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Melancolía y ciencia en el siglo de oro  
Roger Bartra
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Cuando los médicos se introducían en los aposentos del alma para escudriñar el funcionamiento del cerebro y los secretos de las enfermedades mentales, los teólogos se inquietaban y vigilaban con severidad los movimientos de los intrusos. También eran sospechosos aquellos que pretendían, en sus arranques místicos, abandonar la morada del alma, como Juan de la Cruz, que escapaba durante la noche oscura estando ya su casa sosegada. Los médicos, al contrario, solían entrar a la casa en plena zozobra anímica. El doctor Huarte de San Juan, con su Examen de ingenios para las ciencias de 1575, fue uno de esos médicos que se metió en la casa del alma en su afán por descubrir las causas materiales del comportamiento espiritual de los hombres. Su extraordinario libro no pasó inadvertido por la Inquisición, que obligó a Huarte a expurgar considerablemente el texto de la edición de 1594. La teología, sin embargo, se benefició enormemente de las aportaciones paganas que explicaban el funcionamiento del cuerpo: la medicina hipocrático-galénica estableció una explicación —un paradigma, diría T. S. Kuhn— que permaneció esencialmente inmutable durante más de dos milenios en muy diversos espacios culturales y religiosos. Ello no quiere decir que no hubiese importantes discusiones y discrepancias entre los médicos, los teólogos y los interesados en la filosofía natural. No obstante, la teoría hipocrática proporcionó una resistente red de significados e interpretaciones, con un corpus bien establecido por Galeno, que permitió la comunicación entre médicos griegos, latinos, persas, germanos, italianos, franceses, españoles e ingleses, independientemente de las enormes distancias temporales, religiosas y culturales que los separaban. Ese corpus científico, en cierta forma, operó como un sofisticado aparato de traducción que permitía la comunicación entre médicos y otros pensadores, como astrónomos o teólogos, e incluso entre cirujanos y boticarios y sus enfermos, que reconocían en las prácticas médicas una correspondencia lógica con las experiencias cotidianas.
 
La melancolía, dentro del humoralismo, es el mejor ejemplo del extraordinario poder metafórico del maravilloso sistema mediador hipocrático-galénico. Y este poder metafórico se expandió extraordinariamente durante el siglo xvi, como se puede comprobar en el Examen de ingenios para las ciencias de Huarte, un libro que si bien abandona algunos puntos de la ortodoxia galénica, elabora una aplicación extensa del humoralismo a las costumbres, las vocaciones, los oficios y la educación. Sin embargo, la coherencia del corpus galénico era vigilada con celo, pues de ella dependía su eficacia mediadora. Por ello, Andrés Velásquez, en su Libro de la melancolía de 1585, critica a Huarte abiertamente. Me parece interesante observar las recriminaciones de Velásquez, no sólo para iniciar a los lectores en una típica y barroca discusión de médicos en el Siglo de Oro, sino sobre todo para detectar algunos aspectos que hicieron del humoralismo un sistema mediador tan duradero e influyente.
 
La crítica de Velásquez a Huarte se centra en cuatro problemas: el funcionamiento fisiológico del cerebro, los instintos naturales, las causas de la risa y las capacidades extraordinarias de los melancólicos. Veamos brevemente cada aspecto.
 
Huarte sostiene que el cuarto ventrículo cerebral —situado en la parte posterior de la cabeza— tiene como función “cocer y alterar los espíritus vitales y convertirlos en animales”.1 En cambio, Velásquez cree que en este ventrículo, el más pequeño, hay poco cocimiento de materia espirituosa, pero es el más importante porque en él hay una mayor concentración de nervios que lo conectan con todo el cuerpo.2 En otra parte Velásquez le reprocha a Huarte que asigne instrumentos cerebrales precisos a las facultades imaginativa, racional y memorativa, crítica que no tiene fundamento, pues en el Examen de ingenios expresamente se rechaza la antigua idea según la cual la imaginación, el entendimiento y la memoria tienen como aposentos, respectivamente, el par de ventrículos frontales, el ventrículo central y el ventrículo posterior: “en cada ventrículo están todas tres potencias, pues de sola la lesión de uno se debilitan todos tres”. En este punto, Huarte y Velásquez se apegan al texto galénico. Se ha creído equivocadamente que Galeno asignó funciones específicas a cada ventrículo cerebral. Ésta es en realidad una tradición medieval que se remonta a Nemesio, obispo de Emesa, que estableció que la phantasia —sensaciones e imaginación— se hallaba en los dos ventrículos frontales del encéfalo, la razón se aposentaba en el ventrículo central y la memoria en el ventrículo posterior.3 San Agustín, por su lado, ubicó las sensaciones, la memoria y los movimientos, respectivamente, en los ventrículos anteriores, central y posterior: así la sensación no provocaba directa y necesariamente el movimiento, sino que lo hacía por mediación de la memoria (y del olvido). Esta discusión nos recuerda los problemas que hoy se investigan acerca de la localización espacial de las funciones mentales o emocionales y acerca de la plasticidad cerebral.
 
Me interesa destacar aquí la antigua imagen de las funciones mentales como sustancias que se cuecen en el interior de cavidades sometidas a calores internos. Al leer a Velásquez nos podemos imaginar a los ventrículos como marmitas en la cocina cerebral, donde se cocinan los espíritus gracias al calor natural que emana del corazón. Estos espíritus son, si no el alma misma, sí sus instrumentos, y operan en el cerebro, que es definido como el miembro más importante de todos los que componen el cuerpo. El cerebro que describe Velásquez es un órgano que palpita en un leve movimiento de dilatación y compresión, lleno de líquidos anímicos (los espíritus animales) en constante fluir de un ventrículo a otro, donde cocer y razonar no son acciones contrapuestas, ya que hay “un cocimiento espirituoso” muy suave, sobre todo en los ventrículos frontales, pues el medio y el postrero sirven más para “raciocinar y filosofar”. Otros médicos, además de las imágenes culinarias, se referían a procesos de fermentación y putrefacción. Sabemos que los procesos cerebrales, en la mentalidad de un hombre del Siglo de Oro, se relacionaban con los misterios del macrocosmos; pero también se conectaban con su vida cotidiana, en la que podían reconocerse actividades similares a las cocciones, flujos, impresiones y reflejos que ocurrían dentro de la cabeza.
 
En el cerebro no sólo hay una actividad culinaria: su materia húmeda y blanda recibe y guarda las impresiones que provienen de los sentidos exteriores. Aquí surge un problema: los nervios no son conductos huecos que permitan la circulación de los líquidos espirituosos que se cuecen en los ventrículos; en realidad, explica Velásquez interpretando a Galeno, los impulsos anímicos (virtudes animales) se comunican por “ilustración” o “irradiación”, es decir, mediante procesos de transmisión óptica o lumínica. Hay que destacar que la postura de Velásquez, al sostener que los nervios no son huecos y que, en consecuencia, por ellos no fluyen sustancias espirituosas, es muy avanzada; además de buscar apoyo en Galeno, Velásquez se basó en su propia experiencia y en las muchas anatomías que había visto, especialmente de los nervios ópticos.4 Recordemos que todavía en el siglo xviii médicos como Thomas Willis hablaban de “licores nerviosos”, aunque por influencia de Newton se comenzó a pensar que el fluido nervioso es etéreo, y transmite impulsos mediante mecanismos de naturaleza oscilatoria, vibratoria o eléctrica. Sin embargo, el gran médico inglés Richard Mead (1673-1754) todavía dudaba si los nervios eran sólidos o huecos.5
 
La discusión de Velásquez sobre las causas de la risa es muy graciosa, por la manera tan doctoral y solemne de abordar un problema cuya compleja dinámica psicofisiológica aún hoy carece de una explicación completa. Su argumento principal es que la risa no sólo es producida por las funciones anímicas cerebrales (especialmente la imaginación, como dice Huarte). Es necesario que intervenga, además de la anímica, una fuerza vital, pues la función imaginativa carece propiamente del poder para mover músculos. Así pues, la risa es movida por una combinación de la admiración con el gozo: la primera es una pasión característica del cerebro, del que fluye la facultad anímica, y el segundo es una pasión propia del corazón, del que emana la fuerza vital que mueve los músculos del pecho y hace vibrar el septo transverso. La imaginativa, al sorprenderse, estimula el contento o regocijo del corazón. Se trata, en suma, de la interrelación de pensamiento y emoción. Velásquez señala que Huarte se equivoca al decir que la melancolía natural hace a los hombres risueños; el humor negro no produce ese efecto, aunque reconoce que si un melancólico se vuelve fatuo, se admirará con facilidad y se reirá. De cualquier forma, para Velásquez la risa está asociada principalmente al humor sanguíneo. Las cosquillas son una prueba adicional de que la risa requiere, además de las funciones intelectuales, una fuerza vital que emana del corazón: al tocar ciertas partes del cuerpo se produce un deleite que llega al corazón, sobre todo si hay cierta sorpresa. Huarte, en cambio, considera que tiene relación exclusivamente con las funciones imaginativas del cerebro (sobre todo con la falta de imaginación) y con el humor sanguíneo. La disputa sobre la risa permite hacerse una idea de la dificultad que tenían los médicos para entender la relación entre las que Velásquez denomina la “virtud vital” y la “virtud animal”, es decir, entre las fuerzas emotivas naturales sostenidas por la alimentación (por medio del estómago, los intestinos, el hígado, el bazo y el corazón) y las fuerzas mentales que dan aliento al pensamiento y que se aposentan en los ventrículos cerebrales. El origen de la discusión se halla en la relación entre el pneuma psíquico o animal (asociado al cerebro) y el pneuma vital (ligado al corazón), espíritus que en el sistema galénico explicaban el pensamiento, las sensaciones, los impulsos y los movimientos. Se trata, como podemos ver, del espinoso problema de los vínculos entre el cuerpo y la mente. Esta discusión nos asombra por lo que podríamos llamar su modernidad, lo que en realidad es una medida de nuestro atraso.6
 
Es muy notable que Velásquez haya dedicado un capítulo completo de su Libro de la melancolía al tema de la risa, pues generalmente los médicos se ocupaban preferentemente de otras situaciones afectivas —como el amor, la ira y el miedo—, a las que daban mayor importancia debido a la gravedad potencial de sus consecuencias. Sin embargo, desde Aristóteles, la risa ha sido motivo de preocupación y de reflexión. Recordemos que Descartes, en su tratado de 1649, Les passions de l’âme, dedicó una parte importante a la risa y señaló su relación con la fluidez y sutileza de la sangre (pues la sangre gruesa y espesa es causa de tristeza). En este pequeño libro Descartes aborda como médico los problemas de la ética, a partir de sus reflexiones sobre la interacción del alma y el cuerpo, una relación que se articula en la glándula pineal ubicada en la base del cerebro. Quiero recalcar que el examen médico de la risa también hacía referencia a preocupaciones y curiosidades cotidianas que intrigaban a muchas personas, y establecía un vínculo comprensible entre la misteriosa actividad ventricular del cerebro y las manifestaciones abiertas del jolgorio y la alegría.
 
Hay que decir que Velásquez reconocía la importancia de la imaginación. En otro aspecto de su discusión con Huarte expone un ejemplo de la fuerza imaginativa en el comportamiento aparentemente instintivo y natural de un miembro del cuerpo. Ya me he referido en El siglo de oro de la melancolía a este tema, de manera que aquí haré solamente una referencia sintética. Velásquez observa que Huarte no hace justicia a Galeno en su exposición de los instintos naturales, pero se permite a su vez criticar rudamente al antiguo médico griego, quien había concluido que el comportamiento del pene era similar a las habilidades naturales de los cabritos recién nacidos, que sin haberlo aprendido son atraídos por ciertas hierbas; el pene tendría una erección, como el galgo que persigue por instinto su presa. Velásquez sostiene, en contraste, que es el poder de la imaginación el que guía y levanta al órgano sexual masculino. Se trata, por supuesto, de otro ejemplo más de la interacción de la mente y el cuerpo que podía ser comprendido y discutido por cualquier persona a partir de sus experiencias personales en el lecho conyugal y en los escarceos amorosos. Pero aquí, a diferencia de su explicación de la risa, enfatiza la importancia de las actividades mentales en el proceso de excitación sexual.
Por último, el doctor Velásquez aborda el tema más importante: la melancolía. Este aspecto de la discusión también lo he abordado antes; Velásquez se negó a aceptar que los melancólicos poseyesen cualidades extraordinarias7 —como predecir el futuro, conocer lenguas o ciencias sin haberlas aprendido—, y sostiene insistentemente que el humor negro es causa de los más terribles estragos morbosos. Sin embargo, es evidente que la melancolía presentaba un cuadro extraordinario de síntomas y condiciones, que el doctor Velásquez llama preternaturales: estados excepcionales y dislocados, no naturales, pero cuyas causas no son sobrenaturales. Los melancólicos sufren una miserable enfermedad que va mucho más allá de la tristeza y el miedo; creen —y da los ejemplos más citados— que el cielo está por caer sobre sus cabezas, sacuden sus brazos a manera de alas y cantan como si fueran gallos, se vuelven extravagantemente pródigos o avaros, huyen del agua por temor a disolverse como si fueran ladrillos. Los casos son innumerables, todos a cual más horrendo: “Cuántos leemos que se han dado desastradas muertes. Unos colgándose, otros despeñándose, y otros abrasándose en fuegos, y así han acabado miserablemente sus vidas; ¿qué cosa hay de tanto espanto, ni tan digna de llorar, como es ver las potencias todas en un hombre afligido de esta enfermedad tan estragadas, arruinadas y perdidas? ¡Qué más se puede decir bestia brava que hombre racional, tanta es la fuerza de esta estupenda enfermedad!”
 
En su explicación del morbo melancólico, Velásquez defiende la idea de que sus causas radican principalmente en los humores y no tanto en los temperamentos.8 La distemperie daña de diferentes formas la actividad cerebral: “el frío estropea principalmente la memoria, en tanto que el calor afecta más las funciones imaginativas y raciocinativas.” El frío tiende a disminuir las facultades, mientras el calor contribuye más a su depravación. Los daños por la distemperie producen pérdida parcial o total de memoria, confusión mental, fatuidad y debilitamiento de la razón o la imaginación.9 La relación entre las tres grandes funciones cerebrales —phantasia, ratio y memoria— y ciertas enfermedades es muy confusa e imprecisa en los textos de Galeno, como ha hecho notar Jackie Pigeaud.10 Cabe señalar que, sin que se haya ubicado ningún precedente en la tradición médica, Isidoro de Sevilla estableció una relación precisa entre las funciones cerebrales y tres enfermedades muy conocidas: vinculó la epilepsia con la fantasía, la melancolía con la razón y la manía con la memoria, pero no las ubicó en ningún ventrículo cerebral. Durante la Edad Media y el Renacimiento los médicos fueron describiendo diversas relaciones entre las partes del cerebro, las funciones y las enfermedades mentales.
 
Andrés Velásquez explica que si el miedo y la tristeza aparecen durante un tiempo muy prolongado, entonces estamos frente a los síntomas de una melancolía, cuya causa no es la distemperie, sino “el color tenebroso y negro del humor atrabilioso”. Este énfasis en el color oscuro fue, sin duda, un poderoso símbolo que permitía traducir el lenguaje especializado del médico a expresiones cotidianas; era importante, además, porque según Velásquez era precisamente el carácter opaco del humor negro lo que impedía el buen funcionamiento de la comunicación nerviosa y cerebral, que se basaba en la transmisión lumínica de los espíritus animales y vitales. Más que el carácter grueso, compacto o espeso de los humores quemados, lo que impide que reflejen adecuadamente la actividad espirituosa es su opacidad; como la niebla, que es tenue en contraste con el cristal que deja pasar la luz a pesar de su dureza. La lucidez mental era una expresión de la adecuada transparencia de los canales de comunicación nerviosa.
 
El doctor Velásquez conocía perfectamente la teoría aristotélica respecto de la relación entre ingenio y melancolía, consignada en el Problema xxx, 1, e incluso la trae como ejemplo en su discusión sobre la influencia de los temperamentos en la enfermedad. Agrega que Galeno encontró que las causas de la prudencia debían atribuirse a la sequedad, uno de los temperamentos propios de los melancólicos; cita a Galeno en esa curiosa afirmación de que las estrellas resplandecientes son prudentes debido a su sequedad: el hecho de que los viejos, que son secos, lleguen a desvariar en su senectud no se debe a la falta de humedad sino al exceso de frío en su naturaleza. Lo que más le interesa a Velásquez es subrayar el hecho de que las elevadas habilidades de algunos hombres tienen por causa principal la buena calidad de los cuatro temperamentos, y cita en su apoyo a Marsilio Ficino, a François Valleriola y a Jason Pratensis. Es probable que Juan Huarte haya conocido el libro de Velásquez, y es posible que en las enmiendas de la edición expurgada de 1594 haya añadido alguna alusión a las críticas del médico andaluz. Por ejemplo, en un largo añadido Huarte se refiere al problema de la sequedad de los viejos y las estrellas: “Algunos filósofos naturales quisieron sentir que la incorruptibilidad de los cielos, y aquello diáfano y transparente que tienen, y el gran resplandor de las estrellas, nacía de la suma sequedad que había en su composición. Los viejos, por esta mesma razón, discurren tan bien y duermen tan mal: por la mucha sequedad de su celebro todo lo tienen diáfano y transparente, y los fantasmas y figuras relumbrando como estrellas; y, porque la sequedad endurece la sustancia del celebro, toman tan mal de memoria”.
 
Podría pensarse que aquí Huarte contesta a Velásquez sin mencionarlo, para enfatizar el lado positivo de la sequedad y, por extensión, de la melancolía. Reafirma, además, la antigua idea de que hay una estrecha relación entre el micromundo de los temperamentos cerebrales y el macromundo estelar y celestial.
 
Me he detenido a exponer la crítica de Andrés Velásquez a Juan Huarte con el objeto de usar un ejemplo concreto en la interpretación de un problema propio de lo que se ha llamado “historia de las mentalidades”. Me ha parecido estimulante, además, introducirme en el extraño círculo formado por la mentalidad barroca discutiendo sobre la mente humana. Por supuesto, como ha dicho G. Jahoda, las colectividades no piensan, sólo los individuos lo hacen.11 Un aparato mediador —como el sistema humoral— tampoco piensa aunque es inteligente: pero hace pensar a los individuos de acuerdo con lineamientos predeterminados. En este sentido, un sistema mediador o traductor nos puede dar claves para comprender la mentalidad de una época. Y además, lo que es muy importante, nos ayuda a entender los procesos mediante los cuales las mentalidades —o fragmentos de ellas— continúan funcionando con eficiencia a lo largo de diferentes épocas.
 
La discusión Velásquez-Huarte sobre la melancolía muestra antes que nada la presencia de un sistema autorreferencial casi totalmente cerrado. La prueba suprema de la argumentación se buscaba en los textos galénicos y casi nunca en la experiencia médica directa. Un importante médico de la época, Alfonso de Santa Cruz, lo expresó claramente: se refirió a Galeno como “casi divino cultivador de nuestro arte”.12 En el pequeño libro de Velásquez sobre la melancolía Galeno es nombrado, en promedio, una vez por cada página, en más de ciento setenta ocasiones. La típica obsesión barroca que trata de entender los orígenes de la prudencia y del ingenio es introducida por los médicos al aplastante aparato galénico de interpretación de las funciones mentales, que es, en cierta forma, la imagen de una sociedad plagada de toda clase de males, locuras y enfermedades, como lo era la española del Siglo de Oro. En el interior de este aparato galénico reina la dama Melancolía con una fuerza sin igual: ella no sólo proyecta una tétrica sombra sobre la humanidad, sino que además se convierte en una esperanza, peligrosa pero atractiva, para alcanzar la prudencia y el ingenio. El doctor Velásquez, sensato y pedestre, desconfía de la melancolía, mientras que el inquieto Huarte siente la atracción de buscar una luz en la lúgubre oscuridad del humor negro.
 
La teoría humoral ofrece un maravilloso paisaje coherente y repleto de atractivas imágenes y metáforas. El sistema mental y cerebral en el que se aposentan los vapores de la melancolía funciona como una combinatoria de procesos mecánicos, reflejos ópticos, transmisiones neumáticas y cocciones químicas. Las imágenes y las sensaciones mueven fuerzas en la máquina mental e imprimen marcas en la sustancia cerebral similares a las que realiza un alfarero. Además de las impresiones, los mensajes cerebrales se difunden por ilustración y la luz de las ideas se expande o se bloquea en series entreveradas de transparencias y opacidades, de velos vaporosos y nervosidades cristalinas, de oscuras cenizas y destellos celestiales. El cerebro es también un aparato neumático de vejigas interconectadas, de sensuales transmisiones de fluidos vaporosos impulsados por las lentas y casi imperceptibles pulsaciones de los senecillos o ventrículos. Y, además, la casa del alma es como una serie de estancias articuladas en torno de la cocina: allí ocurren hervores y fermentaciones de sustancias húmedas y tibias. Con frecuencia la humareda se extiende por toda la casa y se queman los fluidos; quedan después secas y duras cenizas sedimentadas, muros ahumados por la combustión de humores y soplos espirituales oscurecidos y desvirtuados. El complejo universo cerebral era, no obstante, comprensible e íntimo: trágicamente cercano a las inquietudes cotidianas, pero también estaba conectado a los secretos de la astrología y a los misterios de la teología. No era fácil orientarse en ese laberinto mental y cerebral de temperamentos, fluidos, emanaciones, espíritus, luces e impresiones. La idea de un laberinto interior era importante, pues dejaba un lugar para las opciones: a pesar de la influencia de astros, humores y temperamentos, la máquina cerebral debía ser flexible, ya que el libre albedrío estaba encerrado en la caja craneana y sus movimientos ocasionaban un cierto desorden en la casa del alma.
 
La melancolía fue ciertamente un sistema coherente capaz de dar sentido al sufrimiento y al desorden mental; proporcionó un medio de comunicar los sentimientos de soledad y una manera de expresar la incomunicación. Los médicos renacentistas desarrollaron, a partir del galenismo, un código cerrado para interpretar los signos de la locura y de la melancolía, pero al mismo tiempo que ofrecían una explicación y un tratamiento, proporcionaron también un modelo de comunicación y de comportamiento capaz de subsumir tanto los crecientes sentimientos de soledad como los dogmas católicos del libre albedrío. En suma, el código de la melancolía fue capaz de albergar e impulsar las nuevas expresiones del individualismo moderno que acompañaban el aislamiento personal ante las condiciones aleatorias tantas veces impuestas por el desorden social. La melancolía fue un modelo general y abstracto que explicaba el sufrimiento mental; empero, paradójicamente, abrió paso a las formas personales e individuales de padecimiento. La tristeza y la desolación se sentían en forma individual e íntima, aunque eran transferencias de un sistema global de interpretación que daba sentido al sufrimiento y conectaba el mal tanto con el microcosmos como con el macrocosmos. Así, una manera antigua de insertar al individuo en la sociedad se convirtió en una forma moderna: en esa singularidad irreductible de la experiencia personal.Chivi55
Referencias bibliográficas
 
1. Juan Huarte de San Juan, 1575, Examen de ingenios para las ciencias, edición crítica de Guillermo Serés. Madrid, Cátedra, 1989.
2. Andrés Velásquez, 1585, Libro de la melancolía. Edición del libro publicada en Roger Bartra, 1998, El Siglo de Oro de la melancolía. Textos españoles y novohispanos sobre las enfermedades del alma. México: Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia.
3. Nemesio, De natura hominis, iv, citado por Jackie Pigeaud, “De la mélancolie et de quelques autres maladies dans les Etymologies iv d’Isidore de Seville”, en Textes médicaux latins antiques, ed. G. Sabbah, Saint-Étienne: Publications de l’Université de Saint-Étienne, 1984.
4. Velásquez no sólo sostiene que los nervios son “algo duros y sólidos”, sino que demuestra mediante una prueba experimental que los espíritus no fluyen por ellos: al obstruirse el funcionamiento del cerebro de inmediato se pierde el sentido y el movimiento, cosa que no ocurriría si fuesen fluidos los que se transmitiesen, pues animarían el cuerpo durante un tiempo, hasta que se consumiesen.
5. Véase Stanley W. Jackson, 1986, Melancholia and Depression. From Hipocratic Times to Modern Times. New Haven: Yale University Press. Isaac Newton había publicado en sus Principia (1713) sus ideas al respecto, desarrolladas originalmente en 1675: “animal bodies move at the command of the will, namely, by the vibrations of this spirit, mutually propagated along the solid filaments of the nerves”; citado por Stanley W. Jackson.
6. Una síntesis del problema en la perspectiva actual se encuentra en: Simone Clapier-Valladon, “L’homme et le rire”, en Histoire des moeurs, ed. por Jean Poirier, vol. ii, París, Gallimard, 1991, “La risa —y ello es tal vez el problema mayor— es a la vez emoción y pensamiento. Así pues, plantea desde el punto de vista filosófico y psicológico el problema de las interacciones de la afectividad y la inteligencia y, desde el punto de vista fisiológico, el problema de las relaciones entre el paleocéfalo —las partes del cerebro filogenéticamente más antiguas, que rigen las emociones— y el neocéfalo —el cerebro de las manifestaciones intelectuales”.
7. No sólo Huarte sostenía esta idea, que al parecer estaba muy extendida. Por ejemplo, Alfonso de Santa Cruz, médico de Felipe ii y catedrático en Valladolid, estaba convencido de que los melancólicos podían hablar latín sin haberlo aprendido antes, como dice en un libro que escribió en la misma época en que Velásquez publicó el suyo (Dignotio et cura afectuum melancholicorum, diálogo i, que fue publicado en Madrid por Tomás de Junta en 1622).
8. Según la tradición galénica los temperamentos eran cuatro: calor, frío, humedad y sequedad, pero aquí Velásquez hace referencia solamente a los dos primeros.
9. El doctor Francisco Vallés distinguía entre las lesiones en los sentidos internos y los síntomas de la demencia; fatuitas, amentia y oblivio son clasificadas como “sensum internorum laesiones qui non sunt insanie”; en otro rubro diferente son clasificadas como “dementia, aut insania, vel delirium” las siguientes enfermedades: phrenitis, lethargus, melancholia, mania y paraphrenitis. Véase Vicente Peset Llorca, 1961, “La psiquiatría de un médico humanista (Francisco Vallés, 1524-1592)” Archivos de neurobiología 23 (núm. 1 y 2), 24 (núm. 1).
10. Jackie Pigeaud, “De la mélancolie et de quelques autres maladies dans les Etymologies iv d’Isidore de Seville”.
11. G. Jahoda, Psychology and Anthropology. A Psychological Perspective, Londres, 1982; citado por G.E.R. Lloyd, Demystifying mentalities, Cambridge: Cambridge University Press, 1990.
12. Alfonso de Santa Cruz, Dignotio et cura afectuum melancholicorum.*
Este ensayo es un fragmento del libro Cultura y melancolía, de próxima publicación.
Roger Bartra
Instituto de Investigaciones Sociales,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo

Bartra, Roger. (1999). Melancolía y ciencia en el siglo de oro. Ciencias 55, julio-diciembre, 4-12. [En línea]
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Los difíciles caminos de la campaña antivariolosa en México  
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Uno de los éxitos más significativos de la medicina del siglo xx ha sido la erradicación de la viruela. Durante siglos, esta enfermedad fue una importante causa de muerte, y quienes sobrevivían a ella quedaban ciegos o con cicatrices en la cara. En México, el último caso se presentó en 1951, si bien en África la enfermedad persistió hasta 1977. Actualmente, el virus de la viruela sólo existe en laboratorios de investigación; en 1978 se produjeron dos casos de infección en Birmingham, Inglaterra, por la dispersión del virus en uno de estos laboratorios.
 
 
 
Es bien conocido que la introducción del virus variológico en lo que hoy es la República Mexicana cambió la situación de indígenas y españoles en la guerra de conquista, pues ocurrió en el momento en que el pueblo mexica había expulsado a los españoles de Tenochtitlan. La falta de inmunidad de los indígenas favoreció el paso acelerado de persona a persona del agente biológico y, con la contribución de otras enfermedades y de la guerra, el posterior despoblamiento del territorio. Desde 1545 y a lo largo de toda la época colonial las epidemias de viruela se mezclaron con otras de sarampión y varicela en todo el país, de tifo en el altiplano, y de fiebre amarilla y paludismo en las costas.
 
 
 
 
En la pasada centuria fueron conocidas cincuenta y un epidemias de viruela. El padecimiento
seguía haciendo estragos a principios del siglo xx.
 
 
 
 
Aunque para curar la viruela se intentaban un sinnúmero de tratamientos, no había un método curativo realmente efectivo; de hecho, no lo hay aún ahora. Sin embargo, existían dos métodos para prevenir el mal: la inoculación o variolación y la vacunación.
 
 
 
 
Desde tiempos remotos, médicos asiáticos y africanos habían observado que quienes se enfermaban de viruela y sobrevivían gozaban de futura inmunidad. Por ello, trataban de prevenir la enfermedad causando un ataque benigno, para lo cual inoculaban el fluido de diversas maneras: en China pulverizaban las costras y las soplaban dentro de la nariz del paciente, y en África hacían una pequeña incisión en la piel de una persona sana, en la cual aplicaban suero de la pústula de un enfermo. Este procedimiento, al que se llamó variolación, se extendió en el siglo xviii por Europa, donde encontró defensores y opositores.
 
 
 
 
Uno de los acontecimientos médicos más importantes de finales del siglo xviii fue el descubrimiento de la vacuna de la viruela por Eduard Jenner (1749-1823). Este médico inglés se enteró de una creencia popular: las personas que habían contraído “la peste de las vacas” (cowpox) no contraían la viruela (smallpox), idea que lo hizo meditar profundamente. Tiempo después, estudió en Londres al lado de William Hunter, quien lo instó a no razonar demasiado: “No piense, experimente”, le dijo.
 
 
 
 
Jenner ejercía el empleo de médico inoculador, y se percató de que en algunas personas la operación siempre se malograba; al investigar se dio cuenta de que todos los “rebeldes” estaban empleados en la ordeña de vacas. Tras dos años de investigación, Jenner descubrió en las vacas un virus que da inmunidad cruzada con el virus humano. En 1796 inyectó con dicho virus a un niño. Al cabo de tres días las punciones se cubrieron con pequeños botones; le inoculó entonces el virus de la viruela y las punciones se extinguieron sin que presentara calentura u otro síntoma de infección. Dos años más tarde hizo público su descubrimiento. A diferencia de los médicos de su tiempo, Jenner creyó en la tradición popular. La comunicación de sus investigaciones a la comunidad médica no encontró eco, pero en 1798 publicó la memoria, hoy clásica, Variolae vaccinae, de la que deriva el término de vacuna, que adquirió luego un sentido genérico.
 
 
 
 
En la Nueva España los primeros intentos de variolación datan de 1779 y fueron realizados por el médico Esteban Enrique Morel con aprobación del virrey y del Protomedicato, sin apoyo de los médicos, pero sí de religiosos y militares. La introducción formal de la vacunación en lo que hoy es México se remonta a 1804. Aquel año, Carlos iv  envió una comisión formada por Francisco Xavier de Balmis, como director, Alejandro Arboloya y Anacleto Rodríguez. Dicha comisión traía niños españoles para implantar la vacuna de brazo a brazo, y aunque hubo una gran resistencia de la población poco a poco la práctica vacunal fue propagándose. Algunos facultativos la aceptaron con tal entusiasmo que llegaron a pensar que podría aplicarse para la curación de parálisis, ceguera, demencia y otras enfermedades crónicas.
 
 
 
 
A fines del siglo xix, en algunos estados, había organismos encargados exclusivamente de la vacunación: la Oficina Conservadora de la Vacuna, en la capital del país; la Oficina Central de Vacuna contra la Viruela, en Chihuahua; la Inspección General de Vacuna, en Hidalgo; las Oficinas de Vacuna, en Puebla; la Oficina Conservadora y Propagadora de la Linfa Vacunal, en Tamaulipas, y la Dirección General de Vacuna, en Yucatán. En otros lugares, la responsable de la vacunación era la burocracia sanitaria: el Consejo de Salubridad en Aguascalientes; la Oficina Inspectora de Salubridad, en la capital de Coahuila; la Junta de Sanidad, en Durango; la Dirección General de Salubridad Pública, en la ciudad de México; y el Consejo de Salubridad, en Nuevo León. A veces, el Estado encargaba la tarea a un responsable: el administrador del ramo de la vacuna en Colima; el director del Hospital Civil, primero, y el inspector sanitario después, en la capital de Tepic, y un empleado especial en Tuxtla Gutiérrez. En otros casos, la correcta conservación y aplicación de la linfa vacunal estaba en manos de las autoridades políticas: los jefes y directores políticos en Jalisco, y los ayuntamientos en Guerrero, Oaxaca, Sinaloa y Querétaro, si bien en este último estado actuaban bajo las instrucciones del Consejo de Salubridad.
 
 
 
 
Hubo casos en que los particulares se hacían cargo de la vacuna, como en Fresnillo, Zacatecas. En varios estados, como Sinaloa, el servicio de vacunación se practicaba sólo en las ciudades. En otros, como Chihuahua y Tamaulipas, la linfa se enviaba a todas las municipalidades.
 
 
En la ciudad de México, durante más de cien años, la conservación de la vacuna estuvo en manos de cinco personas: Miguel Muñoz, que la recibió de Balmis en 1804, y la mantuvo hasta 1842; Luis Muñoz, su hijo, que se encargó de ella desde entonces hasta 1872; Fernando Malanco, que la tuvo de 1872 a 1898; Joaquín Huici, que la conservó de ese año a 1903, y Francisco de P. Bernáldez fue el responsable desde 1903 hasta 1910. Hubo estados en que los conservadores de la vacuna duraron también muchos años en el puesto, como Gustavo López Hermosa, que lo ocupó de 1885 a 1910 en San Luis Potosí, y Luis Ojeda, quien se encargó de impartir la vacuna en Guanajuato de 1895 hasta finales del porfiriato.
 
 
 
 
De 1877 a 1910 en la capital fueron vacunadas 717 289 personas, y en las municipalidades, en el mismo lapso, otras 123 578. En San Luis Potosí se reportó haber vacunado en 25 años a más de setenta mil pobladores, y en Tepic, en menos de veinte años, a cerca de 50 000.
 
La extensión del mal en el porfiriato
 
De acuerdo con Orvañanos, a finales del siglo xix la viruela era endémica en todos los estados; hacía su aparición generalmente en invierno, podía durar tres o cuatro meses. La enfermedad comenzaba de manera repentina, con fiebre, malestar general, dolor de cabeza, dorsalgia intensa, postración y dolor abdominal. Después de un lapso de tres o cuatro días, la temperatura bajaba y aparecía una erupción, que pasaba por las siguientes fases: máculas, pápulas, vesículas, pústulas y costras; estas últimas se desprendían al final de la tercera o cuarta semana. Las lesiones aparecían en la cara y más tarde en extremidades y en tronco.
 
 
 
Había dos variedades clínico-epidemiológicas de la viruela: la variola minor (alastrim) y la variola major (viruela clásica). En los casos de variola major moría entre 15 y 40 por ciento de las personas no vacunadas. El mal se trasmitía por contacto íntimo con secreciones de las vías respiratorias y, en menor medida, por lesiones cutáneas de los pacientes.
 
 
 
 
Durante el porfiriato hubo numerosas y graves epidemias, como la de 1882 en varios estados, o la de 1889 que afectó a todo el país y se prolongó durante más de un año, causando cerca de cuarenta mil muertes.
 
 
 
 
La prensa radical utilizaba a las epidemias para censurar a los gobiernos federal o locales, y las comparaba con los males políticos. He aquí un par de ejemplos: en 1897 la viruela negra se desarrolló en Puebla con caracteres alarmantes, y atacó principalente a los extranjeros. El Hijo del Ahuizote publicó entonces: “Esto faltaba a aquel estado: la peste después de la reelección”. Dos años más tarde el mismo periódico decía: “Después de la fiebre amarilla, comienza en Xalapa la viruela. El sistema de salubridad no es de lo mejor y es fácil la propagación. Veracruz está para plagas; desde don Teodoro [se refería al gobernador Teodoro Dehesa], que es la más temible, hasta el vómito prieto, todas se recargan ahí”.
 
 
 
Las pérdidas económicas y en vidas humanas ocasionadas por los enfermos y muertos, y las cuarentenas que otros países imponían a México a causa de aquéllas, fueron estímulos para combatir las epidemias de viruela.
 
Por voluntad o por fuerza
 
Algunas veces el Estado mexicano trató de persuadir a los ciudadanos de acceder a la vacunación. Uno de los mecanismos que empleó fue impartir la vacuna gratuitamente a quienes no tenían medios para pagarla, e incluso gratificar a las madres de niños vacunados que los presentaban cuando tenían buenos granos vacunos; otro fue la creación de la vacuna ambulante, la cual apovechaba los días de mercado y de raya para conseguir que el mayor número de personas se vacunara; uno más, fue la propaganda activa en la prensa y otro la vacunación en parroquias, escuelas y hospitales.
 
Sin embargo, un siglo después de la introducción de la vacuna antivariolosa aún había oposición a ella: las autoridades de Tepic, por ejemplo, decían que la epidemia de 1893 se había cebado especialmente entre los niños de la clase más humilde del pueblo que “como en todas partes siente una extraña pero invencible repugnancia por la vacunación”; el gobierno de Tamaulipas lamentaba en 1907 las defunciones ocurridas principalmente en gentes de edad, renuentes a dejarse vacunar; por su parte, el gobernador de Guerrero se quejaba ese mismo año de la oposición de la población a la vacunación en todo tiempo: “tienen la creencia de que lejos de ser benéfica, les es nociva”.
 
Por eso, cuando el convencimiento no dio resultado, la burocracia sanitaria intentó forzar a los padres a vacunar o revacunar a sus hijos. Para finales del porfiriato la vacuna era obligatoria en muchas entidades de la República: la capital, los territorios de Tepic y Baja California, Chiapas, Chihuahua, Coahuila, Durango, Estado de México, Hidalgo, Jalisco, Michoacán, Morelos, Nuevo León, Puebla, Oaxaca, Querétaro, Sinaloa, Sonora, Tabasco, Tamaulipas, Tepic, Veracruz, Yucatán y Zacatecas. En otros estados, durante las epidemias se dictaban disposiciones terminantes para la propagación de la vacuna.
 
 
Para que la ley se cumpliera, se emplearon numerosas estrategias; una de ellas fue la vacunación forzosa. A finales del siglo xix había en la capital veinticinco centros de vacuna, cada uno de los cuales contaba con agentes que buscaban a niños y adultos no vacunados en calles, plazas y sitios concurridos; dichos agentes podían extender sus pesquisas al interior de las casas, y pedir, en caso necesario, el auxilio de la Policía, que estaba obligada a auxiliarlos. En Torreón, Coahuila, durante una epidemia de viruela, inspectores domiciliarios y policías recogieron a las personas para hacerlas vacunar por la fuerza. En Tepic se buscaba a los no vacunados en sus casas o en otros establecimientos donde se reunía un número más o menos considerable de personas, y se les vacunaba aun contra su voluntad, sin importar su edad, sexo o condición social. Con frecuencia cada vez mayor la población civil —con o sin su consentimiento— fue empleada en estas tareas de vigilancia sanitaria.
 
 
 
 
La ley obligaba a los padres o tutores, y los directores de los planteles de enseñanza oficiales o privados, los maestros de talleres y dueños de fábricas y casas de comercio, así como los propietarios de fincas rústicas y los jefes militares, estaban también obligados a cumplir o exigir que se cumplieran las disposiciones relativas a vacunación y revacunación, bajo la conminación de multas (de cinco a quinientos pesos) y hasta con prisión. En casi todos los estados de la República, y desde luego en la capital del país, los directores debían verificar antes de inscribir a los niños en las escuelas que éstos estuvieran vacunados a satisfacción; en caso de que no lo estuvieran, debían canalizarlos para que pudieran recibir el preservativo. Sin embargo, algunos padres preferían dejar a sus hijos sin escuela antes que vacunarlos.
 
También fueron comunes la denuncia de casos y el secuestro y aislamiento de los enfermos. En el Distrito Federal la viruela estaba dentro de los padecimientos que los médicos, directores de hospitales, escuelas, fábricas o industrias, dueños de hoteles, casas de huéspedes o mesones y, en última instancia, los jefes de familia, estaban obligados a reportar al Consejo Superior de Salubridad, máxima autoridad sanitaria durante la segunda mitad del siglo pasado. Al informar acerca de la enfermedad, debían indicar la casa en la que el paciente la había contraído. En varios estados también se recurrió a la declaración obligatoria de la enfermedad, como Coahuila y Yucatán. Hubo casos de agentes sanitarios que fueron despedidos por no dar cuenta de algún enfermo de viruela.
 
En Hidalgo no se permitía que los niños con viruela anduvieran por la calle, y los que lo hacían eran secuestrados por la policía, además de que también se imponía una multa a sus padres. Esas medidas se extendían a los administradores de haciendas de beneficio, minas, talleres y todos los lugares donde concurrían niños. En el caso de Coahuila y Tlaxcala, los enfermos eran aislados, y aunque en ocasiones dicho aislamiento tenía lugar en el domicilio de éstos, a veces era imposible hacerlo, sobre todo en el caso de los pobres, cuyas casas estaban situadas en vecindades, o de los extranjeros alojados en hoteles o casas de huéspedes. A ellos se les enviaba a lazaretos de “variolosos”, como los establecidos en 1904 en Torreón y Durango, y a los que la población les tenía terror. La prensa de la época reportaba que para evitar que sus enfermos fueran descubiertos, muchas familias los alojaban en los lugares más inadecuados, por lo que no era raro que murieran pocas horas después de ser descubiertos por quienes hacían las visitas domiciliarias.
 
Era común la desinfección de utensilios, ropa y habitaciones de enfermos. Dentro de las medidas tomadas ante la epidemia de 1898 en Yucatán y Campeche estaban el establecimiento de puntos de fumigación en las fronteras y la vigilancia estricta en los lugares en que se había desarrollado la epidemia. Hay, asimismo, reportes de desocupación y desinfección —con cloruro de cal entre otros medios— de las casas de los enfermos en Tabasco, Coahuila y el Distrito Federal.
 
Límites de la campaña
 
En el régimen porfiriano hubo varios factores que dificultaron el buen éxito de la cruzada nacional contra la viruela, entre ellos destaca la franca oposición de algunos a la vacuna, las deficiencias del servicio de vacunación, la división de los médicos mexicanos —entre aquellos que defendían el empleo del virus bovino y los que pugnaban por continuar con la vacunación de brazo a brazo— la falta de tubos de linfa vacunal aun durante las epidemias, la insuficiencia de administradores de la vacuna, y la inexistencia de buenas comunicaciones y de una organización nacional de salubridad.
 
Ya desde la época de Jenner y en la propia Inglaterra se habían formado sociedades antivacunistas. Algunos veían en la introducción obligatoria de un cuerpo extraño en las personas un atentado a la libertad individual.
 
Además de las críticas generales, en México había deficiencias en el servicio de vacunación. Un abuso muy común, denunciado por los mismos médicos, era que un agente subalterno del Consejo pretendiera llevar por la fuerza a la oficina de una demarcación de policía, para vacunarlos, a niños enfermos que no deberían haber salido de sus casas. Sólo se excusaba del “absurdo mandato” a la madre o la familia que exhibía un certificado médico, pero los pobres casi nunca estaban en condiciones de satisfacer tal requisito, pues no eran atendidos por facultativos.
 
Otro problema era la inconveniencia de los locales donde se impartía la vacunación, que en la capital eran las estaciones de Policía y las viejas oficinas del Consejo. Las estaciones de Policía, exceptuando la de la primera demarcación, carecían de piezas destinadas a la vacunación, por lo que ésta se hacía a la intemperie, donde no era posible reconocer convenientemente a los niños ni hervir el agua que debía emplearse para la asepsia de los brazos, por lo que se acababa prescindiendo de este importante cuidado. Las madres tenían que sufrir una larga espera, sin más sitio para sentarse que el pavimento siempre encharcado por el riego o la lluvia, y en contacto inmediato con gendarmes, presos y cadáveres de adultos y hasta de niños que eran conducidos a las comisarías para que se expidiera el certificado de defunción. Es fácil explicar entonces la aversión de los pobladores a llevar a sus hijos a vacunar. En 1920, el conservador de la vacuna decía que esa descripción de la vacunación en las comisarías seguía siendo válida.
 
 
 
 
Quizá la principal controversia fue la suscitada a propósito de las vacunas humanizada y animal. Ambas tenían su origen en el virus vacuno, pero esta última se tomaba directamente de las pústulas de la ternera, mientras que la anterior iba pasando de brazo a brazo. Desde 1868, el doctor Ángel Iglesias —quien había sido segundo director de la vacuna— trató de implantar la vacuna animal, pues sostenía que la humanizada podía ser causa de trasmisión de sífilis vacunal. La posibilidad de trasmisión de esta enfermedad por medio de la vacuna humanizada fue demostrada en 1883 por el doctor Corys en Londres, lo que llevó a su sustitución por la vacuna animal en varios países.
 
Pero otros médicos insistieron en la vacunación de brazo a brazo. Al parecer, por cada diez veces que no prendía la vacuna animal no prendía dos veces la humanizada. Además, las autoridades sanitarias mexicanas aseguraban que el virus vacuno tomado con las debidas precauciones, aun de granos de niños sifilíticos, no contenía virus gálico; a pesar de ello, no se tomaba virus ni de niños enfermos ni de niños sospechosos. Alegaban que en el país siempre se había tenido gran cuidado al elegir a los niños vacuníferos, por lo que en sus estadísticas no se había registrado ningún caso de sífilis vacunal.
 
Sin embargo, al reportar en sus informes internos las vacunaciones practicadas del 1 de julio de 1876 a diciembre de 1877, el Consejo de Salubridad señalaba las enfermedades que habían tenido cuarenta y seis vacunados: viruela, varioloide, varicela, escrófula, pitiriasis, psoriasis, liquen, herpes, impétigo, sarna, acnea, roséola, erupción sospechosa, ulceraciones y sífilis.
 
Entre los médicos militares había quienes defendían la vacuna animal, pues, para ellos, estaba plenamente comprobado que la sífilis vacunal era producida por la vacunación de brazo a brazo.
 
Como en tantos otros asuntos no hubo uniformidad en toda la República. En el Distrito Federal las autoridades sanitarias defendían la vacuna humanizada, pero algunos médicos ofrecían la de ternera a su clientela particular. En Colima, Estado de México, Guanajuato, Guerrero, Hidalgo, Querétaro, Sonora, Tabasco y Zacatecas la vacunación se hacía empleando sólo la linfa humanizada. La vacuna de ternera se había usado —si bien la humanizada estaba más generalizada— sin éxito en Morelos y Nuevo León, y con regular o buen éxito en Chihuahua, Coahuila, Durango, Jalisco, Puebla, San Luis Potosí, Tamaulipas y Tepic.
 
No todas las poblaciones de un estado ni todos los médicos de una población tenían un criterio único respecto de la vacuna humanizada o animal. En Puebla, por ejemplo, casi todos los distritos empleaban la vacuna humanizada, pero en Zacapoaxtla se empleaban las dos, y en Acatlán sólo la de ternera. En Tamaulipas se empleaba también la vacuna humanizada, pero en Matamoros se recurría a ambas.
 
En 1908 el Consejo Superior de Salubridad aceptó que era conveniente proceder a la experimentación para saber si la sífilis se propagaba al inocular la vacuna, aunque no aclaraba con qué sujetos se iba a hacer la investigación. En 1909 varias comisiones fueron nombradas para tratar de dirimir la disputa. Dos años después el médico José Terrés envió algunas cartas a los periódicos, en las que alertaba acerca de los peligros a que se exponía a los niños que recibían la vacuna humanizada. Esto causó alarma entre el público, por lo que tanto en el Consejo Superior de Salubridad como en la Academia Nacional de Medicina se volvió a discutir el asunto, pues había quienes pensaban que la sífilis vacunal era “una quimera” y quienes estaban convencidos de su existencia. Como la vacuna animal era producida por compañías particulares europeas o estadounidenses y nadie respondía de su pureza, se solicitó crear un Instituto de Vacuna Animal en México.
 
Además, los defensores de la vacuna humanizada decían que ésta no demandaba la revacunación, lo que no sucedía con la vacuna animal aplicada a la mayoría de los extranjeros. En realidad, muchas personas que habían recibido la vacuna humanizada debían ser revacunadas: en 1899, en Ciudad Porfirio Díaz, Coahuila, hubo casos de viruela en vacunados (situación que era comprobada por las cicatrices que habían dejado las vacunas). Igualmente, durante la epidemia de viruela de 1901, que afectó al estado de Querétaro, se observó que la mayoría de los afectados habían sido vacunados, lo cual, se decía, demostraba la necesidad de la revacunación periódica. En Tabasco era obligatoria la revacunación cada diez años; lo mismo sucedió en Sinaloa, donde se administraba periódicamente hasta llegar a los cincuenta años.
 
En ocasiones, tanto la vacuna humanizada como la animal se descomponían, lo que explica que aparecieran anuncios como el siguiente: “Con pus reciente, se administrará gratuitamente la vacuna”. En ese entonces se decía que la vacuna humanizada tenía un precio casi insignificante, mientras que la animal era muy cara.
 
El Consejo Superior de Salubridad de México enviaba tubos de linfa a los estados que no tenían otro medio de obtenerla o donde ésta no era suficiente. Ese organismo aseguraba públicamente que en toda la República nunca había faltado linfa para vacunar, postura que no era cierta, pues si bien en tiempos normales la cantidad de linfa alcanzaba para abastecer a todos los estados, cuando la viruela se desarrollaba epidémicamente los pedidos solían exceder la demanda. Entonces, cuando las circunstancias más imperiosamente lo exigían, el organismo sanitario se veía obligado a negar el recurso. Hubo epidemias en los estados de Tlaxcala, Oaxaca, Zacatecas, Hidalgo, Guerrero, Coahuila y Tabasco, en los cuales se reportaba que no tenían ni un solo tubo de linfa vacunal.
 
Con la propagación de la vacuna también había problemas que tenían con ver con la ausencia o escasez de médicos o con la dificultad para pagar sus honorarios. Otras veces el problema era la gran carga de trabajo que los propagadores tenían; ni el Distrito Federal estaba exento de estas dificultades. Y había casos en los que se llegaban a observar defectos en la manera de administrar la vacuna por la inexperiencia de los vacunadores: en Chihuahua, por ejemplo, se procuraba que “una persona medianamente inteligente” administrase con provecho la vacuna.
 
En ocasiones la vacunación no podía llevarse a cabo por la existencia de enfermedades epidémicas diferentes de la viruela. Una muestra de ello ocurrió en Omitlán, Hidalgo, donde en 1899 se reportaba que era casi general el desarrollo de la escarlatina, la influenza y la neumonía, entre los niños, la primera, y entre los adultos, las segundas.
 
Por último, la inexistencia de buenas comunicaciones y de una adecuada organización nacional de salubridad hacían lenta la divulgación de la información sobre las epidemias, ya que un médico avisaba al jefe político del distrito donde trabajaba que informara a las autoridades sanitarias de su estado —cuando las había—, para que éstas, a su vez, dieran aviso al gobernador, quien lo comunicaba a la Secretaría de Gobernación, dependencia que notificaba al Consejo Superior de Salubridad. Por todo lo anterior, a finales del periodo que aquí nos interesa, México aún estaba lejos de la erradicación de la viruela.
 
No comparto la opinión de Miguel E. Bustamante en el sentido de que para el Consejo de Salubridad no era grave la endemia de viruela en la República Mexicana, ni el supuesto desinterés por parte de los estados que él achaca al gobierno federal; tampoco participo con su idea de que la endemia causada por el virus variólico empezó a verse como problema de salud nacional al redactar la Constitución de 1917, cuando el médico y diputado José María Rodríguez obtuvo de Carranza el decreto para la preparación y el uso de la vacuna animal en la nación. La poca intervención de la Federación en los asuntos sanitarios de los estados se debía a la oposición de éstos, sustentada en la organización federal de la República, pues la Constitución de 1857 —vigente durante el porfiriato— dejaba a cada estado en libertad de decidir sobre sus asuntos sanitarios.
 
En varias ocasiones el Gobierno Federal se ocupó del problema de la viruela de manera global. En 1882 la Secretaría de Gobernación —de la cual dependían los asuntos sanitarios— mandó a todos los gobernadores una circular referida a la vacuna; en ella criticaba que en la mayoría de las entidades los servicios de vacunación estuvieran, aparte de mal organizados, encomendados a personas ajenas a la medicina. En 1898 todos los estados recibieron un cuestionario que tenía la función de reorganizar el servicio nacional de la vacuna.
 
Por otro lado, cuando los estados lo solicitaban, el Consejo Superior de Salubridad de la capital establecía servicios sanitarios para combatir las epidemia de viruela, como sucedió en Torreón en 1904, donde aparte de aplicar de manera eficaz la vacuna, se aisló a los enfermos, se hicieron desinfecciones y la epidemia fue dominada.
 
A finales del periodo aquí tratado existía la propuesta de reformar nuevamente el Código Sanitario, dando más poder al Ejecutivo en lo tocante a la viruela, haciendo obligatoria la vacunación en todo el país. Este proyecto se vio interrumpido por la Revolución.
 
Desde la creación del Departamento de Salubridad, en 1917, se implantó la vacuna animal y se hizo obligatoria su aplicación, pero tendrían que transcurrir treinta y cuatro años para que el padecimiento fuera erradicado totalmente, lapso durante el cual algunos sectores de la población seguirían oponiéndose a la vacunación. A veces, con violencia, las profesiones sanitarias tuvieron que ofrecer sus mártires a la campaña antivariolosa.Chivi55
Referencias bibliográficas
 
Para escribir este artículo consulté la sección Inspección de la Vacuna, del Fondo Salubridad Pública del Archivo Histórico de la Secretaría de Salud. Particularmente útil fue el trabajo de OROPEZA, José María. “Apuntes para la historia de la vacuna en México”, AHSSA, salubridad pública, Inspección de la Vacuna, caja 3, exp. 20, fos. 49-182, 1821-1922. Consulté asimismo los diarios oficiales federal y de los estados, así como la prensa política en general; la prensa médica, sobre todo la Gaceta Médica de México (el Apéndice del vol. v (3a serie) de 1910 está dedicado íntegramente a la vacuna); los periódicos de la burocracia sanitaria, en especial el Boletín del Consejo Superior de Salubridad (que en 1896 dedicó un número especial a la celebración del centenario del descubrimiento de Jenner); y los del Cuerpo Médico Militar, como la Gaceta Médico Militar.
 
Dentro de los trabajos consultados más importantes están:
 
• Bustamante, Miguel E. 1977, “Consecuencias médicosociales de la viruela y de su erradicación”, Gaceta Médica de México, vol. cxiii, núm. 12, diciembre, pp. 564-573.
• Fenelón, Carlos. 1899, “Algunas observaciones comparativas entre los resultados de la vacuna animal y la humanizada, hechos por el inspector sanitario del territorio de Tepic”, Boletín del Consejo Superior de Salubridad, vol. iv (3a época), num. 7, enero 31, pp. 221-228.
• González, Jesús M. 1891, “Técnica de vacunación animal de ternera”, Gaceta Médico Militar, vol. iii, pp. 300-307 y 321-327.
• Liceaga, Eduardo. 1897, “La vacuna de Jenner bien conservada y cuidadosamente propagada preserva indefinidamente de la viruela”, Boletín del Consejo Superior de Salubridad, vol. iii (3a época), núm. 1, julio 31, pp. 1-10.
• Manuell, R. E. 1910, ¿Cómo es, y por qué nuestra discusión sobre la vacuna es como es?”, Gaceta Médica de México, Apéndice al vol. v (3a serie), pp. 362-367.
• Noriega, Tomás. 1909, “La vacuna”, Gaceta Médica de México, vol. iv, (3a serie), núm. 9, abril 30, pp. 262-270.
• Orvañanos, Domingo. 1889, Ensayo de geografía médica y climatología de la república Mexicana, México, Secretaría de Fomento.
Agradecimientos
Agradezco a Francisco de la Cruz, quien me ayudó en la búsqueda de algunos materiales que permitieron enriquecer este ensayo.
Ana María Carrillo
Facultad de Medicina,
Universidad Nacional Autónoma de México.
_______________________________________________________________
 

como citar este artículo

Carrillo, Ana María. (1999). Los difíciles caminos de la campaña antivariolosa en México. Ciencias 55, julio-diciembre, 18-25. [En línea]
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Humboldt y la botánica americana
 
Graciela Zamudio Varela y Armando Butanda
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Sin lugar a dudas, la obra científica de Alejandro de Humboldt (1769-1859), ha sido un pilar fundamental en el conocimiento de las leyes que rigen el devenir de la naturaleza. Determinante para la construcción de sus teorías científicas, fue su interacción con la diversidad y la riqueza natural obtenida a lo largo de su viaje por tierras americanas.
Su permanencia por cinco años en el nuevo continente tuvo un impacto importante, no sólo por sus aportaciones a la ciencia, sino también por los cuestionamientos que hizo al régimen colonial.
 
Como prueba de lo anterior, señalamos el hecho de que a dos siglos de haber iniciado su viaje, su labor sigue siendo reconocida a través de la traducción y reedición de sus obras y de numerosos homenajes organizados por sociedades científicas, instituciones gubernamentales y educativas, en los países americanos que recorrió y donde es considerado como “el segundo descubridor de América”.
 
 
Sin embargo, las investigaciones que han analizado el impacto de la obra de Humboldt en la ciencia, poco han destacado el papel que jugaron en el desarrollo de sus teorías, tanto la diversidad de condiciones físicas y biológicas que enfrentó, como el contacto que estableció con otros naturalistas, americanos o que se encontraban en América, que ya habían explorado y formado colecciones de especímenes que representaban una muestra de las diversidades biológica y mineralógica tan desconocidas para él.
 
 
 
Considerando que dentro de su amplio programa de investigación, fue el estudio de la distribución geográfica de la vegetación el que en gran medida le permitió hacer contribuciones originales a la ciencia, presentamos a continuación algunos elementos que permiten destacar la influencia que tuvo el contexto americano en el desarrollo de esta línea de investigación.
 
La distribución de la vegetación
 
Según han señalado sus biógrafos, “la botánica fue para Humboldt su primer amor entre las ciencias. La conoció en 1788 a través de Karl Ludwig Willdenow, quien seguramente compartió y posiblemente inspiró en Humboldt la pasión por la geografía de las plantas”.
 
Ya en su primera publicación científica Florae fribergensis specimen (1793), Humboldt había formulado su punto de vista sobre la geografía de las plantas, al señalar que “Las observaciones de partes individuales de los árboles o hierbas de ninguna manera puede considerarse geografía de las plantas; más bien, la geografía de las plantas indica las conexiones y relaciones por medio de las cuales todas las plantas se relacionan entre sí ...”
 
 
 
A diferencia de la mayoría de los botánicos de su época, buscadores de especies nuevas o dedicados a clasificar las plantas a partir de su morfología externa, Humboldt se interesó por observar la distribución y las asociaciones entre las especies, que son los parámetros que “deciden el carácter propio de la vegetación de un país”, y del paisaje en su conjunto. Serán éstas las ideas científicas que pondrá en práctica durante su gran viaje por América.
 
 
Un pasaporte con fecha 7 de mayo de 1799 expedido en Aranjuez, autorizaba a Humboldt a colectar libremente plantas, animales y minerales en Améri ca, así como realizar las observaciones, el registro de datos y los experimentos que considerara oportunos. Además
de lo anterior, este documento real obligaba a las autoridades correspondientes a brindar todo el auxilio y protección que necesitara su equipo expedicionario.
 
 
 
Como parte de los preparativos de su viaje a América, Humboldt recopiló y revisó una parte importante de lo que se había escrito sobre el territorio americano que recorrería. Con respecto a la botánica, consideró muy valiosos los resultados obtenidos por las expediciones botánicas establecidas por la corona española a tierras americanas a finales del siglo xviii, y que tuvieron entre sus objetivos llevar a cabo el inventario de sus recursos vegetales, particularmente los de uso medicinal.
 
 
 
De esta manera, conoció algunos aspectos de la diversidad florística del Nuevo Mundo a través de la revisión de los materiales enviados al Real Jardín Botánico de Madrid y que le fueron proporcionados por Casimiro Gómez Ortega y José Antonio Cavanilles. Estos materiales habían sido colectados por Ruiz y Pavón en la Expedición a Perú y Chile (1777-1788); por Sessé, Mociño y Cervantes en Nueva España (1787-1803); Née, Haenke y Pineda durante la Expedición de Alejandro Malaspina (1789-1794), y en menor medida, contenían información de los resultados de la expedición a Nueva Granada (1783-1816) ya que Mutis, su director, se rehusó a enviar sus colecciones a Madrid prefiriendo el intercambio con Carlos Linneo en Suecia.
 
 
 
El avance logrado en el conocimiento de la flora americana llevó a Humboldt a afirmar “Desde el reinado de Carlos iii y durante el de Carlos iv, el estudio de las ciencias naturales ha hecho grandes progresos no sólo en México, sino también en todas las colonias españolas. Ningún gobierno europeo ha sacrificado sumas más considerables que el español, para fomentar el conocimiento de los vegetales.”
 
 
 
Antes de partir hacia el nuevo mundo, conoció en París al médico y botánico francés Aimé Bonpland, fiel compañero en su aventura americana.
 
 
 
“Sabrá Vd. que al irse uno y dejar las llaves se intercambian algunas palabras amables con la mujer del portero. En esas circunstancias me encontraba a menudo con un hombre joven que llevaba una caja de herborización. Era Bonpland; así nos conocimos.”
 
Escenarios explorados
 
En julio de 1799, Humboldt y Bonpland desembarcaron en Cumaná, tierra venezolana, en donde tuvieron el primer contacto con la naturaleza americana y cuyo impacto quedó claramente expresado en la carta que Humboldt escribió a su hermano Guillermo el 16 de julio de 1799. “Estamos aquí en el país más divino y más rico. Plantas maravillosas [...] !Y que árboles! Cocoteros de 50 a 60 pies de alto [...] una masa de árboles con hojas monstruosas y flores olorosas del tamaño de una mano, de los que nada sabemos. Hasta este momento discurrimos como enloquecidos: en los tres primeros días no hemos podido determinar nada, pues desechamos siempre un objeto para apoderarnos de otro. Bonpland asegura que perderá la cabeza si no cesan pronto las maravillas.”
 
En Venezuela, como en los demás sitios que visitaron posteriormente, lo primero que hicieron fue presentarse ante las autoridades virreinales e iniciar sus relaciones con las elites intelectuales locales. Llevaron a cabo excursiones por las montañas y ríos, lo que les permitió hacer observaciones sobre los fenómenos astronómicos, geológicos y climáticos, entre otros, que tenían lugar por esos días o en los previos a su llegada. Asimismo, iniciaron sus colecciones de historia natural y el contacto con los distintos grupos indígenas de América.
 
 
 
El resultado de esta etapa es su obra Voyage aux règions èquinoxiales du Nouveau Continent publicada en París entre 1807 y 1834, y que según los estudiosos del tema debería llamarse “Viaje a Venezuela”, ya que de los 30 tomos que la forman, 24 tratan sobre la naturaleza venezolana.
 
 
 
Continuando el viaje, se embarcaron para la Habana el 28 de julio de 1800. Durante su estancia en la isla se relacionaron con los miembros de la expedición científica dirigida por el conde de Mompox y Jaruco. También intercambiaron  experiencias con los botánicos Estévez, Boldo, La Osa y Francisco Ramírez, a quien dejó una de sus colecciones con el encargo de remitirla a su hermano Guillermo, y con los pintores Guio y Echeverría.
 
 
 
Durante su estancia en la Habana, Humboldt registró la información que después constituiría su obra Ensayo político sobre la isla de Cuba (1826-1827).
 
 
 
Al no poder realizar el viaje con la expedición del capitán Thomas Nicolas Baudin que tenía como objetivo reconocer la costa de América del Sur, Humboldt y Bonpland tomaron la decisión de continuar su exploración por tierra y llegar a Santa Fe de Bogotá para reunirse con José Celestino Mutis, director de la Expedición Botánica al Nuevo Reino de Granada.
 
 
 
Desembarcaron en Cartagena de Indias el 30 de marzo de 1801. En el trayecto hacia Santa Fe, recorrieron la Cordillera Central de los Andes Colombianos. Así, Humboldt observó la sucesión de las comunidades vegetales a través de un gradiente altitudinal que iniciaba en las regiones de clima tropical y concluía en las zonas nevadas.
 
 
 
Por su parte, Mutis esperaba el arribo de los naturalistas utilizando sus influencias con las autoridades locales para ofrecerles las mejores condiciones para llevar a cabo sus tareas. Por ejemplo, en Turbaco, José Ignacio de Pombo les brindó su casa de campo en medio de la exuberancia de la selva tropical. Ya en Europa, Humboldt recordaría “la permanencia que hicimos en Turbaco, fue de las más agradables y de las más útiles para nuestras colecciones botánicas.”
 
 
 
Mutis dio un gran recibimiento a los exploradores, brindándoles alojamiento en una casa vecina a la suya. Humboldt lo describió como “un eclesiástico anciano, venerable, de casi setenta y dos años, y también hombre rico. El Rey sitúa para la expedición botánica aquí mismo 10 000 pesos por año. Treinta pintores trabajan para Mutis desde hace quince años; él posee de 2 000 a 3 000 dibujos tamaño in folio, que son verdaderas miniaturas. Después de la de Banks en Londres, jamás había visto una biblioteca botánica tan grande como la de Mutis.”
 
 
 
En los días siguientes, Mutis les mostró sin ninguna reserva sus colecciones botánicas, formadas a lo largo de varias décadas de exploración y en donde estaba bien representada la riqueza florística de la región, en gran medida desconocida para la ciencia europea. Además, el sabio Mutis obsequió al barón más de un centenar de láminas botánicas realizadas magistralmente por los pintores neogranadinos. Es probable que Mutis buscara, con tantas atenciones hacia los viajeros, el reconocimiento a su labor por una autoridad científica proveniente de instituciones de reconocido prestigio académico.
 
 
 
Como resultado de los constantes diálogos entre estos dos hombres de ciencia, Humboldt escribió “Mutis jamás perdía de vista los grandes problemas de la física del mundo. Había recorrido las cordilleras con el barómetro en la mano; había determinado la temperatura media de estas planicies que forman como islotes en medio del océano aéreo; y admirado del aspecto de la vegetación, que varía a proporción que se desciende a los valles, o que se sube a las cimas heladas de los Andes, todas las cuestiones que se conexionan con la geografía de las plantas le interesaban vivamente.”
 
 
 
Humboldt agradeció los beneficios que obtuvo su empresa científica durante su estancia en Santa Fe, al reconocer en Mutis al “patriarca de los botánicos.”
 
 
 
En su viaje a Ecuador, a principios de 1802, conocieron en Ibarra a Francisco José de Caldas naturalista de Popayán, cuyos manuscritos científicos Humboldt ya había consultado y quedado gratamente sorprendido por la precisión de las observaciones en ellos registradas. En Quito fueron recibidos por el marqués de Selva Alegre, don Juan Pío Montúfar, y por su hijo Carlos Montúfar quien a partir de ese momento se les unió en las exploraciones por el territorio americano.
 
En el archivo de la Real Audiencia, Humboldt tuvo acceso a los documentos, sobre todo a mapas, del territorio amazónico elaborados por Maldonado entre 1740 y 1750, y a los de Francisco Requena realizados entre 1783 y 1790. Esta información le permitió precisar sus propios registros. Acompañados —él y Bonpland— por Caldas y Montúfar, llevaron a cabo ascensiones a los volcanes Pichincha y Cotopaxi, entre otros.
 
Los expedicionarios continuaron su viaje hacia el Perú; siguieron el camino del inca a través de los Andes con el objetivo de registrar los factores que determinaban la distribución de las especies de quina, para lo cual contaban con la amplia información que Mutis les había proporcionado. Durante este trayecto Humboldt, Bonpland y Montúfar llevaron a cabo la ascensión al Chimborazo, a 5 878 metros de altura, la máxima registrada hasta ese momento. Este recorrido le permitió a Humboldt elaborar el gran perfil de los Andes, que utilizó como modelo para explicar la zonación altitudinal de la vegetación, con los nombres científicos de numerosas especies típicas de las distintas regiones climáticas exploradas a lo largo de su viaje.
 
 
En el diario de viaje de Humboldt por tierras peruanas, se encuentran constantes registros de sus observaciones sobre la distribución de las especies vegetales. Se planteó preguntas como las siguientes: “¿La chinchona tiene una distribución continua en los Andes? Parece que no. Nosotros la conocemos de Santa Marta, Facativá, Villeta, Guaduas, Vega de Supía, Melgar, Ibagué, Quindío, Popayán [...] hasta Alasí, Cuenca, Loja, Huancabamba, San Felipe. ¿Por qué no hay chinchona entre Pasto, la Villa de Ibarra, Quito y Ambato donde hay numerosos lugares que tienen la altitud de Loja y su temperatura? Trazos muy altos, muy fríos, interrumpen la quina y como la planta no se propaga fácilmente del grano, estas interrupciones parecen ser la causa de la falta de quina.”
 
Como parte de su metodología de análisis, Humboldt compara las observaciones registradas a lo largo de sus recorridos, por ejemplo cuando dice: “¡Qué diferente ésta costa del Perú sin verdor, sin árboles, sin lluvias desde Ica a Piura con la de los Yumbos, de la Esmeralda, de Guayaquil, donde la naturaleza en un clima cálido y húmedo ha producido un mundo de plantas, donde la vegetación es la más frondosa, majestuosa como la de los ríos al oriente de los Andes!”
 
 
 
La flora peruana no dejó de maravillarlo, por lo que su recuerdo lo llevó a escribir en su obra publicada en 1808, Ansichten der Natur (Cuadros de la Naturaleza), “no bastaría la vida de un pintor para reproducir, aun ciñéndose a un corto espacio de tierra, las magníficas orquídeas que adornan los valles profundos de los Andes del Perú.”
 
 
 
A lo largo de su diario por el Perú, Humboldt no deja de señalar los peligros, las incomodidades y los riesgos que sufrían sus colecciones, manuscritos e instrumentos durante sus largos y accidentados trayectos.
 
 
 
De vuelta a Ecuador, arribaron en enero de 1803 a Guayaquil en donde compararon sus herbarios y realizaron herborizaciones con los botánicos españoles Juan Tafalla y Juan Agustín Manzanilla, cuyos conocimientos sobre la flora local les fueron reconocidos en las publicaciones humboldtianas. En Guayaquil, Humboldt escribió su obra Essai sur la Gèographie des Plantes, publicada en París en 1805.
 
 
 
Humboldt y Bonpland finalizaron su viaje de exploración de la flora americana recorriendo parte del territorio novohispano, en donde el desempeño de sus actividades contó, como en ningún otro lugar de los antes visitados, con un número importante de colaboradores pertenecientes a la elite intelectual local. Lo anterior dio como resultado el establecimiento de relaciones que permitieron el intercambio científico y que fueron muy bien aprovechadas por el viajero europeo. Su reconocimiento a la existencia de una comunidad científica local, lo llevó a aseverar que “ninguna ciudad del Nuevo Continente, sin exceptuar las de los Estados Unidos, presenta establecimientos científicos tan grandes y sólidos como la capital de México”, refiriéndose a la Escuela de Minas, el Jardín Botánico y la Academia de las Nobles Artes.
 
 
El contacto de los expedicionarios con Vicente Cervantes, catedrático y director del Real Jardín Botánico de la Ciudad de México, les permitió tener acceso a los duplicados del herbario, a los manuscritos y a las láminas producto de los trabajos de la Real Expedición Botánica comandada por Martín de Sessé, que había dado por terminados sus trabajos de exploración y regresado a España apenas unos días antes del arribo de Humboldt a la capital novohispana en marzo de 1803.
 
 
 
El deslumbramiento que provocan en Humboldt la diversidad y la riqueza de la flora mexicana, así como el grado de madurez que ya habían alcanzado sus postulados sobre la geografía botánica, son evidentes en la descripción que hizo del declive oriental de las montañas entre Perote y el puerto de Veracruz “En ninguna parte se deja ver mejor el admirable orden con que las diferentes asociaciones de vegetales van sucediéndose, unas arriba de las otras, que cuando uno va subiendo desde Veracruz hacia la meseta de Perote [...] de manera que en este país maravilloso, en el espacio de pocas horas, recorre el hombre de ciencia toda la escala de la vegetación.”
 
 
 
Sus recorridos por tierras mexicanas también le permitieron fijar los límites de la distribución de algunas especies de zonas templadas. “Al subir al Cofre de Perote, averigüé que el límite superior de las encinas se hallaba a 3 155 metros, el del Pinus montezumae a 3 943, casi a 650 sobre la cima del Etna.”
 
 
 
Como parte de los resultados botánicos del viaje, podemos decir que a pesar de que una parte importante de las colecciones se perdió entre los naufragios, el ambiente y los ataques de insectos y hongos, la expedición regresó con seis mil especímenes que fueron depositados en herbarios de diferentes ciudades de Europa. Esta colección incluía un importante número de géneros nuevos y, según lo estimado por Willdenow, alrededor de 1 400 o 1 500 eran especies nuevas para la ciencia.
 
 
 
Además de formar esta importante colección de plantas equinocciales, Humboldt resume el cúmulo de observaciones registradas durante su trabajo de campo y algunas de sus aportaciones a la geografía botánica: “hacíamos mediciones astronómicas, geodésicas y barométricas. Por los diarios de nuestra expedición podemos indicar para casi todas las plantas recogidas el grado de latitud, el máximo y el mínimo de altitud sobre el nivel del mar, la temperatura del aire y la composición del suelo y la naturaleza de las montañas de los alrededores. Con la brújula en la mano y los datos de nuestros manuscritos, he registrado en el perfil de Suramérica preferentemente aquellas plantas a las que la naturaleza parece haber asignado límites altitudinales muy determinados.”
 
 
 
Para concluir, sólo señalar que el gran impacto científico que han tenido los resultados de su viaje por tierras americanas se debe, por un lado, a la propia formación académica de Humboldt, la cual le permitió generar ideas originales para el estudio de la naturaleza. Por otro lado, también es importante destacar la influencia que tuvieron en estos resultados los aportes de los conocedores de la flora local con los que mantuvo un intercambio, no sólo de materiales biológicos, sino también de los conocimientos adquiridos a lo largo de su relación con la naturaleza.
 
 
 
Consciente de este importante apoyo, en su correspondencia con científicos europeos y en sus publicaciones, Humboldt expresa, de manera reiterada, su gratitud hacia los sabios que tanto le ayudaron a lo largo de su viaje por tierras americanas.Chivi55
Referencias bibliográficas
 
• Rayfred L. Stevens, 1969, El método y el estilo de Alexander von Humboldt. Viajero, científico y observador de la naturaleza, Anuario de Geografía, México.
• Alexander von Humboldt, 1999, Cuadros de la Naturaleza, Siglo xxi editores, México.
• Miguel Angel Puig-Samper, 1991, Las expediciones científicas durante el siglo  xviii, Ediciones Akal.
• Charles Minguet, 1989, “Alejandro de Humboldt y los científicos españoles e hispanoamericanos”, en: Ciencia, vida y espacio en Iberoamérica, vol. iii, José Luis Peset (coordinador), España.
• Klaus Dobat, 1987, “Alexander von Humbolt como botánico”, en: Alexander von Humboldt. La vida y la obra, Wolfgang-Hagen Hein (editor), Alemania.
• Gabriel Giraldo Jaramillo, 1959, Venezuela escenario de Humboldt, Boletín de la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales, tomo  xx, núm. 93.
• Guillermo Hernández de Alba, 1959, Humboldt y Mutis, Revista Academia Colombiana de Ciencias, vol,  x, núm. 41.
• Jaime Labastida, 1999, Humboldt ciudadano universal, Siglo xxi editores, México.
• Manuel Vegas Vélez, 1991, Humboldt en el Perú. Diario de Alejandro de Humboldt en el Perú, cipca, Perú.
• Eduardo Estrella, 1991, Flora Guayaquilensis: La expedición botánica de Juan Tafalla a la Real Audiencia de Quito 1799-1808, Ecuador.
• Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Porrúa, México.
• Roger McVaugh, 1977, Botanical results of the Sessé & Mociño expedition (1787-1803). I. Summary of excursions and travels, Contr. Univ. Michigan. Herb., vol. 11.
Este texto será publicado por el Instituto Panamericano de Geografía e Historia.
Graciela Zamudio Varela
Facultad de Ciencias e Instituto de Biología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Armando Butanda
Facultad de Ciencias e Instituto de Biología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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Zamudio Valera, Graciela y Butanda, Armando. (1999). Humboldt y la botánica americana. Ciencias 55, julio-diciembre, 36-43. [En línea]
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Trenzas  
Carlos López Beltrán
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La fuerza del cable o de la cuerda está en la acumulación, en la orientación coordinada de las resistencias de sus hebras. Singulares y débiles, éstas al trenzarse suman y sostienen lo que una a una no pueden tocar ni medir. Así los hombres nos enfrentamos al misterio acumulando, orientando líneas de imágenes, trenes de frases, edificios de gestos, que orientados, coordinados, sincronizados, constituyen nuestro mundo. Dos fuentes de tales hebras son la poesía y las ciencias. Quiero ocuparme un poco de sus vínculos, de sus orientaciones y desorientaciones.
 
La araña sobre el piso no sabe dónde apoyará su telaraña. Suelta una pequeña hebra a volar como un hilo de papalote sin papalote, como un pescador invertido que explora las profundidades del aire, y deja que el azaroso browniano fluir de sus corrientes lleven su pegajoso cáñamo a buen puerto. Cuando al jalar ligeramente el hilo, éste se resiste, es que el mundo ha picado; hay un lugar, un nodo en lo hondo que al resistirse le da el punto arquimedeano para comenzar su obra. Puede ser una rama, una pared, una liana o un cable; no importa mientras aguante su peso. Rama, pared, liana o cable no son nada para la araña sin su resistencia, esa virtud que le sostiene el anclaje. Eso es lo que le permite erigir su obra, esa extensión de su fenotipo que es una teoría de hilos, o un poema, según se le quiera ver.
 
Las insistencias del mundo sobre nuestros sentidos. Las resistencias a nuestros movimientos y manipulaciones. Esas son las virtudes sobre las que anclamos nuestras teorías científicas. Nos importa que se deslicen lo menos posible, y eliminamos errores midiendo y calculando, para que la estructura sirva para atrapar los insectos que deseamos, y quizá para complacer la mirada de algunos. Nunca sabremos de cierto si esa necedad que llamamos velocidad de la luz, o la que llamamos espín, son en realidad rasgos de ramas o paredes inaccesibles. Así inventemos estructuras matemáticas con referentes minúsculos y complejos como las cuerdas o las membranas, el misterio de la resistencia sobre la que colgamos nuestras telas científicas permanecerá.
 
Pero también al tramar poemas usamos líneas para tocar las resistencias del mundo. Quizá otro tipo de durezas son las que responden a esas exploraciones. Atrapar el instante que huye y que es tan hermoso como algunos han querido; o recomponer la emoción en un momento de calma usando palabras para incendiar el pálido recuerdo y revivir la hoguera; o atormentar la lengua para que eche chispas; o sugerir lo indecible de nuestro ser en el mundo; o tantas cosas que han podido hacer los poetas: todas requieren la fricción, el roce del lenguaje con la percepción, con las anclas de la experiencia, y de lo externo.
 
Como una teoría construida sin asidero, un poema sin amarras se deshace ante los ojos, se lo lleva la brisa de la insignificancia.
 
Y cambiamos de teorías como las arañas de telarañas, y las anclamos a distintos nodos, y como aprendemos a capturar más alimentos con ellas, afinando el diseño de la trama, las llamamos mejores, y quizá lo son. Y por cierto capricho vanidoso las llamamos verdaderas, sin saber bien lo que decimos.
 
Y hacemos nuevos poemas para los nuevos tiempos. Usamos nuevas formas para los mismos temas. Nuevos ropajes para las mismas metáforas. Motocicletas volando donde antes había dragones. Nuevas texturas en la lengua para las mismas emociones. Pero ¿y cómo sabemos que son las mismas?
 
Y sí, Ptolomeo y Descartes erraron. Pero también Newton y Heisenberg y Hawking erraron. El verbo errar describe aquí el hilo de la búsqueda, que asciende tembloroso e inseguro por las profun didades del misterio buscando un sitio donde asir las modestas preguntas cuyas respuestas son imágenes, teorías, “prodigiosos aparatos intelectuales” (Valéry).
 
Podemos repensar así la imagen de Wordsworth en que describe a Newton navegando por extraños mares de pensamiento, solo. Podemos también imaginar que lo que Newton hizo fue tocar un vértice insospechado y colgar desde ahí la familia de lienzos en que han estado dibujando visiones sus sucesores; un  juego de muchas luces y sombras en el que algunos destacan.
 
Destramar el arcoiris. Esa fue una de las acusaciones más enojadas de Keats a Newton. Todos los encantos huyen al roce mínimo de la helada filosofía, afirmó en su Lamia; ésta le corta las alas a los ángeles, vacía el aire de espíritus y las grutas de gnomos. Destruye el arcoiris, escribió primero el poeta. Luego lo venció la precisión de una sencilla imagen y corrigió: Destrama el arcoiris. Y yo, leyendo desde este siglo donde podemos ver que esos hilos ópticos que delineó Newton han mutado una y otra vez hasta cargarse y recargarse de misterio y poder evocativo, no puedo sino admirar el verso, y leer como un elogio lo que quiso ser un insulto.
 
Veo los dedos guiados por los ojos del científico, que como afirmó Francisco Segovia aprendieron a confiar uno en el otro con el método experimental, ascender hacia la tela misteriosa donde fulguran los colores, y separar las hebras, componerlas y recomponerlas, en un juego de prismas y de espejos. Y no veo que los colores se apaguen, que se muera la poesía, que el bisturí todo lo vuelva blanco y negro. No.
 
Veo las partículas de Newton pasar por los poros activos de las cosas, y cambiar de rumbo y rebotar. Las veo después volverse movimientos ondulatorios y sugerir la sutil presencia de un mar que todo lo colma. Y veo ese mar desaparecer y al universo poblarse de campos y de partículas que son ondas que son partículas que son fantasmas que actúan coordinados de formas espectacularmente elegantes que llenan nuestra vida de efectos que abren elevadores.
Sí. Dejamos al andar (o al nadar) mundos donde ángeles y duendes y sirenas dominaban. Mundos buenos para unas cosas y malos para otras. Dejamos el mundo de los nahuales, o lo orillamos a un rincón. Dejamos el mundo de las esferas concéntricas recluido en las bibliotecas y en la imaginación de los astrólogos y sus huestes. Dejamos atrás también esa cadena del ser que nos ponía en la cúspide. Las afinidades mágicas que le permitían curar a Paracelso, ya nunca las comprenderemos cabalmente. Tenía razón John Keats: la vida se empobrece cuando cambiamos de canal, cuando deshacemos una nube llena de presagios y la reconstruimos con agua y electricidad. Pero si somos pacientes veremos que sólo estamos vaciando un carro cargado para hacer hueco para nuevos prodigios. Mundos nuevos, buenos para cosas diferentes, y malos para lo que son malos, y que no lo descubrimos sino hasta que estamos ahí. Y lo que descargamos no se pierde del todo: están las bodegas de los eruditos que insisten en conservar viva la memoria, y están también las de los supersticiosos que se niegan a dejar de creer lo increíble. Paracelso y los nahuales están a buen recaudo, y cuando queremos volver a ellos siempre hay manera; igual que a los gnomos, a los ángeles o al flogisto.
 
“Creer lo increíble” acabo de escribir. Me refiero a que hay imágenes, teorías, modelos, metáforas, cuentos cuyas ataduras se desprenden. Se dejan de sostener como imágenes vivas de algo y vuelan y se deforman y pierden su nitidez y su tono. Se vuelven aguadas e inverosímiles. Ya no nos podemos curar acudiendo a los humores hipocráticos. Es casi imposible enamorar a una dama recitándole a Manuel Acuña. Los nostálgicos seguirán transitando esos carriles. Allá ellos.
 
Es curioso cómo el idioma tiene restos fósiles de las imágenes sepultadas. Un poema olvidado y gastado ha llamado el filósofo al lenguaje común. Podríamos también llamarle un cementerio de teorías. Tenemos mala leche, buena estrella, pésimo humor, ángel, nos traiciona el inconsciente, comunicamos vibraciones, vemos ponerse el sol, nuestros hijos abuelean o reciben con la sangre el talento musical de la imaginación de su madre, somos biliosos o melancólicos. Todas ellas ideas literalmente válidas otrora, son hoy tímidas, amaestradas metáforas, que de pronto rugen y nos sorprenden.
 
El buen historiador de las ideas, de las mentalidades, de las imágenes caducas, reconstruye el ámbito donde todo lo que ahora se ha caído estaba bien trenzado. Nos enseña a ver cómo era el mundo en el que se podía creer, de veras, en la acción de los cometas sobre la mano del rey para que éste pudiera curar las escrófulas con el tacto.
 
No se destruye el arcoiris y a veces se le exalta y conoce destramándolo para volverlo a tramar con nuevas formas y patrones. Los hilos de la ciencia y los de la poesía pueden imbricarse y orientarse modificándose sin destruirse. No hay ya oro quizá al final del arcoiris, pero hoy nos brinda, como el verso exacto de David Huerta sobre la tarde, un “esplendor estadístico.”
“Una gota de agua -escribió Herbert Spencer- que para el ojo vulgar no es sino una gota de agua, acaso pierde algo bajo el ojo del físico que sabe que sus elementos se mantienen juntos por una fuerza que, de liberarse de pronto, produciría un fulgurante relámpago. Un guijarro con raspones paralelos, acaso le sugiere tanta poesía al ignorante como lo hace al geólogo que sabe que sobre esa roca se deslizaba un glaciar hace un millón de años. La verdad es que quienes jamás se han ocupado de menesteres científicos no tienen la más nimia noción de la poesía que los rodea.”
Tiene razón Spencer al señalar lo que el poeta se pierde en su propio detrimento al despreciar a las ciencias. Su tono guerrero, como el de Keats antes, es síntoma de esa brecha que hace unos años llamaban de “las dos culturas”. La polémica ya aburre. Agotó su utilidad.
 
La ciencia y la poesía seguirán, por suerte, contribuyendo con redes de nociones, trenes de imágenes, edificios de gestos, construidos bajo sus distintas normas y orientados ante sus polos y atractores disímbolos. Pero el carácter común de instrumentos de la imaginación les permite a su vez afectarse y orientarse mutuamente.
 
Citemos una justa exageración de  Borges: “No existe una esencial desemejanza entre la metáfora y lo que los profesionales de la ciencia nombran la explicación de un fenómeno. Ambas son una vinculación tramada entre dos cosas distintas, a una de las cuales se le trasiega en la otra. Ambas son igualmente verdaderas o falsas.”
 
Y ahora una vez más a Wordsworth, respecto a su frecuentación de la geometría: “Poderoso es el encanto de aquellas abstracciones para una mente poblada de imágenes y embrujada de sí misma.”
 
En las ciencias un poeta puede encontrar un dato fascinante (“todo en mi cuerpo ha sido procesado por al menos una estrella”, Jo Shapcott), o una imagen abrumadora, o la elegancia de una demostración, el abismo de una cifra inconmensurable, o espesor y dinamismo donde se veía una superficie llana. La zoología del pulque. La lenta danza de la muerte en la sangre derramada (Derramando la vida, Miroslav Holub).
 
En la poesía un científico puede encontrar el amor a las sutiles variaciones en el peso de las palabras. Otras maneras de construir la precisión. Un sentido distinto de hallazgo y de cumplimiento formal. Una sensación más palpable de la dureza y opacidad que hay que combatir para alcanzar control sobre esa herramienta indócil, el lenguaje.
 
El poeta que escribe, como hizo Ricardo Yañez, que quiere escapar a un valle lejano “donde la luz endulza las naranjas” ha dado con un verso seductor. Pero la calidad del hallazgo se potencia si sabemos, como quizás él lo sabía, que la luz de hecho activa un proceso metabólico sutil, la fotosíntesis, que tiene como función la generación de azúcares. El verso se carga, sin necesidad de hacerlo patente, de un poder y precisión otrora ausente. No habría sido tan eficaz, a mi ver, escribir “donde la brisa endulza las naranjas.”
 
Otro poeta yerra al manifestar su deseo de “ensillar una galaxia”. Confunde patéticamente la idea astrológica de constelación, en la que hay alegorías zoológicas, ensillables, con la idea astronómica de galaxia. Por más que estiro la metáfora tratando de hacerla cuadrar con  la imagen que nos dan los astrónomos no alcanzo a ver cómo ensillar puede significar algo interesante respecto a una galaxia. La ignorancia del poeta lo condujo no sólo a la imprecisión sino a la ridiculez y a la fealdad.Chivi55
Carlos López Beltrán
Instituto de Investigaciones Filosóficas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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López Beltrán, Carlos. (1999). Trenzas. Ciencias 55, julio-diciembre, 30-34. [En línea]
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De volantines, espirógrafos y la flotación de los cuerpos
 
Déborah Oliveros y Luis Montejano
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Existe un famoso libro de problemas de matemáticas llamado El libro escocés (The Scottish Book). Su historia comienza en los años que van de la Primera a la Segunda Guerra Mundial, en una ciudad Polaca llamada Lvov. En esos años se dio en Polonia (y en particular en Lvov) una sorprendente confluencia de matemáticos que a lo largo de la historia de las matemáticas contribuyeron con aportaciones muy importantes. Nos referimos a personajes como Stefan Banach, Stanislaw Ulam, Waclaw Sierpinski, Alfred Tarski, Hugo Steinhaus, Kazimir Kuratowski, Karol Borsuk, Stanislaw Mazur y Mark Kac, entre otros.
 
Además de las reuniones semanales de la Sociedad Matemática Polaca y de los seminarios de la Universidad, estos matemáticos se reunían en un pequeño café cercano a la Universidad que se llamaba Café Escocés, donde discutían, hablaban de la vida o proponían nuevos problemas de matemáticas. De esta manera se creó todo un rito en torno al café y a estas largas pláticas. Un día, Banach decidió que debían anotar los pormenores de lo que ahí sucedía para que no quedara en el olvido. Entonces llevó un cuaderno grande en el cual empezaron a escribir los problemas y los resultados expuestos durante sus discusiones. El cuaderno siempre se quedaba en el café bajo la custodia de uno de los meseros que conocía este ritual.
 
 
El primero de estos problemas tiene fecha del 17 de julio de 1935, aunque Ulam afirma que los primeros problemas datan de 1928. En varios casos, los problemas fueron resueltos allí mismo, y las respuestas están incluidas en el cuaderno. La mayoría de los problemas están planteados por Banach, Ulam, Steinhaus y Mazur, que eran los que más frecuentaban el café, pero también por amigos de ellos que llegaban de visita. Existen, por ejemplo, problemas planteados por matemáticos tan famosos como Erdoz, Frechet, Infeld, Lusternik y Von Neumann, además de los que ya mencionamos. El libro fue acumulando más y más problemas. Desafortunadamente, pocos años después la ciudad de Lvov y él, tendrían una vida muy tormentosa.
 
 
 
Trás el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad fue ocupada primero por los rusos y después, en el verano de 1941, por las tropas alemanas. En ese momento cesaron las anotaciones quedando como última fecha el 31 de mayo de 1941.
 
 
 
Cuenta la historia que poco antes de que esto sucediera, ante la inminente ocupación, Ulam y Mazur consideraron que había que poner a salvo el libro; quedaron de acuerdo en que si la ciudad era bombardeada, Mazur pondría el libro en una caja y lo enterraría. Más precisamente, acordaron que lo enterraría cerca de la portería de un campo de futbol en las afueras de la ciudad. Nadie sabe si esto sucedió o no, pero el caso es que el libro sobrevivió en buen estado, pues el hijo de Banach, Stephan Banach Jr., lo encontró y lo entregó a Steinhaus después de la guerra. Éste se encargó de enviar una copia a Ulam (que en ese entonces vivía en Los Álamos, Estados Unidos), quien la tradujo al inglés y la distribuyó en varias universidades entre sus colegas, con lo cual El libro escocés se dio a conocer en todo el mundo.
 
 
 
Los temas que se tratan en este libro son muy variados, y en él figuran ciento noventa y tres problemas, muchos de los cuales permanecen aún sin respuesta. Algunos tienen premios asignados para aquel que los resuelva, que van desde una botella de champagne, una botella de whisky, una cerveza, una taza de café, cien gramos de caviar, tocino o un ganso vivo.
 
 
 
Uno de los problemas de este libro, el 19, nos a cautivado de manera especial; en él, Ulam planteó lo siguiente: “Si un sólido de densidad uniforme tiene la propiedad de flotar en equilibrio —sin voltearse— en cualquier posición en la que se deje, ¿deberá ser éste necesariamente una esfera?”
 
 
 
Cierre sus ojos y recuerde los momentos en que ha estado en una alberca o en el mar jugando dentro del agua; recordará que hay posiciones en las que se puede estar sin moverse, como de “muertito”, por ejemplo, y hay otras que requieren más esfuerzo de su parte para no girarse. Ahora piense en un palo; notará que es imposible lograr que éste flote verticalmente, a menos que coloque una pesa en un extremo, en cambio, horizontalmente es casi un hecho que el palo se quede quieto. En el caso de una botella es muy difícil conseguir que ésta flote vertical y horizontalmente; por eso es que las botellas siempre están ladeadas. Un coco, por ejemplo, flota sin girar de manera muy natural casi en cualquier posición en la que se deje, y más aún, una pelota no tiene problema, pues ésta se mantiene en equilibrio en cualquier posición. Resulta que en todo cuerpo hay puntos que tienen cierta facilidad al equilibrio y ciertos puntos donde no. En el cuerpo humano, por ejemplo, hay zonas que pesan más que otras, como la cabeza, de manera que para que usted encuentre equilibrio dentro del agua en esta posición, esto influirá, como en el caso de la pesa en uno de los extremos del palo. Otro factor que influye será la forma del cuerpo, como sucede con el palo sin pesa o con el coco. El problema que planteó Ulam nos pide cosas muy simples; lo único que hay que tener claro es que si lo sencillo no se entiende, lo más complicado menos. La idea de Ulam es la siguiente: considere un cuerpo o sólido hecho de un material uniforme (todo de madera o todo de plástico, por ejemplo) que evite puntos más pesados que otros. ¿Existen entonces cuerpos uniformes distintos de la esfera que floten en equilibrio sin girarse en cualquier posición? Al respecto se saben algunas cosas, pero en realidad en todos estos años no se ha podido dar respuesta a esta pregunta. Nuestro propósito es ofrecer una solución parcial a este problema.
 
 
Vamos a ubicarnos en una mesa del Café Tacuba en un día lluvioso y con un rico café a un lado. A la manera de los matemáticos polacos cafeteros, platiquemos acerca de un artefacto mecánico al que hemos llamado volantín. Aparentemente esto no tiene nada que ver con el problema de la flotación, pero en realidad este artefacto tiene una íntima relación con el problema 19 que planteó Ulam.
 
Los volantines
 
Si alguna vez ha estado usted en una feria le será muy fácil imaginar el siguiente artefacto o juego mecánico al que hemos llamado volantín. Este aparato no sólo ofrecerá, como la mayoría de los juegos mecánicos, ese vértigo o la maravillosa sensación de movimiento, sino que también exigirá habilidad mental y coordinación física para que funcione perfectamente.
 
 
El aparato está diseñado como sigue: cinco barras de metal o de madera del mismo tamaño engarzadas libremente en los extremos unas con otras (el ángulo entre las barras no tiene ninguna restricción). A la mitad de cada una de las barras se encuentra empotrada, en la misma dirección a éstas, una llanta, la cual permitirá que nuestro aparato se mueva. Un poco más arriba de la llanta, y en la misma dirección, estará acondicionada una silla, donde usted podrá sentarse al igual que las otras cuatro personas que estén esperando el turno para subirse a este juego (figura 1). En esta silla no hay volante alguno, pues usted no podrá decidir que dirección tome la barra, pero sí habrá un pedal de velocidad, un pedal de freno y una palanca de reversa o de avance. El juego consistirá en tener la habilidad de no parar en ningún momento el movimiento (claro está, mientras que su turno no termine), además, deberá coordinarse con los demás jugadores para no causar desastres, pues podría suceder algo parecido a lo que ocurre cuando uno rema en un lago y el compañero de paseo, al igual que usted, no cuenta con la coordinación física necesaria para mantener el curso de la barca, de manera que al cabo de un rato comienza uno a dar vueltas sin poderse dirigir a ningún lado.
 
 
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Figura 1 Figura 2

 
 
Una utilidad distinta que también podría tener el volantín (esto no es una promoción de venta de volantines, aunque creemos que podría dar buenos resultados) es la de ser usado como andadera para niños. Basta tener la misma estructura, sólo que en vez de contar con cuatro sillas en las barras, se pondría un adita mento para que el niño estuviera cómodamente sentado en medio. Le garantizamos que su niño no corre el riesgo de ser aplastado por las barras, además de que puede tenerlo en un espacio muy reducido, pues no podrá ir muy lejos y, gracias al diseño de este artefacto, creerá que está recorriendo todo el mundo.
 
 
 
Para alimentar su imaginación y pensando en lo que viene en seguida, elija la presentación que más le guste y agregue a su modelo un aditamento en cada junta de las barras que permita ir dibujando de distintos colores el movimiento del artefacto. A este volantín mejorado podríamos llamarlo volantín plus (figura 2).
 
 
 
Ahora tiene usted toda la información para ver a los volantines (o volantines plus) de manera abstracta, es decir, como un matemático los describiría. Un volantín está formado por cinco curvas, cada una de distinto color y con las siguientes propiedades: 1) las curvas están dibujadas por los vértices de un pentágono de lados iguales, y 2) el punto medio de cada uno de los lados del pentágono tiene velocidad paralela a los lados de dicho pentágono, es decir, el punto medio sólo puede avanzar si lo hace en la misma dirección de cada uno de los lados del pentágono.
 
Si pudo imaginar estos volantines no tendrá problema en generalizarlos, es decir, en evocar volantines de más o de menos barras, y preguntar: ¿existirán los volantines de dos barras? ¿Y los de tres u ocho? ¿Habrá algunos más interesantes que otros? Contestemos algunas de estas preguntas.
 
 
 
¿Cómo puede ser un volantín de tres barras? Pues así como para los volantines matemáticos necesitábamos un pentágono de lados iguales, aquí necesitaremos un triángulo equilátero, donde los puntos medios viajen a velocidad paralela a los lados del triángulo, del mismo modo que el modelo mecánico tendrá tres barras con sus tres sillas.
 
 
 
Puede demostrarse de manera muy sencilla (inténtelo usted) que el único movimiento posible de un triángulo equilátero con estas restricciones es un círculo (figura 3). De manera que si usted planeaba poner en su feria un volantín plus de tres barras, no logrará el éxito esperado, o si usted deseaba hacer una andadera con este modelo, sólo logrará marear a los niños, en pocas palabras, el volantín de tres barras y tres sillas es poco atractivo.
 
 
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Figura 3
 
 
 
Podríamos ilusionarnos un poco con los volantines de cuatro sillas, pues hay una gran variedad de cuadriláteros de lados iguales, así que, en principio, hay más alternativas para los volantines plus de cuatro barras. Pensemos qué cosa necesitamos para que este volantín tenga éxito. Podría suceder que al ponerlo en la feria, por más buenos y ágiles que sean los jugadores, no logren hacerlo avanzar, entonces, usted podrá reclamarnos que el volantín que le vendimos no funciona.
 
 
 
Comencemos con un cuadrilátero cualquiera, e intentemos darle un pequeño empujón inicial señalado con la flecha f1 en el vértice v1; ahora note que para que la llanta marcada con el número 1 que está en la barra 1 avance (de manera paralela) es indispensable que la flecha f2 sea una reflexión de la flecha f1 respecto de la primera barra, es decir, es necesario que el ángulo que forman las flechas f1 respecto de la barra 1 y f2 respecto de la barra 1 sean iguales —esta propiedad se llama reflexión, pues si pensamos a la barra como un espejo y a la primer flecha viéndose por este espejo, la flecha dos será el reflejo de la primer flecha— figura 4a).
 
 
 
 
Note que si la flecha 1 y la flecha 2 no están en esta posición la primer llanta no avanzará; de la misma manera, si queremos que la llanta dos avance necesitamos que la flecha f3 sea una reflexión de la flecha f2; si queremos que la tercer llanta avance, la flecha f4 tiene que ser una reflexión de la flecha f3, y, finalmente, para que la cuarta llanta avance la primer flecha f1 deberá ser una reflexión de la flecha f4. De manera que si todo lo anterior funciona, entonces el volantín funcionará, si no, instantáneamente éste se atasca y no habrá manera de moverlo (figura 4b).
 
 
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Figura 4a Figura 4b

 
 
 
Experimente usted tomando un cuadrilátero cualquiera y considere varias flechas iniciales; notará que hacer cumplir todas las condiciones anteriores es realmente difícil. De hecho, el único cuadrilátero que permite esta propiedad es el cuadrado, pues la geometría es clara en el sentido de que la suma de un número par de reflexiones es una rotación o, dicho de otra manera, un giro. Así, si usted arma su volantín de cuatro barras y le da empujones iniciales en todas las posibles direcciones no logrará hacer avanzar a su volantín en el primer instante, a menos que sea un cuadrado; y si queremos que se siga moviendo deberá ser un cuadrado todo el tiempo, en cuyo caso las llantas paralelas a las barras sólo se moverán en forma de un círculo y, por consiguiente, las curvas pintadas por los vértices también formarán un círculo, por lo cual este volantín no tendrá tampoco mucho éxito (figura 5).
 
 
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Figura 5

 
 
 
Las mismas condiciones que analizamos hace un momento para que los volantines de cuatro barras funcionaran deben de aplicarse a cualquier volantín de n barras, y la misma propiedad geométrica respecto de que la suma de un número par de reflexiones es una rotación, nos dice que la suma de un número impar de reflexiones es una reflexión, lo que nos diría en principio que cualquier volantín de n sillas, donde n es un número impar, se va a mover, solamente habría que averiguar en qué dirección hay que darle en empujón inicial para asegurarnos que el volantín funcione.
 
 
 
Regresemos a los volantines originales de cinco barras. En este caso y con la idea de que cualquier volantín con un número impar de barras avanza, nos preguntaríamos: ¿cuántos posibles volantines de cinco barras existirán? Dicho de otra manera, ¿cuántos pentágonos de lados iguales existen? Resulta que hay una infinidad de ellos, más aún, si analizamos con cuidado las propiedades que necesita todo volantín para funcionar, es decir, si estudiamos las propiedades dinámicas de estos objetos, es posible, por un lado, determinar cuáles son las ecuaciones diferenciales que los rigen en todo momento y, por el otro, encontrar las condiciones iniciales necesarias para que en cada caso el volantín avance.
 
 
 
Veamos algunas imágenes obtenidas de los volantines (figuras 6, 7 y 8). ¿Qué sucedería si tomamos como condición inicial un pentágono regular (de ángulos iguales)? Note que en el primer instante éste arrancará como un círculo; ¿se deformará después de un tiempo? Una de las propiedades que tienen los volantines es que preservan el área del polígono inicial, es decir, si comienza con un pentágono de área A0 y lo echa a andar como volantín, al cabo de un tiempo arbitrario, si usted detiene el volantín y calcula el área del pentágono que quedó, el área de éste será A0. Por otro lado, existe un teorema en geometría que dice que de todos los polígonos de lados iguales, aquellos que tienen la mayor área son los polígonos regulares; de manera que si comenzamos con un pentágono regular y lo echamos andar como volantín, tendrá que preservar el área, que es máxima en todo momento, así el volantín estará dibujado por un pentágono regular que no puede deformarse, lo que implica que su movimiento corresponde al de un círculo.
 
 
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Figura 6 Figura 7 Figura 8
 
 
 
 
Note que en la figura 8 cada una de las curvas pintadas por los vértices del volantín se cierra en ella misma, y que las cinco curvas son entidades distintas. Por otro lado, en los ejemplos de las figuras 6 y 7 cada una de las cinco curvas dibujadas por los vértices ni se cierran ni coinciden. Observe que para el caso de los volantines de tres y de cuatro barras (figuras 3, 4a, 4b y 5), o en el caso del volantín de cinco barras que toma como condición inicial un pentágono regular, las curvas dibujadas por los vértices forman círculos, los cuales se empalman unos sobre otros. ¿Será que existen pentágonos iniciales (distintos del pentágono regular) en donde cada una de las curvas dibujadas por estos vértices se cierre y coincidan todas con todas? Este tipo de volantines se llaman volantines de Zindler, y para nosotros, como veremos más adelante, son muy especiales; de hecho, este tipo de volantines son difíciles de encontrar pero existe toda una técnica para hallarlos. Veamos dos ejemplos que, junto con los anteriores, serían divertidos ejemplares para la feria (figuras 9 y 10).
 
 
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Figura 9 Figura 10

 
 
 
Si usted echa a volar por un momento su imaginación notará que si el volantín de cinco barras es ya suficientemente complicado, entre más barras agregue será más complicado aún, sobre todo si tiene un número impar de lados. De hecho aunque se conocen las ecuaciones diferenciales que los rigen y se saben algunas propiedades de ellos, aún no se conocen por completo.
 
 
 
Ahora pensemos un poco cómo serían los volantines de dos barras. Resulta que los volantines de dos barras son muchísimos; de hecho cualquier volantín de n barras contiene varios volantines de éstos. Detengámonos un momento en la estructura mecánica del volantín de dos barras; este modelo tiene una sola silla, pues la primer barra debe estar engarzada con la segunda y la segunda con la primera, así que no permiten más que un solo jugador, lo cual no hace a este volantín menos atractivo. Note que este modelo de dos barras no sirve de andadera, ya que los niños quedarían inmediatamente apachurrados. Veamos algunos ejemplos que el jugador de un volantín plus puede pintar si sigue bien las reglas.
 
 
 
El ejemplo más sencillo es la línea recta, en donde cada vértice dibuja la misma línea y el punto medio se mueve también de manera paralela a las barras. Otro ejemplo sencillo es el círculo dibujado por los vértices como si fuera un compás doble. Otros ejemplos no tan sencillos son las figuras llamadas figuras de Zindler, las cuales, a pesar de que tienen propiedades muy interesantes, no describiremos aquí, pero el lector interesado puede encontrar información sobre ellas en otros de nuestros trabajos. Las figuras 11 y 12 nos muestran dos de estos ejemplos; las dos barras dibujadas en cada una de ellas nos muestran a la misma barra en dos tiempos distintos.
 
 
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Figura 11 Figura 12

 
 
 
Estos volantines nos recuerdan a los espirógrafos que venden en la calle. Por cierto, por qué no pedimos otro café y platicamos ahora de lo prometido, es decir, de la relación de los volantines con el problema de la flotación de los cuerpos.
 
El problema de la flotación
 
Existe una versión bidimensional del problema de la flotación que se refiere a figuras planas y no a sólidos; físicamente podemos pensar en un cilindro de densidad uniforme y suponer que mientras su eje permanezca paralelo a la superficie del agua éste flote en equilibrio sin voltearse o moverse, en cualquier posición en la que se deje. O pensar en una figura plana en donde el agua es plana también; entonces la pregunta diría, en el primer caso, ¿deberá ser este cilindro necesariamente circular?, o, en el segundo caso, ¿deberá ser esta figura de manera necesaria un círculo? De aquí en adelante será precisamente en esta versión bidimensional en donde centraremos nuestra atención.
 
 
 
Antes de continuar pongamos en claro algunas cosas. Primero, la noción de densidad uniforme se refiere a que estamos pensando en cilindros hechos de manera homogénea del mismo material, todo de madera o todo de plástico, etcétera. Esta densidad se mide con un número, al que llamaremos ρ; entonces, si consideramos una figura Φ de área A y la ponemos a flotar en varias posiciones, el hecho que la densidad de Φ sea ρ significa simplemente que la parte que está bajo el agua tiene un área ρA; por ejemplo, si la densidad es Φ, esto significará que al ponerla a flotar en cualquier posición, el área de la parte mojada es siempre la mitad del área total.
 
 
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Figura 13

 
 
 
Si pedimos además que la figura flote en equilibrio en cualquier posición Φ la Ley de Arquímedes nos dice que esto significa que la línea que pasa por el centro de masa G de la figura, y por el centro de masa de la parte de la figura que está bajo el agua es perpendicular a la línea del agua (figura 13). Quisiéramos proponerle un interesante experimento: deje usted flotar a Φ en una posición dada; pinte de rojo el punto en donde se encuentra el centro de masa de la parte que está bajo el agua; cambie de posición y marque con un segundo punto rojo el centro de masa de la parte que en esta nueva posición se encuentra bajo el agua; cambie de nuevo de posición y repita esta operación para obtener un tercer punto. Si usted se queda toda la noche marcando de esta manera puntos rojos, notará que éstos, poco a poco, irán describiendo una curva roja a la que llamaremos la curva de los centros de masa y que tiene las propiedades que dedujo Auerbach hace mucho tiempo (figura 14).
 
 
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Figura 14
 
 
 
Si coloca de nuevo la figura en una posición dada y por el punto rojo correspondiente pinta una línea azul que sea paralela al nivel del agua, obtendrá los siguientes resultados. Utilizando un poderoso microscopio con mucho aumento, pero cuyo campo visual permita ver sólo una pequeña parte de la figura alrededor de este centro de masa, será prácticamente imposible distinguir la línea azul de la curva roja de los centros de masas.
 
 
 
En términos matemáticos esto significa que por cada punto de la curva de los centros de masa, la tangente a la curva es paralela a la correspondiente línea del agua.
 
 
 
Observe ahora con cuidado la curva roja de los centros de masa, note que ésta está muy curvada en algunas partes y poco curvada en otras. ¿De qué dependerá qué tan curvada sea la curva? La respuesta es verdaderamente sorprendente y como todas las cosas profundas muy simple.
 
Note primero que si colocamos la figura en una posición, el nivel del agua dibuja una línea sobre la figura, la cual llamaremos cuerda de flotación. Resulta que la curvatura de la curva roja en un punto depende única y exclusivamente de la longitud de la cuerda que en este momento está marcando la línea del agua, es decir, si esta cuerda es larga la curva roja será poco curvada, y si la cuerda es pequeña la curva roja en el correspondiente punto será muy curvada. Es por demás decir que si la curva tiene siempre la misma curvatura entonces la longitud de todas las cuerdas de flotación será siempre igual y viceversa.
 
 
 
Una vez que sabemos esto podemos deducir que el hecho de que una figura flote en equilibrio en cualquier posición es lo mismo que decir que la curva roja es un círculo. Puesto que, de acuerdo con la ley de Arquímedes, la figura está en equilibrio en cualquier posición si y sólo si la línea que pasa por el centro de masa de la figura y un punto de la línea roja es perpendicular a la línea del agua, que por lo anterior es paralela a la tangente de la curva roja de los centros de masa. Si medita usted un minuto notará que esto implica que una figura flota en equilibrio en cualquier posición si y sólo si todos los rayos que salen del centro de masa de la figura son perpendiculares a la curva de los centros de masa.
 
 
 
Si usted dibuja una curva con la propiedad de ser perpendicular a todos los rayos que salen de un punto fijo verá que la única posibilidad es que esta curva sea un círculo con centro en este punto. Así, pues, una figura está en equilibrio en cualquier posición si y sólo si la curva roja de los centros de masa es un círculo. En particular el círculo satisface esto.
 
 
 
Por otro lado, también sabemos que si la curva roja de los centros de masa es un círculo entonces tiene la misma curvatura en todo punto si y sólo si todas las cuerdas de flotación miden lo mismo. Así hemos llegado a la siguiente conclusión: da exactamente lo mismo decir que una figura flota en equilibrio en cualquier posición que decir que la longitud de todas las cuerdas de flotación miden lo mismo.
 
 
 
Volvamos a pensar en una figura cualquiera (no necesariamente que flote en equilibrio en cualquier posición y por lo tanto con cuerdas de flotación de distinto tamaño) y pensemos ahora el siguiente experimento. Deje de nuevo flotar a la figura en alguna posición fija y observe la cuerda de flotación. Pinte de verde el punto medio de esta cuerda de flotación; cambie de posición y vuelva a pintar de verde el punto medio de la nueva cuerda. Si usted tiene la paciencia de repetir este procedimiento para muchas posiciones irá observando que estos puntos verdes van formando una curva verde de los puntos medios (figura 15).
 
 
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Figura 15

 
 
 
Tomemos de nuevo nuestro microscopio y observemos que alrededor de uno los puntos verdes resulta que es casi imposible distinguir a través del microscopio la curva verde y la línea del agua. Dicho de otra manera, la línea de agua es tangente a la curva verde de los puntos medios y esta propiedad es la que traduce el hecho de que la figura tenga densidad uniforme. Es decir, el hecho de que la línea del agua deje de un lado regiones con la misma área ρA es lo mismo que decir que la velocidad de la curva de puntos medios de las cuerdas es paralela a las cuerdas.
 
 
Ahora, la relación con los volantines de Zindler es obvia. Imagine usted que todas las curvas que dan lugar a nuestro volantín formaran una sola curva, entonces ésta tendrá la maravillosa propiedad de que todas las cuerdas de la figura que pasan por los lados del pentágono o polígono de n lados pueden ser pensados, por lo antes visto, como las cuerdas de flotación de la figura, y como éstas tienen la misma longitud, la correspondiente curva roja de los centros de masa es un círculo, y por lo tanto la figura flota en equilibrio en cualquier posición.
 
 
 
Con esto tenemos que las figuras de Zindler, ejemplos 11 y 12, son figuras que flotan en equilibrio para densidad Φ, distintas del círculo, lo cual nos hace probar que la conjetura de Ulam es falsa. Por otro lado, desafortunadamente los volantines de Zindler de las figuras 9 y 10 no son ejemplos de figuras que flotan en equilibrio en cualquier posición, pues en el primer caso la figura tiene como inconveniente que las barras del volantín no son interiores a la figura, lo cual no permite que las correspondientes cuerdas sean de flotación, y en el segundo caso, la figura se cruza a ella misma de manera que no es propiamente una figura.
 
 
 
De cualquier forma todo lo anterior se traduce entonces a que, encontrar volantines de Zindler simples (sin autointersecciones) con cuerdas interiores distintas del círculo nos dan ejemplos
de figuras que flotan en equilibrio en cualquier posición. Si usted encuentra un volantín de Zindler en donde sus n barras son interiores y no tiene autointersecciones, no sólo se hará rico con las ganancias de su juego, sino que podríamos incluir su hallazgo en nuestro libro del
Café Tacuba.Chivi55
Referencias bibliográficas
 
Auerbach, H., 1938, “Sur un probléme de M. Ulam concernant l’ equilibre des corps flottant”. Studia Math. 7: 121-124.
Boltyanskii,V.G. and Yaglom, I.M., 1961, Convex Figures, Holt, Rinehart and Winston, Nueva York.
Bracho J., Montejano L., Oliveros D., “Carrousels, Zindler Curves and the floating Body Problem” (artículo enviado a revisión en junio 1998).
Mauldin. R.D., 1981, The Scottish Book; Mathematics from the Scottish Café, Birkauser, Boston.
Montejano P. L., 1989, La Cara Oculta de las Esferas. Colección La Ciencia desde México, núm. 75. Fondo de Cultura Económica, México.
Oliveros B.D., 1997, Los Volantines: sistemas dinámicos asociados al problema de la flotación de los cuerpos. Tesis de doctorado, Facultad de Ciencias unam.
 

Deborah Oliveros
Instituto de Matemáticas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Luis Montejano
Instituto de Matemáticas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo

Oliveros, Déborah y Montejano, Luis. (1999). De volantines, espirógrafos y flotación de los cuerpos. Ciencias 55, julio-diciembre, 46-53. [En línea]

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