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La lotería en las comunidades ecológicas
 
 
 
Héctor T. Arita
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¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que
las circunstancias de esa muerte no estén sujetas al azar?
 
J. L. Borges, La lotería en Babilionia.
 
 
El día de Nochebuena de 1938, Jorge Luis Borges sufrió un terrible accidente que le produjo una lesión en la cabeza, dejándole como secuela una septicemia que estuvo a punto de cobrar la vida del joven y, entonces, poco conocido escritor argentino. Según algunos biógrafos, el azaroso incidente aunado a la muerte de su padre, ocurrida unos meses antes, dejó tan profunda huella en la mente del joven Borges, que desencadenó en él un frenesí creativo. En los siguientes ocho años, produjo algunas de las narraciones más extraordinarias.
 
 
Una de esas obras —La lotería en Babilionia, publicada en 1941— nos presenta la alucinante historia de un pueblo regido totalmente por el azar; una nación en la que todos los acontecimientos están determinados por los sorteos que se realizan con regularidad por “la Compañía”, una misteriosa congregación. Lo que comenzó con un inocente negocio de azar para repartir monedas y otros premios, se convirtió en un sistema tan complejo de premios y castigos aleatorios, que ya no es posible discernir con detalle su efecto. El destino de una persona no es sino una secuencia de sorteos que van definiendo, paso a paso, la serie infinita de eventos aleatorios, dándole forma a la vida de cada individuo.
 
 
 
Como sucede con otras de las genialidades de Borges, que en primera instancia pueden parecer absurdas, la idea de una vida forjada por una infinidad de acontecimientos azarosos no es tan descabellada. Parecería que en definitiva el azar domina el mundo; sin embargo, algo innato en el ser humano se resiste a lo aleatorio, a lo impredecible como forma de vida. Aunque la mecánica cuántica ha demostrado, tanto en la teoría como en la práctica, que el misterioso mundo subatómico está dominado por el azar y que la propia existencia de las partículas es un fenómeno de probabilidad, algo en nuestra mente se rehúsa a aceptar tal noción. El propio Einstein proclamó que “Dios no juega a los dados con la naturaleza” como respuesta a los conceptos de Born y Heisenberg de un universo subatómico intrínsecamente inescrutable y fatalmente incierto.
 
Esa misma resistencia a la fatalidad estocástica se manifiesta en una reciente controversia acerca de los mecanismos que determinan la estructura y la composición de las comunidades ecológicas. Un par de publicaciones, aparecidas el año pasado, intentan demostrar que el aparente orden observado en la naturaleza —en los conjuntos de especies de plantas y animales— no es sino el producto de eventos aleatorios. Es decir, una versión ecológica de la lotería de Borges, en la que una secuencia muy grande de pequeños eventos azarosos es capaz de producir todos los complejos patrones de diversidad biológica encontrados en el mundo. A mediados del año 2001 se publicó, dentro de la serie “Monografías en biología de poblaciones” de la Universidad de Princeton, el libro de Stephen Hubbell con el poco modesto título de The Unified Neutral Theory of Biodiversity and Biogeography. Unos meses más tarde, en el número de Science del 28 de septiembre de 2001, fue publicada una revisión de Graham Bell titulada “Neutral Macroecology”. Ambos trabajos intentan demostrar una premisa fundamental: la posibilidad de construir por computadora comunidades de plantas y animales que, al menos en su estructura y diversidad de especies, sean sorprendentemente semejantes a las que existen en la realidad, logrando esto por medio de simulaciones relativamente sencillas, en las que unos cuantos parámetros varían de acuerdo a reglas aleatorias muy simples.
 
 
Para comprender los alcances de las teorías de Hubbell y de Bell, hagamos una breve recapitulación de las explicaciones clásicas propuestas para entender el orden que aparentemente tienen las comunidades naturales. Una comunidad ecológica se define, en su sentido más amplio, como cualquier conjunto de individuos de diferentes especies que existen en el mismo lugar en un momento dado. Así, una selva es una comunidad porque está conformada por un conjunto de árboles de diferentes especies. Su-cede lo mismo con los mamíferos, los hongos y los invertebrados que habitan esa selva. Por lo mismo, el conjunto de todos los organismos de una selva (árboles, mamíferos, hongos, invertebrados, etcétera) podría considerarse también una comunidad ecológica.
 
 
Ahora bien, existen patrones definidos que se repiten en comunidades de muy diversa índole. En casi todos los conjuntos de especies, estudiados hasta ahora, existen, por ejemplo, unas pocas especies que son muy abundantes y muchísimas muy poco comunes (raras). Este patrón es bien conocido tanto por los naturalistas aficionados como por los ecólogos profesionales —todo avezado coleccionista de mariposas o colector científico sabe que existen unas pocas especies de las que podemos capturar cientos o miles de ejemplares, y muchas tan raras, que en ocasiones se necesitan años de trabajo para capturar una de ellas. Esta estructura —de la relativa abundancia de las especies— está tan generalizada que los ecólogos en ocasiones olvidan que, al menos en teoría, podrían existir otros arreglos igualmente posibles. Imaginemos, por ejemplo, una comunidad de mariposas en la cual todas las especies tienen exactamente la misma abundancia y la misma probabilidad de ser observadas. Yéndonos al otro extremo, podríamos vislumbrar otra comunidad hipotética formada por miles de ejemplares de la misma especie. ¿Por qué la inmensa mayoría de las comunidades presenta un patrón con pocas especies comunes y muchas raras?
 
 
La teoría clásica explica que las especies de alguna manera se reparten los recursos disponibles, sean de espacio, alimento, refugio u otro satisfactor ecológico. Esto se define por medio de mecanismos de competencia de los limitados recursos disponibles, por lo que algunas especies se llevan una tajada mayor y pueden estar representadas por muchos ejemplares; éstas son las especies comunes. La mayoría, sin embargo, alcanza tajadas mucho más pequeñas del pastel de los recursos ecológicos y deben subsistir como poblaciones compuestas por muy pocos elementos; se trata de las especies raras. Los ecólogos saben, desde hace varias décadas, que este patrón puede representarse matemáticamente con una distribución log-normal, es decir, con un modelo que genera una campana de Gauss si la escala de abundancia se representa en una escala logarítmica.
 
 
Hubbell y Bell han demostrado que es posible replicar, con asombrosa precisión, los patrones log-normales —observados en comunidades naturales— por medio de simulaciones muy simples, en las que se incorpora un elemento aleatorio a los parámetros de nacimiento, movimiento, reproducción y muerte de los miembros de una comunidad. Ellos llaman a estas simulaciones “modelos neutrales”, porque en ellos se hace caso omiso a las interacciones de los elementos, por lo que éstos son idénticos entre sí, independientemente de la especie a la que pertenezcan. Otros atributos de las comunidades ecológicas bien conocidos por los ecólogos —tales como el patrón log-normal de las áreas de distribución de las especies la relación entre el número de especies y el área de un sitio y la correlación positiva entre abundancia local y área de distribución— pueden, asimismo, ser reproducidas con una buena aproximación por los modelos neutrales de Hubbell y Bell. Hubbell va más lejos, y llega incluso a proponer la existencia de un parámetro (el número fundamental de la biodiversidad, (q)), que determine, siempre a través de procesos aleatorios, los patrones no sólo locales, sino biogeográficos de diversidad biológica.
 
 
Pero, ¿demuestran los modelos neutrales que la naturaleza, o al menos las comunidades ecológicas, son aleatorias?, ¿son las comunidades de plantas y animales los equivalentes ecológicos de la lotería de Borges? En primer lugar, no todos los ecólogos están convencidos por los modelos neutrales, ya que, de hecho, está en marcha una candente polémica que seguramente durará varios años y generará una gran cantidad de conceptos nuevos sobre la ecología de comunidades. En segundo lugar, como reconoce el propio Bell, existen dos posibles interpretaciones generales, bastante controvertidas, de los modelos neutrales: la interpretación “débil” en que los modelos neutrales simplemente son capaces de generar patrones muy semejantes a los naturales, pero no identifican mecanismos reales para crear esos patrones en las comunidades que observamos en la naturaleza; y la interpretación “dura”, en la cual, los modelos neutrales realmente han identificado los mecanismos (aleatorios) que han creado las comunidades naturales.
 
 
Una extrapolación simplona de la interpretación “dura” tiene implicaciones filosóficas muy profundas. Si, como lo ha demostrado la mecánica cuántica, el azar rige el mundo subatómico, y si, como parecen mostrar los modelos neutrales, lo aleatorio domina las comunidades ecológicas, ¿no será posible que las comunidades humanas sean, igualmente, resultado de procesos estocásticos? ¿Será posible que vivamos en un mundo como el que describe Borges en La lotería en Babilonia? ¿Acaso somos como los personajes de la película Matrix —quienes creen ser personas reales con vidas igualmente tangibles, pero que no son sino parte de una gigantesca ficción maquinada por alguna mente diabólica.
 
 
El azar es, sin duda, un componente importante en nuestra existencia, como lo sabe cualquier vendedor o comprador de seguros de vida o cualquier tahúr de casino. Pero, ¿hasta qué punto vivimos vidas aleatorias o al menos modelables al usar simulaciones estocásticas? Isaac Asimov exploró esa pregunta en su trilogía de ciencia ficción, La fundación. El tema central de esta saga es el modelo de Hari Seldon; un genial “psicohistoriador”, quien es capaz de predecir el futuro de la humanidad por medio de modelos matemáticos, en los que asume que los individuos se comportan en forma análoga a las moléculas de un gas; siem-pre en movimiento aleatorio.
 
 
Los modelos de Seldon funcionan de acuerdo con los libros de Asimov, por la enorme cantidad de gente involucrada en los cálculos (sólo Trántor, la capital del imperio de veinticinco millones de planetas habitados, tenía cerca de cuarenta mil millones de habitantes). Los modelos de los “psicohistoriadores”, a su vez, son capaces de predecir las tendencias generales de los conglomerados de gente, mas no el comportamiento ni el destino particular de los individuos.
 
 
 
Es por ello que resulta vano tratar de explicar las particularidades de nuestras vidas, en términos de una secuencia de eventos aleatorios, como los de la lotería de Borges. De intentarlo, podríamos vivir obsesionados con el desenlace particular de nuestra vida y con su infinita gama de secuencias que la lotería de Borges podría haber creado. Si él no hubiera sufrido el accidente en la Nochebuena de 1938, un evento ciertamente azaroso, tal vez no habría tenido su fecundo periodo literario y posiblemente tampoco habría creado La lotería en Babilonia. Siendo así, es posible que el presente ensayo nunca hubiera sido escrito y que el lector no se hubiera enterado de las especulaciones ecológicas de Hubbell y Bell. Como reza el título de un pasaje de Carmina Burana, Fortuna imperatrix mundi, no hay duda.Chivi66
 
Héctor T. Arita
Instituto de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo

Arita, Héctor T. (2002). La lotería en las comunidades ecológicas. Ciencias 66, abril-junio, 12-15. [En línea]

 

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