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Alfonso Nápoles Gándara
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Alberto Barajas
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En 1930, el misterioso azar nos reunió a un joven profesor de matemáticas y a mí en un palacio. Ese año sería crucial en nuestras vidas, pero creo que ninguno de los dos lo presentía, aun cuando yo lo escuchaba atentamente disertar sobre las variaciones del trinomio de segundo grado.
La Universidad estaba estrenando la autonomía que conquistó en la lucha de 1929. En los mexicanos duraba todavía el estremecimiento provocado por las elecciones de 1928, en las que un general menospreció la Constitución y quiso reelegirse matando a sus dos contrincantes para asegurar su triunfo, aunque a su vez, después fue víctima, de una mano fanática instrumento de la justicia inmanente. El general Obregón murió exactamente el 17 de julio de 1928, día de mi cumpleaños.
Entré a la preparatoria lleno de expectativas, pues esperaba respuesta a muchas preguntas que me inquietaban: ¿en qué clase de país me había tocado nacer?, ¿qué sentido tiene la vida humana?, ¿qué cosa es la universidad y el amor y la cultura? Me obsesionaba, sobre todo, la pregunta que se han hecho los adolescentes de todos los tiempos: ¿qué rumbo le daré a mi vida?
Cada día estaba más desorientado y no podía dormir. Por otro lado juzgaba a mis profesores con frialdad implacable ya que me parecían menos interesantes que algunos, magníficos, que había tenido en la Secundaria 3. Pero existían dos excepciones: el joven Alfonso Nápoles Gándara y el viejo Erasmo Castellanos Quinto. Sí, con ellos las clases de matemáticas y de literatura universal eran muy gratas.
Como Kafka, fatigué desesperado los corredores del Palacio de San Ildefonso, y súbitamente empecé a escuchar voces que parecían venir de algún confín remoto para calmar mis dolores metafísicos. Una voz me dijo al oído: “No existen sino anhelos, Barajas. Lo demás no existe, Por los menos no existe vitalmente. La realidad de que habla la ciencia es realidad pensada; realidad viva sólo la tienen los objetos cuando en ellos se prende nuestro deseo o nuestra nostalgia. Tener las cosas no nos importa, importa aspirar a ellas o extrañarlas cuando ya se han ido. Parecemos los hombres una caravana que camina bajo el sol insoportable del desierto. Nos hacemos la ilusión de que somos mercaderes, pero lo que en verdad queremos es sentir sed. Sed de saber, sed de amar. Sed de gozar de sufrir; de vivir... de morir...”
Otra me dijo algo semejante con una metáfora: “Quiero doblar el arco de la vida hasta que forme un círculo. De mis manos saldrá entonces la flecha de la existencia que persigo. Correrá entre los bosques, saltará sobre un río... El aire, herido por su vuelo, irradiará: con luz de constelaciones que viene del infinito. ¿Podrá el arco doblarse, sin romperse, hasta formar un círculo? La flecha que saldrá de mi arco ¿llegará a su destino?” El mundo empezaba a aclarárseme.
El profesor Nápoles caminaba muy aprisa y con la mirada hacia adelante. Siempre iba muy derecho pues tenía una de esas espaldas sin curvatura que sólo se ven en el Colegio Militar. Fuera de clase parecía no reconocernos, en cambio, en clase... tampoco. Sus exposiciones eran muy claras, ya que calculaba muy bien las dosis de conocimiento que podíamos absorber sin mayor esfuerzo. Escribía en el pizarrón lo que era necesario y suficiente, y no nos abrumaba con dictados inútiles. Su voz era muy clara y se escuchaba perfectamente hasta la última fila.
Un día empezamos a notarlo nervioso y preocupado, entonces nos anunció que el curso tendría que acortarse y el examen final sería en agosto. Por los periódicos supimos la causa de su inquietud: le acababan de conceder la beca Guggenheim para hacer estudios superiores en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Era el primer matemático mexicano que obtenía tal honor. A partir de ese momento, nuestro respeto por él dio un salto cuántico.
Al darnos las calificaciones del examen comentó brevemente mi trabajo. Su demostración es interesante, me dijo. Tiene diez. Esa vez fue el único que puso.
Para Nápoles fue seguramente muy angustioso el contacto brusco con el mundo de la ciencia internacional. En aquella época había una gran distancia entre la preparación matemática que se podía obtener en México y la que ofrecían las grandes universidades extranjeras. Sólo el que ha estado en ellas puede apreciar el esfuerzo heroico de Alfonso Nápoles para acreditar catorce cursos semestrales de matemáticas superiores de categoría A con la máxima calificación de H, aprobado con honor, en once de ellos. Si consideramos que esto ocurrió en un lapso de año y medio, su actuación fue muy notable.
Regresó a México en 1932 con un tesoro de conocimientos que ha compartido con sus discípulos y sin los cuales no hubiera sido posible la colaboración con grandes científicos extranjeros. Cuando yo discutía con Einstein una teoría rival a la suya, la de Birkhoff, pensaba que esa conversación hubiera sido imposible sin el curso de Cálculo Tensorial que tomé con don Alfonso. Al pensar en su vida recuerdo inevitablemente las palabras que también escuché en 1930, mi año terrible, y que ya he mencionado en alguna otra ocasión: “Hay hombres que sólo entran al combate cuando el Rey está mirando. O son como Aristo, aquel filósofo tan elegante que sólo filosofaba cuando sus amigos lo llevaban en una litera lujosa. Hay otros, en cambio, que trabajan siempre que se necesita y en las condiciones menos favorables; dispuestos todo el tiempo a cumplir con sus deberes y sus ideales”.
La biografía de Nápoles nos muestra su devoción por las matemáticas y por la Universidad. Esta prodigiosa Universidad de México que tanto me deconcertó al principio y que al fin me reveló cuál era mi destino, mi dharma. Si en un momento de crisis no hubiera tenido un profesor de matemáticas tan distinguido, probablemente habría seguido otra carrera.
Alfonso Nápoles Gándara nació en Cuernavaca el 14 de octubre de 1897. Allí estudio la primaria; después estuvo en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Escuela Nacional de Ingenieros, donde por su talento y originalidad llamó la atención del extraordinario Sotero Prieto.
Cuando Sotero murió, asumío el liderazgo del movimiento matemático en México. Más adelante, formó parte del grupo fundador de la actual Facultad de Ciencias, donde dirigió el Departamento de Matemáticas de 1939 a 1965. En 1942 se fundó el Instituto de Matemáticas, del que fue su primer director en noviembre de 1942, inició en Saltillo la serie de congresos de matemáticas que se han venido realizando con tanto éxito a lo largo de muchos años. Como consecuencia del primer congreso se creó la Sociedad Matemática Mexicana, la cual presidió hasta 1961. Desde entonces es Presidente Honorario Vitalicio.
Está casado con la señora Guadalupe Salazar y su hijo es el arquitecto Alfonso Nápoles Salazar, es hombre muy inteligente y muy creativo, quien además es distinguido y respetado en su profesión.
En fin, como quería el poeta, don Alfonso supo empuñar el arco con valentía y firmeza para lograr que la flecha llegara a su destino.
Septiembre de 1991
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Alberto Barajas
Instituto de Matemáticas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
_______________________________________________________________ como citar este artículo → Barajas Celis, Alberto.(1999). Alfonso Nápoles Gándara. Ciencias 53, enero-marzo, 28-30. [En línea]
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