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Carlos Amador Bedolla
     
               
               
La ciencia es un invento moderno. Aunque cuando queremos
presentar un tema científico con un enfoque histórico empezarnos con lo que hicieron los griegos, la ciencia como la conocemos no tiene más de trescientos años. Pero en el caso de México, ésta enfrenta un problema adicional: la modernidad es un invento del Primer Mundo (huelga decir que la división del mundo en primero, segundo y tercero es también un invento de la modernidad). En este problema, como en tantos otros, vivimos la ilusión de que alcanzaremos el grado de desarrollo de los países del Primer Mundo si seguimos algunos de los pasos que, supuestamente, los colocaron en esta categoría. Cada vez que hablamos de la ciencia en México, de su estado actual y de las medidas que deben tomarse para desarrollarla, comparamos nuestra presente situación con la de los países desarrollados mediante diversos índices: la proporción de científicos de acuerdo con la población en general, la fracción del producto nacional bruto que se dedica a la ciencia o a la educación, el número de artículos publicados por año en todo el país, la matrícula del posgrado en las universidades nacionales, etcétera; y creemos que debemos hacer crecer estos índices hasta alcanzar los de los países desarrollados. Creo que ésta es una visión simplista del desarrollo de la ciencia.
 
Quisiera mencionar otra creencia muy extendida entre nosotros: que la ciencia es el motor del desarrollo económico de un país. De acuerdo con dicha creencia, al alcanzar los indicadores primermundistas de la actividad científica, alcanzaremos también sus indicadores en la actividad económica. Lo anterior sería irrelevante si no lo empleáramos como argumento central en todas las batallas que libramos por mayores presupuestos para nuestra actividad. Estamos generando una expectativa que, desde mi punto de vista, nunca estaremos en condiciones de cumplir. Como con tantas cosas, la demostración de que ésta es una falacia tendría que pasar primero por la situación muy improbable de que llegáramos a los indicadores científicos del Primer Mundo; en cambio, es muy probable que en el futuro próximo nos pidan informes de los avances científicos hacia tan luminoso futuro que la derrama de recursos en nuestra actividad ha logrado. Y, cuando seamos incapaces de darlos, habremos gastado buena parte de nuestro capital de credibilidad…
 
¿En qué apoyo tan pesimistas opiniones? Creo que el argumento más fuerte es un argumento histórico-empírico. Desde que ingresamos a la modernidad —en un papel subordinado y a la fuerza, como todo el mundo— los distintos países del Tercer Mundo nos hemos embarcado en una gran diversidad de proyectos tendientes a salir de nuestro triste estado. Ha habido proyectos de chile, de dulce y de manteca: proyectos libertarios y proyectos fascistas; proyectos basados en la ciencia, en la tecnología; proyectos capitalistas y proyectos socialistas; modernos y fundamentalistas, etcétera, etcétera. La colección de explicaciones de por qué éstos han fallado es extensísima: lo cierto es que ningún proyecto ha tenido éxito. País que nace para el Tercer Mundo no pasa del corredor. O no ha pasado. Cualquiera que sea la fuerza destructora que hace fracasar estos proyectos, parece tan abrumadora que las iniciativas originales, heroicas, nacionalistas, geniales o como sean producen pequeños efectos frente a esta aplanadora. Pensemos en particular en la ciencia como motor del desarrollo. Los índices científicos de Argentina son superiores a los mexicanos: los económicos igual de desesperanzadores. Pensemos en la India; allí son aún superiores los índices científicos y aún más sombríos los índices económicos. Así que cuando menos deben concederme que en caso de haber una correlación entre índices científicos e índices económicos, la correlación no es directa y sí altamente no lineal.
 
Pero vamos a suponer que soy un pesimista irredento y equivocado. Que sí, en efecto, el desarrollo económico de un pueblo está ligado a su desarrollo tecnológico. ¡Chin!: todo parece indicar que la relación entre ciencia y tecnología tampoco es tan estrecha como nos gustaría. En un libro que leo actualmente, escrito por un científico, éste opina que “…La tecnología es mucho más antigua que la ciencia. Sin ayuda de ésta, la tecnología permitió a los hombres primitivos la adquisición de ciertas habilidades como la agricultura y la metalurgia, los logros de la ingeniería china, las catedrales renacentistas y hasta la máquina de vapor. No fue sino hasta el siglo XIX cuando la ciencia tuvo algún impacto sobre la tecnología… por ejemplo en la preparación de colorantes sintéticos y en la generación de electricidad”. Claro que podríamos suponer que si, a partir del XIX, la ciencia ayuda a la tecnología, esta relación continuará en lo sucesivo. Pero Japón, el gigante tecnológico, tiene una ciencia menor comparada con la ciencia gringa…
 
Entonces, según creo yo, debemos tener mucho cuidado al asociar la ciencia tanto con la tecnología como con el desarrollo económico. Si queremos ser honestos, estamos obligados a buscar otras razones para darle sentido a la actividad científica que realizamos.
 
Pero démonos otra oportunidad: olvidemos por un momento estas sombrías perspectivas y concentrémonos en hacer ciencia. Ésta es la posición pragmática que ha adoptado la comunidad científica en México. Vamos a convencer a quienes se encargan de repartir la lana de que hace falta que la ciencia en México se fortalezca. En los últimos años ésta es la política científica que se ha adoptado. ¿Qué hemos logrado? Veamos: el Sistema Nacional de Investigadores, las diversas modalidades de estímulos a la productividad en las distintas universidades, el apoyo nacional a los proyectos de investigación (Conacyt, Pemex) y los apoyos institucionales a la investigación (en la UNAM, DGAPA) han ido conformando las reglas del quehacer científico en el país. Con ello se ha logrado que la carrera de científico sea atractiva, además de por las razones de siempre, porque es lucrativa. En el ajuste continuo de estas reglas hemos ido elaborando maneras de juzgar la relevancia, calidad e intensidad del trabajo de investigación y hemos ido modificándolas de acuerdo con lo aprendido. Es interesante que, como cabía esperar de personal tan inteligente, los investigadores nos hayamos ido adaptando a todo lo que nosotros mismos nos hemos pedido. Cuando hubo que publicar tres artículos por año, los publicamos; si hubo que ser conferencista invitado en un congreso internacional, lo fuimos; cuando hubo que organizarlos, los organizamos. Ahora, y éstas son buenas noticias para ustedes, lo que nos pedimos es tener alumnos de posgrado, y los tenemos.
 
La búsqueda de la importancia de la ciencia que hemos emprendido en estos años nos ha hecho llegar recientemente a la idea de que lo más importante de nuestra labor es la educación. Todas las instancias de evaluación premian la “formación de recursos humanos”; es decir, de ustedes. Por cierto, la única manera en que se considera que un académico contribuye a la formación de estos recursos es cuando actúa como tutor de la tesis de maestría y doctorado del alumno. No importa quién dé las clases curriculares, o quién explique y adiestre a los alumnos en las técnicas y saberes necesarios; importa quién firme como asesor. Así tenemos investigadores con diez y veinte alumnos de posgrado (y mencionaremos sólo de pasada que, dentro de ciertos proyectos de cooperación empresa-universidad, los tutores reciben un estímulo mensual fijo por alumno de posgrado). Los presupuestos de investigación se ven limitados casi siempre en los rubros de viáticos, material y equipo, por ejemplo, sin importar qué tan bien fundamentadas estén estas peticiones, mientras que el rubro de becas no sólo no se reduce, sino que en algunos casos se incrementa. Así, hay complementos de beca para los estudiantes de licenciatura y de posgrado. A estas partidas frecuentemente les sobran recursos al final de cada ejercicio presupuestal simplemente porque no hubo suficientes alumnos a quiénes becar… Y todavía existen recursos para estudiantes de posgrado que les permiten manejar sus propios presupuestos.
 
Así que, ¡alégrense jóvenes!, porque estamos pasando por una época dorada del apoyo a los estudiantes de posgrado. Que Conacyt o DGAPA quieran cobrar en UDIS las becas que les otorgaron es, sin embargo, una canallada. Pero ya regresaremos a esto. Vamos en que hay apoyo y gran interés de parte de todo el mundo en que ustedes estudien posgrados y se reciban pronto. ¿Qué va a pasar si en efecto esto sucede? La verdad es que no creo que hayamos pensado mucho acerca del asunto. Ocurre una cosa curiosa con el posgrado actual, y en particular con el doctorado. Mientras que, en general, el efecto que tiene la educación sobre su víctima es el de ampliar sus horizontes, el posgrado más bien tiende a reducirlos. Un universitario tiene más posibilidades abiertas que un preparatoriano, y éste más que alguien que sólo haya estudiado la secundaria. Sin embargo, un doctor en fisicoquímica (con una tesis sobre las propiedades electrónicas de las aleaciones de níquel-platino) sólo es un doctor en fisicoquímica (con una tesis en…). La educación de posgrado que estamos impartiendo y recibiendo sólo está formando más doctores como nosotros. Así que el destino natural de todos ustedes es volverse académicos en una institución académica, tomar estudiantes de grado que se volverán académicos en una institución que tomarán estudiantes… y así hasta que algo pase.
 
Y algo va a pasar muy pronto. No hay ninguna posibilidad de que el sistema educativo en México resista siquiera durante toda una generación, digamos treinta años, esta recurrencia. Seguirá habiendo trabajo en las instituciones para unos cuantos y el resto de los flamantes doctores habrá de buscar nuevos horizontes.
 
Y ahí es cuando esta nota, permanentemente pesimista, da una maroma completa y se vuelve muy optimista. En efecto, si el sentido más importante de nuestra ciencia es la educación, entonces eduquemos. Y si podemos hacer las pequeñas modificaciones que nos permitirán volver la educación de posgrado una que amplíe los horizontes en vez de cerrarlos, vamos a tener un montón de gente muy bien preparada que va a tener que inventar su ocupación. Y emprenderá proyectos ambiciosos y originales: inventará un servicio, mejorará o copiará una tecnología, enseñará en la prepa o en la secundaria, se meterá en la política y elevará el nivel de ese discurso (cosa tan irrisoriamente sencilla como angustiosamente necesaria en estos días). Y al hacerlo, en grados de calidad y compromiso muy superiores a los actuales, elevará el prestigio (y el salario) de esas actividades.
 
Creemos en la vocación. Nada más porque leímos una biografía de Madame Curie (las muchachas) y una de Albert Einstein o Richard Feynman (los muchachos) nos descubrimos con vocación de científicos. La experiencia profesional de la abrumadora mayoría de los científicos es diametralmente opuesta a la de estos héroes. Si tenemos la vocación, la realidad nos va a defraudar; y si, como creo, la vocación no existe, sino que se va formando conforme estudiamos (y entonces se llama currículum), no sabemos a priori si queremos ser científicos. Algunos de ustedes descubrirán que sí quieren: para esos siempre habrá plazas en las instituciones académicas. Otros, sin embargo, descubrirán que no quieren ser científicos, y de ahí partirá su reto más interesante: inventar un papel insustituible en la sociedad para un doctor en fisicoquímica que, si nos fue bien, para cuando termine sabrá mucho más que las propiedades electrónicas de las aleaciones de níquel-platino.
 
Tiene mucho sentido estudiar posgrados porque lo más importante que podemos hacer como colectividad es elevar nuestro nivel educativo. Enfoquemos entonces estos posgrados de tal manera que hagan principalmente eso: educarnos. Todavía no hemos visto a una persona educada, y con las habilidades y destrezas de la modernidad (que a fin de cuentas son las que las ciencias enseñan) que carezca de trabajo.
 
Y ahora regresemos a los problemas mundanos. ¿De qué van a comer los estudiantes de posgrado mientras se educan? Pues unos de unas fuentes y otros de otras. Ciertamente debe haber muchos que lo hagan de las becas. Y, para ellos, las becas tienen que ser dignas y flexibles. Como trabajadores esforzados tienen que ser ellos quienes las disfruten. Esto debería bastar para saldar cuentas y equilibrar la relación con el patrocinador: para otorgar la beca, éste exige cosas del estudiante; el estudiante cumple cuando estudia y completa el ciclo para el que fue becado. Pero al patrocinador le preocupa que el ex becario emplee su título para enriquecerse o enriquecer a un tercero sin restituir nada. Y cree que cuando trabaja en una institución oficial, o bien, no se está enriqueciendo, o bien, está restituyendo algo. Creo que esto está mal pensado. Primero, es posible que el ex becario sí se esté enriqueciendo en su trabajo en una institución oficial (tanto como funcionario cuanto como académico puro). Segundo, estas condiciones fomentan la idea de la institución oficial como único destino posible para el ex becario; pero si de veras somos exitosos y formamos montones de doctores, ya vimos que no hay forma de darles ese tipo de trabajo a todos. Tercero, no es estrictamente cierto que quien trabaja en una empresa privada se esté enriqueciendo y no restituya con su trabajo la inversión que la sociedad hizo en él, porque si el ex becario se está enriqueciendo en una empresa privada de su creación ya nos está regresando algo (empleos, conocimientos) —claro, a condición de que la empresa no sea una distribuidora de bienes importados. Cuarto, se podría pensar que si la empresa que contrata se beneficia del esfuerzo de la universidad, debe pagar una parte de ese esfuerzo, sobre todo si es una empresa extranjera, ¿cuántos doctores tenemos en esa situación? ¿No será mejor que primero nos preocupemos por volver a nuestros ex becarios lo suficientemente atractivos como para que las empresas extranjeras acepten nuestras condiciones? En suma: si hacemos las cosas bien, el ex becario reditúa a la sociedad que lo formó mediante el simple mecanismo de ser parte de ella.
 
Creo que tenemos, por un lado, una visión extremadamente complaciente de lo que podemos hacer como científicos. Tenemos la idea de que nuestro trabajo es esencial e indispensable para rescatar a nuestro país. Usamos estas ideas para adelantar nuestra causa dentro de la sociedad, prometiendo maravillas si se nos trata bien. La anterior estrategia ha rendido muy buenos frutos en los últimos años y, de seguirla usando, habrá de dar aún más. Entre los frutos rendidos está haber convertido a ésta en una época muy buena para estudiar posgrados. Sin embargo, dicha estrategia acabará por volverse en contra nuestra cuando no podamos responder a las expectativas que generamos. No tengo idea de cuándo ocurrirá eso, pero ciertamente es probable que les afecte más a los científicos que tienen toda una carrera por delante. Basta con saber que esta estrategia es dudosa para preferir emplearla con cautela. Y si mucho me apuran, creo que no hay razones para esperar estos milagros de nuestra actividad.
 
Sin embargo, hay un conjunto de razones ajeno al anterior que, curiosamente, me hace llegar a la misma conclusión: es necesario apoyar a la ciencia y en particular a los posgrados, pues la educación es la única condición necesaria que hemos podido identificar como motor del desarrollo. No creo que sea una condición suficiente, pero sin ella sí estamos condenados. Sólo si nos educamos los más, a los niveles más altos, con la mayor calidad, tendremos razones para ser optimistas.
 
 articulos
 ________________________________________      
Carlos Amador Bedolla
Facultad de Química,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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cómo citar este artículo
 
Amador Bedolla, Carlos. 1997. La ciencia en el posgrado. Ciencias, núm. 47, julio-septiembre, pp. 62-65. [En línea].
     

 

 

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