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El misterio del hombre
de Piltdown
César Carrillo Trueba |
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En 1912 el arqueólogo británico Charles Dawson halló en la
localidad de Piltdown, Sussex, un cráneo humano casi contemporáneo y una mandíbula de características más bien simiescas pero con dos dientes cuyo desgaste es común en los seres humanos más no en simios. A pesar de que los hallazgos difícilmente se podían atribuir a un solo individuo, Dawson y Arthur Smith Woodward, curador del departamento de historia natural del Museo británico, lo afirmaron así, y su antigüedad fue ubicada a principios del Pleistoceno —ya que se encontraron junto con restos de animales de esa época, entre ellos un diente de elefante y otro de hipopótamo. Esto fue sostenido de manera contundente cuando, en una localidad cercana, denominada Piltdown 2, aparecieron un cráneo y un diente similares.
Fue así como Eoanthropus dawsoni, nombre científico con que se le bautizó, se convirtió en el ancestro humano más antiguo de Europa, anterior al de Neandertal, lo que confería a Inglaterra la delantera frente a Francia, su rival científico que contaba con los principales hallazgos paleoantropológicos. Pero, además, el cráneo del hombre de Piltdown carecía de los orbitales prominentes que tenía el de Neandertal y su volumen era mayor, por lo que se consideraba más evolucionado, y por lo tanto mejor candidato a ser al ancestro directo de Homo sapiens, dejando al Neandertal como una línea paralela “degenerada”.
Varias fueron las objeciones que levantó el hallazgo, pero en gran parte fueron acalladas. Lo que no dejaba de causar cierta molestia en el medio era que cada vez que alguien pedía revisar los restos se le mostraban sin que pudiera tocarlos y sólo proporcionaban réplicas para su manipulación. A la eliminación de las dudas contribuyó enormemente el contexto científico y social, sobre todo la teoría de la evolución gradual propuesta por Darwin, que contemplaba la existencia de un ser intermedio, el famoso eslabón perdido, con características humanas y simiescas a la vez. La existencia de un ser con estas características era prácticamente una creencia de muchos científicos, como lo denota la declaración de W. J. Sollas, quien en 1924 afirmó que se trataba de “una combinación esperada desde hace largo tiempo, una etapa necesaria en el curso del desarrollo del hombre”.
El tamaño del cerebro era fundamental, pues en esa época, y todavía hasta hace algunas décadas, se buscaba un ancestro que tuviera esa característica debido a la exaltación de la inteligencia humana por sobre la de los demás animales. Como lo expresó otro científico de entonces, “el interés excepcional del cráneo de Piltdown radica en la confirmación que aporta a la tesis según la cual, en la evolución humana, el cerebro ha marcado el camino […] En un principio el hombre fue tan sólo un simio dotado de un cerebro sobredesarrollado”. Además, su antigüedad era muestra de que la raza blanca había evolucionado antes que las demás, ya que frente a los hallazgos en otras partes del mundo, como el hombre de Pekín, el de Piltdown presentaba rasgos más modernos. En un contexto de expansión colonial este hecho no era menor.
No obstante, con el paso del tiempo la visión de la evolución humana fue cambiando y el hombre de Piltdown era cada vez más difícil de acomodar entre los nuevos fósiles de homínidos. A fines de los cuarentas, Kenneth Oakley, también del Museo Británico, logró sacar de la vitrina los ejemplares y realizó varias pruebas para determinar su edad con exactitud. El interés por establecer su situación creció en el medio científico y pronto se llegó a una conclusión: el cráneo no llegaba a mil años, la mandíbula era de un orangután, los dientes habían sido limados para simular el desgaste, y parte de los restos de animales provenían de Turquía y otras partes del mundo, por lo que habían sido “sembrados”.
El primer sospechoso fue Charles Dawson, pero su pronta muerte tras el descubrimiento, en 1916, y otros factores parecen tornar esto poco factible. Smith Woodward, muerto justo unos cuantos años antes del descubrimiento del fraude, sería un candidato también, pero la poca importancia que concede al fósil en sus escrito parece excluirlo y más bien lo hace víctima. Otros investigadores, como el anatomista Grafton Elliot Smith, a quien señala Ronald Millar —el autor de uno de los libros más completos sobre el tema—, podrían ser responsables, pero es poco probable ya que ninguno de ellos estuvo presente en las excavaciones. Finalmente, se acusa a un personaje presente en ambos sitios en el momento preciso, y que permaneció fuera de sospecha al haberse convertido en una figura célebre por sus intentos de reconciliar ciencia y religión, el padre Pierre Theillard de Chardin.
Este joven paleontólogo participó en las excavaciones por la confianza que le tenían tanto Dawson como Woodward, y recién volvía de Medio Oriente, en donde había estado una temporada, y de donde procedían algunos de los restos animales. Las hipótesis en torno a su actuar varían. Hay quienes piensan, como Pierre Thuillier, que todo comenzó como una broma y que, debido al estallido de la guerra, a la que fue llamado a alistarse, así como a la muerte súbita de Dawson, el clérigo ya no la pudo detener. Stephen Jay Gould, quien realizó exhaustivas pesquisas, sostiene que no se trató de una simple broma, sino de un montaje que apuntalaba la teoría que Theillard desarrolló sobre la evolución humana desde su óptica religiosa. Sin embargo, tal vez al igual que en una novela de Agatha Christie, los culpables fueron muchos: todos aquellos que, con una creencia profunda en cierta idea de la evolución humana, aceptaron con satisfacción la evidencia que se les presentaba para apoyarla.
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Referencias bibliográficas
Thuillier, P. 1975. Jeux et enjeux de la science. Laffont, París.
Gould, S. J. 1983. Theillard y Piltdown, en Hen’s teeth and horse’s toes. Norton, Nueva York.
Millar, R. 1972. The Piltdown Men. Paladin, London.
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César Carrillo Trueba
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.
como citar este artículo → Carrillo Trueba, César. (2010). El misterio del hombre de Piltdown. Ciencias 97, enero-marzo, 72-73. [En línea]
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