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Las neurociencias
en el exilio español
en México
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Augusto Fernández Guardiola
Fondo de Cultura Económica
México, 1997
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En el mundo de la información en que vivimos se
termina por suponer que el dolor físico que produce una guerra, el horror de las mutilaciones, los cadáveres por doquier, los asesinatos en primer plano finalizan súbitamente con el último noticiario. Así parece ser para el espectador televisivo o para el lector de diarios: para los implicados puede durar aún días o meses, o años quizá. Pero las heridas que llagan el mundo interior de los sobrevivientes —ganadores/perdedores— sí que escuecen y duelen por un largo periodo: llegan incluso a anestesiar el espíritu y, en muchas ocasiones, lo aniquilan en vida. Puede que por eso en 1940, un año después de finalizada la guerra civil, para el poeta, Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).
Con el sucederse de las generaciones y el transcurrir del tiempo la realidad traumática de una guerra se convierte por fortuna en historia, sobre todo porque los descendientes de los combatientes ya no son partícipes directos ni de la batalla ni de las emociones encontradas. España es ahora otro país reconstruido y hecho de nuevo a partes más o menos iguales. Con ser doloroso lo dicho, el exilio añade una parálisis temporal. El exiliado lleva consigo una foto fija de su entorno que ni progresa ni se deteriora. Queda en el último combate dialéctico con el último adversario. Su relación con su ciudad, con sus colegas queda inconclusa; pendiente de un final que nunca llega.
Este es un hermoso libro escrito con el cariño con el que un cocinero casero prepara sus guisos para los invitados. El profesor Fernández Guardiola (Augusto para todos sus amigos) nos abre camino para un largo y ameno viaje a la obra y al interior de cinco españoles que lo dieron todo en un país amigo y hospitalario cuando el suyo se puso a la mala: Dionisio Nieto, José Puche, Isaac Costero, Rafael Méndez y Ramón Álvarez-Buylia. Augusto tiene además maneras de buen escritor. Notará el lector que el libro no es lineal, sino que está escrito con cierta técnica contrapuntística. El libro se desenvuelve en tres tiempos. El tiempo en el que se desarrolla la obra de los cinco investigadores en México, las emociones que ellos viven con las visitas a nuestro país y, por último, el tiempo de Augusto, bien como discípulo, bien cuando imagina haber compartido con ellos charlas y trastadas en la residencia de estudiantes.
Para nuestra suerte, y al igual que ocurre con algunos cantes (habaneras), éstos fueron maestros de ida y vuela. Porque ahora nos beneficiamos de las enseñanzas que nos ofrecen muchos de sus discípulos. Al menos la ciencia ofrece esa facilidad para saltar fronteras geográficas y políticas y para crear archipiélagos a partir de islas diseminadas por el mundo de la investigación experimental.
De acuerdo, España es ahora otro país, pero la lección nunca está bien aprendida del todo y tenemos el ejemplo cercano en tiempo y espacio de Yugoslavia o Argelia. El mejor antídoto para la conflagración civil es sin duda la permeación de las ideas. La tolerancia de lo que el otro opina y, en particular, el hacer posible para todos el desarrollo de sus capacidades creativas. Si este es un país no muy dado a ayudar al que algo nuevo quiere hacer al menos tiene que aprender a tolerárselo. A veces percibo rasgos inconfundibles de intolerancia, una sórdida guerra sin balas que aburre o fatiga al creador, al investigador. A largo plazo esta actitud puede iniciar un nuevo éxodo de talentos o puede terminar por inactivarlos.
Esperemos que no pase a mayores y que en España lleguemos a ser más generosos con el creador, con el artista, con el investigador. Que vengan de otros países a aprender y a enseñar; que no se tengan que marchar los que hacen, los que piensan.
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(Fragmento del prólogo escrito por José M. Delgado García) |
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cómo citar este artículo →
Fernández Guardiola, Augusto. 1998. Las neurociencias en el exilio español en México. Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 70-71. [En línea].
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Archipielago Malayo
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Alfred Russel Wallace
Cien del Mundo, CNCA,
México, 1997
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El Archipiélago malayo fue escrito por Wallace
después de un viaje de exploración que realizo entre 1854 y 1862. Esta obra constituye una pieza importante en la historia de la teoría de la evolución y de la biología moderna, de ahí la relevancia de la presente edición que es la primera que se hace en lengua española. Archipiélago malayo nos ofrece además un acceso privilegiado al episodio singular motivo de variadas controversias, y que se refiere a la relación entre Wallace y Darwin y la paternidad de la teoría de la selección natural y el origen de las especies, pues fue precisamente Ternate, capital de la Isla Halmahera (Gilolo) en las Malucas, el lugar desde donde Wallace envío a Darwin el 12 de marzo de 1858 un pequeño ensayo y una carta en donde resumía su interpretación de la teoría de la selección natural y la evolución de las especies casi dos años antes de que Darwin publicara El origen de las especies. El 18 de junio de 1858, cuando Darwin ha leído ya la carta y el ensayo de Wallace, el naturista del Beagle hace partícipe de su asombro y, en cierta medida, desasosiego a Charles Lyell, el autor de los Principios de geología. Lyell había recomendado a Darwin en diferentes ocasiones la pertinencia de publicar un resumen de sus teorías antes de dar a conocer la monumental obra que pensaba escribir. Esto es lo que explica el tono y ciertas frases con las que el autor de La descendencia del hombre y la selección sexual se dirige a Lyell. “Sus palabras —escribe resignadamente Darwin— se han cumplido con creces: debería haberme anticipado. Eso dijo usted cuando le expliqué aquí mi teoría de que la selección natural depende de la lucha por la existencia.” Pero Darwin había hecho de la paciencia el sustento de su método de trabajo y desde su regreso del viaje a bordo del Beagle en 1836 dedicó buena parte de su tiempo al estudio comparativo de millares de especies diferentes, así como a la realización de minuciosos estudios que si bien anundaban sus experiencias de observador y teórico de la naturaleza, no abordaban de manera directa el estudio de la evolución.
Darwin había publicado otros libros antes de escribir El origen de las especies en 1859. Veinte años antes las librerías de Londres exhibieron en sus escaparates la primera edición del célebre Diario de las Investigaciones sobre la geología y la historia natural de los países visitados durante el viaje H.M.S. Beagle, bajo el mando del capitán FitzRoy de 1832 y 1836. Los cinco volúmenes de su Zoología aparecieron entre 1840 y 1843 y los tres volúmenes de las Observaciones geológicas hechas sobre el Beagle salieron de la imprenta de 1842 a 1846. Tras ocho años de investigaciones, Darwin presentó la monografía sobre los Cirrípedos en cuatro volúmenes que fueron editados de 1851 a 1854. Cuando la carta de Wallace llegó en 1858 a Down, en el condado de Kent, Darwin había ocupado ya varios años en el estudio de la selección natural y la evolución de las especies. “Nunca he visto una coincidencia más sorprendente —confesará a Lyell— ¡Si Wallace tuviera la copia de mi esquema hecha en 1842 no podría haberlo resumido mejor! Sus mismos términos son ahora los títulos de mis capítulos”.
No exagera Darwin cuando califica de asombrosa la coincidencia de sus ideas con las de Wallace pues no sólo los razonamientos sobre los procesos de la naturaleza eran semejantes sino también las palabras con las que se referían a ellos. Wallace había publicado en Annals and Magazine of Natural History en 1855 un ensayo titulado “Sobre la ley que ha regido la introducción de nuevas especies”. Darwin leyó con interés dicho trabajo y dirigió al propio Wallace algunos comentarios en una carta fechada en Moor Park, el 1° de mayo de 1857. Darwin inicia su misiva agradeciendo a Wallace las líneas que éste le había escrito desde las Célebes el 10 de octubre del año anterior.
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Fragmento de la introducción de Hugo Diego Blanco | ||||||||||||||
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cómo citar este artículo →
Russel Wallace, Alfred. 1998. Archipiélago Malayo. Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 70-71. [En línea].
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del tintero |
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Funes el memorioso
(fragmento)
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Jorge Luis Borges | ||||||||||||||
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español,
los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diez y nueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pesaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón, Agustín de Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marcas; las últimas eran muy complicadas… Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis que no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol, de cada monte, sino de cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas, a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcaba tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuatro (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
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Jorge Luis Borges
Escritor
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Borges, Jorge Luis. 1998. Funes el memorioso (fragmento). Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 68- 69. [En línea].
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del bestiario |
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De moscas
y basiliscos
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Héctor T. Arita | ||||||||||||||
El mundo de los cómics está poblado por superhéroes
fantásticos que, como Superman, son más veloces que un tren y pueden brincar el edificio más alto de un solo impulso. Las imágenes del Hombre Araña trepando con facilidad las paredes de los edificios, o de Flash moviéndose a velocidades tales que no puede ser visto por sus enemigos, son cosa de todos los días en ese ámbito. En el mundo real, las inexorables leyes de la alometría impiden que una persona normal sea capaz de semejantes proezas.
La alometría, según el biólogo evolucionista Stephen Jay Gould, nos explica “por qué cualquier mosca puede trepar por las paredes, pero sólo Jesucristo podía caminar sobre el agua”. En efecto, las leyes alométricas de cómo las estructuras morfológicas y las funciones fisiológicas de los organismos “se escalan” con el tamaño, pueden darnos pistas sobre muchas de las cosas que los animales pueden (y no pueden) hacer.
El concepto de alometría es fácilmente entendible con un ejemplo sencillo. Imaginemos un par de cubos, uno de un metro de longitud y el otro de 2 metros. Por simple geometría, el cubo más grande tiene una área externa cuatro (22) veces mayor (6 y 24 m2 en el ejemplo), y un volumen —y por lo tanto un peso— ocho (23) veces más grande (1 y 8 m3 en el ejemplo). De la misma manera, dos animales de la misma forma, pero de diferentes tamaños, difieren considerablemente en la proporción entre estructuras y funciones que suceden en dimensiones diferentes de uno, produciendo el fenómeno de la alometría.
Ésta ha sido usada para explicar la llamada ley de Bergman: los animales que se encuentran más cerca de los polos tienden a ser más grandes que los de zonas más cálidas. Para animales de la misma forma —reza la teoría—, los organismos más grandes tienen menor superficie externa por unidad de peso que los más pequeños; así, un tamaño grande sería beneficioso en un clima frío para disminuir la pérdida de calor. Se trata de la misma razón por la que un bloque de hielo tarda más en derretirse que muchos cubitos de hielo que, en conjunto, pesen lo mismo que el bloque.
Por las leyes de la alometría y de la física, algunas de las actividades típicas de los animales muy pequeños resultarían hazañas portentosas para los más grandes. Por ejemplo, muchos insectos y algunos vertebrados chicos pueden trepar por paredes verticales y casi lisas. Las moscas domésticas poseen en sus tarsos unas estructuras llamadas pulvilli; éstas secretan una sustancia que contribuye a mantener al animal adherido a superficies lisas. Aparentemente la sustancia secretada produce la suficiente tensión superficial para sostener el peso de los insectos.
En contra de lo que podría decirnos el Hombre Araña, un proceso similar sería completamente ineficaz en el caso de animales de mayor tamaño, quienes poseen un peso muchísimo mayor a la fuerza que puede generar la tensión superficial. Existen, sin embargo, algunos pequeños vertebrados con habilidades trepadoras asombrosas. Los geckos (pequeños reptiles tropicales de la familia Gekkonidae) tienen en sus patas pequeños cojinetes con innumerables ganchillos que les permiten aprovechar las pequeñas irregularidades de las superficies, incluso las verticales, para afianzarse y desplazarse velozmente. Este mecanismo, que funciona muy bien para un animal de pocos gramos, sería completamente inútil en un vertebrado más grande, pues la fuerza sustentadora de los ganchillos no podría compensar el peso total.
Aunque ningún ser terrenal del tamaño del hombre puede caminar sobre el agua a la manera en que —según afirma el Nuevo Testamento— Jesucristo lo hizo frente a sus discípulos, sí existen numerosos insectos y algunos vertebrados que se desplazan con facilidad en superficies acuosas. Uno de ellos es el basilisco (Basiliscus spp.), lagartija de tamaño más bien grande, con peso de hasta 600 gramos en los machos y 300 gramos en las hembras.
Existen cuatro especies de basiliscos, distribuidas desde el sur de México hasta Sudamérica. Son llamados así por el supuesto parecido que tienen con el monstruo mitológico (que en realidad era una serpiente). Estos animales, de color pardo verdusco y con una distintiva cresta en la cabeza, son conocidos como garrobos o turipaches en ciertas partes de México y Centroamérica. Pero otras denominaciones describen muy bien su peculiar característica de correr velozmente sobre la superficie del agua para huir de sus depredadores: en México se les conoce como pasarríos, mientras que en la literatura americana en ocasiones se les llama lagartijas Jesucristo.
Es bien sabido que los individuos jóvenes de esta especie se desplazan con facilidad sobre el agua; los adultos lo hacen con más dificultad, y sólo los realmente grandes (de más de 200 gramos) no pueden hacerlo. Recientemente, dos biólogos de la Universidad de Harvard estudiaron la mecánica asociada con el peculiar modo de desplazamiento, y dieron con el límite de tamaño que los basiliscos deben tener para efectuar su prodigioso acto.
El animal aprovecha dos diferentes fuerzas verticales generadas por el rápido movimiento de las patas. Para un individuo de 90 gramos, una cuarta parte de la sustentación deriva del golpe de la pata sobre el agua, y el resto proviene de la diferencia en presión entre el agua y la bolsa de aire que se forma cuando la pata comienza a hundirse. El secreto para el basilisco es retirar la extremidad con rapidez, antes de que se colapse la bolsa de aire. Esto es relativamente sencillo para los individuos pequeños, no así para los grandes. Las lagartijas recién nacidas (de cerca de dos gramos) logran crear hasta 225 por ciento de la fuerza que necesitan para mantenerse sobre el agua y pueden, entonces, desplazarse sobre ella. Por el contrario, un individuo de 100 gramos apenas puede generar un poco más de la fuerza necesaria para mantenerse sobre el agua. Los basiliscos más grandes se hundirían si intentaran las proezas de su juventud: las leyes de la alometría determinan que animales tan grandes no podrían generar suficiente energía para mover sus patas con la rapidez requerida.
Ahora bien, conociendo el secreto de los basiliscos, ¿podría un ser humano caminar sobre el agua? Imposible. De acuerdo con cálculos de los científicos de Harvard, una persona de 80 kilos de peso tendría que correr a una velocidad de 30 metros por segundo —casi tres veces más rápido que Donovan Bailey, el campeón olímpico de los cien metros planos— para lograrlo. Además requeriría 15 veces más energía muscular de la que un humano normal puede generar. Es obvio que sólo personajes de ficción como Flash podrían desafiar de tal modo las leyes de la energética.
Las leyes de la física, reflejadas en los animales a través de la alometría, nos dicen que ninguna persona, ni siquiera Carl Lewis, podría saltar cientos de veces su propia longitud, práctica común entre las pulgas. De la misma manera, ni siquiera Donovan Bailey podría igualar a la cucaracha americana, que es capaz de correr a una velocidad de 50 veces su propia longitud por segundo (este récord aparece en el libro Guinness y equivaldría a que una persona corriera a más de 150 kilómetros por hora).
Ciertamente, la física y la alometría nos imponen restricciones, confirmando —a la vez— por qué caminar sobre las paredes y desplazarse encima del agua son cosas de moscas, basiliscos y personajes milagrosos.
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Referencia bibliográficas
Glasheen, J. W., y T. A. McMahon, 1997, Running on water, Scientific American 277 (3):48-49 (septiembre de 1997). Descripción de la técnica del basilisco para correr sobre el agua.
Zimmer, C., 1994, See how they run, Discover 15(9):64-73 (septiembre de 1994). Historia sobre el laboratorio de desempeño, energética y dinámica del movimiento animal de la Universidad de Berkeley, donde se estudia la locomoción de las hormigas, cucarachas, cangrejos, milpiés y otros bichos. |
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Héctor T. Arita
Instituto de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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Arita, Héctor T. 1998. De moscas y basiliscos. Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 36-37. [En línea].
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¿Cómo olvidar?...
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Nota de los editores | ||||||||||||||
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Nota de los editores
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Tomás García Salgado |
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Filippo Brunelleschi (1377-1446), florentino de nacimiento,
era de corta estatura y profunda honestidad, sin envidias, de respuestas ágiles e ingeniosas, admirador del Pantheon de Agrippa, e infatigable estudioso de la arquitectura romana.
Su interés por la perspectiva lo condujo al punto de fuga, y su pasión por la arquitectura lo llevó a realizar —pese a todo— la intrépida construcción de la cripta de Santa Maria del Fiore conocida en Florencia como Il Duomo. Su amistad con Donatello duró hasta su muerte. Con Lorenzo Ghiberti tuvo primero amistad y luego rivalidad. A Donatello le cedió su parte —encomendada por los gremios de los carniceros y de los ensambladores— para la ejecución de las estatuas que decorarían los nichos de Orto San Michele. En la competencia para la realización de las puertas del Baptisterio, su propuesta quedó como finalista; sin embargo, Filippo actuó en favor de Lorenzo y persuadió a los síndicos para que le asignaran el trabajo,1 aunque sobre este hecho otros autores dan la versión de que Filippo perdió el concurso y, por ello, se alejó de la escultura.
Sólo si comparamos el crucifijo de Donatello en la Cappella Bardi (S. Croce, 1411) y el crucifijo de Brunelleschi en la Cappella Gondi (S. María Novella, ca. 1425) —ambas obras talladas en madera—, es posible comprender por qué Brunelleschi le dijo a Donatello que su Cristo parecía un campesino y no el Mesías. El suceso va más allá de la anécdota que relata Vasari: evidencia un rasgo sobresaliente de la personalidad de Brunelleschi, en el sentido de no dejar la crítica sólo en palabras. Donatello fue quien pidió opinión a Brunelleschi; éste decidió que la mejor manera de expresarla era realizando otra escultura del mismo tamaño y en el mismo material, pero imprimiendo un realismo casi natural en el rostro y cuerpo de Cristo, ausente en el “campesino” de Donatello, que más se asemeja a la interpretación mecánica del gótico o a las tavolas de Cimabue y Giotto pintadas con el mismo tema.
En su juventud, Brunelleschi se interesó en la escultura; en ella encontró el medio tangible para alcanzar el realismo de la forma, hasta el punto de que sus obras llegaran a rivalizar con las de Donatello y Ghiberti. La dificultad para alcanzar la perfección de la escultura residía en la destreza del artista, pero en pintura era muy distinto: en ella era necesario reproducir la percepción visual a semejanza de la realidad. La única forma de lograrlo era mediante la aplicación rigurosa de la perspectiva, la cual no se traducía en algún tipo de destreza, sino de conocimiento científicamente elaborado.
A principios del Quattrocento, Brunelleschi dedicó mucho tiempo a la perspectiva para estudiar la estructura tangible de la pintura, es decir, su construcción espacial en el plano pictórico. Como veremos, la planteó mediante experimentos visuales, mostrando ese rasgo suyo de volver tangible lo intangible.
El padre de Filippo era un notario de la república y, dice Vasari, tenía la intención de que su hijo se dedicara a la misma actividad, pero reconoció en él una temprana inclinación por los mecanismos y el arte, y lo educó a leggiere et a scrivere et l’abaco. Sus fuentes de estudio fueron el Trattato d’aritmetica de Paolo Dagomari, y la Practica geometriae de Leonardo Fibonacci. Su padre también lo inició en el gremio de los artesanos del oro con un amigo suyo, donde llegó a dominar el arte.
Filippo demostró inquietud por otras disciplinas; leía a Dante y fue un devoto estudioso de las Sagradas Escrituras, tanto que Toscanelli lo llamaba el segundo San Pablo. Justamente fue Toscanelli quien lo entusiasmó para que profundizara en el estudio de la geometría. No obstante, Filippo encontró su verdadera vocación en la arquitectura, disciplina un poco más compleja que la pintura y la escultura, pues la forma diseñada debe ser edificable de acuerdo con un procedimiento constructivo específico.
Su amplia formación le permitió resolver situaciones y problemas de diversa índole. Citemos, por ejemplo, los andamios para la edificación de Il Duomo, cuyo diseño se basaba en el cálculo de los pesos, su balance y la forma de moverlos, algo parecido a los mecanismos de relojería con los cuales estaba familiarizado, pues en su juventud él mismo los había elaborado.
Otro ejemplo, pero ahora de relaciones humanas en el trabajo, fue la forma en que evidenció la incompetencia de Ghiberti para compartir con él la dirección de la construcción de Il Duomo. Ocurrió que, con el pretexto de estar enfermo, Brunelleschi decidió ausentarse de la obra; ante la demanda de instrucciones por parte de los capomaestros, Ghiberti respondió: “¡eso es cosa que Filippo tiene que resolver!”. El suceso dio pie a que los mismos alcaldes de la iglesia dudaran de su eficiencia como codirector de la obra.
Desde luego, Filippo supo esperar el momento preciso para ausentarse: fue cuando la construcción se acercaba al tercio de su altura, es decir, cuando los arcos comenzaron a acentuar su curvatura hacia adentro y el peso de la piedra amenazaba vencerlos, momento justo para el que había previsto continuar la edificación empleando tabique en lugar de piedra, colocándolo de una manera que aún no había revelado —proporcionaba las indicaciones técnicas a medida que la obra avanzaba—, por el temor a ser reemplazado. Una vez terminada la cúpula hubo un segundo concurso para el diseño de la linterna, que naturalmente ganó él, aunque fuese Michelozzo quien la construyera.
¿Por qué a Filippo no le interesó superar el claro de Il Duomo en las dos basílicas que proyectó —S. Lorenzo (1419) y el Sto. Spirito (1434)—, coincidentes una con el inicio de esta obra, y la otra con su terminación? ¿Por qué prefirió dar paso a la búsqueda del estilo más que al alarde constructivo?
Una razón lógica podría ser que preveía no ser él quien concluyera tales obras; de hecho así fue, pues ambas se terminaron muchos años después de su muerte. Otra razón, pero de evidencia histórica, es que le interesaba más lograr su ideal arquitectónico con base en la geometría del cuadrado, por medio del cual innovó el patrón de “planta en cruz latina” (extensamente copiado después), lo que resulta evidente al analizar el diseño de estas obras.
En arquitectura, Brunelleschi orientó su reforma de estilo al diseñar all’antica, retomando elementos constructivos y formales de la arquitectura antigua romana y también de la toscano-románica. Las primeras obras de Brunelleschi que anuncian la muerte del gótico y el nacimiento del nuevo estilo son la Sagrestia Vecchia (San Lorenzo, 1419-1428, donde realiza su ideal de planta cuadrada, cubierta con una cúpula y linterna), el Ospedale degli Innocenti (Piazza della SS. Annunziata, 1421-1424), la Cappella dei Pazzi (Santa Croce, 1430-1445) y, por supuesto, Il Duomo.
Los rasgos de su personalidad nos ayudan a comprender su versatilidad y dominio de diversas actividades. Sus dos más destacadas obras son Il Duomo y los experimentos de San Giovanni. En apariencia, lo único que tienen que ver el uno con el otro es que su hechura ocurrió por el mismo tiempo, pero son perfectamente explicables en una mente como la de Filippo, pues ambas tienen un ingrediente común: la resolución de un problema constructivo que demandaba ingenio.
Por un lado, Il Duomo era todo un reto en el sentido constructivo arquitectónico, y la perspectiva también lo era, pero en cuanto a la construcción geométrica. Es difícil explicarse cómo Filippo se dio tiempo para ocuparse de ambas cosas a la vez. O aún más: por qué prefirió que sus seguidores terminaran el Ospedale degli Innocenti —importante obra patrocinada por su propio gremio, destinada a ser el primer hospicio infantil (tal vez en todo el mundo)—, para dedicarse a pintar unas pequeñas tavolas, aparentemente sin trascendencia. En realidad se trataba del primer experimento científico de perspectiva. Corría el año 1425.
Il Duomo
Al parecer, Arnolfo di Cambio (arquitecto florentino y también autor del proyecto del Palazzo della Signoria) no había dejado documentación alguna sobre su idea original para construir la cúpula de Santa Maria del Fiore. Cuando Francesco Talenti continuó la obra en 1367, preparó un modelo de la Catedral, en el cual se aprecian los arcos de la cúpula en perfil a quinto acuto (cuyo trazo se obtiene mediante un procedimiento geométrico específico), desplantados directamente sobre los muros, como se puede apreciar actualmente en el fresco que pintó por la misma época (1366-1368) Andrea di Firenza en Santa Maria Novella (Cappellone degli Spagnoli).
Filippo sabía que el problema estructural aún no estaba resuelto; por razones de estabilidad, no le parecía conveniente desplantar la bóveda directamente sobre las mamposterías de los muros. Dado el interés especial que tenía en la obra, entre 1402 y 1407 comenzó a trabajar secretamente en la preparación de modelos y máquinas para estudiar su diseño y construcción, aún sin haber recibido oficialmente el encargo. Sin embargo, él sabía que algunos ingenieros querían intentar la construcción, pero no se atrevían por temor al peso excesivo que estimaban de la cúpula —el claro a salvar era de 45.42 m (es decir, mayor al del Panteón de París, que es de 43.28 m, y al de San Pedro en el Vaticano, que es de 41.90 m), y alcanzaba una altura de 91 m sin la linterna.
Cuando Filippo fue consultado por los síndicos y alcaldes de la iglesia, percibió que no le hacían un ofrecimiento directo y les sugirió que, para decidir la mejor solución al reto estructural, invitaran a maestros expertos de Francia, Alemania, Inglaterra, España y, por supuesto, de la misma Italia, para presentar propuestas de diseño y procedimiento.
Fue así que en 1420, síndicos, superintendentes y algunos ciudadanos distinguidos de la ciudad se reunieron en el recinto de los alcaldes para escuchar a los maestros. Uno proponía levantar nuevas columnas para desplantar sobre ellas los arcos de soporte; otro recomendaba usar piedra ligera para reducir el peso; algunos más consideraron la idea de levantar una columna central para cargar directamente la cúpula, y aun hubo quien propuso hacer un gran montículo de tierra —para que sirviese de cimbra— con algunas monedas esparcidas, para luego pedir a la población que sacara la tierra con la recompensa de allegarse una que otra moneda. ¿Tendrían idea del volumen de tierra y ducados que esto implicaba? Al fin, se pensaba que no encontrarían vigas suficientemente resistentes para construir el andamio.
Cuando tocó a Filippo exponer su idea, afirmó que la cúpula podría construirse sin columnas, sin un gran andamio, sin armazón, sin columna central, sin montaña de tierra, y a un menor costo que los demás. La audiencia se echó a reír, tomándolo por tonto, pero Filippo no se arredró. Persistió en la explicación: era necesario usar arcos apuntados; la bóveda debería ser doble y con pasajes internos; los ángulos de los ocho muros tendrían que ser reforzados mediante arcos dovelados en piedra. Además —precisó—, los muros mismos deberían ceñirse alrededor por vigas de roble; también tendría que preverse la iluminación de las escaleras, el sistema de desagüe, y (lo que todos habían olvidado) el soporte de los mosaicos para el revestimiento exterior de la cúpula. Ante la insistencia de Filippo en continuar defendiendo su propuesta, tuvieron que sacarlo físicamente del recinto, circunstancia que —como relata Vasari— lo volvió tímido y temeroso de ser señalado como el Tonto de Florencia.
El huevo y el modelo
Inteligentemente tenaz, Filippo habló por separado primero con un síndico, luego con un alcalde, después con un ciudadano influyente, así hasta que finalmente logró que se convocara una segunda reunión abierta en donde se rediscutieran las propuestas. En la nueva cita de especialistas, Filippo no estuvo de acuerdo con los 19 modelos presentados. Asimismo se negó a presentar el propio, pero hizo una propuesta ingeniosa: que el arquitecto o ingeniero que fuese capaz de parar verticalmente un huevo sobre la mesa resultara vencedor del certámen. Todos lo intentaron sin éxito. Al final tocó el tumo a Filippo: tomó en sus manos el huevo y, volteándolo hacia sí por su base mayor, lo golpeó levemente con el mango de un pincel, estrellándolo apenas lo suficiente para posarlo verticalmente sobre la mesa. Todos protestaron diciendo: “¡nosotros también podemos hacer eso!”, a lo que Filippo respondió sonriendo: “¡pues lo mismo van a decir si les muestro mi modelo!”. Así, con ingenio obtuvo el encargo de la obra, aunque fue requerido para ofrecer una completa y exacta información sobre el procedimiento edificatorio de la bóveda.
¿Cómo era el modelo de Filippo? Según André Morel, se trataba de un modelo que medía 7 m de alto, y aunque asumimos por diversas fuentes y referencias que el modelo sí existió, no hay evidencia histórica de cómo estaba elaborado. Algunos historiadores presumen que se trataba de un modelo en madera; sin embargo, por sus dimensiones es posible que estuviera fabricado en tabique y piedra, con el propósito de simular el procedimiento edificatorio.
Es muy interesante la carta que Filippo envió al tribunal,2 en la que destaca su famosa frase: “me propongo construir para la eternidad”. En su texto explica que había determinado emplear arcos apuntados que partieran de los ocho ángulos de los muros, y cuando éstos fueran cargados con la linterna, cada uno ayudaría al otro a estabilizarse; que el grueso de la bóveda interior debía ser de 210 cm en su base, y disminuir gradualmente, a manera de pirámide, hasta 60 cm en la cúspide (las dimensiones reales son de 2.13 m en la base, y 1.52 m en la cúspide). También, que la segunda bóveda sería más ligera que la primera, para protegerla de la intemperie (76 cm en la base, y 38 cm en la cúspide), uniéndose ambas en la cúspide, y que además desplantaría la doble bóveda sobre un gran tambor —de planta octagonal— y no sobre los muros. En la figura 1 se ilustran los principales elementos constructivos de tal obra.
Al iniciarse ésta, los síndicos nombraron a Ghiberti colega de Filippo, es decir, su socio y codirector. La decisión no le agradó, por sobradas razones, entre ellas porque Ghiberti no era arquitecto. Porfiado, Filippo se las ingenió nuevamente para vencer este último obstáculo: como dividían el salario, Filippo pidió también que dividieran el trabajo.
En ese momento, como relata Vasari, tenían por delante dos dificultades a solucionar: el andamio —por dentro y fuera de la bóveda— que debía soportar el peso del trabajador, el material y el cran para subir la piedra, y, por otra parte, la cadena de trabajo para atar y dar seguridad a lo ya construido, a fin de distribuir el peso para que las partes se soportasen mutuamente, y la bóveda cargara con firmeza en su desplante. Ghiberti escogió la cadena de trabajo,3 pero su solución no era la correcta, como luego advirtieron los mismos alcaldes, quienes decidieron dar total confianza y libertad a Filippo para que continuara él solo con la obra, y además de por vida. Su andamio fue tan ingenioso que el albañil trabajaba sobre él como si estuviese en el suelo, y su cadena de trabajo cubría los ocho lados de la cúpula, previendo lugares para comer y beber vino, ahorrándole al trabajador el largo viaje hasta el nivel de suelo.
En suma, su solución constructiva fue cuidada en todos los aspectos: elevó el desplante de la cúpula sobre el tambor para evitar que cargara directamente sobre los muros, lo que evitó el riesgo de que los pudiera abrir (aunque existe la duda de si esa fue idea suya). También reforzó cada una de las ocho caras de la bóveda, agregándoles dos arcos más; empleó piedra dura en el desplante hasta alcanzar cierta altura, para después continuar con tabique hasta el nivel de la linterna. Además, previó el sistema horizontal de amarres, el alojamiento de cinco galerías para la inspección de la bóveda (de las cuales la última sirve para acceder a la linterna), su iluminación, el desagüe, las entradas y salidas del viento, las incrustaciones en mármol del tambor, y los mosaicos para revestir la bóveda, así, hasta completar detalladamente todo el procedimiento constructivo. Incluso, antes de morir dejó todo el material ya cortado y esculpido para edificar la linterna. La construcción de Il Duomo se inició el 7 de agosto de 1420 y se concluyó hasta la base de la linterna el lo. de agosto de 1436; la obra fue terminada totalmente en 1468.
¿Cuál fue la verdadera razón para emplear arcos apuntados y no semicirculares? Según Peter Murray,4 el tambor sobre el octágono ya existía cuando la construcción se inició. Ante la falta de contrafuertes, todo el peso que se apoyase sobre la base del tambor debería de ejercer el mínimo absoluto de empuje lateral, cuestión que en el gótico se resolvía mediante arcos botareles, pero en el caso de la Catedral ni siquiera había espacio para construirlos. Esta fue la principal razón para adoptar el sistema de arcos apuntados, cuyo empuje lateral es mucho menor al de los arcos semicirculares. Por otra parte, si Brunelleschi hubiese adoptado el sistema de bóveda sólida en concreto, como la del Panteón —cuyo empuje lateral no es excesivo por esta característica constructiva—, el peso propio sí hubiera excedido la capacidad portante del tambor, lo que pondría a la estructura en peligro de derrumbe.
El peso de la bóveda era otro factor a resolver. Al no poder reducirse las secciones de los arcos principales y de los meridianos, Brunelleschi planteó una solución innovadora, construyendo por primera vez en la historia de la arquitectura una bóveda de doble concha, que le permitía mantener la sección máxima posible con el peso mínimo posible.
Las cargas verticales en una bóveda —las de su propio peso principalmente— producen dos tipos de esfuerzos: de compresión en su parte superior, y de empuje lateral (o de tensión) en su base, los cuales se reducen mediante amarres horizontales. Ahora bien, la tendencia al agrietamiento por los esfuerzos de tensión es considerablemente menor en una bóveda de arcos apuntados que en una de trazo semiesférico. Por ello, Filippo introdujo nueve amarres horizontales de piedra reforzados con barras de hierro, que en la parte interior de la bóveda unen los ocho arcos de las esquinas (o principales) con los 16 arcos intermedios por medio de “arcos” horizontales, que en su conjunto forman nueve círculos —concéntricos— horizontales. Estos, de acuerdo con Mario Salvatori,5 trabajan estructuralmente como un domo circular, característica constructiva que le permitió a Filippo mantener estable la bóveda durante el proceso, pues al ir cercando los arcos y las dos capas de la bóveda simultáneamente, cada anillo de amarre trabajaría a la compresión —como una gran clave—, evitando que los arcos meridianos cayeran hacia adentro. Como es natural, los anillos de amarre no podían edificarse instantáneamente, por lo que previó utilizar el aparejo en espina de pez en la mampostería de tabique, colocando de manera alternada los tabiques en tres hiladas horizontales por tres verticales, para que los amarres se fueran ligando (verticalmente) unos con otros, y formaran curvas en espiral a todo lo alto de la superficie de la bóveda.
Il Duomo es un ejemplo de la arquitectura universal, más que por sus dimensiones, por la unidad arquitectónica lograda entre su forma, estructura y edificación; tres principios que, conjugados científica y artísticamente, están presentes en el diseño de toda buena arquitectura. En mi opinión, el éxito de Filippo se debió en parte a su orgullo por demostrar que, unidos en una misma voluntad, los florentinos podían resolver un problema tan grande como su ánimo, pues en caso de no hacerlo se convertirían en la permanente burla de todos aquellos que los observaban; e indudablemente, también al modelo que empleó para racionalizar su proceso de diseño y construcción, con lo que aportó a la arquitectura el método de la ciencia experimental edificatoria.
Plaza San Giovanni
Mientras laboraba en la construcción de Il Duomo, hacia 1425, Brunelleschi llevó a cabo un singular experimento en un espacio real, al pintar el Baptisterio de la Plaza San Giovanni visto desde el portal de Il Duomo. Su objetivo era demostrar, desde este sitio donde pintó una pequeña “tabla” (tavola, o tavoletta, de 29 × 29 cm, o como sugiere Martin Kemp, de 41 × 41 cm), la gran similitud entre la escena real y su reproducción pictórica. El experimento fue un tanto complejo, pues la observación no era directa sino mediante un espejo. Un segundo experimento fue la perspectiva del Palazzo Vecchio, en el cual, a diferencia del primero, la observación de la tavola —donde pintó la perspectiva era directa, y para darle una ambientación casi real a la pintura, recortó la tavola siguiendo la silueta superior del Palazzo, de modo que al observarla desde el punto adecuado, el cielo y las nubes reales se movían sobre la silueta. Estos experimentos fueron relatados por su biógrafo, Antonio di Tuccio Manetti,6 quien aseguró haber tenido en sus manos las dos tavolas. Desafortunadamente ambas se perdieron, dejando muchas incógnitas por aclarar. Incluso cabe la posibilidad de que las tavolas que dice Manetti haber tenido en sus manos, hubieran sido las que pintó Paolo Ucello para reproducir los experimentos, pues existen datos de que éstas permanecieron en la colección de los Medici (en el Palacio de Florencia), por lo menos durante el siglo XV.
La conclusión importante a que llegó Brunelleschi —al igual que Alberti—, fue la postulación de lo que llamó el punto central, esto es lo que se denomina punto de fuga.
Antes de abordar la descripción del experimento de San Giovanni, formulemos una hipótesis sobre su origen. Al ser arquitecto, podría suponerse que la intención de Filippo era explorar una nueva forma de expresar los diseños, o de replantear los principios vitruvianos del dibujo arquitectónico (iconografía, ortografía y escenografía, es decir, planta, alzado y perspectiva). Sin embargo, el empleo de la perspectiva con este sentido se inició a mediados del Quattrocento con los dibujos de perspectiva arquitectónica de Bellini, de modo que Filippo no estaba pensando como arquitecto, sino como geómetra interesado en cuestiones de óptica. Su interés por la óptica obedecía a la influencia recibida de Toscanelli, quien había escrito para el vulgo un pequeño tratado sobre la prospettiva, que contenía los principios medievales de la óptica (en ese entonces se aplicaba el término prospettiva para referirse a la óptica). Su preocupación central era resolver la inconsistencia del espacio pictórico del Trecento —problema que desde Cimabue y Giotto parecía insoluble—, y qué mejor para demostrar los nuevos principios que los experimentos en espacios reales, donde la percepción natural (lo que la vista percibe) se pudiese comparar con la percepción artificial (lo que el dibujo representa).
Edgerton señala que la descripción de Manetti prácticamente nada dice sobre la manera en que arribó Brunelleschi a la noción de perspectiva lineal. No obstante, aún hoy no se ha definido claramente qué se entiende por perspectiva lineal, pues falta una teoría general de la perspectiva.
La confusión se desprende de que, al haber un solo punto de fuga, se piensa que se trata de un caso particular de la proyección perspectiva. Pero, como propongo en mi “teoría de la perspectiva modular”, cualquier caso de proyección requiere solamente un punto de fuga, pues cuando hay más de un punto éstos no son relativos al observador, sino que se derivan de las propiedades geométricas del cuerpo observado.
El tema amerita un extenso ensayo; aquí nos limitamos a un aspecto, a saber que los experimentos de Filippo están basados en el punto de fuga del observador y, por tanto, corresponden a un planteamiento general de la perspectiva y no a un tipo específico de proyección, como algunos autores lo interpretan. Por otra parte, el sentido demostrativo de los experimentos, como dice Damisch,8 no tiene nada de ideal ni de pureza geométrica, pues implica otra forma de historia empírica que abre el campo del ensayo y la interrogación, que no puede contenerse dentro de los límites de cualquier disciplina, ya sea arte, ciencia, técnicas, geometría, pintura, escenografía, u otras.
En efecto, los paneles se pueden considerar arte en cuanto a su realización pictórica; ciencia en cuanto a su planteamiento experimental como modelo de principios teóricos; técnica, por lo que toca a su construcción y mediciones; geometría, referida a la comprobación del trazo sobre la imagen. Es decir, desde un principio los experimentos abarcaron diversos campos del conocimiento relacionados con la perspectiva. Por lo mismo, este campo es tan amplio —como bien lo señala Veltman— que uno de los principales problemas es su clasificación: definir a qué arte o ciencia pertenece o corresponde, o bien si debería formar un campo propio.
El objetivo del experimento era reproducir, lo más fielmente posible, la imagen captada por el observador desde la puerta central de la Catedral, mirando hacia el Baptisterio que está en medio de la Plaza San Giovanni, de modo que al frente viera la Puerta del Paraíso (al centro en el Baptisterio), a la izquierda La Misericordia y la Volta dei Pecori, y a la derecha la Colonna de S. Zanobi y el Canto a la Paglia.
Aparte del relato de Manetti, las fuentes de estudio son el comentario que Filarete hace sobre los experimentos en su Trattato, y los recientes análisis de Kim Veltman, Samuel Edgerton, Martin Kemp, John White, Hubert Damisch, Decio Gioseffi, A. Parronchi, Nicholas Pastore y otros más. Se trata de estudios que abarcan distintos ángulos del suceso: su interpretación histórica, su reconstrucción in situ, su análisis geométrico, y su sentido fenomenológico.
El punto de fuga
Alberti escribió su tratado Della Pittura diez años después que Brunelleschi sentara las bases científicas de la construcción perspectiva, y es curioso que dedicara la versión “vulgar” de su obra “A Filippo di Ser Brunellesco” (la edición latina la dedicó a Giovan Francesco di Mantova), pero sin hacer mención a sus experimentos —que fueron todo un acontecimiento— o a cualquier aspecto relacionado con la perspectiva. Centró su elogio en la obra de Il Duomo, así como a sus amigos en común: Donatello, Masaccio, Nencio y Luca.
Recordemos que Masaccio fue el primer artista que aplicó con todo rigor los principios de la perspectiva geométrica en su célebre obra de La Trinità (Santa Maria Novella, Florencia, 1427-28)14, y Donatello lo haría de igual forma en su escultura en bronce: El banquete de Herodes (Fuente bautismal, Catedral de Siena, 1425). Por su parte, Ghiberti, que se mantenía cerca de los acontecimientos, pondría en práctica los nuevos principios en los diez paneles de bronce de la Puerta del Paraíso (lado oriente del Baptisterio, Florencia, 1425-1452). Si comparamos estas puertas con las del lado norte —del mismo Ghiberti—, notaremos la ausencia de la construcción espacial en perspectiva, pues fueron ejecutadas en un periodo anterior (1403-1424) a los experimentos, bajo la influencia del estilo gótico.
Aunque no hay evidencia de que Toscanelli participara en los experimentos de Brunelleschi —por la época en que regresa a Florencia (1424)—, tampoco es improbable que hayan discutido su planteamiento y la forma de realizarlos, pues ambos estaban interesados en escudriñar y resolver el problema fundamental de la perspectiva: determinar la disminución del tamaño aparente de los objetos por el efecto del alejamiento, es decir, encontrar la regola para medir la profundidad.
Tiempo ha que los pintores intentaban descubrir el secreto de la regla; no lo habían logrado pues se requería algo más que la búsqueda empírica por representar el espacio. Esto es, se requería formular el problema científicamente, racionalizando en su conjunto el fenómeno de la visión, o al menos sus principales componentes: el observador, el objeto, la captación de la imagen y su interpretación geométrica. En este proceso debieron haber influido la discusión del tercer método para la proyección de mapas de Ptolomeo, y la revisión de los principios básicos de la óptica:15 “en particular, el tercer método planteaba claramente un tipo de proyección perspectiva, pues para su deducción se requiere de un punto de observación desde el cual es visto el globo terráqueo”.16
Por ser éste el único método no ilustrado en la Geografía de Ptolomeo, el autor recientemente realizó su interpretación proyectiva, llegando a la conclusión de que difícilmente se pudo haber logrado en el Quattrocento. Sin embargo, al ser suficientemente clara su descripción teórica, ésta sí pudo haber influido en los cuestionamientos de Brunelleschi y Toscanelli en tomo a la construcción geométrica del espacio.
Quizás provenga de Witelo la idea de usar un espejo en el experimento, como lo señala Veltman,17 pues en su Opticae Thesaurus describe su modo de empleo y certificación, es decir, su comprobación visual mediante instrumentos como el astrolabio o el cuadrante. Lo interesante del empleo del espejo es que se asociaba por lo menos a dos técnicas de medición descritas por Fibonacci, lo cual sugiere que Brunelleschi pudo haber echado mano de una de ellas para medir el volumen octagonal del Baptisterio, y que concuerda con la referencia que Filarete hace en su Trattato di Architettura18 sobre el experimento de Brunelleschi, al enfatizar el sentido demostrativo que tuvo en éste el uso del espejo, único medio disponible para medir y reproducir lo que se veía.19 A estas ventajas, Brunelleschi añadió una más: el movimiento. Imaginemos el Baptisterio con sus mármoles en color, pintado con gran diligencia —que ningún miniaturista pudo haber hecho mejor, según Manetti—, bajo un cielo real cuyas nubes están en movimiento. ¿Cómo pudo haber sido hecho? Muy sencillo: cubrió con plata bruñida el fondo celeste de la pequeña tavola, para así evocar no sólo la realidad dimensional, sino la realidad visual de la escena.
Lo trascendente de los experimentos es que no fueron sucesos aislados. Si bien estuvieron influidos por el tercer método de Ptolomeo y por los principios de la óptica hasta entonces conocidos, éstos a su vez influyeron en la solución científica al problema de la disminución proporcionada, hallando la regola de oro de la perspectiva, mediante la cual los artistas del Quattrocento alcanzaron la racionalización del espacio pictórico —convirtiéndolo en el lenguaje de comunicación más potente de su época—, gracias a la aportación de Pippo di Ser Brunelleschi a la ciencia de la perspectiva: el punto de fuga.
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Notas y Referencias bibliográficas
1. Vasari, Giorgio, 1967, Vasari’s Lives of the Artists, Clarion Books.
2. Opus cit., [1] p. 76. 3. Wigny, Damien, 1991, Firenze Milano: Electa, p. 266. 4. Murray, Peter, 1986, The Architecture of the Italian Renaissance, New York, Schocken Books, p. 33. 5. Salvatori, Mario, 1990, Why Buildings Stand up, W. W. Norton & Co. p. 239. 6. Howard, Saalman, 1970, ed., The Life of Brunelleschi by Antonio di Tuccio Manetti, University Park, pp. 42-46. 7. Veltman, Kim H., 1986, Literature on Perspective. A Select Bibliography (1971-1984), Universität Marburg/Lahn. 8. Damisch, Hubert, 1995, The Origin or Perspective, MIT Press, p. 84. 9. Edgerton, Samuel, 1976, The Renaissance Rediscover: of Linear Perspective, London, Harper & Row pub., p. 147: “la ubicación del espejo estaba a unos cinco pies sobre el piso del Duomo y a unos nueve pies adentro del mismo portal.” 10. Opus cit. [9], p. 145: “La reflexión resultante servía entonces como modelo para esta pequeña pintura…”. 11. Opus cit. [9], p. 151: “Brunelleschi conducía entonces a sus testigos a la puerta de Il Duomo, y estando él de espaldas al Baptisterio, en el mismo lugar que había estado mientras pintaba la pintura, ponía al observador tomando el pequeño panel contra su ojo para que mirara por atrás a través del orificio. En la otra mano del observador, Brunelleschi ajustaba el espejo que tenía que reflejar la pintura e invertir los elementos de izquierda a derecha a su posición correcta. La distancia entre el panel y el espejo se fijaba justo a medio braccio.” 12. Hecht, Eugene, 1976, Óptica, McGraw-Hill, México, p. 81: “En consecuencia, para un espejo plano, Mt (el aumento transversal) es igual a + 1; la imagen es de tamaño natural, virtual y derecha (hacia arriba).” 13. García-Salgado, Tomás, 1996, “Masaccio (1401-1428)”, Ciencia y Desarrollo, No 127, pp. 80-85. 14. García Salgado, Tomas, 1996, “Orígenes de la perspectiva y su interpretación actual”, Ciencia y Desarrollo, No. 129, p. 65 (véase el dibujo 2). 15. Veltman, Kim H., The Sources of Perspective (manuscript). 16. Opus cit. [18], p. 241. 17. No hay evidencia sobre el uso de la camera obscura con propósitos experimentales o de auxilio en el trazo pictórico, sino hasta el Settecento, con Carlevarijs y Canaletto. Sin embargo, la camera obscura fue empleada en la Edad Media por Alkindi y Alhazen en la demostración de principios ópticos. Nota
El presente ensayo forma parte del libro aún no publicado, Las principales aportaciones a la perspectiva.
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Tomás García Salgado
Facultad de Arquitectura,
Universidad Nacional Aautónoma de México.
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cómo citar este artículo →
García Salgado, Tomás . 1998. Brunelleschi, il Duomo y el punto de fuga. Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 58-66. [En línea].
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Samuel Ponce de León R. |
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El primer registro del uso de medicamentos fue encontrado
en una tableta de barro proveniente de Sumeria, cuya antigüedad parece corresponder al tercer milenio antes de Cristo. En ella se describe cómo han de mezclarse vino, ciruelas y aceite para aplicar un emplasto sobre la piel o las heridas.
Posiblemente la primera sustancia con actividad antimicrobiana corresponde a la descrita en el papiro de Smith encontrado en Circa. El texto, que se piensa fue escrito en 1550 a. C., explica el uso de la miel combinada con otras sustancias para la curación de heridas. La lista de compuestos empleados es muy larga pero destacan, por la frecuencia con que se citan, el vino y la miel, ambos actualmente reconocidos por su actividad antimicrobiana.
Durante siglos, las teorías sobre la enfermedad fueron las establecidas por Galeno, quien siguiendo algunos conceptos hipocráticos describía la salud y la enfermedad como resultado del balance del organismo. Como se sabe, los cuatro humores adjudicados a los seres humanos eran: el flemático, el melancólico, el colérico y el sanguíneo. Los tratamientos, en consecuencia, buscaban restituir el equilibrio con sangrías, enemas, cocimientos y otros métodos.
Fue hasta la segunda mitad del XIX que el químico francés Luis Pasteur postuló y demostró la teoría microbiana de la enfermedad. En contra de la corriente firmemente mantenida por siglos, no sin dificultades, Pasteur refutó la teoría de la generación espontánea con experimentos cuidadosamente diseñados, para los que fabricó matraces de alargados cuellos y medios de cultivo en su interior. Así sentó las bases que permitieron el desarrollo del conocimiento que finalmente culminaría en la terapia antimicrobiana y el descubrimiento de la penicilina, quizás el hallazgo más espectacular del siglo XX.
Si bien la penicilina es el primer antibiótico, no fue el primer antimicrobiano. Este fue el salvarsan, descrito por Ehrlich en 1911 como una “bala mágica”, y que durante décadas fue el único tratamiento contra la sífilis. Posteriormente, la utilidad clínica del prontosil fue demostrada por Gerhard Domagk, quien lo utilizó para combatir infecciones experimentales por estreptococos. Así comienza la era de la terapia antimicrobiana sistémica.
Hay una anécdota interesante en relación al estudio del prontosil. Cuando Domagk estudiaba el compuesto, su hija enfermó gravemente por una infección estreptocóccica. Como los tratamientos habituales fueron inútiles y la muchacha se agravaba con rapidez. Domagk utilizó el prontosil en ella, y obtuvo una rápida y completa recuperación. Sus estudios sobre el prontosil le valieron el premio Nobel de Medicina en 1933.
Pocos años después casi todos los países desarrollados manufacturaban sulfanilamida, y para 1949 existían 53 compuestos de uso oral y 63 preparaciones tópicas con nombre comercial. Pero la resistencia bacteriana a este compuesto creció rápidamente.
Fue en este contexto histórico que Alexander Fleming comenzó los estudios de una levadura observada por serendipia en una placa de petri, inaugurando así la era de los antibióticos.
En realidad, la existencia de compuestos antibióticos había sido intuida por Pasteur, quien junto con Joubert efectuó diversos experimentos en 1887, mismos que los llevaron a concluir que “en las especies inferiores la vida amenaza a la vida. Un líquido invadido por un fermento organizado o por un aerobio hace difícil para un microorganismo inferior su multiplicación”. Con base en el hallazgo de que el ántrax se desarrollaba pobremente en la orina y que moría si se agregaban bacterias comunes a ésta, señalaron: “estas observaciones pueden quizás justificar la gran esperanza para desarrollar alguna terapéutica”.
Otros investigadores también realizaban trabajos en esta área. Así, Bartolomeo Gosi obtuvo un antibiótico de un cultivo de Penicillium C. Bouchard, Rudolph Emmerich y Oscar Low —en Francia y Alemania, respectivamente— descubrieron la piocinasa, y Albert Vraudemer reportó algún éxito en el tratamiento de la tuberculosis con una preparación derivada de Aspergillus fumigatus. La toxicidad de estos compuestos fue un obstáculo que limitó su aplicación y estudios subsecuentes.
El escocés Alexander Fleming nació en una familia de varias generaciones de granjeros duros y valientes, acostumbrados a esforzarse para sobrevivir. Alexander fue el séptimo hijo de Hugh Fleming y el tercero de su segunda esposa, Grace Morton. Una anécdota ilustra las difíciles condiciones en que Alexander vivió su infancia: para acudir a la escuela tenía que caminar varios kilómetros, y en el invierno debía llevar papas recién cocidas en los bolsillos para evitar que su manos se helaran.
Su desempeño escolar siempre fue sobresaliente. Ingresó en el Instituto Politécnico de Londres, en donde obtuvo el primer lugar en el examen de admisión en Medicina. Por azar decidió realizar sus estudios en el Hospital de St. Mary. Para entonces los rasgos de su carácter se habían definido; era un hombre serio pero amable; introvertido, propiamente tímido, altamente crítico y organizado. Se dice que su inclinación por la medicina obedeció a indicaciones de un hermano mayor, quien era oculista, y que decidió entrar a St. Mary porque en alguna ocasión jugó waterpolo contra ellos. Finalmente se cuenta que se graduó como cirujano por no perder las cinco libras que le costó la inscripción al curso.
Seleccionar el Hospital de St. Mary resultó definitivo para lo que sucedería en el futuro, pues en este sitio se encontraba el laboratorio de inoculación de sir Almroth Wrigth. Este fue un destacado clínico inglés, muy interesado en la investigación, a quien se le otorgó el título de caballero precisamente el año en que ingresó Fleming a su laboratorio.
El trabajo implicaba actividades asistenciales, bajo la premisa de Wrigth: “el que se dedique a la investigación debe continuar viendo enfermos, con objeto de seguir con los pies en la tierra”. Versátil, la personalidad de sir Almroth Wrigth era arrolladora, su discurso brillante y gustaba de la espontaneidad. Hacía ostentosa gala de sus conocimientos. Describió la opsonización y elaboró un índice opsonínico que le permitió establecer diagnósticos de enfermedades infecciosas, y con bacilos muertos, desarrolló una vacuna contra la tifoidea. Era capaz de recitar 250 mil versos de memoria. Su práctica clínica era frecuentada por personajes de alcurnia, y fue amigo de George Bernard Shaw. Precisamente este autor se basó en Wrigth para perfilar al héroe de su sátira El dilema del doctor. Su contrapunto era la personalidad de Alexander Fleming, a quien le gustaba provocar maliciosamente para escucharle decir algunas palabras.
Es paradójico el hecho de que Wrigth afirmara que no habría otro tratamiento para las infecciones que la vacunoterapia. Por su parte, Fleming trabajaba durante la mañana en el hospital y por la tarde en el laboratorio, en donde intentaba obtener vacunas.
Durante la Primera Guerra Mundial, Fleming fue asignado a un hospital en Boloña y luego a Wilmereux, en donde existía un centro de atención e investigación en heridas de fémur, de sepsis y de gangrena gaseosa. En ese ambiente, Fleming escribió: “Rodeado de aquellas heridas infectadas, de aquellos hombres que sufrían y morían y a quienes no podíamos ayudar, me sentía devorado por el deseo de dar por fin con algo que matara aquellos microbios, alguna cura como lo era entonces el salvarsán”.
Después de la guerra, Alexander fue nombrado jefe del Laboratorio de Inoculación de St. Mary —sus trabajos sobre la opsonización y el descubrimiento de la lisozima en 1921 le habían granjeado prestigio académico y social. En su búsqueda de compuestos antibacterianos, descubrió que el moco nasal inhibía el crecimiento bacteriano en placas de agar, y que ello era consecuencia de la actividad de una enzima, a la que bautizaron como lisozima. Con ella realizó muchísimos ensayos, probándola contra todos los microbios a su alcance. Los estudios se realizaban con lágrimas y saliva. Para obtener las primeras, los miembros de laboratorio se exprimían cáscara de limón en los ojos para conseguir la cantidad de lágrimas necesaria.
Pasaron los años: la gente seguía sucumbiendo ante las infecciones, mientras Fleming buscaba algún compuesto que curara las enfermedades causadas por bacterias.
Precisamente en 1928, mientras estudiaba cultivos de estafilococos, el investigador observó el efecto de una levadura que había crecido accidentalmente en uno de sus cultivos de estafilococo. Como era su costumbre, había dejado las cajas abiertas por varios días sobre su mesa de trabajo: como otras veces lo había notado con la lisozima, las bacterias observadas en la periferia del hongo se habían disuelto. Fleming anotó lo observado e intentó reproducir los resultados, cultivando estafilococos y el hongo, pero no lo logró. De hecho no es posible reproducirlo en las condiciones descritas en el artículo original, como lo comprobaron diversos microbiólogos.
¿Qué fue entonces lo que ocurrió? Con interés puramente académico, se ha intentado dilucidar la sucesión de eventos ocurridos en el laboratorio de Fleming. Fundamentalmente existen dos hipótesis. Una es de Butinza, y parece muy poco probable, pues sostiene que el hallazgo pudo haber ocurrido exactamente como lo describió Fleming, asumiendo rarezas del estafilococo en cuestión. Por su parte, Hare revisa todos los detalles y señala que Fleming dejó la caja sin incubar —por olvido o intencionalmente—, y que todo lo demás dependió del clima. El hecho es que si uno tiene un cultivo de estafilococos y le agrega Penicillium no ocurre nada.
Para actuar, la penicilina requiere que las bacterias se reproduzcan y ésta interviene durante la formación de la pared celular. Pero ambos microorganismos tienen temperaturas de crecimiento diferentes. Fleming salió de vacaciones en esos días y dejó el cultivo sobre su mesa: éste se contaminó accidentalmente y fue entonces que el clima cambió. Durante varios días la temperatura disminuyó, fluctuando entre 16° y 20°C: en este tiempo se desarrolló Penicillium y produjo la penicilina que se difundió hacia el medio. Después volvió a subir la temperatura hasta 25°-26°C, permitiendo el crecimiento del estafilococo y la lisis de las colonias en contacto con la penicilina.
Evidentemente la historia es inexacta y todo ocurre por azar. Incluso se menciona que cuando Fleming regresó a su mesa después de unos días de descanso, inicialmente desechó la caja, pero en ese momento lo visitó un colega a quien mostró sus cultivos; fue hasta esta segunda revisión que observó los cambios descritos.
Fleming tomó una muestra del hongo y lo cultivó en caldo, solicitando a un micólogo que lo identificara. Éste, erróneamente, le informó que se trataba de Penicillium rubrum, acuñándose entonces el nombre de penicilina para este compuesto. Fue hasta dos años después que Charles Norton, un micólogo americano, lo identificó correctamente como Penicillium notatum. Trataron de aislar el compuesto pero sólo pudieron obtener muy pequeñas cantidades; a pesar del informe publicado, no hubo mayor interés en el hallazgo. Para entonces las sulfas estaban en su apogeo.
En 1936, Howard Florey y Ernst Chain, en Oxford, revivieron el interés por el descubrimiento. Ambos hacían estudios precisamente sobre la lisozima, y esto los llevó a revisar la literatura sobre antagonismo microbiano. Así encontraron el trabajo de Fleming, a quien no conocían y de hecho suponían muerto. Florey y Chain persistieron en la identificación y purificación de la penicilina, y en 1939 obtuvieron para su trabajo un financiamiento de la Fundación Rockefeller por cinco mil dólares.
La penicilina era muy inestable y requería grandes cantidades de cultivos para su producción, pero pronto lograron obtener una penicilina semipura y parcialmente estable que les sirvió para realizar estudios experimentales en animales. Los sorprendentes resultados fueron publicados en The Lancet el 24 de agosto de 1940. Fleming se maravilló al leer el informe y rápidamente se dirigió a Oxford para presentarse con Florey y Chain. En febrero de 1941 un paciente con una muy grave infección estreptocóccica fue tratado con penicilina y mostró una rápida mejoría. Por desgracia falleció, pues el tratamiento fue interrumpido a falta de más medicamento.
En ese momento la producción de penicilina era extraordinariamente costosa, pues se requerían 100 litros de cultivo para producir el tratamiento necesario para un solo día. Decididos a aumentar la producción, los investigadores viajaron a América en busca de patrocinio. Ante el desinterés británico y estadounidense, se pusieron en contacto con Charles Thorn, el micólogo que había identificado el Penicillium notatum, quien entonces trabajaba en el laboratorio de investigación de la región norte del Departamento de Agricultura, en Peoria. En su laboratorio, Thorn habían elaborado un medio muy eficiente para el cultivo de Penicillium.
Ya embarcados en un trabajo conjunto, descubrieron que otra especie de Penicillium, P. chrysogenum, obtenido de un melón en descomposición, producía una mayor cantidad de penicilina —eventualmente hasta mil unidades por mililitro de cultivo. Para entonces la industria farmacéutica había decidido formar un consorcio en el que participaron Merck, Squibb, Pfizer, Abbot, Winthrop y Comercial Solvents, haciendo realidad lo que hasta ese momento sólo era promesa.
El primer paciente tratado con penicilina producida industrialmente fue una mujer de 33 años que sufría septicemia por estreptococos, como resultado de una complicación de cirugía ginecológica. La paciente estaba en el hospital de la Universidad de Yale, y frente a la inutilidad del tratamiento con sulfadiazina se inició el de penicilina cada cuatro horas. Después de casi tres semanas de tratamiento se observó una solución completa del problema.
Durante los primeros años la penicilina se usó exclusivamente para los soldados heridos, pero en 1942 hizo su “presentación en sociedad” con motivo del incendio del Cocoanut Grove, un centro nocturno de Boston, en donde fallecieron más de 200 personas y otras 200 fueron internadas. Los descubrimientos médicos permitieron salvar las vidas de muchos quemados, quienes de otra forma habrían fallecido por infección. Se usaron plasma, furacín y penicilina. Ésta última fue enviada en un camión vigilado por el Ejército desde una planta de Merck al Massachusetts General Hospital.
El tratamiento aplicado a los heridos durante el accidente permitió una evaluación, no controlada, de la penicilina en un grupo grande de pacientes gravemente enfermos, disipando las dudas que la industria pudiera haber tenido sobre su eficacia y seguridad. En esa época los ensayos clínicos controlados no se consideraban necesarios, y sólo los animales de experimentación se comparaban contra placebos.
En sus primeros tiempos, la penicilina se administraba únicamente por vía intravenosa; su corta vida media requería múltiples aplicaciones diarias, que sólo podían efectuarse en el hospital. Fleming advirtió a tiempo sobre el riesgo de resistencia, en una entrevista para The New York Times, en donde hizo una trágica predicción que puntualmente se ha cumplido. Decía Fleming que de popularizarse el uso de los antibióticos, la resistencia crecería rápidamente, como él mismo había observado en su laboratorio. Ya nuestra época y el milenio que pronto empezará, son considerados como la era post-antibiótica o el final de la era de los antibióticos.
Alexander Fleming, Howard Florey y Ernst Chain recibieron el premio Nobel de Medicina en 1945. En este 1998 se cumplirán 70 años del descubrimiento de la penicilina, y la resistencia a los antibióticos es una grave preocupación para la comunidad médica internacional.
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Samuel Ponce de León
Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición, Salvador Zubirán.
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cómo citar este artículo →
Ponce de León R., Samuel. 1998. Notas sobre penicilina. Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 54-57. [En línea].
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Naief Yehya |
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Dicen que lo que importa no es el tamaño. Hay quienes afirman
que el de Víctor Hugo era muy grande y el de Anatole France diminuto. No obstante hay personas que tienen dudas al respecto y es innegable que en algunos casos las evidencias contradicen esta premisa. En cualquier caso, más que estar relacionada con el tamaño del cerebro, la inteligencia parece depender de la tasa entre masa cerebral y masa de todo el cuerpo (el promedio de esta tasa en todos los miembros de una especie ofrece una indicación acerca de la inteligencia de la especie). Mientras buena parte del cerebro se consagra al control del cuerpo el resto puede ser utilizado para otras funciones, como la memoria, la planeación, el aprendizaje y la flexibilidad para responder a las condiciones cambiantes. El cerebro de los dinosaurios era muy pequeño por lo que se consagraba casi exclusivamente a mover el cuerpo, en cambio los primeros mamíferos tenían cerebros más grandes y complejos que les permitieron sobrevivir al acecho de los depredadores. Los dinosaurios eran criaturas diurnas en su mayoría que reaccionaban de inmediato a los estímulos visuales. Los mamíferos, al no poder competir contra los grandes reptiles, tuvieron que adaptarse a la oscuridad y desarrollaron el olfato y el oído, dos sentidos que proporcionan estímulos muy diferentes a los de las imágenes visuales, ya que no presentan al objeto mismo sino que tan sólo ofrecen señales de su presencia, las cuales para ser interpretadas requieren ser descifradas. Para poder sobrevivir, los mamíferos debían memorizar olores, hábitos de sus presas y depredadores, elaborar planes, así como crear mapas mentales del territorio. Debido a esto es posible decir que la memoria ha jugado en la evolución un papel comparable al del pulgar opuesto. Y precisamente si algo aumenta notablemente y con mucha regularidad es la tasa de miniaturización de componentes electrónicos y con ella la cantidad de memoria que puede ser incorporada en una computadora. Podemos imaginar que de manera semejante a cuando un pez salió del agua y recorrió la tierra firme o así como cuando un primate utilizó por primera vez una rama para defenderse, una mente electrónica algún día valorará sus memorias y por algún proceso autogenerado tendrá conciencia de su ser.
En 1834 el inventor británico Charles Babbage concibió la idea de una máquina de cálculo a vapor, que mediante un gigantesco y complicado sistema de engranes, poleas y manivelas podría almacenar 1000 números decimales de hasta 50 dígitos, sumar dos cantidades en menos de 10 segundos y multiplicarlas en menos de un minuto. El motor analítico de Babbage, al que dedicó los últimos 37 años de su vida, contenía todos los elementos de una computadora digital moderna, no obstante nunca pudo ser completado. A partir de 1920 comenzaron a aparecer diversos prototipos de calculadoras electromecánicas que seguían de una u otra manera el modelo de Babbage. La memoria se almacenaba en bulbos, discos magnéticos, núcleos magnéticos (donas situadas en la intersección de dos cables que almacenan un bit de información y que se magnetizan en un sentido o en el otro), transistores y circuitos de sílice. Hoy hablamos comúnmente de cerebros digitales con memorias de varios miles de millones de bites, no obstante aún estamos lejos de construir una máquina con memoria comparable a la humana. Hans Moravec escribe en su controvertido libro Mind Children. The Future of Robot and Human Intelligence, que para que una computadora tenga la suficiente potencia para alojar una mente semejante a la humana debe por lo menos realizar 10 billones de operaciones por segundo y contar con una memoria de 10 billones de palabras (cada palabra es capaz de almacenar un número o una instrucción).
En su libro Out of Control, Kevin Kelly cita al dr. Joachim Weyl, director de la oficina de investigación naval, quien en 1959 afirmaba que una computadora no era otra cosa que un medio para que una memoria pase de un estado a otro. En ese mismo espíritu, Moravec plantea la posibilidad de transmigrar mentes del estado biológico a la inmaterialidad del código binario: “Como programa de computadora, su mente puede viajar sobre canales de información, por ejemplo, codificada como un mensaje de láser disparado entre planetas”. Moravec asegura que pronto podremos viajar proyectando nuestra mente, tener experiencias extracorporales y por lo tanto acumular memorias para luego volver a nuestro cuerpo con un nuevo acervo. Moravec complica más su paradoja al afirmar que el cuerpo podrá, mientras la mente viaja por su parte, seguir viviendo, con lo que la personalidad se duplicaría (aunque podría dividirse muchas veces más) por un tiempo y así el individuo, como en ciertas narrativas fantásticas tendría dos memorias que eventualmente se sumarian cuando el sujeto se reunifique. Esto sería una entretenida historia de ciencia ficción, de no ser porque Moravec y muchos otros en realidad están tratando de llevar a cabo el objetivo de “cargar” seres humanos con software. Quizás por primera vez en la historia existe un bien que puede multiplicarse una infinidad de veces sin que por lo tanto el costo del mismo aumente. Un programa puede ser copiado millones de veces sin pérdidas de ningún tipo. Esta imagen hace pensar a algunos utópicos que el hombre “softwarizado” también podría multiplicarse miles de veces al estilo de los trapeadores de El Aprendiz de brujo de Disney.
Y siguiendo en las perspectivas fantásticas para el futuro de la mente hace falta mencionar a Hugo de Garis, quien tiene por objetivo crear superinteligencias masivas del tamaño de la luna o por lo menos de la talla de un asteroide. De Garis es uno de los pioneros en el desarrollo de la inteligencia y la vida artificial. En el terreno de las redes neurales ha aplicado la selección darwiniana para hacer evolucionar software y hardware inteligentes. Actualmente, De Garis trabaja en Kyoto, en el campo de la ingeniería evolutiva y está tratando de diseñar cerebros electrónicos hiperinteligentes o artilectos, los cuales, en teoría, para fines del próximo siglo podrían tener el tamaño de un asteroide o la talla de la luna y ser “inteligencias masivas capaces de dominar la política mundial”. De Garis cree que la aparición de los artilectos dividirá a la humanidad en dos bandos, los “terras” que se opondrán a ellos y los “cósmicos” que los querrán fabricar. El científico afirma con toda seriedad que la oposición entre estos dos bandos seguramente concluirá con una guerra nuclear y le provoca insomnio saber que en el futuro habrá un holocausto atómico por culpa de su trabajo. De Garis piensa que seguramente existen otros seres vivos en el universo y que seguramente ya han hecho la transición a la hiperinteligencia. “Nosotros estamos retrasados porque nuestro sistema solar es 1000 millones de años más joven que los otros y la transición de lo humano a lo cósmico al artilecto son apenas unos cuantos siglos. La evolución es inevitable. Después de todo, el verdadero potencial para la inteligencia no es biológico, eso es demasiado primitivo”, afirma.
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Referencias bibliográficas
Jastrow, Roben, 1981, The Enchanted Loom: Mind in the Universe, Simon and Schuster.
Kevin, Kelly, 1994, Out of Control, Addison Wesley. Moravec, Hans, Mind Children, 1988, The Future of Robot and Human Intelligence, Harvard University Press. Hugo de Garis: This email address is being protected from spambots. You need JavaScript enabled to view it. http://www.hip.atr.co.jp/∼degaris/ http://whatis.com/artilect.htm |
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Naief Yehya
Escritor. Colabora en La Jornada Semanal
con la columna La Jornada Virtual.
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cómo citar este artículo →
Yehya, Naief. 1998. ¿Qué será la memoria en la era de las máquinas inteligentes?. Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 50-52. [En línea].
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Carlos Antonio Aguirre Rojas |
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Una de las funciones importantes de la historia —entre
las varias y múltiples que le corresponden— es la recuperación, conservación y transmisión de la memoria colectiva de pueblos y sociedades. Durante los últimos tres lustros, tal función parece haber cobrado nuevo auge y florecimiento, a partir de la organización y promoción de constantes y renovados actos de conmemoración.
Se diría incluso que la sociedad ha entrado, hace sólo 10 o 15 años, en una especie de etapa conmemorativa. Reproduciendo y multiplicando los centenarios, bicentenarios, quincuacentenarios, de distintos procesos sociales o acontecimientos históricos fundamentales, intentaría hacer posible una más adecuada y compleja asunción del pasado y de sus lecciones, dentro de la vida y los proyectos futuros de las sociedades contemporáneas.
Pero si bien la historia es responsable de esos procesos de transmisión de los recuerdos colectivos y de su salvaguarda, no se reduce sólo a la tarea de mantener viva la memoria; la historia reivindica también el hecho de que tal memoria no es unitaria sino que se descompone en múltiples memorias, en diferentes herencias que incluso pueden ser distintas y hasta opuestas entre sí.
Porque si la historia quiere ser esa compleja empresa de explicación crítica y científica de la obra de los hombres en el tiempo, o de la dinámica concreta de evolución de las sociedades, entonces debe vincular también el diagnóstico crítico de los hechos y procesos reales que producen y reproducen dicha memoria, mostrando cómo esta última se compone tanto de verdades históricas y creencias no comprobadas, como de hechos importantes que, ya filtrados por la conciencia colectiva de los pueblos, practican sobre los procesos sociales una suerte de elección concreta y determinada.
Al mismo tiempo, y puesto que la historia se ocupa también del presente, esa recuperación y reproducción del pasado transmitido a través de la memoria debe vincularse con las urgencias del presente, que constantemente relee y reconstruye el pasado en función de sus necesidades, remodelando y refuncionalizando también los distintos usos posibles de esa misma memoria.
Es claro que esa memoria colectiva puede ser reivindicada y utilizada, lo mismo para legitimar un cierto presente, remontándolo a orígenes gloriosos y reacomodándolo de acuerdo a las más venerables tradiciones, que a la inversa, como verdadera contramemoria, y por lo tanto, como empeño genuinamente crítico que intenta mostrar los múltiples pasados vencidos, reprimidos y negados para dar paso al status quo vigente.
Puesto que la historia oficial es sólo una parte de la historia —generalmente unida a esos ejercicios conmemorativos y celebratorios del presente dominante—, la historia total y siempre crítica, capaz de pasar la mirada a contrapelo de las evidencias consagradas, será también una suerte de contramemoria, de complejo proceso de transmisión de los recuerdos en ruinas, vivos, latentes y actuantes de esos pasados posibles pero aún no dominantes, que persisten en las experiencias y herencias conservadas por las clases populares y oprimidas de la historia.
Entonces, si la historia humana es esta dialéctica permanente entre pasado y presente, entre historia oficial e historia crítica, y entre memoria y contramemoria, es necesario considerar los dos extremos de dicha dialéctica, para ser capaces de evaluar correctamente los múltiples y variados esfuerzos de conmemoración, de celebración del pasado y de reactualización de los acontecimientos, hechos y procesos de la historia anterior de las sociedades y de los pueblos.
Desde esta óptica resulta interesante comprobar cómo, en los últimos 15 años, la historiografía europea en general, y en especial la historiografía francesa, se han comprometido en la línea de teorizar y problematizar, pero también de promover y animar una clara historia rememorativa, preocupada por la recuperación y el estudio de los distintos símbolos que dan sentido a las identidades nacionales, sociales, comunitarias o colectivas en general, volcándose al examen acucioso de los lugares de la memoria francesa de la época contemporánea.1
Con ello, y cobijados en un apoyo total y masivo de sus respectivos gobiernos, ya proliferan publicaciones sobre las celebraciones conmemorativas del Bicentenario de la Revolución Francesa, de los 500 años del llamado descubrimiento de América, de los 50 años del fin de la Segunda Guerra Mundial, igual que de los 300 años de la fundación de una ciudad, los 100 del nacimiento de… o los 25 años de la muerte de…
En estos casos, y en otros que se desenvuelven con la misma tónica, el efecto sobre la historiografía en torno a los acontecimientos o procesos conmemorados siempre es doble: si de un lado realmente se ha impulsado —a partir de la promoción institucional y de los nuevos fondos disponibles para el estudio de estas celebraciones “conmemorativas”— la multiplicación de trabajos e investigaciones genuinamente interesantes, por el otro lado y al mismo tiempo, la proliferación “inducida” de nuevas publicaciones en relación al tema “conmemorado” ha terminado por banalizar, en alguna medida, la investigación histórica más profunda, reduciendo el complejo análisis histórico del pasado y del presente a la más limitada y elemental función memorística de conservación y reciclamiento de ciertos símbolos de identidad de ese mismo pasado.
Así, olvidando las profundas lecciones de esa larga e importante tradición intelectual que desde Marx y hasta Michel Foucault, pasando por Walter Benjamin y Norbert Elías, entre muchos otros,2 ha insistido en esa parte constitutiva fundamental de la ciencia histórica —su dimensión en tanto contramemoria o en tanto memoria crítica—, la historia tiende a ser reducida a su sola y limitada función como posible historia monumental.
Ello se ejemplifica muy nítidamente —por mencionar uno de entre varios casos posibles— en la empresa historiográfica colectiva dirigida e impulsada por Pierre Nora, y titulada Les lieux de mémoire. En ésta se enuncia la tensión entre la perspectiva propiamente histórica, constituida siempre de muchas y múltiples dimensiones, y esos nuevos intentos de recuperación de la “memoria”, centrados sobre todo —a decir del propio Pierre Nora— en el examen de una “verdad puramente simbólica”, distinta al mismo tiempo de la historia positivista tradicional de las representaciones, pero también de la clásica historia de las mentalidades.
El primer volumen de esta obra fue publicado en 1984. Reflejando claramente la atmósfera de la época, el proyecto de Les lieux de mémoire trata de ir más allá de la para entonces bien afianzada y difundida historia de las mentalidades, al desplazar su centro de atención desde los reflejos “mentales” de una cierta sociedad, época o mundo específicos, y desde las configuraciones diversas del imaginario social que proyectan el modo en que una colectividad aprende y asimila su propio mundo, hacia ese universo más preciso y limitado, pero al mismo tiempo más cargado hacia esa dimensión semimetafórica que es el plano más denso de la reconfiguración simbólica y del trabajo de la conciencia sobre sus propias reconstrucciones espirituales —y ya no sobre su vínculo directo con lo real—, que justamente son esos símbolos de la identidad de los grupos sociales, de las clases, de las colectividades y de las naciones.
Simultáneamente, y en una dimensión más profunda que brota de su parentesco con todas aquellas historiografías innovadoras que surgieron como respuesta y efecto de la profunda revolución cultural y civilizadora de 1968, el proyecto coordinado por Nora también intenta ir más allá de lo que él considera una historia “vacía” de las estructuras, una cierta historia derivada de la época del auge de los grandes modelos interpretativos que, sin embargo, en algunos casos se convirtió en una historia “sin carne, sin vida, sin personajes concretos y actuantes”, y en consecuencia en una historia irreal. Reconociendo que este proyecto que pretende restituir esa verdad “puramente simbólica” de la memoria no tiene un “apoyo teórico sólido”, y que es “parcial” y “monográfico”, Nora y una buena parte de sus colaboradores —con algunas notables excepciones— encuentran ese lado “vivo, concreto y realmente en movimiento” de la historia en ese espacio particular de la memoria, a la que reivindican sin ocultamientos por ser afectiva, mágica, flotante, abierta, indefinida, maleable, e incluso manipulable.
Ya que esa memoria es plural y está “soldada” o “vinculada orgánicamente” a los distintos grupos sociales, y contraponiéndola a la “fría historia” que “no pertenece a nadie” y es, a la vez, anónimamente “de todos”, la obra Les lieux de mémoire postula que las condiciones actuales de una importante “sed de memoria” de las sociedades europeas —y, por ende, el furor conmemorativo antes referido—, así como su auge en tanto tema recurrente del análisis histórico reciente, derivan del ocaso definitivo de los espacios reales de su permanencia centenaria y hasta milenaria: del fin cada vez más irreversible del mundo campesino (una colectividad-memoria), de las sociedades coloniales (inmensos reservorios de la memoria) y de instituciones como la familia, la iglesia o la escuela (a las que, dentro de esta visión, se clasifica también como instituciones-memoria).3
Pero, como suele suceder en los movimientos “pendulares” que caracterizan gran parte de la historia de las ciencias sociales contemporáneas, el legítimo intento de restituir ese elemento vivo, concreto y multicolor de la historia —que se encuentra también en la base que anima todo el proyecto de la importante “microhistoria italiana”, recuperando las dimensiones fundamentales de la verdad simbólica y de la memoria— terminó olvidando todo aquello que la historia a la que se criticaba había ido conquistando, y que era igualmente rescatable y hasta imprescindible para la reconstrucción adecuada de una historia más plena y científica.
Porque si bien la memoria es parte de la historia, esta última no se reduce a la primera. La historia es sin duda memoria, pero también contramemoria, y más allá indagación crítica, reflexión creativa, reconstrucción problemática y búsqueda interminable de nuevos “indicios”, pistas, nuevas lecturas e interpretaciones y explicaciones de los hechos históricos mismos. Por eso, la historia en su conjunto no puede renovarse o transformarse de raíz —como ha sido la intención y el proyecto, finalmente fallido, de la empresa acometida por Pierre Nora— si sólo se le restituye o “recuerda” su dimensión o espacio memorístico.
Por ello, esa manía conmemorativa que hoy invade tanto a las ciencias históricas como a parte de las ciencias sociales europeas, no puede más que derivar en un boom efímero que, lejos de “refundar” o transformar de fondo los estudios históricos, más bien parece llevarlos por el sendero de una clara banalización de la historia. Así, ésta es presentada casi como una simple versión erudita y sofisticada de la museografía más tradicional, pero también de la eterna historia oficial, acrítica y “monumental”, destinada a inculcar el nacionalismo más elemental y estrecho en niños y adultos.
Uno de los desafíos importantes para la historiografía contemporánea es justamente el que pone en el centro esta obra sobre los “lugares de la memoria”, y más en general, ese movimiento u ola de conmemoraciones. Se trata de traspasar la moda mediática que hoy prolifera, pero recuperando al mismo tiempo el papel esencial de la memoria dentro de la historia. Y, en esta misma línea, también la dialéctica compleja entre la memoria oficial y las múltiples memorias “subterráneas”. Así, penetrando de lleno en ese complicado territorio de las muchas memorias posibles, y de las varias aún conservadas, acceder también a la reconstrucción de esa contramemoria, crítica y rebelde, que a lo largo de las generaciones y aunque sea de manera velada, parcial, encubierta o esporádica, mantiene viva la conciencia popular de que las cosas son como son sólo al precio de haber reprimido y cancelado otras posibilidades de historia y otros caminos de la historicidad. Una contramemoria que nos recuerda que las cosas siempre pueden ser diferentes, y que si bien los pasados no dominantes han sido vencidos, no fueron completamente eliminados, pues están allí, agazapados, esperando las condiciones de su posible resurrección.
Depende de nosotros, de nuestra actividad y decisiones colectivas, la posibilidad de que la contramemoria resurja de nuevo y se actualice, y de que esos pasados reprimidos se conviertan en las líneas dominantes del próximo devenir histórico.
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Notas
1. Véase la obra coordinada por Pierre Nora, Les lieux de mémoire, Gallimard, París, 1984-1993; así como el dossier consagrado a esta obra en Magazine Littéraire, núm. 307, febrero de 1993. También el artículo de Marcia Manso D’Alessio “Memoria: leituras de M, Halbwachs e P. Nora” en Revista Brasileira de Historia, núm. 251 26, Sao Paulo, 1993.
2. Véase, por mencionar sólo dos ejemplos, el libro de Michel Foucault, Genealogía del racismo, La Piqueta, Madrid, 1992, y Walter Benjamin, Essays 2, 1935-1940, Denoël, París, 1983. También puede verse el artículo de Carlos Aguirre Rojas, “Noe en 1492 sur le nouveau continent”, en Espaces temps, núms. 59, 60 y 61, París, 1995, y el de Ricardo García Cárcel, “La manipulación de la memoria histórica”, en Historia en debate, t. 1, Ed. Historia en debate, Santiago de Compostela, 1995. 3. Véase el artículo de Pierre Nora, “Entre mémoire et historie”, en Les Lieux de mémoire, t. 1. op. cit. Fabrizio León, 12 octubre de 1991. Archivo fotográfico de La Jornada.
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Carlos Antonio Aguirre Rojas
Instituto de Investigaciones Sociales,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Aguirre Rojas, Carlos Antonio. 1998. Historia, memoria y contramemoria. Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 46-49. [En línea].
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Laura Suzán de Vit |
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La memoria era lo único que lo mantenía vivo, y daba la impresión de que intentaba resistirse a la muerte durante el mayor tiempo posible sólo para poder seguir recordando.
Paul Auster
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“Grande, Dios mío, es este poderío de la memoria, ¡oh si,
muy grande! Es un santuario inmenso, infinito.
“¡Qué fuerza en la memoria! Es algo digno de inspirar un terror sagrado, Dios mío, por su profundidad y su infinita multiplicidad. Y esto es mi espíritu, ¡y esto es yo mismo!”, escribió San Agustín en el siglo IV.
En el mismo sentido, Enrique III, rey de Francia, confesó una tarde frente a sus embajadores: “Temo y admiro a los italianos. Su poder está en la memoria.” Ahora sólo nos preocupamos por ella cuando la empezamos a perder, cuando nos enfrentamos a males como el temido Alzheimer. Sólo entonces.
Los griegos llamaron Mnemosine a la personificación de la memoria. Hija del Cielo y la Tierra. Júpiter la amó durante nueve noches. Nueve meses después parió a las nueve musas.
Nueve, cifra ternaria: el cielo, la tierra, los infiernos. Nueve es la totalidad de los tres mundos. Nueve días y nueve noches son la medida del tiempo que separa el cielo de la tierra y ésta, del infierno.
“Siempre ha sido y será la memoria el modo de transmitir y de conservar el conocimiento, las artes, la tradición —escribe Angelina Muñíz-Huberman— por eso, desde épocas antiguas su perfeccionamiento ha ocupado un lugar preferente. Se ha estudiado el método de desarrollarla y las reglas de mantenerla. A esto se le ha llamado Arte de la Memoria”.
Fueron los griegos, pueblo de imágenes, quienes “inventaron” el arte de la memoria. Ellos idearon el método de recordar plasmando imágenes y lugares en la mente. Desde entonces se habla de dos tipos de memoria: una natural que es con la que se nace; y otra, artificial, que se puede desarrollar y acrecentar.
Scopas, noble tesalio, contrata a Simónides de Ceos para que cante un poema, ensalzándolo, durante un banquete que dará en su palacio. Se llegan la fecha y el momento y Simónides halaga al noble, pero también a los dioses gemelos Cástor y Pólux. El anfitrión, molesto por no haber sido el único motivo de alabanza, anuncia al poeta que le pagará sólo la mitad de la suma acordada. La otra parte la debe cobrar a los dioses a los que dedicó su canto. Simónides, contrito, se sienta por ahí y observa el transcurso de la fiesta. Al poco rato, se acerca un sirviente a decirle que en la puerta lo buscan dos jóvenes. Simónides sale a buscarlos; los forasteros, que así los describió el sirviente, se han ido. Mientras está afuera, el techo de la sala donde se realizaba el banquete se viene abajo, sepultando a los invitados. Cástor y Pólux han pagado ya su parte al salvarlo.
Los sirvientes levantan escombros; los familiares, desesperados, tratan de no confundirlos, pero los restos son irreconocibles. Simónides, que recuerda el sitio donde estaba sentado cada uno de los comensales, es el único capaz de identificarlos. Tiempo después se da cuenta de que lo pudo hacer, gracias a que en su memoria cada uno ocupaba un lugar en aquel salón de arquitectura armoniosa. Así nace el arte de la memoria.
Los tratados clásicos sobre retórica y memoria son tres: De oratore, escrito por Cicerón; Ad C. Herennium libri IV, anónimo, y el tratado Institutio oratoria, de Quintiliano. En estas obras se cimentará la mnemotecnia de los siguientes 16 siglos. Cicerón, en De oratore, obra en la que incluye a la memoria como una de las cinco partes de la retórica, dice que aquellas personas que deseen desarrollar esta facultad, deben seleccionar lugares y formar imágenes mentales de las cosas que se deseen recordar. Mientras más extraordinario sea el edificio, más efectiva será la evocación.
El pueblo judío, sin poder representar las imágenes que los griegos utilizaron tan eficazmente, se vio en la necesidad de desarrollar otro sentido: el oído. Así, la enseñanza era de boca a oído. La Shemá, oración fundamental del judaísmo, plegaria, que de ser la única “nos hubiera bastado”, como se dice en la conmemoración de la Pascua, es el mejor ejemplo de la importancia de la memoria: “Escucha Israel, el Eterno es nuestro Dios, el Eterno es Uno… Y serán estas palabras que yo te mando hoy grabadas sobre tu corazón y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas al estar en tu casa, andando por el camino, al acostarte y levantarte y las atarás por señal sobre tu mano y las llevarás como frontal entre tus ojos. Y las escribirás en los umbrales de tu casa y de tus puertas.”
Una vez más, no olvidar, recordar a cada momento, en todo lugar. La memoria es la supervivencia del pueblo judío.
Entre los siglos XII y XIII aparece en Albi, al sur de Francia, un movimiento místico que la Iglesia católica consideró herético. Domingo de Guzmán, después canonizado, durante su estancia en esta región presencia la guerra que se ha desatado en contra de los albigenses. Pensando en una solución más cristiana, crea la orden de los Predicadores con la intención de que los herejes vuelvan a la verdadera fe por medio de la palabra. Predicar exige una excelente memoria. El ars memoriae y el ars praedicandi se fusionan para persuadir. Con el tiempo los miembros de esta orden, luego llamados dominicos debido a su fundador, escriben cientos de métodos mnemotécnicos adueñándose de la palabra cristiana por varios siglos.
San Alberto Magno es el primero en incorporar la memoria a la virtud teologal de la Prudencia. En De memoria et reminiscentia, la relaciona con el temperamento melancólico. Los melancólicos en ninguna época han sido bien vistos por las buenas conciencias, que se dice que no son de fiar. De acuerdo con la teoría de los humores, aquel que es seco y frío propicia la melancolía y, por lo tanto, una buena memoria. Alberto Magno, cuyos conocimientos sobre magia eran vistos con sospecha, la rodea de un halo oscuro y secreto: “Aquel que quiera una reminiscencia, debe alejarse de la luz y esconderse en la oscuridad.”
Unos cuantos años después, Santo Tomás, su alumno más célebre, tiene que poner mucho empeño para darle otra cara. Si Simónides de Ceas es el “inventor” del arte de la memoria, Santo Tomás es el santo patrono. Desde su niñez lo distinguió una mente prodigiosa. Al ingresar a la orden de los Predicadores, su memoria se hizo legendaria. El puntal de la escolástica es la memoria y el clero su único dueño.
En el siglo XIII se promulgan las leyes escolásticas. Para que el hombre común las obedezca, la Iglesia, por medio de intensas visualizaciones, las plasma y repite obsesivamente en los vitrales y la piedra de las catedrales. Cielo, infierno, el recién inventado purgatorio. Arcángeles, gárgolas, demonios, hogueras. También las cuatro virtudes con sus atributos. La imagen, entonces, se convierte en enseñanza moral. La descripción hecha tiempo después por Víctor Hugo en Nuestra Señora de París es ilustrativa: “Y abriendo la ventana de la celda, designó con el dedo la inmensa iglesia de Nuestra Señora que, destacando sobre un cielo estrellado la negra silueta de sus dos torres, de sus costillas de piedra y de su monstruosa grupa, parecía una enorme esfinge de dos cabezas sentada en medio de la ciudad. En efecto, desde el origen de las cosas hasta el siglo XV de la era cristiana, la arquitectura es el gran libro de la humanidad. El símbolo necesitaba explayarse en el edificio”.
Estamos a punto de presenciar uno de los grandes giros que da la memoria: la imprenta. Y es nuevamente Víctor Hugo quien así lo describirá: “La arquitectura queda destronada; a las letras de piedra de Orfeo, van a suceder las letras de plomo de Gutenberg. El libro va a matar al edificio. La invención de la imprenta es el mayor suceso de la historia; es la revolución madre… es el cambio de piel completo y definitivo de aquella serpiente simbólica que desde Adán representa la inteligencia.”
A partir de ese momento, la memoria encuentra habitación también en la página de un libro. Pedro de Ravena, personaje de suma importancia en esta historia, es el primero en escribir un tratado laico, logrando que la memoria traspase los muros de los conventos, y que cualquier hombre pueda desarrollarla. La teocracia es vencida por la democracia.
Su asombrosa memoria lo hacía capaz de repetir íntegras las prédicas que escuchaba una sola vez, y ayudó a que los italianOs se interesaran por este arte: quizá también debido a las imágenes que recomendaba: “Normalmente coloco en los lugares a jóvenes hermosísimas que excitan mi memoria …y créeme: si me sirvo de jóvenes bellísimas como imágenes me sucede que repito esas nociones que había fijado en la memoria con mayor facilidad y regularidad. Posees ahora un secreto muy útil para la memoria artificial, un secreto que por pudor callé durante mucho tiempo. Perdónenme los hombres castos y religiosos; tenía la obligación de no callar una regla que me ha procurado elogios y honores en este arte, además de que deseo con todas mis fuerzas dejar excelentes sucesores”.
Su obra Phoenix seu artificiosa memoriae fue publicada en Venecia en 1491. Por medio de los métodos allí descritos se podían recordar cosas prácticas, y no solamente los horrores que esperaban al hombre en el infierno. Es el Phoenix… el texto que despierta el interés en Francia, Inglaterra y Alemania por el ars memoriae.
Petrarca, dice Frances Yates, es el personaje que marca la transición entre la memoria de la Edad Media y la del Renacimiento. El dominico Romberch lo cita en su tratado, junto con Santo Tomás, como uno de los famosos “profesores de la memoria”. Años más tarde Cornelio Agrippa lo colocará entre las autoridades modernas sobre la memoria.
En el siglo XVI los dominicos siguen siendo el centro de la tradición. Sus métodos mnemotécnicos son admirados y envidiados por otras órdenes religiosas: Congestorium artificiosa memoriae, de Johannes Romberch; De memoria et reminiscentia, escrita por Santo Tomás; Oratoriae artis epitome, de Jacobus Publicius, por mencionar unos cuantos.
Las imágenes estáticas que tanto ayudaron a los retóricos clásicos continúan sirviendo a los escolásticos. Sin embargo los neoplatónicos del siglo XVI optan por el arte mnemónico en movimiento de Raimundo Lulio.
Raimundo Lulio nació en Mallorca alrededor de 1232. No es por un olvido que lo menciono hasta ahora, sino porque es en el Renacimiento cuando su “arte combinatorio” es entendido y practicado. Angelina Muñíz lo describe como un “hombre visionario, quimérico, idealista y aventurero fue una mezcla de profeta y de poeta, de cortesano y de ermitaño, de iluminado y de pecador… Si quisiéramos encontrar un solo personaje histórico que integrara en sí todas y cada una de las características vitales y espirituales de aquel periodo (siglo XIII) con sólo tratar de Ramón Llull sería suficiente. Su vida y su obra así lo atestiguan. El lulismo sobrepasó los ámbitos espaciotemporales y su influencia se sintió aún siglos después de su muerte”.
En su método filosófico, con tantas coincidencias con las ideas renacentistas, asegura ser capaz de enseñar cualquier tema a base de lógica, para lo cual crea un sistema de ruedas concéntricas. En una de ellas representa, usando las nueve primeras letras del alfabeto, los nueve atributos de Dios (de acuerdo con las nueve sefirot cabalísticas). En otra aparecen figuras geométricas: con el triángulo simboliza a la divinidad; con el círculo, los cielos (siete planetas y doce signos zodiacales); con el cuadrado, los cuatro elementos. Coloca las ruedas una sobre la otra y las hace girar obteniendo gran número de combinaciones que llevarán al entendimiento por medio de la persuasión.
El Renacimiento convierte a la memoria en un conocimiento hermético y mágico. Es durante esta época, con su compleja conjunción de conocimientos nuevos y antiguos, cuando resulta más laborioso desenmarañar la historia de este arte.
Alrededor de 1460, Marsilio Ficino emprende la traducción, por orden de Cosme de Medici, de un manuscrito árabe. Se trata de los escritos del gran Hermes Trismegisto, sacerdote representante de la gran sabiduría egipcia. Sabio y gran mago, es a la vez, según interpretación de los Padres de la Iglesia, profeta del advenimiento de Cristo. Frances Yates se refiere a su obra el Corpus Hermeticum, como “el libro sagrado de la sabiduría más antigua que fue casi más importante para el neoplatonismo del Renacimiento que el mismo Platón …En el momento en que Hermes Trismegisto hizo su entrada en la Iglesia, la historia de la magia pasó a formar parte de la historia religiosa del Renacimiento”.
Aun antes de la expulsión de los judíos de España en 1492, su mística y algunos principios teológicos y filosóficos se habían permeado ya al catolicismo. Su dispersión por Europa provoca que este conocimiento, muy en especial el cabalístico, se propague con mayor intensidad. Los más famosos hebraístas fueron altos prelados de la Iglesia: Egidio de Viterbo, Jean Thénaud, Guillaume Postel.
La cábala, según se decía, había sido susurrada por Dios al oído de Moisés después de la entrega del Pentateuco. El secreto, que debía ser transmitido de la misma manera a los iniciados, era el significado místico de la Torá, y los cabalistas los encargados de continuar la tradición confiada a Moisés.
El esoterismo judío, la tradición erudita, la gnosis y su simbolismo, parecen ser la fórmula para desvelar aquellos secretos tan buscados durante el Renacimiento.
Giulio Camillo fue veneciano, vivió en el siglo XVI y, a decir de Paolo Rossi, pretendió entender cuál era su lugar en el Universo: “Descifrar el alfabeto del mundo, ser capaz de leer en el gran libro de la Naturaleza los signos grabados por la mente divina”. Para lograrlo creó el “teatro de la memoria”. Construyó la maqueta repitiendo la tradición clásica. Quizá se parecería al edificio donde Simónides de Ceos cantó su poema. La descripción del lugar ahora puede sonar exagerada, incomprensible. Entonces ése era el lenguaje. Siete escalones que conducen a siete pasadizos, que llevan a siete puertas decoradas con los siete pilares que, según decía el rey Salomón, son la base de la eternidad. “El Teatro —explicaba el propio Camillo— es una visión del mundo y de la naturaleza de las cosas, vista desde las alturas, desde las mismas estrellas, desde más allá de las fuentes supracelestiales de la sabiduría.” En él se reflejaba todo aquello que se esconde en la profundidad de la mente humana. Allí estaban representadas todas las ramas del conocimiento, y su arquitectura facilitaba memorizarlas. Aquel que entrara al teatro podría, al salir, discutir cualquier tema con la capacidad de Cicerón. En los siete niveles que lo formaban se repetían las imágenes de los planetas, de las nueve sefirot, de las ideas, el hombre, los signos del zodiaco, elementos todos que representaban la expansión del universo a través de las etapas de la Creación. La innovación que Giulio Camillo hace al arte de la memoria consiste en incorporar la tradición hermética. “Vino viejo en odres nuevas”, como decía la frase tan usada por los alquimistas.
El máximo exponente de la memoria renacentista es Giordano Bruno. Monje dominico, filósofo, poeta, va más allá que cualquier otro personaje de su tiempo. Pretende una reforma religiosa por medio de la mente: cuando el hombre recuerde su origen divino y comprenda su relación con la Naturaleza, volverá a ser libre.
Bruno permaneció once años tras los muros de San Domenico Maggiore, en Nápoles. Allí aprendió la mnemotecnia de la orden, además de estudiar los tratados clásicos sobre la memoria. A los veintiocho años huyó del convento. Para mantenerse mientras recorría diversos países, fue enseñando la sfera (astronomía) y las técnicas lulianas. En 1581 llegó a Francia. Después de una demostración de sus poderes mnemónicos ante Enrique III, éste lo protegió nombrándolo lector real. Entonces se dedicó a perfeccionar su filosofía donde la memoria equivale a la piedra filosofal de los alquimistas. En sus ideas confluyen las diferentes corrientes del Renacimiento: hermetismo egipcio, cábala judía, lulismo, magia natural, neoplatonismo. La influencia de pensadores contemporáneos es grande: Cornelio Agrippa, Erasmo, Nicolás de Cusa, Paracelso. También de los clásicos: Platón, Ovidio, Plotino. La memoria mágica de Giordano Bruno es la concepción más rica y compleja de los vastos palacios de la memoria. En De umbris idearum, la primera de sus obras importantes, los intermediarios entre las ideas del mundo supracelestial y el mundo terrenal son los astros cuyas sombras son las ideas. A estas ideas, Bruno las pone a girar en ruedas combinatorias: este movimiento dotará al hombre del poder que necesita para desarrollar una memoria mágica, por medio de la cual dominará los poderes de la naturaleza.
A las ruedas de Lulio, Bruno agrega el resto de las letras del alfabeto, algunos caracteres hebreos y otros griegos hasta completar treinta elementos. Este número lo repetirá en muchas de sus obras posteriores. En Bruno las imágenes clásicas se convierten en imágenes mágicas que serán el vehículo para llegar al mundo celestial. Sellos, horóscopos, estatuas animadas, signos zodiacales, talismanes, emblemas para revelar sin decir.
Su filosofía alcanzó la unidad absoluta, la mónada. La encontró dentro del hombre, en su memoria infinita, reflejo del mismo infinito. Así Bruno, al igual que San Agustín 1200 años antes y pasando por el mismo terror sagrado, llega a los vastos palacios de la memoria. Bruno recorrió las cortes europeas hablando de su arte y tratando de convencer a los príncipes de la necesidad de esta reforma unificadora. El 17 de febrero de 1600 la Inquisición lo quemó en Campo dei fiori, en Roma
A pesar de esta infamia, la memoria siguió su camino. Cuando Bruno, en 1584, pasó por Inglaterra, conoció a John Dee, el gran mago isabelino. No sabernos qué fue lo que hablaron durante aquellas reuniones en Mortlake, pero después de ese encuentro la filosofía bruniana empezó a aparecer en diferentes ámbitos: en las obras de teatro de Shakespeare, en la poesía de John Donne, en el arte de Robert Fludd.
A pesar de que Isaac Casaubon descubrió en 1614 que los supuestos escritos de Hermes Trismegisto fueron hechos por un autor griego en el siglo III d. C., Fludd continuó en Inglaterra con la tradición hermético-cabalística. Esto le acarreó graves conflictos con los “nuevos científicos”, entre ellos Mersenne y Kepler, quienes lo veían solamente como un mago. Se puede considerar a Robert Fludd el último filósofo hermético.
History of the worlds es la obra donde expresa de una manera más íntegra su filosofía. En ella describe el más grande y el más pequeño de los mundos. Macrocosmos y microcosmos. La dedica, ni más ni menos que al Creador. También al rey inglés, James I.
Fludd usa el antiguo método de imágenes y lugares, dándoles un tinte hermético. Estas imágenes resultan difíciles de comprender actualmente, aun para el especialista. Las llama lugares ficticios y pueden ser un obelisco, la torre de Babel, un barco, hordas de condenados entrando por la boca del infierno o Tobías y el ángel.
Divide su arte mnemónico en arte redondo y arte cuadrado. El primero está formado por efigies de estrellas, de vicios y virtudes, por los signos del zodiaco, las esferas de los planetas, estatuas animadas por influencias celestiales. En el segundo, además de los edificios (de ahí la denominación de cuadrado), el motivo principal es el hombre realizando acciones; luego animales y objetos inanimados. Coloca el arte redondo sobre el cuadrado y a esta combinación la llama teatro de la memoria. No se refiere a la construcción que conocemos como teatro sino a un foro que es el lugar de la memoria de las palabras y lugares. Uno de estos teatros pertenece al oriente, y es luminoso, ligero, brillante. En él se desarrollan acciones diurnas. El otro, el del poniente, es oscuro y pertenece a la noche. Con estos teatros temporales y móviles, Fludd introduce los conceptos de tiempo y movimiento a la esfera celeste. La sofisticación a la que llega el arte de la memoria con este filósofo es difícil de seguir.
En el siglo XVII al adaptarse el arte de la memoria a la “nueva ciencia”, se aleja de la magia hermética y del carácter humanista que tuvo durante el Renacimiento. Debido a que en este arte se utilizan espacios ordenados, se convierte en la base de la clasificación de las ciencias naturales. Los enciclopedistas lo usan como método de conocimiento.
Tanto Francis Bacon como René Descartes menosprecian el arte combinatorio de Raimundo Lulio. Sin embargo, existe una meta común en los tres pensadores: la creación de un método o arte universal que pueda resolver cualquier problema basándose en la realidad.
Frances Yates hace una breve recapitulación histórica para llegar a Gottfried W. Leibniz: “Raimundo Lulio creía que su arte, con sus representaciones gráficas y sus figuras geométricas revolventes, convencería a judíos y mahometanos de las verdades del cristianismo. Giulio Camillo creó un Teatro de la Memoria en el que todo el conocimiento debía ser sintetizado a través de imágenes. Giordano Bruno añadió imágenes en movimiento a las ruedas combinatorias de Lulio y viaja por toda Europa con su fantástico arte de la memoria. Leibniz es el heredero de esta tradición en el siglo XVII.”
Leibniz busca, como tantos otros en aquel siglo, un lenguaje universal. No para abarcar diferentes países con la misma voz, a él lo mueve el misticismo que heredara de sus predecesores. Desde muy joven lo obsesionan las posibilidades del lenguaje. ¿Cuántos enunciados se logran combinando un alfabeto de 24 letras? Establece el número de letras por página, el tiempo que requiere un hombre para leerlas y el resultado lo lleva a vislumbrar el infinito. “Se siente fascinado por el vértigo del descubrimiento —dice Umberto Eco—, esto es, por los infinitos enunciados que un simple cálculo matemático le permite concebir”. Y así se encuentra con ese lenguaje universal tan buscado: el lenguaje matemático.
Ignacio Gómez de Liaño señala en El idioma de la imaginación cómo “Leibniz, con sus caminos, rutas, planos y cartografías, no hace más que una nueva versión del camino, compleja y perfectamente ordenado, intenso de conexiones y pródigo en combinaciones, que había abierto Giordano Bruno con sus sellos y sistemas de lugares, pues antes que lo aprendiésemos en Leibniz, el filósofo de Nola nos había enseñado que el espacio constituye la posibilidad de orden de las cosas.”
Hemos visto cómo este arte, que inicialmente era como un artificio para mejorar la memoria, se va transformando en un instrumento para conseguir, primero, el conocimiento y luego, a través de esta gnosis, para alcanzar la espiritualidad.
Debería aceptar lo anterior como el punto final de la historia del arte de la memoria. No me es posible. Tengo la esperanza de que ahora sea el escritor el continuador de la tradición. “Los escritores —afirma Abel Posse— son los últimos samurais: trabajan con su pluma en favor de las causas perdidas y de las razones del corazón.”
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Referencias Bibliográficas
Eco, Umberto. 1994. La búsqueda de la lengua perfecta, Grijalbo Mondadori.
Gómez de Liaño, Ignacio. 1992. El idioma de la imaginación, Tecnos, Madrid. Muñíz-Huberman, Angelina. 1993. Las raíces y las ramas, Fondo de Cultura Económica, México. Rossi, Paolo. 1983. Clavis Universalis, Fondo de Cultura Económica, México. Secret, F. 1979. La Kabbala Cristiana del Renacimiento, Taurus, Madrid. Yates, Frances A. 1996. El arte de la memoria, Taurus, Madrid, 1974. |
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Laura Suzán de Vit
Escritora. Actualmente prepara una novela acerca de la vida de Giordano Bruno.
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cómo citar este artículo →
Suzán de Vit, Laura. 1998. El arte de la memoria. Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 38-44. [En línea].
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