revista de cultura científica FACULTAD DE CIENCIAS, UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
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Santiago Ramírez
     
               
               
El siglo XVII, el mitológico siglo XVII, consagra la caída
definitiva —a nombre de un Platón mítico— de la leyenda aristotélica.
 
Aristóteles afirmaba que uno de sus desacuerdos fundamentales con Platón era la concesión que éste hacía al misticismo pitagórico, es decir, a la idea de que la estructura del ser podría tornarse inteligible por la vía de la geometría y de la aritmética. En particular, Aristóteles sostendría, firmemente, imposibilidad de apropiarse el mundo —la φυσιξ— por medio de la aritmética y de la geometría.
 
El siglo XVII, en su antiaristotélico fanatismo, retoma a Platón y, gracias a Galileo, el mundo físico —la φυσικ deja de ser cognoscible cualitativamente—; con ello, admite la predicción cuantitativa: lo físico es geometrizado y el número adviene una descripción esencial —y no accidental, como dijera Aristóteles— del ser del mundo. Según los propios protagonistas de la revolución científica del siglo XVII se trata de un retorno al Platón que Aristóteles había descalificado. La pléyade del XVII, primero, la filosofía de las luces en el XVIII y Kant, ya en el umbral del XIX, habrían hecho suyo el proyecto galileano y, sobre todo Kant, habrían intentado poner, “sobre la vía segura, sobre el camino real de la ciencia”, toda teoría, toda ideología y todo proyecto desde el que hubiere de guiarse todo comportamiento práctico y toda actitud ante los fenómenos.
 
El positivismo —ya en pleno siglo XIX— haría suya esta física matemática y propondría un plan para las ciencias positivas cuyos éxitos impresionantes, harán palidecer a quienes, por otras razones, han querido sostener una concepción diferente de la ciencia: un plan para las ciencias positivas, tan eficiente y productivo que sus efectos no se han dejado de sentir en ninguna región del saber o del poder; un plan cuyo concepto de verdad ha dominado inevitable y necesariamente toda articulación entre el saber y el poder. El positivismo ha sostenido una idea de ciencia tan vasta y extensiva que tendríamos que sospechar que el positivismo tiene razón, o, inversamente que la ciencia no puede ser otra cosa que ciencia positiva; que es imposible pensar la ciencia fuera de la óptica positivista o, en fin, que pensar en ciencia es, ya de suyo, pensar en positivista.
 
¿En qué consiste esta idea positivista de la ciencia?
 
Ante todo, consiste en pensar en una articulación jerárquica de las ciencias. Desde las matemáticas hasta la física social, la articulación es doble: de fundamentación, en primer lugar y de progreso, en segundo lugar.
 
La idea de fundamentación tiene una consecuencia existencial: un discurso teórico acerca de lo social sólo podrá ser “positivo” si su fundamento es la física —por ello, la “sociología” de Comte se denomina “física social”—; a su vez, la única física que no podría considerarse como teología o metafísica, sería la física matemática; es decir una física fundamentada en las matemáticas.
 
Como toda pretensión jerárquica de fundamentación, la fundamentación propuesta por Comte no puede ser circular hay, por lo tanto un primer fundamento, un primer atributo que nos libera de lo teológico y de lo metafísico; este primer fundamento, este atributo insoslayable a la cientificidad es lo matemático.
 
La idea de progreso, en segundo lugar, supone que el ámbito de los objetos que la ciencia permite conocer verdaderamente es crecientemente vasto.
 
Esta progresiva ampliación de los límites del conocimiento verdadero está sometida a lo real. Mientras más amplio sea el sector que, de lo real la ciencia abarque, tanto más habría “progresado” la ciencia.
 
Así, el proyecto positivista podría ser sintetizado en una consigna somera: apoyados sobre el cimiento de la roca sólida de las matemáticas, avancemos, seguramente, a la conquista de sectores cada vez más amplios de lo real.
 
Las matemáticas, así, envían a lo real. Ponen a lo real —como dicen los filósofos— “en vías de—…”
 
Si lo matemático —hablando en griego— es lo disponible, matematizar lo real es ponerlo a disposición o en disponibilidad. Ataviar lo real con los atavíos matemáticos, es la realización de lo matemático; plantar la bandera matemática sobre lo real, es izar la bandera de una matemática real.
 
Estas consideraciones acerca de lo real y lo matemático recuerdan el delirio platónico de los reyes matemáticos y las gaussianas metáforas monárquicas acerca de la teoría de los números. Lo real, después de todo, pertenece a los reyes.
 
Hace muchos años —escribe Hans Christian Andersen— vivía un rey tan aficionado a estrenar ropa, que gastaba todo su dinero en ese pasatiempo, lo único que le gustaba era salir a pasear para lucir su ropa nueva. Tenía un traje para cada hora del día.
 
La vida transcurría alegre y feliz en la gran ciudad donde vivía el rey. Siempre se celebraba una fiesta u otra, y diariamente acudía un gran número de extranjeros a visitarla. En una ocasión llegaron unos pillos, quienes anunciaron que eran tejedores y podían hilar la tela más hermosa que imaginarse pueda. No sólo la textura y la calidad eran de una belleza incomparable, sino que además los trajes confeccionados con aquella tela tenían la maravillosa virtud de hacerse invisible a todo el que no fuera imperdonablemente estúpido. —Es preciso— se dije el rey que ordene inmediatamente un traje.
 
Y dicho y hecho, entregó dinero a los tejedores para que pusieran manos a la obra.
 
Los pillos prepararon telares y simularon que trabajaban pero, en realidad no hacían nada.
 
—Me gustaría ver la tela que han hilado— dijo el rey. Pero recordó que todo aquel que fuera tonto no podría ver el material y quiso probar a otras personas. Todos en la ciudad sabían de los poderes maravillosos de la tela y mostraban curiosidad por saber cuán estúpidos eran sus vecinos.
 
El rey envió a su ministro de educación a donde los pillos trabajaban. “¡Santo cielo! Pensó el ministro abriendo los ojos desmesuradamente, “¡no veo nada! Pero no se atrevió a expresar su asombro en alta voz.
 
Los tejedores le preguntaron si la tela no era maravillosa. Señalaron al telar vacío y el pobre ministro se frotó los ojos. Pero no podía ver nada, ya que no había nada que ver.
 
iVálgame el cielo!, se dijo, “es que ¿soy un estúpido? ¡Nunca me lo hubiera imaginado! Tengo que guardar el secreto. No, no, no debo admitir de ninguna manera que no veo nada.
 
—¿Qué le parece a su excelencia la tela? —preguntó uno de los tejedores.
 
—¡Ah! ¡Es preciosa, preciosísima!— respondió el viejo ministro mientras contemplaba la tela a través de sus impertinentes. Pueden estar seguros que se lo comunicaré al rey.
 
Los tramposos seguían pidiendo más presupuesto que se embolsaban y seguían sin hacer nada. Poco después, el rey envió al rector de la universidad a indagar en qué fecha quedaría terminada la tela. El caballero miró y miró, pero como no había nada en los telares, no pudo ver nada.
 
Me extraña no ver nada pues nunca creí ser estúpido, pensó el rector. Alabó, pues, la tela y expresó su admiración.
 
—Sí, sí, es hermosísima — dijo el rey.
 
Todo el mundo comentaba la magnifica tela que nadie veía…
 
No quiero alargar innecesariamente la historia —los nombres de algunos personajes han sido cambiados para proteger a los inocentes— cuya conclusión todos conocen; el rey desfila desnudo por las calles, totalmente desnudo sin que nadie estuviese dispuesto a admitir que no veía nada, ya que hacerlo habría equivalido a decir que era tonto. Nunca atavío real había merecido tan unánime aprobación.
 
—¡Pero si no lleva nada puesto!— exclamó un niño.
 
—¡Pero si no lleva nada puesto!— repitió todo el mundo.
 
El rey no pudo evitar oir lo que decían. “Pero debo seguir en la procesión, quiéralo o no”, pensó. Y los cortesanos caminaban tras él, más tiesos aún si cabe, mientas sostenían una cola que nunca existió.
 
A pocos escapará la intención de la fábula. Sustituyendo —como decimos los matemáticos— la tela por las matemáticas y en lugar de afirmar que quienes no ven son irremediablemente estúpidos decimos que quienes no entienden son rematadamente tontos, los pillos tejedores no requieren ser nombrados.
 
Pero puede sacarse más provecho de la metonimia: complicando las semejanzas, podemos asegurar que el rey es lo real, que sus atavíos son la ciencia con la que imaginamos poder “cubrir” lo real y, como en el siglo XVII, podemos seguir imaginando que mientras más “cubrimos” más ha progresado la ciencia. Podemos incluso imaginar —y este es la trapacería de Comte— que la tela son las matemáticas con que se atavía lo real. O más bien, que son el atavismo de lo real. Podemos imaginar todo lo que se quiera pues a la filosofía sólo puede acomodarle —por supuesto que no a toda filosofía— el papel de la denuncia de lo imaginario, la divertida función, si perdonen la expresión, de “encuerar” a la realeza, “encuerando lo real”.
 
Pues en efecto, las matemáticas envían a lo real. ¿A dónde lo envían? Lo envían a lo imaginario, lo envían a lo simbólico. 
Demostrar esto, filosóficamente, no es difícil, pues la ilusión de que lo real puede ser puesto en disposición de no es sino nuestra disposición a suponer que nuestras ilusiones son reales.
 
 
Evitaré el fárrago de la argumentación filosófica para decir, someramente, que la idea de que la matematización de una disciplina nos acerca a lo real es una ilusión, si bien es plausible admitir —en el ámbito de las ideas ilusorias— que sólo lo matematizado es científico. El problema no estriba en esto, el problema yace más bien en lo matematizable, en la pregunta siguiente: lo matematizado, ¿era matematizable?
 
Quiero terminar relatándoles otro pequeño cuento, el cuento de la sopa de piedra (donde la piedra ocupa el lugar metafórico de las matemáticas).
 
Un viejo gitano se presenta, un día, en el mercado de un pueblo con un envoltorio bajo el brazo. En el centro de la plaza, saca una pulida y esférica piedra y anuncia, a gritos, que se trata de una piedra mágica. Con esa piedra, afirma, se puede hacer la mejor sopa del mundo… “si alguien tuviera un caldero…” y una señora, presta, ofrece el suyo. El gitano coloca la piedra en el caldero y lo llena de agua. Un leñador ofrece su leña, enciende una hoguera y pone el caldero a calentar.
 
—Claro, dice el gitano, dirigiéndose a una vendedora de papas —con unas cuantas papas, la sopa mejora un poco. Y de las papas a las zanahorias, las cebollas, el tocino, una pierna de res, dos o tres pollos, y así sucesivamente…
 
Al cabo de un rato, la sopa está lista. El gitano aparta para sí la porción más abundante e invita a la concurrencia a probar la sopa. Los burgueses del pueblo ofrecen fortunas por la piedra, y el gitano accede, finalmente a regañadientes, a venderla. Todos se retiran maravillados, el comprador, sin caber en sí de gusto invita a sus amigos a comer de la sopa al día siguiente.
 
El gitano sale del pueblo, recoge una piedra a la vera del camino y empieza a limpiarla y a pulirla o, como decimos entre matemáticos, el resto sale por inducción.
 
Sé, por último, que no todos los que están aquí escuchándome, tratando de ver mis galas filosóficas o maravillados ante la multiplicación rocosa de los peces; sé digo, que muchos de ustedes no son matemáticos. Sé también que los pillos tejedores y los gitanos no son de fiar pero si de algo les sirve les pediría que no imaginen trajes imperiales ni se dejen impresionar con las piedras que pretenden sustituir la verdadera esencia de la sopa.
 
Y colorín colorado, este cuento ha terminado. 
     
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Santiago Ramírez
Profesor e investigador del Departamento de Matemáticas de la Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.

 
 
cómo citar este artículo
Ramírez, Santiago 1984. La fábula de las matemáticas y lo real. Ciencias 5, enero-marzo, 42-46. [En línea]
     

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