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Biotecnología agrícola en el mundo en desarrollo: mitos, riesgos y alternativas
 
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Miguel A. Altieri
   
               
               
Las compañías de biotecnología con fre­cuencia proclaman
que los orga­nis­mos genéticamente modificados, en es­pecial las semillas, son un des­cu­bri­miento científico importante y ne­ce­sa­rio para alimentar al mundo y re­du­cir la pobreza en los países en desarrollo. La mayoría de los organis­mos interna­cionales de todo el mundo que tienen a su cargo las políticas y la investigación tendientes a incrementar la seguridad alimentaria en el mundo en desarrollo se adhieren a es­te punto de vista que descansa en dos premisas críticas. La primera es que el hambre se debe a que existe una bre­cha entre la producción de ali­men­tos y la densidad de población o su ta­sa de crecimiento. La segunda es que la ingeniería genética es el único o el mejor camino para incrementar la pro­ducción agrícola, y por tanto para solventar las necesidades futuras de alimentos. Un punto de partida para es­clarecer estos conceptos erróneos es comprender que no existe relación en­tre el hambre prevaleciente en un de­terminado país y su población. Por ca­da nación densamente poblada y ham­brien­ta, como Bangladesh o Haití, existe una nación hambrienta con po­ca densidad de población, como Brasil o Indonesia. El mundo produce hoy, como nunca, más alimento por ha­bi­tan­te. Existe suficiente alimento dis­­po­­ni­ble para proporcionar casi dos ki­los por persona, diariamente: más de un kilo de grano, legumbres y nueces; alrededor de medio kilo de carne, leche y huevos y otro de frutas y verduras.

La producción mundial de granos en 1999 habría sido suficiente para ali­­mentar a una población de ocho mil mi­llones de personas —en el año 2000 el planeta tenía seis mil millones de ha­bitantes— de haber sido equitativa­­men­te distribuida o no hubiera sido em­pleado como alimento para ani­ma­les. En Estados Unidos, tres de cada 4.5 kilos de grano son para ali­men­to de ani­ma­les. Algunos países co­mo Bra­sil, Pa­raguay, Tailandia e In­do­ne­sia de­di­­can miles de hectáreas de tie­rras agrí­co­las a la producción de soya y yu­ca que se exporta a Europa co­mo ali­­men­to pa­ra ganado. Si se canali­za­ra una tercera par­te del grano pro­du­ci­do en to­do el mundo hacia los pue­blos nece­sitados, instantáneamen­te cesaría el ham­bre.

La globalización también es un fac­tor de hambre, especial­­men­te cuan­do los países en desarrollo adop­tan po­lí­ti­cas de libre comercio (ba­­jan­do los aran­celes y permitiendo el flu­jo de bie­nes procedentes de los países in­dus­tria­lizados), amparados por insti­tu­cio­nes internacionales de crédito. La experiencia de Haití, uno de los paí­ses más pobres del mundo, es un claro ejem­­plo de ello. En 1986, la mayoría del arroz consumido en Haití había si­do cultivado en la isla y se importaban sólo 7 000 toneladas. Inmediata­­men­te después de abrir su economía al mun­do, empezó a llegar a la isla arroz más barato procedente de Estados Uni­dos, donde la industria arrocera está sub­si­diada. En 1996, Haití importaba 196 000 toneladas de arroz extranjero a un cos­to de 100 millones de dólares al año. La producción arrocera hai­tia­na pasó a un segundo término una vez que la dependencia del arroz extranjero fue total y el costo del arroz subió dejando gran parte de la población pobre al ca­pricho del alza de los precios del gra­no a nivel mundial. El ham­bre aumentó.

Las causas reales del hambre son la pobreza, la desigualdad y la falta de acceso al alimento y a la tierra. Hay de­masiada gente, demasiado pobre (al­rededor de dos mil millones de per­­so­nas sobreviven con menos de un dó­lar al día) para comprar el alimento dis­ponible, a menudo mal distribuido, o que carece de tierra y de recursos pa­ra cultivarla. Dado que la verdadera raíz de la causa del hambre es la desi­gual­dad, cualquier método para fo­men­tar la producción de alimentos que la agu­dice está destinado a fallar en el in­ten­to por reducirla. Por el con­trario, lo que realmente pue­de acabar con el hambre son las tec­no­logías que están a favor de los pobres y que produ­cen efectos positivos en la distribución de la riqueza, los in­gre­sos y los bienes. Afortunadamente, estas tec­no­logías existen, y se pueden agrupar li­bre­men­te bajo la disciplina de la agro­eco­logía, cuyo potencial ha sido ampliamente demostrado.Además, atacar frontalmente la des­igualdad mediante verdaderas reformas agrarias crea la esperanza de au­men­to en la productividad que sobrepasa el potencial de la biotecnología agrícola. Mientras las propuestas de la industria a menudo pronostican para un futuro 15, 20 o incluso 30% de ganancias mediante la biotecnología, los pequeños agricultores producen hoy de 200 a 1 000% más por unidad de área que los gran­des agricultores de todo el mundo.

Es crítico comprender que la mayor parte de las innovaciones en la bio­tecnología agrícola han sido enfo­ca­das más bien a obtener ganancias que a cubrir necesidades. El gran im­pul­so de la industria de la biotecnología ge­né­ti­ca no es el hacer la agricultura más pro­­duc­tiva, sino generar be­­ne­fi­cios. Esto se puede ilustrar revi­san­do las principales tecnologías dis­po­­ni­bles en el mercado actual, que son los cul­tivos resistentes a her­bi­ci­das como las semillas de soya Round­up Ready de Monsanto, que son tolerantes al her­bi­­ci­da Roundup de Monsanto, y los cul­tivos Bt (Bacillus thuringien­sis) que es­tán genéticamente modificados para producir su propio insecticida.

En primera ins­tancia, es claro que la meta es ganar una mayor distribución en el mercado de her­bicidas de un producto de su propiedad y, en se­gunda, se trata de fomentar la venta de se­mi­lla, sin tomar en cuenta el ries­go de dañar la uti­li­dad que representa el uso de un pro­­duc­to clave contra las plagas (Bacillus thuringiensis, un in­secticida básicamente microbiano) en el cual confían mu­chos agricultores, incluso los agricul­to­res orgánicos, por ser una importante alternativa a los in­secticidas químicos. Estas tec­no­lo­gías responden a la nece­si­dad de las compañías de biotecnología de in­ten­sificar la dependencia de los agri­cul­­to­res a las semillas protegidas por los llamados “derechos de pro­piedad in­te­lectual” que entran en con­flic­to di­rec­tamente con los antiguos derechos de los agricultores para repro­du­cir, dis­tri­buir y almacenar semillas.

Las cor­poraciones buscan que los agricultores compren los más recientes insumos y prohiben que compren o vendan se­mi­llas. En Estados Unidos, los agri­cul­to­res que adoptan se­mi­llas de soya trans­génicas deben firmar un acuerdo con Monsanto; si siembran se­mi­lla de soya transgénica al año si­guiente, la mul­ta es de casi 3 000 dó­la­­res por cada me­dia hectárea y, de­pen­diendo de la superficie, les puede costar sus tierras y su modo de subsistencia. Mediante el control del germoplasma a partir de la semilla que se va a ven­der y for­zan­do a los agri­­cul­to­res a pagar precios in­flados por los paque­tes de semilla quí­mica, las com­pa­ñías han tomado la determinación de obtener el mayor ren­dimiento de su inversión.

¿Aumentan la productividad?

Un importante argumento adelantado por quienes proponen la biotecno­lo­gía es que una de las principales ca­­­rac­terísticas de los cultivos trans­gé­ni­cos es el aumento sustancial en el ren­di­mien­to. Aun cuan­do los da­tos pro­ce­den­tes del mundo en desa­rro­llo son escasos, un informe de 1999 elaborado por el Departamento de Agri­cul­­tu­ra de Estados Unidos y el Ser­vi­cio de In­vestigación Económica, en donde se ana­lizaron los datos de 12 y 18 com­bi­na­ciones de region/cultivo recopilados en 1997 y 1998, resultó con­clu­yen­te al respecto. Los cultivos vigilados fue­ron maíz y algodón Bt y maíz, al­go­dón y so­ya tole­ran­tes a los herbicidas (ht por sus si­glas en inglés) y sus con­tra­par­tes no modificadas.

En 1997, en siete de doce combi­na­ciones región/cultivo, la diferencia del rendimiento no fue significativa en­tre los cultivos genéticamente modificados y los no modificados. Cuatro de doce regiones mos­tra­ron incre­mentos importantes (de 13 a 21%) en el rendimiento de los cul­tivos modificados versus los no modificados (fri­jol de soya ht en tres regiones y al­go­dón Bt en una región). El algodón ht en una región mostró una impor­tan­te re­ducción en el rendimiento (12%) en comparación con sus contrapartes no modificadas.

En 1998 en 12 de 18 combinaciones región/cul­ti­vo la producción no fue sig­ni­fi­cativamente diferente entre los cul­ti­vos no modificados y los mo­di­fi­ca­dos. En cinco combina­cio­nes cul­­ti­vo región (maíz Bt en dos regiones, maíz ht en una región y al­go­dón Bt en dos regiones) los cultivos mo­di­fi­ca­dos mostraron im­por­tan­tes incre­men­tos en la produc­ti­vi­dad (de 5 a 30%) so­bre los no modificados, pero tan só­lo bajo la presión del gorgo­jo del maíz europeo, el cual es es­po­­rádico. El al­go­dón ht (glifosato-tole­rante) fue el úni­co cultivo genéticamente mo­di­fi­cado que mostró un crecimiento poco im­por­tan­te en su pro­duc­tividad en to­das las regiones. En 1999, inves­ti­ga­do­res del Instituto de Agri­cul­tura y Re­­cur­­sos Naturales de la Uni­ver­si­dad de Ne­braska cultivaron cinco dife­ren­tes va­riedades de semillas de soya Mon­­san­to junto con sus especies em­pa­ren­tadas tradicionales más cercanas y las va­rie­dades tradicionales de más alto ren­di­miento; esto se llevó a ca­bo en cua­tro locali­dades del estado, tanto en tie­rras secas como en campos irri­ga­dos. Los in­vestigadores en­con­­tra­ron, en pro­me­dio, que aun cuan­do las va­rie­da­des ge­néticamente modifi­cadas eran más ca­ras, producían seis por cien­to me­nos que sus parientes más cer­ca­nos no mo­dificados ge­né­ti­ca­­men­te y 11% menos rendimiento que el más al­to de los cultivos tradi­cio­na­les. Al­gu­nos in­for­mes proce­den­tes de Ar­gen­ti­­na mues­tran los mismos re­sul­ta­dos en cuanto a que no ha ocu­rrido un au­men­to en la productividad con semillas de so­ya ht, lo que al parecer pre­sen­ta una caí­da en la produc­ción a nivel mundial.
 
¿Benefician a los agricultores pobres?

La mayoría de las innovaciones tec­no­lógicas disponibles hoy día no toman en cuenta a los campesinos pobres, pues estos agricultores no están en ca­­pa­ci­dad de costear las semillas pro­te­gidas por patentes pertenecientes a las cor­po­raciones de biotecnología. Ade­más, la posibilidad de ampliar la tecnología mo­der­na para proporcionar recursos a los campe­si­nos ha sido limitada históricamente por obstáculos ambientales conside­ra­bles. Alrede­dor de 850 millones de per­sonas viven en tierras amenazadas por la desertificación; otros 500 mi­llo­nes de personas residen en tierras muy di­fíciles de cultivar debido a la pen­­dien­te de sus tierras. Además, la mayoría de la vida rural pobre entre el Trópico de Cáncer y el Trópico de Capricornio se desa­rro­lla en re­­giones que serán más vul­ne­rables a los efectos del calenta­mien­to glo­bal. En tales medios sería preciso con­tar con una plé­tora de tecnologías lo­ca­les baratas y accesibles para propiciar, en vez de li­mitar, las opciones de los agri­­cul­to­res, tendencia que inhi­­be la tec­­no­logía con­trolada por las cor­pora­ciones.

Muchos investigadores en biotecnología se han comprometido a combatir los problemas asociados a la pro­duc­ción de alimentos en esas zonas mar­ginales mediante el desarrollo de cul­tivos genéticamente modificados con características consi­deradas de­sea­bles para los pequeños agricultores, tales como un incre­mento en la com­petitividad contra las ma­le­zas y tolerancia a las sequías. Estos nuevos atributos, sin embargo, no necesaria­men­te serán una panacea. Algunas ca­­racterísticas tales como la tolerancia a la sequía son poligénicas, lo que quie­re decir que están de­ter­mi­nadas por la interacción de múl­ti­ples genes. En consecuencia, el de­sarrollo de cultivos con estas carac­terísticas es un com­plejo proceso que podría tomar por lo menos diez años. Y bajo estas cir­­cuns­tancias, la ingeniería genética no da algo a cambio de nada. Cuando se hace un mal trabajo con múltiples ge­nes para crear una característica de­seada, inevitablemente se acaba por sa­crificar otras características tales co­­mo la productividad. El uso de una plan­­ta tolerante a la sequía aumentaría la productividad del cultivo tan só­lo en 30 o 40%. Cualquier in­cremento adicional a la producción tendría que provenir más bien de prácticas ambientales mejoradas (tales como el almacenamiento de agua o aumen­tan­do la materia orgánica del suelo pa­ra tener una mejor retención de hu­me­dad) y no tanto de la manipulación gené­tica de características específicas.

Aun cuando la biotecnología con­tri­buya a obtener mayores cosechas, la pobreza no necesariamente decli­na­rá. Muchos campesinos de los países en desarrollo no tienen acceso al di­ne­ro en efectivo, al crédito, a la asis­ten­cia téc­nica o a los mercados. La lla­ma­da Re­volución Verde de los años cin­cuen­tas y sesentas no llegó a estos agricul­tores porque el mantener los nuevos cultivos alta­men­te pro­duc­tivos me­diante el uso de plaguicidas y fertili­zan­tes era demasiado costoso para los empobrecidos propietarios de tierras. Los datos con que contamos nos demuestran que, tanto en Asia co­mo en América Latina, los agricultores ricos, con tierras más extensas y me­jor dotadas, sacaban mayor provecho de la Revolución Verde, mientras que los agri­cultores de menores recursos so­lían ganar muy poco.

La “Revolución del gen” terminará repitiendo las mis­mas equivocaciones que su pre­de­ce­so­ra. Las semillas ge­né­tica­mente mo­dificadas están con­tro­­la­das por las corporaciones y prote­gi­das por patentes; en consecuencia, son su­ma­mente caras. Dado que muchos paí­ses en de­sarrollo todavía carecen de una estructura institucional y de cré­di­to blan­do necesario para proporcionar estas nue­vas semillas a los agricultores pobres, la biotecnología no hará más que exa­cerbar la marginalización.

Además, los agricultores pobres no encajan en el nicho de mercado de las empresas privadas, que se enfocan a las innovaciones tecnológicas para los sectores agrícolas y comerciales de las naciones industriales y en desa­rro­llo, donde estas corporaciones esperan un enorme rendimiento de su inversión en investigación. El sector pri­vado a menudo ignora importantes cul­ti­vos tales como la yuca, que es un pro­duc­to de primera importancia pa­ra 500 mi­llones de personas en to­do el mun­do. Los pocos campesinos que tengan acceso a la biotecnología se vol­ve­rán peligrosamente depen­dien­tes de la compra anual de semillas ge­né­ti­camente modificadas. Estos agri­cul­to­res tendrán que aceptar, por los one­rosos acuerdos de propiedad inte­lectual, no plantar semillas producidas a partir de una cosecha de plantas bio­ge­né­ticamente manipuladas. Estas es­tipulaciones son una afrenta a los agri­cultores tradicionales, quienes durante siglos han obtenido y dis­tri­bui­do semi­llas como parte de su le­ga­do cultural.

Algunos científicos y ciertas auto­ri­dades competentes sugieren que las grandes inversiones por medio de socios públicos y privados podrían ayudar a los países en desarrollo a adquirir la ca­pacidad local científica e institu­cio­nal para transformar la biotecnolo­gía, a fin de que llene las necesidades y las cir­cunstancias de los pequeños agri­cul­tores. Pero una vez más, los de­rechos intelectuales de las corporaciones sobre los genes y la tecnología de su clo­nación pueden complicar más aún las cosas. Por ejemplo, en Brasil, el ins­ti­tuto nacional de investigación (embra­pa) debe negociar acuerdos de lici­ta­ción con nueve diferentes compa­ñías antes de que una papaya resis­­ten­te a los virus, desarrollada por in­ves­ti­gado­res de la Universidad de Cornell, se pue­da otorgar a los campesinos.
 
Biotecnología, agricultura y ambiente

La biotecnología intenta paliar los pro­­blemas (como resistencia a pla­gui­­ci­das, contaminación, degradación de los suelos, etcétera) ocasionados por an­te­riores tecnologías agroquí­mi­cas pro­movidas por las mismas com­pa­ñías que ahora dirigen la bio­­rre­volu­ción. Los cultivos transgénicos desa­rro­llados para controlar las plagas si­guen muy de cerca el paradigma de usar un único mecanismo de con­trol (un pla­­gui­cida), lo cual, como se ha de­mos­tra­do, ha fallado una y otra vez con los insectos, los patógenos y las hier­bas malas. El tan discutido plan­tea­mien­to de “un gen-una plaga” tam­bién se verá fá­cil­men­te superado por plagas que con­ti­nua­men­te se adap­tan a las nuevas situaciones y hacen evo­lu­cionar los mecanismos de destoxificación.

Los sistemas agrícolas desarrollados con cultivos transgénicos favore­ce­­rán los monocultivos caracterizados por presentar peligrosos niveles de ho­mogeneidad genética, que llevan a una mayor vulnerabilidad de los sistemas agrícolas, a tensiones bió­ticas y abió­ti­cas. Promover monoculti­vos también de­teriorará los métodos ecológicos en agricultura, tales como la ro­­tación y los policultivos, lo cual agu­di­zará los problemas de la agricultura convencional.

Dado que las nuevas semillas ge­né­ti­camente modificadas reemplazan a las antiguas y tradicionales variedades y a sus parientes silvestres, el de­te­rio­ro genético se acelerará en el Ter­cer Mun­do. La tendencia ha­cia la uni­for­mi­dad no sólo destruirá la di­ver­­si­dad de los recursos genéticos, si­no que también afectará la complejidad bio­ló­gica que va implicita en la sus­ten­ta­bi­lidad de los sistemas agríco­las locales.

Existen muchas preguntas ecoló­gi­cas sin respuesta respecto del im­­pac­to que produciría liberar en el me­­­dio plantas transgénicas y mi­cro­or­ga­nis­mos, pero las pruebas disponibles su­gie­ren que es­tos impactos pueden ser muy graves. Entre los riesgos más im­portantes aso­cia­dos con las plantas ge­néticamente modificadas está la trans­ferencia no con­trolada a especies emparentadas con las plantas de los “transgenes”, así como los efec­tos eco­lógicos impredecibles que esto traería consigo.

Resistencia a los herbicidas

Queda claro que al crear cultivos re­sis­tentes a los herbicidas, una com­pa­ñía puede expandir mercados para sus productos químicos patentados (en 1997, 50 000 agricultores sembraron 3.6 millones de hectáreas de soya ht, lo que es equivalente a 13% de las casi 70 millones de hectáreas sembradas con so­ya en Estados Unidos). Los ob­serva­­do­res calcularon un valor de 75 mi­llo­nes de dólares estadunidenses para cultivos ht en 1995, que fue el pri­mer año que salieron al mercado, e indica­ron que para el año 2000 el mer­­cado será aproximadamente de 805 millones de dólares, lo cual represen­ta 61% de aumento.
 
El continuo uso de herbicidas, tales como bromoxinilo y glifosato (tam­­bién comocido como Roundup) que to­leran los cultivos resistentes a los her­bicidas, pueden desencadenar pro­­blemas. Es bien sabido, y se tienen do­cumentos de ello, que cuando un úni­co herbicida se usa repetidamente en un cultivo, las probabilidades de que se desarrolle resistencia al her­bicida en poblaciones de malezas aumenta mucho. Se han reportado al­re­de­dor de 216 casos de resistencia a plaguicidas en una o más familias de herbicidas químicos. Los herbicidas a base de triacina son los que cau­san más resistencia en cerca de sesenta especies de malezas.

El problema reside en que, dadas las presiones de la industria para au­mentar las ventas de herbicidas, se in­crementará el número de hectáreas tratadas con herbicidas de amplio espectro, pro­fundizando así el problema de la re­sistencia. Por ejemplo, se planea que el número de hectáreas tratadas con glifo­sa­to aumente a casi 60 millones de hectáreas. Aun cuando se considera que el glifosato causa me­nos resistencia a los herbicidas en las malezas, con el tiempo el uso continuo del herbicida seguramente dará co­mo resultado una mayor resistencia, aun cuando ésta sea más lenta, co­­mo ya se ha comprobado en las po­bla­ciones australianas de ballico, grama y trébol, Cirsium arvense y Eleu­sine indica.

Los herbicidas no sólo matan malezas

Las compañías afirman que si el bro­mo­xi­nil y el glifosato se aplican bien, se degradan rápidamente en el suelo, no se acumulan en las aguas del sub­sue­lo, no tiene efectos sobre los or­ga­nis­mos a los cuales no están diri­gi­dos y no dejan residuos en los ali­men­tos. Sin embargo, existen eviden­cias de que el bromoxinil causa malforma­cio­nes de nacimiento en los animales de laboratorio, es tóxico para los pe­ces y puede causar cáncer en los hu­ma­nos. Dado que el bromoxinil causa mal­for­maciones de nacimiento en los roedores y es absorbido a través de la piel, es probable que los agricultores y los trabajadores de granjas también corran riesgos. Asimismo, se ha re­­por­­tado que el glifosato es tóxico para al­gunas especies a las cuales no está di­rigido, que viven en el suelo; tanto pa­ra los predadores benéficos, como las ara­ñas, los aradores, los coleópteros y los escarabajos coccinélidos, los detri­tívoros, como son las lombrices de tierra, y los organismos acuáticos, in­clu­yendo los peces.
 
También surgen preguntas en cuan­to a la salvaguarda de los alimentos, pues este herbicida sufre una pequeña degradación metabólica en las plan­tas y se sabe que se acumula en frutos y tubérculos, y que hoy día más de 17 millones de kilos de este herbicida se usan anualmente tan sólo en Estados Unidos. Ade­más, las investigaciones do­cu­mentan que el glifosato parece ac­tuar del mismo modo que los anti­bió­ti­cos, alterando la biología del sue­lo de una manera que aún se descono­ce y, por tan­to, causando efectos tales como la re­ducción de la facultad de fijar el nitrógeno de la soya y del trébol, hacer más vul­nerables a las en­fer­me­da­des a las plan­tas de frijol, y reducir el cre­cimiento de hongos micorrícicos be­néficos que vi­ven en la tierra, los cua­les son la clave pa­ra ayu­dar a las plantas a extraer el fós­foro del suelo.

La creación de supermalezas

Aun cuando existe alguna preocupación de que los cultivos transgénicos pue­dan convertirse en malezas, hay un riesgo ecológico mayor, y es que la liberación a gran escala de cultivos trans­génicos puede propiciar una trans­ferencia de transgenes de los cultivos hacia otras plantas que también po­drían convertirse en malezas. Los trans­genes que representan un adelanto bio­lógico importante pueden trans­for­mar las plantas de hierbas silvestres en nuevas o peores malezas. El pro­ce­so biológico preocupante aquí es la in­trogresión, es decir, la hibrida­ción en­tre diferentes especies de plan­tas. Los hechos nos indican que ya es­tán ocu­rriendo estos intercambios gené­ti­cos entre las plantas silvestres, las ma­­le­zas y las cultivadas. La inci­den­cia en la especie de sorgo Sorghum bi­color, un pariente silvestre del sorgo, y el flujo de genes entre el maíz y el teo­cintle, demuestran el potencial que existe de que las plantas empa­­ren­ta­das con ciertos cultivo los con­vier­tan en ma­le­zas peligrosas.

Esto es preocupante dado que en Estados Unidos un nú­mero de cultivos se siembra a una distancia muy cor­ta de los parientes silvestres com­pa­tibles. Es preciso tener cuidados ex­­tre­mos en los sistemas de plantas que se prestan a una polinización cruzada fá­cil, tales como la avena, la cebada, el gi­rasol y sus parientes silvestres, y en­tre la semilla de colza y sus parientes cru­cíferos. En Europa existe una gran preocupación respecto de la posibilidad de transferencia de polen de genes ht de las semillas oleaginosas de Bras­sica a Brassica nigra y Sinapsis ar­vensis. También existen cultivos que se siembran cerca de plantas silvestres que no son parientes cercanos pe­ro que pueden tener cierto grado de com­pa­ti­bi­li­dad cruzada, tales como las cruzas de Raphanus raphanistrum x. R. Sativus (rábano) y la Grass x John­son de sorgo maíz. Los efectos en cas­cada que producen estas transferencias pue­den, en última instancia, significar cam­bios en la estructura de las co­mu­nidades de plantas. Los intercambios de genes causan gran temor en los cen­tros de diversidad, donde se ha vis­to que en los sistemas de cultivo con bio­diversidad es muy alta la probabilidad de que ciertos cultivos transgénicos sean sexualmente compatibles con pa­rientes silvestres.

La transferencia de genes de cul­ti­­vos transgénicos a cultivos orgánicos plantea un problema específico a los agricultores orgánicos, dado que la cer­­tificación de orgánico depende de que los cultivadores puedan garantizar que sus cultivos no tienen genes in­ser­ta­dos. Los cultivos capaces de mul­ti­pli­car­se, tales como el maíz o la se­milla oleaginosa de nabo, se verán afec­ta­dos en mayor medida, pero en realidad to­dos los agricultores orgánicos corren el riesgo de contaminación genética, puesto que no existen normas que obli­­guen a guardar un mínimo de distancia que aísle los campos transgénicos de los orgánicos.

En conclusión, el hecho de que la hi­bridación y la introgresión especí­fi­cas sean comunes a especies tales co­mo el girasol, el maíz, el sorgo o la se­milla oleaginosa de nabo, el arroz, el tri­go y las papas, sienta las bases pa­ra que ocurra el flujo esperado de genes entre los cultivos transgénicos y sus parien­tes silvestres y se creen nuevas malezas resistentes a los herbicidas. Los cien­tí­fi­cos están de acuer­do en que los cul­ti­vos transgénicos pueden, even­tual­men­te, hacer silves­tres los trans­genes cuando se introdu­cen en las po­bla­cio­nes de los parientes silvestres que vi­ven en libertad. Los desacuerdos radican en qué tan serios son los impactos de dicha trans­ferencia.

Los cultivos resistentes a insectos

De acuerdo con la industria de la bio­tec­nología, la promesa es que los cul­ti­vos transgénicos con genes Bt injer­ta­dos remplazarán a los insecticidas sintéticos utilizados actualmente para con­trolar las plagas de insectos. Pero es­to no queda claro porque la mayoría de los cultivos padecen una diver­si­dad de plagas por insectos y, por tan­to, los insecticidas tendrán que seguir aplicándose para controlar las plagas de insectos no lepidópteros, los cuales no son susceptibles a la toxina Bt especí­fi­ca del cultivo. De hecho, en un in­for­me reciente se menciona un aná­lisis del uso de plaguicidas en una es­ta­ción de siembra de Estados Unidos prac­ticado en 1997, con 12 combina­cio­nes region/culti­vo, el cual de­mues­tra que en siete lugares no se observó una diferencia estadís­ti­ca­mente sig­ni­fi­cati­va en el uso de pla­guicida en los cul­ti­­vos Bt versus los cul­tivos no Bt. En el delta del Mississippi se usaron de ma­nera impor­tan­te más plaguicidas en los cultivos de algodón Bt que en los cultivos de algo­dón no Bt.

Por otra parte, se ha reportado que muchas especies de lepidópteros han desarrollado resistencia a la toxina Bt, tan­to en el campo como en pruebas de laboratorio, lo que sugiere que los pro­blemas más importantes en cuanto a resistencia se de­sarrollan probablemente en los cultivos Bt, debido a que la continua especificidad de la to­xina crea una fuerte presión se­lecti­va. Ningún entomólogo serio se cues­tiona si la resistencia se desarrolla o no, el problema es qué tan rápido ocu­rre. De hecho, los científicos ya han detectado en algunos insectos un desarrollo de “resistencia conductual”, ya que debido a la desigual distribución de la toxina en la hoja del cultivo, éstos atacan partes de los tejidos (o par­ches) con concentraciones bajas de toxina.

Con el fin de retrasar el inevitable desarrollo de insectos resistentes a los cultivos Bt, los ingenieros biogenéticos están creando una combinación de plantas de transgénicos y no trans­gé­ni­cos (llamados refugios) para retrasar la evolución de la resistencia entre los insectos. Aun cuando los refugios deben cubrir por lo menos 30% del área de cul­ti­vo, de acuerdo con los miembros de la Campaña para Salvaguardar los Alimentos, el nuevo plan de Mon­san­to sólo contempla un 20%, incluso cuando se tenga que usar in­sec­ticidas. Es más, el plan no propor­cio­na detalles para saber si los refugios se deben plantar a un lado del cultivo trans­génico o a una distancia que los estudios sugieren podría ser menos efectivo. Además de los re­­fu­gios que requieren una coordinación regional entre los agricultores —algo difícil de lograr—, la mayoría de los agri­cultores pequeños o medianos ten­drían que dedicar más de 30 o 40% de su área de cultivo a los refugios —lo cual no parece viable, especial­men­te si los cultivos en dichas áreas tienen que soportar grandes daños por plagas.

Los agricultores que enfrentan el ma­yor riesgo por el desarrollo de la re­­sistencia de los insectos al Bt se están acercando a los agricultores orgánicos que cultivan maíz y soya sin pro­­­duc­tos agroquímicos. Una vez que apa­rezca la resistencia en las pobla­cio­nes de insectos, los agricultores or­gá­ni­cos ya no podrán usar Bt como in­sec­ti­ci­da microbiano para controlar las plagas de lepidópteros que se desplazan desde los campos transgénicos que los rodean. Además, la contami­na­ción ge­nética de los cultivos orgánicos que ocurre por el flujo de genes, por polen, de los campos transgénicos pue­de poner en peligro la certificación de los cultivos orgánicos, y por tan­to los agricultores pueden perder mercados importantes. ¿Quién va a com­pensar a los agricultores orgánicos por estas pérdidas?

La historia de la agricultura nos di­ce que las enfermedades de las plan­­tas, las plagas de insectos y las malezas se hacen más severas con el desa­rro­llo de monocultivos, y que los cul­ti­vos manejados y manipulados gené­ti­ca­men­te pronto pierden su diversidad ge­­né­ti­ca. Sin embargo, no hay razón pa­ra creer que la resistencia a los cul­tivos transgénicos no va a evolucionar en los insectos, las malezas y los pa­tó­genos, tal como ya sucedió con los pla­guicidas. Cualesquiera que sean las es­tra­te­gias que se empleen para ma­ne­jar la resistencia, las plagas se van a adaptar y a sobreponer a los apremios agrícolas. Los estudios realizados acer­ca de la resistencia a los plaguicidas demuestran que puede ocurrir una se­lección inesperada que dé como re­sul­ta­do problemas de plagas mayores a los que existían antes del desa­rro­llo de nuevos insecticidas. Las en­fer­me­da­des y las plagas siempre han cre­ci­do por cambios dirigidos hacia una agri­cultura genéticamente homogénea, precisamente el tipo de agricultura que promueve la biotecnología.

Las especies no controladas

Los culti­vos Bt pueden acabar con los ene­migos naturales de las poblaciones que constituyen plagas, como preda­do­res y avispas parásitas que se ali­men­tan de ellas, disminuyendo su efec­to sobre éstas. En­tre los enemigos naturales que viven exclusivamente de insectos que los cul­tivos transgéni­cos matan por estar así diseñados, co­mo los lepidópteros, los más afectados serán los huevos y las larvas parasitoides porque son totalmente depen­dien­tes de huéspedes vivos para su de­sarrollo y supervivencia, mien­tras que algunos predadores podrían teóricamente medrar sobre la muerte o la pre­sa moribunda.
 
Algunos de ellos también podrían verse afectados directamente a causa de los efectos producidos por los nive­les intertróficos de la toxina. Da­do que el potencial de las toxinas Bt pasan por las cadenas ali­mentarias de los artrópodos, las implicaciones para el biocontrol natural en los campos de cul­ti­vo son serias. Una evidencia reciente nos muestra que la toxina Bt puede afec­tar insec­tos benéficos, predadores que se ali­men­tan de otros insectos que son plaga. Algunos estudios realizados en Sui­za muestran que la mortalidad total pro­me­dio de las larvas predadoras de crisopa (Chrysopidae), que cre­cieron a base de presas alimentadas con Bt, es de 62% en compraración con 37% cuando se alimentan de pre­­sas que no tienen Bt, además de que presentan también un prolongado tiem­po de desarrollo durante su estado juvenil.

Estos descubrimientos preocupan a los pequeños agricultores, quienes pa­ra con­trolar las plagas confían en el rico complejo de predadores y pará­sitos asociados a sus sistemas de culti­vo mix­tos. Los efectos de los niveles in­tertróficos de la toxina Bt son fuente de grandes preocupaciones a causa de la posible alteración del control na­tural de plagas. Los polífagos preda­do­­res, que se mueven en y entre los cul­tivos asociados, encontrarán presas no controladas con contenido de Bt du­­ran­te toda la temporada de siembra. La alteración de los mecanismos de bio­control puede dar como resultado un aumento en las pérdidas producidas por las plagas y por el mayor uso de plaguicidas, con los consiguientes riesgos para la salud y el ambiente.

También se sabe que el polen trans­por­ta­do por el aire procedente de los cultivos Bt hacia la vegetación natural circundante a los campos transgénicos puede matar a los insectos no controlados. Un estudio de la Universidad de Cornell de­mos­tró que el polen del maíz con to­xi­na Bt puede ser arrastrado varios metros por un viento propicio y depositarse en el follaje del algodoncillo, con efectos potencia­les de destrucción de las poblaciones de mariposas monarca. Estos descubri­mientos han abierto una nueva dimen­sión a los impactos inesperados que pue­den tener los cul­tivos transgénicos en los organismos no contemplados que desempeñan funciones clave en el ecosistema, muchas veces des­co­no­ci­das. Pero los efectos ambientales no se limitan a la interacción de cul­tivos con insec­tos. Las toxinas Bt pue­den ser incor­po­radas al suelo por medio del follaje cuando los agriculto­res abandonan los residuos de culti­vos transgénicos después de la cosecha. Las toxinas pueden per­du­rar durante dos o tres meses, resistiendo la degra­da­ción al unirse a las partículas de ar­cilla y de suelos húmicos áci­dos que mantienen su actividad tóxica. Estas to­xinas activas Bt que se acumu­lan en el suelo y el agua a partir de la capa de residuos transgénicos pueden producir efectos negativos en el sue­lo y en los invertebrados acuáticos, así co­mo en los procesos cíclicos de los nutrimentos.

El hecho de que estas toxinas con­serven sus pro­piedades insecticidas y estén pro­tegidas contra la degradación mi­cro­biana al unirse a las partícu­las del sue­lo, permaneciendo en diver­sos tipos de éste durante por lo me­nos 234 días, es una seria preocupación pa­ra los campesinos que no pueden afrontar los gastos que representa la compra de fertilizan­tes. Estos agricul­tores pobres confían, en cambio, en los re­si­duos locales, en la materia orgánica y en los microorganismos del suelo para la fertilidad de sus tierras (en cier­tos inverte­bra­dos, hongos o especies bac­terianas) los cuales pueden ser afec­tados nega­tivamente por la presencia de la toxina en el suelo.

Alternativas sustentables

Los que proponen una segunda Revo­lución verde argumentan que los paí­­ses en desarrollo deben optar por un modelo agroindustrial que se base en tecnologías estandarizadas y en el uso creciente de fertilizantes y de plagui­ci­das para porporcionar suministros adi­cionales de alimento como conse­cuen­cia del aumento en la población y las economías. Por lo contrario, un nú­mero creciente de agricultores, las ong y los que abogan por la agricul­tu­ra sus­tentable proponen que, en lugar de es­te enfoque basado en el capital e insumos intensivos, los países en desa­rrollo deberían favorecer un modelo agroecológico que pusiera el énfasis en la biodiversidad, el reciclaje de los nutrimentos y la sinergia entre cultivos, animales, suelos y otros componentes biológicos, así como en la re­ge­neración y la conservación de los recursos.

Cualquier estrategia tendiente a aumentar el desarrollo agrícola sus­ten­table deberá basarse en principios agroecológicos y en un acercamiento más participativo en el desarro­llo de tecnologías y en su difusión. La agro­eco­logía es la ciencia que proporciona los principios ecológicos para proyec­tar y gestionar sistemas agrícolas sus­tentables y la conservación de los re­cur­sos, ofreciendo diversas ventajas pa­ra el desarrollo de tecnologías no agre­sivas para los agricultores; se ­basa en el conocimiento lo­cal de la agri­cul­tura y en la selección de tecnologías mo­der­nas de bajo in­su­mo con mi­ras a diversificar la pro­duc­ción. Esta propuesta incorpora los principios biológicos y los recursos locales en la gestión de los sistemas agrícolas con el fin de lograr un ambiente saludable y una manera que permita a los peque­ños propietarios intensificar la produc­ción en zo­nas marginales.

Se calcula que entre 1 900 y 2 200 mi­llo­nes de personas todavía carecen directa o indirectamente de acceso a la tecnología agrícola moderna. Se pro­yectaba que en América Latina la po­bla­ción rural permanecerá estable en 125 millones hasta el año 2000, pero más de 61% de esta población es po­bre y se espera que crezca. La pros­pec­ti­va para África es todavía más dra­mática; la mayoría de la población ru­ral pobre (alrededor de 370 millones en­tre los más pobres) vive en zonas de escasos recursos, que son muy heterogéneas y de alto riesgo. Sus sistemas agrícolas son de pequeña escala, com­plejos y di­ver­sos. La peor pobreza a me­nudo ­está localizada en zonas áridas o se­mi­ári­das, y en montañas y ce­rros eco­ló­gi­camente vulnerables. Estos campos y sus complejos sistemas de cultivo son, pues, un reto para los investigadores.

Para que sean benéficos a los cam­pe­si­nos pobres, el desarrollo y la in­ves­ti­ga­ción agrícolas deben operar con base en un planteamiento que par­ta de lo mínimo, o usando los recursos ya disponibles, esto es, la gente del lu­gar, su co­no­ci­miento y sus recursos natura­les autóctonos. Se debe tomar se­ria­mente en consideración, me­dian­te acer­ca­mien­tos participativos, las ne­ce­si­da­des, aspiraciones y circunstancias de los pequeños propietarios. Esto significa que, desde la perspectiva de los campesinos, dichas innovaciones deben ser el ahorro de insumos y la re­ducción de costos y ries­gos; la ex­pan­sión hacia tierras marginales infértiles; la congruencia con los sistemas agrícolas de los campesinos; la nutrición, salud y mejoramiento del entorno.

Es precisamente por lo que acaba­mos de mencionar que la agro­eco­lo­gía ofrece varias ventajas sobre la Re­vo­lu­ción Verde y los plantea­mien­tos bio­­tec­nológicos, pues sus tecnologías tien­­den a basarse en el conocimiento lo­cal y en su razón de ser, son económicamente viables, accesibles y están ba­sa­das en los recursos locales; son am­bien­tal, social y culturalmente sensibles, evi­tan los riesgos de acuerdo con las cir­cuns­tancias de los campesinos, y pro­pician una total estabilidad y productividad agrícolas.

Mien­tras se logran tales criterios, existen miles de ejemplos de produc­to­res rurales que, en asociación con las ong y otras instituciones, pro­mue­ven la conservación de los re­­cur­sos aun cuando los sistemas agríco­las sean altamente productivos. Los incremen­tos en la producción de 50 a 100% son bastante comunes y tienen más mé­to­dos alternativos de producción. En al­gunos de estos sistemas, el ren­di­­mien­to de las cosechas en que el cam­pesino pobre confía más —arroz, frijol, maíz, yuca, papas y cebada— se ha multiplicado cuando se ha confiado más en el conocimiento local que en la compra de insumos muy caros, y al aprovechar los procesos de inten­si­ficación y sinergia. Hay algo más im­­por­tante que la mera pro­duc­ti­vidad, es la posibilidad de lograr una producción total principalmente mediante la diversificación de los sistemas agrí­co­las, usando al máximo los recursos dis­po­nibles.

Conocemos muchos ejemplos de apli­cación de la agroecología en el mun­do en desarrollo. Se calcu­la que al­rededor de 1.45 millones de pro­­pie­ta­rios rurales pobres, que abar­can 3.25 millones de hectáreas, han adop­tado las tecnologías de conserva­ción de los recursos. Por ejem­plo, en Bra­sil, 200 000 agricultores cubren con abono verde los cultivos, du­pli­can­do el rendimien­to de maíz y tri­go; en Guatemala y Hon­duras, 45 000 cam­pesinos incor­po­raron una ca­pa de la leguminosa Mu­cuna como sistema para la conser­va­ción del suelo y triplicaron el ren­di­miento de maíz en las laderas; en Mé­xico, 100 000 pequeños productores de café orgá­ni­co incrementaron la pro­duc­ción en 50%; en el sureste de Asia, 100 000 pequeños productores de arroz, en colaboración con las escuelas ipm, aumentaron en forma consi­de­rable la producción eliminando los pla­gui­ci­das; en Kenia, 200 000 campe­sinos du­­plicaron la producción de maíz me­­­dian­te el uso de la agrosilvicultura ba­sada en leguminosas e insumos orgánicos.

Conclusiones


Los efectos ecológicos de los cultivos mo­dificados genéticamente no se li­mi­tan a ser resistentes a las plagas y a la crea­ción de nuevas malezas o de cepas de virus. Los cultivos transgéni­cos producen también toxinas am­bien­tales que se mueven en la cadena ali­­mentaria y que pueden pasar al suelo y las aguas, afectando a invertebrados y probablemente procesos eco­ló­gicos como el reciclado de los nutrimentos. Es más, la homogeneización del paisaje en gran escala debido a los cultivos transgénicos agudizará la vul­­nerabilidad ecológica que hoy se asocia con la agricultura de monocultivo. La expansión indiscriminada de esta tecnología en los países en desarrollo no es deseable. Existe una fuerza en la diversidad agrícola de muchos de esos países que no debe reducirse ni inhi­­birse mediante el monocultivo ex­ten­sivo, es­pecialmente cuando las con­se­cuen­cias de hacer esto son problemas so­cia­les y ambientales muy serios.

A pesar de estas consideraciones, los cultivos transgénicos se han intro­du­ci­do en los mercados internacio­­na­les y han deteriorado los paisajes agríco­las de Estados Unidos, Canadá, Argentina, China y otros países. En el contexto de las negociaciones en torno a la Convención sobre Diversidad Bio­lógica, 130 países firmaron un tra­ta­do glo­bal que regirá el mercado de los organismos genéticamente mo­di­fi­cados, y tuvieron el buen juicio de adoptar el “principio precautorio”, el cual dice que cuando se sospe­cha que una nueva tecnología puede causar un posible daño, la incertidum­bre cientí­fica sobre el alcance y la se­­ve­ridad del daño no debe obstaculizar una acción precautoria.

En lugar de lan­zar críticas a sus de­­tractores por probar que su tecno­lo­gía pueda implicar un daño, los pro­­duc­tores de biotecnología tienen la res­ponsabilidad de presentar pruebas de que ésta es segura. Hoy día existe una evidente necesidad de realizar y controlar muestreos independientes para asegurarse de que los datos autogene­rados presentados a las instituciones gubernamentales regulatorias no están desviados o distor­sio­nados para aco­mo­dar los intereses de la industria. Es más, debería forta­le­cer­se una moratoria mundial hasta que las cuestio­nes planteadas, tanto por los científicos dignos de credibili­dad —que están investigando seria­men­te los impactos ecológicos de los cultivos transgénicos y en la salud—, como el público en ge­neral, puedan escla­re­cerse mediante cuer­pos indepen­dien­tes de científicos.
 
Muchos grupos ambientalistas y con­sumidores abogan por una agri­cul­­tura más sustentable y demandan con­­ti­nua­men­te asistencia para la in­vesti­ga­ción agrícola basada en la eco­lo­gía, así como para todos los problemas bio­ló­gicos que la tecnología pretende que se pue­den resolver usando enfoques agro­quí­­mi­cos. El problema es que la in­vestigación en las instituciones públicas re­fle­ja cada vez más los intereses de los inversionistas privados en de­trimento de una buena investigación pública, tal co­mo el control bio­ló­­gico, los sistemas de producción or­gá­nica o las técnicas agroecológicas generales. La sociedad civil debe ­exigir más in­vestigación acerca de las op­cio­nes que tiene la biotecnología, tan­to a las universidades como a otras instituciones públicas. Existe tam­bién la im­periosa necesidad de en­fren­tarse al sistema de patentes y derechos de pro­piedad intelectual inherente a la Orga­nización Mundial de Comercio (omc), el cual no sólo beneficia a las corpo­ra­ciones multinacionales con el dere­cho de incautarse los recursos genéticos y patentarlos, sino que también acentúa la tasa a la cual las fuerzas del mer­cado están fomentando los mo­no­cul­ti­vos con variedades transgénicas genética­men­te uniformes.
 
No cabe duda de que los pequeños agricultores situados en ambientes mar­­gi­na­les en el mundo en desarrollo pueden producir mucho más alimento del necesario. La evidencia es concluyente: nuevos planteamientos y tecnologías encabezados por agricultores, gobiernos locales y ong, en todo el mundo, están aportando una gran con­tribución a la seguridad ali­men­ta­­ria a niveles doméstico, nacional y re­­gio­nal. En muchos países existe una va­riedad de planteamientos agro­eco­ló­­­gicos y participativos que muestran logros positivos, incluso en condiciones adversas. Estos potenciales inclu­yen el aumento en la producción de ce­­real de 50 a 200%, y la estabilidad de la producción mediante la diversifi­cación y la gestión del suelo y el agua, el mejo­ra­miento de las dietas y el ingreso, con la ayuda y difusión apropia­das de es­tos planteamientos, y son una contribución a la seguridad nacional alimentaria y las exportaciones.
 
Que el potencial y la difusión de las miles de innovaciones agroecoló­gi­cas locales se realice de­pen­de de las inversio­nes, las políti­cas que se lleven a cabo y la actitud ante los cambios por parte de los in­ves­ti­ga­do­res y las autorida­des res­pon­sa­bles. Los cambios ver­dade­ra­mente importantes deben ocurrir en las políti­cas, las instituciones y la in­ves­­ti­gación y el desarrollo pa­ra asegu­rar que se adopten alterna­tivas agro­eco­ló­gicas equitativas y ampliamente accesibles a que se multipli­quen para que su pleno beneficio para una segu­ridad alimentaria sustentable pueda llegar a ser una realidad. Los subsidios exis­ten­tes y la política de incentivos a las soluciones químicas deben desa­parecer. El control de las corporaciones sobre el sistema ali­mentario debe también ser cues­tio­na­do; es urgente que los gobiernos y los organismos pú­­blicos internaciona­les fo­menten, pres­ten asistencia y for­ta­lez­can a los campesinos para lograr se­guridad en su alimentación, la ge­ne­­ra­ción de ingresos y la con­ser­va­ción de los recursos naturales.
 
Es preciso que se desarrollen tam­­bién oportunidades equitativas de mer­­ca­do, poniendo en relieve un mercado justo y otros mecanismos que vinculan al agricultor con los consumidores en forma más directa. El reto final es aumentar la inversión y la investigación en agroecología y rea-lizar pro­yec­tos que ya han sido pro-bados con éxi­to. Esto generará un importante im­pacto en el ingreso, la seguridad ali­mentaria y el bienestar ambiental de la población mundial, en especial la de millones de campesinos pobres a quie­nes todavía no llega la tecnolo­gía de la agricultura moderna.
  articulos  
Traducción
Elena Álvarez - Buylla Roces.

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como citar este artículo
Altieri, Miguel A. (2009). Biotecnología agrícola en el mundo en desarrollo: mitos, riesgos y alternativas. Ciencias 92, octubre-marzo, 100-113. [En línea]
     

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