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Miguel Fernando Salazar Morales y María del Sagrado Corazón Cea Bonilla
   
               
               
Todos hemos escuchado alguna vez acerca de fenómenos extraños que ocurren en muchas partes, los cuales son conservados por medio de la tradición oral y escrita. El mito es, precisamente, un relato acerca de acontecimientos prodigiosos protagonizados por seres sobrenaturales o extraordinarios. La literatura médica no se encuentra exenta de este tipo de narraciones, y en ella podemos encontrar reportes de casos en los que se describen cuadros clínicos poco comunes que resultan difíciles de explicar, incluso para la ciencia actual. Así, desde hace siglos existen descripciones que evocan la figura del hombre lobo, el vampiro y la bruja, que hasta hoy día empiezan a cobrar “sentido” si se considera que son compatibles con la sintomatología de ciertas enfermedades.
 
Resulta interesante entonces revisar, de manera general y sucinta, el origen del mito de dichos seres desde una perspectiva médica e histórica. Es muy posible que su fundamento se encuentre en enfermedades pobremente entendidas en su tiempo, frente a las cuales sus contemporáneos no tenían otra alternativa que optar por una explicación de tipo sobrenatural. Si bien es cierto que en la actualidad tampoco se comprenden en su totalidad muchos de estos trastornos, al menos existe un cuerpo teórico que los respalda en forma mucho más racional y que dispersa la atmósfera de misticismo que los ha envuelto a lo largo del tiempo. Lo desconocido causa temor, sin embargo, si la curiosidad lo examina a la luz de la razón puede convertirse en un miedo infundado que termine cobijado bajo el techo de la comprensión humana.
 
Los licántropos
 
El zoomorfismo es la creencia en la capacidad de metamorfosis humana para adquirir una forma animal, la cual, por lo general, representa el foco de los temores idiosincráticos de una región. Se trata de una figuración hondamente ubicua y arcaica: el zorro en Japón, así como el tigre, la hiena y el cocodrilo en Indochina son algunos ejemplos, y en México el equivalente sería el tan temido nahual. En el Viejo Mundo, desde la época clásica, el lobo es la bestia que con su aullido causa horror a los habitantes de esas tierras: ciudades míticas como Lycoria, dioses como Zeus Lycaeus, leyendas como la de Lycaon, rey de Arcadia, o la de Rómulo y Remo, inclusive los poemas de Virgilio son fiel prueba de lo estipulado. El vocablo proviene del griego lucos (lobo) y antropos (hombre); tal pareciera que las lenguas romances heredaron con gratitud dicha etimología: loupgarou en francés y lupomanaro en italiano. Por otra parte, wer es el anglosajón empleado para hombre, pudiéndose formar así palabras como werewolf en inglés, de manera similar a volkulaku en ruso.
 
Aunque en un sentido estricto la licantropía se refiere a la ilusión que experimenta una persona de transformarse en lobo, en realidad es un término que también se emplea para cualquier delirio de metamorfosis animal. Suele acompañarse de licomanía (delirio y comportamiento lupinos) y licosomatización (fascies lupinas e hipertricosis generalizada). Lo anterior conduce a pensar en un posible origen psiquiátrico de la enfermedad. Esquizofrenia, depresión, manía y personalidad fronteriza son de los trastornos con los que más se le relaciona. Además, psicodinámicamente puede entenderse como una proyección de sentimientos suprimidos, especialmente de aquellos con un contenido culposo, agresivo o de índole sexual hacia la figura animal. Tampoco es de extrañar que, al igual que el vampirismo, se le relacione con ciertas prácticas canibales y necrófilas. Retomando a los clásicos grecolatinos, se rumoraba sobre la existencia de “la abominación de Lycaon”, un ritual en el cual, precisamente, se ingerían carne y vísceras humanas.
 
A pesar de haber sido descrita por Herodoto en el siglo v a.c., una de las primeras personas en intentar dar una explicación médica de esta afección fue Pablo de Egina en el siglo vii d.c., cuando propuso que se trataba de un desorden mental al que denominó “licantropía melancólica”. Sin embargo, existen registros mucho más remotos en el Antiguo Testamento; conviene recordar que en el libro de Daniel se hace referencia al caso del rey Nabucodonosor, de quien se dice entró en un estado de delirio lupino tras experimentar un episodio depresivo.
 
Sin embargo, la licantropía no se explica solamente por trastornos psiquiátricos, pues existen otras dos entidades que hacen alusión al mito del hombre lobo. La primera de ellas incluso debe su nombre al hecho de que la morfología de sus lesiones recuerda las mordidas de un lobo hambriento: el lupus eritematoso sistémico, una enfermedad autoinmune. Se atribuye a Hipócrates la primera descripción de una ulceración cutánea, quien la llamó “herpes estiomenos” (significa algo así como dermatosis roída o en mordiscos). El vocablo lupus no fue usado sino hasta el año 1230, cuando Rogerius Frugardi describió las erosiones faciales características de la enfermedad. La designación de “lupus eritematoso sistémico”, propiamente dicho, fue acuñada hasta finales del siglo xix por Sir William Osler, quien para entonces ya hacía referencia a afecciones de tipo cardiaco, pulmonar y renal en los pacientes con dicha enfermedad. Es así como el simple hecho de que las lesiones fueran aparentada a las mordidas de un animal hizo pensar que se trataba de heridas autoinflingidas por un individuo después de haber adquirido la morfología bestial.
 
La otra entidad de la cual pudo haber derivado el mito de la licantropía es un conjunto de enfermedades conocido como “porfirias”, que se deben a anomalías enzimáticas en la ruta de síntesis del grupo hemo, y que se caracterizan, entre otras cosas, por provocar fotosensibilidad. Es la razón por la cual, a modo de protección, en algunas ocasiones se presenta una marcada hipertricosis, el crecimiento del vello corporal en zonas no dependientes de andrógenos, en las partes del cuerpo que no están cubiertas por prendas de vestir. Esta última característica, aunada a las manifestaciones neurológicas y psiquiátricas que presentan algunas variantes de porfirias, bien pudieron aparentar el arquetipo del licántropo en algún desdichado. Empero, cabe pensar en la posibilidad de que el mismo individuo también hubiese podido ser confundido con un “nosferatu”. No por nada hay quién cree que hombres lobo y vampiros descienden de un ancestro común.
 
Los hematófagos
 
Las historias de vampiros se originaron en el Lejano Oriente, sin embargo, con el pasar del tiempo fueron difundidas por los mongoles hacia el Mediterráneo y Europa Oriental a lo largo de la ruta de la seda. Allí se mezclaron con las creencias populares generadas a partir del sadismo de algunos señores feudales (como Vlad Tepes y Elizabeth Bathory) y las características de algunas enfermedades comunes en la región de aquel entonces: anemia, tuberculosis, rabia y pelagra por mencionar algunas. Las primeras dos confieren al individuo afectado un aspecto pálido y emaciado (el arquetipo clásico del vampiro), en tanto que las últimas dos presentan particularidades que moldean con mayor precisión la figura del vampiro. La pelagra (también conocida como enfermedad de las cuatro des: dermatitis, demencia, diarrea, defunción) se debe a la deficiencia en niacina, una vitamina del complejo b, o de su precursor el aminoácido triptófano, lo cual provoca la atrofia de los epitelios, tanto de la piel como del tracto digestivo, así como una degeneración neuronal. Lo anterior explica la existencia de dermatitis, que suele empeorar con la exposición a la luz solar, además de la demencia, insomnio y disfagia, propios del cuadro clínico. El daño en la mucosa oral se manifiesta como sangrado, aumento en el volumen y eritema de las encías, que termina por dar la impresión de poseer dientes desproporcionados o colmillos. Por otra parte, la rabia (una infección viral del encéfalo) ocasiona en una de sus fases una gran excitabilidad del sistema nervioso central, de tal manera que el menor estímulo resulta doloroso. Por esta razón se podían desencadenar contracciones musculares intensas al ingerir ajo y agua —esto último se designa como hidrofobia. Incluso el observar la imagen propia reflejada en un espejo puede resultar pavoroso. Además, el hecho de que se trate de una enfermedad que se transmite por medio de la mordida de un mamífero infectado, como los cánidos, bien pudo alimentar esta conexión que algunas personas han querido establecer con los licántropos.
 
Sin embargo, no se puede pasar por alto otra entidad que, aunque no tan frecuente como las anteriores en su tiempo, fundamenta magistralmente varias de las características vampíricas: el ya mencionado grupo de enfermedades conocidas como porfirias, que provoca sensibilidad luminosa, desfiguraciones en cuerpo y rostro, alteraciones dentales y cambios en el color de la orina. De acuerdo con su significado etimológico, porfura quiere decir “púrpura”, muy probablemente debido al halo facial heliótropo rojopurpúreo presente en algunos de los individuos afectados, aunque también podría hacer referencia al polvo fino que produce la descamación de la piel dañada. El conocimiento de estas enfermedades ha avanzado bastante desde los primeros estudios de Günther en 1912; en ellas, los metabolitos tetrapirrólicos (moléculas construidas con cuatro anillos de pirrol, un heterociclo aromático de fórmula c4h5n) se acumulan debido a deficiencias en la dotación o la actividad que puede ocurrir en siete de las ocho enzimas involucradas en la síntesis del protohemo ix (grupo hemo). Estos desórdenes se clasifican como hepáticos o eritropoyéticos, dependiendo del sitio primario de sobreproducción y acumulación de las porfirinas. Las manifestaciones principales de las porfirias hepáticas son neurológicas (incluyendo dolor abdominal neuropático, parestesias y alteraciones mentales, sintomatología conocida también como triada de Günther), mientras que las porfirias eritropoyéticas se relacionan característicamente con la fotosensibilidad. La razón de la existencia de un cuadro neurológico es desconocida; sin embargo, la intolerancia a la luz solar se explica por la excitación que ésta ocasiona (especialmente las fracciones a y b de la luz ultravioleta) en el exceso de porfirinas, lo cual conduce a la transferencia de energía hacia el oxígeno molecular con producción de especies reactivas del mismo y a un consecutivo daño celular, que se manifiesta macroscópicamente como cicatrización desfigurante, pérdida de algunos apéndices distales de las extremidades (por ejemplo los dedos), así como de partes del rostro —la nariz, los párpados y los pabellones auriculares.
 
Un importante personaje histórico que merece ser nombrado es el austriaco Gerard von Sweiten (17001772), quien fue médico de cabecera de la emperatriz María Teresa y director de la Facultad de Medicina de la Universidad de Viena. Su importancia radica en haber sido uno de los primeros científicos en oponerse a las supersticiones sobre los vampiros. En su Discurso sobre la existencia de los fantasmas (Abhandlung des Daseyns der Gespenster), Sweiten expone argumentos racionales en contra de este mito. Menciona, por ejemplo, que la falta de oxígeno en algunas tumbas evitaba el proceso de fermentación en los cuerpos y que ésta era la causa de que al exhumar algunos cadáveres no se apreciara una descomposición. Como consecuencia de este reporte, la emperatriz María Teresa emitió un comunicado que dictaminaba la prohibición de prácticas como el empalamiento, la decapitación y la cremación de los difuntos.
 
Hay que mencionar también la existencia de una condición conocida como vampirismo clínico o síndrome de Renfield, el cual es un trastorno psiquiátrico cuya característica principal es la obsesión por la ingesta de sangre (hematofagia). El epónimo fue acuñado en alusión a Renfield, el asistente de Drácula en la novela de Bram Stoker.
 
Existen por supuesto muchas otras explicaciones acerca del vampirismo: rabia transmitida por murciélagos, cadáveres hallados retorcidos debido a un diagnóstico erróneo de defunción, necrofilia, sadismo, canibalismo, el crecimiento continuo de uñas y cabellos aun después de morir e inclusive anomalías psicodinámicas (complejo de Edipo, experiencia del objeto perdido, tendencias orales, etcétera). Sin embargo, la bioquímica de los vampiros persiste como una de las explicaciones más atractivas en cuanto a su supuesta existencia.
 
Las brujas
 
Se conoce con el nombre de brujería un tipo especial de herejía que implica dos condiciones: 1) haber establecido un pacto con el demonio; y 2) realizar actos en perjuicio de terceras personas, denominados maleficios. En Occidente, las brujas eran cristianas que pactaban con Lucifer, dotadas de poderes mágicos por su fidelidad al mismo. Así, magia y esoterismo son conditio sine qua non para toda aquella de quien se diga es bruja.
 
La medicina es una disciplina que en sus inicios recurrió a explicaciones del tipo mágicoreligioso para comprender conceptos tan intangibles como la enfermedad. Una hipótesis mágica sobre la patogénesis de la enfermedad requiere a su vez un diagnóstico y un tratamiento también mágicos. No es de extrañar, por lo tanto, que las galenas de hace algunos siglos hayan sido consideradas como brujas.
 
Tal pareciera que, si bien la mujer es motivo de inspiración y devoción para el varón, al mismo tiempo es víctima de discriminación y rivalidad por parte del mismo. La labor de curar ha residido desde siempre en la naturaleza femenina: engendrar vida y cuidar de ella. Es de esperar que la mujer se incline hacia las artes curativas y que, en un principio, adoptara roles como el de yerbera, partera, enfermera o simplemente médico sin título. El monopolio masculino de la medicina las excluía del entrenamiento profesional impartido en las universidades debido a la errónea idea de su inferioridad intelectual. Por esta razón no podían aspirar más que a alguno de los humildes títulos ya mencionados.
 
Durante los últimos cuatro siglos de la Edad Media, especialmente en el xiv y xv, las mujeres dedicadas al ejercicio de la medicina fueron perseguidas bajo el cargo de brujería, una cacería vagamente justificada por los modelos tanto de práctica como de curación, generalmente esotéricos, y que más parecía pretender conservar la hegemonía masculina de la profesión. Muchas de estas mujeres negaban rotundamente cualquier conexión diabólica y la aplicación de conjuros en sus terapias; sin embargo, es bien conocida la crueldad de los instrumentos de tortura de la Santa Inquisición, de tal modo que eran prácticamente obligadas a hacer una confesión falsa. Incluso si se optaba por el suicidio, éste era interpretado como una admisión de culpabilidad.
 
Uno de los principales blancos de acusación de brujería del antiguo gremio médico femenino eran las parteras, muy probablemente debido a que todo problema ginecobstétrico daba pauta a una atribución maléfica. Así, la falta de leche materna, la fiebre puerperal, los abortos, los óbitos o el nacimiento de un producto con malformaciones eran adjudicados a la partera en cuestión y considerados como una prueba irrefutable de su contrato satánico. ¿Era en verdad justificada dicha acusación en contra de alguien en quien recaía la responsabilidad de proteger la salud, tanto de la madre como del producto, en una época de alta morbimortalidad perinatal?
 
A estas mujeres se les conoce como brujas blancas, aquellas que sufrieron persecución, excomulgación, exilio e inclusive una sentencia de muerte, únicamente por ser médicos con mayor destreza y sagacidad que su contraparte masculina. Las llamadas brujas negras, en cambio, son un caso aún más sórdido, tapizado por trastornos psiquiátricos, ya que ambos bandos, tanto acusados como acusadores, mantenían una interacción psicológica en la que los segundos ponían en duda a las primeras al señalarlas como sospechosas de hacer algo considerado inapropiado. Como es de esperarse, las personas paranoides tenían una enorme predisposición a desarrollar sospechas de ser víctimas de brujería, de lo cual las autoridades eclesiásticas solían ser informadas con prontitud, así que debían evitarse expresiones como “vete al demonio” o “me lleva el diablo”, de otra manera podían verse envueltas en acusaciones comprometedoras.
 
Muchas veces, el haber tenido una pesadilla de contenido erótico se mantenía en secreto, dada la creencia de que durante la noche los demonios salían a copular con las damas. Asimismo, la conducta autopunitiva, bajo ciertas circunstancias, bien pudo haber llevado a alguna mujer a hacer una declaración de ser bruja. Los episodios depresivos se caracterizan por sentimientos de culpabilidad ante pecados reales o imaginarios; no era difícil en esos casos blasfemar, negar a dios o decirse poseída por el demonio. Por otra parte, la esquizofrenia, con sus alucinaciones, pensamientos intrusivos, conversaciones bizarras y la indiferencia ante estímulos álgicos o térmicos pudo haberse atribuido a un pacto con el diablo. Sobra decir que la epilepsia o “enfermedad sagrada” era considerada el equivalente a una posesión demoniaca. Las carencias nutricionales de algunas ancianas pudieron haber tenido cierta relevancia al manifestarse como avitaminosis con daño neurológico —beriberi seco por deficiencia de vitamina b1 o tiamina, pelagra, anemia perniciosa por un déficit de vitamina b12 o de ácido fólico, síndrome de Wernicke-Korsakoff por carencia de tiamina y que consiste en la triada de oftalmoplejia, nistagmus y ataxia de la marcha aunada a psicosis con amnesia retrógrada, entre otras. De ahí que el arquetipo clásico de bruja que se tiene en la actualidad sea el de una anciana demente y emaciada, aunque en esto también influyó el que la Iglesia considerara la figura de una joven hermosa y seductora como algo demasiado tentador.
 
Es indiscutible el hecho de que toda bruja es docta en la preparación de brebajes o pociones. De hecho, la palabra poción bien podría considerarse un galicismo derivado de la palabra poison (veneno en francés), la cual a su vez pudo derivarse del homónimo anglosajón poison. Se trata de mezclas hechas con objetos pútridos y sustancias desagradables que, no en pocas ocasiones, contenían algo de farmacología empírica. Belladona, digital, aconita y alcaloides eran algunos de los ingredientes responsables de las sensaciones de flotar y volar que experimentaban sus consumidoras. Quizá la alucinación más bizarra era el Sabbat, una ceremonia en la cual las brujas se reunían para adorar, bailar, comer y copular con el demonio (algo así como una noche satánica de lujuria desenfrenada).
 
Por último, vale la pena mencionar algunos artificios periciales empleados en Inglaterra durante la averiguación de los casos de brujería, ya que en este lugar no se echaba mano de la tortura de manera oficial. Mediante la fatiga y privación sensorial, obtenidas al mantener a la víctima en un lugar obscuro sin permitirle dormir durante varios días, se les provocaba un estado de delirium, logrando hacerlas creer en su culpabilidad y admitirla. Adicionalmente, la falsa idea sobre la cópula con el demonio los obligaba a efectuar una exploración física intencional con el objetivo de encontrar cicatrices o pezones accesorios (considerados respectivamente como arañazos y chupetones del diablo). Se sabe que también pretendían hallar zonas de anestesia o que no sangraran al herirlas. Empero, la prueba diagnóstica de brujería con mayor sensibilidad y especificidad, así como de mejor probabilidad condicional postprueba (es decir, con valores predictivos positivo y negativo), y cuyo empleo demuestra su capacidad indiscutible como peritos, es aquella que radica en el principio de Arquímedes (donde el empuje es igual al peso específico por volumen, e = pev): si la víctima flotaba, luego era culpable.
 
Un comentario final
 
Al estudiar un fenómeno que se presenta en un lugar y tiempo determinados es de suma importancia considerar el contexto histórico y cultural en el que acontece. El estudio de una enfermedad es una situación muy parecida, ya que todo lo anterior condiciona el modo en que es concebida por parte de la sociedad. De esta manera, la inmadurez del bagaje científico de hace algunos siglos, indefectiblemente obligó a buscar explicaciones que sustituyeran aquellos vacíos en el conocimiento y que, por supuesto, fueran compatibles con el sentido común de aquél entonces. No es de extrañar que la gente en otra época haya mitificado seres a los cuales la magia y la religión daban cierta explicación congruente para su tiempo. Si bien ahora existe una ciencia médica que explica las enfermedades con base en alteraciones bioquímicas y fisiológicas del organismo humano, sigue siendo un conjunto incompleto de conocimientos, dado que persisten vacíos de información. Quizá en el futuro exista una explicación que complemente o inclusive rechace la tesis actual.
 
Siempre se nos ha enseñado que el estudio de la historia tiene por objetivo aprender de los errores del pasado y saber de dónde se procede para plantear hacia donde se quiere ir. Quizá esa sea la mejor justificación para reflexionar un poco sobre el mito antiguo, la teoría actual y el paradigma futuro.
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Referencias bibliográficas
 
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Miguel Fernando Salazar Morales
Facultad de Medicina,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es estudiante de la carrera de médico-cirujano y ha sido instructor en la asignatura de Bioquímica y Biología Molecular (2005-2009) de la Facultad de Medicina, unam.
 
María Alicia del Sagrado Corazón Cea Bonilla
Facultad de Medicina,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es química farmacéutica bióloga y Maestra en Ciencias Químicas por la Facultad de Química de la unam.
Es profesora asociada “C” TC y coordinadora de enseñanza de bioquímica y biología molecular en la Facultad de Medicina, unam.
 
como citar este artículo
 
Salazar Morales, Miguel Fernando y Cea Bonilla, María Alicia del Sagrado Corazón. (2011). Licántropos, hematófagos y brujas: ¿enfermos incomprendidos de su época? Ciencias 103, julio-septiembre, 4-11. [En línea]
     
   

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