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Sigue la muerte
R38B04  
 
 
 
Jaime Sabines  
                     
I
 
No digamos la palabra del canto,
cantemos. Alrededor de los huesos,
en los panteones, cantemos.
Aliado de los agonizantes,
de las parturientas, de los quebrados, de los presos,
de los trabajadores, cantemos.
Bailemos, bebamos, violemos.
Ronda del fuego, círculo de sombras,
con los brazos en alto, que la muerte llega.
 
Encerrados ahora en el ataúd del aire,
hijos de la locura, caminemos
en torno de los esqueletos.
Es blanda y dulce como una cama con mujer.
Lloremos.
Cantemos: la muerte, la muerte, la muerte,
hija de puta viene.
 
La tengo aquí, me sube, me agarra
por dentro.
Como un esperma contenido,
como un vino enfermo.
Por los ahorcados lloremos,
por los curas, por los limpiabotas,
por las ceras de los hospitales,
por los sin oficio y los cantantes.
Lloremos por mí,
el más feliz, ay, lloremos.
 
Lloremos un barril de lágrimas.
Con un montón de ojos lloremos.
Que el mundo sepa que lloramos aquí
por el amor crucificado y las vírgenes,
por nuestra hambre de Dios
(¡pequeño Dios el hombre!)
y por los riñones del domingo.
 
Lloremos llanto clásico, bailando,
riendo con la boca mojada de lágrimas.
Que el mundo sepa que sabemos ser trágicos.
Lloremos por el polvo
y por la muerte de la rosa en las manos de los mendigos.
Yo, el último, os invito
a bailar sobre el cráneo del tiempo.
 
¡De dos en dos los muertos!
Al tambor, a la luna,
al compás del viento.
¡A cogerse las manos, sepultureros!
Gloria del hombre vivo:
¡espacio para el miedo
que va a bailar la danza que bailemos!
 
Tranca la tranca,
con la musiquilla del concierto
¡qué fácil es bailar remuerto!
 
II
 
¿Vamos a seguir con el cuento del canto y de la risa?
¡Ojos de sombra, corazón de ciego!
Pirámides de huesos se derrumban,
la madre hace los muertos.
Aremos los panteones y sembremos.
Trigo de muerto, pan de cada día,
en nuestra boca coja saliva.
(Moneda de los muertos sucia y salada,
en mi lengua hace de hostia petrificada.)
Hay que ver florecer en los jardines
piernas y espaldas entre arroyos de orines.
Cráneos con sus helechos, dientes violetas,
margaritas en las caderas de los poetas.
Que en medio de esto cante
el loco pájaro gigante,
aleluya en el ala del vuelo,
aleluya por el cielo.
 
¡De pie, esqueletos!
Tenemos las sonrisas por amuletos.
¡Entremos a la danza,
en las cuencas los ojos de la esperanza!
 
III
 
Hay que mirar los niños en la flor de la muerte
floreciendo,
luz untada en los pétalos nocturnos de la muerte.
Hay que mirar los ojos de los ancianos
mansamente encendidos, ardiendo en el aceite
votivo de la muerte.
Hay que mirar los pechos de las vírgenes
delgados de leche
amamantando las crías de la muerte.
Hay que mirar, tocar, brazos y piernas,
bocas, mejillas, vientres
deshaciéndose en el ácido de la muerte.
 
Novias y madres caen,
se derrumban hermanos silenciosamente
en el pozo de la muerte.
Ejército de ciegos,
uno tras otro, de repente,
metiendo el pie en el hoyo de la muerte.
 
IV
 
Acude, sombra, al sitio en que la muerte nos espera.
Asiste, llanto, visitante negro.
Agujas en los ojos, dedos en la garganta,
brazos de pesadumbre sofocando el pecho.
La desgracia ha barrido el lugar
y ha cercado el lamento.
Coros de ruinas organiza el viento.
Viudos pasan y huérfanos,
y mujeres sin hombre,
y madres arrancadas, con la raíz al aire,
y todos en silencio.
Asiste, hermano, padre,
ven conmigo, ternura de perro.
Mi amor sale como el sol diariamente.
Cortemos la fruta del árbol negro,
bebamos el agua del río negro,
respiremos el aire negro.
 
No pasa, no sucede, no hablar del tiempo.
Esto ha de ser, no sé, esto es el fuego
—no brasa, no llama, no ceniza—
fuego sin rostro, negro.
Deja que me arranquen uno a uno los dedos,
después la mano, el brazo,
que me arranquen el cuerpo,
que me busquen inútilmente negro.
 
Vamos, acude, llama, congrega
tu rebaño, muerte, tu pequeño
rebaño del día, enciérralo en tu puño,
aprisco de sueño.
Dejo en ti, madre nuestra,
en ti me dejo.
Gota perpetua,
bautizo verdadero,
en ti, inicial, final, estoy, me quedo.
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