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José Antonio González Oreja
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De un modo general, llamamos ética a la rama de la filosofía
que se ocupa de la moral —es decir, de las reglas, códigos o normas que nos permiten vivir en sociedad y que hacen que juzguemos unas cosas como buenas y otras como malas—, así como de los valores —o sea, de la importancia última que asignamos a las cosas o a las acciones, importancia que se convierte en el atributo que condiciona el curso de nuestro comportamiento, y por la cual algunas cosas se hacen deseables y otras no. Así pues, la ética no se ocupa de cómo son las cosas, sino de cómo deberían ser, de acuerdo con ciertos principios, en muchos casos ideales o utópicos, que permiten una mejor vida en sociedad.
Por su parte, podemos entender por ética del medio ambiente a la rama de la ética que analiza las relaciones que se establecen entre nosotros y el mundo natural que nos rodea. De hecho, entre los productos culturales más importantes de la evolución humana están determinadas preocupaciones éticas, incluyendo la preocupación por el medio ambiente en general y los seres vivos en particular. Algunos ejemplos ayudarán a concretar la idea. En los momentos álgidos de la caza ilegal del rinoceronte blanco, especie en peligro de extinción y oficialmente protegida en Zimbabwe, los cazadores furtivos podían ser legalmente abatidos a tiros por los guardas de caza de las reservas de ese país. ¿Podemos justificar la muerte de los furtivos para conservar a los rinocerontes?, ¿no deberíamos antes, quizás, considerar siquiera las condiciones socioeconómicas del país y de los cazadores ilegales? Para proteger la integridad ecológica de cierta área natural protegida es necesario realizar incendios controlados en los bordes de sus bosques o abatir a un cierto número de animales salvajes que habitan en sus laderas. ¿Son estas acciones moralmente permisibles? Supongamos, en fin, que una compañía minera realiza una explotación a cielo abierto en una zona previamente inalterada. ¿Tiene la empresa una obligación moral para “restaurar” posteriormente la zona a su estado previo?, ¿tienen entonces el mismo valor la zona inalterada y la zona restaurada? Acerca de la naturaleza y lo natural
¿Qué cabe entender por naturaleza?, ¿qué es lo natural? Lo cierto es que podría no haber un significado único para estos términos, con lo que la respuesta a nuestra pregunta sobre la existencia de normas universales que permitan valorar las consecuencias de nuestros actos sobre la naturaleza estaría en función de lo que entendemos por ésta. La noción de natural, como opuesto a lo artificial, ha generado un amplio debate sobre la importancia de la naturaleza que ha sido interferida por las actividades de las sociedades humanas, como es el caso de los paisajes restaurados. Hay quienes consideran que las situaciones totalmente naturales, producto de una evolución a largo plazo, acarrean un “valor añadido” que estaría ausente en las que han sufrido la intervención humana. Tales formas de pensar corren el riesgo de menospreciar el valor de nuestra propia vida y de sus productos, como la cultura. Por ejemplo, si consideramos que las especies tienen un valor propio, entonces su desaparición ha de ser vista como negativa, mientras que su conservación debe valorarse como positiva. Ahora bien, lo cierto es que la extinción es el destino final de las especies, y es de hecho un proceso natural, en el sentido de que ocurre también sin la intervención humana. De este razonamiento se puede deducir que lo que puede ser calificado como negativo es la aceleración en el proceso de desaparición de las especies, debida a las actividades humanas. Lo cual, a su vez, nos conduce a otra reflexión: si nosotros, nuestra especie, somos parte de la naturaleza, entonces cualquier cosa que nosotros hagamos es así mismo natural. Por ello, si formamos parte de la naturaleza, y como resultado de las actividades de las sociedades humanas está aumentando la tasa de extinción de las especies, ¿cómo podemos decir que la extinción no es un fenómeno natural?
Por otro lado, se tiende a creer generalmente que las sociedades nómadas de cazadores-recolectores, y otras formas de subsistencia en íntimo contacto con la naturaleza, eran depositarias de un profundo conocimiento y una amplia veneración de la misma, por lo que han sido consideradas como conservacionistas de la naturaleza. En paralelo, se suele considerar a las sociedades sedentarias, en las que se registraron fenómenos de urbanización y explotación de los recursos naturales, como sistemas alejados de la naturaleza, sin contacto ni apreciación con la misma. Ahora bien, esta visión de las civilizaciones pretecnológicas como “naturales”, y las sociedades tecnológicas como “artificiales”, ha sido puesta en duda recientemente. Actualmente, se cree que los aborígenes podrían haberse comportado, también, como explotadores de la naturaleza. Así pues, ¿es natural la explotación de la naturaleza?
Extensión moral
Para muchos filósofos y pensadores, sólo nosotros, los seres humanos, podemos ser considerados como agentes morales, es decir, con capacidad de realizar juicios sobre la bondad de nuestros actos, y de aceptar las consecuencias derivadas de los mismos. Ahora bien, no cabe esperar esta facultad en todo momento, ni siquiera en todos nosotros; por ejemplo: los niños, o los enfermos mentales no deberían ser considerados responsables de sus actos. Se dice de ellos que son sujetos morales, pues deben ser tratados de un modo moral por quienes tienen tal posibilidad. Además, a lo largo de la historia ha habido etapas o sociedades que no han aplicado el mismo tratamiento moral a todos sus integrantes, en concreto: los marginados, los enfermos, los siervos, los esclavos, las mujeres… En la actualidad, al menos en las sociedades más avanzadas, hemos llegado a pensar que todos los seres humanos tenemos un conjunto de derechos inalienables, como la vida, la libertad o la búsqueda de la felicidad. A esta ampliación gradual del interés ético se le llama extensión moral. Sin embargo, ¿por qué acotar la extensión moral?, ¿por qué limitar el interés de la moralidad a los seres humanos? Es decir, ¿tienen derechos también otros organismos, otras especies?, ¿pueden ser considerados como agentes morales, o al menos sujetos morales? Quizás muchos filósofos responderían negativamente a esta pregunta, pues el potencial de razonamiento y la consciencia de sí mismo parecen estar ausentes de cualquier otra especie que no sea la nuestra. Ahora bien, al menos algunos animales sí parecen tener signos de lo que podríamos considerar inteligencia, e incluso sentimientos de felicidad, por lo que deberían ser tratados de un modo ético.
Empero, ¿por qué terminar el proceso de extensión moral en los animales? Es decir, ¿qué ocurre con otros seres vivos y con otros elementos de la naturaleza? En concreto, ¿es posible ampliar definitivamente la extensión moral e incluir también entre los sujetos morales a las plantas, los ríos, los suelos, las rocas, las montañas, los mares y los paisajes? Hay quien opina que sí, llevado de la mano del análisis de los valores, de la importancia que asignamos a las cosas.
Valores
En la literatura sobre ética del medio ambiente se pueden reconocer diferentes maneras de pensar en términos de valores. Así, es habitual encontrar la distinción entre: a) valor intrínseco, o inherente, propio de lo que es bueno en sí mismo (per se), y b) valor instrumental, o conferido, propio de lo que es importante como medio para conseguir un fin —como una herramienta, por simple o compleja que sea. En muchas sociedades modernas es sensato asumir que todos los seres humanos tienen un valor intrínseco por el simple hecho de existir, independientemente de poder servir como un medio para lograr un fin. Por ello, deben ser considerados como sujetos morales de prima facie, sin considerar cualquier otra circunstancia, quiénes sean, o lo que hagan. Simultáneamente, en muchas sociedades actuales, la naturaleza es vista como depositaria de un valor instrumental.
Ahora bien, el punto de vista de quienes consideran que sólo los seres humanos tienen valor intrínseco, pues están dotados de una superioridad moral única, debe ser tildado como antropocéntrico. De hecho, la ética del medio ambiente antropocéntrica es una continuación de los modelos convencionales de la ética tradicional, y reserva el mundo moral, en exclusiva, para nuestra especie, si bien es capaz de extender sus responsabilidades a una correcta administración de la naturaleza. Por otro lado, es cierto que algunos animales, plantas, incluso ciertos microbios, tienen un valor instrumental, pues nos ofrecen un beneficio (utilidad). Generalmente, quienes defienden posturas antropocéntricas no consideran válidos los argumentos de quienes sufren por el maltrato a los animales, o a la naturaleza en general, a no ser que dicho maltrato acarrée consecuencias negativas para el hombre. Pero hay quien considera que todos los seres vivos tienen también un valor intrínseco. Al igual que nosotros, realizan un conjunto de funciones compartidas, que dan forma al propio fenómeno de la vida: nacer, crecer, respirar, luchar por sobrevivir, reproducirse… y todo ello independientemente de que nos resulten útiles o no. Así, cada ser vivo, sea un microbio, una planta o un animal, podría ser considerado como una manifestación concreta del fenómeno vital. De acuerdo con esta perspectiva, el simple hecho de estar vivo, la característica de la biodiversidad como un todo, es suficiente para que estén dotados de un valor inherente, lo que genera una obligación moral de respeto. Por ello, no tiene sentido intentar siquiera cuantificar dicho valor, es decir, asignar un número que dé cuenta de su importancia. ¿Cómo podemos nosotros, seres humanos, poner un número, un valor, o un precio, a algo que tiene su propia importancia, independientemente del uso que nosotros podamos hacer de ello? La idea de que sólo los organismos individuales tienen valor propio y derechos morales es defendida, por ejemplo, por los partidarios del así llamado “movimiento de liberación animal” o de los derechos de los animales. Sin embargo, lo cierto es que los objetivos de los defensores de los derechos de los animales pueden entrar en conflicto con la consecución de otras metas para los defensores de la naturaleza desde una óptica más amplia, como se presenta en otra parte de este texto. Es más, hay quien considera que incluso los elementos no vivos de la naturaleza tienen también un valor intrínseco: las rocas, los ríos, los volcanes, las playas, los lagos… y ciertamente la propia Tierra. Todo ello existía mucho antes de que nosotros, como especie, llegásemos a desarrollar siquiera el más mínimo papel ecológico en el teatro evolutivo que es nuestro planeta. Imágenes del mundo y perspectivas éticas El conjunto de ideas, creencias, imágenes y valores que cada uno de nosotros tiene sobre el papel del ser humano en este planeta puede entenderse como su imagen del mundo. ¿Cómo pensamos cada uno de nosotros que funciona el mundo?, ¿qué pensamos sobre nuestro papel?, ¿qué es para nosotros un comportamiento medioambientalmente correcto desde un punto de vista ético? Al igual que nuestra personalidad, nuestra concepción de las cosas se ha ido formando a lo largo del tiempo, incorporando de modo consciente o inconsciente numerosos elementos de nuestra educación, de nuestra cultura, en resumen, de todas las influencias que emanan del ambiente que nos rodea. A lo largo de la historia, en las diferentes sociedades, se han presentado distintas maneras de comprender las relaciones de nuestra especie con el resto de la naturaleza. Dominio de la naturaleza
El antropocentrismo tiene sus orígenes en la afirmación clásica de que el hombre es la medida de todas las cosas; en consecuencia, sólo los asuntos concernientes al hombre poseerían dimensión moral, mientras que las consecuencias del comportamiento humano sobre terceras entidades —es decir, no humanas— serían irrelevantes, a no ser que indirectamente resultaran lesionados los derechos o intereses de otros seres humanos. La mecanización posterior de esta imagen del mundo llevó a delinear la idea según la cual el hombre y la naturaleza son entidades contrapuestas, siendo aquel el dueño y señor de ésta. O, lo que es lo mismo, bajo la imagen del dominio de la naturaleza por parte del hombre, la naturaleza es sólo un objeto desnudo, sin sustancia ni potencia alguna, lo que explica que carezca de valores intrínsecos y de derechos. Muchas civilizaciones han defendido una imagen del mundo según la cual nuestra especie merece, y de hecho tiene, un lugar “especial” entre los demás seres vivos. La capacidad de modificar de modo consciente el mundo a nuestro antojo, y el sentimiento de superioridad ligado a esta idea han servido para justificar el dominio de la naturaleza por parte del hombre. Las raíces de esta imagen del mundo, según la cual nosotros seríamos los amos, dueños y señores de todo lo demás, se pueden encontrar, al menos en parte, en determinadas creencias religiosas. Así, por ejemplo, se ha señalado repetidas veces que la corriente principal de la religión judeo-cristiana da cuenta de la preeminencia del hombre frente a los demás seres de la Creación, y promueve la sobreexplotación de la naturaleza en detrimento de todas las demás formas de vida: “Y los bendijo Dios, y les dijo: creced y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:28). Esta visión de nuestra especie como cúspide de la Creación, junto a la idea de dominio que acarrea, es una visión claramente antropocéntrica. Sin embargo, también es cierto que desde muchas religiones, incluso desde ciertas corrientes de la misma religión judeo-cristiana, se busca lograr una relación de cuidado de la naturaleza, de pasión por ella, que en muchos casos desemboca en el pleno amor, como en los textos de San Francisco de Asís. Desde este punto de vista, cualquier crimen cometido en contra de la naturaleza es considerado como pecado. Administración y gestión de la naturaleza En general, las culturas pretecnológicas —con modos de vida basados en la caza y la recolección, actividades desarrolladas en un íntimo contacto con la naturaleza—, así como muchas sociedades tradicionales —que en muchos casos continúan viviendo de prácticas agrosilvopastoriles de subsistencia, mantenidas a lo largo del tiempo— han conservado un fuerte vínculo de unión con la naturaleza. En muchos de tales casos, el papel del hombre está bien descrito por una función de administración, responsabilidad y cuidado de los bienes de un determinado lugar. Como guardianes de tales recursos, los seres humanos de estas culturas y sociedades trabajan la tierra de la que viven, desde una posición de humildad y reverencia que forma parte integral de esta concepción de las cosas. Una imagen hasta cierto punto relacionada con lo anterior es la que se presenta de modo casi generalizado en las sociedades industriales y de consumo actuales. Así, son muchos quienes consideran que nuestro papel en la naturaleza es realizar una gestión, preferentemente racional, de los recursos naturales necesarios para satisfacer las numerosas demandas de las actividades de tales sociedades. Esta visión surge de diversas creencias fuertemente arraigadas en la forma de pensar de quienes la defienden, entre las cuales podemos considerar las siguientes: 1) Somos la especie “más importante” del planeta, y por lo tanto estamos a cargo del resto de la naturaleza; esta idea se observa claramente cuando hablamos de “nuestro” planeta, o cuando queremos “salvar” la Tierra. Ahora bien, ¿es éste un uso legítimo de la palabra nuestro?, ¿podemos acaso erigirnos en salvadores del planeta?, ¿quién nos ha conferido tal título? 2) Siempre hay más, es decir, la Tierra nos ofrece una cantidad ilimitada de recursos naturales, y el ingenio humano puesto al servicio de la tecnología nos permite incluso descubrir nuevos recursos, nuevos usos para recursos ya conocidos, así como sustitutos para recursos que puedan estar agotándose. Sin embargo, ¿hasta cuándo podremos seguir haciendo un uso irracional de los recursos naturales?
Ética de la Tierra y otras visiones biocéntricas
Para muchos de quienes se preocupan por nuestro papel en la naturaleza, tanto la visión de dominio como la de administración resultan ciertamente antropocéntricas, por lo que, en su lugar, favorecen una concepción más amplia de la ética del medio ambiente, centrada en el fenómeno de la vida. Esta aproximación biocéntrica reconoce la existencia de un orden en la estructura y el funcionamiento de la naturaleza, previo a la voluntad humana individual o colectiva. En este sentido, la existencia humana se sitúa en igualdad de importancia con la de otros seres vivos, tal y como lo defendieron John Muir o Aldo Leopold. En concreto, la obra de Leopold aboga por la adopción de lo que él denominó “una ética de la Tierra”. Cuando Leopold acuñó la idea de la ética de la Tierra, consideró que la ética implicaba una limitación a la libertad de acción en la lucha por la existencia, implicando la presencia de diferencias entre los comportamientos sociales y los antisociales. La Tierra es una comunidad en el más básico sentido de la ecología, pero esa Tierra debe ser amada y respetada como una extensión de la ética. Para Leopold, una cosa es buena si tiende a preservar la integridad, la estabilidad y la belleza de las comunidades biológicas, y mala si actúa en sentido contrario. Según esta norma claramente deontológica, la Tierra como un todo tiene valor intrínseco, mientras que sus miembros individuales tienen valor meramente instrumental (en tanto contribuyan a la integridad, estabilidad y belleza de las comunidades). Una consecuencia directa de la ética de la Tierra de Leopold es que un elemento individual de una comunidad biótica superior debería poder ser sacrificado siempre y cuando fuera necesario para preservar el bien de la entidad superior. Para muchos de quienes así piensan, la biodiversidad alberga el mayor valor ético en la naturaleza: la variabilidad con la que la vida se manifiesta en el planeta Tierra. La posición biocéntrica recibió un importante apoyo gracias a la así llamada “hipótesis Gaia”, de James Lovelock, que recupera la idea de la Madre Tierra, considerando al planeta como un sujeto vivo, consciente y con capacidad de sentir. La elaboración de las ideas biocéntricas y su ampliación posterior al movimiento de la Deep Ecology (literalmente, ecología profunda), defendido por Arme Naess, llevaron a desarrollar una ética del medio ambiente que incorpora el respeto a la vida como base de sus ideas. Esta imagen del mundo admite la influencia de religiones distintas a la judeo-cristiana, que permiten entender al hombre como “vida que quiere vivir en medio de vida que quiere vivir”. En consecuencia, todo ser vivo, por el mero hecho de estar vivo, es portador de un valor intrínseco: la vida es un valor universal, absoluto, y no admite rangos, ni comparaciones, ni clases o estratos de importancia. Todo lo vivo, por lo tanto, merece el máximo respeto, y la actitud más correcta ante la vida es la veneración, porque lo vivo es, en efecto, igual a lo sagrado. Así pues, la ética de la Tierra no es una concepción antropocéntrica, sino que debe alinearse, junto con otros puntos de vista, a una ética del medio ambiente ciertamente biocéntrica, en donde la importancia reside en el sistema global integrado por la suma de las partes que lo forman, más la interacción resultante de las relaciones que entre ellas se establecen. Aun así, las posiciones biocéntricas no están exentas de crítica, y algunos autores han señalado que la ética del medio ambiente debería centrarse en las especies completas, o las comunidades, o los ecosistemas y no sobre los organismos individuales que los componen. Por ejemplo, las especies han de ser contempladas como intrínsecamente más valiosas que los individuos que las integran, pues la pérdida de una especie acarrea la desaparición de todo un acervo génico con amplias posibilidades. La diferencia resulta clara al analizar el siguiente supuesto: consideremos un caso en el que una agencia gubernamental relacionada con la conservación de la naturaleza propone controlar —de hecho, reducir mediante caza selectiva— las poblaciones de una determinada especie animal en un área natural protegida designada como tal; admitamos además que hay razones biológicas que llevan a pensar que tal control forma parte de la gestión adecuada de los recursos de dicha área, y que es necesaria para conservar las poblaciones de otras especies y comunidades de la reserva. Si nuestro enfoque se centrase exclusivamente en los organismos individuales, entonces podríamos pensar que es ético evitar el sufrimiento de los animales, de todos y cada uno de ellos. Por ende, la gestión propuesta no sería ética, pues implicaría eliminar activamente —matar— un determinado número de animales —cuota de captura—, incluso aunque nuestro control resultase beneficioso para la conservación de otros recursos y valores del área como un todo. En una diferente posición holista está la visión del mundo de quienes consideran que lo verdaderamente importante no son las poblaciones, las comunidades de organismos, ni siquiera las especies. Al fin y al cabo, los propios individuos nacen, crecen, se desarrollan, se reproducen y finalmente mueren. Lo mismo es válido para cualquier sistema ecológico de rango superior; incluso las especies tienen un origen en la historia de la vida en la Tierra y un final: su extinción. De acuerdo con este punto de vista, que podemos denominar ecocéntrico, lo verdaderamente importante son los procesos desarrollados por los sistemas ecológicos, de los que depende la continuidad de la vida: los ciclos biogeoquímicos, la tasa de renovación de los recursos naturales, la formación del suelo, la captación de dióxido de carbono atmosférico, la producción y liberación de oxígeno mediante la fotosíntesis, la regulación del clima a distintas escalas, la evolución de las formas vivas a lo largo del tiempo…
El papel de la ciencia y la biología
Asistimos actualmente a un momento sin precedentes en la magnitud y variedad de los problemas medioambientales derivados de las actividades de las sociedades humanas, en el que la conservación de la naturaleza en general, y de los recursos naturales en particular, se ha convertido en uno de los principales problemas éticos. Afortunadamente, esta preocupación por incluir a otros seres vivos y a la naturaleza en general entre los intereses de la ética está expandiéndose y acelerándose en numerosas culturas humanas. Es más, el mundo está cambiando actualmente a tal velocidad que no podemos esperar que las ideas de ayer sean válidas en los escenarios de mañana. Por ello, es necesario desarrollar un amplio marco de referencia que propicie la aparición y la difusión posterior de nuevas ideas culturales, éticas, así como de una ética del medio ambiente, válidas para los problemas que se nos presenten de aquí en adelante. Lo cierto es que la ética del medio ambiente mantiene prósperas relaciones con las ciencias del medio ambiente, influyéndose mutuamente en un flujo dinámico, en dos direcciones, tanto de lo que es —la ciencia— a lo que debería ser —la ética—, como al revés. La ciencia construye teorías que incorporan valores éticos propios del contexto cultural de cada caso, mientras que la ética del medio ambiente valora la naturaleza en función de los conocimientos científicos disponibles. Estamos aún muy lejos de comprender los mecanismos que gobiernan las relaciones entre el conocimiento objetivo y la moralidad subjetiva, entre los modos de descubrir la naturaleza y las formas de habitar en ella, y de favorecer los cambios de actitud y de comportamiento derivados de los principios éticos que contribuyan a su generalización. Aun así, estamos cada vez más cerca de acelerar los cambios necesarios en la ética del medio ambiente que ayuden a conservar y gestionar la naturaleza de un modo adecuado. Para ello, hay que luchar abiertamente contra la desinformación de la población como un todo, pues no es raro que quienes presumen de haber recibido una educación “de calidad” carezcan por completo de la más mínima formación sobre ética del medio ambiente. Sólo haciendo todo lo posible para promover la discusión y el debate de problemas y enfoques éticos en el seno de la sociedad en que vivimos, en todos los niveles concebibles, será posible vivir de un mejor modo para con la naturaleza.
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Referencias bibliográficas
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José Antonio González Oreja
Departamento de Química y Biología,
Universidad de las Américas, Puebla.
Es licenciado en Biología de Ecosistemas por la Universidad del País Vasco y doctor en Ciencias Biológicas por la misma. Desde 2001 se desempeña como profesor investigador en el Departamento de Química y Biología de la Universidad de las Américas, Puebla, donde imparte la materia ambiente y sociedad, entre otras.
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como citar este artículo →
González Ojeda, José Antonio. 2008. La ética y el medio ambiente. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 4-15. [En línea].
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