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El origen del maíz.
Naturaleza y cultura en Mesoamérica
 
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Carrillo Trueba, César
   
               
               
Aunque hasta mediados del siglo xx se consideraba el Me­dio
Oriente la cuna de la civilización por haberse domesti­ca­do en esa zona los animales y las plantas que constituyen el sustento en los países europeos, las investigaciones en arqueología y otras disciplinas, así como la difusión de los estudios efectuados varios años atrás por Nikolai I. Va­vi­lov acerca de los centros de origen, pusieron en relieve la importancia de las demás regiones en donde este mismo proceso tuvo lugar. Y aunque todavía no existe un con­sen­so en torno a las fechas en que éste ocurrió en los dife­ren­tes continentes, su emergencia bajo distintas condiciones naturales, contextos culturales e historias se encuentra li­gada a la de cosmovisiones diferentes así como a una di­ver­si­fi­ca­ción lingüística que resultó en aproximadamente doce mil lenguas, de las cuales sólo queda la mitad.
 

Mesoamérica es considerado uno de los sitios de domes­ticación de plantas de mayor relevancia, sobre todo por el maíz, alrededor del cual crecieron las diferentes sociedades que han ocupado esta zona a lo largo de la historia. El acer­vo cultural de los primeros agricultores de esta región proviene de aquellos grupos de cazadores-recolectores que pisaron esta parte del planeta tal vez hace 35 mil años, fe­cha que establecen algunos estudios, o bien entre 20 y 15 mil años, como lo indican otros; la discusión es tal, que in­cluso se cuestiona que la primera migración haya sido por el norte, como siempre se ha planteado, debido a que los indicios humanos más antiguos provienen de Sudamé­ri­ca, lo que, a mi parecer, es la hipótesis más sólida.
 

La imagen de los cazadores-recolectores dista mucho de la que se ha popularizado; a éstos se les presenta como hor­das casi simiescas que se desplazan sin cesar de un si­tio a otro, dedicados a la caza de grandes mamuts y a esca­bullirse del temible tigre dientes de sable. Se sabe que, en rea­li­dad, permanecían largo tiempo en una zona, si­guien­do itinerarios más o menos definidos, o bien alternando asen­tamientos con el cambio de estación; recolectaban una gran cantidad de tubérculos, semillas, frutas y otras par­tes de plantas, y propiciaban y favorecían algunas más; cazaban animales pequeños y pescaban mucho más de lo que se pensaba —ya fuera en los ríos o el mar—, elabo­raban muy diversos instrumentos punzo-cortantes empleando ma­teriales de distinta naturaleza —hueso, concha, marfil, piedra, madera, etcétera— y enterraban a sus muertos.
 
Su relación con el mundo vegetal no se limitaba a la ob­servación, la exploración y la recolección de especies; ya fuera por la recurrencia de los recorridos o por perma­ne­cer más largo tiempo en ciertos lugares, incluía asimismo la intervención directa sobre éstas, lo cual implica un co­no­cimiento más fino de los procesos ecológicos, las in­te­rac­cio­nes de las plantas y los animales, de las característi­cas de las semillas, el crecimiento, la diferencia entre las variedades en función del suelo, la humedad, la tempera­tu­ra, la incidencia de los rayos del sol entre otros factores. Así, con base en esto y en una constante retroalimentación entre la observación, el establecimiento de un orden y la prác­ti­ca, los cazadores-recolectores dispersaban se­mi­llas, plan­ta­ban esquejes y cuidaban plantas que tenían buen sa­bor o fruto más grande, mientras removían cierta vege­ta­ción para establecer un nuevo asentamiento, dejaban en pie otra por su utilidad. Todas estas intervenciones podían llegar a modificar en cierto grado la abundancia de al­guna variedad o su distribución al ser removidas para que cre­cie­ran junto a un curso de agua, por ejemplo, o en pequeñas barrancas, más húmedas y calientes; incluso alterar la estructura de la vegetación al clarear los árboles que pro­por­cio­nan sombra a plantas que se deseaba hacer crecer más rápidamente al sol, o eliminando aquellas que crecen en la parte baja del bosque para plantar especies que necesitan sombra.
 
Este tipo de prácticas, con el cúmulo de conocimientos que las sustenta, habría llevado, bajo ciertas circuns­tan­cias, a la domesticación de las primeras plantas, como lo plantean Alejandro Casas y Javier Caballero para el caso mesoamericano. A diferencia de las teorías que sos­tie­nen que ésta se llevó a cabo removiendo las plantas de su lugar, es decir, ex situ —las más eurocentristas dan prio­ridad a la domesticación de cereales, mientras otras privilegian la de tubérculos por ser anterior—, estos investi­gadores me­xi­ca­nos sostienen que la agricultura podría ser el re­sul­ta­do de “una larga historia de manejar in situ la ve­getación natural”.
 

Las relaciones que establecen por medio de este tipo de manejo los seres humanos con la vegetación silvestre y algunos de sus elementos se pueden agrupar en tres gran­des rubros: la tolerancia, que consiste en dejar, en los si­tios que son alterados por alguna razón, aquellas plantas que les benefician de alguna manera —para obtener ma­de­ra, como alimento, etcétera—; el fomento o la inducción de especies deseadas, y la protección de todas ellas de otras plantas que las afectan de alguna manera —al com­pe­tir por el agua, la luz o la sombra y demás recursos—, así como de animales que las depredan. Al interior de este universo se efectúa una labor de se­lección de variedades, de aquellos individuos apreciados por su sabor, tamaño, tallo resistente u otra característica. El resultado es un gradiente de trans­formaciones en el genotipo y el fenotipo de las poblaciones de una especie, así como en la abun­­dan­cia de las especies que constituyen las comunida­des vegetales.
 

La manipulación sostenida de ciertas caracte­rís­ticas del sistema reproductivo u obtenidas por medio de la formación de híbridos, por ejemplo, permite la supervivencia de variedades que no podrían hacerlo sin la ayuda del hombre. Dichas mo­di­­­ficaciones pueden llegar a tal grado que las poblaciones y el medio donde crecen se diferencian de lo silvestre, y su cultivo tiene lugar entonces en un ambiente fuerte­men­­te transformado por los humanos, esto es, ex situ. Sin em­bar­go no todas las especies son llevadas a este grado de do­mes­ticación; más bien se establece un gradiente de interacciones que va de las plantas cultivadas a las sil­ves­tres, de la vegetación modificada a la no alterada. De esta manera se puede obtener a lo largo del año una gran di­ver­sidad y abundancia de recursos con relativamente poco trabajo; y no sólo de plantas, sino también de ani­ma­­les de diferente índole —aves, mamíferos, insectos, et­cé­te­ra— que por la misma razón viven o transitan por esos sitios.
 

Desde esta perspectiva, y con base en una idea de Earl C. Smith, quien trabajó con Richard S. MacNeish en el va­lle de Tehuacán, en el sur de México, Casas y Caballero plan­tean que las primeras plantas cultivadas en esa zona po­drían haber sido magueyes y nopales, debido a su fácil manejo, ya que se propagan vegetativamente, lo cual habría permitido un incremento en su abundancia para el consumo, explicación que concuerda con los datos ar­queo­lógicos que muestran su uso regular en la alimentación. Aunque no se tienen datos que evidencien la existencia de dicho manejo de la vegetación, hay suficientes indicios de que éste habría sido el más factible en sitios se­cos, como Tehuacán, el valle de Oaxaca y la sierra de Ta­maulipas, en donde se han encontrado los restos más an­tiguos de do­mes­ticación de plantas en Mesoamérica, que datan de aproximadamente 8 000 a.C. —ciertamente, los de­bates en torno a las fechas son interminables. Las primeras especies que presentan cambios debido a manipulación humana son el guaje y la calabaza, seguidos del chile y el aguacate. En el caso de Tehuacán, de acuerdo con Richard S. MacNeish, los dos primeros eran sembrados en las barrancas que mantenían una mayor humedad, mientras el chile se plantaba en los márgenes del río, junto con el aguacate, que no es nativo de esa región. El maíz hace su apa­rición en los tres sitios alrededor de dos mil años después, bajo la forma de una pequeña mazorca con minúsculos granos, comparados con los actuales que se pien­sa, deben su tamaño a una mutación súbita re­sultado de la estructura genética de esta planta —aunque hay polémica al respecto. Del frijol silvestre se tiene evidencia muy antigua, alrede­dor de 8 000 a.C., pero las especies domesticadas datan de cerca de 4 000 a.C. Tal como se ha señalado, esta combinación es muy nutritiva debido a que el frijol suple la ca­­ren­cia del maíz en lisina, un aminoácido esencial para los humanos.

 
En cuanto a las causas que dieron origen a la agricul­tu­ra en Mesoamérica, Kent V. Flannery —quien llevó a cabo las investigaciones en Guilá Naquitz, en el valle de Oa­xaca— descarta con argumentos sólidos cualquier ex­pli­ca­ción que aluda a cambio climático alguno, a la presión demo­grá­fi­ca —era muy baja— o a un proceso de adap­ta­ción, y se inclina por la idea de que ésta es resultado, más bien, de una estrategia que buscaba nivelar las variaciones entre la cantidad de productos obtenida del manejo de la ve­ge­ta­ción en la estación de secas y la de lluvias con el fin de man­tener una cierta abundancia a lo lar­go del año. El cre­cimiento poblacional fue posterior y reducido.

 
Esta idea es interesante y coincide tan­­to con la propuesta de Alejandro Casas y Ja­vier Caballero, como con lo que plan­tean André G. Haudricourt y ­Louis Hédin, quie­nes hacen un re­cuento de las dife­ren­tes situaciones en que se llevó a cabo la domesticación de plantas en el mun­do, y concluyen que en todos los ca­sos se presenta una al­ter­­nan­cia estacional mar­cada, un cli­ma no frío, la presencia de especies que forman re­ser­vas durante una época del año o en algún periodo de su vida y cuyo genoma tiene ciertas ca­racterísticas, y la per­ma­nen­cia de una cultu­ra en ese lugar.
 
Aun cuando no se ha establecido con exactitud en dón­­de se domesticó cada especie, lo que se conoce hasta ahora del caso mesoamericano parece coincidir con estas ca­rac­terísticas. La idea de que hubo varios lugares en don­de esto se efectuó de manera simultánea es poco probable, ya que, a juzgar por la intensa red de intercambio que existía en este territorio, es más factible que del sitio en don­de se inició la domesticación hayan sido llevadas a otro —como parece haber sucedido con el aguacate y el maíz en el caso de Tehuacán, en donde antes de la llegada de este último se consumía un cereal del género Setaria, conocido como chupandilla— y de allí a otro lugar, en un proceso de difusión que en poco tiempo abarcó toda el área, llegando incluso hasta la zona árida de Norteamérica y a Sud­amé­rica.
 

De esta manera, el cul­tivo de maíz en milpa, esto es, junto con fri­jol, calabaza, chile y otras plantas más, fue adoptado por pueblos de distinto origen y lengua —pertenecientes a 16 familias lingüísticas— que ingresaron a este territorio en diferentes épocas y ocuparon las muy diversas regiones mesoame­ri­canas —semiáridas, tem­pladas, cálidas y hú­medas, etcétera. Allí moldearon su há­bitat, creando paisajes tan diversos como el territorio mismo, en donde el maíz ocupó un sitio privilegiado y tramó relaciones con los cultivos propios de cada región y otras plantas silvestres. La conjunción de estos vegetales y las presas de caza, el pescado y otros re­cursos propios de cada zona, conformó dietas muy variadas y estilos culinarios distintos.
 

El resultado de este proceso fue la formación de apro­­xi­madamente 250 pueblos de diferente lengua, habitando un territorio de gran diversidad natural y unidos por una for­ma de vida tejida alrededor del cultivo del maíz. Una his­to­ria llena de intercambios, imposiciones, apropiaciones, dispu­tas y alianzas fue limando algunas diferencias y exacer­ban­do otras, de manera que se llegó a conformar una uni­dad en la imagen del mundo que éstos tenían, pero sin perder sus particularidades. Las muy distintas variedades de maíz que han existido en Mesoamérica y los sistemas em­plea­dos para su cultivo dan fe de semejante diversidad; su uni­dad se aprecia en el lugar que ha ocupado esta planta en la cosmovisión de sus pueblos a lo largo de la historia.
 
La unidad cultural de Mesoamérica
 
Una de las principales características del maíz es su enorme variabilidad, ya que, a diferencia de otros cereales cul­tivados, esta especie no se autopoliniza, sino que las flores de una planta polinizan las de otras; en la medida que cada inflorescencia —la cual da origen a una mazorca—, está for­mada por varias flores pequeñas y cada una de ellas pue­de ser polinizada por las de distintas plantas, la variación que tienen sus granos puede llegar a ser muy grande, dependiendo de las plantas en sus inmediaciones. Esto pro­porciona al maíz una gran diversidad genética, y por tanto, una riqueza de caracteres que resultan interesantes para este cultivo en ciertas condiciones. No obstante, es un ras­go que constituye al mismo tiempo un problema, ya que torna difícil la preservación de los caracteres seleccionados. Así, por un lado es preciso escoger con gran cuidado las mazorcas que se van a emplear para la nueva siembra —esto se suele hacer con base en determinados rasgos vi­sibles, fenotípicos, que sirven como marcadores de los ca­racteres que se desea mantener—, lo cual puede llevar a prácticas muy estrictas, en donde se evita al má­ximo la mezcla con otras variedades; y por otro lado, se buscan nuevas variedades que tengan características interesantes, no sólo para el incremento en la producción —como el tama­ño, la resistencia a la sequía o el exceso de agua, al viento o las plagas, etcétera—, sino también que posean cualida­des nutritivas, culinarias —de consistencia y sabor— e in­cluso simbólicas —el maíz rojo se considera como “madre del maíz”, que protege a los demás.

 
Este equilibrio dinámico es la base sobre la cual, a par­tir de los primeros maíces que comenzaron a difundirse, en cada región se originaron nuevas variedades o razas. De acuerdo con E. J. Wellhausen, L. M. Roberts, P. C. Man­­gels­dorf y Efraím Hernández Xolocotzi —pionero en Mé­xi­co en este campo—, de allí se generó una primera ca­mada de variedades, las cuales poseían características que las ha­cían aptas al cultivo bajo ciertas condiciones naturales —de humedad, temperatura, altitud, etcétera— y cultura­les —terrazas, riego, asociación con diferentes plantas, et­cétera. Como otra de las características del maíz es la for­mación de híbridos de mayor vigor al cruzarse las distintas variedades, el intercambio de un sitio a otro se volvió co­mún —incluso entre regiones distantes— y su cruza dio ori­gen a nuevas razas. La cruza con razas de maíces procedentes de Sudamérica, que se habían desarrollado allí a partir de maíces anteriormente llevados de Mesoamérica, enriqueció ambos intercambios, al igual que la hibridación con sus pa­rien­tes silvestres, los teosintes, que se favorecían intencionalmente cerca de las milpas. El intercambio de experiencias en torno a su cultivo se­guramente acompañó el de las variedades mismas.
 

Esto hizo del maíz una planta omnipresente en Mesoamérica, ocupando una gran variedad de sustratos, tipos de suelo, climas y altitudes —desde el nivel del mar hasta 3 000 metros. Y de este mismo proceso de­ri­va el número de variedades y subvariedades de maíz que ha habido y hay en Mesoamé­ri­ca —actualmente se estima en casi sesenta, pero hay mu­cho debate alrededor de ello, ya que los estudios gené­ti­cos muestran tal continuidad entre una y otra, que pa­re­ciera imposible definir una sola; las diferencias se man­tie­nen por tanto debido a la intervención humana. Así, hay va­rie­dades cuya altura no pasa de un metro y medio, mien­tras otras llegan hasta cinco; la longitud de las mazorcas va de siete a treinta y dos centímetros, aunque la ma­yo­ría mide entre quince y veinte centímetros. Su forma pue­de ser cónica, cilíndrica, casi redonda, elipsoide, alar­ga­da, cor­ta, delgada, ancha, así como una combinación de estas ca­racterísticas, con un olote delgado o ancho. Las hay de gra­nos agudos, redondos, claramente puntiagudos, an­chos, cuadrados, angostos, largos, de muy pequeños a gran­des y masivos, lisos o estriados, dentados, fuertemente ase­rra­dos, con una ligera o profunda depresión —una suerte de canalito que se forma en la cara externa del grano. Las hi­leras que forman van de ocho a veintidós, ya sea total­men­te rectas o casi en espiral. Por su consistencia y sabor, su uso puede ser muy específico o servir para varios pro­pó­­si­­tos; hay para palomitas, como el reventador, para to­to­pos, como el zapalote chico, para pozole, como el ca­cahua­cin­tle, para pinole, como el harinoso de ocho, para tesgüino, como el dulcillo del noroeste, y un largo etcé­tera. Por su co­lor, al­gunos se emplean para preparar platillos de naturaleza ritual, como los tamales azules, o directa­men­te como ofren­da, como los rojos. Los nombres consti­tuyen una verda­dera constelación, con inmensas variacio­nes re­gionales: palomero, arrocillo amarillo, chapalote, nal-tel, olotón, cónico, reventador, tehua, tabloncillo, jala, comi­te­co, tepecintle, olo­tillo, tuxpeño, chalqueño, bolita, perla, pe­pitilla, zapa­lo­te grande y celaya, entre muchos otros, ade­más de los que reciben en las diferentes lenguas indígenas.

 
Sin embargo, la manera como se siembra tradicionalmente, no el sistema pro­duc­tivo empleado, es muy similar en todo el territorio mesoamericano; se hace un pequeño hoyo con bastón plantador —conocido también como coa, espeque y otros nombres más—, y se colocan uno o varios granos —para ase­gurar que alguno brote—, manteniendo cierta distancia entre cada hoyo a fin de intercalar otros cultivos —prin­ci­palmente calabaza, frijol y chile, pero también chayote, cebollín por ejemplo— ya sea al mismo tiempo o cuan­do el maíz haya al­can­zado cierta altura. La ma­nera de preparar el terreno depende de distintos fac­to­res, pero sobre todo del sistema empleado, lo cual ha va­­ria­do a lo largo del tiempo —han existido camellones, chi­­nam­pas, terrazas, con riego, etcétera—; sin embargo, el más sencillo y difundido parece ser el conocido como roza, tumba y quema, en donde se devasta una pequeña porción de bosque o selva, se cortan árboles y arbustos, y se queman. Al cabo de un breve lapso, al inicio de las lluvias —ya que no hay riego—, se realiza la siembra, después de lo cual es preciso cuidar regularmente la milpa, remo­vien­do las hierbas que impiden el crecimiento del maíz y ale­jan­do a los animales que lo perjudican. La cosecha se efec­túa a mano, sin ayuda de instrumento alguno. La se­lec­ción de los granos que serán sembrados en la siguiente tem­po­rada —la cual se llevará a cabo en otra parcela a fin de que en la anterior se renueven la vegetación y la ferti­li­dad del suelo— se realiza escogiendo las mejores mazorcas; el gra­no macizo, las hileras parejitas, la base bien lle­na y el an­cho del olote son algunas de las características em­pleadas aunque ciertamente, difieren de un sitio a otro. Cada agri­cultor mantiene unas cuantas variedades que po­seen rasgos que le permiten enfrentar condiciones adversas. Así, se suele contar con maíces que crecen en distintas situacio­nes topográficas —en ladera pronunciada, en la mar­gen de un río, etcétera—, para temporal y tonamil —la siem­bra de invierno—, de diferentes ciclos de maduración —si por alguna razón falla el primero, se emplea un ciclo más cor­to para poder cosechar algo al término de la temporada—, para fines culinarios específicos, y con otras tantas ca­rac­te­rísticas más.
 
Esta forma de cultivo, que difiere por completo de la em­pleada en la mayoría de los cereales y se asemeja más a las llamadas prácticas de horticultura, fue un factor fun­damental en la conformación de la manera de ver el mun­do en Mesoamérica, en la forma de rela­cionarse al interior de las comunidades y de los distintos pueblos, y en­­tre éstos. Como lo explica André Haudricourt, las actividades productivas preponderantes en una sociedad propician ciertas formas de relación con la naturaleza y entre los se­res humanos, e influyen en la génesis de los elementos que con­forman el universo simbólico de los pue­blos. Así, por ejemplo, mientras entre los pueblos pastores que poseen borregos —animales indefen­sos ante un depreda­dor— se establece una relación de de­sigualdad entre el pas­tor y su rebaño, lo cual tiene como correlación la de un gobernante y su pueblo, y a nivel sim­bólico la de un dios que vela por su rebaño, entre los pue­blos cazadores la relación con los animales es de igual a igual, ya sea por­que estos son antepasados de los humanos, por encon­trar­se ligados debido al tránsito de esencias, porque en algún momento fueron iguales —los animales hablaban y se comportaban como humanos—, o porque aún com­parten ciertos rasgos.
 

De igual manera, contrasta la actitud entre pueblos que cultivan cereales y aquellos dedicados al cultivo de tubércu­los, aunque hay cereales que requieren cuidados similares a éstos. Los cereales de grano duro, como el tri­go y la ce­ba­da, que son sembrados al voleo, en monocultivo, no re­quieren deshierbe, el pisoteo de un rebaño pue­de hasta beneficiarlos cuando se acaba de sembrar, y son cosecha­dos con una hoz metálica que corta las espigas jun­to con otras hierbas, por lo que la acción del agricultor es directa y con pocos cuidados, y la principal preocupación al final es “separar el grano bueno del malo”, separar las se­millas de las otras hierbas y seleccionar la semilla para la siguiente siembra. Esta metáfora, por demás conocida, es clave en la religión judeocristiana, y de ella se des­pren­de la idea de mejorar algo separando aquello que es malo, esto es, los individuos considerados no adecuados, anormales. 

 
Por el contrario, el cultivo de tubérculos como, por ejem­plo, el ñame, requiere una minuciosa preparación del terreno, incluso cavar el espacio en donde éste crecerá, y colocar allí cuidadosamente la parte vegetativa; hay que emplazar una rama a un lado con el fin de que, al crecer, la planta pueda enredarse en ella. La cosecha se efectúa asi­mismo con precaución para no dañar el tubérculo, y por la misma razón en algunos lugares se envuelve en hoja de coco. No es extraño que en esos pueblos se haya desarrollado la metáfora del humano como un ser vegetal, al cual hay que cuidar de la misma manera en que se mantienen las condiciones donde crece, es decir, su medio, cuya alte­ración lo puede afectar fuertemente.
 
Esto incluso llega a tener influencia en la conformación de la estructura social, en las mismas relaciones de parentesco, como lo sugiere Haudricourt. El cultivo por medio de granos es de linajes, ya que en cada cosecha se obtienen individuos distintos a causa de la hibridación; el de tubérculos es por medio de clones, pues en cada siembra se reproduce una parte del mismo individuo, que se ha visto se comporta en determinada manera ante ciertas cir­cunstancias, por lo que se conservan numerosos clones con diferentes características —resistencia a la sequía, etcétera—, los cuales son sembrados en determinadas circunstancias para garantizar la cosecha. Los mitos melanesios, por ejemplo, consignan esta imagen, estableciendo una ana­logía entre el ciclo de cultivo del ñame y la relación de estos pueblos con sus antepasados que dieron origen a los clanes que conforman su sociedad —concebidos a semejanza de los clones. La importancia de la idea de linaje en la historia de Europa no necesita comentario alguno.
 

Obviamente, estas relaciones se tornan más complejas en la realidad —no se trata de regresar a la idea de que la infraestructura determina la superestructura. Las media­ciones son múltiples, sobre todo por los aconteci­mien­tos his­tóricos que las moldean con el tiempo, por las in­fluen­cias externas, los cambios sociales, políticos, tecnológicos, etcétera. En el caso de Mesoamérica, aunque es evidente el lugar que el maíz ocupa en la cultura, poco se ha explo­rado este tipo de relaciones. La historia que refleja su do­­­mes­tica­ción y difusión es muestra de que fue un factor fun­­da­­men­­tal en la unidad de los pueblos de esta parte del ­mundo. La forma como se lleva a cabo su cultivo, de ma­ne­ra colec­ti­va, en pequeños grupos, ha impreso caracte­rís­ticas propias a la organización social. Asimismo, la forma tradicional de sembrarlo, por medio del bastón plantador y cuidando de manera individual cada planta, proporciona —como lo señala María de los Ángeles Romero Frizzi—, un mayor rendimiento por unidad de tierra sembrada, a diferencia del cultivo con arado, mediante el cual se ob­tie­ne un mayor rendimiento hora/hombre, lo cual cons­ti­tu­ye una lógica económica y social distinta. Finalmente, en el ámbito simbólico conformó una mitología de gran ri­que­za, innumerables metáforas y representaciones, todo lo cual dio origen a una cosmovisión que llegaron a compartir todos los pueblos mesoamericanos y que mantiene su resonancia hasta nuestros días.
 
Génesis de una cosmovisión
 
La cosmovisión, como lo señala Alfredo López Austin, “tie­ne su fuente principal en las actividades cotidianas y diversificadas de todos los miembros de una colectividad que, en su manejo de la naturaleza y en su trato social, in­tegran representaciones colectivas y crean pautas de con­ducta en los diferentes ámbitos de acción […] Las acciones repetidas originan sistemas operativos y normativos. El trato social confronta los distintos sistemas producidos por medio de la comunicación, y los sistemas adquieren congruencia entre sí y un alto valor de raciona­lidad derivados tanto de la racionalidad de la acción cotidiana como de la que obligan los vehículos de comunicación”. Dicha racionalidad, erigida en verdad, rige la vida y la manera de pensar de quienes crecen y viven inmersos en ella. Sin embargo, por ser resultado de una larga his­toria, ésta jamás es totalmente coherente, ya que posee elementos que proceden de contextos naturales y sociales distintos —sin mencionar la dimensión de este as­pec­to cuando se toma en cuenta la visión de grupos que se dis­tinguen al interior de cada sociedad o la percepción de cada individuo.
 

Así, la cosmovisión mesoamericana man­tie­ne rasgos de épocas anteriores al inicio de la agricultura, los cuales pueden seguir vivos por encontrarse li­ga­dos a actividades aún vigentes o bien cons­tituir meras reminis­cen­cias. Los es­píritus o seres sobrenaturales que cui­dan de los animales que se cazan o pescan, de las plantas que se colectan o los árboles que se derriban en el monte, como el lla­mado dueño de los animales o el dueño del monte, a los cuales hay que re­tri­buir por lo recibido —ya que la re­la­ción exis­tente con ellos es de reciprocidad—, muy proba­ble­mente derivan de la ma­nera de ver el mun­do cuando el modo prin­ci­pal de vida lo constituían la recolección, la caza y la pesca; si se han mantenido hasta nuestros días es porque éstas son actividades aún importantes en muchos pueblos indígenas de Mesoamérica y por su arraigo en el ima­ginario. La obligación de com­par­tir, de repartir las presas de caza entre los miembros de una comunidad es tal vez parte indisociable de esta concepción.
 

No obstante, el maíz constituye el cen­tro de esta cosmovisión y la estructura. Es un elemento fundamental de los mitos de ori­gen —en algunos de ellos, el ser hu­ma­no está hecho de maíz o procede de esta planta—, y su aparición mar­ca un antes y un después en la his­toria humana. Es metáfora de la vi­da mis­ma, en especial del nacimiento, cre­cimiento, reproducción y muerte del ser humano, que “deben ser explicados a partir de la idea cíclica de salida del ‘corazón’ de la bo­dega, penetración en el ser que se gesta, ocupación que ha­ce crecer y de potencia generativa, maduración —o sequedad o ca­len­ta­mien­to— paulatinos con la edad y, por fin, muerte y regreso del ‘corazón’ al mun­do subterráneo”. Así, con­tinúa López Aus­tin, “el hombre, como to­dos los seres de su mun­do, tiene un ‘corazón’ que le trans­mite las características de su especie y le da fuerza vital. Este ‘co­razón’ procede, como todos los otros ‘cora­zo­nes’, de la gran bodega de riquezas. El hombre no puede separarse en vida de su ‘corazón’ […] El ‘corazón’ del hom­bre, como el del maíz, debe cumplir el ciclo de presencia-ausencia so­bre la tierra. Viene de la gran bodega y espera el momento de otro nacimiento […] Cuando el ‘corazón’ sale del cuerpo del hombre que ha fallecido para ser reciclado, ­debe pasar por una purificación que lo vuelve a su estado original. Así queda listo para tornar al mundo: sin deu­das, sin memoria. Debe regresar íntegro a la bodega, co­­mo debe hacerlo el ‘espíritu’ del maíz. Puede em­pezar a pagar y enmendar culpas sobre la tierra en calidad de ‘es­­pí­ritu’ en pena. Va después al mundo de los muertos, don­de se purga totalmente de la vida y de la memoria, tor­­­nan­do a su estado original. Queda después deposi­ta­do en la bodega en espera de su nacimiento en otro ser humano”.
 

El cultivo de maíz rige el ciclo anual, alrededor del cual se estructura la observación del movimiento de los astros —la importancia de Venus en la astronomía mesoamericana tiene que ver con ello, como lo explica Antho­ny Ave­ni—, y cuya característica principal es la alternancia de la temporada de lluvias y la de secas, el tiempo de prepara­ción de la parcela y el inicio de la siembra, el transcurso del crecimiento y la cosecha. Este rasgo constituye la im­pronta de su origen —en una zona de fuerte contraste es­tacional—, y se arraiga en las raíces de la visión dualista —llu­vias y secas—, consolidándola, por lo que, aun cuando en parte del territorio mesoamericano se lleva a cabo la siembra de invierno en la época de secas, las principales fiestas, como lo indica López Austin, son en todas partes la de la Santa Cruz, en mayo, y la del día de Muertos, en noviembre, que marcan, res­pec­tivamen­te, el fin de la época de secas y el de la de lluvias.

 
Tan preponderante era el maíz como metá­fora de la vida misma que, cuenta Sahagún, entre los nahuas del siglo xvi, cuando na­cía un niño se le encomiaba diciéndole, “es tu salida al mun­do. Aquí brotas y aquí floreces”, y se le cor­taba el ombligo so­bre una mazorca de maíz. “Es verosímil —explica López Aus­tin— que los antiguos nahuas creyeran que pasaba al maíz parte de la fuerza de crecimiento de la que estaba car­gado el recién nacido. En efecto, la mazorca quedaba li­gada a la vida del niño. Los granos se guardaban para su siembra, y su cultivo era sagrado. Los padres del niño usa­ban los frutos para hacerle el primer atole. Después, ­cuan­do el niño crecía, un sacerdote guardaba el maíz reproducido y lo entregaba al muchacho para que sembrase, cose­cha­se e hiciese con lo cosechado las ofrendas a los dioses en los momentos más importantes de su vida”.
 

Todos estos elementos fueron conformando una visión del mundo muy elaborada, al interior de la cual se de­sa­rro­llaron conocimientos de gran precisión en diferentes áreas —astronomía, medicina, etcétera— imbricados con una re­ligión compleja, manejada por una clase sacerdotal que re­to­mó los mitos y ritos existentes para reelaborarlos y legitimar su dominio en una sociedad que cada vez se tor­­naba más jerárquica. La cultura olmeca marca el inicio de este proceso, alrededor de 1 200 a. C., y se erige en ejem­plo para otras partes del territorio en donde tenía lugar una di­visión social similar. “Todo el conjunto de símbolos reli­giosos olmecas parece referirse a un complejo código que abarca —en unidad indisoluble— la cosmovisión, el po­der y la segmentación social”, explica López Austin, y éste ­pudo difundirse con facilidad debido a que en él “se sobreponen dos ámbitos: el de la estructura del cosmos (con una acrecentada referencia a los poderes de la repro­ducción vegetal) y el del poder político, que implica la recia implantación de la división social jerárquica”, lo cual permitió que los habitantes de esas regiones vieran su cosmovisión iden­tificada con los símbolos enarbolados por las elites.
 

Con base en un profundo conocimiento del movi­mien­to de los astros, las matemáticas, el manejo del ex­ce­so de agua propio de la zona tropical húmeda en donde habitaron, y otros factores más, los olmecas construyeron un orden espacial y temporal específico. Muestra de éste son las urbanizaciones que levantaron y su relación con los astros, los sistemas de cultivo, el calendario solar y el ritual —el primero de 365 días, que regía el ciclo agrícola, y el segundo de 260 días— , y los inicios de una forma de escritura, entre otras creaciones. Esta herencia fue de­sa­rro­llada por otras culturas a lo largo del tiempo en diferentes partes del territorio, aunque no de manera homogé­nea ni simultánea, ni con la misma magnitud, profundidad y estética —por ejemplo, en el occidente no se genera una es­critura ni se emplea el cero en las matemáticas— y al­canza su auge en el periodo Clásico, con una fuerte di­vi­sión entre las ciudades y el mundo rural, entre regiones y al interior de cada sociedad, lo cual llevó a conflictos de dominio, rebelión y guerra. Paradójicamen­te, las artes y las ciencias logran un es­plen­dor incomparable.

 
Resultado de estas desigualdades, las zonas ru­ra­les man­tuvieron una tradición oral por sobre la escrita o pictográfica, un calendario más ligado a los asun­tos agrícolas, una organización social menos jerárquica, y un saber en donde la teoría no se separa de la práctica. Es por ello que, al declinar las épocas de auge, las comunida­des de es­tas áreas se vieron menos afectadas en su modo de ­vida y de ver el mundo. Como lo explica López Austin, “so­bre el fuerte núcleo agrícola de la cosmovisión pudieron ela­bo­rarse otras construcciones. Algunas fueron producto del esfuerzo intelectual de los sabios dependientes de las cor­­tes. A la creación inconsciente, acendrada por los siglos, se unió otro tipo creativo muy diferente, el marcada­men­te in­dividualizado, consciente, reflexivo. Sin embargo, los prin­cipios fundamentales, la lógica básica del complejo, siem­pre radicó en la actividad agrícola, y ésta es una de las razones por las que la cosmovisión tradicional es tan vigo­rosa en nuestros días”. En ella, el maíz sigue siendo el nú­cleo, el eje que logra todavía mantener las comunidades indígenas cohesionadas, y de tal fortaleza, que logró im­pri­mir a la nación este rasgo, por ello todavía nos po­demos considerar los hombres de maíz.
 
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Referencias bibliográficas:
 
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