revista de cultura científica FACULTAD DE CIENCIAS, UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
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César Carrillo Trueba      
               
               
Desde el principio de mis recuerdos
había sido como era entonces en estatura
y proporción. Hasta ahora, nunca había
visto a un ser que se pareciese a mí
ni pretendiese contacto alguno conmigo.
¿Qué era yo? La pregunta me surgía una
y otra vez, sólo para contestarla con gemidos.

El Monstruo, en Frankenstein,
Mary Shelley
 
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Uno de los clichés más comunes cuando se representa
al científico es el de un personaje dotado de un gran conocimiento y capaz de emplearlo para fines que rebasan las fronteras del ámbito estrictamente de la ciencia, como construir un arma superpoderosa, crear seres quiméricos, hacer experimentos con humanos, controlar la voluntad de la población y un largo etcétera. Se le conoce como científico loco o mad doctor, el clásico alter ego de todo superhéroe —Lex Luthor vs. Superman—, una figura que emerge tras la Primera Guerra Mundial y sus horrores químicos y técnicos, se difunde ampliamente tras la Segunda y el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, y no deja de cobrar vigor por el creciente papel que desempeñan la ciencia y la tecnología en nuestra época.

Muchos estudiosos sobre la ciencia ubican el nacimiento del científico loco en la novela Frankenstein o el moderno Prometeo, escrita por Mary Shelley en 1818, en donde Víctor Frankenstein, queriendo crear un ser humano, da vida a un monstruo, el cual reacciona en franca rebelión, violentamente, ante un mundo que lo hostiga y le teme por su apariencia —de hecho, esto ha tenido como consecuencia que el aspecto científico se convierta en el tema central, cuando la novela es una profunda reflexión acera de la naturaleza humana. La primera gran versión cinematográfica —estrenada en 1931— le va a dar un giro al convertirlo en un ser intrínsecamente malo —por su constitución biológica—, con una apariencia que hará historia, impregnando el imaginario de la cultura occidental contemporánea.

Esta manera de representar al científico forma parte de una perspectiva asimétrica —algo que desarrollé en un texto anterior—, en la cual la ciencia es vista como una actividad que se lleva a cabo por el bien de la humanidad y el científico es casi un apóstol que labora en pos del progreso de ésta. Los resultados negativos de la ciencia son vistos desde esta perspectiva como anomalías, desviaciones del propósito que persigue tan noble actividad, generalmente como obra de científicos que sucumbieron a su ambición, al deseo de lucro y poder o que se hallan sujetos a la voluntad de fuerzas oscuras que buscan causar daño a la humanidad.

Por el contrario, la perspectiva simétrica inserta la ciencia en su contexto social, lo que permite comprender cómo dicha actividad puede generar tanto lo verdadero como lo falso, lo benéfico y lo nocivo, todo aquello que generalmente se denomina como su buen y mal uso. La lectura de la novela bajo esta mirada hace estallar tales lugares comunes. El personaje de Víctor Frankenstein y el monstruo creado por él poseen tal complejidad, al igual que su relación y el contexto en que se desenvuelve la historia, que el cliché termina por desmoronarse. De hecho, a la luz de ésta, la idea misma del científico loco queda cuestionada, exhibida en toda su asimetría, e incluso las críticas efectuadas a la autora muestran la inercia de este sesgo en la sociedad en la manera de concebir la ciencia y hasta la literatura que contiene elementos de ella en su temática. Las relaciones entre ciencia y cultura, entre ciencia, literatura y sociedad en este caso, muestran una vez más su intrincada naturaleza.
 
“Un verano húmedo y riguroso...”
 
Hija de dos prominentes intelectuales liberales de la Inglaterra del siglo XVIII —su madre filósofa, preocupada por los derechos de la mujer, y el padre escritor, pero también filósofo—, a sus dieciseis años Mary Godwin unió su vida al poeta radical Percy Bysshe Shelley —ya reconocido por un par de novelas góticas, algunos poemas y sus escritos antimonárquicos y en pro del ateísmo—, cuando éste dejó a su mujer para partir subrepticiamente con Mary hacia el continente, en donde vivieron una serie de desventuras, como en una novela, a decir de ella.

Crecida entre libros y discusiones sobre innumerables temas, la hija de los Godwin gustaba de escribir de manera informal y Percy la animaba a dedicarse más a ello. Esto finalmente ocurrió en 1816 —cuando veraneaban a orillas del lago Ginebra junto con la media hermana de Mary, Claire Clarimont, cerca de donde se hallaba el amante de ésta, el célebre Lord Byron, acompañado de su médico de cabecera, William Polidori—, y una lluvia pertinaz los confinó en casa, en donde se dieron a la lectura de historias de terror. Lord Byron propuso entonces que cada uno escribiera una historia “sobrenatural”, tarea a la que se abocaron todos menos Mary, quien no conseguía encontrar una idea para iniciar. “La invención, hay que admitirlo humildemente, no consiste en crear del vacío, sino del caos; en primer lugar hay que contar con los materiales; puede darse forma a oscuras materias amorfas, pero no se puede dar el ser a la sustancia misma”, escribió ella acerca de la dificultad para iniciar su narración.
 
Uno de esos días —cuenta—, Byron y Percy pasaron discutiendo hasta entrada la noche sobre “diversas doctrinas filosóficas, entre otras la naturaleza del principio vital, y la posibilidad de que se llegase a descubrir tal principio y conferirlo a la materia inerte. Hablaron de los experimentos del Dr. Darwin [...] quien tuvo un fideo en una caja de cristal hasta que, por algún medio extraordinario empezó a moverse merced a un impulso voluntario [parece haber una confusión entre la generación espontánea de la que hablaba Erasmus Darwin, el abuelo de Charles, la cual daba origen a los animálculos, llamados también “pequeños gusanos”, y el vermicelli, una pasta como gusano, un fideo]. No era así, sin embargo, cómo se infundía vida. Quizá podía reanimarse un cadáver; el galvanismo había dado pruebas de tales cosas; quizá podían fabricarse las partes componentes de una criatura, ensamblarlas y dotarlas de calor vital”. Mary se fue a acostar sin lograr conciliar el sueño, y en duermevela le vino una imagen aterrorizante: “vi el horrendo fantasma de un hombre tendido; y luego, por obra de algún ingenio poderoso, manifestar signos de vida, y agitarse con movimiento torpe y semivital. Debía ser espantoso; pues supremamente espantoso sería el resultado de todo esfuerzo humano por imitar el prodigioso mecanismo del Creador del mundo. El éxito aterraría al propio artista; huiría horrorizado de su odiosa obra”. A la mañana siguiente anunciaba a los demás su idea y se daba a la escritura de una historia corta que, por sugerencia de Percy, fue creciendo hasta convertirse en una extensa novela.
 
Un mito de largo aliento
 
Varios son los hilos que se tensan a lo largo de la trama. El título hace alusión a una de las versiones existentes del célebre mito griego que trata del titán que robó el fuego del monte Olimpo para entregarlo a los humanos, en la cual Prometeo, adjudicándose el papel de un dios, crea la humanidad a partir de agua de lluvia y arcilla. Así, en la novela, Víctor Frankenstein, estudiante de filosofía natural en la Universidad de Ingolstadt, Bavaria, se dedica en cuerpo y alma a la comprensión del fenómeno de la vida, tratando de entender de dónde procede el “principio vital”. Estudia la química, la anatomía y la fisiología, desmenuza el proceso de descomposición del cuerpo humano, para lo cual frecuenta constantemente los cementerios; pero no sólo busca comprender el paso de la vida a la muerte, sino también el de la muerte a la vida. Finalmente —dice—, “tras días y noches de increíble trabajo y fatiga, logré averiguar la causa de la generación y la vida; y más aún, conseguí dotar de animación a la materia inerte”.

Volcado a la tarea de dar forma a un ser humano, Víctor Frankenstein se equipara ya a un dios, creador de una nueva humanidad, al igual que Prometeo: “una nueva especie me bendeciría como su origen y creador; muchas naturalezas excelentes y dichosas me deberían su ser. Ningún padre podría reclamar la gratitud de sus hijos con tanto derecho como yo merecería la de ellos”.

Su anhelo se materializa en un ser humano formado de varias personas, cuidadosamente escogidas —aunque nunca hay demasiado detalle al respecto. “Como la pequeñez de las partes constituía un gran obstáculo para la rapidez de mi trabajo, decidí, en contra de mi primera intención, hacer un ser de estatura gigantesca; es decir, de unos ocho pies de alto [2.44 metros], y de una anchura proporcionada”. Así, “una lúgubre noche de noviembre vi coronados mis esfuerzos. Con una ansiedad casi rayana en la agonía, reuní a mi alrededor los instrumentos capaces de infundir la chispa vital al ser inerte que yacía ante mí. Era la una de la madrugada; la lluvia golpeteaba triste contra los cristales, y la vela estaba a punto de consumirse, cuando, al parpadeo de la llama medio extinguida, vi abrirse los ojos amarillentos y apagados de la criatura; respiró con dificultad, y un movimiento convulso agitó sus miembros”. Sin embargo, conforme lo examinaba, un desasosiego se apoderaba de él: “¡cómo expresar mis emociones ante aquella catástrofe, ni describir al desdichado que con tan infinitos trabajos y cuidados me había esforzado en formar! Sus miembros eran proporcionados; y había seleccionado unos rasgos hermosos para él. ¡Hermosos¡ ¡Dios mío! Su piel amarillenta apenas cubría la obra de músculos y arterias que quedaban debajo; el cabello era negro, suelto y abundante; los dientes tenían la blancura de la perla; pero estos detalles no hacían sino contrastar espantosamente con unos ojos aguanosos que parecían casi del mismo color blancuzco que las cuencas que los alojaban, una piel apergaminada, y unos labios estirados y negros”.

La decepción de Víctor Frankenstein es infinita, el resultado de tanta dedicación está lejos de la perfección que imaginara —”un intenso horror y repugnancia me invadieron el corazón”—, y su aversión es tal que se siente incapaz de estar cerca del “cadáver demoníaco al que tan desventuradamente había dado la vida”. En vano trata de conciliar el sueño —”¡Ah! No había mortal capaz de soportar el horror de aquel semblante”. Al levantarse el día decide salir a caminar por la ciudad en pos de un poco de paz. Mas cuando vuelve, el monstruo no está ya. Se imagina que perecerá fácilmente al quedar abandonado a su suerte y, tras varias semanas de intensa fiebre, recobra la calma.

El moderno Prometeo cree que podrá volver a su natal Suiza para vivir en compañía de los suyos, la idílica familia donde creció. Sin embargo, el monstruo lo va a encontrar, haciéndole imposible la existencia, reprochándole el haberlo creado tan imperfectamente, dando rienda suelta al sentimiento de odio y venganza que ha germinado en él por el rechazo de que es víctima dondequiera que va.

Es aquí donde el mito antiguo se engarza con los de la tradición judeocristiana, con el relato bíblico pero desde una mirada distinta, literaria, la de El paraíso perdido de John Milton, escrito en 1667.
Mary Shelley equipara a Víctor Frankenstein con Prometeocreador, quien se adjudica el papel de dios creador, de ahí el epígrafe de la novela tomado del poema de Milton: “Did I request thee, Maker, from my clay / To mould me man? Did I solicit thee / From darkness to promote me?” (“¿Cuándo permanecía en el polvo, te pedía acaso, ¡oh Creador!, que me transformaras en hombre? ¿He solicitado que me sacaras de las tinieblas o que me colocaras en este delicioso jardín?”, dice la edición en español citada aquí).

En la versión de Milton del relato bíblico, la creación no puede ser perfecta debido a que el ser humano está dotado de razón y de libre albedrío, garantía de una verdadera veneración hacia el creador y su obra, tal y como le explica en ella el arcángel Rafael a Adán: “Dios te hizo perfecto, pero no inmutable; te ha hecho bueno, pero te ha dejado dueño de perseverar en tu bondad; te ha dotado de voluntad libre por naturaleza, que no puede ser esclava de inflexible necesidad ni del inevitable destino. Desea que nuestro homenaje sea voluntario, pero no forzado, pues que si así fuera, no sería ni podría ser aceptado por Él”.
El drama de la creación divina se halla para Milton en este rasgo humano. Incitados por Satán, Adán y Eva van a probar los frutos del árbol del bien y del mal, pero más que engañados, es por el efecto que surten los argumentos y la insistencia de aquél debido a que ellos poseen entendimiento y libre albedrío. Es justamente por la misma razón que en Frankenstein el monstruo va a desarrollar todas sus capacidades, aprendiendo incluso a leer —se conmueve con Las desventuras del joven Werther de Goethe y se identifica con el Adán del Paraíso perdido de Milton—, y reacciona a la actitud que tienen los humanos hacia su persona, exigiendo a su creador al final que remedie la condición en que lo ha colocado, de infinita soledad, pidiéndole la creación de una mujer semejante a él para ser feliz en compañía de ella. Es la idea misma de la naturaleza humana que enarbolaran los pensadores del siglo de las Luces lo que constituye el centro de la novela de Mary Shelley.

Algunos estudiosos de la cultura han criticado la manera como la autora retoma el mito de Prometeo. Es el caso de Román Grubern y Joan Prat, quienes ven una reducción del mito en la versión que ella toma, pues les parece que elimina la actitud de cuidado y protección que el creador tiene hacia su criatura así como la rebeldía de ésta, por lo que consideran inconsistente el título de la novela. Es una crítica que difícilmente se sostiene desde una perspectiva antropológica, ya que la riqueza y perseverancia de los mitos es su variación y su recreación a lo largo del tiempo, y Mary Shelley consiguió llevar el mito antiguo por el camino de la religión y, como veremos, por el de la naciente ciencia, imprimiéndole nueva vida.

Otros han colocando el énfasis en el aspecto científico —quizá la actitud más difundida—, al punto que hay quienes afirman que fue su marido quien la escribió —es el caso de John Lauritsen, que dedica un libro entero a demostrarlo—, ya que el mismo mito es tratado por aquel en un largo poema titulado Prometeo desencadenado, que comenzó a escribir justo cuando fue publicada la novela de su esposa. Sin embargo, la trama del poema de Percy Shelley se teje alrededor del episodio en donde el héroe da el fuego y la civilización a la humanidad, y es por ello que el autor pone en relieve su nobleza, su generosidad y valentía, al mismo tiempo que hace su rebeldía irreconciliable con el poder de Zeus, a diferencia de lo que ocurre en el Prometeo encadenado de Esquilo, generando así una suerte de conflicto entre poder y religión versus ciencia y humanismo, bastante clásico en el siglo de las Luces y el XIX, y más bien opuesto al que subyace en Frankenstein.

Esto es más claro en la manera como Percy Shelley retoma por su parte el poema de Milton, equiparando a Prometeo con Satanás, quien es arrojado del cielo por el creador, muy distinto a como lo hace Mary Shelley: “el único ser imaginario que se parece en algún grado a Prometeo es Satán— escribió el poeta; pero Prometeo es, en mi juicio, un carácter más poético que Satán, ya que, además de su valor y majestad, de su firme y paciente oposición a la fuerza omnipotente, es susceptible de ser descrito como exento de tintes de ambición, envidia, venganza y de un deseo de engreimiento personal, todo lo cual, en el caso del héroe del Paraíso perdido, impide que se le cobre interés”. Finalmente, es evidente que el alcance de su poema no se puede equiparar al de la novela, y la misma Mary Shelley, en la introducción al libro, aclara este infundio no exento de cierta misoginia: “no debo a mi esposo la sugerencia de una sola idea, ni siquiera de un sentimiento”.

No obstante, a pesar de tal declaración, cuando no se le adjudica la autoría al marido, se le considera como fuente de los elementos científicos que contiene la novela, ya que una de las críticas más comunes a Mary Shelley ha sido su aparente escaso conocimiento sobre cuestiones precisas que son mencionadas en la trama —no es ajeno a ello el que la ciencia sea considerada como un dominio masculino—, la cual se apoya en el texto de introducción a la novela en donde ella misma da cuenta de la conversación entre Percy Shelley y Lord Byron que inspiró el sueño de donde surgió la novela.

Esto ha sido tema de acuciosas investigaciones, como la efectuada hace algunos años por Christopher Goulding, quien minuciosamente se centra en la influencia que tuvo su marido sobre ella por efecto de sus intereses y relaciones, documentando la relación que mantuvo Percy con un profesor que conoció en Eaton, James Lund, un filósofo de la naturaleza interesado por la fisiología, que llevó a cabo varios experimentos con electricidad animal inspirados en Galvani, el célebre naturalista que durante la segunda mitad del siglo XVIII aplicó corriente eléctrica a las patas de una rana para intentar comprender el fenómeno de la conducción en los músculos y el sistema nervioso.

La importancia de este profesor en la vida de Percy era bien conocido por Mary Shelley, por lo que se piensa sus investigaciones fueron tema de conversación entre ellos. Ciertamente, Christopher Goulding menciona también que los padres de Mary tenían contactos con profesores que conocían y discutían los trabajos de Galvani y su crítico Volta, por lo que es probable que haya recibido información al respecto en casa, mas él se inclina por la influencia de Percy. No obstante, el énfasis del conocimiento que influyó en la novela lo pone en la reanimación de cuerpos sin vida, y el papel de la electricidad en ello, como el célebre experimento en donde se aplica corriente a una rana muerta, provocando que brinque. A partir de esto, remarca una vez más la falta de detalles científicos en la novela y concluye con el papel fundamental de Percy en dicho aspecto.

Yo creo que dicha ausencia es totalmente a propósito; en su afán de recrear el mito de Prometeo, Mary Shelley se centró en un aspecto particular del quehacer científico del siglo XVIII, el cual resultó ser una relación estructural de la ciencia que se estaba desenvolviendo, y que en ese momento se podía discernir con claridad por su naturaleza entremezclada de mago y científico, de alquimista y químico, un ser híbrido en el sentido que lo ha desarrollado Bruno Latour. Es decir, la escritora no pretendía proporcionar detalles precisos —cabría interrogarse si verdaderamente los había, si no carece más bien de sentido preguntarse si en algún momento ha habido un conocimiento suficiente para crear un ser humano de esa manera— y además, poco tiene que ver la creación del monstruo con la reanimación de un cuerpo muerto, ya que Víctor Frankenstein lo construyó a partir de fragmentos, de partes de varios cuerpos, y sólo la animación se lleva a cabo “infundiendo la chispa vital”, un acto que parecería, con base en  lo mencionado por la autora en la edición de 1831, de inspiración galvánica, pero es más bien vago, una simple metáfora.

A tales interpretaciones se puede contraponer el punto de vista de estudiosos como Chris Baldick, quien ha mostrado la gran influencia que tuvo la obra de los padres de Mary Shelley, William Godwin y Mary Wollstonecraft —intelectuales liberales de renombre—, en el tema de su novela, principalmente en lo que se refiere al conocimiento, la justicia y el medio social como un factor determinante en la conformación de todo ser humano; existe incluso una novela escrita por su padre, Things as They Are or, The Adventures of Caleb Williams, que guarda cierta similitud con la de su hija en varios aspectos. Por ello, me parece que, por su formación intelectual, por éstas y otras influencias que tuvo, en las repetidas menciones sobre los elementos científicos relacionados con su novela que ella escuchó en su entorno familiar y social, Mary Shelley percibió algo más que detalles técnicos: vislumbró una pulsión latente en el trabajo del científico, y es eso lo que mantiene viva la novela, lo que ha permitido su recreación a lo largo del tiempo, lo que dio aliento al antiguo mito de Prometeo. La manera como lo logra es por demás fascinante.
 
 
Las pulsiones del científico
 
 
El interés de Víctor Frankenstein por el lado oculto de la vida le viene de sus lecturas de juventud. “Eran los secretos del cielo y de la tierra lo que yo ansiaba saber; y ya fuese la sustancia externa de las cosas, o el espíritu interior de la naturaleza y el alma misteriosa del hombre lo que me ocupara, mis investigaciones se orientaban hacia los secretos metafísicos y físicos del mundo en su más alto sentido”. A los trece años cae en sus manos un libro del célebre alquimista Cornelio Agrippa y se entusiasma con “la teoría que intenta demostrar y los hechos maravillosos que relata”. Se procura sus obras completas y le siguen las de Paracelso y Alberto Magno. “Acepté todo lo que afirmaban y me convertí en su discípulo […] Bajo la dirección de estos nuevos preceptores me lancé con la mayor diligencia a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida”. Sin embargo, un par de años después, un amigo de la familia le da a conocer las teorías de la filosofía natural en boga, en especial aquellas que versan sobre la electricidad y el magnetismo, generándole un fuerte desconcierto. Si bien termina por aceptar la superioridad de tales teorías, dentro de él mantiene viva la llama de su ilusión, un profundo anhelo, una pulsión que lo incita a adentrarse en los misterios que encierra la naturaleza.

Tanto Alberto Magno, en el siglo XIII, como Agrippa y Paracelso, en el XVI, forman parte de una tradición ocultista que pugna por el conocimiento de una naturaleza creada por dios y propone una acción a partir de éste, en lo cual se basa la alquimia; los dos primeros se dedicaron a la búsqueda de la piedra filosofal, mientras el tercero se centró en la medicina desde la misma perspectiva. Como parte de la idea de la trasmutación de los elementos, en sus obras se encuentra la idea de insuflar vida a cuerpos muertos. “Aquellos que saben matar y resucitar sacarán provecho en nuestra ciencia. Será el Príncipe del Arte el que sepa hacer esas dos cosas”, escribió Alberto Magno en un tratado que explica, paso a paso, cómo obtener la piedra filosofal.

De igual manera, Cornelio Agrippa aborda este punto en su Filosofía oculta, un vasto tratado que versa sobre las innumerables influencias ocultas en la naturaleza, desde los números hasta los astros: “quien se proponga volver a introducir las almas en sus cuerpos, debe necesariamente saber cuál es la naturaleza propia del alma, de dónde viene, la grandeza y número de grados de su perfección, por qué inteligencias está protegida, por qué intermediarios se difunde en el cuerpo, por qué armonía se unió con él, qué afinidad tiene con Dios, con las inteligencias, con los cielo, con los elementos y todas las demás cosas de las que lleva imagen y semejanza; en fin, por cuáles influjos se efectúa la unión de todas las partes del cuerpo; pues debe saber todas estas cosas para practicar el arte de resucitar a los muertos, que no pertenece a los hombres sino sólo a Dios que puede comunicarlo a quien plazca”.

Por su parte, Paracelso se centra en el cuerpo humano, el microcosmos, en donde, a partir de la existencia de tres tipos de anatomía, de la fisiología, de signos y causas, de sustancias y compuestos, de la influencia de todo ello en el microcosmos, y con base en una teoría de cómo ocurre la transmutación en éste, postula la existencia de una muerte en el ser humano que da origen a una nueva vida, ya que éste posee varias formas: “la anatomía material, mucho más importante, estudia las transmutaciones por las cuales se introduce en el hombre la vida nueva, luego de la primera y de la media, así como la naturaleza de su sangre, de los elementos Azufre, Mercurio y Sal y del funcionamiento del corazón, del cerebro y de todos los miembros del cuerpo. Ésta es la verdadera y auténtica (genuina) anatomía, origen de todo y en la que todo médico debe formarse”. El secreto de la vida se halla así oculto, cada miembro o parte que compone al ser posee un “arcano”, y es tarea del médico desentrañarlos: “en la nueva vida es necesario que pongamos al descubierto todo aquello que normalmente permanece oculto, reduciéndolo hasta el extremo de hacerlo perceptible por nuestros propios ojos”.

Sin embargo, aun cuando comparten una serie de formas de ver y entender el cosmos, hay un rasgo que los une con mayor fuerza: la acción. El alquimista es ante todo un hombre que actúa, ya que es la relación directa con lo oculto la vía de acceso al saber; la teoría es un primer paso, el conocimiento profundo de las cosas sólo se logra por medio de la acción. Como lo explica Bernard Grœthuysen al hablar del médico alquimista: “en el mundo de un Paracelso todo es acción, creación. El hombre no sabrá permanecer inactivo. La naturaleza no descansa, ¿por qué el hombre permanecerá ocioso? La naturaleza exige, en cierta forma, que el hombre sea activo. Lo que ella le otorga, se lo da para que lo complete, para que haga algo. La naturaleza es una inmensa obra en construcción, en la cual se encuentran muchos materiales y herramientas que esperan a aquel que sepa usarlos. Dios ha dejado en cada objeto una marca, indicando cómo debe servir a una actividad creativa. ¿Para qué existiría todo eso si no estuviera allí el hombre para actuar y crear?”. Es justo de tal pulsión que Víctor Frankenstein está imbuido cuando ingresa a la Universidad de Ingolstadt para abrevar en la filosofía de la naturaleza —el término ciencia, al igual que el de científico, todavía no se adoptaba, comenzará a utilizarse en un sentido más preciso a lo largo del siglo XIX.
Su primer encuentro con los profesores se torna un tanto ríspido cuando se enteran de sus lecturas hasta entonces. “No esperaba encontrarme, en esta época ilustrada y científica, con un discípulo de Alberto Magno y de Paracelso —le espeta uno de ellos. Mi querido señor, debe usted empezar sus estudios otra vez a partir de cero”. Esta actitud le decepciona un poco: “desdeñaba el empleo que se hacía de la moderna filosofía natural. Muy distinto era cuando los maestros de ciencia buscaban el poder y la inmortalidad; sus opiniones, aunque inútiles, eran grandiosas; pero ahora la situación había cambiado. La ambición del investigador parecía limitarse a aniquilar aquellas visiones en las que se había fundado mi interés. Se me pedía que cambiase mis quimeras de ilimitada grandeza por realidades de escaso valor” (cabe mencionar que durante largo tiempo los alquimistas fueron objeto de una serie de desacreditaciones por parte de los pujantes mecanicistas. Así, por ejemplo, Robert Boyle critica los principios alquimistas en varios textos y a Paracelso, en particular, en Reflexiones sobre los experimentos vulgarmente propuestos para probar los 4 elementos peripatéticos o los 3 principios químicos de los cuerpos mixtos, publicado en 1655, con el fin de mostrar que “los principios mecánicos [son] tanto más fértiles, esto es, aplicables a la producción y explicación de un número de fenómenos muchos mayor que los químicos”).

No obstante, su resistencia es vencida por un afable profesor, M. Waldman, que logra convencerlo del potencial que para la acción poseen la química, las matemáticas y demás ramas de la filosofía de la naturaleza, las cuales han permitido a sus estudiosos no sólo realizar grandes descubrimientos, sino también alcanzar “nuevos y casi ilimitados poderes […] mandar sobre las tormentas del cielo, imitar el terremoto y hasta remedar el mundo invisible con sus propios fantasmas”, mostrándole asimismo su laboratorio, en donde le explica las funciones de los numerosos aparatos que allí tiene y le aconseja cuáles debe comprar para sus investigaciones, así como una serie de libros a estudiar. “A partir de aquel día, la filosofía natural, y especialmente la química, en el sentido más amplio del término, se convirtieron en mi única ocupación”.

Víctor Frankenstein encarna así a un científico atrapado en medio de un conflicto entre dos paradigmas, dos épocas, pero que no se resuelve con la supresión de lo antiguo en favor de lo nuevo —como suele ocurrir en el esquema lineal de la historia de la ciencia—, sino con la imbricación de ambos, con la formación de un híbrido, un producto característico de una sociedad en donde la ciencia se encuentra en estrecha interrelación con distintos ámbitos de la vida, vinculada con su propia historia y devenir, en contraposición con la imagen que se ha creado de ella. El moderno Prometeo conservará los anhelos heredados de los alquimistas al tiempo que se dotará de las nuevas herramientas y conocimientos para llevarlos a cabo.

El ardor con que se dedica a sus pesquisas es propio del mejor alquimista: aislado, sin distracción alguna, con una fiebre por acceder al saber oculto. Se vuelve hábil en el manejo de los modernos aparatos e incluso perfecciona algunos, llegando a dominar “la teoría y la práctica de la filosofía natural. Su dedicación rinde frutos y finalmente la naturaleza se revela ante él: “lo que había sido el objeto de estudio y de deseo de los hombres más sabios desde la creación del mundo, estaba ahora en mis manos”. Y aunque matiza que no se trata de un “escenario mágico”, sino que fue el conocimiento obtenido lo que guió su trabajo hacia el objeto buscado, Víctor Frankenstein se exalta ante el “poder” adquirido: dotar de vida a un cuerpo preparado “con toda su complicación de fibras, músculos y venas”, irguiéndose como el “Príncipe del Arte”, anunciado por Alberto Magno.

Este hacer desenfrenado, fuente de innumerables clichés en torno a la figura del científico, es herencia del antiguo mago, afanado en sus conjuros y pociones, una actividad que enaltecerán varios autores del Renacimiento —como lo señala Bernard Grœthuysen—, en contraposición a la del teórico que sólo busca entender, ubicar al ser humano en relación con el cosmos. “El hombre mágico no es ya el filósofo en búsqueda de la verdad y menos aún el hombre que actúa por el bien; es un individuo que logra algo y que encuentra en ese logro un valor que no puede ser reducido a valores especulativos o morales. A este hombre no le basta ya saber cuál es el lugar que, de acuerdo con su naturaleza, debe ocupar en el universo; él quiere darse cuenta de lo que es capaz de hacer en este mundo”.

Hay un último elemento, central en este asunto; se trata del hilo que liga internamente la alquimia con la química —y en la actualidad con la bioquímica, la biología molecular—, a saber: el tiempo. Tanto los antiguos alquimistas como el moderno Prometeo y sus contemporáneos intentan hacer en poco tiempo lo que en la naturaleza llevó lapsos muy largos, asumiendo así el papel del tiempo y su capacidad creadora. Este aspecto encarna la esencia de la química industrial, desarrollada principalmente en el siglo XIX, cuyo objetivo es reproducir, primero en el laboratorio y después en la fábrica, los procesos que tuvieron lugar en el universo. Muchas son las técnicas empleadas para lograrlo, pero es el catalizador, con su poder de acelerar las reacciones, el elemento paradigmático.

En un libro en donde analiza el uso del fuego en diferentes contextos culturales, Mircea Eliade aborda este aspecto con gran lucidez al dar cuenta del paso de la alquimia a la química: “no hay que creer que el triunfo de la ciencia experimental haya reducido a la nada los sueños y aspiraciones de los alquimistas. Por el contrario, la ideología de la nueva época cristalizada en torno al nuevo mito del progreso infinito, acreditado por las ciencias experimentales y por la industrialización, ideología que domina e inspira a todo el siglo XIX, recupera y asume, pese a su radical secularización, el sueño milenario del alquimista. Es en el dogma específico del siglo XIX —según el cual el verdadero cometido del hombre consiste en cambiar y transformar a la Naturaleza, que está capacitado para obrar mejor y más aprisa que la Naturaleza, que está llamado a convertirse en dueño de ésta—, en este dogma, decimos, es donde hay que buscar la auténtica continuación del sueño de los alquimistas”. Es así como “la alquimia ha legado al mundo moderno mucho más que una química rudimentaria: le ha transmitido su fe en la transmutación de la Naturaleza y su ambición de dominar el tiempo”.

De esta manera, más que detenerse en detalles que rápidamente habrían sido obsoletos o formular una suerte de ciencia ficción que, por la época, no habría llegado más allá de un relato como los de Cyrano de Bergerac, Mary Shelley construyó una imagen del científico que, captando la esencia de su quehacer, lejos de desdoblamientos de personalidad a la Dr. Jekyll y Mr. Hyde, logra una perspectiva simétrica que permite reinterpretaciones constantes, dotándola de larga vida.
 
 
Una trama compleja
 
 
A partir de todo lo anterior, cabe preguntarse: ¿a qué se debe que el aspecto científico haya cobrado tal preeminencia en la interpretación de la novela de Mary Shelley? La respuesta se puede hallar analizando la manera como pasó al teatro, en las numerosas y constantes puestas en escena en las principales ciudades de Europa y Estados Unidos a lo largo del siglo XIX. De hecho, la primera versión en el cine, producida por Tomas A. Edison en 1910, es más teatro que cine, y la célebre de 1931, dirigida por James Whale, en donde el monstruo es encarnado por Boris Karlof, está basada en el libreto de una exitosa puesta en escena en Londres.

Así, en el primer montaje, en 1823, cuyo título es Presunción: o el destino de Frankenstein, el drama se presenta como una transgresión de lo permitido, una cosa diabólica, en el cual es crucial la aparición de la figura de Fritz —posteriormente el jorobado—, una suerte de vox populi que da cuenta de los actos de su amo Víctor Frankenstein, de lo bueno y lo malo, traduciendo en una imagen maniquea el conflicto que subyace a la trama de la novela. Su labor de alquimista en pos del elíxir de la vida es considerada como sacrílega, propia del mismo diablo, al punto que termina sin alma (“he perdido toda alma o sensación sólo por esta búsqueda”, dice en un diálogo), generándose así un conflicto entre su “labor impía” y la religión, muy común en esa época, el cual se prolongará entre la ciencia y ésta última a todo lo largo del siglo XIX —de hecho, cuando aparece la teoría de la evolución de Darwin hay versiones que la integran en los diálogos como parte de este conflicto. El monstruo es así resultado de tal presunción humana, que al traspasar las fronteras de lo permitido cae en el dominio de las fuerzas del mal, de ahí su deformidad, “su fuerza gigantesca y supernatural pero con la mente de un niño” —como lo dice Frankenstein en el libreto—, así como toda la destrucción que deja a su paso. La moraleja es obvia, se trata de un castigo a la presunción humana, a la pretensión de adjudicarse una capacidad divina.

El desarrollo de la ciencia y la industria en ese siglo va a influir en la importancia de las escenas de laboratorio, en el discurso científico que se va integrando en los diálogos, intensificando asimismo el conflicto entre ciencia y religión en pos del control de las almas, ya que la Iglesia había casi dado por perdido el de los cuerpos. En la adaptación para teatro hecha en 1826 por Henry Milner se percibe claramente el énfasis en la recreación del momento en que el monstruo cobra vida y el detalle del escenario: “un laboratorio con botellas y aparatos químicos”. Como lo desarrollé en un artículo anterior sobre la adaptación de la novela de Frankenstein al cine, en la segunda mitad del siglo XIX, principalmente a causa del desarrollo de la medicina experimental, el laboratorio se torna el lugar en donde se produce la ciencia, por lo que toda representación que buscara convencer a un auditorio de su veracidad requeriría en el escenario un variado instrumental, de preferencia abundante, con muchas luces y chispas, es decir, dotado de todo el equipo que la época fuera tornando común para un buen sitio de experimentación.

Curiosamente, en este proceso, mientras mayor era la importancia conferida al momento de la creación del monstruo en el laboratorio, a los elementos empleados en ello, menor era entonces la capacidad de discernimiento del mismo, casi a manera de reflejo de cómo se fue imponiendo la idea de que el ser humano se halla determinado por su naturaleza y no por el medio, totalmente en contra de lo que promulgaba la novela —la cual culminará a finales de siglo con la entronización del determinismo biológico, completamente racista, cuya versión contemporánea sostiene que todo está determinado por los genes y el medio prácticamente no cuenta. Asimismo, a la par crecía también la condena religiosa por no respetar los límites supuestos entre lo humano y lo divino, por pretender “jugar a ser dios”, por la presunción de querer igualar su creación. Los resultados funestos seguían siendo esgrimidos como una advertencia, el sacrilegio de dar vida a seres sin alma, casi animales, que se tornan un peligro para los humanos —“tú te igualas a dios; ése fue el pecado del ángel caído”, le dice a Frankenstein el profesor Waldman, convertido en sacerdote y científico a la vez en el libreto escrito por John Balderston y Garret Fort en 1930.

Tal fue la manera como se conjugaron los tres ejes principales de la trama, con un incremento en la relevancia de lo científico en detrimento de lo filosófico —la idea de naturaleza humana— y una constante presión por parte de la religión que no cejaba en sus intentos por acotar el campo de influencia de la ciencia, en un afán de mantener el propio. Es así como se enraizó la expresión “jugar a ser dios”, convirtiéndose en una frase ad hoc para calificar cualquier tipo de investigación que se considere traspasa las fronteras de lo que debe ser el ámbito científico; es de este tipo de condena moral que nace la bioética, tan difundida hoy día, y es en este crisol donde surge la imagen del científico loco —de poder, de ambición, de venganza, de codicia, etcétera.

No obstante, esta figura se ha mantenido sin afectar la orientación que la actividad científica y tecnológica ha seguido desde hace más de un siglo, tan sólo como un exabrupto de ésta, una anomalía, una desviación que debe ser llamada al orden, condenada, ya sea moral o éticamente. Se puede decir que, por ser una representación generada por una visión totalmente asimétrica de la actividad científica, fuera de todo contexto social y basada en rasgos psicológicos por demás superficiales que se atribuyen a un individuo aislado, la figura del científico loco ha fungido como una pieza clave para mantener a la ciencia libre de críticas profundas, tornándolas más bien moralizantes —incluidos los comités de bioética que, como señalan Hilary y Steven Rose en su más reciente libro, al estar conformados por especialistas, han sido cooptados por las mismas instituciones de investigación—, una suerte de molino de viento contra el que se arremete creando la ilusión de que existen medidas reales para atajar tales excesos de los científicos, en lugar de propiciar la participación de los ciudadanos en la discusión de la orientación que podría tener la ciencia, un ejercicio que debería existir en toda sociedad democrática —ejemplo claro de ello es el debate sobre la creación de un genoma artificial por Craig Venter, quien afirma que el genoma humano es como el Sagrado Grial, al tiempo que ataja toda crítica de orden ético y continúa tranquilamente con su trabajo de investigación a pesar de los riesgos que implica.

La afirmación de que el personaje de Frankenstein es el primer científico loco en la historia se inscribe en un hábito intelectual bastante común que proyecta hacia el pasado teorías, conceptos e ideas sin tener en cuenta aquellos que prevalecían en esa época, como el famoso mito del precursor. La lectura de la fascinante novela escrita por Mary Shelley nos proporciona una mirada distinta de cómo se constituyó uno de los rasgos fundamentales de la ciencia contemporánea. Los innumerables y sólidos estudios sobre la ciencia, la tecnología y la sociedad, de filosofía e historia de la ciencia, nos permiten ahondar en ello. Al adentrarnos en la idea de naturaleza humana que en ella se despliega, recorriendo bosques y montañas en compañía del monstruo, podemos mirar con cierta distancia el determinismo biológico que nos aplasta por su predominancia en gran parte de las ciencias de la vida. Quizás así, al igual que el monstruo, terminemos enalteciendo el entendimiento humano, el ejercicio del libre albedrío... la revuelta.
 
 Referencias bibliográficas
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César Carrillo Trueba
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México

Es biólogo por la Facultad de Ciencias de la UNAM y Maestro en Antropología Social y Etnografía por la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, en donde actualmente cursa el doctorado en Antropología Social. Su libro más reciente es El racismo en México, Tercer Milenio, CNCA, México, 2009. Es editor de la revista Ciencias desde 1987.
     
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