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  de flujos y reflujos
 
     
Y sin embargo se mueve
 
 
 
Ramón Peralta y Fabi
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Sí, y de una manera que Galileo Galilei no hubiera imaginado, nuestro planeta parece tener una vida propia que lo mantiene activo e inquieto.
 
La Tierra y la mayoría de los miembros de la familia que circunnavega a la estrella más cercana tienen más en común de lo que se creía antes de que las sondas espaciales nos mandaran imágenes de Venus, Marte o la Luna.
 
El siglo xx fue la sede temporal de varias revoluciones científicas que influirán en el pensamiento de las generaciones venideras; la que concierne a la Tierra es una de ellas.
 
Las revoluciones intelectuales toman su tiempo en llegar al dominio público. Las ideas de Isaac Newton en torno a la mecánica celeste, que pone en una misma base conceptual al movimiento de los planetas, las galaxias y las manzanas, y las preocupaciones de sobrepeso de una parte del género humano, es sólo una muestra. Más recientes, e igualmente importantes, son la teoría de la evolución de Charles Darwin y la teoría de la relatividad de Albert Einstein, y las teorías modernas del átomo, de la genética y de la Tierra, que son de paternidad múltiple; en realidad todas tienen un linaje aristocrático largo y rico al que poco damos crédito. Con justeza y humildad, Newton, con una mente privilegiada, afirmó que si podía ver más lejos que los demás era porque estaba sobre los hombros de quienes lo antecedieron.
 
Si se tuviera que asociar a una persona lo que podríamos llamar la teoría de la Tierra, sería Alfred Wegener quien tendría ese privilegio. Nació en Berlín en 1880 y estudió hasta obtener un doctorado en Astronomía Planetaria. Pronto su interés se dirigió a la climatología y la paleoclimatología, áreas en las que ganó un merecido prestigio. En 1915 presentó el resultado de sus investigaciones en la primera formulación coherente de la teoría de la deriva continental. Sobre la base de que las costas americana y africana tienen un parecido que sugiere que estuvieron juntas en algún remoto pasado, y que las semejanzas estratigráficas y de registros fósiles de cada lado difícilmente podrían ser casuales, Wegener escribió su obra clásica El origen de los continentes y los océanos, usando campos muy variados del conocimiento, anticipando la necesidad del concierto de diversas disciplinas en la solución del problema y reflejando la complejidad del mismo. Sin poder ver la aceptación de su teoría, murió congelado en su cuarta expedición en Groenlandia cuando buscaba más evidencia para apoyar sus ideas, midiendo el grosor del hielo “tierra” adentro.
 
A mediados del siglo xix, la Tierra se consideraba un sitio rígido que evolucionaba debido al proceso natural de enfriamiento, a través del vulcanismo; el diluvio y otras actividades punitivas de origen divino, con los hundimientos resultantes, eran vistos como excepciones bíblicas, pero se usaban para “explicar” algunas características terrestres. Por la erosión del agua y el viento, las montañas decrecían llenando valles y mares.
 
Los cataclismos, imaginados o reales, son una de las formas simples para explicar las evidencias. Una cómoda virtud es la de no necesariamente hacer predicción alguna. Es más fácil decir que al hermanito se lo llevó una nave espacial, que ya se fue, que ir a buscarlo. Otra virtud es que sólo es preciso invocarlos una vez para justificar un hecho particular. Así, por ejemplo, el Diluvio Universal nos quita la preocupación de entender cómo es que entre las cañadas altas de los Alpes suizos hay restos fósiles de vida marina o foraminíferos del Triásico en el Muschelkalk alemán.
 
La visión opuesta, llamada uniformismo, es todavía la dominante y postula que todos los procesos en acción hoy día, operando durante largos periodos de tiempo, son suficientes para explicar la historia geológica y el estado presente de las cosas. El panorama que hoy tenemos, más afín a esta forma de imaginar la dinámica terrestre, requiere la determinación de estas fuerzas en permanente acción para explicar por qué la Tierra es como es y a dónde va. Las ideas centrales de la concepción moderna pueden resumirse en forma muy esquemática de la siguiente manera.
 
La distribución de temperaturas en la Tierra es muy probablemente debida a la combinación de varios efectos. Una rápida (de cien mil a diez millones de años) acreción de material durante su formación, hace unos 4.6 miles de millones de años; la energía cinética no tuvo tiempo de ser liberada y el material primigenio permaneció en estado líquido, al menos en las regiones externas. Una acreción violenta, por colisión con diversos objetos (cometas, asteroides y planetoides), en las etapas iniciales del sistema solar, que volvió a licuar buena parte del planeta, varias veces. En esa época se “hundieron” los materiales pesados y “salieron a flote” los más ligeros, proceso llamado de diferenciación, dando lugar a la estratificación en un núcleo sólido, debido a las altas presiones, un manto líquido y la corteza, todos de composición y dinámica distintas; esta última tiene un grosor medio de 10 km en el fondo oceánico y hasta 40 km en la masa continental. Un tercer mecanismo, señalado por el mismo Wegener, es la radiactividad, descubierta un par de décadas antes, en la que átomos pesados inestables, como el uranio y el torio, decaen en átomos más ligeros liberando energía en el proceso; éste sigue siendo la fuente de calor en el interior terrestre y en otros objetos del sistema solar.
 
Desde 1906, estudiando la propagación de las ondas sísmicas (la forma en que los geofísicos “ven” el interior de la Tierra, y hoy la tomografían con notable precisión), se había establecido el carácter líquido del manto; conocida ahora como una doble capa de material que cubre de los 10 a los 2 980 km de profundidad (manto superior, de 10 a 400 km, una zona de transición o mesosfera, de 400 a 650 km, manto inferior, de 650 a 2 890 km). De esta misma manera, en 1926 se conocía la existencia de un núcleo de más de 3 000 km de grosor. Recientemente establecido como un núcleo externo líquido de 2 890 a 5 150 km y un núcleo interno sólido de 5 150 a 6 370 km, todo parece indicar que gira a una velocidad ligeramente distinta a la del resto del planeta, lo que podría explicar los cambios registrados en la polaridad magnética de la Tierra.
 
En 1929 Arthur Holmes propuso que las variaciones de la temperatura en el interior y el estado líquido del manto serían suficientes para que circulara el material y transportara el calor del interior al exterior (corrientes convectivas) en forma más eficiente, como lo hace cualquier líquido en circunstancias semejantes. Este mecanismo es ahora uno de los más aceptados como motor del movimiento de las placas, las cuales son arrastradas al flotar sobre la capa superior del manto.
 
La propuesta de la tectónica de placas, esencial en la teoría, fue hecha en la década de los sesentas del siglo pasado, siendo Harry Hess el más importante de los muchos que participaron en darle la forma que actualmente tiene. Dos ingredientes determinantes fueron la asociación hecha por Patrick Blackett entre las observaciones geomagnéticas y la deriva continental, más de una década antes, y el conocimiento de la distribución espacial de los sismos en todo el planeta. De acuerdo con ella, la litosfera, la capa superficial de la Tierra que incluye a la corteza y llega a 60 km de profundidad, está formada por ocho placas rígidas grandes y más de veinte pequeñas, que se mueven e interaccionan; sobre estas placas se asientan los continentes o partes de ellos. A lo largo de las activas y extensas cordilleras oceánicas, marcadas por múltiples fallas, se genera litosfera nueva que va desplazando al fondo marino hasta llegar a las trincheras marinas o zonas de subducción, donde se desliza hacia el interior de la Tierra y da lugar a intensa actividad volcánica y sísmica. En el proceso crípticamente descrito aquí, se da pie a la colisión o a la ruptura de masas continentales, reconfigurando dramáticamente la topografía de la Tierra; el choque de la placa Euro-Asiática con la India, montada en la placa Indo-Australiana, se hace evidente en la formación de la cordillera de los Himalaya, región que hace apenas cincuenta millones de años era plana como una moneda.
 
Con muy diversa y robusta evidencia es ahora bastante claro que la distribución de la superficie caminable del planeta ha cambiado sustancialmente en los últimos quinientos millones de años. Cuando la deriva continental es invertida en el tiempo, hasta unos ciento ochenta millones de años, con los grandes reptiles en febril actividad, los continentes estaban todos unidos en un supercontinente, llamado Pangea por sus futuros pobladores.
 
La falta de un mecanismo convincente para justificar la deriva continental dio lugar a que la propuesta de Wegener fuera ignorada por la mayoría de quienes trabajaban en el campo, durante más de tres décadas. Cabe señalar que quienes habían hecho suya la propuesta fueron objeto del desprestigio, junto con la burla o el enojo de reconocidos geofísicos. Que los hechos no fueron suficientes para que la comunidad aceptara la teoría y buscara los argumentos y evidencias que hacían falta para completar el esquema, muestra como el prejuicio puede prevalecer en una actividad que supone no hacerlo. Es cierto que faltaban elementos clave para dar contenido y predictibilidad al modelo de la Tierra que se iría a conformar, pero las bases estaban presentes desde el inicio y los hechos eran inexplicables con las concepciones de entonces.
 
Es frecuente pensar que la ciencia avanza de manera inexorable hacia la Verdad (sic), construyendo sistemática y objetivamente un edificio intelectual, armónico con la arquitectura de lo ya diseñado y edificado, lográndose la visión consistente que hoy tenemos. Ojalá. No es así y no lo ha sido, aunque saberlo puede ser la clave para superarlo, diría el sentido común o un psicoanalista. La historia de cómo y qué hemos aprendido de Gaia, nuestra amable anfitriona, ilustra bien cómo la ciencia, a pesar de todo, se mueve…
 
Ramón Peralta y Fabi
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo

Peralta y Fabi, Ramón. (2001). Y sin embargo se mueve. Ciencias 63, julio-septiembre, 47-49. [En línea]

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