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Mauricio Ortiz      
               
               
La fotografía nació con un debate a cuestas que se prolongaría
por mucho tiempo y que aún sorprende encontrar en conversaciones de ocasión, artículos periodísticos y textos eruditos: la controversia acerca de si el novedoso invento era un arte verdadero o pura ciencia fría. Un proceso fotosensible perteneciente a la esfera del conocimiento químico más moderno daba por resultado, con el concierto de un sistema óptico adjudicable al saber de la física, una pintura que envidiaría el más alto exponente del arte pictórico de cualquier época. El “arte de la naturaleza” en directo por conducto de sus propios atributos, sin la mediación subjetiva del hombre y el siempre caprichoso temperamento que lo anima. De la cabeza de los propios inventores partía con entusiasmo la idea de haber alcanzado en la perfección del trazo un arte perfecto.   
 
En su viaje por la ribera del lago Como en el otoño de 1833, el matemático y lingüista inglés William Henry Fox Talbot se impacientaba en copiar a lápiz la “belleza inimitable del cuadro pintado por la naturaleza”, que se proyectaba con tan exquisito detalle en el prisma de una camara lucida de Wollaston: sin el menor éxito. “Qué encantador sería —how charming, recordó muchos años después— que estas imágenes naturales pudieran imprimirse en forma duradera sin intermedio del lápiz o el pincel y ¡permanecieran fijadas al papel! […] ¿Y por qué no va a ser posible?”. A su regreso a Inglaterra, Fox Talbot comenzó con el nitrato de plata la serie de experimentos que lo llevarían, a través del cloruro y el yoduro, los desvelos y las ansias, a presentar lo que él mismo llamó un Nuevo Arte ante la Royal Society el 31 de julio de 1839, poco después de enterarse de que, al otro lado del Canal, a principios de ese mismo mes Louis Jaques Mandé Daguerre, el empresario parisino y creador del espectacular Diorama, se le había adelantado en anunciar al mundo desde la Académie des Sciences el verdadero alumbramiento de la fotografía.
 
Sobra decir que los franceses también venían trabajando en el problema de tiempo atrás. Joseph Nicéphore Niepce, el físico de Chalon, había realizado sus primeros experimentos a principios de los veinte, reuniéndose por primera vez con Daguerre en 1827 para intercambiar notas y pavimentar el camino hacia una sociedad que formalizarían dos años más tarde. La muerte del primero en 1833 dejó en manos del segundo tanto el esfuerzo final como la gloria. En pocos años el bitumen de Judea y el aceite de lavanda dejaron su lugar al yodo y los vapores mercuriales, en los albores de una larga historia de desarrollo tecnológico dispuesta a brindar resultados que ni en sus más desquiciados sueños podrían haber imaginado los esforzados pioneros del medio.
 
“El descubrimiento que presento públicamente —leyó Daguerre aquel 7 de enero es uno de los pocos que por sus principios, sus resultados y su influencia benéfica sobre las artes pueden contarse entre los más útiles y extraordinarios inventos”. Otra vez el énfasis en “las artes” como beneficiario natural del novedoso procedimiento para fijar imágenes y por correspondencia el propio método como rama moderna del Arte.
 
El reporte Arago
 
Es esta cosa con las palabras, que una vez dichas se pegan en la costumbre y aunque se empecinan en guardar viejos significados luego ya no se sabe cómo ni por qué fueron esbozadas originalmente. A más de siglo y medio de venir siendo pronunciada en diferentes encarnaciones y variedades múltiples de acuerdo a la técnica empleada y la época —daguerrotipo, heliografía, talbotipo, ambrotipo, pancromática, infrarroja, imagen digital—, la fotografía no acaba de espantar la aureola de arte que le fue infundida a la hora de nacer, no obstante los repetidos desaciertos y grandísimos equívocos a los que ese hecho ha dado lugar y sin medra de las toneladas de páginas que habrán sido escritas al respecto, los unos defendiendo el casi mágico invento como una de las bellas artes, los otros denostándolo por ser el némesis del arte verdadero.
 
Y eso, no obstante de haber tenido un padrino de bautizo que con lenguaje ecuánime y sosegado puso desde el principio el acento sobre la i de fotografía. Dominique Francois Arago, diputado por los Pirineos Orientales y vocero de la comisión legislativa encargada de estudiar la adquisición por parte del Estado francés del invento fotográfico, presentó el caso en París ante el pleno de la Cámara de Diputados el 3 de julio de 1839. La legislación propuesta contemplaba otorgar a Daguerre una pensión anual vitalicia de 6000 francos y de 4000 al hijo de Niépce. Sin tentaciones de grandilocuencia y sin prestar atención a la ingenuidad del Nuevo Arte, Arago construye su reporte alrededor de cuatro asuntos. Tras responder a la inobjetable originalidad del proceso de Daguerre, se pregunta: “¿Prestará este invento un servicio valioso a la arqueología y las bellas artes? ¿Puede este invento volverse práctico? ¿Es de esperarse que las ciencias deriven ventajas de él?” El énfasis no en la identidad del invento con las disciplinas sino en su vocación de servicio, instrumento, material. La fotografía no es Arte, ni siquiera un arte, si bien con fotografías se puede hacer, entre las otras muchas cosas, arte.   
 
Arago le dedicó sus buenas líneas al problema de los jeroglíficos egipcios como una de las grandes aportaciones del flamante daguerrotipo. “Si hubiéramos contado con la fotografía en 1798 tendríamos hoy un registro pictórico fidedigno de lo que el mundo educado ha perdido irrevocablemente gracias a la codicia y el vandalismo de algunos viajeros […] Para copiar los millones de jeroglíficos que cubren sólo el exterior de los grandes monumentos de Tebas, Memphis, Karnak se necesitarían décadas de esfuerzo y legiones de dibujantes, […] cuando auxiliado por el daguerrotipo una sola persona puede completar el inmenso trabajo en corto tiempo”.
 
Si algo tiene ya de ingenuo el entusiasmo particular, en su momento debió haber bastado para acallar aquel debate congénito, a la par de los otros ejemplos utilizados en el reporte: el uso de la fotografía en física para determinar intensidades absolutas de fuentes luminosas; en la astronomía, la microscopía y la topografía para establecer un mapa preciso del mundo y el universo, y tal vez, dice el físico y diputado, incluso en los campos de la medicina y la fisiología. Pero “en un caso como éste, es desde luego lo inesperado con lo que uno más debe contar”.
 
“La belleza de este discurso —comenta Walter Benjamin en su Breve historia de la fotografía— radica en cómo destaca la aplicación de la fotografía a todos los aspectos y actividades del hombre”. En 1931, un siglo después de los afanes de Daguerre, había que seguir discutiendo el asunto.
 
La fotografía: ¿arte en la ciencia?
 
Si bien el debate agoniza en la actualidad y se admite sin pensarlo la existencia de otros ámbitos de la fotografía aparte del artístico, éste persiste en el intento por infiltrar aquéllos en respuesta al dictamen original sobre la naturaleza del medio fotosensible. En una fotografía, sólo por serio, debe poderse encontrar algo de aquel soplo vital: hay un arte implícito en los aerogramas y fotos de satélite, en las submicrofotografías electrónicas, en las líneas moleculares de un chip, en los tonos dramáticos de un cadáver mutilado, en la instantánea de la novia al atardecer en Pie de la Cuesta. Los ideales de origen, plenamente románticos por vocación y cronología, se sostienen en el mito que nombró a la fotografía tan solo ver sus primeras luces: el triunfo del hombre sobre la naturaleza en aun otra modalidad, la apropiación de su “arte”.
 
El uso desmesurado de la fotograba en el siglo y medio de vida que tiene ha impuesto una experiencia visual incapaz de admitir directamente conceptos tan candorosos, lo cual no obsta para que sigan expresándose, más o menos veladamente, en los diferentes modos contemporáneos de ver y leer fotografías. En el ámbito de la fotografía científica no es raro descubrir exposiciones fotográficas de medusas o de bacterias patógenas con el propósito expreso de mostrar las cualidades estéticas de los objetos de estudio. En la presentación de carteles que acompaña hoy cualquier congreso se percibe la misma intención; en la periferia de la comunicación estrictamente técnica se valoran las profusas imágenes también por su belleza.
 
Ciencia y arte, vinculados en un nacimiento común, deben tener zonas comunes. Apenas balbuceantes, en Leonardo se hermanaron fugazmente en un solo temperamento. Con Daguerre y Fox Talbot el siglo XIX recuperó y mejoró la interfase: ya no era necesario siquiera un temperamento: ciencia y arte unidos de manera espontánea y natural en un medio.
 
Tal vez el problema se precipita y perpetúa en el hecho de considerar la fotografía como un medio. Algo mucho menos homogéneo, la fotografía son partículas discretas que como las palabras quedan suspendidas en un lenguaje, el verdadero medio. Unidas a titulares y editoriales, declaraciones y notas de agencia las fotografías son parte esencial del lenguaje público. Trenzadas con ecuaciones, gráficas y tecnicismos, conforman también el lenguaje científico. Enmarcadas y colgadas en un museo o galería, cotizadas en el mercado y alabadas por un crítico de moda, efectivamente son arte, bella arte.
 articulos
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Mauricio Ortiz
Articulista de la sección de ciencia de La Jornada.
     
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cómo citar este artículo
 
Ortiz, Mauricio. 1997. La fotografía como una de las bellas artes. Ciencias, núm. 45, enero-marzo, pp. 58-61. [En línea].
     

 

 

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