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El juego de las esferas
   
 
   
   

Nicolás de Cusa

Colección Mathema, Servicios Editoriales de la Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México, 1994

   
                     
En un texto donde Giordano Bruno hace confesión
de los textos que plantaron en su mente la idea de un cosmos compuesto de un número infinito de mundos, los nombres de Copérnico y de Nicolás de Cusa aparecen ligados de manera recurrente. Al divino Cusano lo reconoce como su otro maestro, el recursor matafísico de la nueva visión “física” del cosmos, el fin del Medievo y el inicio de la modernidad. Así lo supieron entender sus propios contemporáneos y quienes contemplan en su obra el nuevo espíritu de Renacimiento. Su fama descansa en La docta ignorancia (1440), y sobre ella mucho se ha dicho y escrito, pero un estudio sistemático de su pensamiento reclama el rescate del anonimato relativo en que han quedado trabajos tan importantes como De visione dei (1435), los diálogos incluidos en Idiota (1450) y los menos conocidos que escribió durante los últimos cuatro años de su vida y en los que intentó resumir las ideas y especulaciones que consideró valía la pena rescatar. Entre dichos textos se encuentra el De ludo globi (1462-1463), diálogo donde se exponen ideas sobre la estructura del universo y desarrollos metafóricos que ligan al hombre con el cosmos tanto en cuerpo como en alma. El hombre como creador, como imagen finita del Creador, como rector de su propio reino, son temas que desarrolla el cardenal conforme explica el sentido y las reglas que rigen el juego de las esferas que nos presenta. Con los pies en la Tierra, y después de transmitir la idea del hombre como peregrino, como bola que se desliza en el tablero de las esferas cósmicas siguiendo los arcanos que la fortuna le depara, pasa a un análisis axiológico en el que la acuñación de moneda sirve de escenario para discutir algunos presupuestos que sostienen el orden social y el cósmico. Con ello termina este juego del conocimiento, diseñado por el Cusano para ilustrar la capacidad de invención del alma, misma que distingue al hombre de la bestia.
 
 
El embrujo del lago
 Gabriel Espinosa Pineda        
 
El sistema lacustre de la cuenca de México en la cosmovisión mexica. Instituto de Investigaciones Históricas e Instituto de Investigaciones Antropológicas, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996       
 
La hipótesis de este libro, sustentada en varios ejemplos, es que a veces la importancia cultural de un animal no tiene en absoluto vínculo alguno con si es comestible o no, o si es dañino o no, o si es decorativo o no. A veces lo relevante puede ser —al margen de su belleza o fealdad— el diseño de su plumaje o su pelaje: los dibujos que presenta pueden parecer relevantes en un sistema completamente ajeno: el de la iconografía, el del conjunto codificado de mensajes, el de la escritura icónica, el de los colores y diseño de la religión, de los vestidos, de los mil terrenos visuales en la actividad humana. Otras veces, su comportamiento puede resultar significante para la cultura que lo observa, aunque este comportamiento no afecte o deje de afectar al hombre; sus ciclos vitales, sus metamorfosis, sus asociaciones con otras especies: todo el complejo conjunto de su ser en el medio, de su entretejerse y relacionarse con ese medio. He centrado la investigación en este aspecto: La presencia física del lago, con sus rasgos y sus criaturas, el origen de sus aguas, las características de su flora y su fauna, con sus ciclos estacionales, sus ritmos vivos y recurrentes, ocupó un lugar importante no sólo en la vida material de los hombres que lo poblaron, sino también con toda su multiformidad, en las regiones más inmateriales de la cultura.
 
A las culturas, el lago no sólo les amamantó con sus productos, les unió en las orillas y les comunicó a través de las aguas: les dotó de una imagen del universo que iba más allá de lo que sirve y lo que no sirve; de lo que se come y lo que no.
 
Impresionó sus ojos desplegando ante ellos una multitud de fenómenos a través de los cuales el orden de las cosas se manifestaba: observando la naturaleza se explicaron lo existente: dioses y hombres adquirieron sentido como parte del mismo acontecer cíclico del lago: su transformarse de fuente repleta de víboras y ranas a santuario de aves; de enjambre de murciélagos a hervidero de ajolotes, de abundantes reservorios acuáticos a disminuidos estanques. Año con año, el lago marcaba a través de sus criaturas el transcurrir del tiempo y sus ritmos se reflejaron.
 
La naturaleza misma, el mundo en el que habitó una cultura resulta ser entonces, especialmente en este caso particular, un verdadero acervo de información no procesada capaz de ayudar a la reconstrucción de las ideas y conceptos que dicha cultura tuvo; a comprender su lógica y a contrastar con lo que de esas ideas y conceptos dicen las fuentes escritas, lo que parece expresar la iconografía, lo que ha perdurado en las comunidades indígenas, las evidencias que afloran de la tierra.
 
Esto sobre todo en el caso de una cultura que ha surgido de la larga duración de un modo de vida lacustre; modo de vida que —aunque modificado por la creciente complejidad de la sociedad, mantiene su presencia viva, su influencia física sobre una sociedad que vive en él, que se despierta con los graznidos de sus aves, que se duerme con el croar de sus sapos, con el chirriar de sus insectos; que riega sus cultivos con su agua, las abona con su limo, construye su historia sobre sus aguas.
 
Es el caso de una cultura para la cual, además, el carácter sagrado de lo natural tiene su contraparte en el carácter natural de su religión: los dioses en más de un sentido se identifican (aunque no exclusivamente) con los fenómenos naturales: son éstos parte de la sustancia de aquéllos como aquéllos de la de éstos; al finalizar la presente investigación he quedado impresionado con lo que parece una posibilidad que habrá de sustentarse en otro espacio: la religión mexicana en su conjunto podría ser, en una parte considerable, una codificación peculiar de los fenómenos naturales que conformaron el entorno mexicano y de buena parte de los pueblos mesoamericanos. 
 
Fragmento de la introducción
Códice Florentino
 
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Índice de las Gacetas
de literatura de México de José Antonio Alza
R047B05  
 
 
 
Ramón Aureliano, Ana Buriano y Susana López (coordinadores),
Instituto Mora, 1996
 
                     
Don José Antonio de Alzate y Ramírez Cantilla
nació en Ozumba el 20 de noviembre de 1737, cuando gobernaba torpemente la Nueva España el arzobispo-virrey Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta y regía su imperio, con ya débil mano, el rey Felipe V. Santa María de Ozumba era un pueblo de cierta importancia en el siglo XVIII, que dependía de la jurisdicción de Chalco. La riqueza agrícola de la zona, auténtico granero de la Ciudad de México, había atraído a la familia Ramírez a radicarse allí desde el siglo XVI. De esta vieja estirpe criolla, cuya cumbre femenina encarnó en sor Juana Inés de la Cruz, provenía directamente la madre de Alzate, doña Josefa Ramírez Cantillana. El padre de nuestro personaje, en cambio, era español. Se llamaba Juan Felipe de Alzate y había nacido en las Vascongadas. Llegado desde joven a la Nueva España en busca de fortuna, la encontró al enamorar a la criollita, con cuya dote pudo arrendar una hacienda agrícola, comprar una casa de campo en San Antonio de las Huertas y establecerse definitivamente en México, con floreciente negocio de panadería en una magnífica casa frente a la estampa del Amor de Dios, lo que nos permite considerarlo un hombre rico, muy al contrario de lo que han dicho ciertos biógrafos de Alzate, picados de romanticismo.
 
Como no hay ningún retrato auténtico suyo no podré decir nada sobre su aspecto físico. Sobre su temperamento, vale la pena destacar algunos rasgos. Era un individuo extraordinariamente trabajador y dedicado. Su trato debe haber sido difícil porque tenía marcadas tendencias a la acritud, incrementadas hacia su vejez por las razones que adelante se verán. Mostró muy a las claras ser retraído y enormemente vengativo. Era —y quién no— vanidoso, orgulloso y quisquilloso. Era, por lo mismo, fuertemente combativo y violento. Era en ocasiones, pero siempre por conciencia, de tan impetuoso, imprudente. Era un hombre poseído de tanto amor, que supo entregarse apasionada, devota y enteramente. De su enorme curiosidad y rara inventiva dan abundante prueba algunas de sus ocurrencias, de las que quiero dar ejemplos. Ha de considerársele el inventor del jabón de aceite de coco, que pudo ser un buen negocio de Alzate si no hubiera topado con los intereses de los tocineros de la Ciudad de México. Propuso, en otra ocasión, que se hicieran cuidadosas observaciones y experimentos para averiguar cómo podía una mosquita de las lagunas penetrar en agua envuelta en una burbuja de aire, a fin de usar el principio con seres humanos. Se adelantó a la ciencia europea de su tiempo al llamar la atención sobre la posibilidad de que las manchas solares tuvieran relación con los ciclos agrícolas. En unas observaciones sobre las virtudes cauterizantes de la “yerba del pollo”, experimentadas a costa de patas de plumíferos vivos, mostró unas preocupaciones similares a las de Lamarck y Erasmus Darwin, cuando escribía: “hago esta reflexión: en quitando las alas a una gallina y un gallo, y a los descendientes de éstos se ejecutase la misma operación, ¿se conseguiría una especie de aves sin alas?”, pensamiento ocasional que Alzate mismo calificó de “vagas ideas, acaso dimanadas de un cerebro preocupado”. Otra de éstas, en el mismo documento, arrancó del científico la siguiente exclamación: “!Hechos, más hechos y la crítica observadora decidirían lo que no me atrevo a proferir!”
 
Un ejemplo más, que a mi me encanta. En su célebre Memoria sobre la grana cochinilla refiere haber oído que del excremento de las gallinas que hubieran comido grana se obtenía un “carmín finísimo”. Alzate lo cree por haber observado excrementos de pájaros que habían comido tuna roja, y aunque no sabe si estos últimos serían de utilidad para producir tintes, escribe que “es digno de verificarse, pues para un físico (quien lo es verdadero, lo es amante a la patria y reduce sus anhelos a la comodidad pública, a pesar de los sinsabores que se pueden ofrecer) no hay cosa, por útil que parezca, que no indague y que no procure verificar”. Así era Alzate, y creo que basta de ejemplos. Alentado, quizá, por el cariz que tomaban los cosas, se lanzó el inquieto sabio a otra empresa. Con motivo de un viaje a Cuernavaca exploró, en diciembre de 1777, las ruinas de Xochicalco. Escribió una preciosa memoria ilustrada con incomprensibles láminas, que pasó al virrey Bucareli, con una dedicatoria en que le decía varias lindezas sobre su gobierno. Es evidente que Alzate quería que la publicaran. Lo que aún no había aprendido es que debía cuidarse de no decir imprudencias. Para su infausta suerte en el entusiasmo por el elogio de los indios mexicanos, se le escapó la siguiente reflexión entre otras del mismo porte:
 
Los mexicanos son bárbaros porque hacían sacrificios de sangre humana: ¿y qué hacen todas las naciones?, ¿no arcabucean a un hombre tan solamente porque ha desertado?, ¿no pasan a degüello a un vecindario entero, a una guarnición de plaza? Algunos soberanos de Europa, ¿no sacrifican a sus vasallos por un motivo tan ligero como es el de recibir cierta cantidad de dinero?, etcétera; pues si todo esto se hace en virtud de la legislación y no es barbaridad, ¿por qué lo ha de ser respecto de los mexicanos, cuando sus leyes así lo preceptuaban? Lo mismo es que un hombre muera con el pecho abierto a manos de un falso sacerdote, como que muera por un balazo o al filo de la espada. Ya mis escuchas comprenderán que no era lo mismo a los ojos del virrey, por lo cual se le impidió la publicación de frases tan peligrosas. En el ejemplar de Alzate, puso el presbítero de su puño la siguiente frase: “éstas que es una reflexión filosófica llena de humanidad, se juzga reprehensible”.
 
A finales de 1779, y ante los temores que ya referí de la próxima contienda con Inglaterra, el ministro José de Gálvez dejó que le tomara el pelo un francés llamado Salvador Dampier, quien dijo poseer un secreto para afinar mejor los salitres para fabricar pólvora. Pedía cuarenta mil pesos por la revelación, pero el ministro resolvió enviarlo a la Nueva España a hacer la prueba. El enorme expediente es divertidísimo y muy aleccionador. Es el caso que, después de muchos forcejeos para que soltara de una buena vez el mentado secreto, se hartó el ilustrador fiscal con Ramón de Posada y pidió al virrey que nombrara a Alzate para descubrir la verdad. Como ya imaginarán, no había tal secreto, y consta de diligencias que puestos ambos, Alzate y Dampier, cada cual a refinar su propio salitre, el francés observó por encima del hombro las operaciones del presbítero y sólo así pudo salir del atolladero. Posadas se lo escribió a Gálvez y éste contestó que Alzate sería atendido oportunamente. En 1790 el sabio se quejaba al rey de que la oportunidad “no ha llegado todavía”. Quizá les interese saber que, por su parte, el francés se marchó de la Nueva España tan rico como quejoso de su suerte.
 
Entre 1784 y 1787 satisfizo sus impulsos de periodista gracias al cobijo que le brindó Valdés en su Gaceta de México. Pero a partir de marzo de 1787 inició las Observaciones sobre la física, historia natural y artes útiles, cuando gobernaba la Nueva España su prelado.
 
Cuando se inició el gobierno del segundo Revillagigedo en 1789, contaba el presbítero con 53 años de edad; era un hombre de amplia sabiduría; gozaba del reconocimiento de sus contemporáneos; había sido nombrado corresponsal de la Academia de las Ciencias de París (desde muy joven), del Jardín Botánico de Madrid y de la Sociedad Vascongada; tenía tras de sí una larga carrera de servicios al Estado; se le había ofrecido una prebenda y que se le atendería en su oportunidad; disfrutaba de un trabajo seguro y tranquilo que, además, le daba la inmunidad —ya muy vapuleada— de los eclesiásticos; acababa, para colmo, de recibir una bonita herencia, con la que inició su gran obra: la Gaceta de Literatura de México y, por último, había desaparecido ya el ministro Gálvez y el rey Carlos III, que tan indiferentes se habían mostrado al mérito del eclesiástico novohispano. Un nuevo rey, a quien no se conocía, daba trazas de estimular los estudios de los ilustrados. Un nuevo virrey, criollo por añadidura, mostraba una inhumana energía en atender todo y se había rodeado de funcionarios destacados, con lo que pretendería cambiar la apática situación de la Nueva España.
 
En octubre apareció el último número de su Gaceta de Literatura de México, suspendida por orden superior, en condiciones que no conozca, pero que, sin duda, van ligadas, a más del problema con Revillagigedo, con la violenta marcha atrás del Estado español ante el pensamiento ilustrado, con motivo de la Revolución Francesa. La Gaceta había durado ocho años y Alzate se encontraba en ánimo y con proporción de continuarla, según los avisos que insertó para la nueva suscripción. Branciforte ni intentó ni podía, como funcionario que era del Estado, proteger a Alzate. Éste había perdido la partida y tendría que sufrir el castigo. Algún barrunto o premonición tuvo Alzate del fin de sus Gacetas, porque en el último párrafo del último número dejó esta frase: “Algunos indiscretos piensan que las noticias que presentan las gacetas son efímeras; no es así, reviven a cierto tiempo y son el verdadero archivo de que se valen los que intentan escribir la historia de un país.”
 
Ni siquiera en nuestro país una vida entregada tan apasionadamente al servicio de los demás pudo pasar en la indiferencia. Desde muy poco después de su muerte empezó Alzate a recibir el reconocimiento que sobradamente merecía. A lo largo de más de 150 años se ha ido conformando su imagen, que incluso ha llegado a nosotros algo acartonada y poco simpática, porque lo que yo les he venido relatando ha permanecido ignorado.
 
Para mí todo esto nada más prueba que el intelectual deja de ser peligroso sólo a su muerte. Fúnebre condición que lo convierte en digno de homenajes y recordaciones. Cambió el Estado borbón a Estado mexicano, pero el reconocimiento de nuestro país a la obra de Alzate fue, como no podía ser menos, de lo más aséptico. Todos los premios post mortem, todas las remembranzas, todas las imposiciones de su nombre a calles, pueblos, presas, sociedades, insectos, barcos y demás, tal como todas las biografías monográficas, ensayistas o documentales, se han limitado al Alzate “científico”. Ocultamiento, consciente o no, de su verdadero mérito, que pienso, es el de mostrar que el ineludible papel del intelectual desde la creación del Estado moderno —y en México parece ser el Estado colonial borbón— es el de trabajar con tanto amor y con cuanta energía sea necesaria en servicio del “bien común”, esto es, de la sociedad a la que se pertenece, con el Estado, sin el Estado o contra el Estado. No es otro, me atrevo a creer, el sentido universal de la vida entera de Alzate; aunque con frase de mi héroe, pueda admitir que sean estas vagas ideas de un cerebro preocupado.
 
De su valor, juzgado en el tiempo que le tocó, sólo puedo decir que don José Antonio de Alzate y Ramírez Cantillana es, en el renovado bosque de nuestro siglo ilustrado, el más robusto de los árboles, el más descollante y el más frondoso. A formarle un claro para mejor verlo, a su cultivo amoroso bajo su ancha sombra, ha dedicado doce años de su existencia quien hoy, con rendida gratitud, recibe humilde la venera de esta Academia Mexicana de la Historia.
 
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Roberto Moreno de los Arcos      
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Aureliano Alarcón, Ramón. Buriano Ana, López Susana. 1997. Índice de las Gacetas de literatura de México de José Antonio Alzate y Ramírez. Ciencias, núm. 47, julio-septiembre, pp. 68-70. [En línea].
     

 

 

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Frederick Soddy
R047B03  
 
 
 
Mauricio Schoijet  
                     
El nombre del químico británico Frederick Soddy
(1877-1956) puede encontrarse en muchos textos de física y química, pero éstos se limitan a mencionar que, como colaborador del físico neozelandés Ernest Rutheford (1871-1937) fue uno de los fundadores de la física y la química nucleares, que en 1913 postuló la existencia de isótopos y que recibió el Nobel por sus contribuciones en este terreno. No hay hasta ahora ninguna biografía del personaje. Pero hay otras dimensiones de su personalidad que han sido muy poco estudiadas hasta ahora, y que son mencionadas en un artículo de Richard E. Sclove.
 
Fue aparentemente el primero en especular, junto con Rutherford, sobre la transmutación de los elementos como fuente de la energía del Sol. Obviamente esta conjetura, directamente relacionada con sus investigaciones sobre transmutación de los elementos, resultó correcta. Pero hizo además otras predicciones más aventuradas, que en algunos casos resultaron correctas y en otros no. Fue el primero en sugerir la posibilidad de la generación de energía a partir de los procesos radiactivos —en 1906— y la de la guerra nuclear —en 1915. Sus conjeturas parecen haber influido en Herbert G. Wells (1866-1946), que fue uno de los primeros autores de ciencia ficción.
 
En un artículo publicado en 1906, Soddy planteó que la aplicación práctica más importante de la radiactividad sería la producción de energía eléctrica y mecánica, y en su libro The Interpretation of Radium, publicado en 1908 y traducido a varios idiomas, habló de acelerar artificialmente los procesos de transmutación natural —ahora sabemos que es imposible—, e incluye la famosa metáfora acerca de que la energía nuclear permitiría el florecimiento de los desiertos, la fusión de los hielos polares (sic) y la transformación de la Tierra en un Jardín del Edén. Esta visión, que ahora nos parece ingenua y descabelladamente optimista, fue propagada desde entonces por infinidad de autores de futurología y ciencia ficción, para no hablar de científicos serios —serios en el ámbito de sus investigaciones específicas. Pero “además de contribuir a la realización de la Utopía, sugirió que la transmutación artificial sería necesaria como sustituta de la limitada existencia de combustibles fósiles”. Y en 1910 escribió un texto verdaderamente profético, publicado en 1912, en el que planteaba que “(en el futuro) propuestas de economía y conservación van a reemplazar en forma inevitable las de desarrollo y progreso”. Por supuesto que no se le ocurrió que la fusión de los hielos polares podría tener las consecuencias negativas que ahora nos amenazan, gracias al efecto invernadero. No hay evidencia de que hubiera leído The Coal Question, publicado por el economista William S. Jevons en 1866, en que se planteaba el probable agotamiento de las minas de carbón, pero su suegro George T. Beilby era un químico industrial que había hecho propaganda en favor del uso eficiente del carbón. Soddy suponía que una vez que fuera descubierto el secreto de la transmutación, la tecnología nuclear seguiría desarrollándose en forma automática y no problemática.
 
Los textos de Soddy inspiraron en 1913 la escritura de la novela del mencionado Herbert G. Wells, The World Set Free. Wells imaginó a un científico solitario que descubriría el secreto de la energía atómica en 1933, dislocaciones sociales horrendas como consecuencia de la aplicación gradual de la energía atómica, accidentes nucleares con bombas atómicas cargadas por bombarderos y la guerra nuclear para 1950.
 
Soddy fue aparentemente el primero en plantear —en 1923 cuando se le entregó el premio Nobel— la cuestión de la responsabilidad social de los científicos. Hacia esa época se había vuelto un crítico social explícito, caso único entre los científicos de su época —el otro fue el filósofo y matemático Bertrand Russell. Parece haber sido el primero que alertó, en textos publicados en Nature, sobre la sumisión de la ciencia al gran capital y contra la participación acrítica en la investigación bélica (aparentemente lo que lo preocupaba en ese momento era la investigación para la guerra química). Aun cuando nunca se proclamó socialista contribuyó en publicaciones socialistas. Ganó atención en 1935 debido a un intento de miembros disidentes para democratizar la Royal Society, en contra del elitismo y del conservadurismo que la dominaban y que seguramente la siguen dominando, que por desgracia no tuvo éxito. Hizo propuestas de reforma social, basadas en teorías económicas y monetarias no ortodoxas e imaginativas. Fue el primero en plantear la existencia de una relación entre termodinámica y economía, propuesta que no recibió mayor atención en ese momento, pero que posteriormente originó una línea de investigación de la mayor importancia, desarrollada por los economistas contemporáneos Nicholas Georgescu-Roegen y Herman Daly. Según Soddy, en la medida en que se alejó de la investigación en las ciencias duras para ocuparse de cuestiones políticas y económicas, su credibilidad pública se vio afectada.
 
Obviamente la predicción de Soddy sobre energía y guerra nuclear es de las más exitosas de la historia de la evaluación de tecnologías. La predicción contraria a la posibilidad de la energía nuclear del ya mencionado Ernest Rutherford, citada en el New York Times en 1933, es de sobra conocida, pero hay que aclarar que Rutherford no se refirió a los problemas que actualmente apuntan a la inviabilidad de la energía nuclear, tales como costos, accidentes y desechos, sino a las dificultades que veía para la implementación práctica de la producción de energía a partir de los procesos radiactivos, y esta negación la formuló antes de que fuera descubierta la fisión nuclear, que constituye la base física para la obtención de energía a partir de materiales radiactivos. Sclove sugiere que hay que estudiar el caso de Soddy para ver por qué puede haber casos de predicciones que sí funcionan, y sostiene que su apasionado compromiso, especulación imaginativa, conciencia sociohistórica y conocimiento no científico contrastaría con las recetas de los futurólogos de la tecnocracia, que si bien persiguen la especulación lógica, deliberada y sistemática acerca de las posibilidades del futuro, tienden a la extrapolación mecánica, política cauta y carente de vida. El problema que plantea Sclove merecería ser discutido más a fondo en alguna otra ocasión.  
 
Hasta aquí he resumido el texto de Sclove. Quiero ahora agregar algunas opiniones. Es bastante obvio que Soddy se equivocó en algunos aspectos, por ejemplo, en su propuesta de que la finalidad última de la química sería una realización práctica de la alquimia; y que fue contradictorio en otros, por ejemplo, en su visión del potencial ilimitado de la energía nuclear, que contrasta con su propuesta de conservación de energía. Sus ideas sirvieron para estimular especulaciones totalmente irresponsables acerca de las posibilidades de la energía nuclear, que durante las décadas de 1950 y 1960 saturaron los medios de comunicación, y que incluso llevaron a dilapidar enormes recursos en el estudio de verdaderas fantasías tecnológicas —por ejemplo los estudios nucleares, o sobre el uso de explosiones nucleares para excavar puertos y canales. Actualmente estas fantasías están en el basurero de la historia y la energía nuclear está en una etapa de muy probable extinción. Si bien ahora su visión de la energía nuclear puede parecernos ingenua, en el momento en que se formuló no había aún elementos como para percibir las dificultades que actualmente la abruman. Pero hay que tener en cuenta que se requería de una considerable imaginación para pensar en una época tan temprana tanto en la posibilidad de la energía nuclear como de las armas nucleares. La conjetura de Soddy —¡de hace ochenta años!— sobre la necesidad de conservar los recursos energéticos parece totalmente justificada en la actualidad. Dicha conjetura, acerca de las limitaciones o restricciones físicas de los procesos económicos, formulada hace setenta años, fue totalmente correcta y apenas ha comenzado a estudiarse seriamente por muy contados investigadores hace más de dos décadas. Su posición contra la subordinación de las ciencias al gran capital y contra la investigación con fines bélicos ha sido retomada por muchos científicos y militantes políticos en muchos países, y por varias sociedades científicas, incluso latinoamericanas. Podríamos hacer una lista muy larga de aquellos científicos que tomaron posición y trabajaron activamente contra la guerra y contra las ideologías del imperialismo, por ejemplo el racismo. Nos limitaremos a mencionar a los británicos J. B. S. Haldane —el genetista que en la década de 1930 movilizó a sus colegas contra el racismo— y John D. Bernal, al francés Frederic Joliot Curie, a los estadounidenses fundadores del Bulletin of Atomic Scientist, a Henry Kendall, fundador de la Union of Concerned Scientists. En Latinoamérica las sociedades de física han promovido la iniciativa de que sus miembros no colaboren en ningún proyecto de fabricación de armas nucleares. La propuesta de Soddy de democratización de las sociedades científicas sigue siendo válida para muchas de éstas, tanto en el orden mundial como en México. Y no estoy tan seguro de lo importante que pudo haber sido la pérdida de credibilidad de Soddy por efecto de sus preocupaciones políticas y económicas —para ello haría falta una biografía bien hecha que por ahora no ha sido escrita— pero creo que la tendencia a desvalorizar profesionalmente a aquellos científicos que se aventuran fuera del ámbito de sus respectivas especialidades parece sintomática de un cierto cretinismo bastante difundido en los medios académicos y políticos, que quiere confinar a los científicos en sus ámbitos específicos de investigación, negándoles el derecho de ser también ciudadanos, como Frederick Soddy lo planteó. Se trata de un cretinismo no políticamente inocente, que opera para impedir la formación de una conciencia política de los científicos, lo que permite que sean mejor manipulados por las clases dominantes y sus aparatos políticos. A cuarenta años de su desaparición, el mejor homenaje que podemos hacerle a Frederick Soddy es seguir su ejemplo luminoso, es decir, ser científicos no confinados en el ámbito de una especialidad sino dispuestos a arriesgarnos hacia otros ámbitos de la ciencia con audacia e imaginación, y ser además científicos socialmente responsables como ciudadanos.
 
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Referencias Bibliográficas

 
Richard E. Sclove, 1989, From Alchemy to Atomic War: Frederick Soddy’s, Technology Assessment of Atomic Energy, 1900-1915, Science, Technology and Human Values 14 (2): 163-194.
     
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Mauricio Schoijet
Departamento El hombre y su ambiente,
Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco.
     
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Schoijet, Mauricio. 1997. Frederick Soddy. Ciencias, núm. 47, julio-septiembre, pp. 48-51. [En línea].
     

 

 

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Recuerdos de Chernobyl
R047B04  
 
 
 
Guillermo Sheridan  
                     
Para Alicia y Pancho
 
Cuando la planta nuclear de Chernobyl, en la URSS,
explotó y roció de plutonio enriquecido a varios millones de habitantes y hectáreas del continente europeo, convirtiéndolo en una probeta llena de carcinomas, yo vivía con mi familia en Norwich, al noroeste de Londres, una ciudad que por cierto era bastante mona.
 
Recuerdo, lleno de nostalgia, que fue espantoso. Todas las noches, como todos los ingleses, veíamos dónde andaba la nube. La nube era la nube radioactiva que había salido de Chernobyl: era una nube que tenía, aproximadamente, el tamaño de Francia y que se movía con los caprichosos vientos del continente. Cuando la locutora de la BBC decía que la nube se había movido hacia Finlandia, dejábamos de aguantar la respiración. A la mañana siguiente volvíamos a aguantarla hasta saber en dónde andaba la nube. Esto era realmente incómodo, sobre todo a la hora de estornudar. La paranoia no había tardado en desatarse. La gente se arremolinaba en los supermercados tratando de comprar agua embotellada, leche en polvo empolvada y colecitas de Bruselas congeladas ante de la explosión.
 
Los verdaderos problemas comenzaron la tarde en la que mi hijo de cinco años regresó del jardín de la casa muy emocionado por haber encontrado un pájaro muerto, que traía en la manita. Después de que lo tallamos dos horas con el equivalente inglés del FAB, informó que se lo había encontrado junto al pond (es decir: el estanque). Al fondo del jardín que había en nuestra casa, vecino al patio de la escuela llena de aprendices de punk, estaba ese pond cuya profundidad siempre ignoramos y donde vivían una ranas sumamente histéricas.
 
Enterré el cadáver del pájaro en un montón de abono, cubriéndome las manos con unas bolsas de plástico y le prohibimos al niño acercarse al estanque. Esa noche estábamos más ansiosos que nunca, esperando que la locutora dijera dónde andaba la nube. Si anda por arriba del pond, me dije, andamos en problemas.
 
Andaba por Alemania Federal. Sin embargo, al día siguiente hubo dos pájaros muertos y tres el día después. Lo que había comenzado como un pánico normal comenzó a convertirse en pánico excesivo. Cada mañana me metía entero en una bolsa de plástico para ir a inventariar pájaros muertos al pond.        
 
Estábamos hartos de aguantar la respiración. Nos salía leche en polvo y colecitas de Bruselas de las orejas.
 
El día que hubo siete pájaros muertos, decidí consultar a Dora, la vecina, que era bióloga. Nunca imaginé la cantidad de problemas que eso nos iba a meter. Su nombre completo era Dora Highbrow, casada con Bobby Highbrow. Otro vecino nos había comentado antes que era un escándalo, pero que se sospechaba que Dora y Bobby no estaban del todo casados. Bobby era un gato calicó de treinta kilos. Yo, que respeto la unión libre, no me escandalicé. Dora estaba convencida de que hablaba muy bien el español, a causa de mi impecable inglés, no obstante lo cual se empeñaba en vocalizar muy lentamente cada rara vez que hablaba conmigo. Después de que le canté lo de los pájaros, dio tres pasos en reversa hacia su casa tapándose la boca con la mano y enunciando la famosa expresión inglesa: Oh, dear (que literalmente traducida significa “Ay, querido” —no es que entre Mrs. Highbrow y yo hubiera algo: Bobby era celoso y ella era vieja—, pero que en realidad significa algo como “qué barbaridad”, “qué horror”, “qué cosa”, “habráse visto”, etcétera).
 
Me sentí como un apestado. Una vez adentro de su casa, la escuché llamar a gritos a Bobby para contarle. Regresé a mi casa pensando qué hacer. Esa noche la nube se acercó al norte de Escocia. Ahora sí el pánico comenzó a desbordar. Se organizaban brigadas que soplaran hacia el norte con objeto de impedir que la nube cruzara la Muralla de Adriano. Pensé en la conveniencia de regresar a México. Me imaginaba a mi hijo eructando burbujas de zonzilio fosforescente por la boca que iba a salirle en la nuca a su tierna edad. Lo que ignoraba era que Mrs. Highbrow, quizá aconsejada por Bobby, ya había tomado cartas en el asunto y nos había delatado.
 
A la mañana siguiente, temprano tocaron la puerta. Afuera había dos hombres vestidos de astronautas de 2001: Odisea del espacio y un camión lleno de antenas y radares. Cuando iba a preguntar que qué se les ofrecía, me metieron en la boca un contador geiger bastante desabrido. Los hombres eran cruelmente eficaces, como deduje del hecho de que se negaron a beber una taza de té. Comenzaron a leer con su contador geiger toda la casa: el pan blanco sobre la mesa, el excusado, los pasaportes, un disco del “Flaco Ibáñez”.
 
Finalmente preguntaron por el pond. Se meneaban como osos mientras nos dirigíamos a él. Había tres pájaros muertos y uno agonizante. Mientras le pasaban el contador geiger, vi a Mrs. Highbrow y a Bobby pertrechados en la ventana de su casa, cubiertos con sendos tapabocas. Los hombres tomaron muestras del agua, secuestraron una rana y pidieron ver los otros pájaros muertos. Cuando exhumaron los cuerpos del cementerio de pájaros exclamaron:
 
Oh, dear, dear…        
 
Pusieron todo lo que confiscaron en respectivas bolsas de plástico que sellaron con cautela, me advirtieron muy cortésmente que se pondrían en contacto conmigo, se subieron a su camión y se fueron.
 
Para entonces ya veíamos el fondo del jardín como una terra ignota de la que, en cualquier momento, emanarían unas ranas mutantes de dos metros, con colmillos de cristal goteantes de sangre, rugiendo como un mofle mexicano. Por si fuera poco, Dora y Bobby se encargaron de platicarle a los vecinos lo que sucedía en el mexican’s pond, por lo que el cartero comenzó a aventar las cartas desde lejos, a mi hijo lo sentaron en un banco hasta atrás del salón, y el chofer del autobús nos negaba la parada. Hasta la princesa Diana nos miraba feo, cuando bautizaba un submarino, desde la televisión.
 
Días más tarde llegó un oficial de la oficina de salubridad. Explicó que los pájaros se habían muerto por la culpa de la escuela que colindaba con el jardín. En la escuela rociaban la basura con un veneno especial para aniquilar ratas inglesas. Este veneno operaba del siguiente modo: provocaba una sed terrible en las ratas, y cuando bebían agua, el veneno hacía efecto y las desfondaba. Pues bien: los pájaros también comían de ese veneno, bebía agua en nuestro pond y se morían junto a él. No había ni rastro de radiactividad y nuestra casa era tan segura como el palacio de Buckingham. Le pedí, por favorcito, que repitiera eso a Mrs. Highbrow.
 
Todo volvió a la normalidad. La nube iba y regresaba por el mapa de la BBC con cierta indecisión hasta que, eventualmente, dejó de aparecer. Desde luego que toda Europa, las islas y el continente, estaba saturada de “polvo de Chernobyl”, pero quedaba cada vez más claro que la intención general era olvidarse de ello y ya. La locutora regresó a las catástrofes habituales: la migraña de la reina o el clima. Regresó a la pantalla la princesa Diana, que no miró y se sonrojó, como apenada por lo que hacen en la escuelas inglesas para matar ratas. Meses más tarde, Bobby asesinó a Dora para quedarse con la herencia. Regresamos a México. Descubrí que prefería la certeza de salmonela en las carnitas a la posibilidad del estroncio 2000 en el roast-beef; la certeza de la mierda en el aire nacional a la posibilidad de berilio en el europeo.
 
Pero ya existía la amenaza de Laguna Verde, la planta nuclear orgullosamente diseñada y construida por ingenieros mexicanos en el estado de Veracruz que, según el presidente en su informe, ya casi va a estar lista. Inevitablemente, pensé en la que se va a armar el día en que Laguna Verde estalle, porque va a estallar, arrastrando detrás de sí un buen porcentaje de la cultura occidental. Decidí precaverme: calculé esconder billetes de cincuenta mil pesos para pagar las mordidas que exigirán los inspectores cuyos contadores geiger ni siquiera van a servir. Consideré ir almacenando agua, leche en polvo, huauzontles congelados. Supuse luego que todo era inútil porque, cuando suceda, nadie va a enterarse. El gobierno no va a decir nada, y en caso de que diga algo (cuando no sea posible evadir más el hecho de que el Golfo de México se ponga amarillo canario y amanezca junto a la ciudad de Puebla), seguramente será algo como que todo estaba calculado, cómo todo funcionó adecuadamente, cómo nuestros heroicos juanes, etcétera... La tragedia de Laguna Verde se mutará en un gran triunfo; nosotros nos mutaremos en unas como marimbas de tripas; una de las bocas de Lolita Ayala dirá que no hay ni una sola nube en ningún lado y el PRI declarará, encendido de fervor, que ahora sí, por fin “¡La radiactividad es para todos!”.        
 
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Nota
 
Tomado de Cartas de Copilco y otras postales, Editorial Vuelta, México 1992.
     
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Guillermo Sheridan      
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cómo citar este artículo    →
 
Sheridan, Guillermo. 1997. Recuerdos de Chernobyl. Ciencias, núm. 47, julio-septiembre, pp. 66-67. [En línea].
     

 

 

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Víctimas olvidadas
de la Guerra Fría
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Alan Burdick  
                     
Saint George, Utah, se encuentra en el corazón del
país mormón. Allí, como en muchas otras ciudades tranquilas del desierto esparcidas por la región, la vida y la muerte son vistas como regalos del cielo. Por ello, cuando el 27 de enero de 1951 una explosión atómica cimbró el sitio de ensayos de Nevada, desde donde llegan los vientos —la primera de más de cien pruebas atmosféricas que se llevaron a cabo en ese lugar con gran orgullo a lo largo de los siguientes doce años—, los ciudadanos de Saint George aceptaron el hecho como un signo más de la divina inspiración del gobierno.
 
El programa de pruebas de armas nucleares de Estados Unidos nunca fue benigno. Sin embargo, este hecho apenas pudo ser demostrado hace algunos años gracias a la apertura de documentos confidenciales. Nubes de radiación tan tóxicas como la que produjo la explosión del reactor nuclear soviético en Chernobyl, derramaron una lluvia rosa en sitios muy lejanos hacia el este, como Nueva Inglaterra, envenenando leche, matando ganado y perjudicando a los habitantes de paso. Miles de soldados recibieron órdenes de realizar ejercicios de combate cerca de la zona cero (el lugar donde se produce la explosión nuclear), expuestos a dosis de radiación supuestamente disminuidas, al igual que cientos de electricistas y obreros de mantenimiento del sitio de ensayos. Durante los años que siguieron, veteranos, trabajadores del sitio de ensayos y residentes de los poblados que se encuentran en la dirección que los vientos transportan las nubes han muerto de cáncer en una tasa alarmantemente alta.
 
A diferencia de los demás infortunios de la guerra vividos por la población civil, estas víctimas de la Guerra Fría nunca fueron alertadas acerca de los peligros para su salud. De hecho, fueron sometidos a una cruel campaña de desinformación. “El Sol, no la bomba, es tu peor enemigo”. Las mujeres que sufrían los efectos de las radiaciones —pérdida de cabello, severas quemaduras en la piel—, fueron rechazadas en los hospitales con un diagnóstico de “neurosis” o “síndrome de ama de casa”. Cuando un habitante de estas ciudades escribió reportando que su hijo y otros vecinos más habían muerto de un cáncer que parecía ser provocado por la lluvia radiactiva, el director de la agencia respondió: “no hay que exagerar en cuanto a los efectos de la lluvia radiactiva”. Cualquier peligro al que ella y sus vecinos “podrían” ser expuestos, añadía, “significaría un pequeño sacrificio” en beneficio de la paz mundial.
 
Los ensayos nucleares subterráneos también constituyen un riesgo para los habitantes de estas ciudades. De las más de 760 pruebas subterráneas conocidas, al menos 126 han arrojado radiactividad a la atmósfera. Y aunque desde 1971 las emisiones han sido en dosis pequeñas comparadas con las anteriores, muchas de ellas no fueron anunciadas. Así, en mayo de 1986 los directores del sitio de ensayos nucleares intentaron disfrazar la radiación que produjo la explosión de la prueba Mighty Oak al realizarla justo cuando la nube procedente de Chernobyl se encontraba a la deriva. De hecho, no es una coincidencia que las pruebas subterráneas se lleven a cabo únicamente cuando el viento sopla hacia el este, lejos de Los Ángeles y Las Vegas. Cuando Callagher interrogó a un portavoz del Departamento de Energía, éste respondió sin más: “a esa gente de Utah le vale madres la radiación”.
 
Este comentario ilustra la idea que la industria federal de armas nucleares sigue teniendo acerca de la seguridad de sus trabajadores, de la sociedad y el ambiente. El año pasado en una corte federal se mostró que durante años el Departamento de Energía había ayudado a la planta de armas nucleares de Rocky Flat, cerca de Golden, Colorado, a ocultar crímenes contra el ambiente para engañar a la Agencia de Protección del Ambiente. Asimismo, un enorme tiradero de residuos nucleares será construido en Nuevo México sin haber pasado por ninguna de las regulaciones ambientales federales.
 
Lo que Carole Callagher captó con su cámara no es una triste anomalía del pasado, sino parte de lo que ha sido una traición a la confianza de la sociedad. Al darles un rostro y una voz, las personas manifiestan una gran dignidad y exigen la verdad de una manera tan tranquila y fiera como la radiación que acecha nuestras vidas.
 
Ken Case 
Conocido entre los trabajadores del sitio de ensayos nucleares como el “cowboy atómico”, Case fue contratado por la Comisión de Energía Atómica en la década de los cincuenta para arrear rebaños de animales a “territorio cero” (el corazón del sitio de las pruebas) inmediatamente después de las detonaciones atómicas, para que los científicos pudieran medir los efectos de las radiaciones. Case sufrió once cirugías, incluyendo la extirpación del bazo y varios metros de intestino, antes de morir en 1985. “Ellos desarrollaron cáncer y nosotros también, decía Case acerca del ‘material vivo’ que arreaba. Sólo que los animales murieron más rápido”.   Della Truman  Al igual que muchos otros residentes de la ciudad de Enterprise, Utah, que recibe los vientos procedentes del sitio de ensayos nucleares, Truman desarrolló nódulos en la tiroides por beber leche contaminada con iodo radiactivo. A pesar de que fue examinada muchas veces por médicos militares de la Comisión Nacional de Energía Nuclear, nunca fue informada de los resultados de los análisis. Truman murió en 1987 de un ataque al corazón provocado por una “tormenta tiroidea”, una fuerte aceleración del metabolismo. “En la escuela una vez nos mostraron una película titulada A es de átomo y B de bomba”, recuerda ella, mas “la mayoría de quienes vivimos la época de los ensayos nucleares hemos añadido en nuestra mente ‘C de cáncer y M de muerte’ (D is for death)”.   Walter y Marvel Adkins  Chofer de autobús en el sitio de ensayos nucleares, Walter Adkins quedó atrapado durante seis horas en medio de una lluvia de polvo radiactivo procedente de Braneberry, ocasionada por una prueba subterránea realizada en 1970 que arrojó a la atmósfera dosis masivas de radiación. Adkins desarrolló tumores malignos en la piel, el esófago y los pulmones. Murió de cáncer de pulmón en 1988. “Venía y caía una cosa como color rosa. Lo podía ver sobre mis manos. Ellos me dijeron que la radiación nunca podría hacerte daño”.        Fotos y textos Carole Gallagher         Tomado del libro American Ground Zero, The Secret Nuclear War, MIT Press, 1993.
 
Fragmentos tomados de The Sciences, marzo-abril de 1993        
 
  articulos
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Alan Burdick
 
Traducción de César Carrillo Trueba
     
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cómo citar este artículo 
 
Burdick, Alan. (Traducción Carrillo Trueba, César). 1997. Víctimas olvidadas de la Guerra Fría. Ciencias, núm. 47, julio-septiembre, pp. 24-26. [En línea]. 
     

 

 

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