Reforma y triunfo del inglés. Ciencia, educación y literatura en el renacimiento isabelino |
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Rafael Martínez Enríquez y Laura Furlan Magaril
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Language most shewes a man: speake that I may see thee
(El lenguaje, más que nada, exhibe al hombre: habla para que pueda verte)
BEN JONSON
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El inglés, como todo idioma, debió recorrer un largo camino para adquirir su propia identidad. Sus orígenes, el periodo cuando aparece plenamente identificado, se remite a la época del Beowulf, en el lejano siglo XI, y se considera que para el XV ya había adquirido plena conciencia de la necesidad de contar con una prosa más sofisticada, así como un vocabulario más amplio y una estructura que respondiera a las posibilidades de la imaginación.
Llegado el siglo XVI, el inglés no había gestado su propio Dante, y a lo más contaba con Chaucer y John Skelton, quienes a pesar de recibir los halagos de William Caxton —el primer impresor en Inglaterra y a la vez traductor y autor con méritos propios—, no habían logrado que el inglés alcanzara la excelencia del griego o el latín. Sin embargo, es en esta época cuando la conjunción de factores sociales, como la reforma religiosa, el avance del humanismo, la necesidad de mejorar la educación y difundir el conocimiento científico, en particular sus aspectos útiles para el comercio y la navegación, propiciaron una revolución en el lenguaje que puso a Inglaterra a la vanguardia de la literatura europea.
En 1499, en el prólogo a The Contemplation of Sinners, el obispo de Durham comentaba haber escrito la obra intercalando textos en latín y en inglés, lo primero “To gyve consolacyon in that byhalf to lettred men whiche understande latyn” (Para dar consuelo por su parte a los hombres de letras que entienden latín), y los segundos dirigidos a quienes no entendían el latín, a pesar de que —dice— “Our grosse natyue langage and specyally in dytement of meter can not agree in all poyntes with the perfeccyon of latyn” (Nuestro burdo lenguaje nativo, en especial carente de medida, no puede concordar en todos los puntos con la perfección del latín).
A principios del XVI, la prosa de Tomás Moro y los melodiosos sonetos de Wyatt y Surrey prometían una nueva primavera para la literatura inglesa. Sin embargo, una serie de obstáculos impidieron que esta explosión de creatividad desembocara de inmediato en un formato desligado de los modelos dominantes en el continente. En los tiempos previos a Spencer las deficiencias del inglés aún eran muchas, entre ellas destacaba su incapacidad para alcanzar la elocuencia del latín o por lo menos la del francés. John Skelton —poeta y experto en lenguas clásicas, muy apreciado en los círculos eruditos de Oxford y de Cambridge— escribió en 1545 The boke of Phyllyp Sparowe, donde confiesa en boca de uno de sus personajes que:
For as I to fore haue sayd...
Our natural tonge is rude
And hard to be ennuede
With pollysshed tearmes lustye
Oure language is so rustye
So cankered and so ful Of frowardes and so dul That if I wold apply To write ornately
I wot not where to finde Termes to serve my mynde.
(Pues como antes había dicho / Nuestro lenguaje natural es tosco / Y difícil es otorgarle lustre / Añadiéndole términos refinados / Nuestro lenguaje está tan enmohecido / Tan ulcerado y tan lleno / De insolencias y es tan burdo / Que si me propusiera / Escribir con elegancia / No sé dónde encontrar / Los términos que sirvieran a mi mente).
Skelton lamenta que su lengua vernácula carezca del número suficiente de expresiones que aporten lustre y elegancia, condiciones necesarias para alcanzar la elocuencia de otras lenguas. Ni siquiera en Gower, literato de gran fama en su tiempo, se podrían encontrar palabras cargadas de la elocuencia anhelada, pues su “englysh is olde / And of no value told” (inglés es antiguo / y se dice que con ningún valor), y lo mismo decía de Lydgate —discípulo de Chaucer— quien tampoco había encontrado la fórmula para traducir honorablemente The Troy Book, frente al cual sus recursos lingüísticos “stumbleth aye for faute of eloquence” (tropezaban por falta de elocuencia).
El mismo Caxton tenía en poca estima el resultado de sus esfuerzos para traducir al inglés las obras que, escritas originalmente en otras lenguas, consideraba debían ser leídas por sus compatriotas —en particular quienes no conocían el latín— para aumentar su cultura y conocimiento del mundo, de su constitución y su historia. El idioma original de muchas de sus traducciones era el francés, mismo que no alcanzó a dominar, y su aprendizaje del inglés estaba “viciado” por haber crecido en el área de Kentish —suburbio al norte de Londres— “where I doubte not is spoken as brode and rude Englissh as in any place in England” (donde sin duda se habla un inglés tan burdo e inculto como en cualquier lugar de Inglaterra). Esta actitud crítica hacia la calidad de su escritura se repite en varios de sus prólogos y epílogos, en los que se reprocha su pobre manejo del “art of rhetoric”, de “curious gay terms of rhetoric” (términos floridos y curiosos de la retórica), o de su carencia de “ornate eloquence” (ornada elo- cuencia). Este sentimiento no era exclusivo de Caxton, por el contrario, reflejaba una opinión muy extendida y que lo mismo surgía de quienes escribían poesía como de los que se proponían divulgar el conocimiento, aun el alquímico. Así, en el Ordinall of Alchimy de Thomas Norton, escrito alrededor de 1474 e incluido en la legendaria colección de textos alquímicos de Elias Ashmole conocida como Theatrum Chemicum Britannicum, su autor considera necesario esgrimir una justificación por su manejo de “plaine and common speache” (lenguaje plano y común), atribuyendo el hecho a que escribe para grupos de bajo nivel educativo. Prefiere escribir “in English blunt and rude” (en inglés tosco y burdo) que sea entendido por “Ten Thousand Layman” (diez mil legos) en lugar de los “ten able Clerkes” (diez capaces hombres de letras), que podrían leerlo en latín.
La pobreza del inglés era fácil de explicar en esos tiempos: la literatura considerada de calidad y cuya temática abarcaba —o se reducía a— cuestiones filosóficas, religiosas, científicas y todo aquello vinculado con las artes liberales, se escribía en latín, francés o italiano. El inglés, aún inmaduro como lengua, a los ojos de muchos eruditos, había sufrido y seguía siendo víctima de la intromisión de por lo menos cinco lenguas traídas por quienes en el pasado invadieron Inglaterra y sembraron el caos en los significados de las palabras que constituían “this rude and symple englissh” (este burdo y simple inglés). En oposición a lo que ahora se piensa, en el sentido de que por lo general la asimilación de elementos de otros idiomas enriquece el lenguaje que los recibe, cuando la “invasión” es tan violenta y se ostenta como imposición, el sentimiento que produce es de agresión y de inferioridad de la propia lengua. Al respecto escribía en 1530 un traductor del inglés al latín: There is also many wordes that haue dyuerse vnderstondynges / and some tyme they ar taken in one wyse / some tyme in an other [...] Dyuerse wordes also in dyuerse scryptures: ar set and vnderstonde some tyme other wyse the auctoures of gramer tell or speke of. (Existen también muchas palabras que poseen diversos significados / y en ocasiones adoptan uno de ellos / y en otras toman otro [...] También varias palabras, en diversas escrituras son tomadas y entendidas en sentidos diferentes a como lo dicen o señalan los autores de gramática).
Y tan variado es el inglés que —decía— pareciera que cada región tendría un dialecto: Oure language is also so dyuerse in yt selfe / that the commen maner of spekynge in Englisshe of some contre can skante be vnderstondid in some other contre of the same londe. (Nuestro lenguaje es tan variado por sí mismo / que la manera usual de hablar inglés en alguna región puede apenas ser entendida en alguna otra región de la misma provincia).
Baste como muestra de la “diversidad de lenguaje” el recabar tres maneras de escribir una palabra, la que se refiere a “espejo”, el speculum latino del que tanto se escribió en la Edad Media al buscar en este objeto, por medio de analogías y metáforas, los “reflejos” de la naturaleza, y también por el carácter simbólico que adquirió en la literatura popular dedicada a los sueños. La palabra que actualmente se escribe como mirror (espejo) aparecía en varios títulos, como en la traducción de A. Barclay de un texto de Mancinus, el Myrrour of good manners publicado alrededor de 1323; tenemos también en 1481 The Mirrour of the World de W. Caxton, en 1587 A Mirror for Mathemathiques: A Golden Gem for Geometricians de Robert Tanner, y el ya mencionado, The boke callyd the Myrroure of oure Lady publicado en 1530.
Parecía que varios de quienes escribían en inglés en el siglo XVI encontraban deleite en denigrar su medio de expresión. Así, en 1521, al traducir al inglés la vida de un santo, Henry Bradshaw se queja de que “he dyd his busy cure / Out of latine in Englisshe rude and vyle” (Llevó a cabo sus múltiples curaciones / no en latín sino en inglés tosco y vil), y contrasta la versión latina, “flourisshyng in the flouers of glorious eloquence” (floreciendo con las flores de la gloriosa elocuencia), con lo que podía calificar de “rudeness all derke” (rudeza toda oscura) a su traducción. Para mejorar esta situación no ve otra salida que utilizar lo que uno de sus admiradores calificó de “polished terms“ (términos pulidos), refiriéndose a los neologismos creados a partir de vocablos importados del griego y el latín. De paso rinde homenaje a quienes le precedieron en el afán de dotar con elocuencia al inglés, puliendo lo que tiene de “bárbaro”, que en el Riders Dictionarie de Francis Holyoke, editado en 1612, significaba “incompte, inconcinne, impolite, incondite, inquinate, georgice” (inepto, tosco, sin educación), y que en el Enterlude called the Triall of Treasure de 1567 aparecía como la antítesis de lo elocuente: “Though the style be barbarous, not fined with eloquence” (aunque el estilo sea bárbaro, sin las finezas de la elocuencia). Para muchos los modelos a seguir son “the ancient poets, flowering in eloquence” (los poetas de antaño, en quienes florecía la elocuencia), destacando Chaucer y “sententious Lydgate, pregnant Barclay, and inventive Skelton” (el sentencioso L., el fecundo B., y el in- ventivo S.). Pero aun éstos, en el sentir de muchos, carecían de la elocuencia que haría del inglés una lengua tan rica como las que vienen del romance: “the speche of En- glande is a base speche to other novel speches, as Italion, Castylion, and Frenche” (el habla de Inglaterra es un habla vulgar con respecto a otras lenguas, como el italiano, el castellano y el francés), nos dice Andrew Borde en 1548, y en el mismo tono se manifiesta Roger Ascham veintidós años más tarde: “next to the Greek and Latin tonge, I like and loue Italian above all others” (después del griego y del latín, me gusta y amo al italiano por sobre todos los demás).
Pero como suele suceder, y es un caso ejemplar la evolución de un idioma aunado a la percepción de éste entre sus usuarios y entre quienes les resulta una lengua extranjera, mientras la cuestión de su falta de refinamiento y elocuencia contaminaba a la nación, exhibiéndola como carente de la elegancia que otros países dispensaban en sus costumbres y lenguajes, surgieron otras voces que con plena conciencia del lustre que emana de una nación orgullosa de su lengua, emprendieron la reforma y el enriquecimiento del hasta entonces “thys, our barbarous- nesse Englyshe tounge” (ésta, nuestra bárbara lengua inglesa).
Se aceptaba que el Englysshe fuera todavía “indigest and barbarous” (indigesta y bárbara), como lo era en el pasado, pero mucho más que ahora, “before it was enriched and amplyfied by sundry bookes in manner of all artes translated owt of Latine and other toonges into Englysshe” (antes de ser enriquecido y ampliado mediante los diversos libros que del latín y otras lenguas fueron traducidos al inglés). Es decir, es la misma tarea de trasvasar textos al inglés lo que enriquece a esta lengua, asimilando vocablos cuyos significados no eran recogidos por palabras vernáculas, pues en ocasiones había que utilizar hasta tres palabras del inglés para recoger el significado de una en latín. Y a pesar de que para algunos resultaba imposible reproducir la elocuencia del latín y del griego, pues el inglés a su parecer es “plain, honest and substantial, but uneloquent” (llano, honesto y sustancial, pero falto de elocuencia), el conocimiento y la cultura debían estar al alcance de “mercaderes y de los hombres rudos y sin mucha educación”, quienes por no haber “attayned the knowledge of those languages, in whych notwythstandinge many thinges are worthy to be knowen, some must neades contente them selves to wade only in the trouble streams of Translators” (por no poseer el conocimiento de aquéllas lenguas, en las que sin embargo muchas cosas merecen ser conocidas, algunos deben de contentarse con vadear las corrientes turbulentas de los traductores).
No obstante, mediante un proceso de acumulación, esto correría en beneficio de la mother tonge, pues había quienes opinaban que una medida de la importancia de un idioma era el peso del conocimiento que encerraba en su vocabulario y su capacidad de expresión, y por ello no huían del trabajo de traducción. Al respecto Thomas Wilson reconoce la imposibilidad de traducir a Demóstenes haciendo justicia al griego en que plasmó su obra, pero sostiene que en vista de que los hombres expresan en inglés las ideas del pensador griego, “may I not or any other sette downe those reasons by penne, the wich are uttered dayly in our common speach, by men of vnderstanding” (puedo yo o cualquier otro verter [en el papel] dichas razones con una pluma, aquéllas que a diario son emitidas en nuestro lenguaje común por los hombres bien educados); es decir, si la lengua vernácula puede ser utilizada en el habla, ¿por qué no habría de ser permitida en libros impresos?, “and therefore in my simple reason there is no harm done I saye to anye body by this my English translation” (y por ende en mi cándida razón no se comete daño alguno en contra de nadie, digo yo, con la traducción al inglés).
Apuntando más alto, Tomás Moro apoyaba sin reservas que la Biblia fuera traducida una vez más al inglés, superando los esfuerzos anglosajones de tiempo atrás y los más recientes de Wyclif en el siglo XIV. Argumentando que a cualquier persona una lengua extranjera le parecería bárbara, y pensando que al igual que del griego se tradujo al latín la palabra de los evangelistas, lo mismo puede hacerse del latín al inglés, Moro sale al paso de quienes no conceden al inglés la riqueza necesaria para transmitir las fórmulas de la Biblia latina. Y qué mejor defensa que la propuesta por Tyndale en 1528, al responder a quienes consideraban que las Santas Escrituras “can not be translated into our tonge” (no pueden ser traducidas a nuestra lengua). Decir esto, para Tyndale, “it is so rude” (es tan agresivo). Y agrega que: It is not so rude as thei are false lyers. For the Greke tonge agreeth moare with the englysh then with the latyne. And the properties of the Hebrue tonge agreeth a thousande tymes moare with englysh then with latyne [...] a thousand partes better maye it be translated [el hebreo] in to the english / then into the latyn [...] and though shall finde in the englesh croncycle how that kynge Adelstone caused the holy scripture to be translated into the tongue that then was in Englonde / and how the prelates exhorted him therto (No es tan tosco como son ellos falsos embusteros. El griego concuerda más con el inglés que con el latín. Y las características del hebreo se acomodan mil veces más con el inglés que con el latín [...] mil tantos es mejor traducir el hebreo al inglés / que al latín [...] y encontrarás en la crónica inglesa cómo el rey Adelstone hizo que las Santas Escrituras se tradujeran a la lengua que entonces se hablaba en Inglaterra / y cómo los prelados lo exhortaron hacia tal fin).
Y mientras unos defendían, en beneficio de quienes sólo entendían y leían inglés, las traducciones de los textos religiosos, otros se preguntaban por qué Aristóteles y Platón —Greke philosophers— e Hipócrates y Galeno —Greke Phisitions—, quienes seguramente amaban su lengua materna, no escribieron en hebreo. O por qué Cicerón, nacido en el seno del mundo latino, no escribió su Rethorike o Philosophie en lengua griega, “surely as he testifiethe hym self, he had the perfect knowledge of the Greke toonge, yet he wrote nothing therin which we have extant at this day” (tan seguro como que él mismo lo testificó, poseía un conocimiento perfecto de la lengua griega, y sin embargo no escribió nada en dicho idioma que nos haya llegado a nuestros días).
La educación y el conflicto religioso
Pero no sólo se trataba de amor por la lengua del territorio que les vio nacer, también se consignaban las venta- jas de enseñar las disciplinas más sofisticadas en la forma que mejor se acomodara al entendimiento. Así, Georger Baker presumió en 1576 que todas las: “Arts and sciences may be published in that tongue which is best vnderstanded: as for example, Hippocrates, Galen [...] Aetius, were Grecians, and wrote all in the Greeke, to the perfect vnderstanding of their countrey men. Also [...] Celsus, being a Latinist, wrote in the Latine. Auicen and Albucrasis, Arabians wrote in the Arabicke tongue. The eternal fame of which worthy men shell never bee extinguished [and] ourr English is as meet and necessary for vs, as is the Greeke for the Grecians” (las artes y las ciencias podían ser publicadas en el lenguaje que sea mejor entendido: por ejemplo, Hipócrates, Galeno [...] Aetio, eran griegos, y todos escribieron en griego, y con ello alcanzaban un entendimiento perfecto por parte de sus coterráneos. También [...] Celso, siendo de origen latino, escribió en latín, Avicena y Albucasis, árabes ellos, escribieron en lengua arábiga. Y la fama eterna de esta distinguida estirpe nunca se extinguirá [y] nuestro inglés es tan apropiado y necesario para nosotros como el griego lo era para los griegos).
Por su parte, desde mediados del siglo XVI, la religión fue un elemento que cobró suma importancia en el debate entre quienes presionaban por usar al inglés en todo tipo de escritos y quienes deseaban mantener, por diversas razones, al inglés fuera de la arena de los textos filosóficos, los religiosos y también los científicos. Aunque esta división no fue tan estricta, no se aleja de los hechos decir que por lo general los protestantes se colocaron del lado de quienes apoyaban el uso del inglés y los católicos del de quienes levantaban barreras a esta práctica. En este sentido, Thomas Harding —católico de gran renombre— defendía la opinión de que algunos de los misterios que aparecen en la Biblia no deberían ser dados a conocer a todo el mundo, pues habría muchos que no entenderían. Según John Standish, traducir las Escrituras al inglés sería como arrojar perlas a los cerdos, pues los ignorantes, al no ser capaces de razonar los misterios, los tomarían al pie de la letra y trastocarían la doctrina cristiana. Más agresivo, Harding se dirige a los protestantes y les espeta: “yee prostitute the Scriptures [...] as baudes doo theire Harlottes, to the Vungodly, Vnlearned, Rascal people [...] Prentises, Light Personnes, and a rifferaffe of the people” (usted prostituye a las Escrituras [...] como los alcahuetes lo hacen con sus rameras para beneficio de los hombres sin Dios, de los iletrados, los pillos [...] los aprendices, los ingenuos, y de toda clase de personas). Y agrega que los carentes de erudición fueran apartados de la lectura de los textos sagrados, y que esto ocurrió gracias a “the special providence of God” (la especial Provi- dencia de Dios), ya que “pretious stoanes should not be throwen before swine” (ya que las piedras preciosas no deben ser arrojadas a los cerdos).
Esta manera de razonar se extendía a casi cualquier expresión literaria, y para muchos, en particular los católicos, la función de la literatura era expresar las verdades en forma un tanto velada, para que sólo las elites entendieran los mensajes y su contenido no se viera profanado por el torpe entendimiento de quienes carecían de educación. Así se evitaría, nos refiere John Dohnan —quien se opone a que Cicerón sea traducido al inglés— “the prophaning of the secretes of Philosophy, whiche are esteemed onely of the learned, and neglected of the multitude” (la profanación de los secretos de la Filosofía, que son apreciados sólo por las personas cultas y son despreciados por las multitudes).
En la oposición católica hacia la traducción de textos bíblicos al inglés resuena el eco de los argumentos ofrecidos por médicos y otros que vivían de su sapiencia, y que no respondían a otra cosa que a sus propios intereses gremiales. En tanto que la Iglesia o los profesores universitarios aparecieran como los únicos poseedores del significado de las palabras, doctas o divinas, el prestigio y la importancia de estos grupos estaban a salvo. A ello se sumaba el temor, en particular en los países católicos, de caer en herejías propiciadas por el mal uso o interpretación de la doctrina, y el recelo que producía la discusión libre y abierta de ideas que, mal controlada, podría subvertir el orden social establecido. Un excelente ejemplo de esta situación lo constituye el caso de la España de Felipe II. A mediados del siglo XVI, cuando aún era gobernada por Carlos V, era evidente que la flama de la herejía se extendía, en gran medida, gracias a los textos protestantes que llegaban a la península ibérica provenientes de Ginebra. Recién llegado al trono Felipe II, en 1559 se publicó el primer Índice español de libros prohibidos, lo que trajo como consecuencia la celebración de una serie de autos-de-fe que pretendían suprimir los focos de distribución de ciertos libros y la discusión de las ideas que contenían. El Concejo de Castilla y la Inquisición tuvieron a su cargo la supervisión y licencia de los libros que se publicaban o entraban a España. Quien fuera encontrado con libros en su poder que no tuvieran la “licencia” era juzgado, y las más de las veces ejecutado y sus bienes confiscados. El colmo fue que Felipe II ordenó el casi inmediato regreso de los españoles que estudiaban en el extranjero, excepto el de aquéllos que seguían estudios de teología en colegios ortodoxos como los de Bolonia, Roma, Nápoles y Coimbra. Igualmente, los viajes al extranjero estaban regulados y no se permitía visitar países donde la semilla protestante había germinado.
Con el tiempo esta política, si bien mantuvo la hegemonía absoluta del catolicismo en España, resultó desastrosa en lo que se refiere al avance de la ciencia. Al contrario de lo que sucedió en esa época en Italia, Alemania, Francia e Inglaterra, en España hubo un estancamiento en la enseñanza y el desarrollo del saber científico, tanto en las universidades como en los centros de trabajo donde las ciencias y las técnicas tenían un papel protagónico: astilleros, fábricas de telas, centros mineros, talleres de escultores, de pintores y de constructores de instrumentos científicos, etcétera. Esta situación también se reflejó en una fuerte caída en el número de estudiantes que ingresaron a las universidades, sin importar la orientación de sus estudios. En 1668 Lorenzo Magliotti relataba que toda la literatura que se lee en España se reduce a la teología esco- lástica y a una medicina pasada de moda que no va más allá de los trabajos de Galeno.
Para fortuna de los ingleses, los avatares políticos, el espíritu de empresa y los afanes de muchos de los mejores intelectos de Inglaterra crearon un ambiente que propició una serie de acciones que hicieron de su idioma, en primera instancia, el vehículo de transmisión de las ideas y conocimientos de vanguardia que circulaban en el continente europeo y, a la postre, el modo de expresión, creación y socialización de su cultura.
La transición del inglés de lengua hablada a lengua escrita no fue sencilla, como se puede apreciar en los múltiples pasajes en inglés que aparecen en este escrito. Hubo que vencer temores, algunos de carácter altruista y otros alzados en defensa de uno u otro gremio. Entre los primeros está el suponer que la existencia de textos médicos escritos en inglés permitiría que muchos hombres y mujeres ignorantes, al leerlos, creyeran estar capacitados para atender a los enfermos, con los peligros que esta práctica permitía preveer. A esto respondió William Turner en 1551 señalando que si Dioscórides escribió su gran libro de herbolaria en griego, y lo mismo hizo Galeno al momento de erigir el edificio más impresionante de la medicina griega, y estos textos eran leídos por griegos y romanos que conocían dicha lengua, aun así no se tenía noticia de que esta práctica “gyve occasion for every old wyfe to take in hand the practice of Phisick” (daba la oportunidad para que cualquier anciana tomara en sus manos la práctica de la medicina), se preguntaba si cualquiera de ellas “gyve any just occasyon of murther?” (había provocado un asesinato), y concluía que en su entender no veía impedimento alguno en poner a disposición de sus compatriotas ingleses un tratado de herbolaria escrito en inglés.
A raíz de la ruptura de Enrique VIII con Roma, ocurrida en 1534, y de la transferencia de la autoridad religiosa de la Iglesia Católica hacia la Biblia, la traducción de esta última al inglés se convirtió en un imperativo. John Shute, al traducir al inglés The first parte of the Christian Instruction en 1565, sostiene que la palabra divina es la única autoridad, y que por consiguiente debe ser plasmada en inglés dado que “The layman in the battles of life needs it more than the sequestered monk, and that the plowman’s opinion, when nearer to the Bible than the Pope’s, is to be prefered to the latter” (el seglar en las batallas de la vida lo necesita más que el monje en su encierro, y que la opinión del labrador, cuando más cercana esté de la Biblia de lo que está de la palabra del Papa, debe ser aún más preferida que esta última). Por fin, y gracias a una especie de democratización lingüística, la palabra del individuo común y corriente quedaba por encima de la autoridad papal. Y si esta barrera del lenguaje había sido salvada, por qué no hacer lo propio con los asuntos de la ciencia y de otras disciplinas más “vulgares”, y con ello alcanzar los logros de otras naciones que acostumbraban “for the advancement of their country and people to bring them unto the understanding and knowledge of all, and all maner of Artes and science: in so much there is not anye Authour that hath written in anye tongue, or of any Art or Science which they haue not translated into their owne proper and vulgar tongue, for the common commoditie of their countrey” (para el mejoramiento de su pueblo y de su gente aproximarlos hacia la razón y el conocimiento de todo, de todas las Artes y las ciencias, y como no existe ningún Autor que haya escrito en cualquier lengua, o de cualquier Arte o Ciencia que no haya sido traducido a su propia lengua vernácula, para la comodidad común de todo su territorio).
Nacionalismo, literatura y ciencia
El discurso para defender y alentar la publicación de textos en inglés encontró un eco de tipo nacionalista: si otros países producían textos en sus lenguas vernáculas, ¿por qué no Inglaterra? Era un deber de los ingleses igualar la balanza con otros países, en particular con Francia e Italia. “For what kinde of science or knowledge euer was inuented by man, which is not now in the Italian or French? And what more prerogatiue haue they then we English men?” (¿Pues qué tipo de ciencia o conocimiento fue alguna vez inventado por el hombre que no exista ya en italiano o francés? ¿Y de qué privilegios gozan ellos por encima de los de nosotros, los ingleses?).
Por su parte, el comentario de Henry Billingsley, en el prefacio a su traducción de los Elementos de Euclides, tiene un tono que invita a enderezar el rumbo, pues achaca a la traducción a lenguas vernáculas la superioridad que en las ciencias mecánicas poseen otros países sobre Inglaterra. Fue así como al educar a los artesanos y a quienes desempeñaban un oficio que requería un cierto grado de especialización se impulsó el crecimiento de la literatura en inglés. Los espíritus nacionalistas se sumaron a esta empresa y, soslayando las características que hacían del inglés un idioma bárbaro y carente de elocuencia, contribuyeron a que su lengua creciera en refinamiento y alcanzara el lustre y energía de una lengua que se enriquece al proliferar su uso y responder a los retos que esta práctica genera: la asimilación de vocablos derivados del latín, griego, italiano, alemán, danés, español, y el recurrir a circunloquios, fueron todas ellas circunstancias que transformaron el inglés y le añadieron dosis de autoestima a quienes lo utilizaban en su escritura.
Respondiendo a muchas críticas, John Dee, autor del famoso prefacio a la traducción de Billingsley de los Elementos, considera que esta edición vernácula del más importante texto matemático concebido hasta su época, de ninguna manera afectaría el honor y prestigio de las universidades inglesas y de sus estudiantes: “For, the Honour, and Eftimation of the Vniuerfities, and Graduates, is, hereby, nothing diminished” (el honor y la estimación de las Universidades, y de los Graduados queda, en este caso, en nada disminuidos). De forma congruente con esta posición, y al contrario de lo que sucedía en España, los estudiantes ingleses eran invitados a viajar a otros países “to enrich our toong with knowledge heretofore / Not common to our vulgar speech” (para enriquecer nuestra lengua con el conocimiento que hasta este momento no es usual en nuestro hablar común).
Thomas Digges, cuya fama proviene del pequeño opúsculo en el que presenta la que sería la versión más leída en la Inglaterra isabelina del sistema copernicano, publicado como un añadido a la reedición del Prognosticatione de Leonard, su ilustre padre, se suma a quien con fervor patrio desea publicar “the demonstrations of these and many moe strange and rare Mathematicall Theoremes, hytherto hidden and not knowen to the worlde” (la demostración de éstos y de muchos más extraños y raros Teoremas Matemáticos, hasta ahora ocultos y no conocidos por el mundo). Y se compromete a “to imploy no small portion of this my shorte and transitorie time in storing our natiue tongue with Mathematical demonstrations, and same suche other rare experiments [...] as no forayne Realme hath hytherto been, I suppose, partaker of” (a emplear una porción no pequeña de este mi corto y transitorio tiempo en abastecer nuestra lengua vernácula con demostraciones matemáticas y otros experimentos igual de raros [...] como, supongo, ningún otro reino extranjero ha sido hasta hoy partícipe).
Digges fue discípulo de Dee y pasó algún tiempo en la casa de éste en Mortlake, donde varios de los más prestigiados miembros de la corte de la Reina Virgen asistían para gozar del aprendizaje de la astronomía, las matemáticas, la astrología y la alquimia. Ahí coincidieron algunos de los espíritus más progresistas del reino, entre ellos Sir Philip Sidney, a quien Giordano Bruno dedicó sus Degli heroici furori y Lo Spaccio de la bestia trionfante, Edmund Spencer, autor de The Faerie Queene en 1590 —donde Isabel I aparece como la figura imperial que restaurará el cristianismo en toda su pureza en el mundo— y que in- cluye múltiples referencias a la magia, tanto demoníaca como angelical.
Era éste un extraño concilio de personalidades: poetas, matemáticos, astrónomos, astrólogos, etcétera, cada uno a su vez fungiendo como eslabón de otras cadenas que ligaban ideas, proyectos y aventuras que contribuían al apuntalamiento de nuevos moldes culturales, como lo sería el fortalecimiento del inglés. Entre ellos, poco conocidos en nuestros días, pero en su momento hombres de gran influencia, estaban William Temple y Gabriel Harvey. Ambos fueron firmes defensores de las doctrinas de Pierre de la Ramée (Petrus Ramus), cuyo pensamiento básicamente se oponía al sistema aristotélico, sosteniendo el derecho a cuestionar las ideas del Filósofo y rechazar las que no encontraran sostén en la razón. Temple fue secretario particular de Philip Sidney hasta su muerte en 1585, y luego pasó a desempeñar el mismo papel con Earl de Essex. Harvey, señalado como “a great and continual patron of paradoxis and a main defender of straung opinions, and that communly against Aristotle too” (un real y sostenido patrón de actividades paradójicas, y un defensor importante de opiniones extrañas y que, por lo general, eran también contrarias a Aristóteles), contagiaba a quienes lo leían por su insaciable curiosidad por los temas científicos, y en particular los astronómicos. Conocía en persona a varios de los grandes pensadores de la época y sus textos incluían citas y comentarios relacionados con casi todo hombre de ciencia importante de su tiempo.
Dotado con una aguda percepción del futuro de la ciencia, su formación humanista le llevó a concebir a la poesía como una especie de conocimiento, como una actividad que debía transmitir “sapientia”. Nadie estaba más convencido que Harvey de que el propósito de un gran poema era resumir porciones de sabiduría tanto de la filosofía natural como de la moral. Por ello admiraba a Chaucer y a Lydgate, pues mientras otros los apreciaban por “their witt, pleasent vaine varietie of poetical discourse [...] I specially note their Astronomie, philosophie, & other parts of profound or cunning art” (su ingenio, y por una agradable y banal variedad en su discurso poético [...] personalmente distingo la Astronomía, la filosofía, y otras partes de un profundo y sutil discurso), y agregaba que “it is not sufficient for poets, to be superficiall humanist: but they must be exquisite artist & curious vniversal scholler” (no es suficiente para los poetas ser humanistas superficiales: deben ser artistas exquisitos y [hombres] curiosos con una erudición universal).
En consecuencia, reclamaba a Spencer su relativa ignorancia respecto a cuestiones astronómicas —aunque comparado con el ciudadano promedio del siglo XXI el conocimiento de los cielos por parte de Spencer es muy superior— y se sumaba a un número considerable de intelectuales ingleses que impulsaban el aprendizaje de las ciencias, y en particular las de corte matemático. Entre éstos estuvieron William Kempe, autor de The Education of children in learning en 1588, donde las matemáticas recibían un trato especial, y también de la traducción al inglés de la Arithmeticae de Pierre de la Ramée; William Bedwell, traductor de la Geometriae del mismo autor francés, obra a la que añade señalamientos propios, y Thomas Hood, quien además de publicar escritos matemáticos de su autoría también puso a disposición de sus coterráneos el mismo texto geométrico, pero bajo otro título.
Para cuando estos textos aparecen, el siglo de Enrique VIII e Isabel I tocaba a su fin. Inglaterra había transitado de su Edad Media a un Renacimiento que en lo político y lo económico había sobrepasado a sus rivales franceses e italianos, y en el arte de la guerra y el desarrollo cultural, en particular en la componente científica, había dejado a España a la saga, aprendiendo en el camino a responder, con G. Harvey, “why a God ́s name main not we, as else de Greeks, haue the kingdome of our owne lenguage?” (¿por qué en el nombre de Dios no podemos nosotros, al igual que los griegos, poseer el reino de nuestro propio lenguaje?). La fuerza del nuevo inglés provenía, en gran medida, de su disponibilidad a enriquecerse con el “yeerely increase” (aumento anual) de palabras vernáculas que superaba a lo que ocurría con otras lenguas, pues “daily both new guardes are inuented; and bookes still found, that make a new supplie of old” (a diario nuevas tutelas son inventadas; y además se encuentran libros que constituyen el repuesto de los viejos).
John Rastell, entre el ocaso del XV y el alba del XVI, auguraba que el inglés sería una lengua tan rica, preciosa y elocuente como lo eran las lenguas clásicas. Cien años después se decía de la lengua de los ingleses que había alcanzado galanura y fluidez, y que era “capable of any excelence such as the power to express thoughts sweetly and properly” (capaz de cualquier excelencia, tal como la capacidad de expresar pensamientos dulce y decorosamente), como lo desearía un poeta —Sidney en este caso—, pero también pesaba que la nueva filosofía, y su querella con el saber de los clásicos, le hacía volver la espalda al latín y apoyarse en la lengua vernácula que había crecido y ganado en autoridad, al tiempo que la usaba como forma de expresión e intercambio de información. Para John Wallis, puritano y científico, el inglés ofrecía como muestra de su superioridad la simpleza de su estructura gramatical. Esto no era una pieza más de propaganda lingüística, su opinión tomaba como sustento sus propias investigaciones acerca de la mecánica subyacente a la formación de los sonidos que constituyen el habla, y sus esfuerzos por reducir el número de reglas gramaticales que controlarían el lenguaje.
Sin embargo, todas estas disputas acerca de la capacidad, elocuencia y belleza de la lengua inglesa, y que con Wallis hay que situarlas en las primeras décadas del siglo XVII, ya eran en el imaginario inglés meros debates de intelectuales. En los hechos, el reconocimiento había llegado de la mano de Sidney, Spencer, Marlowe, Chapman, y del trabajo de traducción de la afamada “Biblia del rey Jacobo” —King James Bible— o Versión Autorizada de 1611. De ésta se dice que sus formas llenas de gracia, aunque manteniendo algunos elementos arcaicos que reflejaban la conservación de pasajes afortunados de traducciones previas, constituyó una aportación de gran envergadura y permanencia para la prosa inglesa. Su lenguaje, equilibrando lo antiguo con lo moderno, confirió dignidad y lucidez a las ceremonias seculares y religiosas, y por su arraigo entre la sociedad contribuyó a cimentar la autoridad del idioma inglés.
Y si esto no bastara, también estaba ahí el gran personaje de la cultura isabelina, el señor que del polvo hizo estrellas y de los sueños realidades, de quien Bloom hizo el inventor de lo humano en el mundo moderno, y que, según sus contemporáneos, hablaba como lo harían los dio- ses mismos: ¿Quién negaría que si las Musas se expresaran en inglés, “[They] would speak with Shakespeare’s fine filed phrase”? (hablarían con las finamente hiladas frases de Shakespeare?)
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NOTA
En vista de que este texto se propone mostrar los conflictos y transformaciones que llevaron al inglés a ser considerado un idioma “culto”, hemos dejado las citas en inglés, tal y como aparecen en la fuente original, para que el lector pueda apreciar el tenor de los argumentos. Se incluye la traducción de los mismos.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Rafael Martínez Enríquez
Laura Furlan Magaril
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo → Martínez Enríquez, J. Rafael y Furlan Magaril, Laura. (2004). Reforma y triunfo del inglés. Ciencia, educación y literatura en el renacimiento isabelino. Ciencias 75, julio-septiembre, 46-59. [En línea]
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