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Las neurociencias
en el exilio español
en México
R049B05  
 
 
 
Augusto Fernández Guardiola
Fondo de Cultura Económica
México, 1997
 
                     
En el mundo de la información en que vivimos se
termina por suponer que el dolor físico que produce una guerra, el horror de las mutilaciones, los cadáveres por doquier, los asesinatos en primer plano finalizan súbitamente con el último noticiario. Así parece ser para el espectador televisivo o para el lector de diarios: para los implicados puede durar aún días o meses, o años quizá. Pero las heridas que llagan el mundo interior de los sobrevivientes —ganadores/perdedores— sí que escuecen y duelen por un largo periodo: llegan incluso a anestesiar el espíritu y, en muchas ocasiones, lo aniquilan en vida. Puede que por eso en 1940, un año después de finalizada la guerra civil, para el poeta, Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).
 
Con el sucederse de las generaciones y el transcurrir del tiempo la realidad traumática de una guerra se convierte por fortuna en historia, sobre todo porque los descendientes de los combatientes ya no son partícipes directos ni de la batalla ni de las emociones encontradas. España es ahora otro país reconstruido y hecho de nuevo a partes más o menos iguales. Con ser doloroso lo dicho, el exilio añade una parálisis temporal. El exiliado lleva consigo una foto fija de su entorno que ni progresa ni se deteriora. Queda en el último combate dialéctico con el último adversario. Su relación con su ciudad, con sus colegas queda inconclusa; pendiente de un final que nunca llega. 
 
Este es un hermoso libro escrito con el cariño con el que un cocinero casero prepara sus guisos para los invitados. El profesor Fernández Guardiola (Augusto para todos sus amigos) nos abre camino para un largo y ameno viaje a la obra y al interior de cinco españoles que lo dieron todo en un país amigo y hospitalario cuando el suyo se puso a la mala: Dionisio Nieto, José Puche, Isaac Costero, Rafael Méndez y Ramón Álvarez-Buylia. Augusto tiene además maneras de buen escritor. Notará el lector que el libro no es lineal, sino que está escrito con cierta técnica contrapuntística. El libro se desenvuelve en tres tiempos. El tiempo en el que se desarrolla la obra de los cinco investigadores en México, las emociones que ellos viven con las visitas a nuestro país y, por último, el tiempo de Augusto, bien como discípulo, bien cuando imagina haber compartido con ellos charlas y trastadas en la residencia de estudiantes.
 
Para nuestra suerte, y al igual que ocurre con algunos cantes (habaneras), éstos fueron maestros de ida y vuela. Porque ahora nos beneficiamos de las enseñanzas que nos ofrecen muchos de sus discípulos. Al menos la ciencia ofrece esa facilidad para saltar fronteras geográficas y políticas y para crear archipiélagos a partir de islas diseminadas por el mundo de la investigación experimental.
 
De acuerdo, España es ahora otro país, pero la lección nunca está bien aprendida del todo y tenemos el ejemplo cercano en tiempo y espacio de Yugoslavia o Argelia. El mejor antídoto para la conflagración civil es sin duda la permeación de las ideas. La tolerancia de lo que el otro opina y, en particular, el hacer posible para todos el desarrollo de sus capacidades creativas. Si este es un país no muy dado a ayudar al que algo nuevo quiere hacer al menos tiene que aprender a tolerárselo. A veces percibo rasgos inconfundibles de intolerancia, una sórdida guerra sin balas que aburre o fatiga al creador, al investigador. A largo plazo esta actitud puede iniciar un nuevo éxodo de talentos o puede terminar por inactivarlos.
 
Esperemos que no pase a mayores y que en España lleguemos a ser más generosos con el creador, con el artista, con el investigador. Que vengan de otros países a aprender y a enseñar; que no se tengan que marchar los que hacen, los que piensan.
     
       
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(Fragmento del prólogo escrito por José M. Delgado García)
     
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cómo citar este artículo 
 
Fernández Guardiola, Augusto. 1998. Las neurociencias en el exilio español en México. Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 70-71. [En línea].
     

 

 

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Archipielago Malayo
R049B04  
 
 
 
Alfred Russel Wallace
Cien del Mundo, CNCA,
México, 1997
 
                     
El Archipiélago malayo fue escrito por Wallace
después de un viaje de exploración que realizo entre 1854 y 1862. Esta obra constituye una pieza importante en la historia de la teoría de la evolución y de la biología moderna, de ahí la relevancia de la presente edición que es la primera que se hace en lengua española. Archipiélago malayo nos ofrece además un acceso privilegiado al episodio singular motivo de variadas controversias, y que se refiere a la relación entre Wallace y Darwin y la paternidad de la teoría de la selección natural y el origen de las especies, pues fue precisamente Ternate, capital de la Isla Halmahera (Gilolo) en las Malucas, el lugar desde donde Wallace envío a Darwin el 12 de marzo de 1858 un pequeño ensayo y una carta en donde resumía su interpretación de la teoría de la selección natural y la evolución de las especies casi dos años antes de que Darwin publicara El origen de las especies. El 18 de junio de 1858, cuando Darwin ha leído ya la carta y el ensayo de Wallace, el naturista del Beagle hace partícipe de su asombro y, en cierta medida, desasosiego a Charles Lyell, el autor de los Principios de geología. Lyell había recomendado a Darwin en diferentes ocasiones la pertinencia de publicar un resumen de sus teorías antes de dar a conocer la monumental obra que pensaba escribir. Esto es lo que explica el tono y ciertas frases con las que el autor de La descendencia del hombre y la selección sexual se dirige a Lyell. “Sus palabras —escribe resignadamente Darwin— se han cumplido con creces: debería haberme anticipado. Eso dijo usted cuando le expliqué aquí mi teoría de que la selección natural depende de la lucha por la existencia.” Pero Darwin había hecho de la paciencia el sustento de su método de trabajo y desde su regreso del viaje a bordo del Beagle en 1836 dedicó buena parte de su tiempo al estudio comparativo de millares de especies diferentes, así como a la realización de minuciosos estudios que si bien anundaban sus experiencias de observador y teórico de la naturaleza, no abordaban de manera directa el estudio de la evolución.
 
Darwin había publicado otros libros antes de escribir El origen de las especies en 1859. Veinte años antes las librerías de Londres exhibieron en sus escaparates la primera edición del célebre Diario de las Investigaciones sobre la geología y la historia natural de los países visitados durante el viaje H.M.S. Beagle, bajo el mando del capitán FitzRoy de 1832 y 1836. Los cinco volúmenes de su Zoología aparecieron entre 1840 y 1843 y los tres volúmenes de las Observaciones geológicas hechas sobre el Beagle salieron de la imprenta de 1842 a 1846. Tras ocho años de investigaciones, Darwin presentó la monografía sobre los Cirrípedos en cuatro volúmenes que fueron editados de 1851 a 1854. Cuando la carta de Wallace llegó en 1858 a Down, en el condado de Kent, Darwin había ocupado ya varios años en el estudio de la selección natural y la evolución de las especies. “Nunca he visto una coincidencia más sorprendente —confesará a Lyell— ¡Si Wallace tuviera la copia de mi esquema hecha en 1842 no podría haberlo resumido mejor! Sus mismos términos son ahora los títulos de mis capítulos”.
 
No exagera Darwin cuando califica de asombrosa la coincidencia de sus ideas con las de Wallace pues no sólo los razonamientos sobre los procesos de la naturaleza eran semejantes sino también las palabras con las que se referían a ellos. Wallace había publicado en Annals and Magazine of Natural History en 1855 un ensayo titulado “Sobre la ley que ha regido la introducción de nuevas especies”. Darwin leyó con interés dicho trabajo y dirigió al propio Wallace algunos comentarios en una carta fechada en Moor Park, el 1° de mayo de 1857. Darwin inicia su misiva agradeciendo a Wallace las líneas que éste le había escrito desde las Célebes el 10 de octubre del año anterior. 
 
     
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Fragmento de la introducción de Hugo Diego Blanco      
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cómo citar este artículo 
 
Russel Wallace, Alfred. 1998. Archipiélago Malayo. Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 70-71. [En línea].
     

 

 

del bestiario
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De moscas
y basiliscos
R049B02  
 
 
 
Héctor T. Arita  
                     
El mundo de los cómics está poblado por superhéroes
fantásticos que, como Superman, son más veloces que un tren y pueden brincar el edificio más alto de un solo impulso. Las imágenes del Hombre Araña trepando con facilidad las paredes de los edificios, o de Flash moviéndose a velocidades tales que no puede ser visto por sus enemigos, son cosa de todos los días en ese ámbito. En el mundo real, las inexorables leyes de la alometría impiden que una persona normal sea capaz de semejantes proezas.
 
La alometría, según el biólogo evolucionista Stephen Jay Gould, nos explica “por qué cualquier mosca puede trepar por las paredes, pero sólo Jesucristo podía caminar sobre el agua”. En efecto, las leyes alométricas de cómo las estructuras morfológicas y las funciones fisiológicas de los organismos “se escalan” con el tamaño, pueden darnos pistas sobre muchas de las cosas que los animales pueden (y no pueden) hacer.
 
El concepto de alometría es fácilmente entendible con un ejemplo sencillo. Imaginemos un par de cubos, uno de un metro de longitud y el otro de 2 metros. Por simple geometría, el cubo más grande tiene una área externa cuatro (22) veces mayor (6 y 24 m2 en el ejemplo), y un volumen —y por lo tanto un peso— ocho (23) veces más grande (1 y 8 m3 en el ejemplo). De la misma manera, dos animales de la misma forma, pero de diferentes tamaños, difieren considerablemente en la proporción entre estructuras y funciones que suceden en dimensiones diferentes de uno, produciendo el fenómeno de la alometría.
 
Ésta ha sido usada para explicar la llamada ley de Bergman: los animales que se encuentran más cerca de los polos tienden a ser más grandes que los de zonas más cálidas. Para animales de la misma forma —reza la teoría—, los organismos más grandes tienen menor superficie externa por unidad de peso que los más pequeños; así, un tamaño grande sería beneficioso en un clima frío para disminuir la pérdida de calor. Se trata de la misma razón por la que un bloque de hielo tarda más en derretirse que muchos cubitos de hielo que, en conjunto, pesen lo mismo que el bloque.
 
Por las leyes de la alometría y de la física, algunas de las actividades típicas de los animales muy pequeños resultarían hazañas portentosas para los más grandes. Por ejemplo, muchos insectos y algunos vertebrados chicos pueden trepar por paredes verticales y casi lisas. Las moscas domésticas poseen en sus tarsos unas estructuras llamadas pulvilli; éstas secretan una sustancia que contribuye a mantener al animal adherido a superficies lisas. Aparentemente la sustancia secretada produce la suficiente tensión superficial para sostener el peso de los insectos.
 
En contra de lo que podría decirnos el Hombre Araña, un proceso similar sería completamente ineficaz en el caso de animales de mayor tamaño, quienes poseen un peso muchísimo mayor a la fuerza que puede generar la tensión superficial. Existen, sin embargo, algunos pequeños vertebrados con habilidades trepadoras asombrosas. Los geckos (pequeños reptiles tropicales de la familia Gekkonidae) tienen en sus patas pequeños cojinetes con innumerables ganchillos que les permiten aprovechar las pequeñas irregularidades de las superficies, incluso las verticales, para afianzarse y desplazarse velozmente. Este mecanismo, que funciona muy bien para un animal de pocos gramos, sería completamente inútil en un vertebrado más grande, pues la fuerza sustentadora de los ganchillos no podría compensar el peso total.
 
Aunque ningún ser terrenal del tamaño del hombre puede caminar sobre el agua a la manera en que —según afirma el Nuevo Testamento— Jesucristo lo hizo frente a sus discípulos, sí existen numerosos insectos y algunos vertebrados que se desplazan con facilidad en superficies acuosas. Uno de ellos es el basilisco (Basiliscus spp.), lagartija de tamaño más bien grande, con peso de hasta 600 gramos en los machos y 300 gramos en las hembras.
 
Existen cuatro especies de basiliscos, distribuidas desde el sur de México hasta Sudamérica. Son llamados así por el supuesto parecido que tienen con el monstruo mitológico (que en realidad era una serpiente). Estos animales, de color pardo verdusco y con una distintiva cresta en la cabeza, son conocidos como garrobos o turipaches en ciertas partes de México y Centroamérica. Pero otras denominaciones describen muy bien su peculiar característica de correr velozmente sobre la superficie del agua para huir de sus depredadores: en México se les conoce como pasarríos, mientras que en la literatura americana en ocasiones se les llama lagartijas Jesucristo. 
Es bien sabido que los individuos jóvenes de esta especie se desplazan con facilidad sobre el agua; los adultos lo hacen con más dificultad, y sólo los realmente grandes (de más de 200 gramos) no pueden hacerlo. Recientemente, dos biólogos de la Universidad de Harvard estudiaron la mecánica asociada con el peculiar modo de desplazamiento, y dieron con el límite de tamaño que los basiliscos deben tener para efectuar su prodigioso acto.
 
El animal aprovecha dos diferentes fuerzas verticales generadas por el rápido movimiento de las patas. Para un individuo de 90 gramos, una cuarta parte de la sustentación deriva del golpe de la pata sobre el agua, y el resto proviene de la diferencia en presión entre el agua y la bolsa de aire que se forma cuando la pata comienza a hundirse. El secreto para el basilisco es retirar la extremidad con rapidez, antes de que se colapse la bolsa de aire. Esto es relativamente sencillo para los individuos pequeños, no así para los grandes. Las lagartijas recién nacidas (de cerca de dos gramos) logran crear hasta 225 por ciento de la fuerza que necesitan para mantenerse sobre el agua y pueden, entonces, desplazarse sobre ella. Por el contrario, un individuo de 100 gramos apenas puede generar un poco más de la fuerza necesaria para mantenerse sobre el agua. Los basiliscos más grandes se hundirían si intentaran las proezas de su juventud: las leyes de la alometría determinan que animales tan grandes no podrían generar suficiente energía para mover sus patas con la rapidez requerida.
 
Ahora bien, conociendo el secreto de los basiliscos, ¿podría un ser humano caminar sobre el agua? Imposible. De acuerdo con cálculos de los científicos de Harvard, una persona de 80 kilos de peso tendría que correr a una velocidad de 30 metros por segundo —casi tres veces más rápido que Donovan Bailey, el campeón olímpico de los cien metros planos— para lograrlo. Además requeriría 15 veces más energía muscular de la que un humano normal puede generar. Es obvio que sólo personajes de ficción como Flash podrían desafiar de tal modo las leyes de la energética.
 
Las leyes de la física, reflejadas en los animales a través de la alometría, nos dicen que ninguna persona, ni siquiera Carl Lewis, podría saltar cientos de veces su propia longitud, práctica común entre las pulgas. De la misma manera, ni siquiera Donovan Bailey podría igualar a la cucaracha americana, que es capaz de correr a una velocidad de 50 veces su propia longitud por segundo (este récord aparece en el libro Guinness y equivaldría a que una persona corriera a más de 150 kilómetros por hora).
 
Ciertamente, la física y la alometría nos imponen restricciones, confirmando —a la vez— por qué caminar sobre las paredes y desplazarse encima del agua son cosas de moscas, basiliscos y personajes milagrosos.
     
Referencia bibliográficas
 
Glasheen, J. W., y T. A. McMahon, 1997, Running on water, Scientific American 277 (3):48-49 (septiembre de 1997). Descripción de la técnica del basilisco para correr sobre el agua.
Zimmer, C., 1994, See how they run, Discover 15(9):64-73 (septiembre de 1994). Historia sobre el laboratorio de desempeño, energética y dinámica del movimiento animal de la Universidad de Berkeley, donde se estudia la locomoción de las hormigas, cucarachas, cangrejos, milpiés y otros bichos.
     
 ____________________________________________      
Héctor T. Arita
Instituto de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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cómo citar este artículo 
 
Arita, Héctor T. 1998. De moscas y basiliscos. Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 36-37. [En línea].
     

 

 

del tintero
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Funes el memorioso
(fragmento)
R049B03  
 
 
 
Jorge Luis Borges  
                     
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español,
los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diez y nueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
 
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pesaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
 
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón, Agustín de Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marcas; las últimas eran muy complicadas… Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis que no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
 
Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol, de cada monte, sino de cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas, a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez. 
 
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcaba tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuatro (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
 
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
 
     
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Jorge Luis Borges
Escritor
     
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cómo citar este artículo 
 
Borges, Jorge Luis. 1998. Funes el memorioso (fragmento). Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 68- 69. [En línea].
     

 

 

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Nota de los editores  
                     
       
       
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