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Bernardo Bolaños G.      
               
               
Del mismo modo que la mecánica inspiró el liberalismo, y la termodinámica inspiró el marxismo, es la teoría de la información en todas sus formas —biología, informática, lingüística, antropología— en lo que debe basarse actualmente un análisis social. Esta teoría enseña que ninguna forma, social o física, puede existir si sus miembros no se comunican entre sí y con el exterior; demuestra que el tiempo puede convertirse en reversible allí donde el orden —es decir, información que tiene sentido para un observador puede ser creado.
 
Jaques Attali
 
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Si la ciencia logra frecuentemente convertir las observaciones
acerca de fenómenos caóticos en teorías que describen fenómenos lineales y predecibles, ¿se puede comprender el caos político de las complejas sociedades contemporáneas e incluso transformarlo en un feliz y racional modelo de convivencia social? En el preciso momento en que este artículo es escrito, los tecnócratas mexicanos buscan controlar la inestabilidad del país con reformas legales y ensayan una ingeniería constitucional para “ordenar” el caos político, social y económico. Para ello acuden a verdaderos científicos: Giovanni Sartori, por ejemplo, de la Universidad de Columbia, quien defiende el método científico de construir las teorías y contrastarlas con base en material empírico y, por lo tanto, se ha dedicado a estudiar decenas de sistemas políticos. Sartori, por cierto, se muestra pesimista en el caso mexicano, y considera que nuestro sistema político es como un tren que avanza aceleradamente hacia donde no hay rieles, es decir, a la ingobernabilidad.
 
¿Pero con qué directrices hay que abordar el caos político? Mientras que en matemáticas y astronomía los primeros paradigmas (en el sentido usado por Kuhn) datan de la prehistoria, en física las teorías newtonianas corresponden al siglo XVII, y la biología se consolidó aún más recientemente como ciencia (con el estudio de la herencia y la teoría de la selección natural), en las ciencias sociales apenas empiezan a funcionar algunos consensos acerca de cómo debe hacerse la investigación científica. Por esta razón, las matrices de las disciplinas anteriores sirvieron por siglos como soporte racional para el pensamiento político y aún son indispensables. Analogías y metáforas tomadas de la geometría, la física moderna y la biología, explican en gran medida la racionalidad que se trató de introducir en las organizaciones humanas modernas.
 
Los hombres como unidades aritméticas
 
Si, como dice Kuhn, las matemáticas tienen el carácter de paradigma científico desde la prehistoria, paralelamente a ellas pueden encontrarse muy antiguas nociones de justicia y criterios para “ordenar” la vida de la comunidad. Los juicios éticos, jurídicos y políticos requieren algún modelo de racionalidad en el cual basarse históricamente. El primero de ellos fue la racionalidad matemática. Para escapar de la lógica de poder que implica la lucha física como único criterio de solución de controversias, se crearon algunos modelos axiomáticos de reglas a partir de la lógica y la geometría. “Los juristas romanos tomaron de los griegos el modelo de ciencia”, dice Tamayo y Salmorán. La inferencia de enunciados a partir de principios fundamentales, regulae, contenidos en leyes escritas o en el pensamiento de grandes sabios, permitía a los gobernantes administrar un poder hasta cierto punto racional que era efectivo para conjurar el “caos”. La estructura axiomática de los sistemas jurídicos llegó a ser tan bella como los silogismos aristotélicos y la geometría analítica. Se trataba de aparatos racionales capaces de solucionar contradicciones entre valores sociales, responder con criterios de apariencia racional ante conductas socialmente reprobables, etcétera.
 
La construcción ético-política más acabada, los derechos humanos, también responde a la razón pura, como la aritmética y la geometría. Es decir, la idea misma de los derechos humanos nació alejada de la realidad empírica de Homo sapiens, a quien se le extrajo de su vida terrenal y se le imaginó en un plano de abstracción euclidiana. Originalmente, el pensamiento cristiano apuntaba a la semejanza de todos los hombres con Dios y, de ahí, sostenía su dignidad común. Pero la traducción laica de ese principio ético es posterior, a partir del siglo XVIII el pensamiento político comenzó a aceptar el supuesto de que todos los hombres somos libres e iguales, aunque esa libertad y esa igualdad no hayan existido nunca en la realidad observable. Si decimos que “todo hombre vale por uno, sin importar diferencias económicas, de credo o étnicas, y que nadie vale más que otro” estamos ante la primitiva definición matemática que sirve de soporte al resto del pensamiento político moderno.
 
Verdaderos matemáticos estuvieron involucrados en el diseño de estas ideas. En el siglo XVII, para el matemático y jurista Gottfried Leibniz —inventor junto con Newton del cálculo infinitesimal—, el yo de cada hombre era una mónada (término derivado del griego “unidad”, “aquello que es uno”) indivisible, sin partes, sin comunicación con el exterior; el cuerpo humano, en cambio, era un mero aggregatum de mónadas “inferiores”. Con Kant, esta extravagante idea del hombre se afianzó y la definición kantiana de “persona” quedó completamente alejada de la biología humana.
 
Los hombres como bloques de materia en una balanza
 
Si la plataforma de la racionalidad política moderna son los derechos humanos y éstos son figuras construidas bajo el paradigma matemático, el principio que permite construir una maquinaria de gobierno que respete los derechos humanos es la “división de poderes”, que no es otra cosa que una metáfora importada de la física clásica. Se trata de una idea parasitaria de la ciencia que sistematizó Newton y que recién explicaba el mundo en los siglos XVII y XVIII.
 
Las ideas tomadas de la física newtoniana fueron trasladadas al pensamiento social y las humanidades con resultados diversos, algunas veces absurdos. Por ejemplo, el padre de la educación moderna, Giovanni Enrico Pestalozzi, por culpa de su lectura de Newton, recomendaba a un desventurado alumno el siguiente método para estudiar: “Comienza ante todo por reconocer la ley del mecanismo físico, que hace siempre depender la intensidad relativa de tus impresiones de la distancia más o menos grande que separa tus sentidos de todo objeto que los hiere. No olvides jamás que de esa proximidad o de esa lejanía física resulta todo lo que hay de positivo en tus intuiciones, en tu educación profesional y aun en tu virtud.”
 
En otros campos fueron más efectivas las metáforas, por ejemplo en el lenguaje amoroso (al hablar de “atracción” entre los amantes) y, particularmente, en la ingeniería política. Montesquieu observó el sistema político inglés y dedujo que la forma “natural” de gobierno era como los sistemas mecánicos, donde las fuerzas se equilibran. El poder no debía concentrarse sólo en el rey, sino repartirse también en el parlamento y los jueces, para formar un equilibrio preventivo del autoritarismo. El expresidente norteamericano Woodrow Wilson lo explica bien: “Los estadistas de nuestras tempranas generaciones a nadie citaban con tanta frecuencia como a Montesquieu y siempre lo citaban como modelo científico en el terreno de la política. A su contacto la política tornose en mecánica. La teoría de la gravitación es universal.”    
 
Si bien la división de poderes ha sido un mecanismo efectivo contra el despotismo, se puede descubrir su carácter de racionalidad parasitaria. Mucha gente cree actuar “racionalmente” en política cuando vota por candidatos a diputados de un partido y por otro para presidente de la República, de modo que se “equilibren” así ambas instituciones, no obstante que las fuerzas políticas no estén en una balanza, ni tengan una masa ponderable y que un sistema político mecánico —como el mexicano— no esté diseñado para funcionar a partir de la cohabitación de autoridades con ideologías enfrentadas.
 
Un análisis estructural del equilibrio político de México nos muestra que precisamente la estructura que la constitución establece es un sistema rígido, mecánico y obsoleto. Tal parece que la más simple teoría de sistemas no ha permeado en el pensamiento que estudia la organización política del Estado, de manera que consiga armonizar la representatividad de las autoridades con la gobernabilidad del Estado. Además, si se trata de ponernos a equilibrar fuerzas políticas, éstas ya no están sólo en los tres poderes que percibía Montesquieu, sino en empresas transnacionales gigantescas, en los centros monopólicos de conocimiento, etcétera. Seguir insistiendo —como lo hacen los actores políticos— en controlar al presidente de la República mediante el fortalecimiento de los poderes legislativo y judicial empieza a ser ingenuo cuando no interesa cómo controlar a la Coca-Cola Co. Las obsesiones de políticos y politólogos suelen no tener mucha relación con nuestros problemas colectivos, con la miseria, la violencia, la manipulación del conocimiento.
 
Los paradigmas organicistas y funcionalistas     
 
Una reacción contra el excesivo mecanicismo en la ciencia política fue reivindicar la idea de la sociedad como un organismo. Durante el siglo XIX aparecieron escuelas de pensamiento social parasitarias del paradigma biológico, particularmente de la teoría de Darwin (como el organicismo sociológico).
 
Uno de los problemas centrales que surgieron al aplicar esta concepción de la sociedad como un organismo fue el sacrificio de los derechos individuales, al ser vistas las personas como meros órganos de la colectividad. El fascismo como modelo político suponía que los individuos no eran nada y que el pueblo o el Estado lo eran todo. Durante décadas, la izquierda política también se identificó con el paradigma organicista y rechazó violentamente las construcciones políticas anteriores, es decir, los derechos humanos y la división de poderes. Marx veía los derechos humanos como expresión del individualismo egoísta protector de los intereses burgueses. Sólo como consecuencia de la experiencia totalitaria del socialismo real y la represión a los disidentes en las dictaduras militares se ha introducido recientemente la cultura de los derechos humanos entre socialistas y neomarxistas.          
 
El problema del caos político ha sido estudiado con bastante éxito desde el paradigma organicista. El organicismo sociológico del siglo XIX nos heredó una hipótesis que ha sido comprobada empíricamente a lo largo de la historia: el funcionamiento pacífico de la sociedad se facilita al existir una identidad colectiva, construida por medio de la educación homogénea o de sentimientos de pertenencia, como el nacionalismo. Justo Sierra asesoraba a Porfirio Díaz en la construcción de la nación por medio de la exaltación del orgullo patriótico y la implantación de la educación obligatoria. Para Sierra, el Estado era un organismo: “El único organismo cuyas funciones abarca la sociedad entera, aquel que puede considerarse como encarnando la conciencia misma de la colectividad, el que está forzosamente en contacto con todas las necesidades orgánicas, el que sólo puede aplicar una dirección uniforme al conjunto, el que representa en el organismo social una cosa análoga a lo que es el aparato regulador en el organismo humano, el Estado, en suma, que resume, por decirlo así, todas las fases de la vida social: el pasado con sus dolores y sus luchas y sus triunfos. De este concepto del Estado nace el derecho a imponer y a exigir la instrucción.”   
 
La utopía organicista de Justo Sierra se estableció con cierto éxito, pues los sucesivos gobiernos mexicanos emplearon la propaganda nacionalista para generar unidad nacional y la educación fue el principal instrumento de ello. Posteriormente, teóricos políticos mexicanos confiaron que el funcionamiento de la sociedad mexicana dependía de una conducción central.1 El presidencialismo mexicano fue una construcción teórica diseñada conscientemente entre 1917 y 1934. Sus características consistían en concentrar los tres poderes en un solo individuo, a costa de la antes mencionada división, y de mantener la unidad por medio de un partido único, sacrificando así la democracia de partidos. El caos político cedió algunas décadas.
 
En la actualidad, ni una educación propagandista (como la que intentaron en su tiempo Porfirio Díaz o Salinas de Gortari, este último con los célebres libros de texto de historia), ni el presidencialismo son suficientes para revertir el caos político. El peligro es que se están desarmando las instituciones que conferían funcionalidad al sistema sin ser sustituidas por otras; se desmantela el presidencialismo sin descentralizar la racionalidad política en la sociedad. La paradoja actual de la política mexicana se expresa en una población que vota masivamente (80% del padrón), pero que carece de información política (sólo 10% de los mexicanos lee el periódico). Un nuevo paradigma funcionalista tendrá que probar otros recursos, compatibles con la pluralidad, la circulación de información, los equilibrios de poderes y el respeto a los derechos humanos; un nuevo paradigma que deberá incorporar dentro de sí la racionalidad pura que concibe al individuo como ente insacrificable y la racionalidad mecánica que modera los excesos de poder. Los sistemas no funcionan espontáneamente, tienen siempre una lógica interna que hay que conocer; para salvarnos del caos, de la ingobernabilidad que augura Sartori, la lógica del sistema presidencialista mexicano basada en la concentración de la racionalidad política debe ser sustituida por un sistema que emplee las modernas tecnologías de la información para descentralizar esa racionalidad en toda la sociedad. Es por eso que resulta estratégico ampliar la cobertura educativa, fomentar la discusión política racional y realizar más plebiscitos y referendos que nos obliguen a pensar en el funcionamiento del poder, a entender el complejo mecanismo político que hoy vemos con tanta desconfianza.
Nota
 
1. Destaca la influencia del libro de Emilio Rabasa, La constitución y la dictadura, entre los constituyentes de 1916, convencidos de la necesidad de fortalecer la figura presidencial y dotarla de los grandes poderes necesarios para emprender la reforma revolucionaria. Rabasa, Emilio, La constitución y la dictadura. Estudio sobre la organización política de México, 1912, (Porrúa, México, 1990).
     
Referencias Bibliográficas
 
Attali, Jacques, 1994, Milenio, Seix Barral, México.
Kuhn, Thomas, 1993, La estructura de las revoluciones científicas, FCE, México.
Pestalozzi, J. E., Cómo Gertrudis enseña a sus hijos, Porrúa, México.
Sierra, Justo, La educación nacional, Obras completas, FCE, México.
Tamayo y Salmorán, Rolando, Elementos para una teoría general del derecho, Themis, México.
Wilson, W., 1922. El Gobierno Constitucional en los Estados Unidos, Ed. Cultura, México.
     
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Bernardo Bolaños G.
Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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cómo citar este artículo
 
Bolaños G., Bernardo. 1996. Tres paradigmas científicos para abordar el caos político de México. Ciencias, núm. 44, octubre-diciembre, pp. 4-7. [En línea].
     

 

 

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