Lenguaje y color en la cosmovisión de los antiguos nahuas |
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Elodie Dupey García
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Los pueblos del México prehispánico vivían en un mundo de colores. Los palacios y templos de las antiguas ciudades que sólo conocemos por sus muros de estuco blanco y sus tonos desvanecidos fueron, en su época, ricamente decorados y coloreados. Gracias al trabajo de arqueólogos y conservadores sabemos que el exterior de los edificios estaba pintado con colores lisos —rojo, blanco o azul—, mientras que los dibujos más elaborados se reservaban a los interiores. Además de la pintura mural, la mayoría de las manifestaciones artísticas precolombinas, esculturas en piedra o barro, relieves de estuco y cerámicas domésticas o funerarias se distinguían por su policromía. Por su parte, los manuscritos pictográficos llamados códices atestiguan la existencia de un verdadero lenguaje de los colores en el México antiguo. Estos documentos, cuyo contenido religioso o histórico-mítico nos informa sobre los dioses, los rituales, el calendario, la cosmología y las dinastías, representan fuentes excepcionales para explorar los sistemas cromáticos prehispánicos.
Así, las apariciones y la simbología de los colores en las culturas mesoamericanas antiguas e incluso contemporáneas son variadas y complejas, pero paradójicamente los usos y los significados del cromatismo han sido el objeto de escasas investigaciones en el marco de los estudios americanistas.
Es por tanto necesario abordar los vínculos que existían entre la visión del mundo de los nahuas y el manejo que se hacía de los colores así como el simbolismo que se les otorgaba en este pueblo del México antiguo. La utilización del color se relaciona estrechamente con las ideas que elaboran los hombres acerca del mundo en el cual viven.
Definiríamos la cosmovisión como una forma inconsciente y colectiva de aprehender el entorno, que permite al hombre explicarse los mecanismos del cosmos en el que se encuentra incluido. En la elaboración de esta visión del mundo intervienen tanto el impacto del enfrentamiento humano con la naturaleza como la adscripción de cada ser en una sociedad precisa. La cosmovisión se puede entender por tanto como la especifidad de la percepción y acción de los seres humanos en un contexto cultural dado, y por ello el conocimiento de sus fundamentos resulta esencial en una discusión sobre las características del cromatismo en cada grupo humano. Visto desde este ángulo, el cuestionamiento sobre el color en las culturas prehispánicas abarca un aspecto específico de la percepción y acción del hombre frente al universo, el de su percepción y reproducción de los colores.
Es importante recordar que si bien en todas las sociedades la percepción de los colores es un fenómeno natural, también se encuentra sometido a influencias culturales. A raíz de esta experiencia, el hombre integra los colores a su visión del mundo y su reproducción del cromatismo, tanto en el discurso oral como visual, y esto obedece a convenciones que concuerdan con el resto de su aprehensión del universo.
En el caso de los antiguos mexicanos, las creencias relativas a la estructura y el funcionamiento del universo descansaban en la existencia de un principio dual en el origen de todas las cosas, el cual dominaba el cosmos en su totalidad. Así, imaginaban que el mundo estaba dividido, en el plano terrestre, en dos espacios antagónicos y complementarios: una mitad superior, celeste, ígnea, masculina, y una mitad inferior, terrestre, acuática y femenina. Con base en esta primera separación, objetos y seres eran agrupados en una u otra de las dimensiones, y esta oposición que segmentaba el cosmos justificaba su diversidad, su orden y dinamismo. Además, la complejidad de las religiones mesoamericanas condujo a la superposición de una organización tripartita a esta concepción dual de las cosas; por ejemplo, cuando la superficie terrestre, el ámbito de los hombres, se añadía a los otros dos espacios cósmicos: cielo e inframundo. Ahora bien, es preciso entender que esta disposición en tres esferas no contradecía la división en dos partes sino que la complementaba.
De nombres y colores
La incidencia que tienen los factores culturales en la percepción visual desemboca en una de las formas humanas de reproducir los colores: la denominación. Ésta es una manera de ordenar los colores, de integrarlos al sistema taxonómico.
La mayor parte de los datos sobre terminología cromática náhuatl procede de dos fuentes escritas con letra latina en el siglo xvi: el Vocabulario de Fray Alonso de Molina y el Códice Florentino, obra concebida y orquestada por Fray Bernardino de Sahagún. A pesar de su calidad y de la temprana fecha de su elaboración, estos documentos son textos coloniales que traducen, en cierta medida, la ideología occidental de sus autores, por lo que el análisis etimológico que se realizó es un reflejo de la realidad histórica en los inicios de la Colonia.
El náhuatl es una lengua en alto grado aglutinante, es decir que funciona uniendo varias raíces para formar nuevas voces. Este aspecto del idioma es particularmente relevante porque la aglutinación de vocablos permite construir palabras que describen en forma muy precisa las realidades concretas o abstractas que se pretende expresar. Así, la lengua náhuatl tiene la capacidad de crear ilimitados términos cromáticos cuya construcción suele ser metafórica: el color de los objetos se menciona mediante sustantivos o adjetivos que remiten a un elemento cuyo cromatismo está sobrentendido y que sirve de referente para designar una gama de tonos. Tlatlaltik, por ejemplo, se emplea en náhuatl contemporáneo para calificar algo que comparte el color de la tierra —esto es, para los hablantes, grisáceo— pues se trata de una metáfora cuya raíz es el sustantivo tlalli, “la tierra”.
En algunos casos, como en el ejemplo de tlatlaltik, se ha identificado la palabra que está al origen de la metáfora, pero en otros sólo se han formulado hipótesis. La mayoría de estos términos son adjetivos que se elaboran a partir de nombres de entidades naturales —el chile, la garza, etcétera— cuyas cualidades cromáticas son análogas a los matices que se busca evocar. Así, teztic, “cosa blanca”, es una voz que se forma a partir de textli, “la harina, la cosa molida”. Entre los rojos, chichiltic, “bermejo, colorado”, viene de chilli, “el chile”, y eztic, “rojo”, se construye a partir de eztli, “la sangre”. Finalmente, quiltic, “verde”, procede de quilitl, “la verdura, la hierba” y tliltic, “negro”, es el adjetivo correspondiente al sustantivo tlilli, “la tinta” (cuadro 1).
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cuadro 1
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El caso de iztac, “blanco”, es interesante en la medida que este adjetivo cromático no deriva de un elemento natural sino que da origen al sustantivo que designaba la sal en náhuatl. En efecto, iztac es una forma nacida del término yutoazteca tusa mientras que el nombre para la sal, en este idioma, no se conservó en la transición hacia el náhuatl. Luego, de iztac, “blanco”, se generó iztatl, “la sal”, y no al contrario como se suele creer. La historia de este vocablo cromático nos conduce a reflexionar sobre los nexos entre color y materia colorante en la cosmovisión náhuatl, y sobre la ausencia de concepción abstracta de los colores generalmente atribuida a los pueblos mesoamericanos. En esta ocasión, el objeto “sal” adopta su nombre del término cromático abstracto “blanco” y no al revés.
A partir de algunos adjetivos de color se constituyeron, luego, formas verbales, en particular verbos terminados en -eua que significa “pararse (o sea volverse) de un color”. A su vez, estos verbos originaron regularmente nuevos términos cromáticos. Por segunda vez, el caso de iztac es revelador pues este adjetivo engendró el verbo iztaleua (“volverse blanco”) que desembocó, después, en los calificativos iztalectic e iztaleuac (“descolorido”, “blanquecino”).
Otros nombres de colores característicos del náhuatl clásico son los sustantivos derivados del verbo pa, “teñir”. Tlapalli, por ejemplo, es una voz que se usaba para hablar del “color” y del “colorado”, es decir, del rojo. Notamos que, al igual que en castellano, el náhuatl utiliza la misma raíz para color y colorado, lo que muestra la importancia del rojo —como color por excelencia— en la tradición cromática de sus hablantes. Concretamente, tlapalli se forma a partir del verbo pa al que se une la marca de objeto indefinido tla-. Así, pa es “teñir” y tlapa sería “teñir algo”, por lo cual interpretamos tlapalli como “cosa teñida”, “lo teñido”.
Por su lado, palli representa una sustantivación del mismo verbo pa cuando éste no lleva la marca de objeto indefinido. Entonces, palli ha de significar literalmente “la tintura” y no nos sorprende descubrir que en el Vocabulario de Molina esta palabra se encuentra registrada como “barro negro para teñir la ropa”. Las dos formas palli y tlapalli evidencian una estrecha relación entre el rojo, “lo teñido”, y el negro, “la tintura” —con base en la etimología del náhuatl antiguo, uno resulta del otro.
Además de estos términos obtenidos por adjetivación, los nahuas atribuían a ciertos colores los nombres de materias colorantes. Este aspecto de la nomenclatura refleja una conexión entre el color y su soporte material en el pensamiento náhuatl. Estas voces son por lo general sustantivos, ya que remiten a productos minerales, vegetales o animales. A menudo, estas palabras servían también de raíz para la creación de nuevos adjetivos cromáticos (cuadro 2).
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cuadro 2
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El ejemplo del ocre rojo, tlauitl, resulta particularmente ilustrativo de esta tendencia. En efecto, a partir de este pigmento apareció el sustantivo tlauhtlapalli que se traduce por “bermellón” y el adjetivo tlatlahuic que quiere decir “rojo o rojizo”. Por su parte, el verbo tlauia, “volverse rojo”, desembocó en dos términos cromáticos más: tlatlactic y tlatlauhqui (“bermejo” y “enrojecido”).
Finalmente, otros colorantes como tizatl (“el gis”), xochipalli (“flor amarilla con rojo”), matlalli (“flor azul”) y texotli (“tierra azul”) se solían usar para denominar colores, aun cuando estos productos no servían materialmente para colorear los objetos calificados. Fray Bernardino de Sahagún comenta, por ejemplo, que durante ciertos rituales los indígenas bebían un pulque llamado tizauctli, una expresión que se refiere al color blanco mediante el vocablo tizatl sin que el gis haya entrado en la composición de tal bebida embriagante.
La lógica que rige la categorización de los colores en náhuatl puede, a primera vista, parecer asombrosa. Al considerar las fronteras que los hablantes establecían —y siguen estableciendo— entre los matices, vislumbramos un sistema completamente distinto al que manejamos en las sociedades occidentales. El caso de algunos términos utilizados para designar los tonos de verde y azul es ilustrativo, pues una misma palabra como xoxouhqui se empleaba para calificar objetos verdes, crudos o azules “color de cielo”, mientras que un verbo como xoxouia significaba “pararse verdinegro de enfermedad” o “pararse descolorido”.
Sin embargo, estos rasgos idiomáticos no implican que los nahuas no percibieran, a nivel fisiológico, la diferencia entre el azul y el verde. En los manuscritos pictográficos, por ejemplo, observamos que estos dos tonos son inconfundibles. La presencia de tales “ambigüedades” se debe a que la lengua náhuatl no traza límites entre ciertos colores donde otros idiomas sí lo hacen. Esto resulta del sistema de categorización propio de esta lengua, de esta cultura, que a pesar de ser poco conocido por los estudiosos, no deja de ser coherente.
Recuérdese que si la percepción del color es idéntica para todos los seres humanos, en cambio la cognición que engendra la organización cromática es mutable. El ejemplo de los distintos colores que cada grupo atribuye arbitrariamente al arcoiris lo ilustra. Asimismo, varios estudios lingüísticos y etnológicos sobre el color muestran que, a raíz de su experiencia sensorial, los hombres ordenan y confieren significados al cromatismo de acuerdo con sus sistemas de pensamiento. Por ello, notamos que en cada sociedad la categorización de los colores es diferente ya que se elabora en concordancia con el resto de la ordenación cultural del entorno. Al fin y al cabo, podemos decir que la clasificación cromática representa una ínfima parte del afán organizador del hombre que se plasma en la taxonomía.
Algunos ejemplos de los criterios que los nahuas adoptaron en la denominación de los colores permitirán adentrarse en esta relación.
La organización triangular del cromatismo
Al analizar la etimología de tres términos aislados, iztalectic (“blanco”), catzactic (“negro “) y tlapalli (“rojo”) constatamos que, además de su carga cromática, estos nombres se refieren a las nociones de “descolorido”, “sucio” y “teñido”. La correspondencia entre estas etimologías y la teoría de los colores “antropológicos” desarrollada por Michel Pastoureau ha llamado fuertemente nuestra atención. De acuerdo con este historiador, el blanco, el negro y el rojo —tonalidades presentes en numerosas sociedades de la Antigüedad— se oponen entre sí porque conforman el triángulo de conceptos siguientes: “no teñido y limpio” para el blanco, “no teñido y sucio”, el negro y “teñido”, el rojo. Según Pastoureau, las tensiones que nacen entre estos colores permitían expresar, en varias partes del mundo, la mayoría de los contrastes polares como claro-oscuro, caliente-frío, lleno-vacío, etcétera.
En náhuatl, dos de las puntas del triángulo cromático coinciden exactamente con el modelo de los colores “antropológicos”. En efecto, como vimos, además de “colorado”, tlapalli significaba literalmente “lo teñido”, mientras que los adjetivos catzactic o catzauac fueron traducidos como “sucio” por Molina y “ennegrecido” por Siméon. Respecto al último polo, el blanco, admitimos que la analogía es más aleatoria porque la equivalencia entre iztalectic, “lo descolorido”, y la idea de “no teñido y limpio” es cuestionable.
No obstante, en variantes dialectales del náhuatl actual la palabra utilizada para decir blanco es chipawak que, en el idioma antiguo, era “una cosa limpia, hermosa y clara”. Además, descubrimos que en maya yucateco zac, “cosa blanca”, reúne también los campos semánticos de “lo claro”, “lo limpio” y “lo nuevo”. Estos datos procedentes de la lengua náhuatl contemporánea y de otra cultura prehispánica comprueban que la asociación del blanco con lo limpio existe en el pensamiento mesoamericano. Por consiguiente, suponemos que una oposición triangular se dio en la cultura náhuatl prehispánica, aun cuando no está mencionada explícitamente en los documentos coloniales.
Estas concordancias representan una primera clave para entender el cromatismo en las civilizaciones precolombinas, pues sabemos que los colores adquieren significación por los contrastes que se generan entre ellos. Aquí estamos en presencia de tres categorías de color que se enfrentan entre sí pero también comparten rasgos comunes al tomarse de dos en dos. Con base en ese triángulo, los nahuas crearon los principales pares antagónicos significantes de su sistema cromático. Así, el negro y el rojo —como colores saturados— se oponían al blanco y a ciertos azules o verdes caracterizados por su “ausencia” de cromatismo. Recordemos que la misma raíz pa del verbo “teñir” está en el origen de las palabras palli, “negro” y tlapalli, “rojo”, dos colores que se distinguen por su saturación. En Mesoamérica, como en otras sociedades tradicionales, el blanco, “carencia de color”, tendría entonces dos opuestos: los colores saturados negro y rojo.
Por otro lado, el blanco, “limpio”, y el negro, “sucio”, se concebían como “no teñidos”, esto es “brutos”, “naturales”, y contrastaban entonces con el rojo, tlapalli, vinculado con la tintura. Esta diferencia no sólo aparecía entre el rojo y los colores “naturales”, sino entre éstos y todos los demás matices porque, como ya lo subrayamos, tlapalli generalmente transmitía más el significado de “color”. La relevancia de esta oposición parece estribar en el peso de la tecnología del color para el hombre náhuatl. En efecto, el contraste entre negro-blanco y rojo traduce el cambio de estatuto de los colores de objetos de la naturaleza a adquisiciones culturales. Como hipótesis proponemos que por medio del antagonismo entre el grupo blanco-negro y el rojo se haya expresado la distinción que los antiguos mexicanos hacían entre el cromatismo “natural” y el cromatismo “cultural”.
El término tlapalli destaca por su polisemia. Además de la tintura evoca también la pintura y el cromatismo en general. En el Vocabulario de Molina, leemos que tlapallatextli son los “colores molidos para pintar” y que tlapalhuia era “poner colores en lo que se pinta”. Por estas etimologías, pensamos que tlapalli remitía al color en cualquier creación, como en el famoso difrasismo in tlilli in tlapalli. En efecto, tlilli, “la tinta”, era el color negro usado para delinear, dibujar, mientras que tlapalli se asociaba, como vimos, con el hecho de aplicar colores, colorear con pintura.
Ahora bien, sabemos que al realizar una obra pictórica los antiguos nahuas coloreaban las formas y las delineaban con una raya negra (o eventualmente roja) de contorno. Por consiguiente, sugerimos que el difrasismo in tlilli in tlapalli debía significar “la línea, el color” o “el diseño, el cromatismo”, y aludía entonces a la elaboración de la obra plástica, a la creación artística. En un extracto del Códice Florentino, los informantes de Sahagún cuentan que los tlamatini, los sabios, eran los que “llevaban consigo la tinta y el color —in tlilli in tlapalli—, los códices y las pinturas, la sabiduría. Llevaban todo consigo: los libros de canto y la música de las flautas”. Esta mención de tlilli tlapalli, los instrumentos de la creación, junto con los códices y las pinturas, el resultado de su unión, parece corroborar nuestra interpretación.
El color y la luz
La naturaleza de la luz es otro problema que preocupaba a los mesoamericanos y se reflejó en sus sistemas cromáticos. Si el rojo es el color “cultural” por excelencia, es también una expresión de la luminosidad. En maya yucateco, chak ek, literalmente “la estrella roja”, es el lucero de la mañana, mientras que en náhuatl clásico el nombre del ocre rojo, tlauitl, procede de la misma raíz que tlauilli, “la claridad”, “la luz”. Por ello, tlahuilcopa era “el rumbo de la luz” o sea el Oriente.
Este interés por la luz condujo a otra oposición entre rojo, negro y blanco. En efecto, el rojo no era el único color luminoso, pues el blanco encarnaba también la claridad. Hallamos en los diccionarios que tlaztallotl se traduce por “brillo del día, de la luz, blancura de la mañana” y que al origen de tal palabra se encuentra iztalia, “dar lustre blanco”, un verbo derivado de iztac.
Además, este nexo entre la luminosidad y los colores blanco y rojo es reforzado por las descripciones de los astros solares y lunares, las fuentes de luz diurna y nocturna, en la obra de Sahagún. Los indios que participaron en la elaboración del Códice Florentino comentaron acerca del Sol que al amanecer podía salir “de color de sangre, rojo brillante, colorado” o bien “pálido, de cara blanca, descolorido”. Por su parte, la Luna era “como un gran comal de tierra —muy redonda, circular— era como si fuese roja, de un rojo brillante e intenso. Y luego, cuando ya había recorrido una parte de su trayectoria, cuando se había elevado, se volvía blanca […] Entonces, parecía pálida, muy blanca”.
Es interesante constatar que en pueblos indígenas contemporáneos, por ejemplo entre los totonacos y los otomíes, el color típico de la Luna sigue siendo el rojo porque el astro selenita se vincula con la sangre menstrual de las mujeres y la fertilidad. Asimismo, los tepehuas asignan a la Luna un cromatismo doble que se manifiesta bajo la forma de una pareja de dueños: el sereno amarillo y el sereno rojo. Esta información es valiosa porque establece un paralelismo entre las creencias indígenas actuales y el cambio de luz y de color en la Luna que señalaron los antiguos mexicanos.
En oposición al polo luminoso que constituían blanco y rojo, suponemos que el negro traducía la ausencia de luz, la falta total de claridad. Más allá de esta evidencia, nos interesa reflexionar sobre la idea de “lo oscuro” entre los nahuas. Para acercarnos a este concepto nos interrogamos sobre las características de la morada de sus muertos conocida por su oscuridad: el Mictlan, es decir, “el lugar de la muerte”. En las fuentes, este espacio es descrito como una “casa de perpetuas tinieblas donde ni hay ventana ni luz ninguna” y un lugar donde reinaban “las nieblas y las tinieblas de la muerte”.
Esta última alusión es particularmente elocuente porque, en náhuatl, la niebla se dice ayauitl y reconocemos en esta palabra una raíz que recuerda el sustantivo yauitl, igualmente presente en los nombres del “negro”: yappalli, yappaltic y yappaleua. Así, cabe la posibilidad de que mediante el uso de yauitl —cuyo significado se aproxima a “lo moreno”, “lo oscuro”— naciera una conexión entre la neblina y los colores oscuros. Con base en esta suposición, avanzamos que, en la cultura náhuatl, la ausencia de luz se asociaba con la noche pero también con la niebla.
Ahora bien, sabemos que durante la noche no se perciben los grados lumínicos de los colores, mientras que la neblina es un fenómeno que opaca los contrastes entre éstos. Por consiguiente, al existir una eventual relación entre los nombres de colores oscuros y la bruma, presumimos que palabras como yappalli o yappaltic habían de expresar, más allá de su sentido literal de “negro”, la invisibilidad o la mala visibilidad del color provocadas por este fenómeno atmosférico.
Todo ello nos lleva a intuir que, en las obras pictóricas, la falta de luz se debía representar mediante tonos oscuros pero sobre todo disminuyendo los contrastes entre los colores o matizándolos. Y de hecho, es de notar que en el Códice Borgia, manuscrito prehispánico del centro de México, los cuerpos de los dioses asociados con la noche, la Luna o las estrellas como Tezcatlipoca, Quetzalcoatl o Tlahuizcalpantecuhtli se pintaron con degradaciones de gris y de negro —obsérvese los círculos grises sobre fondo negro en los cuerpos de Tezcatlipoca (página opuesta) y Quetzalcoatl (arriba); así como las rayas grises en la cara negra de Tlahuizcalpantecuhtli (abajo, ver figuras a color en la tercera de forros).
Finalmente, el doble sentido del término poyauac, que significa a la vez “matizado” y “moreno”, apoya esta idea. En efecto, este nombre de color tiende a probar lingüísticamente que para conferir un carácter “moreno” u “oscuro” a los objetos es necesario matizarlos. Además, el vínculo entre poyauac y el verbo tlapoyaua, “anocher”, confirma que las cosas morenas o matizadas son las que se ven como a la caída de la noche.
Para concluir sobre este interés por la luz y las oposiciones polares que engendró en la tradición cromática náhuatl, insistimos en que la negrura o “lo oscuro” pudo ser ligado a la neblina y a la mala visibilidad del color que genera. Coincidimos con la investigadora Diana Magaloni quien explicó cómo, en la pintura mural de Teotihuacan, una de las formas de expresar la oscuridad había sido el uso de colores matizados que contrastaban levemente entre sí. Proponemos que la luminosidad, en cambio, era evocada mediante el blanco y el rojo, colores de los astros, y sugerimos que el alto contraste que se producía entre ellos pudo ser una expresión de la diferenciación de las cosas, resultado de la primera aparición del color en el momento en que emergió la luz.
Colores “secos” y colores “húmedos”
La importancia conferida al ciclo vegetal y en particular a la vida de la planta de maíz entre los antiguos mesoamericanos llegó a tal grado que las clasificaciones de vegetales y colores se influían mutuamente. Así, junto con la oposición entre claro y oscuro, la división en fresco y seco, o maduro y tierno eran criterios de categorización cromática relevante en la cultura y la lengua náhuatl.
Al analizar la etimología de varias voces encontramos que algunos matices eran conectados con etapas del crecimiento de las plantas. Por ejemplo, nombres de colores como coztic o coçauhqui —ambos se traducen por amarillo— parecen aludir al aspecto seco de la vegetación pues averiguamos que su raíz común derivaba de kasá, una palabra tarahumara que significa “paja” o “zacate”. Por otra parte, camilectic, “cosa morena o fruta que pinta”, es un término que asocia claramente el color amarillo o moreno con las épocas de madurez de las plantas y frutas.
De la misma manera, el campo semántico de coçauhqui, “cosa amarilla”, remite al carácter seco y maduro de los cereales como el trigo en la colonia y probablemente el maíz en tiempos prehispánicos. En efecto, coçauia, “pararse amarillo”, se usaba también con el significado de “sazonarse y secarse los panes”, mientras que coçauiztoc aparecía como “estar seco, maduro, hablando del trigo”. A partir de estos ejemplos, percibimos que los nombres del amarillo, además de cargar con valores cromáticos, podían evocar los tiempos de madurez o de sequedad de los vegetales.
En contraparte, algunas palabras de la categoría de verdes y azules como xoxoctic, xoxouhqui y xoxouia se referían más bien a la vegetación en su aspecto fresco y tierno e incluso transmitían la noción de crudo. Estas significaciones múltiples de los términos cromáticos aluden a estados vegetales tiernos y aguados, correspondientes a la juventud de las plantas. En este sentido, resulta notable que xoxouhqui sea uno de los patronímicos atribuidos a Tláloc, la deidad de la lluvia y de la tierra, cuyo ámbito de poder era precisamente la mitad infraterrestre del universo, húmeda y fría. Asimismo, vale la pena subrayar que en la provincia de Tlaxcala la esposa de este dios acuático y terrestre se llamaba Matlacueye, un nombre que viene del producto colorante matlalli y que quiere decir “su falda es azul o verde”.
En su conjunto esta información comprueba la existencia de dos polos cromáticos relacionados con las grandes etapas del ciclo vegetal. Ahora bien, en el México prehispánico el año solar se segmentaba en dos estaciones conocidas como la temporada de lluvias y la temporada de secas. Conforme transcurría el año, el aspecto del maíz y de las demás plantas cultivadas se transformaba desde lo tierno hacia lo maduro, desde lo azul-verde hacia lo amarillo. Esta división temporal marcada por una oposición cromática se descubre incluso en el nombre de una de las dos estaciones ya que la época de lluvias era xopan, el “tiempo verde”.
Un pasaje del Códice Florentino confirma estas ideas al describir el momento en que cesaban las lluvias, es decir el paso de la temporada húmeda a la seca, mediante la metáfora de la aparición del arcoiris: “Y decían —era sabido— que si aparecía [el arcoiris] encima de los magueyes, por su aparición, el verde desaparecía, se volvían amarillos, se secaban, se volvían rojos, quedaban secos”.
Aquí el rojo se suma al amarillo para expresar el momento de madurez de las plantas. Como vimos, este color era típico de la luz solar y por lo tanto es lógico que se asocie también al secamiento de los magueyes. Con base en estos datos, proponemos que los rasgos cromáticos característicos de los estados vegetales llegaban a contagiarse a las etapas del ciclo anual, tal y como se refleja en los nombres de los dioses acuáticos que dominaban uno de estos períodos.
Colores “calientes” y colores “fríos”
Existen evidencias de que el color puede producir sensaciones más allá de lo visual. Así, en numerosas culturas el azul se concibe como un color frío mientras que el rojo y el amarillo se consideran calientes. Sin embargo, la asignación de un carácter caliente o frío a un tono es puramente convencional y nunca se puede postular a priori. Al respecto, es interesante puntualizar que los europeos vieron el azul como un color caliente durante gran parte de la Edad Media. Paralelamente, un rasgo sobresaliente de la taxonomía mesoamericana es el ordenamiento de seres y cosas a partir de la dicotomía frío-calor. En la época prehispánica, los hombres, los estados patológicos, los alimentos, los animales y las plantase clasificaban en calientes y fríos según la relación privilegiada que compartían con uno u otro de los espacios cósmicos.
Hasta donde averiguamos, el vocabulario cromático náhuatl no cuenta con palabras que transmitan explícitamente las ideas de frío o de calor. Tal vez el rojo pueda interpretarse como un término “caliente” porque chichiltic procede de chilli, “el chile”, un fruto picoso y por lo tanto de calidad “caliente”. En complemento, notamos que en maya yucateco chac, “rojo”, se asocia con la acción de cocer, con lo caliente y el calor.
Entre los nahuas, el rojo es el único matiz del que inferimos la naturaleza caliente. Como acabamos de decir, este aspecto se refleja indirectamente en la terminología cromática con el caso de chichiltic, pero sobre todo ejemplos extraídos del ritual o de la vida cotidiana evidencian nexos entre el rojo y el calor. Dos situaciones permiten ilustrar este carácter “térmico”.
En la fiesta de Izcalli, según relatan los informantes de Sahagún, se llevaba a cabo una comida para honrar al dios del fuego. En tal ocasión se comían tamales de bledos verdes acompañados de camarones con ají, los acocilti, que se preparaban en un caldo llamado chamulmulli (“mole de chamulli”). La fuente insiste en que este último alimento se caracterizaba por ser muy caliente y también rojo, pues encontramos que, en náhuatl, chamulli significa “camarón” pero también “plumas finas de color rojo vivo”. Además, los camarones de río o acociles en su estado natural son grisáceos, pero al cocerse adquieren una fuerte coloración roja. Con esta descripción de comida ritual aparece entonces una primera prueba del vínculo que pudo existir en la antigua cultura náhuatl entre el rojo, la cocción y lo caliente.
En alguna parte del Códice Florentino se dice que los mellizos eran seres que tenían la capacidad de “apoderarse” del calor de los baños de vapor y hasta impedían la cocción de los tamales al pasar cerca de las ollas. Esta circunstancia se justificaría por su carácter frío ya que, de acuerdo con Alfredo López Austin, el alma “caliente” o tonalli que los dioses creadores destinaban a cada bebé se tenía que dividir, en el caso de los gemelos, entre los dos individuos que ocupaban el vientre materno. Esta carencia de fuerza anímica caliente permitiría explicar, según este investigador, la avidez de calor típica de los mellizos. En todo caso, es interesante recalcar que entre las entidades calientes que apetecían los gemelos, los informantes de Sahagún citan, además del temazcal y del fuego de cocina, el color rojo con el cual se teñía el pelo de conejo llamado tochomitl.
Reflexiones finales
Gracias a estos ejemplos y mediante esta recopilación de vocabulario cromático en náhuatl clásico se puede ver, parcialmente, qué aspectos del color captaron la atención de los hablantes. El examen de la etimología descubre los distintos significados de cada término y revela que ningún matiz era concebido exclusivamente con base en su valor cromático sino que cargaba siempre con otras significaciones. Por medio de su denominación, los colores se integraban en los “casilleros” que conformaban la taxonomía náhuatl, y la lógica del sistema cromático se compaginaba, a grandes rasgos, con los principios básicos de la cosmovisión.
En efecto, los criterios de clasificación separaban un grupo de colores luminosos, claros, secos y calientes, de otro cuya naturaleza era más bien oscura y húmeda, y postulaban la existencia de un triángulo cromático que funcionaba a partir de la oposición y la complementariedad de pares de colores. Esta estructura tripartita y a la vez binaria nos recordó uno de los esquemas sobresalientes del pensamiento mesoamericano: el mundo puede dividirse en dos o tres esferas cósmicas sin que eso implique una contradicción cualquiera.
El análisis lingüístico muestra también que el sistema del color se construía alrededor de parejas cromáticas originadas en el contraste. Los pares blanco-negro y rojo-negro, por ejemplo, remitían a las ideas de claridad y oscuridad, mientras que el binomio amarillo-azul traducía más bien la oposición entre la humedad y la sequedad. Así, las parejas de colores antagónicos eran símbolos de la sucesión del día y de la noche o, a nivel del ciclo anual, evocaban el ritmo de las estaciones. Los juegos con estos colores tienden a reflejar, entonces, los fundamentos de la visión del mundo náhuatl que descansaba esencialmente en la alternancia de los opuestos-complementarios.
Finalmente, el rojo se destaca como el polo de lo caliente pero la sola lingüística no permite establecer cuál fue la eventual contraparte fría de este tono. Es imprescindible efectuar estudios complementarios, en particular acerca del manejo del cromatismo en el arte y en el discurso mitológico a fin de seguir desenredando este complejo sistema cromático que elaboraron los antiguos nahuas.
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Agradecimientos
A Leopoldo Valiñas por su ayuda en la elaboración de esta nomenclatura cromática. Asimismo, quiero mencionar que la participación en los seminarios de Alfredo López Austin así como la lectura de sus trabajos me permitió elaborar la reflexión sobre la cosmovisión mesoamericana expuesta en este trabajo. Finalmente, doy las gracias a Guilhem Olivier y Victoria Solanilla por sus sugerencias.
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Referencias bibliográficas
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Elodie Dupey García
Estudiante de doctorado en la École Pratique des Hautes Études, París.
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como citar este artículo → Dupley García, Elodie. (2004). Lenguaje y color en la cosmovisión de los antiguos nahuas. Ciencias 74, abril-junio, 20-31. [En línea] |
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