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Francisco González Crussí      
               
               
El control fisiológico del hambre y la saciedad es un proceso
altamente complejo. Hoy sabemos que en él participan hormonas de diversa procedencia, influjos nerviosos hasta hace poco insospechados, y todo ello sujeto a finas modulaciones de orden psicológico. Sentir deseos de ingerir alimento o, por el contrario, experimentar una sensación de “llenura”, lejos de ser sensaciones sencillas y directas, son el resultado de múltiples e intrincados factores. Se puede decir que hoy apenas empezamos a entender su complicado mecanismo. Sin embargo, la historia demuestra que el ser humano por largo tiempo prefirió desentenderse del problema. En lugar de tratar de indagar cómo operan estas funciones corpóreas, quiso transgredirlas y sojuzgarlas. En otras palabras, muy pocos fueron quienes intentaron esclarecer cómo y porqué sentimos hambre y saciedad; muchos, en cambio, los que optaron por tratar de vencer, suprimir o sublimar estas sensaciones. Dominar la naturaleza, regentear sus manifestaciones han sido impulsos primarios a lo largo de nuestra historia. En el caso de nuestro propio cuerpo, la complejidad de los fenómenos naturales y la visión dualista cuerpo-mente fomentaron la actitud que propende a desafiar antes que entender.
 
Desde la vieja perspectiva dualista, parecería que sólo el dominio total de la mente (“el alma,” se solía decir) sobre el cuerpo se considera congruente con la dignidad humana. Fenómenos naturales como el hambre, la sed, la senescencia, la diaria necesidad de excretar residuos metabólicos; todos estos gajes de nuestra ineludible condición biológica, de algún modo se han percibido como humillantes. Perenne ambición ha sido suprimirlos o superarlos. De ahí que el hambre y la saciedad no se hayan visto como "simples" estados fisiológicos de carencia y satisfacción, respectivamente. Urgía darles una significación trascendente; menos que eso sería desdoro y baldón del ser humano. Piénsese, por ejemplo, en el ayuno practicado como forma de ascetismo por místicos religiosos. El hambre, en este caso, se eleva a la condición de ofrenda a la deidad y método de depuración espiritual. Piénsese, asimismo, en las “huelgas de hambre”. Aquí el hambre cobra forma de arma política.
 
También a la saciedad se han atribuido significaciones más o menos aberrantes. Comunidades hubo que la reverenciaron, hasta el punto de glorificar el hartazgo. La antigua Sicilia erigió altares en honor de Adefagia, diosa de la glotonería. En Grecia, las fiestas de Eleusis en honor de Demeter (la Ceres romana) comportaban orgías alimentarias. Excesos de este tipo ocurrieron también en el cristianismo, como en las fiestas carnavalescas medievales, o aun en más recientes holganzas y festejos. Pero así como históricamente se ha tendido a sublimar el hambre y la saciedad en aras de levantados ideales, en el presente artículo examinamos cómo en nuestra época existen manifestaciones que supeditan hambre y saciedad a fines baladís o intereses mezquinos. Esta noción se ilustra aquí con un solo ejemplo: los llamados concursos de comer a gran velocidad (speedeating) celebrados principalmente en los Estados Unidos.
 
A título de nota preliminar conviene aludir, aunque sea de paso, a la creciente complejidad del control biológico del apetito. Hasta no hace mucho, se ignoraba que numerosas hormonas intervienen en su regulación. Hoy sabemos que el sistema digestivo es, según se ha dicho, “el órgano endócrino más grande del cuerpo”. En efecto, diversas partes del tubo gastrointestinal y órganos anexos producen hormonas que influencian poderosamente nuestro deseo de tomar alimento. Por ejemplo, células especializadas de las primeras porciones del intestino delgado secretan la colecistokinina, hormona de muy diversas acciones: promueve la contracción de la vesícula biliar, pero también aumenta la secreción de enzimas pancreáticas y bicarbonato, inhibe la segregación de ácido en el estómago y lentifica el vaciado de este órgano, reduciendo así la ingestión de alimentos.
 
En igual forma, diversas porciones del sistema digestivo producen hormonas que ejercen múltiples y variados efectos, y para las cuales se ha creado toda una terminología. En el estómago se produce la gastrina. A lo largo del intestino delgado y del colon se produce el “péptido YY”. En diversos segmentos se originan motilina, oxintomodulina, secretina, somatostatina, etcétera. En fin, no es del caso detallar las acciones de cada una de las hormonas que se originan en el tubo digestivo. Hoy se conoce más de una docena. Claramente, su descripción compete al especialista. Baste aquí decir que, para los efectos de la presente discusión, la mayoría de estas hormonas tiene un efecto inhibitorio, es decir, tienden a suprimir el hambre. Pero hay una, en particular, llamada “grelina” (ghrelin en inglés), uno de cuyos muchos efectos es estimular el apetito. Esta hormona se ha identificado en células del estómago, el intestino, y el cerebro, en el hipotálamo. Los niveles de grelina en el cuerpo aumentan durante el ayuno, y disminuyen al consumir alimento. Hay correlación inversa entre el nivel de grelina en la sangre y el peso corporal. Algunos expertos piensan que los niveles anormalmente altos de grelina explican por qué los sujetos obesos encuentran gran dificultad en bajar de peso y tienden a recuperar el peso perdido tras haber seguido una dieta adelgazante.
 
Hoy día, cuando la obesidad se ha vuelto un problema de salud pública a nivel mundial, es obvio que los estudios fisiológicos del control del apetito adquieren gran relevancia. El mayor conocimiento de la regulación endócrina del apetito abrirá nuevas vías al tratamiento, sin tener que recurrir a medidas tan drásticas como la alteración quirúrgica de la estructura del estómago o la ablación parcial o total del mismo. Pero este ideal todavía está por alcanzarse. Entre tanto, es del dominio común que la sensación de hambre se origina en el estómago y depende en buena medida de su estado de distensión. Allá por la década de los setentas, un estudio experimental publicado en la prestigiosa revista Science demostró en animales experimentales que la distensión mecánica del estómago usando globos inflables (a presión comparable a la de una comida normal) deprimía el apetito. Se discutía entonces si el control se originaba en el llenado del duodeno o principio del intestino delgado. El estudio mencionado demostró que las señales que se originan en el estómago mismo determinan el tamaño de la comida que se ingiere, así como la sensación de saciedad.
 
Ahora bien, como apuntamos antes, el ser humano ha dado prueba de gran capacidad para desvirtuar, descaminar o adulterar la sana interpretación de los fenómenos naturales. Así sucede con el hambre y la saciedad. Sin parar mientes en la complejidad y delicadeza de estos fenómenos, se pretende reducirlos a una cuestión de simple llenado o vacío gástrico y, una vez logrado el absurdo reduccionismo, se procede, como es costumbre, a tratar de dominar los impulsos naturales. El resultado puede ser grotesco, como queda ejemplificado por los “concursos de ingestión” que a continuación describo.
 
El público general sabe que en los Estados Unidos de Norteamérica —epítome de sociedades consumistas, si las hubiere— se celebran competencias cuyo fin es dirimir quién puede comer la mayor cantidad de comida en el menor tiempo. Lo que mucha gente ignora es el grado de sofisticación que estos eventos han adquirido. El más representativo y antiguo es el que tiene lugar en la ciudadbalneario de Coney Island, al sur de Nueva York. Se celebra el 4 de julio, día de la independencia nacional, con gran pompa y boato. El alcalde de la ciudad y otros políticos abren los festejos con discursos patrióticos. Se calcula que aproximadamente 40 000 espectadores asisten y que 2.5 millones de personas ven la celebración a través del canal de televisión ESPN, que es la cadena emisora de los eventos deportivos. Porque cabe hacer notar que las competencias de “engullir rápido” (speedeating) han dejado de ser espectáculos de fenómenos de circo o de improvisadas carpas de carnaval para convertirse en un “deporte oficial” que genera importantes cantidades de dinero. Así como en el béisbol existe una “Liga Mayor” y en el futbol una Federación Internacional, en este deporte la ifoce (por sus siglas en inglés, International Federation of Competitive Eating) regentea los eventos y administra el dinero. Un competidor que no esté afiliado no puede presentarse a concurso. Los triunfadores en los concursos son exaltados a guisa de héroes deportivos, firman autógrafos, ganan importantes sumas con sus victorias, y los más destacados pueden mantenerse como “comedores profesionales”.
 
Cualquiera esperaría que los campeones en los certámenes de comilona fuesen hombres corpulentos y de abultado vientre. Pero no es así. Todo lo contrario, uno de los más renombrados ha sido un joven japonés, de nombre Takeru Kobayashi que mide 1.73 m de estatura y pesa escasamente 60 kg. Sus seguidores lo llaman ya una “leyenda”. Cuando primero apareció en la escena del concurso de Coney Island, el récord de comer hotdogs era de embuchar 25 en 12 minutos. Kobayashi, para pasmo de jueces y espectadores, fue capaz de ingurgitar nada menos que ¡cincuenta! en el tiempo reglamentario. Una mujer (pues desafortunadamente, la igualdad de género se extiende a las acciones más toscas y vulgares) ha ejecutado proezas semejantes. Se trata de una coreanaamericana quien, a pesar de su cuerpo aparentemente endeble y esbelto, ha podido ingurgitar 45 hotdogs en 10 minutos. La dama se queja de que no le permitan competir con los hombres (hay una división femenil que compite aparte de los hombres durante los certámenes), porque, según dice, las competencias masculinas “le roban público y publicidad”. De permitírsele, sería una rival temible para los concursantes varones. A juzgar por los resultados de su actuación, quedaría siempre entre los tres primeros lugares de las competencias masculinas.
 
Los campeones del atiborramiento gástrico logran sus hazañas merced a un asiduo “entrenamiento”. En esencia, éste consiste en ingerir inmensas cantidades de alimento o de líquido para producir un gran estiramiento del estómago. Como es bien sabido, el estómago es fundamentalmente elástico: sus paredes músculomembranosas pueden distenderse considerablemente. De manera que los “comedores profesionales” ingieren, por ejemplo, cuatro galones de líquido diariamente, o un volumen de alimento sólido comparable. Gradualmente, el estómago se transforma en un saco vacío de grandes dimensiones, capaz de alojar el enorme volumen de comida que se requiere para triunfar en la competencia. Esta práctica es peligrosa. Los campeones aconsejan nunca “entrenar” solos. Alguien debe estar presente para auxiliar al entrenado en caso de accidente o para llamar a alguien capaz de proveer la ayuda médica necesaria. Los accidentes a que se expone el imprudente que sigue este régimen incluyen la ruptura de la pared del estómago —comparable al estallido de un globo por inflación excesiva— y la asfixia por oclusión de la vía aérea con comida.
 
Las muertes han sido relativamente pocas, si se tiene en cuenta la antigüedad de estos concursos (en Coney Island datan de 1916 y se han venido celebrando anualmente con solamente dos excepciones durante la Segunda Guerra Mundial). Aparentemente, no ha habido casos de ruptura de la pared gástrica durante las competencias. Esto tal vez obedece al hecho de que la ifoce ha instituido reglas de supervisión muy severas para todos los concursos que dicha organización patrocina. Se han reportado muertes por otras causas, sobre todo en concursos organizados por autoridades locales. Pero, claramente, existen razones de orden médico para poder prohibir los concursos de glotonería en general. Uno de los raros estudios médicos realizados en “comedores profesionales” reveló que un estómago crónicamente estirado se convierte en una bolsa de paredes flácidas y endebles. Así constituido, el estómago puede recibir enormes cantidades de comida sin suscitar la sensación de saciedad. Los impulsos nerviosos que instigan o promueven dicha sensación están obviamente perturbados. Además, la musculatura gástrica, ahora floja y de inferior tonicidad, tiene dificultad para impulsar el bolo alimenticio; en consecuencia, el tránsito gastrointestinal se ve retardado.
 
¿Cuáles pueden ser las consecuencias de estas alteraciones? Con el paso del tiempo y el normal envejecimiento de todos los tejidos, un estómago así debilitado puede caer en parálisis semitotal, es decir, se torna incapaz de impeler los alimentos digeridos hacia el intestino (gastroparesis). Además, tal estómago no genera la sensación de saciedad. Los competidores profesionales generalmente admiten que no sienten la “llenura” propia del final de una comida. Mientras son jóvenes y están estimulados por el deseo de triunfar y ganar premios en las competencias, siguen una rígida autodisciplina. Cuidan de comer frugalmente en los intervalos entre concursos. Pero, pasados los años y superada la edad a la cual pueden competir, ¿qué sucederá a individuos desprovistos de la normal sensación de saciedad? Un riesgo es que caigan en el exceso alimenticio, lo cual podría llevarlos a la obesidad extrema y a los peligros concomitantes, como hipertensión arterial, diabetes tipo 2, etcétera. Hasta hoy no existen estudios médicos sobre las consecuencias a largo plazo que afligen a los concursantes profesionales en certámenes de “atracón”.
 
Hay, desde luego, razones no médicas para oponerse a las competencias de gargantuesco engullimiento. Los valores que se ponen de realce no son particularmente loables. El derroche absurdo, el despilfarro insensato, la sobreabundancia locamente desparramada, sin pensar en posibles consecuencias materiales, y mucho menos en implicaciones morales: éstos son los rasgos que mayormente impresionan a quien contempla tales eventos. Aunque se arguye que los concursos de comer en su forma actual se originaron en Japón, el hecho es que en ningún país han alcanzado el grado de organización, difusión y rebuscamiento que poseen en los Estados Unidos, donde desde la década de los noventas se habla de ellos como de un “deporte extremo”. Es bien discutible que se trate de un deporte; su carácter “extremo” no está en duda —se trata de llevar el cuerpo hasta el límite de lo tolerable. También queda claro que no se trata de “comida” en la acepción prístina del vocablo. Asociamos el concepto de comer a un doble contexto: la nutrición del cuerpo y el placer. Ninguno de los dos tiene vigencia en los concursos de marras. El alimento se transfigura en un obstáculo, un impedimento al que hay que tratar de vencer.
 
Hay quien argumenta que en la sociedad moderna algunos individuos se encuentran totalmente aislados, enajenados del resto de la colectividad, y que ven en conductas “extremas” o extravagantes la única forma de salvar su autoestima y relacionarse con los demás. Lo mismo se ha dicho de los deportes en general, pero no todo mundo tiene las aptitudes atléticas o la disciplina necesaria para convertirse en campeón olímpico. Muchos, en cambio, tienen o creen tener la suficiente elasticidad estomacal para lograr los honores de “comelón profesional”.
 
Se ha dicho también que, puesto que los concursos de comer son manifestaciones esencialmente (aunque, por desgracia, no únicamente) estadounidenses, se trata en ellos de hacer ostentación —con gran boato, alarde y tronío— de la riqueza y prosperidad de ese país. Es como decir: “¿se quejan tantos de carencia de alimentos, de falta de nutrición, y en una palabra de hambre? Pues aquí no. De ninguna manera. Aquí hay comida hasta para tirar a la basura”.
 
Yo confieso mi invencible incapacidad para contemplar con ecuanimidad los certámenes mencionados. Antropólogos, sociólogos y psiquiatras tratan de darles diversas interpretaciones. Pero ninguna de sus doctas disquisiciones logran suprimir en mí un movimiento de interna repulsión, de íntima repugnancia ante la idea de concursos en los cuales seres humanos se precipitan a gran prisa masticando, manducando o, más bien, tragoneando cual cerdos en una artesa.
 
Conferir glamour al hartazgo cuando la obesidad amenaza convertirse en el principal problema de salud pública de algunos países es, por lo menos, reprensible imprudencia. Pero glorificar la absurda panzada, elogiar el atracón pantagruélico, exaltar el hartazgo indiscriminado, llamar héroes olímpicos a quienes se distinguen por zampar, devorar y tragar licantrópicamente —y esto cuando, según estudios de muchas organizaciones internacionales, una de cada nueve personas en el mundo no tiene suficiente comida, cuando 34 millones de niños padecen hambre aguda y cuando el hambre en nuestro planeta mata más gente que el sida, el paludismo y la tuberculosis juntos—, esto sí que puede tildarse de obsceno.
 
     
Referencias Bibliográficas

Chaudhri, O., Small, C. y Bloom, S. 2006. “Gastrointestinal hormones regulating appetite”, en Philosophical Transactions of the Royal Society, vol. 361, núm. 1471, pp. 1187-1209.
Deutsch, J.A., Young, W.G. y Kalogeris, T. J. 1978. “The Stomach Signals Satiety”, en Science, vol. 201, núm. 4351, pp. 165-166.
Korbonits, M. et al. 2004. “Ghrelin—a hormone with multiple functions”, en Frontiers in Neuroendocrinology, vol. 25, núm. 1, pp. 27-68.
Parkhurst Ferguson, P. 2014. “Inside the extreme sport of competitive eating”, en Contexts, vol. 13, núm. 3, pp. 26-31.

En la red

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Francisco González Crussí
Médico, profesor universitario y escritor.

Es patólogo retirado y profesor emérito de patología en la Escuela de Medicina de la Universidad Northwetern en Chicago, Illinois. Antes de migrar a Estado Unidos estudió medicina en la UNAM. Además de su desarrollo como científico ha publicado libros, tanto en inglés como en español, y una obra de teatro.
     

     
 
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