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La ciencia en escena
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Daniel Raichvarg
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Se puede decir que en el teatro existen dos grandes concepciones acerca de la comunidad científica, dos vertientes que orientan las preferencias dramatúrgicas de los autores. La primera se expresa en una voluntad de entender la ciencia como la luz que guía los pasos de la humanidad —esta concepción es el himno a la ciencia.1 Cantando una y otra vez su fe en la Razón, su admiración ante los descubrimientos de la ciencia o su respeto por el sabio, los autores exponían tanto un credo como una esperanza: ver a la ciencia y a los científicos transformar el mundo para bien. Si la ciencia tiene relaciones con el mundo es desde “un plano superior” y el mundo está allí para limitar a la ciencia, para ponerle obstáculos que sus ramas deberán ayudar a quitar. Desde esta perspectiva el sabio es un héroe-heraldo, participa en un (melo)drama con traidores a la ciencia, donde los malos hacen frente a los buenos. Esta concepción es una verdadera apología: es el teatro himno a la ciencia.
En la segunda concepción, radicalmente diferente, que llamaremos el teatro crítico de la ciencia, la comunidad científica es remplazada por la comunidad en su conjunto, y no goza de ninguna prerrogativa: la ciencia es considerada un producto social y, como otros productos, está sometida a cuestionamientos; los científicos pueden ser enjuiciados por ser científicos, y sus ideas pueden ser discutidas por ser peligrosas para otros sectores de la actividad humana. Como precedente, los dramaturgos desarrollan la idea de que las implicaciones teóricas y prácticas (tecnológicas) de la ciencia a menudo tienen consecuencias importantes para la sociedad que las ve nacer, pero no siempre positivas: transforman la vida más allá de su simple materialidad y merecen un debate que se efectuará en las obras de teatro. Además, paralelamente con esta imagen de ciencia-ciudadana, el científico está recordándose a sí mismo su deber de ciudadano: ya no es el héroe-heraldo melodramático, también puede ser malvado. Tal concepción corresponde a una muy fuerte voluntad de poner a la ciencia en tela de juicio, que acentúa el contraste con la primera imagen más “cientificista”. Por su dimensión crítica, esta concepción participa de una gestión moderna: ciencia–tecnología–sociedad, que no solamente trata de explicar las relaciones entre estos tres campos, sino que pretende desarrollar una reflexión crítica acerca de ellos.
Si tenemos que hablar de una ruptura entre ambas concepciones, ésta se situará en dos aspectos: en el plano social de la recepción de la obra, estará definida por la intensidad de los debates; en el dramatúrgico, por el otorgamiento al científico de algunos atributos del malvado. Ciertamente, la evolución social y política del mundo, como la cultural, en gran parte es responsable de una ruptura temporal en la historia del teatro de las ciencias: hasta alrededor de 1890, el himno a la ciencia es la concepción poética que domina, mientras que con el cambio de siglo la concepción crítica —más realista— conduce las plumas de los autores.
Las ciencias tienen cada vez más impacto en la vida de los ciudadanos; además ocurrirá pronto la Gran Guerra...
Los dos periodos son de innegable dureza y productividad. Sin embargo, durante la guerra, los atributos de ambas posturas no están bien delimitados tanto en la historia del teatro como en la de las concepciones sobre la ciencia, al igual que en otros campos, “la cronología no es más que una necesidad práctica... y los hitos no tienen más que un valor operativo y relativo. Nada nace ni muere absolutamente”.2
Así, aun cuando las obras Galvani (Andraud, 1854) y Galilée (Ponsard, 1867) ya son ricas en figuras críticas y darán pie a grandes debates, la obra Pasteur (Guitry, 1919) todavía será un gran himno. En tanto que en todas estas obras teatrales se hablará de ideas científicas, de lugares de trabajo del científico (cubículo, laboratorio), de relaciones entre la ciencia y la sociedad de una época, del científico con los reyes, los emperadores, los presidentes de las repúblicas; del científico consigo mismo —que mucho más allá de los siglos, siempre está encerrado en su torre de marfil—, no se hablará en ellas de las esperanzas o las angustias frente a las consecuencias de un descubrimiento, ni del amor, el humor y la muerte. Todas las obras de teatro de las ciencias de ese entonces se alimentan de estas dos concepciones, más o menos explícitamente.
Algunas figuras hímnicas aparecerán en escena en el teatro crítico de las ciencias, donde, a veces, la actuación será difícil de interpretar, como el personaje de la hija de Galileo, recurrente en las obras consagradas a matemáticos-astrónomos. Los doctores modernos, comedia-exhibición en vodevil de Barré y Radet —representada por los comediantes italianos habituales del rey, el 16 de noviembre de 1784, cuando Mesmer y su baqueta conductora de electricidad dominaba los salones— llevaba una crítica picaresca de las teorías que llegaban un poco rápido, y sin confirmar, al ámbito de la medicina. ¿Dónde termina el científico orgulloso de su ciencia?, ¿dónde comienza el científico ciudadano del mundo?, ¿dónde acaba la relación dual entre espectador y la obra de teatro y dónde comienza la relación colectiva entre el espectador-ciudadano y la ciencia? Hay fragmentos de escenas de cada una de las dos vertientes que pueden deslizarse suavemente de una a otra. Cuestión de interpretación y a veces de momento.
El caso Galileo
Para poner al día un fenómeno nada mejor que una comparación, método experimental obligado.
Con tres obras de teatro acerca de Galileo, en un lapso de 85 años, el historiador del teatro crítico de las ciencias, y el espectador, tienen varias opciones: Pierre-Joseph Proudhon, 1843; François Ponsard, 1867; Bertolt Brecht, 1938. ¿Las aventuras de Galileo podrían no inspirar a los dramaturgos? ¡Un argumento en cuatro actos de un filósofo socialista, comentado por él mismo;3 tres actos en alejandrino de un autor romántico; y 14 actos épicos de un militante marxista!
Entre 1843 y 1938 el mundo conoció algunos trastornos: dos guerras (una tercera, si se toma en cuenta la segunda versión de La vida de Galileo, escrita por Brecht después de Hiroshima), tres revoluciones políticas (1848, la Comuna de París y la Revolución Rusa), la llegada al poder de ideologías dañinas para la ciencia burguesa (el comunismo y el fascismo), sin contar con las revoluciones científicas (el microbio, el átomo y su comitiva, los rayos X, la radiactividad artificial). De aquí surge la pregunta: ¿qué consecuencias tuvieron esos años y trastornos en la percepción y la puesta en escena de la vida de Galileo?
En nuestra búsqueda nos ayudará un personaje que cruza como Ofelia, el fondo de la escena montada en torno al célebre Pisan con el poeta, y que pasa asimismo al fondo de aquella escena con el filósofo y el militante: la hija de Galileo. Tan diáfana esta hija que se le presta poca atención; nuestra mirada pasa a través de ella. Nadie o casi nadie se interesa en la Signora Galilée de la obra de Proudhon, Virginia Galilée, en la obra de Brecht, como se habían interesado en el personaje de Ponsard: Antonia Galilée. Aunque, en realidad, ¿sabemos si Galileo procreó?
Por lo general, la vida familiar de los científicos no es un campo investigado por los historiadores de las ciencias... Esta oscura faceta del personaje histórico-teatral merece clarificarse, pues su tratamiento dramatúrgico pone en evidencia los problemas de fondo planteados por la vida de Galileo: el de las relaciones de los autores (y, por lo tanto, de los espectadores) con la ciencia y quienes la encarnan, los científicos. Más allá de la simple oposición ciencia–religión que, como puede esperarse, funciona como un binomio que dirige cada una de las dos nuevas obras, el análisis del papel desempeñado por la hija de Galileo revela una ambivalencia en la opinión de los autores acerca de estas relaciones y con la misma ciencia. Pero, ¡sorpresa!, el más “cientificista”, el menos “contestatario” de los tres no es quien pensamos... En los dos últimos casos, Virginia también tiene un pretendiente. ¿Por qué recurrir al mismo “imperativo dramatúrgico”? ¿Qué papel piensan dar los autores a la hija de Galileo y a su pretendiente?
Al igual que en el Galilée de Ponsard, la primera escena propuesta en el texto de Proudhon da el tono, pero muy diferente: la ciencia se opone a la religión. La escena se inicia en la casa de Galileo, cuando “el filósofo logra la demostración del doble movimiento de la Tierra”. Están presentes amigos y discípulos como Torricelli, la hija de Galileo, “joven persona destacada por sus talentos y el saber remarcable adquirido en el medio en que se desenvuelve su padre,” “un joven señor, novio o enamorado de la hija de Galileo e íntimo de Torricelli”. El anarquista se permite agregar a la lista “dos espías o soplones del Santo Oficio, nobles ruines que vivían de las intrigas y las delaciones”. Los opositores son hipócritas, como en el caso de otros personajes que ya hemos encontrado. El retrato de la hija de Galileo (“busquen un nombre”, escribe Proudhon) es elogioso y corresponde un poco a la realidad en su componente intelectual, salvo que Virginia ¡no podía tener amante! En cuanto a su pretendiente, es un discípulo de Galileo y nosotros no aprendemos nada sobre su familia. ¿Va a haber ruptura con el himno? Sí.
El segundo acto comienza con un reencuentro de “la señora y su amante”: declaración de la señora de que está “decidida, si alguna desgracia le ocurre a su padre, a retirar la palabra que dio a su novio y seguir la fortuna de su padre”. El amante responde que la unión de ambos acrecentaría el consuelo del filósofo, pero ella replica que es imposible, pues en ese momento se debe por completo a su padre. “No pongamos —dice ella— al deber y al amor del mismo lado”. En consecuencia, “el drama termina con el desvío de la joven mujer, que renuncia al matrimonio y se consagra a la vejez entristecida por su padre”. Proudhon pone el “deber” hacia el padre —y por medio de él, a la ciencia— por encima del amor, y reanuda el himno a la razón. Por otro lado, muestra a una hija que psicológicamente está bastante cercana a la realidad, tal como era conocida en esa época, a excepción del episodio del convento que, podemos suponer, no era entonces conocido. Si agregamos el hecho de que su amante es también un discípulo de su padre, el desvío final viene a cantar un poco más fuerte el himno a los sabios. Pero, en realidad, todas estas decisiones dramatúrgicas de Proudhon no tienen como objetivo dirigirse al himno. Al contrario, sólo tienen sentido a la luz de la interpretación que pretende dar al final de la obra: Si Galileo es lógico y si tiene el valor de seguir su lógica, entonces debe ir hasta el final (el castigo). “Pero Galileo no puede ser lógico; no es descreído; su misticismo se lo impide y permanece religioso. Él no sueña con negar la autoridad de la Iglesia, por lo tanto, cae en la inconsecuencia. Hace falta que tanto los errores de la Iglesia y la inconsecuencia de Galileo sean puestos aquí en relieve, con ese agravante para aquél a cuya inconsecuencia se suma la presunción —él no sabe nada acerca de los asuntos de la sociedad.”
“Inconsecuencia” no es una palabra vana: Proudhon compone un escenario que rompe con el himno al sabio. Más bien, considera que Galileo abjura porque no fue suficientemente “ciudadano de la ciencia”: si en verdad él hubiera estado convencido de la importancia de su ciencia para la sociedad, habría tenido que aceptar arder en la hoguera. Hay que dejar de lado ciertos valores cuando la ciencia lo exige, incluso el valor supremo: su propio pellejo. Los científicos no deben aceptar compromisos. Estos deben borrarse frente a la ciencia.
Al igual que en la pieza de Ponsard, la situación amorosa es explotada, pero no constituye más que un elemento del dispositivo dramatúrgico: no está instituida como un motor de la acción, y no adquiere todo su valor más que en relación con otros componentes del drama. Permite insistir en la idea de que se debe sacrificar todo por la ciencia; si su hija sacrifica su amor, Galileo no está listo para sacrificarse. La ciencia está por encima de los hombres, pero quienes la encarnan pueden servirle mal. El espectador debe interrogarse no sólo acerca del lugar de la ciencia en relación con el amor —lo que en cierta forma relativiza el lugar de la ciencia en la sociedad—, sino también del lugar que ocupa el científico en la sociedad sin ningún tipo de intermediario. Por lo tanto, una cuestión permanece: ¿por qué Proudhon consideró necesaria la puesta en escena de ese amor? ¿fue para complacer al público y, por lo tanto, asegurar un anzuelo en su mensaje de autor y ceder, también él, a la tentación del drama burgués? O bien ¿para acentuar aún más el desprecio que parecía tener por Galileo: si era quemado, hubiera arrastrado mucha gente detrás de él, mientras que permaneciendo vivo se encuentra otra vez solo, mimado por su hija? ¿O sencillamente para llevar agua al molino de las mujeres luchadoras, para que se les reconozca el derecho a la inteligencia en las cuestiones científicas, de la misma forma que a los hombres? En el escenario de Proudhon aprendemos que una situación amorosa puede ser explotada con fines “críticos hacia la ciencia”, pero sólo es un elemento en el dispositivo dramatúrgico: no está instituida como motor de la acción, no adquiere todo su valor más que en relación con otros componentes del drama. Apostemos que si Proudhon hubiese sabido que Galileo puso a sus hijas en un convento, lo habría explotado con ese mismo fin, pero ¿su imaginación consideró necesaria la puesta en escena de ese amor sólo para complacer al público?, ¿lo hizo simplemente para enganchar y, en consecuencia, asegurar la transmisión de su mensaje?
La propuesta de Brecht
Antes de que Virginia–Brecht–Galileo aparezca, Brecht pone en escena, con minuciosidad, elementos de reflexión acerca de la relación ciencia–sociedad, que darán más fuerza a su tratamiento del caso de Virginia. Reflexionemos acerca de estos elementos, la primera escena de la Vida de Galileo de Bertolt Brecht es de una gran riqueza por el conjunto de temas que se desarrollan en las siguientes escenas: “Galileo, lavándose el torso, resoplando con alegría, se dirige a Andrea Sarti, el hijo de su ama de llaves: pon la leche sobre la mesa, pero no vuelvas a cerrar el libro”.
Sin ambigüedad, el mensaje del dramaturgo es para la puesta en escena y la conducta de los actores. Galileo también es un hombre: se desnuda el torso, se lava, come, tiene un cuerpo, respira la alegría. Los libros permanecen abiertos: el conocimiento está allí, siempre a disposición. Más aún, aprendemos que hace falta comprar siempre más libros. Eso cuesta caro pero es necesario: el libro no es El libro, el conocimiento se mueve, se requiere un nuevo libro que lo comunique, que lo ofrezca a otros hombres. El acto 14 agregado a la segunda versión, escrito después de la guerra de 1939 a 1945 y de Hiroshima, es una reanudación del tema: Galileo entrega el manuscrito de los Discorsi a uno de sus alumnos para que se imprima en Holanda. El libro resulta revelador del progreso y de la unidad de los hombres. ¿La comunicación?, un imperativo para la ciencia. ¿La impresión?, una clara indicación de las influencias recíprocas entre ciencia y sociedad.
“Andrea: Mamá dice que hace falta pagarle al lechero. Si no, pronto vendrá a hacer un círculo alrededor de nuestra casa, señor Galileo.”
“Galileo: Se dice: describir un círculo, Andrea.”
“Andrea: Como usted quiera.”
La obra es “en su mayor expresión, lo que los alemanes llaman lehrstück, una pieza didáctica” 4 en torno a la vida de la ciencia, pero también un poco sobre la ciencia. ¿Qué vamos a aprender? Más adelante, Galileo da una clase de astronomía a Andrea Sarti.
“Madame Sarti: ¿Qué es lo que usted hace exactamente con mi muchacho, señor Galileo?”
“Galileo: Le estoy enseñando a ver, Madame Sarti.”
“Madame Sarti: ¿Llevándolo a cuestas en el cuarto?”
“Andrea: Déjalo ya, mamá. Es algo que no comprenderías.”
“Madame Sarti: ¿Ah, bueno? Pero tú sí lo comprendes.”
“Galileo: He vaticinado que antes de que acaben nuestras vidas, se hablará de astronomía en el mercado. Hasta los hijos de los pescadores correrán a la escuela.”
La lección no es sólo de astronomía: se dirige también al futuro ciudadano, un ciudadano progresista. Galileo rehusa escribir sus obras en latín, el lenguaje de los clérigos, y se expresa en italiano, dirigiéndose a los pescadores, los obreros del arsenal de Venecia y también los comerciantes. Pone en escena el primer binomio rector: ciencia–no ciencia, y como consigna, la ciencia para todos. Galileo no habla sólo para sus discípulos. “Aquí se manifiesta un modo de comportamiento del todo novedoso, escribe Brecht, la comunicación del saber a quien quiera saber”.5 Galileo es bueno: piensa en los condenados de la Tierra y en los condenados de la ciencia. El secretario de la universidad llega. Galileo defiende su caso:
“El secretario: He venido por el asunto de vuestra demanda de aumento de sus percepciones, el pago de mil escudos.”
“Galileo: Enseñen ya a esos señores de la Signoría estos ensayos sobre las leyes de la caída de los cuerpos y pregúntenles si eso no vale algunos escudos más.”
“El secretario: No vale dinero más que lo que reporta dinero. Si usted quiere dinero, le hará falta enseñar otra cosa. Para el saber que usted vende, no podrá pedir más de lo que le reporta a quien lo compre.”
La situación social del investigador
—hemos visto esta figura en el teatro “hímnico”— es una nueva indicación clara del lazo con la sociedad: ¿primacía dada a la investigación aplicada sobre la básica?, ¿una elección, una “motivación a la acción” para el espectador-ciudadano? En todo caso ese espectador-ciudadano debe reflexionar sobre el punto. “El secretario: No olvide del todo que aunque la República no paga más que a ciertos príncipes, les garantiza a cambio la libertad de investigación. Hasta en Holanda se sabe que Venecia es la República donde la Inquisición no tiene nada que decir. Y eso no es nada para usted, que es astrónomo, que ejercita una especialidad donde desde hace tiempo la doctrina de la Iglesia ya no es tratada con el respeto que se le debe.”
“Galileo: Al señor Giordano Bruno, que estaba aquí, ustedes lo han enviado a Roma. Porque retomaba las teorías de Copérnico.”
“El secretario: No fue porque él retomaba las teorías de Copérnico... sino porque él no era veneciano, y no ocupaba ningún cargo aquí.”
La libertad, la independencia del investigador, figura que también aparece en el teatro “hímnico”, es una bella cuestión de ciencia y sociedad. Mientras tanto aparece el segundo binomio rector: ciencia–religión. Desde la primera escena la elección del espectador parece estar hecha: las relaciones de Galileo y de Andrea Sarti son afectuosas, sus dificultades financieras los vuelven simpáticos y la Inquisición no está lejos. La ciencia debe triunfar sobre la no-ciencia, sobre la religión: todo esto lleno de buenas intenciones ciencia–sociedad. Tercera escena: Galileo y su amigo Sagredo, cubiertos de gruesos abrigos, escudriñan el cielo; están trabajando. No es Galileo quien dirige el diálogo, sino Sagredo. El no clama directamente su amor por la ciencia, lo pone en la balanza junto con su amistad por Galileo. Los intercambios preliminares son rápidos, nerviosos; las frases del monólogo, bastante largo, son cortas, frecuentemente interrogativas; Galileo y Sagredo investigan: Sagredo hace reflexiones en torno a la ciencia y la vida de Galileo; su estilo es más cortante, vacila; es humano, por lo tanto, sin duda, más creíble.
“Sagredo: Galileo, te veo sobre una ruta que me llena de temor. Noche de desgracias es aquella en la que un hombre ve la verdad. Y una hora de ceguera es aquella en la que el hombre cree en la razón de la especie humana. ¿De quién se dice que camina con los ojos abiertos? De aquel que camina hacia su perdición. ¡Cómo los poderosos podrían dejar correr a alguien que sabe la verdad, aun cuando ella concierne sólo a los astros más distantes! ¿Piensas que el Papa entenderá tu verdad si le dices que se equivoca? ¿Crees tú que él consignará simplemente en su diario: 10 de enero, cielo suprimido? ¿Cómo puedes querer dejar esta República, con la verdad en la bolsa, y lanzarte, con tu telescopio en la mano, a la trampa de los príncipes y de los frailes? Tú sí confías en tu ciencia; eres ingenuo como un niño en todo lo que parezca facilitar tu actividad. No crees en Aristóteles, pero sí en el gran duque de Florencia. Hace un momento, cuando te vi junto al telescopio y tú veías esas nuevas estrellas, me parecía que te veía sobre un montón de leña quemante, y cuando dices que crees en las pruebas, respiro el olor de la carne quemada. Amo a la ciencia, pero a ti te amo aún más, mi amigo.”
Indicación de una primera ruptura con el himno: la ciencia o la amistad. Trasladémonos mucho más adelante en la obra, a la salida del tribunal.
“La voz del pregonero: Yo, Galileo Galilei, profesor de matemáticas y física en Florencia, abjuro lo que he enseñado... Abjuro, como detestable y maldito, con un corazón sincero y una fidelidad no simulada, todos esos errores y herejías.”
“Andrea: ¡Desafortunado el país que no tiene héroes!”
“No puedo mirarle. Que se vaya.
Federzoni: Cálmate.”
“Andrea: ¡Saco de vino, tufo de caracoles!, ¿la has salvado, tu preciosa piel? Me siento mal.”
“Galileo, calmado: ¡Dénle un vaso de agua!”
“Andrea: Yo podría marchar si usted me ayuda un poco.”
“Galileo: No. Desarfortunado el país que necesita héroes.”
“Desertor de la verdad”, escribió Janin. “Más valen las manos manchadas que vacías”, replica el Galileo de Brecht.6 Se plantea una ruptura con el himno, el discurso de Andrea se dirige al público. La interpretación hímnica, hagiográfica, de la obra de Brecht no es entonces la buena, aunque sea de avanzada. No se puede considerar en ningún caso que Brecht “ha achicado un tema bello, que del conflicto entre Galileo y la Iglesia no ha retenido más que una imagen: Galileo, el descubridor, entra en conflicto con algunos padres que se preocupan en principio por mantener el orden establecido”.7
El mismo Brecht explica que “la representación de Galileo no busca llevar al público a identificarse con él por simpatía y a convencerse; al contrario, debería hacer posible una actitud de sorpresa, de crítica y de reflexión en el público”.8 Brecht abre el debate: “Nadie está obligado a admitir un compromiso con el pretexto de que solo no es nada”. Es la elección de Brecht, el de las críticas de Ponsard que citamos más arriba, del periodismo de la Tribune de Genève. Por esa ruptura final con el himno, las parejas ciencia–no ciencia y ciencia–religión son, en apariencia, transformadas definitivamente en una nueva pareja: ciencia–ciudadano del mundo. La ciencia, su ciencia, no debe hacer olvidar a los científicos que existen otras posturas en este bajo mundo: deben saber salir de su torre de marfil. Como podría esperarse, la composición de Brecht es netamente ciencia–sociedad y, en ese momento, crítica hacia los científicos, aun si los espectadores, demasiado pro antinquisición, no lo comprendan todavía. Mediante pasos sucesivos, múltiples, Brecht presenta al científico regresando al mundo de los hombres, y a la ciencia participando en la sociedad.
Pero el análisis todavía debe plantearse en otras tres direcciones que limitan la ruptura con el himno a la ciencia y que perturban la disposición general de “crítica a la ciencia” de la obra, o por lo menos, lo vuelven más difícil de leer para los espectadores: el lugar que tiene el personaje de la hija de Galileo, la ausencia de frenos a la esencia de una ciencia-espíritu de bondad, la relación de placer que el científico mantiene con su trabajo. Virginia no aparece hasta la tercera escena, para ser tratada con dureza por su padre:
“Virginia: Buenos días, padre.”
“Galileo: ¿Por qué ya estás levantada?”
“Virginia: Voy a maitines con Madame Sarti, Ludovico también va. ¿Cómo estuvo la noche, padre?”
“Galileo: Clara.”
“Virginia: ¿Puedo mirar a través de eso?”
“Galileo: ¿Por qué? No es un juguete”
“Virginia: ¿Ya no has visto nada nuevo en el cielo con él?”
“Galileo: No para tí... Justo algunas manchas vagas y pequeñas a la izquierda de una gran estrella; hace falta que encuentre la manera de atraer la atención sobre ellas (hablando a Sagredo por encima de la cabeza de su hija). Tal vez los bautice como los planetas medicienses, por el nombre del gran duque de Florencia (nuevamente hacia Virginia). Eso te interesará, Virginia, probablemente partamos hacia Florencia. Escribí una carta para saber si el gran duque podría emplearme como matemático en la corte.”
“Virginia, radiante: ¿A la corte?”
La conversación termina con un “ve a tu misa”, que dice mucho sobre el fastidio que Galileo experimenta hacia su hija. Es claro que Brecht conoce la verdadera historia de la hermana María Celeste: por una parte, elige su verdadero nombre (Virginia), y por otra, Galileo no tenía nada de padre modelo, salvo que Brecht nos bosqueja una Virginia muy frívola —“radiante” cuando se entera que puede ir a la corte—, ciertamente muy tonta en su piedad y a quien, por supuesto, no encierra en un convento, sino que le agrega un enamorado: Ludovico, con quien ella va a maitines. Ludovico es uno de esos alumnos que pagan a Galileo, permitiéndole sobrevivir, y es también él quien, al ir a quedarse una temporada en Holanda por consejo de su madre (¿imaginada por Brecht?), enseña a Galileo un telescopio un poco simple que el sabio mejorará; alumno, pero no discípulo propiamente dicho. “Yo te he dado un tubo largo, tú vas a darme a tu hija”. ¿“Intercambiar herramienta para penetrar en la tienda de la ciencia por herramienta para penetrar en la tienda del amor”? No es así. En el noveno acto ocurre la ruptura entre Virginia y Ludovico; éste toma la iniciativa. ¿Sus razones?
“Galileo: [...] las fases de Venus no cambian en nada el trasero de mi hija”
“Ludovico: El matrimonio, en una familia como la mía, no se concreta únicamente a partir de criterios de orden sexual.”
“Galileo: ¿Te han impedido durante ocho años casarte con mi hija?”
“Ludovico: Mi mujer también deberá participar en las obras pías de la iglesia de nuestro pueblo.”
¿Concesión imposible? Ludovico se va. Virginia puede convertirse progresivamente en la confidente de su padre (pequeño regreso a la realidad histórica) y reemplazar a Mme. Sarti, ama de llaves de Galileo, en el papel protector de la vida del sabio. Lo que le interesa a Brecht es mostrar un personaje susceptible de evolucionar. Frente a un Ludovico que permanece estático, Virginia toma conciencia de sí misma (en varias etapas: cuando Ludovico la deja, cuando comienza a comprender las fechorías de la Inquisición, y después del proceso). Encerrar a Virginia en un convento hubiese limitado a Brecht en su búsqueda dramatúrgica para proponer a los espectadores una reflexión acerca de este juego particular y las condiciones que conducen a hombres y mujeres a cambiar de opinión, a emanciparse de ideologías contrarrevolucionarias. En su momento, Brecht no buscó trabajar con el modelo histórico y consideró necesario emplear una figura del vodevil: la ruptura porque la “nuera no será bien recibida en la familia del pretendiente”. Mientras Ponsard salió de ese dilema herético-corneliano enviando en parejas a sabios y devotos (ciencia–religión), las razones invocadas por Ludovico para su rompimiento con Virginia vuelven más simpáticos al padre y a la hija frente a las concepciones religiosas (o sociales) arcaicas.
En Vida de Galileo, el ciudadano es llamado a seguir a Virginia y a identificarse con su nuevo combate —que ya era el de su padre— por la ciencia. Por esta vía dramatúrgica, Brecht insiste en una ciencia y sus servidores siempre víctimas de la religión: sólo enfrenta al amor con la ciencia para hundir mejor a la religión; no muestra a la ciencia como un valor humano que uno deba poner en la balanza junto con otros valores similares, y limita nuestra interpretación acerca de la necesidad de sacrificar otros valores cuando la ciencia lo exija. Lava indirectamente las “manchadas manos” del científico cuando el enemigo es muy retorcido y atenúa la fuerza del grito lanzado, a la salida del tribunal, por Andrea Sarti, hijo del ama de llaves de Galileo, convertido en su discípulo: “la has salvado, tu preciosa piel…”
Si hubiera explotado el lado caballeroso de la conducta paternal de Galileo, Brecht no habría producido un efecto de distanciamiento del público con respecto a Galileo y, al contrario, se habría acercado a los esfuerzos de Proudhon por mostrar a los científicos bajo una luz menos aduladora. ¿Pero la opinión —finalmente muy respetuosa— que Brecht tenía de Galileo, la ciencia y los científicos, no se vería muy perturbada? Al mostrarnos ese efecto de distanciamiento en relación con su héroe por medio de Virginia, Brecht hace visible un ligero cientificismo.
Los mitos en escena
Por medio del personaje de la hija de Galileo, esas tres obras muestran cómo, en un periodo de cien años, algunos autores pueden manejar de forma tan disímil el amor y la ciencia, y confrontarnos, a pesar de todo, al mismo problema: ¿qué situación deberían asignar a la ciencia y a los científicos tanto la sociedad en su conjunto como el individuo en particular ? El lugar reducido, pero más bien de simpatía, hacia la ciencia y los sabios que Proudhon ofrece a Virginia-la señora, no impidió al filósofo socialista situarse en ruptura con cierta ceguera cientificista hacia Galileo: si la ciencia es un valor superior, los científicos no pueden ser más que desdibujados servidores. El exagerado lugar que Ponsard reservó a Virginia-Antonia y a sus amores, empujaba al público a emitir algunas reservas en cuanto al poder absoluto de la ciencia en el mundo de los hombres, pero también conducía a los críticos a ir más allá que el poeta romántico y azuzaba al caballo de Proudhon en contra de los científicos: ¡“Galileo, desertor de la verdad!”. Y es Brecht quien, al no buscar explotar la realidad histórica del encierro de la monja, se enfrenta a esa crítica hacia la ciencia, y sobre todo hacia los científicos. Sobre ese punto, el militante marxista se queda a la zaga del filósofo socialista y del poeta romántico.
En todos esos años hay un cuasimutismo colectivo de los críticos de teatro, de los historiadores y de los espectadores sobre la relación existente entre Virginia Galilei y sus tres transformaciones dramatúrgicas. ¿No es la revelación de una voluntad de, lo sé bien pero de igual forma, sacrificar a Virginia-la Virgen en el altar de la ciencia? José y su compás, carpintero del mundo, tenía a su lado a la virgen María; Galileo y su compás, carpintero de las concepciones del mundo, debería tener a su lado a la virgen Virginia. Jesús nació de María-la Mujer, la ciencia también nació pero de Galileo-el Hombre, y los mitos van a buen paso.
Es nuevamente al himno a la ciencia, versión Razón, que Brecht se aferra. Según Michel Cournot, Brecht “evitó la riqueza de los conflictos para conservar sólo un aspecto edificante”, poniendo dos de lado: por una parte, “la ligereza metodológica y hasta científica de las observaciones de Galileo”, por otra “su falta de reflexión sobre las posibles consecuencias de su actitud cientificista, a partir del momento en que sus cálculos se desbordan hacia la vida cotidiana”. La ligereza metodológica de Galileo fue señalada por el cardenal Bellarmino, “espíritu de alta postura que no reprochaba a Galileo observar fenómenos nuevos en su telescopio. Le reclamaba sobre todo que no había tomado la precaución de establecer, para ese telescopio, una teoría preparatoria seria; que ese telescopio era de un manejo incierto; que no era capaz de analizar el funcionamiento de ese aparato y de prever lo poco que se pueda los cambios, las aberraciones eventuales que el telescopio podría producir en cuanto al fenómeno observado gracias a él”. Pero todavía hay algo más grave. “El cardenal Bellarmino, y su camarilla de apoyo, se encontraban en ventaja sobre Galileo. De hecho, no pensaba obstruir los descubrimientos de Kepler, Copérnico y Galileo, aunque esos descubrimientos obligaran a la Iglesia a modificar la presentación y los comentarios a los textos sagrados. Los responsables romanos veían con inquietud la manifestación de los primeros síntomas de un mundo en donde el cálculo, la precisión y las ecuaciones sustituirían tarde o temprano la preferencia de los hombres por la meditación y las necesidades inútiles. Copérnico y Kepler pondrán cierto freno a su cientificismo. Galileo, estruendoso y a veces ciegamente, no. Bellarmino no estaba seguro de que las razones de la ciencia tendrían eternamente razón y que las esencias matemáticas, aun expresadas en italiano, servirían, a fin de cuentas, para lograr la felicidad de los hombres”. Desde ese punto de vista, Brecht reintegra el campo del himno a la razón científica. Brecht disponía de suficiente información en 1938, pero la situación no era favorable para desarrollar tantos conflictos. Los señalados con justa razón por Cournot eran secundarios en la víspera de la Segunda Guerra Mundial. Ciertamente ya no lo son en nuestros días.
En fin, Brecht agrega una tercera ambigüedad a su (¿nuestra?) percepción del himno y de su eventual ruptura. El físico contemporáneo Jean-Marc Lévy-Leblond hace énfasis en que Galileo “no resiste a una bella idea con más fuerza que a un buen vaso de vino; que las mejores ideas le vienen durante una buena comida9 y que también “haría falta hablar hasta de un verdadero goce”. Brecht mismo evoca ese problema: “Actualmente hasta podríamos escribir una estética de las ciencias exactas. Galileo ya habló de la elegancia de las fórmulas determinadas y de lo penetrante de las experiencias; Einstein atribuye al sentido de lo Bello una función de descubrimiento, y el físico atómico Oppenheimer celebra la actitud científica que en su belleza “parece estar bien adaptada al lugar del hombre sobre la Tierra”.10 “…Él piensa por deleite”, insiste Brecht. Cierta constatación del autor es reformulada por Lévy-Leblond: “¿Cómo el goce del saber no lanzaría al menos una duda sobre la función de ese saber?”
En suma, cuando el sabio se presenta como un gozoso de la ciencia, conduce al espectador a una duda anti-hímnica —en teoría, pues no se puede estar seguro de que el espectador hace ese análisis—, y entonces se acerca más a una reflexión de tipo crítica a la ciencia.
Por un lado, la acción teatral conduce a integrar algunos juegos sobre los sentimientos en las historias llevadas a escena: ¿qué lugar hay que reservar, frente a la ciencia, y aun frente a la pasión por la “ciencia”, para las otras pasiones humanas? Ella impone un héroe principal, eso conduce a presentar al científico más o menos solo y, en consecuencia, lo saca del mundo de los ciudadanos —las disciplinas, los amigos, los enemigos son precisamente las disciplinas, los amigos, los enemigos del héroe y no de la comunidad científica. Por otro lado, frente a esos imperativos dramatúrgicos, los autores deberían proponer figuras que rompan con el himno a la ciencia. ¡Caray, que difícil es manejar en dramaturgia una visión crítica de la ciencia!
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Referencias bibliográficas
1. Expresión tomada de Albert-Marie Schmidt, 1938. La Poésie scientifique en France au XVIe siècle. Albin Michel, Paris.
2. Rigaldo, Marc, “Mélodrame et Révolution française”, en Europe.
3. Escena publicada en La Nouvelle Revue (1–15 febrero 1895) incluida en Oeuvres complètes, 1939. Este texto es comentado en algunas líneas del trabajo del padre Pierre Haubtmann, Proudhon, 1988, tomo II.
4. Gabriel Marcel, “la Vie de Galilée”, en Nouvelles littéraires, 18 abril 1957.
5. Brecht, Bertolt. 1979. “Remarques sur de pièces et des représentations”, en …Ecrits sur le théatre.
6. La desagradable impresión que se pudiera tener de Galileo en ese momento preciso ha estado preparándose en algunos procederes, creando el distanciamiento necesario: en el tercer acto, Sagredo estima que la carta “de compromiso” escrita por Galileo a Cosme de Médicis es “obsequiosa”, sobre todo que el gran-duque alcanza sus ¡nueve años!
7. Michel Cournot, Le Monde, 29 noviembre 1973. La importancia del cientificismo para el marxista Brecht es una de las causas de la imperfección de esta obra y de su interpretación hagiográfica, como lo indica Jean-Marc Lévy-Leblond, en “B.B. et G.G. La science en scène”, en L’Esprit de Sel, Fayard, 1981, y es, a pesar de todas las precauciones tomadas por Brecht.
8. Bertolt Brecht, “Remarques sur des pièces...”, op. cit., p.440.
9. Jean-Marc Lévy-Leblond, “B.B. et G.G. La science en scène”, en op. cit., p. 117.
10. Bertolt Brecht, “Petit Organon pour le thèatre”, en …Ecris sur le thèatre, op. cit., p.10.
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Daniel Raichvarg
Universidad de París, Francia.
Traducción: Didier Héctor Brutus
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como citar este artículo →
Raichvarg, Daniel. (1998). La ciencia en escena. Ciencias 50, abril-junio, 34-41. [En línea]
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