José Revueltas
| del tintero I |
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José Revueltas
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Los muros de agua
Por el Camino Viejo el mar apenas se presentía como si envolviera a la selva llenándola de rumores diáfanos. Pues generalmente no se sabe escuchar al mar; se le cree monótono y repetido, con iguales voces y palabras siempre, cuando si se escucha su latir con fe, con sentido de las cosas profundas, la música, la poesía, los diálogos, la tragedia, todo lo que lleva dentro, se perciben como si las aguas puras, inmensas y amorosas, fuesen el inmaculado depósito, permanente y mágico, de la historia de los hombres. Hay que imaginar, ahora, la selva; la atmosférica selva, tan anterior al mundo como el mar, que de él surgió como una maravilla sumergida elevándose de pronto en un intento prodigioso de matrimonio con el cielo. Cielo y mar y selva son hermanos; hermanos y hermanas. De su conjunción y de su distanciamiento parte todo y comienza la verdadera historia, el fin de los monstruos y el principio de los navegantes y los cazadores.
Por el Camino Viejo se veía la selva y se adivinaba el mar, unidos ambos rumores como el principio de todo lo que existe. Era un camino estrecho, que comenzaba o terminaba —según se fuera o viniese— en rehilete, y proseguía en giros fatigosos, bajando o equilibrándose ante las frondosas barrancas. ____________________________________
El Progreso había bordeado la María Cleofas y momentos más tarde la María Magdalena, navegando con cierta lentitud cautelosa, tímidamente. Sobre cubierta los marineros ya maniobraban aprestando el ancla, acomodando cuerdas, despejando de estorbos la sucia embarcación. —¡Las Islas! En el borde de las Islas del mar se volvía blanco, revuelto con la arena y sobre los acantilados el agua reventaba, elevándose como en candelabros de espuma. El Chale parecía inmovilizado, señalando aún las Islas, sin alterar la posición del brazo: —¡Grandes, las cabronas...!— musitó por lo bajo e inclinó la cabeza. La María Magdalena quedó atrás y el Progreso viró entonces del sur de la María Madre hacia su costado este, donde las olas se estrellaban con gran majestad, llenas de vigor. Algún funcionario del gobierno, cuyas ideas laicas lo habían hecho famoso, propuso en quién sabe qué ocasión el cambio de nombre para las Islas Marías. Se trataba de poner un nombre cívico, ciudadano, que enalteciera la conciencia de la nación: las tres islas se llamarían “Igualdad”, “Libertad” y “Fraternidad”, correspondiendo al archipiélago el título —que ni aun en la democrática Francia existe— de “Archipiélago de los Derechos del Hombre”. _______________________________________
El camino, que en un principio era recto, viraba de pronto a la altura de El Polvorín, siguiendo las sinuosidades del litoral, defendido de las aguas por altas rocas y fantasmagóricos acantilados.
El paisaje que se ofrecía era majestuoso e imponente. De un lado el mar azul, de una hermosa transparencia que permitía ver la quebrada arena del fondo, las móviles estrellas marinas y todo el mundo caprichoso de las conchas y los caracoles. Del otro, una vegetación exuberante, de un verde intenso, que trepaba por el cielo, mágicamente, como una decoración de teatro suspendida en el aire por invisibles alfileres. Una brisa aromática soplaba del norte y era tan singular aquello, que el pensamiento volaba por el océano, aproximando las distancias e imaginando tierras remotas, islas verdes y azules. Allá adelante estaría la Isla de Guadalupe, casi desconocida, misteriosa, donde los japoneses, se decía, se dedicaban a la pesca ilegal de perlas y de esponjas; luego el Cabo de San José, desértico, solitario, como un puesto de avanzada en el mar poblado de fantasías; el Golfo de Cortés, ahí mismo, legendario, oliendo aún a carabelas y a indios silenciosos, que construían sus balsas de maderas vivientes. Más tarde San Francisco, cuyo nombre español parecía una lágrima en medio de los demás puntos sajones del mapa: ciudad de fama desenfrenada, de llanto alegre y desquiciado, de terremotos y de consternación. Y en el límite del mundo, arriba, entre el trabajo de los hielos, se encontraba Alaska, con sus salmones de oro y sus pescadores tristes, forzados, prisioneros sobre los sucios barcos y anhelando una mujer.
¡Ningún mar tan lleno de historia y maleficio como éste! Ni el Océano Índico, con sus costas de maravilla y de cuento, ligado a la Biblia y a Salomón, al Ramayana y a los viejos poetas sánscritos; ni el Mar Negro, oloroso a petróleo y a mujeres prisioneras; ni el Mar Caspio, enriquecido por ancianos ríos eslavos; ni el Mar del Norte, donde navegaban las viejas razas rubias. Bajo el Atlántico se mueven aún olvidadas ciudades submarinas, hombres de vidrio que hacen poesía y suenan como música. Pero este Pacífico de aquí, el más inmenso de todos los mares, tiene una voz que no se olvida. Los pueblos que bañan el Pacífico, guardarán siempre en su fondo algo de primitivo y de elemental, algo lleno de misteriosa unción y comunidad con las cosas lejanas, porque el Pacífico es el único mar que tiene una voz universal y vieja. Basta detenerse en sus orillas, con la respiración en suspenso, para oír las más profundas palabras: palabras del África, como golpes de címbalo; antiguas palabras del Indostán, grandes y monumentales como iglesias; palabras de Cipango y de Marco Polo; voces de Magallanes, sinfonías de sal y de repúblicas abandonadas bajo cruces australes. ¡Tal es este mar lleno de cosas despiertas, de luces y de sombras!
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José Revueltas (1914-1976)
Escritor
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