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Hermann Bellinghausen
 
                     
Aún quienes han leído toda su vida, a lo largo de
años y días, los que leen mucho y algo se les pega, los lectores porque sí, por el gusto, o los eruditos, todos saben que no han leído suficiente, que siempre hay más. Aprenden a ser selectivos a despecho de su especialidad, sus intereses, gustos o alcance intelectual. Esto, que nunca fue fácil, pero solía ser estimulante aún para los neuróticos que se sentían en falta, resulta más arduo en la época actual de transición, donde la relación humana con el conocimiento y la lectura dejan de ser lo que eran para transitar a otra condición cognitiva de la lectura, donde la forma libro, incluso la forma letra, sin necesariamente desaparecer, ya no ocupan el centro de la operación y tal vez nunca vuelvan a hacerlo.
 
En tiempos cuando la representación gráfica ilustraba al texto, aún en tiempos del cómic semileído, o cuando lo que había eran libros y revistas (no hace tanto, un par de décadas), era posible seguir el hilo de las obras, las ideas, los rumbos verbales de la lecturas que cada quien construía en el acto. Uno elegía de entre los libros disponibles, o los periódicos y cuáles de sus secciones, cosas así.
 
Había bibliotecas y sus entrañables “ratones”, librerías de nuevo y de viejo, las colecciones de los amigos, mesas de lectura en el bosque de Chapultepec y las arboledas de las islas en la Universidad. Se comía con un libro enfrente, se iba al retrete con las noticias, y en furia o necesidad uno usaba la página para limpiar las partes involucradas. Se iba a la cama con un libro, y lector y volumen se estaban las horas. En ocasiones absorbentes, el lector amanecía con el libro y los ojos todavía abiertos.
 
No que ya no suceda (aunque cada vez menos), sino que ahora eso, o algo similar, sucede de otras maneras. La gente lleva a la cama computadoras, pantallas de tacto, dispositivos telefónicos donde lee y mira sin cesar, escribe, interactúa con el texto de manera inimaginable para el lector anterior, que a lo más se atrevía al lápiz para subrayar o exclamar en las márgenes del texto.
 
¿Se lee más o menos?
 
¿Mejor o peor? A caballo entre las tres o cuatro generaciones vivientes, las viejas y las nuevas formas de lectura y escritura aparecen imbricadas, revueltas.
 
¿Cuánto más durará esta interfase? Pareciera que se pueden alcanzar conocimientos sólidos en materias prácticas, científicas, históricas, literarias o filosóficas sin haber abierto un sólo libro de papel. De manera harto conveniente, las máquinas proporcionan sus instructivos de uso, que se actualizan “solos” constantemente. La Summa universal está en el aire, en “la nube”, en el éter. Sin embargo, sobrevive la sospecha de que el “verdadero conocimiento” reside en la letra impresa, y los escritores todavía otean la posteridad en la medida de sus páginas publicadas con portada, lomo y gramaje. Un aspirante a la presidencia, cebado sólo en la televisión, puede hacer todavía el ridículo por no conocer tres libros; quizá pronto eso sea irrelevante.
 
Era heroico dar con una Enciclopedia Británica o alguna sucedánea, acudir, sacar el tomo deseado, visitar la entrada; o recorrer los meandros hasta perderse en aquel compendio de saberes necesarios o prestigiosos. ¡Tomar nota! ¡Memorizar! No que ahora bastan unos cuántos distraídos clics (se aceptan faltas de ortografía en la “búsqueda”, la máquina es más lista que nosotros), y a veces una tarjeta de crédito, para acceder a la nuez. Con mover un dedo, literalmente. Copias y pegas. Hay quien alega, con base en argumentos pedagógicos o neurocientíficos, que eso no es leer, sólo navegar, un conocimiento simulado y superficial. Pero entonces, ¿dónde queda el derecho a la diletancia, la divagación, el montaje personal y el azar, tan sagrado para el lector de libros? Sin retroceder más allá del siglo pasado, cabe preguntarse cómo hubieran navegado Benjamin, Torri, Borges o Blanchot. Gracias a Google y Wikipedia, y en general el supermercado de la información, reinan el plagio (involuntario o no según el grado de ignorancia del usuario), la falsa erudición, la trivialidad repetida en millones de visitas rastreables e identificables. Ya existen allí policías, espías y ladrones que roban a los ladrones.
 
“Los jóvenes no leen”. “En México pocos leen”. ¿Y cuándo fuimos un país de lectores, fuera de las minorías consabidas? Ahora, y antes, los lectores se circunscriben a pasajes de la Biblia, única “enciclopedia” disponible para las masas.
 
El revolcón tecnológico que se llevó la lectura fue brutal, pero tal vez no definitivo. Algunos en las primeras generaciones posteriores a la fractura tecnológica encuentran nuevos usos, valores y belleza en producir libros físicos, impresos. La lectura será minoritaria, aun si contamos el mercado comercial trasnacional. El impacto de lo nuevo es fuerte. ¿Cuánto cambiarán nuestras formas de pensar, leer y escribir? Como el cambio climático, es algo que sabremos después de que haya ocurrido.
 
     
en la red
goo.gl/VIqYv6
     
Nota
Texto tomado del diario La Jornada del lunes 19 de enero de 2015.
     
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Hermann Bellinghausen
Médico, poeta y periodista.
     
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cómo citar este artículo 
 
Bellinghausen, Hermann. 2015. Factura/Lectura. Ciencias, núm. 115-116, enero-junio, pp. 40-41. [En línea].
     

 

 

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