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¿Entre la espada y la pared? Conocimiento indígena y bioprospección en México
En este texto se sitúa el conocimiento indígena en el contexto de los intensos debates y actividades de bioprospección farmacéutica que han tenido lugar en México; se explora la complejidad del tema y los retos que presenta tanto el desarrollo de la normatividad respectiva, como el reconocimiento y la distribución de los beneficios.
Ana Ortiz Monasterio
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Durante mucho tiempo, el conocimien­to indígena fue considerado y presenta­do notablemente por sectores guberna­mentales y académicos como ineficaz e inferior al científico. Se argumentaba que puede obstaculizar el desarrollo de los pueblos y naciones. Sin em­bar­go, ahora es ampliamente utilizado, entre otras cosas, para el desarrollo de una gran variedad de medicamentos. Desde hace un par de décadas es objeto de reivindicación por parte de acti­vistas y académicos, su reconoci­miento ha tomado fuerza en distintas discipli­nas y múltiples organizaciones han in­tentado introducirlo en las políticas y los principios para influir en las prác­ticas socioeconómicas en el mundo.

Uno de tales esfuerzos es el Conve­nio sobre la Diversidad Biológica, sus­cri­to en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo de 1992 realizada en Río de Janeiro, Brasil. Como parte del artícu­lo 8(j), surgió el compromiso entre la comunidad internacional de velar por que se cuente con la aprobación y la participación de quienes posean los co­nocimientos tradicionales sobre usos de recursos biológicos —por ejemplo, en el desarrollo de tecnologías basadas en los mismos—, así como por la distribución equitativa de los beneficios derivados. Sin embargo, como re­salta Hayden, para las compañías que obtienen ganancias con base en la bio­diversidad y el conocimiento indígena, la obligación de compartir benefi­cios con los países y comunidades que les proporcionaron recursos e indicios valiosos es muy frágil. Por un lado, las disposiciones del Convenio tienen que desarrollarse en forma clara y precisa en la legislación nacional para estable­cer obligaciones efectivamente exigibles al sector privado; por otro, tanto el debate como la realidad en torno al uso de conocimiento indígena por par­te de la industria farmacéutica son sumamente complejos.

Un punto clave es que el conoci­mien­to indígena es de naturaleza co­lec­tiva —compartido por distintos gru­pos y co­munidades e incluso, etnias—, y que gran parte ya es accesible al pú­bli­co. Esto contrasta con el hecho de que la investigación y el desarrollo tecnoló­gico que realizan las empresas, usualmente conlleva el registro de múl­tiples patentes que les otorgan de­re­chos exclusivos sobre productos y pro­cesos. Otro aspecto importante es que las re­laciones entre las compañías —en mu­chos casos grandes multinacionales— y los individuos o las comunidades históricamente marginadas, evi­den­temente no son entre iguales en términos de poder, y difícilmente pue­den equilibrarse.
 
Así, no es raro que, en actividades señaladas como biopiratería, se extrai­gan conocimiento indígena y muestras biológicas como materia prima pa­ra el desarrollo de fármacos, bajo el supues­to de que se trata de información obvia y de libre acceso y de recursos natura­les que toman valor a partir del proce­so industrial. Por su parte, el especiali­zado lenguaje asociado a la genética, la biología molecular y las tecnologías mo­dernas que permea el debate sobre bioprospección, complica aún más el diálogo y el acceso a la información pa­ra quienes poseen los conocimientos sobre los que hay interés para desa­rrollar biotecnologías. Aunado a esto, los altos costos vinculados a la investi­ga­ción y el desarrollo de productos, la magnitud de las ganancias que pueden surgir y las dificultades para rastrear la conexión de los productos con determi­nados conocimientos indígenas, también hacen de la distribución equitati­va de beneficios un tema espinoso.
Un debate paralizado

En el origen del debate sobre conoci­miento indígena y bioprospección far­ma­céutica se encuentra la relación his­tórica entre el conocimiento indí­ge­na o tradicional y el científico u oc­ci­den­tal, división surgida con la Ilustración, como lo ex­plica César Carrillo, y re­for­zada durante la coloni­za­ción del mun­do por Europa. La ló­gica detrás del estatus superior otor­gado al conoci­miento generado por la clase do­mi­nan­te —que tiende a catalogar otros cono­ci­mientos como ignorancia o superchería—, subsiste hasta nuestros días, a pesar del volumen y la tras­cen­dencia de los insumos de usos tra­dicionales locales para el desarrollo cien­tífico. Es una historia en la que el conocimiento indígena se ha integrado veladamente en la ciencia.
 
En el caso de México, durante los últimos años de la década de 1990 se efectuaron los primeros acercamientos entre el gobierno y las compañías farmacéuticas interesadas en contar con el consentimiento previo informa­do para la colección de muestras de re­cursos genéticos destinados a activi­dades de bioprospección y, potencialmente, a usos biotecnológicos. Tomar plantas, hongos y diversos tipos de mi­croorganismos de su medio natural, y utilizar el conocimiento indígena sobre especies y técnicas de preparación útiles, no era nada nuevo en la investi­gación y desarrollo de medicamentos. La aportación novedosa del Convenio sobre la Diversidad Biológica, la cual desató la presentación de solicitudes, fue la idea de un régimen basado en la existencia de derechos soberanos so­bre dichos recursos, así como en el re­conocimiento y la valoración del cono­cimiento no científico.

Sin embargo, el diseño y la aplicación de tal régimen todavía están plagados de preguntas difíciles. ¿De quién es el conocimiento?, ¿cuánto vale?, ¿en qué términos específicos debe darse el acceso al mismo?, ¿acaso deben exis­tir derechos exclusivos vinculados a ese conocimiento?, si es así, ¿qué forma de­ben tomar y quién debe ser el titular de esos derechos?, ¿qué clase de be­neficios deben distribuirse, para quién y cómo? En general, ¿cómo pue­de haber genuino reconocimiento y retribución equitativa al conocimiento indígena en el desarrollo de productos biotecnológicos?

La complejidad intrínseca de estas preguntas se agrega a las polarizadas dis­cusiones entre quienes siguen la ló­gica planteada antes —ver con desdén al conocimiento indígena y a sus defen­sores como opositores del avance en las ciencias y aplicaciones médi­cas—, y aquéllos que lo romantizan —ca­li­fi­can­do, de entrada, cualquier interés en su uso como un intento de biopira­tería. El resultado es una peligrosa pa­rálisis política, administrativa y legal en nuestro país en torno al tema, lo cual no ha frenado las actividades de bioprospección, pero si los acercamien­tos al gobierno para solicitar autorizaciones para realizarla.
 
En 1997, el surgimiento de casos con­cretos de bioprospección y el po­ten­cial para muchos más, aunado al hecho de que las disposiciones jurí­dicas vigentes eran claramente insufi­cien­tes para atenderlos, generó la pre­sión necesaria para que el poder legislativo mexicano iniciara la discusión acerca de cómo desarrollar el Convenio sobre la Diversidad Biológica en la legislación nacional. Sin embargo, la in­fluyen­te aparición de las compañías biotecno­lógicas en la ya controvertida escena, producto de las acciones de instrumentación del Protocolo de Bio­seguridad, tornaron políticamente im­posible incluir el tema en la Ley Gene­ral de Vida Silvestre. Congelaron varias iniciativas para una ley de acceso y en las discusiones de la última, presenta­da en 2003, se habían desactivado com­pletamente los aspectos asociados al conocimiento. A petición de los repre­sentantes del Instituto Mexicano de Propiedad Intelectual, toda mención al conocimiento indígena en que el de­sarrollo de medicamentos y productos agrícolas se basa extensamente, así co­mo a la distribución de beneficios ob­tenidos, fue eliminada del texto. La Co­misión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas ni siquiera fue invitada a las reu­niones en esta fa­se y, en opinión de muchos participan­tes, resultaría mejor separar los temas —dejando ese aspecto no biológico pa­ra ser regulado a través de otro ordena­miento—, lo cual incrementaría la po­sibilidad de que la iniciativa fuera apro­bada y así, finalmente, contar con una legislación nacional sobre biopros­pección.
 
El hecho es que hoy, a casi catorce años de haberse suscrito el Convenio de Río, sus vagas disposiciones y el ar­tículo 87BIS de la Ley General del Equi­librio Ecológico y la Protección al Am­biente —agregado en 1996 y que tam­poco se refiere al conocimiento—, continúan constituyendo el régimen mexicano de acceso a los recursos bio­lógicos y al conocimiento indígena pa­ra su utilización en biotecnología. Lla­ma la atención que en Latinoamérica, Brasil, Costa Rica y —juntos mediante el Pacto Andino— Perú, Ecuador, Venezuela, Bolivia y Colombia, por años han tenido posiciones diversas pero definidas hacia la bioprospección en su legislación. En cambio, en México las preguntas difíciles relacionadas al tema de acceso, especialmente referentes al conocimiento indígena, han provocado la inacción pública. Las vi­siones de la sociedad civil pueden pa­re­cer extremas, pero actualmente, sin políticas y regulaciones claras, es un hecho que la diversidad cultural y bio­lógica mexicana, de lo único que puede ser objeto en la búsqueda de nuevos fármacos, es de biopiratería.

La bioprospección en la práctica

En el Instituto Nacional de Ecología de la entonces Secretaría de Medio Am­biente, Recursos Naturales y Pesca (Semarnap), al recibir las primeras so­licitudes de compañías farmacéuticas se empezaron a diseñar “acuerdos mar­co” para utilizarlos como base en todos los casos. Para tener acceso, la le­gislación mexicana y el Convenio de Río exigían a los interesados demostrar el consentimiento previo infor­ma­do de los dueños de la tierra donde se tomarían las muestras y de las co­mu­ni­dades que aportarían conocimien­tos para la bioprospección —esto in­clui­ría títulos de propiedad y actas de asam­blea, en el caso de ejidos y comu­nidades.

La distribución de beneficios se de­terminaría caso por caso, por medio de retribuciones por muestra tomada, de transferencia de equipo de labora­to­rio, del desarrollo de capacidades pa­ra los investigadores y los habitantes lo­cales, así como de compensaciones co­lectivas en donde las comunidades lo­cales que proporcionaran recursos y conocimientos pudieran estar interesadas. En el caso del desa­rro­llo de un producto comercial, los bo­rradores también contemplaban, uti­lizando los parámetros de referencia propuestos en la literatura, la asignación de regalías a la nación en su con­junto —lo cual tendría que prever­se en la legislación fiscal para hacerse efectivo—, y a las comunidades e instituciones académicas involucradas. Ciertamente, el punto crítico sería el proceso de negociación con todos los involucrados, pero se esperaba que la intervención del gobierno sirviera pa­ra balancear el peso de los actores. Sin embargo, los borradores nunca fueron utilizados y los procesos de negociación no llegaron muy lejos.

En un caso no publicitado, en el que la empresa solicitante no estaba asociada con ninguna institución de investigación mexicana, se buscaba al­canzar un acuerdo de acceso que cubriera vastas áreas del país y múltiples comunidades de diferentes et­nias. Cum­plir los requisitos de acceso en es­tas condiciones era extremadamente complicado y aunque, de acuerdo con sus propios principios de acción, la em­presa definitivamente pensaba utilizar el conocimiento indígena como un recurso esencial y se mostraba decidida a compartir equitativamente los beneficios, no hubo oportunidad de ver cuán lejos hubiera llegado en la práctica.

Otro caso, uno de los primeros que formó parte del debate en los medios de comunicación, involucró a la compañía farmacéutica Diversa y al Instituto de Biotecnología de la unam. Un consultor legal externo aconsejó a la semarnap no utilizar los borradores que se habían preparado y, en su lugar, emplear una propuesta que elabo­ró siguiendo el esquema utilizado en Costa Rica para el acuerdo de acceso INBio-Merck. El alcance del convenio se limitaba a tierras federales en áreas naturales protegidas y a la investigación aleatoria de muestras de suelo y agua. El acuerdo consideró compartir beneficios con la unam, el Instituto de Biotecnología recibiría pagos fijos por cada muestra tomada y procesada, así como la tecnología necesaria y la capacitación para utilizarla. Aunque los derechos de propiedad intelectual corresponderían a Diversa, la unam tam­bién recibiría beneficios en caso de que una muestra llevara al desarrollo de un producto nuevo. Este proyecto se suspendió oficialmente después de un escándalo en el cual fue caracterizado como biopiratería, pero el reclamo no estaba relacionado con el cono­cimiento indígena, sino con la ausencia del consentimiento adecuado por par­te del gobierno, porque sólo se trataba de un contrato entre Diversa y la unam, donde los investigadores que ya tenían permisos para realizar colecta científica llevarían a cabo la fase pros­pec­tiva del proyecto. No obstante, al dis­cutir temas de bioprospección y bio­piratería en distintos foros, este caso se ha mencionado en múltiples ocasio­nes y en versiones alteradas.

Un tercer caso forma parte de la ini­ciativa del gobierno de los Estados Unidos llamada Grupo Cooperativo Internacional de Biodiversidad (icbg, por sus siglas en inglés). Esta iniciati­va trabaja globalmente buscando rasgos medicinales o agrícolas innovado­res vinculados a los recursos biológicos, y dos de sus proyectos han operado en México.

Uno de ellos, el icbg-Maya, era un proyecto de 2.5 millones de dólares organizado por los Institutos Naciona­les de Salud (nih, por sus siglas en in­glés), conjuntamente con la Universi­dad de Georgia y la sede en los altos de Chiapas de El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur). Brent Berlin, un re­nombrado antropólogo, y su esposa Elois Ann, quienes han realizado inves­tigación etnobotánica en la región du­rante muchos años, eran dos de los ac­tores importantes del icbg-Maya como parte del equipo de la universidad es­tadounidense. Molecular Nature LTD, una firma de biotecnología basada en Gales, estaría encargada del procesamiento final de las muestras para la producción de fármacos, aunque la in­vestigación inicial tendría lugar en Ecosur. Con ese propósito, se equiparían los laboratorios de Ecosur y el pro­yecto también proporcionaría entrenamiento para el uso de la tecnología nueva. En caso de que se desarrollara un medicamento nuevo, algunas rega­lías volverían a una fundación que se­ría establecida para financiar proyectos de desarrollo para las comunidades mayas del área, considerando que el conocimiento era compartido por todas ellas.

Aunque desde un inicio se habló de beneficios colectivos asociados al proyecto para las comunidades involu­cradas, tales como pintar escuelas, aun cuando no se desarrollaran fárma­cos o antes de que esto sucediera, el es­que­ma de distribución de beneficios podría cuestionarse. Parecía partir del su­puesto de que las contribuciones de las personas no empleadas como colec­tores, y la cultura y el conocimiento detrás de las mismas, no eran realmen­te valiosas a menos que resultaran fi­nan­cieramente útiles. Se argumen­taba que el esquema limitado de distribución de beneficios era una forma de evi­tar generar la dependencia económica o los conflictos intra e intercomu­nitarios que podría ocasionar el flujo de efectivo hacia ciertos individuos o comunidades. Sin embargo, este razo­na­miento no fue tan evidente cuando no hubo receptividad de los representantes del proyecto ante el interés ex­presado por semarnap en que se apoyaran, desde el principio, proyectos de conservación comunitaria autosus­ten­tables —para aumentar las capacida­des de las comunidades en el ejerci­cio de sus derechos sobre los recursos biológicos, así como para permitir la con­servación de los ambientes naturales en los que el conocimiento indígena se originó y la posibilidad de man­tener la conexión con ellos. La falta de apertura podría atribuirse a la forma en que percibieron al representante gu­bernamental —por su nivel jerárqui­co, por ejemplo—, o a un afán por pre­servar el proyecto como lo habían di­se­ñado, pero las limitaciones en el flujo de beneficios en este sentido, claramen­te no estaban ligadas a las razones que mencionaban.

Para la última etapa, también se po­dría criticar la distribución de bene­fi­cios. La posibilidad de que las comunidades en la región tuvieran acceso preferente a los productos comerciales basados en su conocimiento y recursos no formaba parte del plantea­miento, incluso cuando la investigación bus­ca­ra compuestos activos para el tratamien­to de enfermedades respiratorias y gas­trointestinales, mismas que representan una de las principales causas de mortandad en la zona —a pesar de que la herbolaria se utiliza para combatir es­tas afecciones, por las condiciones cli­máticas, de saneamiento y nutrición, el combate efectivo de tales enfermedades puede requerir de medicamentos alopáticos. Las difíciles luchas en Brasil y Sudáfrica para el acceso de la población menos favorecida a las drogas antiretrovirales han dejado claro que ni en asuntos de vida o muerte se puede esperar —ni necesariamente lograr— que las empresas sacrifiquen utilidades voluntariamente.

El ocaso del icbg-Maya llegó en 2000, cuando el Consejo de Médicos y Parteras Indígenas de Chiapas y la omiech, una de las once organizaciones que lo integran, provocaron un de­bate público. El movimiento fue apo­yado por la Fundación Internacional de Avance Rural y una organización no gubernamental con base en Canadá llamada ahora Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración, y fue difundido principalmente por el diario La Jornada. La omiech también de­nunció formalmente al proyecto an­te la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente. El argumento era, por supuesto, biopiratería pero esta vez centrado en el conocimiento indíge­na y había, como hace notar Hughes, una articulación muy clara respecto a los derechos exclusivos sobre los recur­sos colectivos.

En este caso, la distribución de be­ne­ficios se mostraba intrincada in­cluso con respecto al desarrollo de ca­pa­ci­da­des, al insertarle nociones indi­vi­duales, comunitarias y culturales. La ins­truc­ción a especialistas indígenas sobre nor­mas éticas y bioprospección por par­te de Berlin habría concluido, en opi­nión de la omiech, en inminentes cho­ques intercomunitarios y en an­tago­nismos y división entre las per­sonas.

Un comunicado escrito y distribui­do en Chiapas por el Consejo de Médi­cos y Parteras Indígenas, señalaba que el proyecto violaba el código de ética de la Sociedad Internacional de Etnobiología, el cual indica que el consenti­miento previo informado presupone que a todas las comunidades potencialmente afectadas debe proveérseles información completa respecto al propósito y naturaleza de las actividades de investigación y los resultados probables, incluyendo todos los bene­fi­cios y riesgos de daño razonablemen­te previsibles para las comunidades afectadas. Aunque los del icbg-Maya habían expresado interés en organizar una reunión con representantes de to­das las comunidades en las que se pre­tendía colectar, la negativa final del go­bierno de firmar un convenio de ac­ceso estuvo fundamentada precisamente en el hecho de que las solicitu­des presentadas nunca cumplieron con los requisitos para garantizar el con­sen­timiento colectivo. Posiblemente porque cumplir con la ley en relación con esto era, una vez más, demasiado com­plicado en virtud de los am­plios objetivos de colecta, o tal vez el ambiente ya estaba demasiado enrarecido para continuar, pero en 2001 el proyecto icbg-Maya fue cancelado por sus promotores.

Hay otros casos en los que ni si­quie­ra hubo acercamiento al gobierno fede­ral para solicitar consentimiento infor­mado previo en los términos del Convenio de Río, dos de ellos extensa­mente documentados. El primero in­volucra a cuatro comunidades indígenas oaxaqueñas de la Sierra Juárez, agrupadas en una asociación llamada uzachi. De acuerdo con la investigación de Hughes, el contacto con la far­macéutica Sandoz —ahora Novartis— fue considerado por uzachi como una experiencia positiva de la cual las comunidades obtuvieron beneficios suficientes y diversos —negociados por ellos directamente con el apoyo de una organización no gubernamental lo­cal. Sin embargo, en algún momento, este caso también fue mencionado en discusiones sobre biopiratería. La razón básica es que los recursos bioló­gicos y el conocimiento indígena a los que se tuvo acceso por medio del convenio celebrado con Sandoz son co­mún­mente percibidos, al menos por los ac­tivistas ambientales y los movimientos sociales indígenas, como re­cur­sos y conocimiento que no son pro­pie­dad exclusiva de algunas comunidades, sino que forman parte de un interés colectivo más amplio. Por lo que respecta al consentimiento previo informa­do por parte del gobierno mexi­cano, el acceso en este caso, efectivamente no cumplió con el Convenio sobre la Diversidad Biológica ni con la Ley Ge­neral del Equilibrio Ecológico.

Por ultimo, en el icbg-Zonas Áridas —un proyecto para Latinoamérica estudiado en México por Hayden—, la estrategia fue muy diferente, y probablemente esa es una de las razones por las que pudo mantener el bajo per­fil y garantizar la sobrevivencia de sus ac­tividades en nuestro país. La decisión fue tomar muestras de puestos de remedios naturales en los mercados y, aun cuando se podría argumentar que violaban la ley al no cumplir con los requerimientos de consentimiento previo informado, en términos prácti­cos esto hizo posible la recolección de numerosas muestras en el contexto del acalorado debate público prevaleciente. Además, es probable que fuera mucho más barato y definitivamente más fácil en relación con los aspectos sociales, políticos y administrativos. Aunque el uso de conocimiento indígena es innegable, la distribución equi­tativa de beneficios bajo estas condiciones parece aún más improbable y presenta otra clase de riesgos. Como apunta Hayden, la forma en que los in­vestigadores de la unam colectan en los mercados con base en información accesible al público, rompe con la noción de autoría que anima la idea de com­pensar a la gente por su conocimiento, así como con la idea de comu­ni­dades que puedan reclamar como suyo algo llamado conocimiento local tradicional o indígena. Incluso afirma que las cláusulas de confidencialidad interna del convenio mantienen la in­formación etnobotánica fuera de las ma­nos de las compañías participantes, de manera que también están rotas las redes a través de las cuales teóricamente fluirían el conocimiento etnobotánico y los intereses locales que representa.

Retos y perspectivas

Actualmente, los propósitos de las em­presas de bioprospección generalmen­te se asocian con objetivos de conserva­ción y de distribución de beneficios, al menos en el discurso. Sin embargo, muchos proyectos tienen base en los Estados Unidos o fuertes conexiones con ese país, el cual se ha negado a ra­tificar el Convenio sobre la Diversidad Biológica, pero participa e influye en las discusiones internacionales para defender los intereses de sus empresas. Esto, indudablemente ha pesado en el gobierno mexicano y en la opinión pública durante los procesos de negociación, así como en los ataques por parte de las organizaciones no gu­ber­namentales y los medios de comu­nicación.

También tienen un significativo efec­to las concepciones generalizadas sobre las empresas farmacéuticas co­mo cor­poraciones multinacionales gi­gantescas, completamente carentes de responsabilidad social y de transparencia y rendición de cuentas ante la sociedad, en una búsqueda despiadada de ganancias. La parte que juegan en el debate de bioprospección las di­fi­culta­des de comunicación que prevalecen entre los responsables de for­mular las políticas, los científicos, la so­ciedad ci­vil organizada y el sector privado, tam­poco pueden subestimar­se. Algo más que se debe afrontar es la enorme com­plejidad para definir las fuentes de co­nocimiento indígena y el va­lor de és­te en relación con la distribución de bene­ficios.

Una pregunta central es si los pue­blos indígenas están verdaderamente y suficientemente representados o si existe un diálogo razonable con ellos respeto a los proyectos concretos y a las políticas generales. Postergar esto no puede sino hacer aún más difícil llegar a acuerdos que hagan posible actividades de bioprospección —y no de biopiratería— que utilicen su cono­cimiento.

Además de conducir a la cancelación de proyectos o a que sus promotores tomen caminos subrepticios o cau­telosos para evitar el conflicto, to­do esto parece haber paralizado a las auto­ridades responsables de proporcionar el consentimiento informado previo por parte de México y al poder legislativo, así como al debate público en el que las posiciones se han radica­lizado entre los que ante todo defienden la bioprospección y los que sólo pueden verla como biopiratería, entre los que desprecian el conocimiento in­dígena no-validado y los que sueñan con inmensas fortunas a partir del con­sentimiento para el acceso a éste.

Como icbg reconoce en su informe del programa, hay dificultades cien­tí­ficas, logísticas, económicas, sociales y políticas en “el descubrimiento” de fár­macos. Sin embargo, a pesar de que se incrementan cuando está involucra­do el conocimiento indígena, el interés en él se mantiene, lo cual no debe sorprender. Se reconoce extensamente que además del importante papel de la herbolaria en el mundo, las sus­tan­cias derivadas de plantas y otros pro­ductos naturales todavía son la base de la mayor parte de la farmacopea de la medicina alopática. Las aplicaciones y las fuentes naturales aún están lejos de haberse explorado completamente, tarea titánica incluso contando con los indicios que brinda el conocimiento indígena.

Así, el fin de los esfuerzos de bio­pros­pección no es en absoluto previsi­ble. ¿Existe una manera de avanzar en el debate?, ¿puede beneficiar realmen­te la búsqueda de productos farmacéu­ti­cos nuevos y otros productos biotecno­lógicos a las comunidades in­dí­genas? ¿Puede, en este contexto, re­conocerse y validarse plenamente su conocimien­to? Observemos más de cerca los dos casos en los que las organizaciones in­dígenas estuvieron visiblemente ligadas a la evolución de los proyectos.

Conforme al estudio de Hughes, ba­jo la lógica de concebir la bioprospección como una oportunidad para las co­munidades locales de obtener bene­ficios a partir de su biodiversidad, tal como lo propone el Convenio de Río, pero también desafiando la función que ese acuerdo le confiere al estado, uzachi optó por tomar un papel ac­tivo, en lugar de convertirse en una víc­tima más de la biopiratería. Buscó la asocia­ción con Sandoz, construyó ciertos me­­canismos de transparencia y de rendición de cuentas, emprendió la ne­gociación y desarrolló sus propias capacidades técnicas —en términos de reunir, analizar y procesar muestras biológicas reveladoras— para fun­gir como algo más que un simple pro­vee­dor de materia prima en el proyecto. Entrando en la arena de la bioprospec­ción como parte en un contrato bilateral con una empresa farmacéutica, uzachi participó en la conversión del conocimiento indígena en un bien ven­dible, y aceptó su patentabilidad a pe­sar de su significado cultural y de su na­turaleza colectiva más ­amplia.

Por el contrario, la omiech y el Con­sejo de Médicos y Parteras Indígenas de Chiapas decidieron movilizarse pa­ra detener las actividades extractivas de muestras y de conocimiento indíge­na que realizaba icbg-Maya, proyec­to de bioprospección traído a las comu­nidades de la región como una pro­mesa de desarrollo futuro. Aunque se insinua­ra, en defensa del trabajo de ese proyecto, que había intereses eco­nómicos detrás de la resistencia de la omiech, la información disponible mues­tra que la organización se opuso a que icbg y Molecular Nature tuvieran derechos exclusivos sobre el material biológico y los recursos culturales de las comunidades mayas en los términos planteados, y no se encontró ningún intento por su parte de pa­tentarlos. Por supuesto, el éxito de su movilización no evita que existan activi­dades de biopiratería en otros luga­res, incluso en la misma región; mien­tras el debate siga paralizado y las preguntas surgidas en torno al régimen de ac­ceso propuesto por el Convenio sobre la Diversidad Biológica sigan sin responderse.

Vale la pena resaltar que los proyectos en los que de hecho fue posible el acceso, son aquellos en los que no se ha buscado cumplir cabalmente con las pocas disposiciones vigentes. Por otra parte, muchas actividades de bioprospección que ocurren en México no son temas de discusión pública. La cultura del consentimiento previo informado está muy lejos de generalizarse, las muestras siempre pueden tomarse como parte de la colecta cien­tífica —no necesariamente con fines de utilización en biotecnología— o de otros aprovechamientos autorizados, también pueden llevarse “en las suelas de las botas” —algo que es menciona­do comúnmente al discutir la buena fe de proyectos en los que hay dis­po­si­ción de acercarse al gobierno y a las comunidades indígenas para pedir con­sentimiento previo informado, como en el caso del icbg-Maya.

Lo que es claro es que el estancamiento del debate no beneficia a los pueblos indígenas, ni al gobierno, ni a los académicos, ni a las empresas interesadas en realizar bioprospección de acuerdo con los principios plantea­dos por el Convenio de Río y la Ley Ge­ne­ral del Equilibrio Ecológico. En rea­li­dad, los únicos que podrían bene­fi­ciar­se de esta situación son aquéllos que no tienen reparo en conseguir lo que buscan a través de la biopiratería. Dos razones, ya expuestas, permiten afirmar esto: la primera es que rastrear el origen de las muestras y el co­nocimiento que son la fuente material de productos, y de la investigación detrás de ellos, es virtualmente imposible bajo el régimen vigente; la segunda, es que una gran cantidad de co­nocimiento indígena medicinal ya es público y no está protegido por derechos de propiedad intelectual re­gistra­dos a favor de las etnias que lo de­sa­rrollaron y lo conservan vivo. Ade­más, algunas comunidades que no estu­vieron expuestas al debate de la biopirate­ría o que decidan no participar en él, podrían permitir el acceso a conocimiento que todavía no es público —como al parecer sucedió con uzachi. Pero quizás más accesible aún —como sugiere el caso del icbg-Zonas Áridas—, el conocimiento indígena está al alcance para hacer bioprospección sencillamente en los mer­cados.

La única manera de lograr que la continuación del debate sea fructífera, sería dejando atrás las descalificaciones, las etiquetas de actores buenos y malos, o de ignorantes e ilustrados. Sería indispensable reconocer, durante las discusiones sobre el tema, que existen visiones e intereses muy distintos entre los diferentes actores, así como posiciones de mayor y de menor poder en las negociaciones, también que las protestas y exigencias de algunos participantes tienen más legiti­midad que las de otros y, por tanto, me­recen mayor atención —porque pue­den resultar más afectados, su in­te­rés es más directo o porque tienen de­re­chos aunque la legislación no los pro­teja adecuadamente. Un debate fruc­tífero sólo puede surgir en un marco de respeto entre los diversos actores y buscando puntos de contacto, intere­ses que sean comunes. Finalmente, un re­to más para avanzar en este importante debate estriba en mantener todo lo anterior en perspectiva en los argu­mentos que se esgriman en los medios de comunicación y en las campañas de las organizaciones no gubernamentales, precisamente porque la mesura no vende tanto —atrae menos atención y menos recursos— y por la influencia que tienen los líderes de opinión y las organizaciones que expresan su preo­cupación por la biopiratería y los pueblos indígenas.
Ana Ortiz Monasterio Quintana
Redes para la Diversidad, la Equidad
y la Sustentabilidad (redes) a.c.
Referencias bibliográficas
Carrillo, C. 2006. Pluriverso. Un Ensayo sobre el co­no­cimiento indígena contemporáneo. Col. La pluralidad cultural en México, núm. 11, unam, México.
Hayden, C. 2003. When Nature Goes Public: The Mak­ing and Unmaking of Bioprospecting in Mexico. Princeton University Press, Nueva Jersey.
Hughes, A. 2002. “Who Speaks for Whom? A Look at Civil Society Accountability in Bioprospecting Debates in Mexico”, en ids Bulletin, vol. 33, núm. 2, pp. 101-108.
Ana Ortiz Monasterio Quintana es licenciada en derecho por la Universidad Iberoamericana y obtuvo la Maestría en Estudios sobre Desarrollo en el Institute of Development Studies, Universidad de Sussex, Reino Unido. Tiene casi 10 años participando en el diseño e instrumentación del marco jurídico para la conservación y aprovechamiento sustentable de la biodiversidad mexicana.
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como citar este artículo

Ortiz Monasterio Quintana, Ana. (2006). ¿Entre la espada y la pared? Conocimiento indígena y bioprospección en México. Ciencias 83, julio-septiembre, 42-52. [En línea]
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