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El error de Darwin
Anne Chapman |
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En el bicentenario del nacimiento de Charles Darwin quiero
evocar su contribución al conocimiento del ser humano y las demás especies. Él sabía que en la naturaleza todo lo que vive, o casi todo, se reproduce normalmente con tal exceso de descendientes que sólo algunos pueden sobrevivir (o eso ocurre precisamente para que algunos sobrevivan). A partir de este cálculo Darwin observa que los animales, además de las plantas, nacen de una pareja (macho y hembra) y aunque el recién nacido hereda los caracteres biológicos de los dos (sus genes, diríamos hoy), estos “caracteres”, aun en gemelos, muy raramente son todos idénticos. Luego, Darwin descubre la supervivencia de los más aptos (survival of the fittest), aunque no exactamente así, y se da cuenta de que esta supervivencia tiene lugar al interior de cada especie, no entre especies, aprovechando precisamente la diferencia de lo heredado entre individuos nacidos de la misma pareja, sobre todo si la “diferencia” permite al “individuo” reproducirse con más éxito que otros de su misma especie. Éstos, los más aptos, a lo largo de generaciones, crean a veces una nueva especie.
Darwin afirmaba que la selección natural era precisamente eso, una “selección” de los más aptos de una misma especie; sostenía que la selección es “natural”, es decir, que no es sobrenatural (creada por algún dios) ni progresiva, ni orientada en términos del ser humano, como tampoco es predeterminada. Es en el alcance de la selección natural que estriba la dificultad que tiene el público, a menudo, y aun los científicos, para comprenderlo o aceptarlo, parcial o totalmente. Algunos de mis lectores, me imagino, podrían objetar: “¿por qué nos incita a cargar con el peso de aún más incertidumbres? Con nuestros esfuerzos por sobrevivir ya tenemos suficiente en nuestra existencia. Creer en algo, tener fe en un dios —dirán—, nos tranquiliza, nos sostiene y nos inspira a vivir con amor y en paz”. Si piensan así, les ruego que recuerden que Darwin propuso la selección natural en El origen de las especies. De aceptarla, usted queda enteramente libre para mantener su fe en la enseñanza moral de los libros sagrados, en el espíritu del ser humano, en su destino después de la muerte, en todo, salvo en el origen y desarrollo de la vida, de las especies. Este “alcance” de la selección natural explica, en cierto sentido, por qué Darwin se empeñaba en estudiar todos los animales y plantas que encontraba, incluyendo el ser humano por medio de la observación del comportamiento de sus queridos hijos, sobre todo durante sus primeros años, e inclusive de sí mismo. También observaba sus propios perros, ciertas plantas e insectos de su jardín. Hacía experimentos con plantas e insectos, buscaba información interrogando a los criadores de palomas, de animales domésticos y a los guardianes del zoológico de Londres. Darwin sobresale por su “fidelidad” al materialismo, pese a la oposición de la mayoría de los científicos de su época, aunque siempre estuvo alerta frente a los conocimientos y las novedades provenientes de las investigaciones de sus colegas. Antes de que hubiera estudios que lo comprobaran, Darwin se dio cuenta de que los humanos somos una sola especie y que nuestros progenitores más cercanos actuales están en África: son los chimpancés. Además planteó que las afinidades o semejanzas de nuestra especie y las demás no están siempre entre los más cercanos, sino que pueden estar también en animales de lejano parentesco. Su pasión por el mundo natural y por la geología formó la semilla de su inspiración de juventud, semilla que él cuidó y alimentó por todo el resto de su vida. Recordemos que sólo tenía veintidós años cuando abordó el barco Beagle, y durante los casi cinco años de su viaje (1832-1836) estudió los dos volúmenes de la obra de Sir Charles Lyell Principles of Geology. Esta lectura orientó, en cierto sentido, toda su obra. Sus conceptos a propósito de lo que yo llamo evolución cultural o social se encuentran plasmados en su libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo. Durante el trayecto entre Inglaterra y Tierra del Fuego, y durante su estadía allí (entre diciembre de 1832 y marzo de 1834), Darwin se llenó de horror cuando le contaron que los que él llamaba fueguinos (los indios yaganes) eran caníbales de la peor “especie”, la peor porque él creía que los hombres yaganes devoraban a las mujeres viejas de su misma tribu. El nunca les “perdonó”, ya que publicó esta acusación varias veces en el curso de su vida. Digo “acusación” porque él jamás se enteró que esto fue un error, pues los yaganes, lejos de ser caníbales, trataban a las ancianas con respeto y con más aprecio que a las jóvenes. Era frecuente que un hombre joven buscara una viuda de edad como su primera esposa, porque se decía que ella tenía mayores conocimientos y habilidades que las jóvenes. Este error de Darwin se conjugaba con su convicción de que los hombres yaganes eran brutales con sus esposas de todas edades, razón por la que tenía simpatía por las mujeres, además de que trabajaban sin descanso manejando la canoa, recogiendo moluscos, pescando, cuidando de los niños y velando por la familia. Estaba convencido de que los hombres eran haraganes y que, por ejemplo, el trabajo de fabricación de la canoa que en ellos recaía, no era más que un instinto animal. Además, decidió que el pueblo yagán no se esforzaba por mejorar sus medios de vida, que no le importaba estar sucio, maloliente, mal vestido, mal nutrido ni mal dormir. Y para colmo, yendo más allá en la elaboración de este mismo error, creía que los yaganes carecían de un lenguaje articulado, de religión y de “afectos domésticos”. Estaba errado.
Sin embargo, Darwin no se equivocó cuando notó que no tenían jefes, ni gobierno, ni propiedad privada, aunque no tener estos atributos constituía una deficiencia que aumentaba el desprecio que él sentía por este pueblo, y por ello lo situó en el escalón más bajo del progreso humano en el mundo entero. A pesar de este error, empero, y de haberse equivocado tanto en juzgar al pueblo yagán en estos términos, o quizás a causa de su error, el mismo Darwin se sorprendió “de cuán cerca nos parecían en disposición, y en la mayor parte de sus facultades mentales, los tres nativos a bordo del H. M. S. Beagle, que habían vivido algunos años en Inglaterra, y hablaban un poco inglés”. Y nuevamente, en el mismo libro afirma “que cuando vivía con los fueguinos a bordo del Beagle, a menudo estaba muy sorprendido por los muchos pequeños rasgos de su carácter que demostraban lo similares que eran sus mentes a las nuestras”. Le fascinaba que sus mentes fuesen “tan similares” a las de los británicos, pero a la vez estimaba que ellos pertenecían a pueblos del más bajo escalón cultural del mundo, los más primitivos y salvajes que uno pueda imaginar. Durante el viaje del Beagle, Darwin estaba plenamente de acuerdo con las ideas de su época, acerca de que “nuestros antepasados eran salvajes” y le sorprendió que aquella inferioridad pudiera ser superada en un lapso de tiempo tan corto. Cuando los tres fueguinos estuvieron en contacto con los británicos por un total de casi tres años (de marzo-abril de 1830 a febrero de 1833), superaron su enorme “atraso cultural” gracias a sus habilidades mentales. Darwin estaba convencido de que el progreso era el motor de la evolución cultural. Creía que la sociedad humana progresaba hacia logros cada vez mayores en casi todas las esferas de lo cotidiano y que el futuro prometía aún mayores éxitos. No olvidemos que en la década de 1830 la revolución industrial ya había tomado fuerza en Inglaterra. Pero, ¿a qué se debía este progreso británico? No se explicaba por la inteligencia de los británicos; la de los fueguinos era igual o casi, pero no les servía para “nada”, en todo caso no para progresar. Darwin pensó que tal vez el clima adverso e inhóspito de Tierra del Fuego les impedía salir de este desdichado estado. Pero esto no le convenció para explicar tal estancamiento. Si tampoco se explicaba por la falta de inteligencia, ¿a qué se debía el atraso fueguino y el progreso británico? Mucho más tarde, en 1871, en El origen del hombre proponía respuestas a ésta y otras preguntas de la misma índole. Se dio cuenta de que esto tampoco era una tarea fácil y, en efecto, era un desafío monumental, su último desafío.
El error de Darwin fue equivocarse en sus impresiones acerca de los yaganes como caníbales y atribuirles otros defectos que ellos no tenían. Hoy sería de “mal gusto” hablar o describir a un pueblo en tales términos. Sin embargo, ¿hemos superado las nociones de “lo primitivo”, de los “instintos primitivos”, de los “bárbaros” y otras semejantes? Las escuchamos en las noticias casi a diario y también en la esquina de nuestro barrio. Algunos tenemos aún la certidumbre de que somos superiores a “aquellos”, ya sea por nuestra religión, nuestra civilización o nuestra inteligencia. El encuentro de Darwin con los yaganes nos enseña que compartimos el mismo grado de inteligencia con cualquier pueblo por “primitivo” que sea y nos alerta acerca del peligro de caer en su error de juzgar a “aquellos” como inferiores. |
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Referencias bibliográficas
Chapman, A. 2006. Darwin en Tierra del Fuego (edición en español, en prensa en editorial Emecé, Buenos Aires).
Darwin, Charles. 1839. Viaje de un naturalista alrededor del mundo. Librería Ateneo, Buenos Aires, 1942.
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Anne Chapman
como citar este artículo → Chapman, Anne. (2010). El error de Darwin. Ciencias 97, enero-marzo, 18-21. [En línea] |