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Valores morales y valores científicos
 
Fernando Savater
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Me gustaría hablar en favor de la comunicación social de la ciencia y por qué desde mi punto de vista la comunicación social de la ciencia es algo importante. Existe una visión general del asunto que nos indica que tanto en el terreno científico como en el ético o moral se dan posturas contrapuestas, intuiciones diferentes, caminos divergentes o formas explicativas desiguales. De modo que aparece el debate. No se parte de una homogeneidad, de un acuerdo total, sino que existe un debate.
 
Lo que ocurre es que en el debate científico hay un árbitro enormemente eficaz. Y aunque no siempre fiable, ya que los oráculos de este árbitro son un poco oscuros, inescrutables, después de todo es el árbitro que zanja las cuestiones entre los científicos. Ellos pueden no ponerse de acuerdo entre sí, porque están sujetos a pasiones u obnubilaciones como el resto de los seres humanos, pero hay un árbitro que antes o después los pone de acuerdo y decide quién va por el buen camino y quién no. Y ese árbitro es la realidad, la realidad exterior.
 
La existencia de una realidad objetiva, externa, zanja las discusiones entre los científicos. Es una realidad que a veces cuesta interpretar porque no se da sin esfuerzo ni de una manera fácil, pero, en último término, el científico que acierta a utilizarla como argumento a su favor, obviamente, termina “llevándose el gato al agua” en cualquier debate con los científicos.
 
Esto hace que los enfrentamientos en el campo científico no sean nunca tan agónicos como lo son en el campo moral o ético, porque ahí la pelea siempre puede ser zanjada antes o después y, salvo casos de verdadera ofuscación irracional, todos terminan dándose cuenta de que esto es lo que hay y lo otro queda descartado, queda arrumbado por la contrastación con la realidad misma.
 
El problema del campo moral es que no existe una realidad moral objetiva como existe en el campo que trata o estudia el conocimiento científico. Por lo tanto, es fácil para cada uno de nosotros, o por lo menos tenemos una esperanza razonable, de que a la pregunta qué debo creer respecto de una cuestión que de hecho la ciencia o la historia puede verificar, tengo posibilidad de dar una respuesta convincente y de zanjar mi duda o las disputas que tengo con otro, mientras que la pregunta qué debo hacer probablemente seguirá siempre reducida a una dimensión mucho más subjetiva.
 
No estoy inventando grandes cosas, sigo la exposición clásica de Bernard Williams sobre estos temas. Si lo que quiero preguntarme es qué debo creer respecto, por ejemplo, de la altitud del Mulhacén, a si el estroncio es o no un metal, o si Wagner y Verdi se encontraron personalmente alguna vez, hay posibilidades de recurrir a una realidad que zanje mis dudas o que las aclare en buena medida.
 
Cuando me pregunto qué debo hacer en cuestiones morales, si, por ejemplo, es lícita la clonación humana o si bombardear un país es decente y bueno o no, ahí no hay una realidad exterior objetiva a la que pueda acudir para responder mis dudas.
 
En el fondo, lo que los teóricos anglosajones de la ética llaman “el argumento de la tercera persona”, es decir, ni tú ni yo, sino la tercera persona, la objetividad, no suele valer en el campo de la moral, que está siempre encerrado en la pugna entre el tú y el yo.
 
No quiere decir que esa pugna sea totalmente infranqueable a argumentos racionales. También en esas argumentaciones entre el tú y el yo existe la posibilidad de usar bases empíricas, de utilizar conocimientos sobre historia, economía, psicología, etcétera, que enriquecen el juicio moral. Pero, obviamente, nunca terminan por desembocar por sí mismos en un juicio moral.
 
Ningún conocimiento empírico por sí mismo desemboca en un juicio moral. Es decir, puedo saber cuántas personas civiles morirán si se bombardea determinado país, pero eso en sí mismo no es un juicio moral. Puedo ser más o menos preciso, puedo incluso conocer si esas personas civiles pertenecerán a determinadas capas sociales, si serán niños o no. Todo eso me completará el marco sobre el cual después debo juzgar, pero, evidentemente, ninguno de esos datos empíricos, ninguno de los conocimientos que han llevado a poder poseer armas destructivas de determinado alcance ni ningún otro tipo de conocimiento imaginable de este orden me pueden dar la solución moral a mi duda. La solución moral sólo la puedo exponer como una convicción razonada, pero nunca concluyente por el refrendo de una realidad moral comparable con la realidad objetiva exterior.
 
Y ésa es la gran dificultad de las argumentaciones éticas y morales. Por eso, el único equivalente que podemos buscar o encontrar a la realidad objetiva en el campo de la moral son las otras personas, los otros argumentadores en el momento de plantearnos las dudas de las cuestiones morales. Es decir, como no puedo acudir a una realidad moral en sí, podemos, a partir de los datos y de los conocimientos empíricos que aporten las diversas vías del conocimiento de la realidad, establecer un cierto debate entre sujetos, que nunca será plenamente objetivo, porque, como digo, está hecho por sujetos. Siempre recuerdo la lección de mi viejo amigo el poeta Pepe Bergamín, a quien reprochaba frecuentemente su arbitrariedad razonante, que a veces llegaba a lo caprichoso, pero siempre muy divertida y genial. Alguna vez le decía: “pero qué subjetivo eres, Pepe, es que eres incapaz de un mínimo de objetividad”, y él me decía: “mira, si yo fuera objeto, sería objetivo, pero como soy sujeto, soy subjetivo”. Algo de eso hay, es decir, como somos sujetos, necesariamente al hablar de los sujetos tenemos que ser subjetivos, tenemos que incluir criterios subjetivos en nuestra forma de pensar.
 
Esto es lo que en otras ocasiones he tratado de explicar cuando hablaba, repitiendo líneas de pensamiento comunes de nuestro tiempo, de la contraposición entre lo racional y lo razonable como dos vertientes posibles de la razón.
 
Lo racional es lo que nos faculta para el trato con los objetos, es decir, lo que hace al mundo inteligible y practicable.
 
El conocimiento científico nos acerca a los objetos y realidades de este mundo y nos los hace inteligibles y practicables. Esto es muy importante desde todo punto de vista, porque tiene unos ecos sociales en el bienestar, en el desarrollo, etcétera.
 
Para conocer racionalmente los objetos tenemos que conocer sus propiedades, de qué están hechos, a qué reaccionan, cuál es la causalidad que opera en ellos. Ése es el conocimiento racional de los objetos. En cambio, el reconocimiento de los sujetos es diferente, por eso utilizaba la expresión razonable y no racional. Razonable, porque dentro de nuestro conocimiento de los sujetos no solamente hay que incluir sus propiedades, la causalidad que opera en ellos o sus circunstancias objetivas, sino también sus deseos, proyectos, orientaciones o valoraciones propias, hacia dónde quieren ir, hacia dónde quieren llegar, cuál es su visión de las cosas o qué objetivos se proponen.
 
Todo eso cuenta si quiero tener una visión razonable del otro, si quiero tener una visión meramente racional en el sentido objetivista de los otros. No quiere decir que sea más científico, sino al contrario: me pierdo la dimensión verdaderamente propia y peculiar de los seres humanos que es tener dimensiones subjetivas, que no se puede contraponer a esa tercera persona que decide las cuestiones, puesto que son de alguna manera expresión de un mundo propio, o si queremos, de una libertad de opción.
 
Esa libertad de opción no se puede nunca terminar de prever ni de calcular. Antes se decía que el mundo era algo previsible y, evidentemente, es previsible saber dónde estará el día 14 de enero del año 2030 el planeta Marte. Lo que es difícil es saber dónde estará en ese momento una persona determinada que tenga una capacidad de opción sobre su propio destino, sobre su propio camino.
 
Prever aquello en lo cual sólo influyen causas mecánicas ya es difícil y complejo y se ha visto que hay estructuras más o menos disipativas y azarosas que intervienen en la realidad y que hacen que esos cálculos plenamente deterministas no puedan darse ni siquiera con los objetos. Pero no con los sujetos, en los que uno de los elementos que interviene es la voluntad propia y la de los otros; es decir, puedo interactuar con los otros sujetos, de tal manera que sus decisiones vayan en un sentido o en el otro, cosa que no me ocurre con el resto de la realidad.
Por lo tanto, es razonable saber que aunque puedo estudiar aspectos objetivos de los sujetos, también debo relacionarme subjetivamente con ellos porque es la forma de conocerlos e incluso de influir o actuar sobre ellos mejor.
 
De modo que los valores morales quieren ser valores razonables, no meramente racionales, pues no son constataciones meramente de hecho, sino que tienen esa otra dimensión de comprensión del mundo subjetivo. Obviamente, cuando se contraponen los valores científicos con los valores morales, a veces, hay un cierto encasillamiento por parte de los que piensan desde una perspectiva opuesta.
 
Existen visiones científicas que opinan que la visión objetiva del mundo no puede detenerse ni cortocircuitarse por consideraciones de lo meramente razonable, es decir, que lo racional es lo que tiene que seguir adelante y lo razonable está siempre teñido de superstición, de elementos atávicos, que antes o después deben ser desdeñados. Esta forma de ser refleja en esa frase que se suele repetir mucho cuando se discute sobre algún avance científico (que no progreso, porque mientras que el avance puede ser algo objetivamente comprobable, el progreso introduce elementos morales distintos) y se trata de valorar moralmente: siempre que alguien dice que es inútil discutir porque todo lo que puede hacerse científicamente se hará. Este tipo de planteamiento es muy común cuando se habla de la clonación.
 
Primero, es un argumento que tiene un fondo un poco absurdo, porque naturalmente los juicios éticos sólo pueden hacerse sobre lo que puede hacerse. Nadie se plantea problemas morales sobre lo imposible, por lo tanto, decir que todo lo que puede hacerse se hará, es anular toda la posibilidad de juicio de los seres humanos sobre las cosas que ocurren en el mundo y los procesos en los que ellos mismos están incursos, porque si verdaderamente Aristóteles no se planteó nunca el problema de la clonación es porque en su época no se podía hacer y los problemas morales sólo se plantean allí donde la acción humana puede intervenir.
Pero, por otra parte, se da al proceso científico un camino como si de alguna manera fuera sobre rieles, como si el proceso científico-tecnológico tuviera que seguir un camino determinado y que no pudiera ser juzgado, interpretado ni desviado.
 
Es verdad que a veces hay formas de progreso tecnológico que han despertado alarmas injustificadas en la sociedad. Recuerdo una vez que cayó en mis manos un libro muy divertido sobre las opiniones que tenían los psiquiatras ingleses del siglo pasado sobre los trastornos mentales que sufrirían las personas viajando en los primeros trenes. Parece que ver pasar por la ventanilla vacas a cuarenta kilómetros por hora hacía que uno llegara a Liverpool en un estado lamentable. O como la degeneración de las relaciones humanas que iba a traer el teléfono porque los seres humanos dejarían de hablarse unos a otros y sólo lo harían por teléfono (y eso que todavía no conocían los teléfonos móviles que realmente empieza a parecer un cierto peligro con respecto a aquello que antes se temió). Todos éstos son temores morales de grandes cambios morales y sociales que no han ocurrido y que no tienen mucha base.
 
Ahora bien, la invención de la bomba atómica y otras armas destructivas ha traído temores y dudas morales que creo están perfectamente justificadas; asimismo, la posibilidad de una restricta manipulación genética que convirtiese al ser humano en materia genética, o la idea de que los seres humanos provienen de una materia genética y no de una afiliación de hombres y mujeres, tiene, por supuesto, graves implicaciones éticas y morales y es justificado no tomar una postura crítica ni de aprobación sin más, sino obviamente una actitud de cuestionamiento y de debate. Es imposible que alguien diga: esto puede ser o esto debe ser, sobre todo si tomamos en cuenta la cuestión que decíamos del carácter necesariamente subjetivo de la actitud moral; subjetivo no quiere decir relativo o relativista o irracional, sino que no hay una posibilidad de referencia que todos deban asumir y que esté fuera de nosotros.
 
Pero el debate sí se puede establecer, sí hay razonamientos que hacer, por ejemplo, por decir una opinión mitológica que, no sé si tenga alguna base real, se atribuye a Werner von Braun, el padre de las v-1 y v-2 alemanas durante la Guerra Mundial, que cuando estaba trabajando en proyectos de la nasa que tenían que ver con cohetes espaciales, alguien le preguntó: “¿no siente remordimiento, preocupación, angustia por haber producido aquellos elementos destructivos que asolaron Londres?”, y éste contestó: “Mire, en aquel momento, como científico, mi problema empezaba simplemente cuando el cohete despegaba y acababa cuando el cohete caía, pero mi problema no concernía de dónde salía o a dónde llegaba después”. No sé si lo dijo. De todas maneras, esto en algún momento puede ser una tentación que reclama que la sociedad intervenga: nadie puede abstraerse así de la repercusión social de su trabajo, en el mero plano de la objetividad, desconociendo que vive entre seres dotados de subjetividad y por lo tanto no sólo racionales sino también razonables.
 
Esto hace que la moral no pueda convertirse en juez de la ciencia y que incluso intente bloquear caminos determinados de investigación, de conocimiento, puesto que el conocimiento siempre es positivo; saber dónde estamos y qué ocurre siempre es bueno.
 
Pero también es verdad que no se puede admitir simplemente que la ciencia es como una locomotora que va con los frenos rotos y por la vía a toda velocidad sin que nadie pueda detenerla. Ahí realmente hay una necesidad de debate, un ejercicio de humildad y profundización sobre los planteamientos valorativos y científicos y sobre la contraposición de ambos. En este sentido, es importante la comunicación social de la ciencia, porque es imposible realizar juicios morales mínimamente lícitos y lógicos si se desconoce absolutamente de lo que se está hablando. Por eso, a veces, respecto a cuestiones que el sensacionalismo pone de moda, hay unos debates feroces sobre la posibilidad de que miles de “hitleres” corran por el mundo y nadie se preocupa, o por lo menos muy pocos, de aclarar hasta qué punto se está discutiendo algo real, una extrapolación, una fantasía.
 
Creo que la comunicación social podría no dar la impresión falsa a la gente de que va a haber un tipo de realidad exterior que va a zanjar todas nuestras dudas morales. No va a suceder eso, porque no pertenece a ese campo la decisión moral de un ideal de vida, no pertenece a la realidad objetiva de la vida.
 
La ciencia trata de lo que es, y la moral de lo que debe ser. No corren por la misma pista. Naturalmente para saber lo que debe ser es necesario conocer lo que es y las posibilidades de transformación de los que es, pero el ideal o el proyecto de lo que debe ser no puede surgir simplemente del conocimiento de lo que es.
 
Por lo tanto, ahí hay que comunicar la base científica, incluso el hábito de razonamiento argumentado que la ciencia brinda, y que es importante para las discusiones, y saber que, en el campo moral, lo más parecido que existe a esa realidad exterior, tercera persona que zanja la cuestión entre el tú y el yo, es el conjunto del resto de la sociedad, el conjunto de los otros seres que pueden intervenir y argumentar de una forma sometida a la razón pero no exclusivamente con una visión objetivista sino también incluyendo proyectos, deseos, ambiciones, temores, etcétera.
 
Y hay un aspecto por el cual es muy importante la comunicación social de la ciencia. Creo que es falso el dilema entre ciencia sí y ciencia no. Es absurdo. El dilema es entre ciencia y falsa ciencia, entre ciencia y falsos sustitutos de la ciencia. Porque, como ciencia, tiene que haber un conocimiento orientado a la vez a lo inteligible y a lo practicable, a la comprensión y a la transformación o a la obtención a veces ávida de riquezas, placeres, posibilidades de actividad, etcétera. A partir de la existencia de estos elementos se va a buscar en la ciencia verdadera, una ciencia sometida a los parámetros de una racionalidad estricta, se va a buscar en el mundo de lo irracional, de lo fantástico, a veces incluso en el mundo de las supersticiones nocivas, dogmáticas, que van a darse por científicas. Pensemos que aberraciones como el racismo se han presentado como científicas, y aún quedan atisbos, por ejemplo, en la forma en que ciertos genetistas se refieren a las condiciones éticas o a las preferencias sexuales de las personas. Esta posibilidad de la falsa utilización de la ciencia es la razón por la que es necesario explicar la ciencia.
 
A veces, porque se ofrece como ciencia cualquier cosa, la palabra ciencia y científico ya es prestigiosa. Recuerdo cuando estuve en un kashba, en un país árabe, donde se ofrecían artesanías y objetos, y noté que los vendedores se acercaban entusiasmados gritando ¡video!, ¡video! Yo veía que eran objetos que nada tenían que ver con un video, hasta que me explicaron que la palabra video era como una cosa ponderativa.
 
A veces, decir que algo es científico, sea o no verdad que es científico, es algo que ya no se puede discutir y debatir. Por ejemplo, cuando venía en el avión leí unas declaraciones de Rouco Varela que defendía la asignatura de religión afirmando que no tienen nada que ver con un catecismo, sino que es una asignatura científica porque, aunque a nivel más o menos infantil, es una teología para niños. Claro, dice él, a ver quién se atreve a decir que la teología no es científica. No quisiera pecar de arriesgado y diría que, efectivamente, la teología es científica en el mismo sentido en que lo es, por ejemplo, el Manual de zoología fantástica de Jorge Luis Borges, obra deliciosa, interesantísima de lectura, pero sería muy raro que se diera como materia obligatoria en las facultades de ciencias biológicas. Por la misma razón que, pese al enorme interés y agrado que produce, el Manual de zoología fantástica de Borges debe ser leído en otro contexto y no en el de los estudios biológicos, quizás deberíamos reservar ese tipo de ciencia teológica para aficionados más decididos y las materias del bachillerato dedicarlas a la difusión social de la ciencia en el sentido habitual del término o de algunas cuestiones valorativas, como la ética ciudadana, que también tiene importancia y compromete la marcha de la sociedad.
 
Por eso es importante la difusión social, la comunicación social, la elucidación social de la ciencia. El científico no es brujo. A pesar de que pueda encerrarse, clausurarse, en realidad está actuando de la manera más pública del mundo porque lo está haciendo en el órgano que todos compartimos, que no es la genealogía ni la raza ni la tradición ni la lengua, sino la función racional.
 
Precisamente, a diferencia de los que dicen “escuchadme a mí, creedme, yo lo he visto”, el científico dice “ponte aquí, mira por dónde estoy mirando y lo verás tú también”. Eso es la difusión social que me parece importante tanto por sus contenidos como por la misma actitud de humildad y de sometimiento a la prueba, al racionamiento y, en caso de que la realidad no nos sirva para zanjar cuestiones morales, al menos al intercambio de aportaciones razonables, incluso ciertas
Ponencia Marco. Comunicar la Ciencia en el Siglo xxi. I Congreso sobre Comunicación Social de la Ciencia. Granada, marzo de 1999.

Fernando Savater
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como citar este artículo
Savater, Fernando. (2001). Valores morales y valores científicos. Ciencias 63, julio-septiembre, 4-10. [En línea]
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