientos y mecanismos para la toma de decisiones que afectan la esfera pública, los cua­les deberían re­sul­tar aceptables para to­dos los interesa­dos, siempre y cuando se acepte el su­pues­to de que nadie tiene de­recho a im­poner su punto de vista y an­teponer sus intereses particulares a los de los demás.

Desde luego el último supuesto no se da en México, y de ahí deriva la actual si­tuación en la cual unos grupos imponen sus intereses particulares aun en te­­mas tan básicos como el del maíz. Pero la idea anterior es­boza en sus rasgos ele­men­ta­les un prin­ci­pio de organización de­mo­crá­ti­co, en el sentido de de­mo­cra­cia par­ticipativa, no formal. Es de­cir, en un sentido en donde se reco­no­ce que la toma de decisiones debe ha­cerse, y los conflictos de­ben re­solverse, mediante su airea­­mien­­to en la esfera pública, a la cual to­dos tienen derecho de ac­ce­der y en la cual todos tienen de­recho a presentar y defender sus intereses particulares, y en don­de deben debatirse todas las posicio­nes presentadas, pero de la cual se espera que los resultados, por ejemplo una decisión acer­ca de qué tipo de tecnología resulta más conveniente para resolver el problema del abas­to de maíz en México, se deriven de acuerdos que sa­tisfagan el bien público, según como la mayoría entienda ese bien público.

Sistemas sociales científico-tecnológicos


Para responder a nuestras dos preguntas iniciales, el primer paso sería reconocer que una problemática como la del maíz en México no debe enfocarse como un asunto ex­clusivamente científico-tecnológico (ni siquiera inclu­yen­do a las ciencias sociales, como la economía, la sociología o la antropología en la definición del problema y en la propuesta de soluciones). Es preciso concebirlo en todas sus dimensiones, que incluyen problemas ético-políticos, culturales, sociales y ambientales.

En virtud de la dimensión científico-tecnológica, desde luego que en el diagnóstico y en la formulación precisa del problema, así como en su discusión, en el debate de las pro­puestas de solución, y en la ejecución de las posibles medidas para resolverlo, deben participar expertos de las diferentes disciplinas científicas y tecnológicas invo­lu­cradas, de las ciencias naturales, de las exactas, de las so­ciales y de las humanidades.
 
Por otra parte, las soluciones requerirán decisiones en cuanto a políticas públicas, en el terreno de la agricultura, la economía, la salud, la edu­cación, la cultura, por lo que des­de luego deben participar tam­bién los responsables de la to­ma de de­cisiones en esos ámbitos. Pero en atención a las otras aristas, que afectan la vida de muchos grupos humanos, así como al ambiente en el que habitamos todos, y a la luz de la conclusión a la que llega­mos en la sección anterior de que no basta con la participación de po­líticos y de expertos, sino que en un problema de esta naturaleza es necesario que la solución pro­ven­ga de un amplio debate en la esfe­ra pública, entonces ciertamen­te en la definición del problema, en la propuesta y discusión de po­sibles soluciones, así como en su implementación, deben participar todos los interesados, con plena li­bertad para aportar al debate propuestas de acuerdo con su experiencia, sus conocimientos, sus deseos y sus ex­pec­tativas. La solución debería satisfacer a la mayoría de que se está preservando el bien común.

De lograrse algo como lo apuntado arriba, se habría cons­tituido lo que bien podríamos llamar una red socio-­cul­tural de innovación. Es decir, una red social que permita amplias interacciones y circulación de conocimientos, de opiniones y propuestas entre diferentes grupos sociales, con distintos puntos de vista e intereses y respondiendo a valores diferentes, pero que al final de cuentas genera un acuerdo satisfactorio para todos, que en la opinión ma­yo­ritaria preserva el bien común.
 
Podemos entender el concepto de innovación como refiriéndose a la capacidad de generar conocimiento y de aplicarlo mediante acciones que transformen a la so­cie­dad y su entorno, generando un cambio en artefactos, sis­temas o procesos que permiten la resolución de pro­ble­mas de acuerdo con valores y fines consensados entre los diversos sectores que están involucrados y que son afec­ta­dos por el problema en cuestión. A partir de lo anterior, las prác­ticas de innovación serían prácticas generadoras de co­nocimiento y transformadoras de la realidad, donde el cono­cimiento que producen tiene un valor añadido por­­que ta­les prácticas expresamente han constituido el proble­ma que tratan de resolver, en ellas se realiza investigación y se genera el conocimiento pertinente, incorporando conocimiento previamente existente, y trans­formando la realidad mediante acciones que tratan de re­solver el problema.

Las redes socio-culturales de innovación, entonces, in­­cluyen a miembros de comunidades de expertos de di­fe­ren­te clase —de las ciencias naturales y exactas, de las so­ciales, de las humanidades y de las disciplinas tecnológicas—, a gestores profesionales de los sistemas científico-tecnológicos, a profesionales de mediación que no sean sólo “divulgadores” del conocimiento científico, tecnológi­co y científico-tecnológico (que lleven mensajes sólo en el sentido de la ciencia y la tecnología a la sociedad), sino que sean capaces de comprender y articular las demandas de diferentes sectores sociales y llevarlas hacia el medio científico-tecnológico y facilitar la comunicación entre unos y otros.

Tales redes incluyen entre sus nodos a los sistemas don­de se genera el conocimiento, los procesos mediante los cuales se hace eso involucra circulación de información y conocimiento entre los nodos de la red, así como nu­merosas interacciones entre esos nodos. Pero estas redes también incluyen a los mecanismos que garantizan que tal conocimiento será aprovechado socialmente para satisfacer demandas de diferentes sectores, y por medios aceptables desde el punto de vista de quienes serán afectados. Esto significa que garantizan la participación de quie­nes tienen los problemas, desde la conceptualización y formulación del problema, hasta su solución. Por eso es in­dispensable la participación de representantes de los gru­pos que serán afectados y, en su caso, beneficiados, así como de especialistas de diversas disciplinas, entre las cua­­les necesariamente deben estar científicos sociales y humanistas.
 
Democracia, ciencia y tecnología

El debate sobre el maíz en México, la generación de más co­nocimiento para entenderlo mejor y para proponer so­lu­ciones pero, sobre todo, la posibilidad efectiva de diseñar y tomar medidas exitosas para su solución, requiere la constitución de redes socio-culturales de innovación. De esa manera se superarán los planteamientos que favorecen los intereses de las empresas transnacionales de semi­llas transgénicas, y de los grupos políticos y empresariales que actúan de acuerdo con esos intereses.

Pero mientras no se constituyan tales redes, en virtud de los riesgos que se corren mediante la importación de maíz transgénico, entre otros por ejemplo la introgresión genética en variedades criollas, así como riesgos culturales y sociales al afectarse prácticas tradicionales de cultivo que son constitutivas de las formas de vida de muchos grupos, lo adecuado desde un punto de vista ético sería hacer una aplicación juiciosa del principio precautorio, que es un prin­cipio ético que da pautas de acción en situaciones don­de los daños posibles son grandes y que pueden conducir a situaciones irreversibles de perjuicios al ambiente o a la sociedad, y que en un sentido amplio puede enunciarse como “la ausencia de certeza al nivel exi­gido usualmente para aceptar hipótesis cien­tíficas no es una razón suficien­te ­para posponer políticas ambientales o de con­trol de riesgos, así como medidas específi­cas de control, si el retraso en tomar ta­les medidas puede resultar en daños se­rios e irreversibles para la salud de los seres hu­manos o para el ambiente”.

En el caso del maíz en México, una de­cisión éticamen­te correcta, con base en el principio precautorio, sería que mientras no se desarrollen las redes socio-cul­turales que sean necesarias para debatir y tomar medidas para la solución del pro­blema alimentario y el abasto del maíz, no debería continuar la importación de se­millas transgénicas y el uso de tecnologías transgénicas en relación con el maíz. Esta conclusión se refuerza al tomar en cuenta que no existen ac­tual­mente los mecanismos sociales adecuados para eva­luar los riesgos en la sociedad, la cultura y el ambiente, por el uso de tecnologías que por ellas mismas generan una alta incertidumbre —es decir, que pueden pro­­ducir con­se­cuen­cias que son imposibles de prever en el momento de su apli­cación, co­mo en el caso de liberación de semillas trans­génicas al ambiente—, y mucho menos tenemos las instancias sociales que vigilen esos riesgos y que tengan la ca­pacidad de decisión y de acción adecuada para controlar debidamente los daños que pudieran lle­gar a ocurrir.
 
La conclusión es que mientras no existan redes socio-culturales de innovación que en pleno ejercicio democrá­tico pudieran decidir otra cosa en el futuro, por ahora debe buscarse el fortalecimiento y desarrollo de tecnologías tra­dicionales para el cultivo y transformación del maíz en la gran variedad de productos alimentarios y de otro tipo que de él se pueden derivar. Para esto se requiere un cam­bio ra­dical en las políticas públicas con respecto al campo, la agricultura, la educación, la eco­nomía, la cultura, la cien­cia y la tecnología en México. Pero esa transformación en las políticas públicas difícilmente se dará al mar­gen de un viraje en nuestro país hacia una so­ciedad auténticamente democrática, donde la gente participe en las discusiones públicas y en la toma de decisiones.
  articulos  
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como citar este artículo
Olivé, León. (2009). El maíz en México: problemas ético-políticos. Ciencias 92, octubre-marzo, 146-156. [En línea]
     

 

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El origen del maíz.
Naturaleza y cultura en Mesoamérica
 
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Carrillo Trueba, César
   
               
               
Aunque hasta mediados del siglo xx se consideraba el Me­dio
Oriente la cuna de la civilización por haberse domesti­ca­do en esa zona los animales y las plantas que constituyen el sustento en los países europeos, las investigaciones en arqueología y otras disciplinas, así como la difusión de los estudios efectuados varios años atrás por Nikolai I. Va­vi­lov acerca de los centros de origen, pusieron en relieve la importancia de las demás regiones en donde este mismo proceso tuvo lugar. Y aunque todavía no existe un con­sen­so en torno a las fechas en que éste ocurrió en los dife­ren­tes continentes, su emergencia bajo distintas condiciones naturales, contextos culturales e historias se encuentra li­gada a la de cosmovisiones diferentes así como a una di­ver­si­fi­ca­ción lingüística que resultó en aproximadamente doce mil lenguas, de las cuales sólo queda la mitad.
 

Mesoamérica es considerado uno de los sitios de domes­ticación de plantas de mayor relevancia, sobre todo por el maíz, alrededor del cual crecieron las diferentes sociedades que han ocupado esta zona a lo largo de la historia. El acer­vo cultural de los primeros agricultores de esta región proviene de aquellos grupos de cazadores-recolectores que pisaron esta parte del planeta tal vez hace 35 mil años, fe­cha que establecen algunos estudios, o bien entre 20 y 15 mil años, como lo indican otros; la discusión es tal, que in­cluso se cuestiona que la primera migración haya sido por el norte, como siempre se ha planteado, debido a que los indicios humanos más antiguos provienen de Sudamé­ri­ca, lo que, a mi parecer, es la hipótesis más sólida.
 

La imagen de los cazadores-recolectores dista mucho de la que se ha popularizado; a éstos se les presenta como hor­das casi simiescas que se desplazan sin cesar de un si­tio a otro, dedicados a la caza de grandes mamuts y a esca­bullirse del temible tigre dientes de sable. Se sabe que, en rea­li­dad, permanecían largo tiempo en una zona, si­guien­do itinerarios más o menos definidos, o bien alternando asen­tamientos con el cambio de estación; recolectaban una gran cantidad de tubérculos, semillas, frutas y otras par­tes de plantas, y propiciaban y favorecían algunas más; cazaban animales pequeños y pescaban mucho más de lo que se pensaba —ya fuera en los ríos o el mar—, elabo­raban muy diversos instrumentos punzo-cortantes empleando ma­teriales de distinta naturaleza —hueso, concha, marfil, piedra, madera, etcétera— y enterraban a sus muertos.
 
Su relación con el mundo vegetal no se limitaba a la ob­servación, la exploración y la recolección de especies; ya fuera por la recurrencia de los recorridos o por perma­ne­cer más largo tiempo en ciertos lugares, incluía asimismo la intervención directa sobre éstas, lo cual implica un co­no­cimiento más fino de los procesos ecológicos, las in­te­rac­cio­nes de las plantas y los animales, de las característi­cas de las semillas, el crecimiento, la diferencia entre las variedades en función del suelo, la humedad, la tempera­tu­ra, la incidencia de los rayos del sol entre otros factores. Así, con base en esto y en una constante retroalimentación entre la observación, el establecimiento de un orden y la prác­ti­ca, los cazadores-recolectores dispersaban se­mi­llas, plan­ta­ban esquejes y cuidaban plantas que tenían buen sa­bor o fruto más grande, mientras removían cierta vege­ta­ción para establecer un nuevo asentamiento, dejaban en pie otra por su utilidad. Todas estas intervenciones podían llegar a modificar en cierto grado la abundancia de al­guna variedad o su distribución al ser removidas para que cre­cie­ran junto a un curso de agua, por ejemplo, o en pequeñas barrancas, más húmedas y calientes; incluso alterar la estructura de la vegetación al clarear los árboles que pro­por­cio­nan sombra a plantas que se deseaba hacer crecer más rápidamente al sol, o eliminando aquellas que crecen en la parte baja del bosque para plantar especies que necesitan sombra.
 
Este tipo de prácticas, con el cúmulo de conocimientos que las sustenta, habría llevado, bajo ciertas circuns­tan­cias, a la domesticación de las primeras plantas, como lo plantean Alejandro Casas y Javier Caballero para el caso mesoamericano. A diferencia de las teorías que sos­tie­nen que ésta se llevó a cabo removiendo las plantas de su lugar, es decir, ex situ —las más eurocentristas dan prio­ridad a la domesticación de cereales, mientras otras privilegian la de tubérculos por ser anterior—, estos investi­gadores me­xi­ca­nos sostienen que la agricultura podría ser el re­sul­ta­do de “una larga historia de manejar in situ la ve­getación natural”.
 

Las relaciones que establecen por medio de este tipo de manejo los seres humanos con la vegetación silvestre y algunos de sus elementos se pueden agrupar en tres gran­des rubros: la tolerancia, que consiste en dejar, en los si­tios que son alterados por alguna razón, aquellas plantas que les benefician de alguna manera —para obtener ma­de­ra, como alimento, etcétera—; el fomento o la inducción de especies deseadas, y la protección de todas ellas de otras plantas que las afectan de alguna manera —al com­pe­tir por el agua, la luz o la sombra y demás recursos—, así como de animales que las depredan. Al interior de este universo se efectúa una labor de se­lección de variedades, de aquellos individuos apreciados por su sabor, tamaño, tallo resistente u otra característica. El resultado es un gradiente de trans­formaciones en el genotipo y el fenotipo de las poblaciones de una especie, así como en la abun­­dan­cia de las especies que constituyen las comunida­des vegetales.
 

La manipulación sostenida de ciertas caracte­rís­ticas del sistema reproductivo u obtenidas por medio de la formación de híbridos, por ejemplo, permite la supervivencia de variedades que no podrían hacerlo sin la ayuda del hombre. Dichas mo­di­­­ficaciones pueden llegar a tal grado que las poblaciones y el medio donde crecen se diferencian de lo silvestre, y su cultivo tiene lugar entonces en un ambiente fuerte­men­­te transformado por los humanos, esto es, ex situ. Sin em­bar­go no todas las especies son llevadas a este grado de do­mes­ticación; más bien se establece un gradiente de interacciones que va de las plantas cultivadas a las sil­ves­tres, de la vegetación modificada a la no alterada. De esta manera se puede obtener a lo largo del año una gran di­ver­sidad y abundancia de recursos con relativamente poco trabajo; y no sólo de plantas, sino también de ani­ma­­les de diferente índole —aves, mamíferos, insectos, et­cé­te­ra— que por la misma razón viven o transitan por esos sitios.
 

Desde esta perspectiva, y con base en una idea de Earl C. Smith, quien trabajó con Richard S. MacNeish en el va­lle de Tehuacán, en el sur de México, Casas y Caballero plan­tean que las primeras plantas cultivadas en esa zona po­drían haber sido magueyes y nopales, debido a su fácil manejo, ya que se propagan vegetativamente, lo cual habría permitido un incremento en su abundancia para el consumo, explicación que concuerda con los datos ar­queo­lógicos que muestran su uso regular en la alimentación. Aunque no se tienen datos que evidencien la existencia de dicho manejo de la vegetación, hay suficientes indicios de que éste habría sido el más factible en sitios se­cos, como Tehuacán, el valle de Oaxaca y la sierra de Ta­maulipas, en donde se han encontrado los restos más an­tiguos de do­mes­ticación de plantas en Mesoamérica, que datan de aproximadamente 8 000 a.C. —ciertamente, los de­bates en torno a las fechas son interminables. Las primeras especies que presentan cambios debido a manipulación humana son el guaje y la calabaza, seguidos del chile y el aguacate. En el caso de Tehuacán, de acuerdo con Richard S. MacNeish, los dos primeros eran sembrados en las barrancas que mantenían una mayor humedad, mientras el chile se plantaba en los márgenes del río, junto con el aguacate, que no es nativo de esa región. El maíz hace su apa­rición en los tres sitios alrededor de dos mil años después, bajo la forma de una pequeña mazorca con minúsculos granos, comparados con los actuales que se pien­sa, deben su tamaño a una mutación súbita re­sultado de la estructura genética de esta planta —aunque hay polémica al respecto. Del frijol silvestre se tiene evidencia muy antigua, alrede­dor de 8 000 a.C., pero las especies domesticadas datan de cerca de 4 000 a.C. Tal como se ha señalado, esta combinación es muy nutritiva debido a que el frijol suple la ca­­ren­cia del maíz en lisina, un aminoácido esencial para los humanos.

 
En cuanto a las causas que dieron origen a la agricul­tu­ra en Mesoamérica, Kent V. Flannery —quien llevó a cabo las investigaciones en Guilá Naquitz, en el valle de Oa­xaca— descarta con argumentos sólidos cualquier ex­pli­ca­ción que aluda a cambio climático alguno, a la presión demo­grá­fi­ca —era muy baja— o a un proceso de adap­ta­ción, y se inclina por la idea de que ésta es resultado, más bien, de una estrategia que buscaba nivelar las variaciones entre la cantidad de productos obtenida del manejo de la ve­ge­ta­ción en la estación de secas y la de lluvias con el fin de man­tener una cierta abundancia a lo lar­go del año. El cre­cimiento poblacional fue posterior y reducido.

 
Esta idea es interesante y coincide tan­­to con la propuesta de Alejandro Casas y Ja­vier Caballero, como con lo que plan­tean André G. Haudricourt y ­Louis Hédin, quie­nes hacen un re­cuento de las dife­ren­tes situaciones en que se llevó a cabo la domesticación de plantas en el mun­do, y concluyen que en todos los ca­sos se presenta una al­ter­­nan­cia estacional mar­cada, un cli­ma no frío, la presencia de especies que forman re­ser­vas durante una época del año o en algún periodo de su vida y cuyo genoma tiene ciertas ca­racterísticas, y la per­ma­nen­cia de una cultu­ra en ese lugar.
 
Aun cuando no se ha establecido con exactitud en dón­­de se domesticó cada especie, lo que se conoce hasta ahora del caso mesoamericano parece coincidir con estas ca­rac­terísticas. La idea de que hubo varios lugares en don­de esto se efectuó de manera simultánea es poco probable, ya que, a juzgar por la intensa red de intercambio que existía en este territorio, es más factible que del sitio en don­de se inició la domesticación hayan sido llevadas a otro —como parece haber sucedido con el aguacate y el maíz en el caso de Tehuacán, en donde antes de la llegada de este último se consumía un cereal del género Setaria, conocido como chupandilla— y de allí a otro lugar, en un proceso de difusión que en poco tiempo abarcó toda el área, llegando incluso hasta la zona árida de Norteamérica y a Sud­amé­rica.
 

De esta manera, el cul­tivo de maíz en milpa, esto es, junto con fri­jol, calabaza, chile y otras plantas más, fue adoptado por pueblos de distinto origen y lengua —pertenecientes a 16 familias lingüísticas— que ingresaron a este territorio en diferentes épocas y ocuparon las muy diversas regiones mesoame­ri­canas —semiáridas, tem­pladas, cálidas y hú­medas, etcétera. Allí moldearon su há­bitat, creando paisajes tan diversos como el territorio mismo, en donde el maíz ocupó un sitio privilegiado y tramó relaciones con los cultivos propios de cada región y otras plantas silvestres. La conjunción de estos vegetales y las presas de caza, el pescado y otros re­cursos propios de cada zona, conformó dietas muy variadas y estilos culinarios distintos.
 

El resultado de este proceso fue la formación de apro­­xi­madamente 250 pueblos de diferente lengua, habitando un territorio de gran diversidad natural y unidos por una for­ma de vida tejida alrededor del cultivo del maíz. Una his­to­ria llena de intercambios, imposiciones, apropiaciones, dispu­tas y alianzas fue limando algunas diferencias y exacer­ban­do otras, de manera que se llegó a conformar una uni­dad en la imagen del mundo que éstos tenían, pero sin perder sus particularidades. Las muy distintas variedades de maíz que han existido en Mesoamérica y los sistemas em­plea­dos para su cultivo dan fe de semejante diversidad; su uni­dad se aprecia en el lugar que ha ocupado esta planta en la cosmovisión de sus pueblos a lo largo de la historia.
 
La unidad cultural de Mesoamérica
 
Una de las principales características del maíz es su enorme variabilidad, ya que, a diferencia de otros cereales cul­tivados, esta especie no se autopoliniza, sino que las flores de una planta polinizan las de otras; en la medida que cada inflorescencia —la cual da origen a una mazorca—, está for­mada por varias flores pequeñas y cada una de ellas pue­de ser polinizada por las de distintas plantas, la variación que tienen sus granos puede llegar a ser muy grande, dependiendo de las plantas en sus inmediaciones. Esto pro­porciona al maíz una gran diversidad genética, y por tanto, una riqueza de caracteres que resultan interesantes para este cultivo en ciertas condiciones. No obstante, es un ras­go que constituye al mismo tiempo un problema, ya que torna difícil la preservación de los caracteres seleccionados. Así, por un lado es preciso escoger con gran cuidado las mazorcas que se van a emplear para la nueva siembra —esto se suele hacer con base en determinados rasgos vi­sibles, fenotípicos, que sirven como marcadores de los ca­racteres que se desea mantener—, lo cual puede llevar a prácticas muy estrictas, en donde se evita al má­ximo la mezcla con otras variedades; y por otro lado, se buscan nuevas variedades que tengan características interesantes, no sólo para el incremento en la producción —como el tama­ño, la resistencia a la sequía o el exceso de agua, al viento o las plagas, etcétera—, sino también que posean cualida­des nutritivas, culinarias —de consistencia y sabor— e in­cluso simbólicas —el maíz rojo se considera como “madre del maíz”, que protege a los demás.

 
Este equilibrio dinámico es la base sobre la cual, a par­tir de los primeros maíces que comenzaron a difundirse, en cada región se originaron nuevas variedades o razas. De acuerdo con E. J. Wellhausen, L. M. Roberts, P. C. Man­­gels­dorf y Efraím Hernández Xolocotzi —pionero en Mé­xi­co en este campo—, de allí se generó una primera ca­mada de variedades, las cuales poseían características que las ha­cían aptas al cultivo bajo ciertas condiciones naturales —de humedad, temperatura, altitud, etcétera— y cultura­les —terrazas, riego, asociación con diferentes plantas, et­cétera. Como otra de las características del maíz es la for­mación de híbridos de mayor vigor al cruzarse las distintas variedades, el intercambio de un sitio a otro se volvió co­mún —incluso entre regiones distantes— y su cruza dio ori­gen a nuevas razas. La cruza con razas de maíces procedentes de Sudamérica, que se habían desarrollado allí a partir de maíces anteriormente llevados de Mesoamérica, enriqueció ambos intercambios, al igual que la hibridación con sus pa­rien­tes silvestres, los teosintes, que se favorecían intencionalmente cerca de las milpas. El intercambio de experiencias en torno a su cultivo se­guramente acompañó el de las variedades mismas.
 

Esto hizo del maíz una planta omnipresente en Mesoamérica, ocupando una gran variedad de sustratos, tipos de suelo, climas y altitudes —desde el nivel del mar hasta 3 000 metros. Y de este mismo proceso de­ri­va el número de variedades y subvariedades de maíz que ha habido y hay en Mesoamé­ri­ca —actualmente se estima en casi sesenta, pero hay mu­cho debate alrededor de ello, ya que los estudios gené­ti­cos muestran tal continuidad entre una y otra, que pa­re­ciera imposible definir una sola; las diferencias se man­tie­nen por tanto debido a la intervención humana. Así, hay va­rie­dades cuya altura no pasa de un metro y medio, mien­tras otras llegan hasta cinco; la longitud de las mazorcas va de siete a treinta y dos centímetros, aunque la ma­yo­ría mide entre quince y veinte centímetros. Su forma pue­de ser cónica, cilíndrica, casi redonda, elipsoide, alar­ga­da, cor­ta, delgada, ancha, así como una combinación de estas ca­racterísticas, con un olote delgado o ancho. Las hay de gra­nos agudos, redondos, claramente puntiagudos, an­chos, cuadrados, angostos, largos, de muy pequeños a gran­des y masivos, lisos o estriados, dentados, fuertemente ase­rra­dos, con una ligera o profunda depresión —una suerte de canalito que se forma en la cara externa del grano. Las hi­leras que forman van de ocho a veintidós, ya sea total­men­te rectas o casi en espiral. Por su consistencia y sabor, su uso puede ser muy específico o servir para varios pro­pó­­si­­tos; hay para palomitas, como el reventador, para to­to­pos, como el zapalote chico, para pozole, como el ca­cahua­cin­tle, para pinole, como el harinoso de ocho, para tesgüino, como el dulcillo del noroeste, y un largo etcé­tera. Por su co­lor, al­gunos se emplean para preparar platillos de naturaleza ritual, como los tamales azules, o directa­men­te como ofren­da, como los rojos. Los nombres consti­tuyen una verda­dera constelación, con inmensas variacio­nes re­gionales: palomero, arrocillo amarillo, chapalote, nal-tel, olotón, cónico, reventador, tehua, tabloncillo, jala, comi­te­co, tepecintle, olo­tillo, tuxpeño, chalqueño, bolita, perla, pe­pitilla, zapa­lo­te grande y celaya, entre muchos otros, ade­más de los que reciben en las diferentes lenguas indígenas.

 
Sin embargo, la manera como se siembra tradicionalmente, no el sistema pro­duc­tivo empleado, es muy similar en todo el territorio mesoamericano; se hace un pequeño hoyo con bastón plantador —conocido también como coa, espeque y otros nombres más—, y se colocan uno o varios granos —para ase­gurar que alguno brote—, manteniendo cierta distancia entre cada hoyo a fin de intercalar otros cultivos —prin­ci­palmente calabaza, frijol y chile, pero también chayote, cebollín por ejemplo— ya sea al mismo tiempo o cuan­do el maíz haya al­can­zado cierta altura. La ma­nera de preparar el terreno depende de distintos fac­to­res, pero sobre todo del sistema empleado, lo cual ha va­­ria­do a lo largo del tiempo —han existido camellones, chi­­nam­pas, terrazas, con riego, etcétera—; sin embargo, el más sencillo y difundido parece ser el conocido como roza, tumba y quema, en donde se devasta una pequeña porción de bosque o selva, se cortan árboles y arbustos, y se queman. Al cabo de un breve lapso, al inicio de las lluvias —ya que no hay riego—, se realiza la siembra, después de lo cual es preciso cuidar regularmente la milpa, remo­vien­do las hierbas que impiden el crecimiento del maíz y ale­jan­do a los animales que lo perjudican. La cosecha se efec­túa a mano, sin ayuda de instrumento alguno. La se­lec­ción de los granos que serán sembrados en la siguiente tem­po­rada —la cual se llevará a cabo en otra parcela a fin de que en la anterior se renueven la vegetación y la ferti­li­dad del suelo— se realiza escogiendo las mejores mazorcas; el gra­no macizo, las hileras parejitas, la base bien lle­na y el an­cho del olote son algunas de las características em­pleadas aunque ciertamente, difieren de un sitio a otro. Cada agri­cultor mantiene unas cuantas variedades que po­seen rasgos que le permiten enfrentar condiciones adversas. Así, se suele contar con maíces que crecen en distintas situacio­nes topográficas —en ladera pronunciada, en la mar­gen de un río, etcétera—, para temporal y tonamil —la siem­bra de invierno—, de diferentes ciclos de maduración —si por alguna razón falla el primero, se emplea un ciclo más cor­to para poder cosechar algo al término de la temporada—, para fines culinarios específicos, y con otras tantas ca­rac­te­rísticas más.
 
Esta forma de cultivo, que difiere por completo de la em­pleada en la mayoría de los cereales y se asemeja más a las llamadas prácticas de horticultura, fue un factor fun­damental en la conformación de la manera de ver el mun­do en Mesoamérica, en la forma de rela­cionarse al interior de las comunidades y de los distintos pueblos, y en­­tre éstos. Como lo explica André Haudricourt, las actividades productivas preponderantes en una sociedad propician ciertas formas de relación con la naturaleza y entre los se­res humanos, e influyen en la génesis de los elementos que con­forman el universo simbólico de los pue­blos. Así, por ejemplo, mientras entre los pueblos pastores que poseen borregos —animales indefen­sos ante un depreda­dor— se establece una relación de de­sigualdad entre el pas­tor y su rebaño, lo cual tiene como correlación la de un gobernante y su pueblo, y a nivel sim­bólico la de un dios que vela por su rebaño, entre los pue­blos cazadores la relación con los animales es de igual a igual, ya sea por­que estos son antepasados de los humanos, por encon­trar­se ligados debido al tránsito de esencias, porque en algún momento fueron iguales —los animales hablaban y se comportaban como humanos—, o porque aún com­parten ciertos rasgos.
 

De igual manera, contrasta la actitud entre pueblos que cultivan cereales y aquellos dedicados al cultivo de tubércu­los, aunque hay cereales que requieren cuidados similares a éstos. Los cereales de grano duro, como el tri­go y la ce­ba­da, que son sembrados al voleo, en monocultivo, no re­quieren deshierbe, el pisoteo de un rebaño pue­de hasta beneficiarlos cuando se acaba de sembrar, y son cosecha­dos con una hoz metálica que corta las espigas jun­to con otras hierbas, por lo que la acción del agricultor es directa y con pocos cuidados, y la principal preocupación al final es “separar el grano bueno del malo”, separar las se­millas de las otras hierbas y seleccionar la semilla para la siguiente siembra. Esta metáfora, por demás conocida, es clave en la religión judeocristiana, y de ella se des­pren­de la idea de mejorar algo separando aquello que es malo, esto es, los individuos considerados no adecuados, anormales. 

 
Por el contrario, el cultivo de tubérculos como, por ejem­plo, el ñame, requiere una minuciosa preparación del terreno, incluso cavar el espacio en donde éste crecerá, y colocar allí cuidadosamente la parte vegetativa; hay que emplazar una rama a un lado con el fin de que, al crecer, la planta pueda enredarse en ella. La cosecha se efectúa asi­mismo con precaución para no dañar el tubérculo, y por la misma razón en algunos lugares se envuelve en hoja de coco. No es extraño que en esos pueblos se haya desarrollado la metáfora del humano como un ser vegetal, al cual hay que cuidar de la misma manera en que se mantienen las condiciones donde crece, es decir, su medio, cuya alte­ración lo puede afectar fuertemente.
 
Esto incluso llega a tener influencia en la conformación de la estructura social, en las mismas relaciones de parentesco, como lo sugiere Haudricourt. El cultivo por medio de granos es de linajes, ya que en cada cosecha se obtienen individuos distintos a causa de la hibridación; el de tubérculos es por medio de clones, pues en cada siembra se reproduce una parte del mismo individuo, que se ha visto se comporta en determinada manera ante ciertas cir­cunstancias, por lo que se conservan numerosos clones con diferentes características —resistencia a la sequía, etcétera—, los cuales son sembrados en determinadas circunstancias para garantizar la cosecha. Los mitos melanesios, por ejemplo, consignan esta imagen, estableciendo una ana­logía entre el ciclo de cultivo del ñame y la relación de estos pueblos con sus antepasados que dieron origen a los clanes que conforman su sociedad —concebidos a semejanza de los clones. La importancia de la idea de linaje en la historia de Europa no necesita comentario alguno.
 

Obviamente, estas relaciones se tornan más complejas en la realidad —no se trata de regresar a la idea de que la infraestructura determina la superestructura. Las media­ciones son múltiples, sobre todo por los aconteci­mien­tos his­tóricos que las moldean con el tiempo, por las in­fluen­cias externas, los cambios sociales, políticos, tecnológicos, etcétera. En el caso de Mesoamérica, aunque es evidente el lugar que el maíz ocupa en la cultura, poco se ha explo­rado este tipo de relaciones. La historia que refleja su do­­­mes­tica­ción y difusión es muestra de que fue un factor fun­­da­­men­­tal en la unidad de los pueblos de esta parte del ­mundo. La forma como se lleva a cabo su cultivo, de ma­ne­ra colec­ti­va, en pequeños grupos, ha impreso caracte­rís­ticas propias a la organización social. Asimismo, la forma tradicional de sembrarlo, por medio del bastón plantador y cuidando de manera individual cada planta, proporciona —como lo señala María de los Ángeles Romero Frizzi—, un mayor rendimiento por unidad de tierra sembrada, a diferencia del cultivo con arado, mediante el cual se ob­tie­ne un mayor rendimiento hora/hombre, lo cual cons­ti­tu­ye una lógica económica y social distinta. Finalmente, en el ámbito simbólico conformó una mitología de gran ri­que­za, innumerables metáforas y representaciones, todo lo cual dio origen a una cosmovisión que llegaron a compartir todos los pueblos mesoamericanos y que mantiene su resonancia hasta nuestros días.
 
Génesis de una cosmovisión
 
La cosmovisión, como lo señala Alfredo López Austin, “tie­ne su fuente principal en las actividades cotidianas y diversificadas de todos los miembros de una colectividad que, en su manejo de la naturaleza y en su trato social, in­tegran representaciones colectivas y crean pautas de con­ducta en los diferentes ámbitos de acción […] Las acciones repetidas originan sistemas operativos y normativos. El trato social confronta los distintos sistemas producidos por medio de la comunicación, y los sistemas adquieren congruencia entre sí y un alto valor de raciona­lidad derivados tanto de la racionalidad de la acción cotidiana como de la que obligan los vehículos de comunicación”. Dicha racionalidad, erigida en verdad, rige la vida y la manera de pensar de quienes crecen y viven inmersos en ella. Sin embargo, por ser resultado de una larga his­toria, ésta jamás es totalmente coherente, ya que posee elementos que proceden de contextos naturales y sociales distintos —sin mencionar la dimensión de este as­pec­to cuando se toma en cuenta la visión de grupos que se dis­tinguen al interior de cada sociedad o la percepción de cada individuo.
 

Así, la cosmovisión mesoamericana man­tie­ne rasgos de épocas anteriores al inicio de la agricultura, los cuales pueden seguir vivos por encontrarse li­ga­dos a actividades aún vigentes o bien cons­tituir meras reminis­cen­cias. Los es­píritus o seres sobrenaturales que cui­dan de los animales que se cazan o pescan, de las plantas que se colectan o los árboles que se derriban en el monte, como el lla­mado dueño de los animales o el dueño del monte, a los cuales hay que re­tri­buir por lo recibido —ya que la re­la­ción exis­tente con ellos es de reciprocidad—, muy proba­ble­mente derivan de la ma­nera de ver el mun­do cuando el modo prin­ci­pal de vida lo constituían la recolección, la caza y la pesca; si se han mantenido hasta nuestros días es porque éstas son actividades aún importantes en muchos pueblos indígenas de Mesoamérica y por su arraigo en el ima­ginario. La obligación de com­par­tir, de repartir las presas de caza entre los miembros de una comunidad es tal vez parte indisociable de esta concepción.
 

No obstante, el maíz constituye el cen­tro de esta cosmovisión y la estructura. Es un elemento fundamental de los mitos de ori­gen —en algunos de ellos, el ser hu­ma­no está hecho de maíz o procede de esta planta—, y su aparición mar­ca un antes y un después en la his­toria humana. Es metáfora de la vi­da mis­ma, en especial del nacimiento, cre­cimiento, reproducción y muerte del ser humano, que “deben ser explicados a partir de la idea cíclica de salida del ‘corazón’ de la bo­dega, penetración en el ser que se gesta, ocupación que ha­ce crecer y de potencia generativa, maduración —o sequedad o ca­len­ta­mien­to— paulatinos con la edad y, por fin, muerte y regreso del ‘corazón’ al mun­do subterráneo”. Así, con­tinúa López Aus­tin, “el hombre, como to­dos los seres de su mun­do, tiene un ‘corazón’ que le trans­mite las características de su especie y le da fuerza vital. Este ‘co­razón’ procede, como todos los otros ‘cora­zo­nes’, de la gran bodega de riquezas. El hombre no puede separarse en vida de su ‘corazón’ […] El ‘corazón’ del hom­bre, como el del maíz, debe cumplir el ciclo de presencia-ausencia so­bre la tierra. Viene de la gran bodega y espera el momento de otro nacimiento […] Cuando el ‘corazón’ sale del cuerpo del hombre que ha fallecido para ser reciclado, ­debe pasar por una purificación que lo vuelve a su estado original. Así queda listo para tornar al mundo: sin deu­das, sin memoria. Debe regresar íntegro a la bodega, co­­mo debe hacerlo el ‘espíritu’ del maíz. Puede em­pezar a pagar y enmendar culpas sobre la tierra en calidad de ‘es­­pí­ritu’ en pena. Va después al mundo de los muertos, don­de se purga totalmente de la vida y de la memoria, tor­­­nan­do a su estado original. Queda después deposi­ta­do en la bodega en espera de su nacimiento en otro ser humano”.
 

El cultivo de maíz rige el ciclo anual, alrededor del cual se estructura la observación del movimiento de los astros —la importancia de Venus en la astronomía mesoamericana tiene que ver con ello, como lo explica Antho­ny Ave­ni—, y cuya característica principal es la alternancia de la temporada de lluvias y la de secas, el tiempo de prepara­ción de la parcela y el inicio de la siembra, el transcurso del crecimiento y la cosecha. Este rasgo constituye la im­pronta de su origen —en una zona de fuerte contraste es­tacional—, y se arraiga en las raíces de la visión dualista —llu­vias y secas—, consolidándola, por lo que, aun cuando en parte del territorio mesoamericano se lleva a cabo la siembra de invierno en la época de secas, las principales fiestas, como lo indica López Austin, son en todas partes la de la Santa Cruz, en mayo, y la del día de Muertos, en noviembre, que marcan, res­pec­tivamen­te, el fin de la época de secas y el de la de lluvias.

 
Tan preponderante era el maíz como metá­fora de la vida misma que, cuenta Sahagún, entre los nahuas del siglo xvi, cuando na­cía un niño se le encomiaba diciéndole, “es tu salida al mun­do. Aquí brotas y aquí floreces”, y se le cor­taba el ombligo so­bre una mazorca de maíz. “Es verosímil —explica López Aus­tin— que los antiguos nahuas creyeran que pasaba al maíz parte de la fuerza de crecimiento de la que estaba car­gado el recién nacido. En efecto, la mazorca quedaba li­gada a la vida del niño. Los granos se guardaban para su siembra, y su cultivo era sagrado. Los padres del niño usa­ban los frutos para hacerle el primer atole. Después, ­cuan­do el niño crecía, un sacerdote guardaba el maíz reproducido y lo entregaba al muchacho para que sembrase, cose­cha­se e hiciese con lo cosechado las ofrendas a los dioses en los momentos más importantes de su vida”.
 

Todos estos elementos fueron conformando una visión del mundo muy elaborada, al interior de la cual se de­sa­rro­llaron conocimientos de gran precisión en diferentes áreas —astronomía, medicina, etcétera— imbricados con una re­ligión compleja, manejada por una clase sacerdotal que re­to­mó los mitos y ritos existentes para reelaborarlos y legitimar su dominio en una sociedad que cada vez se tor­­naba más jerárquica. La cultura olmeca marca el inicio de este proceso, alrededor de 1 200 a. C., y se erige en ejem­plo para otras partes del territorio en donde tenía lugar una di­visión social similar. “Todo el conjunto de símbolos reli­giosos olmecas parece referirse a un complejo código que abarca —en unidad indisoluble— la cosmovisión, el po­der y la segmentación social”, explica López Austin, y éste ­pudo difundirse con facilidad debido a que en él “se sobreponen dos ámbitos: el de la estructura del cosmos (con una acrecentada referencia a los poderes de la repro­ducción vegetal) y el del poder político, que implica la recia implantación de la división social jerárquica”, lo cual permitió que los habitantes de esas regiones vieran su cosmovisión iden­tificada con los símbolos enarbolados por las elites.
 

Con base en un profundo conocimiento del movi­mien­to de los astros, las matemáticas, el manejo del ex­ce­so de agua propio de la zona tropical húmeda en donde habitaron, y otros factores más, los olmecas construyeron un orden espacial y temporal específico. Muestra de éste son las urbanizaciones que levantaron y su relación con los astros, los sistemas de cultivo, el calendario solar y el ritual —el primero de 365 días, que regía el ciclo agrícola, y el segundo de 260 días— , y los inicios de una forma de escritura, entre otras creaciones. Esta herencia fue de­sa­rro­llada por otras culturas a lo largo del tiempo en diferentes partes del territorio, aunque no de manera homogé­nea ni simultánea, ni con la misma magnitud, profundidad y estética —por ejemplo, en el occidente no se genera una es­critura ni se emplea el cero en las matemáticas— y al­canza su auge en el periodo Clásico, con una fuerte di­vi­sión entre las ciudades y el mundo rural, entre regiones y al interior de cada sociedad, lo cual llevó a conflictos de dominio, rebelión y guerra. Paradójicamen­te, las artes y las ciencias logran un es­plen­dor incomparable.

 
Resultado de estas desigualdades, las zonas ru­ra­les man­tuvieron una tradición oral por sobre la escrita o pictográfica, un calendario más ligado a los asun­tos agrícolas, una organización social menos jerárquica, y un saber en donde la teoría no se separa de la práctica. Es por ello que, al declinar las épocas de auge, las comunida­des de es­tas áreas se vieron menos afectadas en su modo de ­vida y de ver el mundo. Como lo explica López Austin, “so­bre el fuerte núcleo agrícola de la cosmovisión pudieron ela­bo­rarse otras construcciones. Algunas fueron producto del esfuerzo intelectual de los sabios dependientes de las cor­­tes. A la creación inconsciente, acendrada por los siglos, se unió otro tipo creativo muy diferente, el marcada­men­te in­dividualizado, consciente, reflexivo. Sin embargo, los prin­cipios fundamentales, la lógica básica del complejo, siem­pre radicó en la actividad agrícola, y ésta es una de las razones por las que la cosmovisión tradicional es tan vigo­rosa en nuestros días”. En ella, el maíz sigue siendo el nú­cleo, el eje que logra todavía mantener las comunidades indígenas cohesionadas, y de tal fortaleza, que logró im­pri­mir a la nación este rasgo, por ello todavía nos po­demos considerar los hombres de maíz.
 
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Referencias bibliográficas:
 
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El potencial de las variedades nativas y mejoradas de maíz
 
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 Alejandro Espinosa y colaboradores
   
               
               
México vive una falta de grano de maíz, que lo obliga a
im­portar siete millones de toneladas cada año. Su origen se ha­lla en la inadecuada estrategia agropecuaria que han se­gui­do los responsables gubernamentales, al considerar que convenía importar grano en lugar de producirlo bajo el argumento de que el precio internacional en términos re­lativos era menor al que se pagaba por tonelada aquí —por cada tonelada se ahorraban aproximadamente 20 dólares. Nunca se consideró que producirlo en el país tenía las ven­tajas invaluables de la derrama económica que genera la ocu­pación, el impacto social, ni la conservación de nuestra identidad ni aun la soberanía alimentaria.

La capacidad instalada para producir maíz en México no fue estimulada correctamente, desde 1994 no se otorgó apoyo a la producción y productividad de maíz, por lo que se ha erosionado la infraestructura y los elementos con que cuenta el país para incrementar la producción de este cultivo. El último golpe fue atestado por la entrada en vi­gor del tlc, por las desventajas comparativas de los agri­cul­tores mexicanos con respecto a los subsidios que se otor­ga a los productores de maíz en Estados Unidos, y la des­es­ti­mu­lación de su producción con el argumento de que so­braban miles de productores de maíz en el campo y debían de­dicarse a otros cultivos.

Asimismo, la investigación agronómica no recibió apo­yo, ni tampoco el acceso a fertilizantes, agroquímicos, in­sec­ticidas, herbicidas a precios justos, asesoría técnica, así como a tecnología desarrollada en México, que podría coad­yu­var a una mayor producción de maíz en el país, como es el caso de las semillas mejoradas creadas en instituciones na­cionales de investigación.
Una variedad mejorada se define como el conjunto de plantas con cierto nivel de uniformidad, producto de la apli­cación de alguna técnica de mejoramiento genético, con ca­racterísticas bien definidas y que reúne la condición de ser diferente a otros, y estable en sus características esen­­cia­les; generalmente tiene mayor rendimiento que las va­rie­da­des que le antecedieron, así como con­di­cio­nes favorables de calidad, precocidad, resistencia a plagas y en­­fermedades, y un potencial de uso para las regiones para las que se recomienda. Todas estas características la ha­cen de­­seable.
 
La semilla de variedades mejoradas, para una óptima ex­pre­sión de su potencial de rendimiento, requiere la apli­cación de los resultados de la investigación de otros com­­po­nen­tes tecnológicos tales como densidad de población, fertili­zación, fechas de siembra, labores de cultivo, apli­­ca­ción de herbicidas, así como otras recomendaciones para el co­rrec­to manejo del cultivo; sin embargo, una aspiración legítima de los investigadores genetistas es la de formar variedades que, con la simple sustitución de la semilla que le antecede, incrementa el rendimiento, la calidad o la carac­terística favorable de interés antropocéntrico que se busca obtener.
 
La obtención de una nueva variedad implica de 12 a 15 años de trabajo de investigadores de dife­ren­tes disciplinas (genetistas, fitopatólogos, entomólogos, fisiólogos, espe­cia­listas en semillas, etcétera), y existen casos don­de este pe­riodo se prolonga por mucho más tiempo y difícilmente se logra la liberación de materiales.
 
En México, desde 1942, el Instituto Nacional de Investi­gaciones Agrícolas (INIA), así como el Instituto de Investiga­ciones Agrícolas (IIA) y la Oficina de Estudios Especiales (OEE) —organismos antecesores del inifap— desarrollaron variedades mejoradas de diferentes cultivos, las cuales re­pre­sentaron para los agricultores mexicanos opciones de mayores ingresos, menor costo y tolerancia a enfermedades y factores limitantes de la producción. Las variedades mejoradas se inscriben ante el Catálogo Nacional de Varie­dades Vegetales (CNVV), que depende del Servicio Nacional de Inspección y Certificación de Semillas (SNICS); al es­tar las variedades registradas en el CNVV se incorporan en­ton­ces al proceso para obtener la calificación le­gal y contar con la certificación de la semilla. Cada nueva varie­dad debe ser evaluada por lo menos durante tres años y en caso de lograr rendimientos satisfactorios similares o su­­pe­riores a las variedades testigo comerciales, puede ser in­­corporada al Boletín de Variedades Recomendadas (BVR), pu­blicado por la sagarpa.
 
El inifap y sus antecesores desarrollaron, de 1942 a la fecha, 1 097 variedades de diferentes cultivos, debida­men­te inscritas, de las cuales 246 son variedades e híbridos de maíz. Ciertamente, las variedades mejoradas desarrolladas en algunos casos no han sido suficientes y debe reconocerse que en general la investigación, desde sus inicios, ha privilegiado la agricultura de mayor potencial productivo, por lo que tiene una deuda con la agricultura y los agri­cul­tores tradicionales y de subsistencia.

Un número importante de variedades de diferentes cultivos, principalmente de maíz y frijol, han sido de­sa­rro­lladas por instituciones como la uach, udg, uanl, unam, ­uaaan, pero sin ser inscritas ante le cnvv. Finalmente es­tán todas las variedades nativas o criollas, principalmente ­para autoabasto, que se siembra en 75% de la superficie na­cio­nal de cultivo de maíz, con las cuales evidentemente se con­tinuará sembrando de esa manera, con base en la se­lec­ción y mejoramiento tradicional.


Variedades mejoradas disponibles


Las variedades mejoradas disponibles tienen el potencial para lograr el in­cre­men­to en la producción de maíz que necesita México. En el inifap se ha rea­lizado mejoramiento genético a partir de 10 de las más de 50 razas na­tivas de maíz, desde hace décadas. Con ellas se ha podido cubrir las dis­­tin­tas provincias agronómicas. Hay maí­ces me­jorados para los quince grandes macroambientes, que con­sideran grandes regiones agroclimáticas del país (Tró­pi­co, Bajío, Al­­tiplano, Transición, Meseta semiárida del nor­te y Subtrópico semiárido, así como el uso de riego, hu­me­dad resi­dual o bien precipitación pluvial) y las cuatro pro­vincias agro­nó­micas de la tierra de la­bor (riego, muy bue­na, buena y me­diana productivi­dad) de cada una de ellas. Para es­tas 24 con­diciones agro­cli­máticas se han sucedido varias ge­nera­ciones de ma­te­ria­les genéticos cada vez más adap­ta­dos a sus condi­ciones agro­cli­máticas, con mayor resisten­cia a en­fermedades y con ma­yor potencial de rendimiento y uniformidad feno­tí­pi­ca. En total, desde la Ley de Semillas pro­mulgada en 1991, el inifap ha liberado 168 varieda­des me­jo­ra­das de maíz, de las cuales 84 son hí­bridos y 84 va­rie­da­des de polini­za­ción libre. Los híbridos han sido de­sa­rro­lla­dos para las pro­vincias agronómicas de mayor cali­dad, mientras que las va­riedades de polinización libre se aprove­chan en las pro­vin­cias agronómicas de me­nor cali­dad. El sis­tema uni­versitario pú­blico también ha de­sa­rro­lla­do y liberado maí­ces mejo­ra­dos, si bien sus con­tri­bu­cio­nes han sido puntuales.

Así, por ejemplo, en la superficie que constituye la suma de todos los macro ambientes de mediana productividad (estimada en 3.116 millones de hectáreas), el tipo de va­rie­dades más adecuadas son las variedades sintéticas de po­li­nización libre y las variedades e híbridos no convenciona­les como la V-229 (Comiteca), V-231 A (Teopisca), con adap­­ta­­ción a la Meseta Comiteca, V-233 (Bolita Sequía), reco­men­da­da para la Mixteca Oaxaqueña, V-235 y V-236, espe­cí­ficas para la Montaña de Guerrero, V-237, desarrollada para la Meseta Purepecha, así como hasta 18 variedades desa­rro­lladas in situ para Oaxaca con la participación ac­ti­va de los agricultores, cuya ventaja es el valorar los tipos espe­cia­les de maíz que se pueden promover con base en el uso di­fe­ren­cia­do o los precios atractivos para quienes los cultivan. En otras regiones destacan maíces como H-516 en el Trópico seco, H-50, H-48 y H-40 en los Valles altos, y H-513 y VS-536 en el Trópico húmedo.
 
Considerando en forma integral las provincias, sola­men­te con el uso de la tecnología del inifap, Antonio Turrent ha demostrado que se podrían producir millones de toneladas de maíz adicionales para lograr la suficiencia ali­men­ta­ria, lo que incluye el planteamiento de “Granos del sur”, que aportaría volúmenes importantes de grano de maíz, aprovechando la humedad y agua disponible en el ci­clo otoño-invierno, que generalmente se aprovecha muy poco. Para ello deben utilizarse los nuevos y poten­cial­­men­te mejores híbridos y variedades de maíz.

Sin embargo, debido a la gran diversidad de condiciones que existen en México en el manejo agronómico de maíz, se requiere cientos de variedades mejoradas, ya que se es­tima que podría usarse una variedad por cada cinco mil hec­táreas como máximo, lo que significa que se necesitarían 1 000 variedades para cubrir cinco millones de hectá­reas, la superficie en México, con semilla adecuada. Dichas va­riedades deberán contar con las características de desea­bi­lidad que propicien su uso reiterado, por lo que tiene que ser semilla certificada, aun para provincias agronómicas de mediana productividad, para lo cual se deben emplear to­dos los elementos tecnológicos disponibles.

La semilla es el insumo más importante para elevar la producción de cualquier cultivo (eso ha motivado nuestro trabajo, en 22 años hemos desarrollado nueve híbridos y cin­co variedades con ventajas sobre otros maíces comer­cia­les). Los híbridos de grano blanco rinden hasta 11.5 tonela­das por hectárea, cuando se cuenta con un riego de auxilio, pero en condiciones de buen temporal en los Valles altos rin­den entre 7 y 9 toneladas por hectárea. Las variedades ama­rillas rinden de 7 a 9 toneladas por hectárea en siembras de temporal muy retrasado, donde otras variedades de grano amarillo sólo rinden 2 toneladas por hectárea; pero no sólo eso, no hay variedades amarillas mejoradas co­mer­ciales en los Valles altos.
 
Actualmente proseguimos nuestra investigación en maíz en la fesc-unam para desarrollar mejores variedades de maíz, altamente rendidoras, tolerantes a enfermedades, de ciclo corto, que respondan a la expectativa de los agricul­tores. El problema es que no ha habido interés del gobierno en aprovechar estos desarrollos ni los de otras instituciones públicas, y la difusión y comercialización constituyen un gran obstáculo. Aun cuando existe interés por usar nues­tras variedades por parte de los agricultores, también por empresas de semillas como impulsagro en el estado de Mé­xi­co y otras empresas en Tlaxcala y Guanajuato, resulta di­­fí­cil llegar a zonas distantes de Michoacán, Jalisco y otros estados, en donde hay productores interesados.
 
Es por ello que uno de los efectos determinantes de la falta de un organismo público de distribución es que el po­sicionamiento de las variedades de inifap es limitado, con menor presencia en las principales zonas pro­ductoras de maíz. En caso de no crearse canales de difusión adecuados, el inifap deberá replantear en un futuro su actividad en el mejoramiento genético, ya que sus variedades en proceso de liberación y las liberadas los últimos años tendrán poca justificación. Una alternativa fun­damental para revertir el bajo uso de semilla mejorada de instituciones nacionales podría ser el esquema de mi­cro­empresas, así como la participación de organizaciones de productores.
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La distribución de semillas

En 1961 se creó la empresa pública Productora Nacional de Semillas (pronase) y se expidió la Ley sobre Producción, Cer­tificación y Comercio de Semillas lo cual dio origen al Sistema Nacional de Producción, Certificación y Comercio de Semillas, donde se señala que el Servicio Nacional de Ins­pección y Certificación de Semillas (snics) tenía la res­ponsabilidad de dar seguimiento a la certificación y aspec­tos relacionados con el comercio de semillas; dicha ley fue modificada en julio de 1991, con su respectivo reglamento en 1993. La nueva ley permitió mayor agilidad en el re­gis­tro y autorización de variedades, menores exigencias para la producción y comercialización; pero la pronase dejó de ser la receptora casi exclusiva de las variedades mejoradas desarrolladas por el inifap, con lo cual se inició un proceso paulatino de participación de otras empresas me­dia­nas en la producción y comercio de materiales del instituto, oca­sio­nan­do que la pronase tuviera cada vez menos impacto, ya que tenía otros competido­res ofreciendo las mismas va­rie­da­des, una situación desventajosa para el inifap.

Esta situación quedó establecida en la Ley de Variedades Vegetales emitida en 1996, cuyo reglamento apareció en 1998, donde se de­ta­llan las condiciones y elementos para la protección de los De­rechos de los Obtentores de variedades, lo cual es pa­rale­lo y se consolida con el ingreso de México, en noviembre de 1997, a la Unión para la Protección de Obtenciones Ve­getales. Finalmente, en la administración de Fox se redu­je­ron casi completamente sus actividades, llevando a su ­cierre virtual en 2002, con una operación muy baja por el cierre de la mayoría de sus plantas y delegaciones.
 
La distorsión y los efectos que tuvo la disolución de la Productora Nacional de Semillas (pronase) se reflejan en el hecho que el flujo de variedades mejoradas de origen pú­blico hacia los productores mexicanosde alimentos fue interrumpido.
     
 
Las compañías privadas de semillas con tec­nología y capital transnacional, si bien han cubierto con éxito los nichos del campo mexicano que ofrecen mayor rentabilidad para sus actividades de producción y comercialización de semillas certificadas, concentrándose en el sector definido por híbridos de maíz y de sorgo en regiones de riego y buen temporal, con productores de tipo empre­sa­rial, han dejado fuera del servicio de semillas certificadas a los productores que utilizan variedades de polinización li­­bre, principalmente de regiones menos prósperas, algunas incluso apartadas, que no resultan interesantes para las grandes empresas privadas porque el nivel de comerciali­zación de semilla no es atractivo. Es en estas zonas donde el cierre de la pronase tuvo mayor impacto pues su acti­vi­­dad, la difusión de semilla a precios accesibles, era de im­portancia social.


Finalmente, la estrategia de libre mercado tampoco fue un logro, ya que más de 90% de la venta de semilla de maíz corresponde a las grandes empresas privadas y el precio al que se comercializa la semilla alcanza niveles muy elevados (4.5 a 7 dólares por kilo, o bien 1 500 pesos por saco de 60 000 semillas). El precio de semilla al cual se comercia­li­za la semilla en México es único en el mundo; por ejemplo, en Iowa, 1 000 semillas de híbridos de cruza simple se co­mercializan a 1.34 dólares, en cambio en Sinaloa 1 000 se­millas de híbridos trilineales se venden a 2.00 dó­la­res; dado que estas semillas son más baratas com­pa­ra­ti­va­men­te, en forma globalizada se estima por tanto que 1 000 se­millas de híbridos trilineales deberían comercializarse a 0.67 y no a 2.00 dólares.

¿Qué soluciones puede haber?

Es urgente que se revise en forma seria lo que ocurre. Pri­­mero, para resolver el problema es preciso que se reco­noz­ca que la estrategia hasta ahora no ha sido correcta. La Se­cretaría de Agricultura y la Secretaría de Economía tienen la opor­tunidad de encauzar una estrategia adecuada.

 
Se requiere un análisis detallado de los factores que in­­fluyen en la crisis y hacia dónde camina México si se con­tinúa con el afán de defender la misma política agro­pe­cua­ria con respecto del maíz, que el tiempo ha mostrado que ha sido incorrecta, agudizándose en el sexenio que terminó, con im­portaciones alarmantes de seis mi­llo­nes de to­ne­ladas anua­les de grano de maíz. En nada ayu­da continuar señalando que no hay pro­ble­ma y que Mé­xico es autosuficiente en la producción de maíz blanco que se destina al consumo humano, que lo que se importa es para otros usos. Ya que en términos rea­les se importan grandes volúmenes, con la agravante de que ahora es difícil y sumamente caro adquirir grano en el concierto internacional.
 
México tiene las tierras, las condiciones y la tecnología que se requiere para lograr la suficiencia y soberanía alimentaria; quienes están en la posibilidad histórica de orien­tar correctamente la política en materia de maíz en Mé­xico deberían acercarse a nuestros investigadores.
El problema de abasto de maíz debe tomarse seria­men­te, es urgente que México oriente correctamente su es­tra­te­­gia; fallaron las predicciones de que continuaría siendo económicamente mejor importar grano de maíz que pro­du­cirlo en México.

Las fuerzas del mercado y los precios internacionales de este grano indican que México depende del exterior para su alimentación, aun cuando se afirme que somos auto­su­ficientes.

Debe aprovecharse la tecnología disponible en las uni­versidades y en el inifap; las variedades que han sido desarrolladas, así como toda la tecnología son suficientes para llegar a producir los millones de toneladas de maíz que se requieren en México. Las semillas de maíz transgénico no son necesarias para ello y en cambio los riesgos son muy grandes.
     
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como citar este artículo
Espinosa, Alejandro y et. al. (2009). El potencial de las variedades nativas y mejoradas de maíz. Ciencias 92, octubre-marzo, 118-125. [En línea]
     
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