La ciencia y la sociedad civil
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John Ziman
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La ciencia penetra la sociedad en que vivimos, es ubicua. El público la encuentra en cada esquina y en cada aspecto de su vida; en forma de una tecnología útil como un teléfono o de un medicamento como la penicilina. En ocasiones como una cabeza nuclear, convertida en aterrador instrumento del poder político; en otras, a través de una tecnología de verificación, representa la respuesta pacífica a desatinos guerreristas. Algunas veces es una dulce razón y otras un misterioso encanto. Por momentos, en su pasión por clasificar y contar, parece totalmente oscura, pero en otros es completamente deliciosa con la poesía de la curiosidad y las ideas maravillosas.
Cada acercamiento provoca un rango distinto de actitudes: práctica, agradecida, medrosa, respetuosa, de sospecha, de aceptación, de rechazo, etcétera. También la forma en que llega al público es muy variada. Las personas se encuentran con la ciencia en una gran diversidad de situaciones: como consumidores, pacientes, clientes, opositores, autoridades, periodistas, víctimas, empresarios, entre otras. Así, los científicos tienen y transmiten una concepción distinta al público según el segmento particular con el que se relacionan. Lo que cada parte piensa y dice de la otra, en gran medida depende de las circunstancias. Dado que la ciencia y el público se encuentran tan frecuentemente en estos días, bajo contrastantes condiciones, es sumamente difícil hacer una generalización acerca de las actitudes que se desarrollan en tales encuentros o que evolucionan posteriormente en la psique del público o en las cámaras secretas de la torre de marfil. La ciencia es una gran institución en nuestra sociedad, un elemento fundamental del orden social y componente esencial de nuestra cultura. En este asunto difícil de explicar, se espera que los científicos sociales den respuestas plausibles, aunque sea parcialmente. Lo que podemos decir, ciertamente, es que mucho depende del ambiente social general. Las actitudes públicas hacia la ciencia son parte de la cultura en que vive la gente, con fuertes influencias y raíces históricas y nacionales. Seguramente son muy distintas en países poco desarrollados, como Camboya, Zimbabwe o Paraguay, de las que existen en Europa occidental, Norteamérica o el este de Asia. Son diferentes en países cristianos y en los islámicos; no son exactamente las mismas en España, Francia o Italia. Los contextos educativos y religiosos tienen significativa influencia en cómo el público percibe al conocimiento científico. Ahora, comenzamos a entender que la llamada modernidad no es una sola corriente por encima de todas las otras tradiciones, y que estamos lejos de encontrar una interacción uniforme y universal de la ciencia con esas tradiciones. Agendas políticas para la ciencia Con frecuencia se ignora que la ciencia tiene una dimensión política. Actualmente es un factor tan importante en la vida pública de cada nación que atrae gran atención del poder. La ciencia moderna está sistemáticamente moldeada por los poderes gubernamental, industrial, comercial, militar y clerical, entre otros. Las actitudes públicas hacia la ciencia dependen del papel social que ésta juega. La pregunta básica siempre es, ¿para qué es la ciencia? Al responder esto la gente siente que puede decidir si desea sostenerla, creer en ella, ponerse bajo su control o ignorarla. En esencia, el lugar de la ciencia en la sociedad es establecido, por lo menos en parte, por las fuerzas e instituciones que consciente o inconscientemente determinan otras actitudes sociales. Cada sistema social le da un papel que se ajusta a su agenda política. La ciencia es parte de la estructura social y al ser vista como una de las fuentes potenciales de poder, sus funciones se sujetan a aquella fuerza, grupo, idea o persona que se plantee monopolizar tales poderes en una sociedad particular. En todas las sociedades tradicionales, desde las formas más simples de cultura cazadora-recolectora hasta los imperios agrícolas más sofisticados, lo que ahora llamamos ciencia no difería de otras fuentes de conocimiento práctico o teórico. La producción de conocimiento representa una actividad incorporada a la práctica de vida en proceso. Por lo tanto, aquellos que buscan revivir la autoridad de las tradiciones ancestrales son muy cuidadosos de no alentar que otra actividad adquiera suficiente prestigio para rivalizar con ellas. En sociedades que conscientemente se autodenominan teocráticas, es decir, guiadas por una doctrina religiosa explícita, la ciencia frecuentemente se reconoce como una forma distinta de conocimiento, no muy confiable, y se le asignan roles subordinados como de utilidad adjunta a la tecnología o la medicina, donde no puede desafiar la superioridad de la religión en los aspectos medulares de la vida. El caso de Galileo ejemplifica la respuesta al asunto ¿para qué sirve la ciencia? Por contraste, en algunos sistemas sociales totalitarios, notablemente el comunismo soviético, supuestamente la autoridad estaba basada en la ciencia. El progreso científico era proclamado como un triunfo del sistema y especialmente del Estado que lo fomentaba. Pero como mostró el caso Lysenko, ante cualquier indicio de que el conocimiento científico entraba en conflicto con otros dogmas de la ideología imperante, la ciencia y sus instituciones tenían que hacerse a un lado y aparentar conformidad. Más moderados, los partidarios del socialismo científico creían en la tecnocracia. Escritores como H. G. Wells, J. D. Bernal y C. P. Snow sostenían que la ciencia y la tecnología debían ser la principal fuente de autoridad. Vislumbraban un sistema social sustentado en acciones enteramente racionales donde la política normal, de alguna u otra forma, había sido eliminada. El público debía voltear entonces a la ciencia, y por supuesto a los científicos, como el centro único de la acción y decisión social. Afortunadamente, ningún sistema como ese fue llevado a la práctica. Sin embargo, lo que tenemos es el capitalismo, donde se supone que toda acción social está en manos de empresas privadas; corporaciones compitiendo libremente por los consumidores en el mercado. La investigación científica y la innovación tecnológica se combinan en la tecnociencia, una actividad ampliamente diseminada, poseída, operada y financiada por varias corporaciones como fuente de futura ganancia económica. Así, en países como Singapur y Corea, el público es fuertemente alentado a ver a la ciencia como una inversión comercial, muy probablemente para mejorar la competitividad de su compañía o de su país. Pero el capitalismo también tiene sus críticos. Muchas personas, incluyendo científicos, son activos proponentes de un sistema social alternativo donde el poder de las corporaciones multinacionales y sus aliados políticos sea eliminado o drásticamente frenado. En ese utópico mundo, la tecnociencia tendría que liberarse de sus amos gubernamentales y corporativos antes de poder operar como una fuerza para la liberación popular, el desarrollo sustentable, etcétera. En otras palabras, como ahora existe es altamente sospechosa y muy ambigua en su papel social. La empresa científica, como un todo, necesitaría ser corregida políticamente para asegurarse que puede encontrar al público con un espíritu verdaderamente aligerado. La ciencia en una sociedad plural Las variadas formas en que una sociedad podría relacionarse con la ciencia muestran el amplio rango de posibilidades que existen. Los sistemas sociales que he delineado obviamente son hipotéticos o altamente esquemáticos, pero las actitudes que cada uno buscaría generar son todas muy reales. Pero si pensamos sólo en el mundo occidental, en la Unión Europea por ejemplo, ninguno se ajusta a estos estereotipos. La noción de un “público” capaz de tener distintas actitudes hacia la ciencia no tendría sentido en una sociedad tradicional, teocrática, totalitaria o tecnocrática, mientras que el capitalismo trata a las personas como consumidores y a los anticapitalistas como anticonsumidores. Por esto un público “genuino” sólo puede actuar en una sociedad democrática abierta, donde un buen número de instituciones sociales participen en la toma de decisiones; es decir, una sociedad plural donde la ciencia es sólo una de esas instituciones. Así, se genera una gran variedad de actitudes públicas, no sólo por encontrarse bajo un amplio rango de circunstancias, sino por estar al servicio de múltiples agendas políticas. Tenemos suerte de vivir en una sociedad donde no hay una autoridad central o ideología capaz de definir un papel único para las ciencias y sus tecnologías asociadas. Sin embargo, el pluralismo político moderno reside en cómo la ciencia toma un número diverso de funciones sociales. La sobredimensionada agenda política de nuestra sociedad es estabilizada por la variedad de actitudes públicas hacia la ciencia, reflejada en una mezcla de instituciones relativamente autónomas que producen conocimiento científico y forman expertos con múltiples roles sociales. Entonces, ¿para qué sirve la ciencia? A primera vista no hay respuesta a esta pregunta. Los políticos y economistas continuamente nos dicen que el principal papel de la ciencia es guiar e informar sobre la vida práctica, lo que la reduce, directa o indirectamente, sólo a sus capacidades instrumentales. Sin embargo, las aplicaciones prácticas de gran parte del conocimiento producido por la investigación científica sólo son a largo plazo. Evidentemente una porción significativa puede ser explotada en beneficio de un buen número de causas deseables, etiquetadas convencionalmente en términos de creación de riqueza, competitividad internacional, seguridad nacional, salud pública, bienestar social, etcétera. Las voces de gobierno, industria, medios de comunicación, partidos políticos y la mayoría del público cantan la misma canción. Confunden ciencia y tecnología y festejan a la tecnociencia que aparenta tener la capacidad de hacer todas las cosas posibles, incluyendo la cura de enfermedades que ella misma ha creado. En otro ámbito se reconoce que mucho del conocimiento producido por la investigación científica, especialmente en universidades, no tiene un uso práctico obvio. Sin embargo, con un poco de imaginación siempre es posible construir escenarios plausibles donde ese conocimiento podría explotarse tecnológica o médicamente, lo que le confiere potencialmente un papel social pre-instrumental. En el mundo de la política científica se le designa como investigación estratégica a lo que puede considerarse un trabajo que traerá beneficios a largo plazo, como reforzar bases teóricas, inventar nuevas técnicas, descubrir conocimientos aplicables, extender las capacidades técnicas y generar innovaciones útiles, entre otros. Poco se menciona en este discurso a aquellos que llevan a cabo la investigación o a los que explotan sus productos. En una economía mixta y políticamente plural, la tecnociencia es la creación de gobierno e industria trabajando más o menos independientemente o ligados en una asociación laxa pero difícil. Frecuentemente los resultados de la investigación son confusos o contradictorios, y no favorecen directamente los intereses de los organismos que los originaron, pero se consideran propiedad intelectual y así pertenecen a cualquier organismo —puede ser empresa comercial o agencia estatal— que los haya financiado. Actualmente, las organizaciones privadas o públicas que financian la investigación y tienen el control del uso de los productos son, en su mayoría, grandes y poderosas. Pero, dado que son componentes de una sociedad plural y competitiva, usualmente tienen misiones y agendas opuestas entre sí. Estas organizaciones despliegan sus capacidades tecnocientíficas para acrecentar sus recursos técnicos, ganar mercados, competir, regularse, demandarse, conseguir la aprobación pública o proseguir con sus intereses particulares. A pesar de que en raras ocasiones tienen todo el poder legal, les gustaría imponer sus tendencias tecnocráticas a la sociedad, tratan a la ciencia como un instrumento para alcanzar sus fines materiales o sociales, frustrando las metas de sus rivales en lo político, económico, militar o cultural. Y en todos sus encuentros con el público, dan por hecho que para eso existe la ciencia. Las funciones no instrumentales En este contexto, muchos aspectos no instrumentales de la ciencia son completamente ignorados. En una sociedad abierta, plural y democrática, la ciencia tiene numerosas y valiosas funciones sociales que son pasadas por alto. El público está demasiado asombrado de los alcances de la tecnociencia y sus promotores soslayan las funciones no instrumentales. Aun así, nos respaldamos en ella para numerosos beneficios públicos intangibles, como imágenes instructivas del mundo, actitudes confiables y racionalmente críticas, además de asesoría experta independiente. Sin esto, nuestra cultura moderna no sería viable y se colapsaría en el oscurantismo y la tiranía. En primer lugar, la ciencia enriquece la sociedad con su conocimiento general influyente y digno de confianza. Los científicos se quejan de falta de entendimiento público hacia su trabajo, y de que las imágenes del mundo aún son del sentido común. Sin embargo, actualmente mucha gente tiene concepciones más realistas de los orígenes humanos, sus condiciones y capacidades. Aun aquellos que públicamente rechazan los descubrimientos en evolución, genética, psicología, antropología y sociología demuestran cuán importantes son estos conocimientos para las concepciones que tienen de si mismos. Nuestra sociedad está caracterizada por grandes áreas de preocupación sobre salud, fuentes de energía, recursos alimentarios, empleo, conservación de la naturaleza, entre otras, y las voces de alerta sobre los peligros que algunos representan y los análisis de cómo pueden evitarse surgieron originalmente de ciencias como la ecología, la climatología, la epidemiología y la economía. Por ejemplo, la idea de que había un efecto invernadero que producía un calentamiento global emergió de investigación científica básica no instrumental. Pero sobre todo, la vida humana sería complicada sin las maravillas encontradas por la curiosidad científica. Los asombrosos descubrimientos en cosmología, física de partículas, tectónica de placas, comportamiento animal, ciencia cognitiva, etcétera, comienzan a compartirse ampliamente, convirtiéndose en parte de la conciencia de masas, de una mentalidad generalizada y de nuestra civilización. El utilitarismo no tiene lugar para tales frivolidades, pero todos sabemos, en nuestros corazones, que estos bienes intangibles nos dan tanto sustento como la comida y la bebida. Otra de las funciones no instrumentales de la ciencia es inyectar actitudes científicas a la discusión pública. No sería justo para los grandes foros de debate del pasado, tales como el ágora de los griegos clásicos o los concilios de la iglesia temprana, sugerir que eran deficientes en la presentación de argumentos bien razonados. Pero el discurso científico practica una forma de racionalidad crítica que es peculiarmente efectiva para llegar a conclusiones teóricas convincentes que sean consistentes con realidades de hecho. Esto no sugiere que los científicos sean especialmente razonables o inteligentes, o que exista un método científico que pueda resolver cada problema social a discusión. Por el contrario, la familiaridad con la ciencia es intelectualmente razonable para recordarnos que los dogmas son para dudar, las teorías están sujetas a pruebas empíricas, los hechos que se dan por supuestos pueden no confirmarse, los pensamientos hermosos son frecuentemente poco imaginables, las conjeturas más “silvestres” no siempre deben descartarse y las autoridades establecidas pueden ser desconocidas. En efecto, la ciencia desempeña un papel muy valioso en combatir la arrogancia tecnocrática con escepticismo bien fundamentado y con imaginativos escenarios alternativos. Liberarse de estos marcadores tecnocientíficos es un medio efectivo para percibir y sostener un amplio rango de valores humanos que debieran fundamentar nuestra civilización. Desde un punto de vista pragmático, la función no instrumental más valiosa de la ciencia es producir profesionales independientes y expertos que ocupan muchas de las posiciones claves en el orden social. Por ejemplo, se entiende que para profesiones tales como la ingeniería y la medicina, es necesario entrenarse en la atmósfera de la apertura científica y en los cambios característicos de las instituciones involucradas en investigación no instrumental. La tecnociencia en sí misma depende para su continua vitalidad del influjo regular de autodireccionalidad de los científicos acostumbrados a una considerable autonomía para llevar a cabo su trabajo con fines públicos. Pero, sobre todo, nuestras prácticas sociales democráticas, gobernadas por leyes, funcionan bajo el supuesto de que los investigadores siempre podrán proveer información confiable en asuntos de controversia o disputa, ya sea como testigos especialistas, asesores legales, árbitros, consultores técnicos o simplemente voceros. Por supuesto, nadie estima que tales personas puedan llegar a estándares sobrehumanos de objetividad o imparcialidad. Sin embargo, la posibilidad de llegar a veredictos en muchos asuntos controversiales depende finalmente de la credibilidad práctica de expertos relativamente desinteresados, temporalmente llamados a desempeñar estos papeles sociales. Condiciones para una ciencia no instrumental En buena medida, muchas de las funciones de la ciencia son parte de nuestro bagaje cultural y del lugar que ha establecido para sí misma en nuestra sociedad. Si la ciencia debiera tener una función no instrumental, ésta tendría que ser pública para su uso abierto en asuntos legales, políticos y sociales; universal, para que permita acceso equitativo a ella y entendimiento público general; imaginativa, para la exploración de todos los aspectos del mundo natural; autocrítica, para la validación por experimentación y debate; desinteresada, para la producción de conocimiento por su propio valor. Obviamente la lista es muy esquemática. Sin embargo, estas condiciones entran en conflicto con la forma en que la ciencia acostumbra llevar a cabo las funciones instrumentales que también son requeridas por la sociedad. En general, la tecnociencia produce conocimiento que típicamente es de patente, para explotarse como propiedad intelectual; particular, para servir a élites técnicas y grupos de poder local; prosaica, para cubrir problemas y necesidades concretas; pragmática, para ser probada sólo para y por su éxito práctico; partidaria, para satisfacer agendas e intereses sociales creados. Por supuesto, esta terminología no es sociológicamente neutra. Las contradicciones innatas entre estos dos papeles que puede desempeñar la ciencia se hacen evidentes. Resulta lógicamente imposible para una actividad social ser tanto pública como particular, desinteresada o partidaria. Las condiciones para la universalidad se confrontan con requerimientos locales. Las capacidades imaginativas están limitadas por riendas prosaicas y el pragmatismo no tiene tiempo para la autocrítica conceptual. En otras palabras, el papel social no instrumental de la ciencia no puede ser desarrollado solamente por la tecnociencia, por lo menos en la forma en la que hasta ahora se viene practicando. Actualmente, todos aquellos beneficios y funciones socialmente deseables los provee la ciencia “académica”. Lo pongo entre comillas para indicar que no hablo sólo de la investigación que se realiza en universidades o academias nacionales. Tengo en mente todas aquellas instituciones sociales donde los científicos están o fueron empleados bajo condiciones académicas; esto es, esencialmente, acorde con los principios establecidos por las universidades alemanas a principios del siglo xix y que ahora se siguen en todo el mundo. Tradicionalmente, los científicos académicos eran formalmente empleados como maestros, no como investigadores. Pero ahora obtienen puestos universitarios permanentes por sus contribuciones personales al conocimiento al ser evaluados por sus pares académicos. Lo mismo se aplica a los científicos en muchas instituciones que no son de enseñanza, en el sentido de que no se les contrata para llevar a cabo proyectos de investigación particulares o dirigidos a obtener resultados con aplicación. En otras palabras, es una cultura científica con un fuerte ethos no instrumental. No es casualidad que la ciencia académica tenga muchas prácticas bien establecidas, acordes con las condiciones de los papeles no instrumentales, incluyendo libertad para publicar o morir; empleo y promoción meritocrática; autonomía en investigación, protegida por inamovilidad de cátedra; colegios invisibles trasnacionales; revisión de proyectos por pares, personas y publicaciones; debate crítico y abierto; recompensas competitivas por descubrimientos; financiamiento de organizaciones no gubernamentales casi autónomas. Históricamente, estas prácticas institucionales han evolucionado en paralelo con las funciones sociales que las hacen posibles. En efecto, son sólo pequeñas huellas del contrato implícito entre nuestra moderna sociedad plural y la ciencia que nos provee con múltiples beneficios. Por lo tanto, aún la tecnociencia que emplea la economía industrial no puede prosperar sin la ciencia académica, por sus productos esenciales como conocimiento confiable como base de la investigación instrumental, perspectivas realistas para futuras necesidades sociales, descubrimientos inesperados con usos no previstos, criterios éticos para evaluar riesgos públicos, racionalidad crítica en investigación y desarrollo, investigadores entrenados, expertos y con criterios honorables, y asesoría autorizada e imparcial. No todos estos beneficios son simplemente preinstrumentales, como sostendrían las autoridades políticas y económicas. La ciencia, como un constituyente principal de la compleja forma institucional que llamamos academia ayuda a llenar muchos de los huecos de nuestra matriz social, en las variadas dimensiones en que aparecen. Por ejemplo: lagunas de conocimiento, pues en su papel educativo provee al público de acceso abierto a conocimiento científico confiable; lagunas gubernamentales, ya que permite contar con asesoría científica independiente para el control democrático del poder tecnocrático; lagunas culturales, pues como institución multidisciplinaria ofrece un foro público y numerosas situaciones privadas para el diálogo y la integración entre las ciencias y las humanidades; lagunas de valores, cuando su papel ético defiende, corrige y propaga los valores humanos que expresan y sostienen el bienestar común. Las actitudes públicas tienen razón al sospechar del elitismo de la torre de marfil, erigida por algunas características de la tradición académica. Sin embargo, la ciencia se esfuerza en ser independiente de iglesias, Estado, comercio e industria. En sus mejores momentos no sólo es un almacén de conocimiento potencialmente útil, también es una fuente de ideas originales o heréticas, un refugio para el disentimiento crítico social y técnico, y un reservorio de asesoría socialmente responsable. Por supuesto, pocas veces se demuestran estos exaltados principios, pero el contrato social no escrito para la ciencia académica claramente establece que no debiera subordinarse a los intereses de la tecnociencia. Inconscientemente, el público se ha acostumbrado a depender de la ciencia académica como un órgano de la sociedad civil. Esta, puede decirse, es la tercera fuerza que mantiene juntas a la economía y la política en un paquete plural. Por su misma naturaleza, la sociedad civil es sistemáticamente heterogénea, ya que engloba organizaciones no gubernamentales, asociaciones de voluntarios, grupos religiosos, compañías no lucrativas, fundaciones caritativas, etcétera. En la moderna sociedad de la información, el conocimiento es poder. Los diversos cuerpos que constituyen la sociedad civil tienen pocos recursos de investigación si se les compara con sus oponentes estatales y corporativos. Necesitan de acceso a conocimiento imparcial, confiable y científicamente validado en una enorme variedad de cuestiones altamente técnicas. Este tipo de conocimiento solamente puede venir de personas e instituciones que sean razonablemente independientes del control corporativo y estatal. Por ello, la libertad académica es un pilar de la democracia plural. Así, la ciencia académica es la Agencia Central de Inteligencia autónoma, abierta y globalmente responsable de las operaciones de la sociedad civil en todo el mundo.
Una mirada a lo que sucede Mucho más podría decirse acerca de cómo la relación complementaria entre sociedad civil y academia puede reforzarse. Desgraciadamente las culturas de investigación están cambiando; para muchos mi apreciación de la ciencia académica puede parecer desalentadoramente idealista o pasada de moda. Conforme la investigación científica se vuelve más elaborada y costosa, se hace más directamente dependiente de financiamiento público y corporativo. Los organismos que la sostienen y controlan presionan crecientemente sobre sus capacidades instrumentales. Como resultado, todas las formas de producción de conocimiento se están fusionando en una cultura de investigación postacadémica dominada por criterios esencialmente tecnocráticos. Aun en nuestras universidades más apreciadas, la tecnociencia está desplazando las prácticas y normas académicas tradicionales. Como hemos visto, la tecnociencia y la ciencia no instrumental son institucionalmente incompatibles. Sin embargo, por ignoradas y confusas que puedan parecer sus actitudes hacia la ciencia, el público en general siente que la académica es esencialmente una empresa moral, sostenida por un ethos tácito de confianza mutua. Recientes acontecimientos muestran que la cohabitación impuesta con la tecnociencia está minando las virtudes fundamentales de ese ethos. Los novatos de la ciencia postacadémica descubren pronto que su integridad es puesta en duda por disputas de conflicto de intereses, su transparencia es nublada por datos de investigación retenidos, su sinceridad es frustrada por la censura de los patrocinadores, su honestidad comprometida por el plagio y el fraude, su autenticidad degradada por la dependencia comercial, su colegiación pisoteada por manejo burocrático, su benevolencia burlada por proyectos antisociales y su autonomía atada por exceso de valoración de su actuación. No estoy sugiriendo que ahora la ciencia y los científicos están empantanados por estos desarrollos. En comparación con la mayoría de las profesiones, la investigación científica aún está peculiarmente libre de corrupción sistemática. Pero las normas tácitas y las convenciones profesionales que la protegen de esas influencias están siendo eliminadas. Esta es una de las cosas más importantes acerca de la ciencia que el público debe saber y entender. Los intereses tecnocráticos están moldeando las actitudes públicas hacia la ciencia y los científicos; sin embargo, en sus encuentros con la ciencia ahora el público descubre que necesita algo más que sus capacidades y productos tecnológicos. Al final, el papel no instrumental, como órgano de la sociedad civil, es un elemento esencial de una democracia plural. Esta función social vital es permitida por las prácticas académicas, que la ciencia postacadémica descuidadamente está descartando. El cambio histórico siempre es un proceso en una sola vía. Nadie puede creer seriamente que podemos voltear y bajar el elevador del progreso tecnocientífico. La idea de regresar a una producción de conocimiento que corresponde estrictamente al modo académico es una fantasía. Sin embargo, hay mucho que decir acerca de cómo diseñar un nuevo contrato para la ciencia, más acorde con el mundo actual. Éste es un reto intelectual con muchas dimensiones de análisis y discusión. Deberá ser el tema central de numerosos congresos que involucren a científicos y otros ciudadanos en un asunto de profundo interés común. Todo lo que digo es que al tratar de determinar la futura relación de la ciencia con la sociedad, no hay que asimilarla con la tecnociencia utilitaria; debemos asegurarnos de que también sea libre de llevar a cabo sus funciones no instrumentales que sostienen y enriquecen nuestra muy apreciada sociedad pluralista. |
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John Ziman
Profesor emérito de Física,
Universidad de Bristol.
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Nota
Ponencia presentada en el congreso La ciencia ante el público; cultura humanista y desarrollo científico-tecnológico. Salamanca, España. Octubre 2003.
Agradecemos a la Universidad de Salamanca su autorización para publicarlo como un adelanto de las memorias del congreso, en preparación.
Traducción Patricia Magaña Rueda.
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como citar este artículo → Ziman, John y (Traducción Magaña, Patricia). (2005). La ciencia y la sociedad civil. Ciencias 78, abril-junio, 4-13. [En línea]
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