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Selling science. How
the press covers science and technology
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Dorothy Nelkin,
W. H. Freeman and Company, 1995.
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La ciencia es parte de la cultura y está atada integralmente
a las prácticas sociales, a los asuntos públicos y políticos. Los frecuentes reportajes acerca de los escándalos científicos y los riesgos tecnológicos nos muestran la dependencia que tenemos de los medios para obtener información actualizada sobre ciencia y tecnología, además de los límites que tiene la prensa. En general, la gente no recibe reportes actualizados y críticos acerca de la ciencia en la sociedad contemporánea, donde la mayoría de las decisiones son tomadas por expertos. A pesar de que dependemos de los medios para obtener información científica, poco se han analizado las relaciones entre científicos y periodistas y cómo se reflejan éstas en los medios impresos.
Mientras la autora de este libro desarrollaba una investigación sobre las actitudes del público hacia la ciencia y la tecnología, se interesó por la tendencia generalizada de los científicos, ingenieros y médicos de condenar a los medios y criticar la forma en que estos difunden noticias científicas, atribuyéndoles la actitud negativa o la información errónea que el público tiene. Al mismo tiempo, los científicos son incapaces de especificar la información errónea en estos reportes, por lo que el autor comenzó a explorar la forma en que la ciencia y la tecnología son presentadas al público a través de los medios y las características, tanto del periodismo como de la ciencia, que contribuyen a moldear estas imágenes.
En este libro se estudian las relaciones entre los científicos y los medios en la medida en que dichas relaciones influyen en la cobertura que los medios hacen del medio científico.
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Dorothy Nelkin |
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cómo citar este artículo →
Nelkin, Dorothy. 1995. Selling science. How the covers science and technology. Ciencias, núm. 38, abril-junio, pp. 62. [En línea].
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Víctor Rodríguez Padilla | |||||||||||
Sin duda, uno de los temas más sensibles y delicados para
millones de mexicanos es el del petróleo. Recurso natural, activo fundamental, bien de la nación, el oro negro es un producto estratégico cuyo significado no se limita al ámbito económico y energético. Discutir de petróleo, de la industria y del mercado que origina es hablar de nación, Estado, historia, nacionalismo, proyecto, desarrollo, independencia, seguridad, defensa, y soberanía. Pero no sólo eso. También es hablar de trasnacionales, derroche, corrupción, crisis, deuda, embargo, hipoteca, ambición y codicia.
Como en otros momentos claves de la historia de México, el petróleo se encuentra hoy día en el centro del huracán. Como agua entre las manos se nos escapa debido a las colosales presiones ejercidas por Estados Unidos y otros intereses extranjeros. Comprender y asimilar cabalmente el carácter multidimensional del petróleo y la importancia que reviste para México es la mejor arma para defender lo que es del país, construido a lo largo de seis décadas.
Producto estratégico
El carácter estratégico del petróleo no necesita demostración. Desde hace mucho tiempo las potencias dominantes han utilizado sus fuerzas económicas, comerciales, financieras, políticas y militares para tener la seguridad de disponer de este producto en el corto, mediano y largo plazo. Guerras, golpes de Estado, asesinatos, complots, negociaciones internacionales y acuerdos secretos son una constante en la industria petrolera. La actuación del agente británico Lawrence en Arabia (1914), las dictaduras de Gómez (1908) y Jiménez (1948) en Venezuela, el golpe de Estado contra Mossadegh en Irán (1953), la guerra de Biafra (1967), la guerra Irán-Irak (1980), la guerra del Golfo Pérsico (1990), la guerra de Yemen (1993) son páginas de la historia; nos recuerdan que el petróleo no es una mercancía como las otras: revelan que las grandes corporaciones petroleras y los gobiernos han utilizado todos los métodos, lícitos o ilícitos, morales o inmorales, con tal de controlar el oro negro. El último episodio de esa lucha sin cuartel es el acuerdo que Estados Unidos impuso a México a cambio de un paquete de rescate financiero para salvar al país de la bancarrota.
¿De dónde surge la importancia del petróleo? Las características asociadas a su producción y consumo nos dan la respuesta. Deben destacarse cuatro hechos de primera importancia.
La energía más consumida del mundo
Datos recientes señalan que el petróleo contribuye con un 40% al abasto de energía comercial del planeta.1 Si a eso se agrega la participación del gas natural, resulta que los hidrocarburos suministran el 63% a los requerimientos energéticos mundiales. Le siguen el carbón con un 27%, la nucleoelectricidad y la hidroenergía, que juntas totalizan un 10%. El petróleo es, pues, un producto indispensable para el buen funcionamiento de toda economía mundial. Sin él los sistemas productivos de los países simplemente dejarían de funcionar. En el caso de México, el peso de los hidrocarburos en el balance energético nacional es apabullante, pues asciende a 93%.
La energía más intercambiada a nivel mundial
La localización de las zonas productoras de petróleo no coincide con la de las regiones consumidoras. Eso da lugar a importantes intercambios, en los que participa más del 54% de la producción mundial de petróleo crudo. El comercio de una región a la otra, de un continente a otro, genera flujos de oro negro sobre los que gravitan riesgos ecológicos, militares y geopolíticos importantes, sobre todo en las regiones conflictivas. Varios puntos geográficos por los que transita el petróleo adquieren importancia estratégica y, de una u otra manera, son controlados por las grandes potencias que buscan evitar rupturas de suministro.
Enormes ganancias
El petróleo es un producto fósil, finito y no renovable que se extrae de yacimientos localizados en el subsuelo. Esos depósitos subterráneos tienen características muy diferentes de tamaño, calidad y condiciones de acceso. La doble particularidad de los yacimientos —geográfica y física— da lugar a la creación de rentas económicas que despiertan la codicia de todos los actores en el teatro petrolero. La diferencia entre el precio de venta de petróleo y su costo de producción, grosso modo, la renta petrolera, es considerable. El precio de un barril de petróleo tipo “Brent” del Mar del Norte (crudo de referencia mundial), se cotizó en 16 dólares por barril en 1994. En contraste, el costo de producción del mismo fue de sólo 2.5 dólares en Arabia Saudita, 6 dólares en México y 11 dólares en el Mar del Norte. Conviene señalar que México, al igual que los países del Golfo Pérsico y Rusia, posee algunos de los yacimientos más grandes y ricos del mundo, a partir de los cuales se extrae, cierto, un petróleo de baja densidad y alto contenido de azufre2 pero que permite generar una renta muy importante: entre 7 y 10 mil millones de dólares en 1994.
Características excepcionales
Por sus características químicas, físicas y económicas, el petróleo puede competir con todas las fuentes de energía y, en un momento dado, desplazarlas si las condiciones ecológicas, sociales, políticas y estratégicas son favorables para su uso. Los productos petroleros suministran calor por combustión directa; electricidad gracias a plantas termoeléctricas que consumen combustóleo; potencia mecánica gracias a motores de gasolina o diesel. Además, el petróleo es la única energía que tiene un sector cautivo: el transporte. Con algunas excepciones, los automóviles, camiones, barcos y aviones de hoy día no podrían funcionar sin los derivados del petróleo. Y todo parece indicar que en las próximas dos décadas los combustibles sustitutos y las tecnologías alternativas, no podrán penetrar en forma considerable ese mercado.
Gracias a las características asociadas a su producción y consumo, el precio del petróleo es el precio directo de la energía. Y lo seguirá siendo en los próximos años. Esto significa que el valor de las otras energías continuará atado al nivel que alcancen las cotizaciones del crudo y sus derivados en el mercado mundial.
Una industria con fuertes especificidades
El petróleo da origen a una industria con rasgos particulares que la distinguen de otras, y que le dan una vocación eminentemente internacional:
Multiproductos. A partir del petróleo crudo se obtiene toda una gama de productos derivados que dan origen a diferentes mercados. Entre los petrolíferos más importantes se encuentran el gas licuado, las gasolinas, el petróleo diáfano, el turbogas, el diesel, el combustóleo, las grasas, los lubricantes y el asfalto.
Intensiva en capital. Se requieren cuantiosas inversiones para desarrollar las actividades que componen la cadena petrolera: exploración, producción, refinación, almacenamiento, transporte y distribución. Perforar un pozo de 3 mil metros (profundidad promedio internacional) cuesta 6 millones de dólares; una campaña de exploración que contemple de 5 a 10 pozos, entre 40 y 100 millones de dólares. Extraer del subsuelo un barril por día requiere una inversión inicial de 5 mil a 10 mil dólares; procesarlo en una refinería no compleja, otros 10 mil dólares. Si México se viera obligado a construir la capacidad de producción y refinación con la que cuenta hoy día, necesitaría invertir 35 mil millones de dólares, pues produce 2.6 millones de barriles diarios de petróleo y procesa internamente más del 50% de la producción. Y eso sin contar las inversiones para construir tanques, ductos y terminales de distribución, entre otros.
De riesgo elevado. A pesar de los progresos de la geofísica, el riesgo de la prospección petrolera sigue siendo elevado. En una región virgen, sólo uno de cada siete pozos exploratorios descubre petróleo y gas en cantidades suficientes para explotarse económicamente. En zonas ya conocidas, el promedio de éxito aumenta a 25%. El carácter aleatorio de los descubrimientos exige a la compañía una capacidad financiera importante, apoyada sobre todo en el autofinanciamiento, pues los bancos no prestan para esa actividad.
De know how complejo. Si bien cualquier compañía puede acceder a la tecnología petrolera de punta, eso no basta para encontrar petróleo, trabajar con eficiencia y productividad y en última instancia obtener el máximo beneficio económico. Otros factores, como la experiencia de terreno, las técnicas organizativas y administrativas, la gestión del riesgo geológico y financiero, y la estrategia de subcontratación y alianzas son claves y constituyen verdaderos secretos industriales.
De maduración lenta. La duración de los proyectos petroleros y el tiempo de recuperación de los capitales invertidos son importantes: entre la decisión de explorar y el arranque de la producción transcurren, por regla general, entre 5 y 7 años. La vida de un yacimiento es de alrededor de 20 años, pero algunos llegan a producir durante más de seis décadas. Una refinería se construye en tres años, su vida económica es de 20 años y se amortiza en 15.
De economías de escala importantes. Entre más grandes sean los volúmenes producidos, transportados o almacenados, menos le cuesta a la compañía y más importante es la rentabilidad. Una consecuencia de esto es que las instalaciones petroleras tienden al gigantismo y la industria a trabajar integrada verticalmente, esto es, desde el pozo hasta la gasolinería.
Estas especificidades hacen que la industria petrolera base su razonamiento en la visión de largo plazo. Es ahí donde funda su poder y fortaleza. Sólo una estrategia con ese horizonte ha sido capaz de mantener a Shell, Exxon, British Petroleum, Chevron, Texaco, Agip y ELF, entre las principales compañías, consolidarse y crecer en una industria muy competitiva y maximizar su beneficio.
¿Qué importancia tiene el petróleo para México?
El petróleo es al mismo tiempo energía, materia prima, divisas, poder de negociación. En esos cuatro pilares se sustenta la importancia del oro negro para México. Ante todo el petróleo es energía para el funcionamiento de la economía y el bienestar de la sociedad. Hoy día satisface el 70% de los requerimientos energéticos del país. Además, ninguna otra fuente de energía fósil o renovable, nacional o importada, podría —en las condiciones económicas y tecnológicas actuales— ocupar su lugar, se trate del carbón mineral, el gas natural, la hidroelectricidad, la geotermia, la biomasa, la energía nuclear o las fuentes alternativas.
Por otro lado, el petróleo también sirve como materia prima, a partir de la cual la industria petroquímica produce multitud de productos, muchos de los cuales utilizamos en nuestra vida cotidiana (los plásticos son un ejemplo). Además, por su interacción dinámica con la industria química y la agricultura, la petroquímica es una industria “industrializante”, que confiere a México una ventaja comparativa respecto a otros países.
Para un país exportador como el nuestro, el petróleo es fuente de divisas. Las ventas del energético en los mercados internacionales generan recursos que sirven para financiar proyectos de gran envergadura, pagar la deuda externa, importar tecnología, modernizar la planta productiva, construir infraestructura, realizar programas de desarrollo social, e impulsar el sistema educativo y de investigación, entre otras opciones. Aunque, por supuesto, las famosas petrodivisas también pueden servir para especular o volver ricos a unos cuantos. Valga decir que si México no produjera petróleo tendría que erogar más de 8 mil millones de dólares anuales para comprar en el extranjero los volúmenes que requiere el país, amén de que dejaría de percibir entre 6 y 7 mil millones de dólares por concepto de exportaciones de crudo. Sin petróleo se agravaría el déficit de la cuenta corriente, precisamente una de las causas que provocaron la crisis financiera de este año.
Finalmente, para México el petróleo es algo más que riqueza material y fuente de financiamiento. Es poder de negociación frente a otros países del mundo. Sobre todo considerando la cuantía de nuestras reservas probadas y potenciales, y el elevado consumo que observan los países desarrollados, especialmente el vecino del norte. Quizás el petróleo sea nuestro único poder de negociación.
En efecto, México no es una potencia militar como Estados Unidos; de ninguna manera tiene una agricultura importante como Francia; tampoco tiene un impresionante sistema tecnológico como el de Japón, y mucho menos un sólido sistema financiero como el de Suiza, la crisis actual prueba exactamente lo contrario. Lo que tiene México es petróleo y en ese ámbito sí es una potencia mundial. Eso le ha permitido acceder a los mercados de capitales, renegociar en varias ocasiones la deuda externa, obtener ventajas comerciales, por ejemplo en el Tratado de Libre Comercio (TLC) y aumentar su presencia internacional.
Sin petróleo, México sería más dependiente de Estados Unidos y más vulnerable a las presiones intervencionistas extranjeras. Sin petróleo, el gobierno gozaría de un magro poder de negociación. Es por ello que está en el centro del proyecto de nación; pilar de la soberanía e independencia nacional hoy, como siempre, es una cuestión de seguridad nacional.
Amenazas permanentes
Desde que se descubrió el primer yacimiento en el país, las potencias dominantes no han ocultado sus ambiciones por el petróleo mexicano. Peor aún, la vecindad con Estados Unidos más que constituir una oportunidad comercial para nuestro país ha representado un riesgo permanente para el libre y pleno ejercicio de la soberanía sobre el principal recurso natural de México.
Después de un periodo de relativa tranquilidad —en que bien o mal las grandes potencias aceptaron la nacionalización del petróleo decretada por el presidente Lázaro Cárdenas (1938)— el interés por nuestros recursos se avivó a principios de la década de los años 70 con el descubrimiento de grandes acumulaciones de hidrocarburos en Tabasco y Chiapas primero, y en la plataforma marina frente a Campeche después. El hallazgo venía como anillo al dedo al Coloso del Norte, el más importante consumidor de petróleo en el mundo, presionado por el aumento vertiginoso de sus importaciones petroleras y la inseguridad e incertidumbre en la que entraron sus fuentes tradicionales de abastecimiento localizadas en los países de la OPEP, quienes tomaron el control del mercado en octubre de 1973.
A partir de lo que se conoce como el primer “choque petrolero”, Washington reconfirmó al petróleo mexicano como parte de los intereses estratégicos estadunidenses. Toda la maquinaria de persuasión de la superpotencia se puso en marcha para hacer de México una fuente de aprovisionamiento segura y confiable. Fue la CIA quien filtró a la luz pública la noticia de los descubrimientos del sureste, mucho antes que lo hiciera la administración de Luis Echeverría. Un empresario petrolero asociado a compañías del país vecino, Jorge Díaz Serrano, tomó las riendas de PEMEX durante el sexenio de José López Portillo, para manejar la paraestatal desde un punto de vista empresarial y orientar sus actividades hacia el mercado externo. Fue Estados Unidos quien puso a disposición de PEMEX recursos financieros ilimitados para desarrollar una de las plataformas de exportación más importantes del mundo.
Cuando México declaró la moratoria de pagos en 1982, el país al norte del río Bravo nos facilitó mil millones de dólares a cambio de que PEMEX incrementara las entregas de petróleo. Durante las negociaciones del TLC, el presidente Carlos Salinas no cedió, formalmente, a la exigencia de garantizar el suministro del petróleo al principal socio comercial de México, ni tampoco al otorgamiento de contratos de riesgo a compañías extranjeras. En compensación, sí cedió en materia de participación del capital extranjero en la industria petrolera nacional: petroquímicos, duetos, compras del gobierno y contratación de servicios, entre otros. Además, las sospechas de un contrato secreto de abastecimiento parecen confirmarse. Las exportaciones de crudo mexicano se orientan en forma creciente a Estados Unidos: 66% en 1993, 73% en 1994 y se espera un 80% este año. En fin, a principios de 1995 la Casa Blanca concedió 20 mil millones de dólares al gobierno de Ernesto Zedillo, a cambio, entre otras cosas, de cederle el control de facto de las exportaciones de PEMEX, como explicaremos más adelante.
En resumen, desde hace 20 años las amenazas sobre nuestro petróleo se han ido amplificando. La respuesta de nuestros gobernantes deja mucho que desear. Poco o mucho van cediendo a las presiones. Lo más peligroso es que el actual gobierno da muestras claras de haber abandonado la defensa del petróleo: El 21 de febrero de 1995, dio en prenda las reservas petroleras y aceptó un embargo precautorio sobre los ingresos de PEMEX por ventas al extranjero. La urgencia financiera, la crisis económica, las colosales presiones externas y las razones ideológicas (“el manejo de los recursos debe estar en manos del sector privado”), crean un clima muy difícil para este recurso de la nación. La amenaza es real. Lo único que falta es regresar al sistema de concesiones o a un esquema equivalente para dar por concluido el periodo en el que México mantuvo la soberanía sobre el petróleo.
El acuerdo petrolero con Estados Unidos
El “Acuerdo sobre Esquema de Ingresos Petroleros”, negociado en el marco del convenio entre Los Pinos y la Casa Blanca para el otorgamiento de apoyos crediticios por 20 mil millones de dólares, establece que PEMEX debe depositar en el Banco de la Reserva Federal de Estados Unidos el importe de sus exportaciones; en caso de que México deje de cumplir con las obligaciones de pago asociadas al paquete de rescate financiero, Estados Unidos puede cobrarse con las divisas que PEMEX transfiera a ese banco. También señala que las ventas foráneas se harán exclusivamente a través de la paraestatal, que no podrá transferir o vender sus derechos de cobro, pero sí deberá entregar al Departamento del Tesoro la información contable y financiera de la empresa y todo lo relacionado con las exportaciones. Finalmente establece que México se somete a la jurisdicción exclusiva de la Corte del Distrito de Manhattan en Nueva York, y que renuncia a emprender cualquier acción legal tendiente a modificar o rechazar lo estipulado en el acuerdo.
Las condiciones impuestas sobre los ingresos petroleros poco tienen que ver con el corto plazo. Si bien el periodo de garantía se escalona durante 10 años, pueden convertirse en 20 o 30 años si las circunstancias son desfavorables para México. Y Estados Unidos no perderá cuanta oportunidad se le presente para que los candados, limitantes y condicionantes sobre el oro negro perduren hasta el agotamiento total de nuestro recurso natural o hasta que sea desplazado por los energéticos sustitutos.3
Hoy como siempre, nuestros vecinos tomaron como pretexto las circunstancias de corto plazo para imponer condiciones de largo plazo.
Entre las múltiples observaciones que pueden hacerse a los compromisos de Los Pinos ante la Casa Blanca, al menos cinco se destacan por su importancia.
1. Es un acuerdo anticonstitucional
El acuerdo petrolero viola expresamente algunos artículos de la Carta Magna. Carlos Ramírez (periodista de El Financiero) lo plantea de esta manera: “el artículo 27 señala que la propiedad petrolera es un derecho inalienable e imprescriptible. Es decir que no se puede enajenar o vender y su validez es infinita pues no prescribe nunca. Así, el petróleo pertenece a la Nación y no al presidente de la República en turno”.4 A pesar de ello, el acuerdo autorizó el embargo precautorio de no menos de mil 300 millones de barriles de petróleo, y convirtió al Departamento del Tesoro de Estados Unidos en dueño de facto de una parte de las reservas petroleras mexicanas.5 Por su parte, el artículo 25 señala que corresponde al Estado la rectoría del desarrollo nacional y que ésta debe fortalecer “la soberanía nacional”. ¿Cómo podrán los compromisos petroleros del actual gobierno contribuir a ello, si autorizan al país vecino a apoderarse financieramente de una parte de nuestras reservas petroleras, las cuales nos confieren una posición de fuerza frente a los países del planeta? ¿Cuál fortalecimiento de la soberanía si la primera empresa del país, PEMEX, se ha convertido en caja recaudadora del Tesoro de Estados Unidos? ¿Cuál soberanía si ahora México está impedido a declararse en moratoria de pagos, toda vez que en el momento en que no pueda o no quiera pagar, el país del gran garrote se cobrará con las facturas de PEMEX, ahora bien guardadas en el banco central de ese país?
2. El acuerdo petrolero abre el renglón energético del TLC
Para Adrián Lajous, director general de PEMEX, los condicionantes sobre los ingresos petroleros no afectan las decisiones básicas de la empresa, como son el volumen de producción, el destino de las exportaciones y el precio de venta.6 Sin duda es cierto. Sin embargo, no puede negarse el hecho de que Estados Unidos logró reforzar las garantías de aprovisionamiento que el gobierno mexicano se ha resistido, formalmente, a conceder. Formalmente porque en los hechos las exportaciones petroleras hacia ese país nunca han descendido abajo de los 650 mil barriles por día desde 1982.
Con la intervención de la caja de PEMEX, Estados Unidos logró indirectamente el control y el diseño de la política petrolera de México. El control de la parte operativa, la que le quedó a PEMEX, es lo de menos. Lo importante es que ahora la Casa Blanca decide las grandes orientaciones y los criterios de la participación de México en el mercado petrolero internacional.
3. El acuerdo atenta contra la empresa petrolera nacional
Algunas de las consecuencias para PEMEX ya se han manifestado: degradación de las instalaciones e infraestructura por falta de mantenimiento, disminución en los índices de seguridad, incremento en el número y gravedad de accidentes y menor cuidado ambiental. Es de esperarse que todo lo anterior sea utilizado para justificar la venta de la paraestatal, toda o en partes.
PEMEX no puede disponer libremente de las divisas obtenidas de sus exportaciones, las cuales ascendieron a 7 mil 393 millones de dólares en 1994. Los escasos recursos financieros que el gobierno autorizará a la empresa, y que durante todo el sexenio salinista estuvieron disminuyendo, serán destinados prioritariamente a la actividad extractiva, precisamente para mantener a un nivel adecuado la plataforma de producción y las exportaciones del petróleo crudo.7 Ahora más que nunca México necesita generar petrodivisas para pagar puntualmente el impresionante servicio de la deuda pública externa, que ascenderá a unos 14 mil millones de dólares anuales en 1995, tomando en cuenta el préstamo con el que se hipotecó el petróleo. Si la Secretaría de Hacienda había decidido que algún día aplicaría a PEMEX un nuevo régimen fiscal, para ampliar su margen de autofinanciamiento, ahora esa posibilidad es cada vez más remota. La recuperación de los precios internacionales del crudo vendrían a relajar la presión financiera, pero los analistas ven remota esa posibilidad en el corto plazo.8
PEMEX tampoco podrá contar con la reducción espectacular de sus costos a fin de liberar recursos para la inversión. Esa labor ya fue realizada en buena medida por la administración precedente. En lo que constituye un verdadero grito de alerta, Francisco Rojas señaló en su último informe como director general de PEMEX que ésta, cómo cualquier industria extractiva, necesitaba inversión fresca para seguir funcionando, si no tendría problemas para afrontar sus responsabilidades.
Para financiar la cartera de proyectos prioritarios, PEMEX recurrirá por un lado a la emisión de bonos en los mercados internacionales, estrategia de financiamiento necesariamente limitada, o bien a sistemas de arrendamiento puro y financiero. Que nadie se extrañe si en los próximos años vemos en la industria petrolera esquemas parecidos a los que se están aplicando en la Comisión Federal de Electricidad y que violan el espíritu de la Carta Magna. Así, podríamos tener “productores independientes de gasolina” o empresas que rentan, a precios de oro por supuesto, duetos, gasoductos, plantas tratadoras de gas o terminales de distribución.
Además de las inversiones, el gasto del gobierno y de las pocas empresas que aún le quedan a PEMEX, deberá contraerse brutalmente con objeto de mantener las finanzas públicas sin déficit. Así se estará cumpliendo con uno de los compromisos contraídos con el FMI. Con la complicidad de un sindicato petrolero debilitado, la reducción del gasto se traducirá a fortiori en despidos masivos. Por lo pronto, PEMEX ya anunció la liquidación de 13 mil 500 trabajadores, para contraer la planta laboral de la empresa (unos 92 mil empleados).
Cada vez está más lejos el día en el que la relación de PEMEX con el gobierno cambie. Todo apunta en sentido contrario: la paraestatal seguirá supeditada a los compromisos y objetivos macroeconómicos del gobierno y es muy probable que nunca trabaje realmente como empresa. Adiós al proyecto de hacer de PEMEX una compañía competitiva a nivel internacional, capaz de ir a buscar y explotar hidrocarburos ahí donde se encuentren, y de hacer negocios rentables en el extranjero en beneficio del pueblo de México, el verdadero propietario de la empresa. Lo que le espera a PEMEX no es otra cosa más que la descapitalización en lo inmediato y la privatización más tarde.
4. El acuerdo atenta contra la explotación del petróleo
Las restricciones en los recursos económicos destinados a las empresas públicas y la enorme necesidad de divisas por parte del gobierno, repercuten directamente sobre la cartera de proyectos y las políticas de explotación de PEMEX Explotación Producción (PEP). En esas condiciones, la visión de largo plazo se encuentra seriamente comprometida. De hecho, desde antes de la crisis PEP reconocía que no estaba cumpliendo con uno de los criterios establecidos en el Plan de Negocios, el cual indica que deben elegirse los proyectos de inversión con lo que se obtenga un rendimiento económico óptimo a largo plazo. En realidad sucedía lo contrario: “las presiones que origina la demanda interna, los compromisos de exportación que hay que cubrir de inmediato (…) y las restricciones presupuestarias obligan a cambiar esa visión por un enfoque operativo de corto plazo.9
En esas circunstancias, PEMEX tendrá motivos y recibirá presiones para que abandone la búsqueda de reservas y concentre su atención en la actividad extractiva, desarrollando los yacimientos más grandes y rentables, dejando de lado la explotación integral de las cuencas. También para aumentar los volúmenes y la rapidez de extracción, buscando evitar las costosas operaciones de recuperación secundaria o perforación horizontal, es decir, que descreme los yacimientos en lugar de buscar la recuperación óptima de los hidrocarburos.
5. El acuerdo petrolero despoja a México de su poder de negociación
Por su carácter estratégico, el petróleo confiere a México una posición de fuerza que no tienen otros países del mundo. Este hecho ha sido utilizado, históricamente, como uno de los pilares de nuestra capacidad de negociación como nación, Estado, gobierno y sociedad, frente a la compleja comunidad internacional. Gracias al petróleo se obtuvieron recursos financieros en la década de los 70 y se pudo renegociar la deuda externa y obtener nuevos créditos en la década de los 80. Al hipotecar el petróleo a mediados de los 90, el gobierno hizo que México perdiera la capacidad para generar competencia entre sus clientes y obtener ventajas económicas, comerciales, financieras y tecnológicas. Ahora, sin el preciado petróleo en nuestras manos, ¿qué nos queda para negociar? La respuesta se antoja evidente: el subsuelo y el territorio nacional. Por otro lado, desde el punto de vista geoeconómico, geopolítico y geoestratégico, el paquete de condiciones impuestas a México es un mensaje directo a las potencias rivales para hacerles saber —por si hiciera falta— que el petróleo mexicano está reservado para Estados Unidos, que para ellos también se trata, de una cuestión de seguridad nacional.
Privatizar, errónea solución
¿Todo está perdido? Todavía no. Gracias a la impresionante ola de oposición política que se elevó en el mes de enero, y a la imposibilidad real de obtener dólares rápidamente vía la privatización, el gobierno postergó para otro momento la decisión, secreta y vergonzante, de vender tanto las reservas de hidrocarburos como a PEMEX mismo. México todavía conserva, formalmente, la propiedad y el control de su industria petrolera.
A pesar de autoproclamarse derrotado antes de la pelea, el gobierno aún no cede al mayor deseo de Estados Unidos: el otorgamiento de contratos de riesgo, que autorizan a las compañías internacionales en general y estadounidenses en particular, a explorar, producir y exportar petróleo y gas pagando regalías e impuestos.10 Sigue cerrada la puerta que conduce directamente al control del petróleo mexicano y a la enorme renta económica que genera.
El gobierno no se ha decidido a vender PEMEX abiertamente. Se conforma con aplicar una estrategia de apertura gradualista, que consiste en la venta de las plantas petroquímicas en pequeños paquetes, la concesión de actividades que dejaron de considerarse estratégicas, el otorgamiento de contratos de servicios para la perforación de pozos con cláusulas de productividad, la concesión de duetos y gasoductos, entre otras medidas. Sería inocente pensar que ahí acaba el asunto. La prensa nacional ha señalado la existencia de planes secretos, elaborados por la compañía consultora Mckinsey & Company, para profundizar y acelerar la apertura.
Organismos y analistas extranjeros como la Fundación Heritage, el Journal of Commerce, Jorge Baker y Rudiger Dornbusch, entre otros, han sugerido la privatización de las reservas y de PEMEX para resolver el crónico problema de la deuda, aumentar ingresos fiscales y, ahora, resolver la crisis financiera. Para Dornbusch la disyuntiva es: “privatizar PEMEX o recesión y pobreza”.11 Algunos empresarios y analistas nacionales opinan en el mismo sentido. Jorge Díaz Serrano propone el otorgamiento de contratos de riesgo. Para Luis Pazos, la venta de PEMEX en estos momentos “no sólo es cuestión de principios o postura ideológica, sino una necesidad para aminorar los efectos de la crisis para la mayor parte de la población mexicana”.
Entre los argumentos más socorridos para justificar la liquidación del monopolio público se cuentan los siguientes:
“El gobierno ya no va a tener que sacarle al pueblo dinero vía impuestos o aumento de precios y tarifas”. Sin embargo, el cambio de propiedad no garantiza lo contrario; el ejemplo de Telmex es ilustrativo.
“La venta de PEMEX garantiza la solvencia de las finanzas mexicanas ante todos los extranjeros que detentan acciones y obligaciones mexicanas, para que no se lleven su dinero”. Empero, sería absurdo volver a repetir los errores que convirtieron a la economía nacional en una economía casino. Eso sin contar que es poco probable que el capital extranjero especulativo deje de serlo para orientarse a la inversión productiva.
“PEMEX es una fuente de enriquecimiento para gobernantes en turno, líderes sindicales y empresarios cortesanos”. No obstante, la propiedad privada en sí misma no garantiza la eliminación de la gran corrupción. La solución a este fenómeno está más bien ligada al aumento de la democracia real que permite a los ciudadanos pedir cuentas al gobierno y a los funcionarios públicos. Por lo pronto, es urgente replantear la relación de PEMEX con el Estado y el gobierno, para que la paraestatal funcione realmente como empresa.”
La privatización del petróleo y de PEMEX no es la solución a la crisis por la que atraviesa México. El carácter multidimensional del petróleo, las especificidades de la industria a la que da origen, y las características de la crisis nos llevan a esa conclusión. Por una parte, resulta irracional querer resolver un problema a corto plazo —la crisis de liquidez— con un instrumento que trabaja fundamentalmente a largo plazo —el petróleo y su industria. Por otra parte, el anuncio de la privatización no devolverá la confianza de los inversionistas extranjeros. La desconfianza no es en el futuro de México, sino en la capacidad del equipo gobernante para determinar y dirigir con mano firme el rumbo del país.
Y, finalmente, con la venta de PEMEX y de las reservas no se va a resolver el fracaso de las políticas estabilizadoras y de un modelo económico neoliberal de apertura indiscriminada que financia sus déficits con inversión extranjera especulativa; que produce pobres o millonarios, pauperiza a la clase media y obliga a los marginados a tomar las armas; que depende con exceso del capital externo e impide el fomento del ahorro interno; que tiene efectos devastadores sobre la planta productiva que genera riqueza real. La venta o privatización de la industria del petróleo tampoco tiene que ver con los acontecimientos políticos y criminales derivados de la pugna del poder en México, ni con la incapacidad del equipo gobernante para aplicar una estrategia adecuada antes y después de la crisis.
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Referencias Bibliográficas
1. BP Statistical Review of World Energy, junio de 1994.
2. Esto significa que el crudo mexicano produce pocas gasolinas y requiere para su utilización de costosos dispositivos anticontaminantes. 3. La Jornada, 20 de enero de 1995. 4. El Financiero, 24 de febrero de 1995. 5. Esto es otra prueba de que el gobierno mexicano primero dice una cosa y luego hace exactamente lo contrario. Un mes antes de haber firmado el acuerdo negó ante dirigentes del PRD (El Financiero, 17 de enero de 1995) que su gobierno estuviera comprometiendo las reservas nacionales de hidrocarburos a cambio de la asistencia financiera. 6. El Financiero, 8 de febrero de 1995. 7. En 1994 PEMEX produjo 2.7 millones de barriles de petróleo, de los cuales exportó 1.3 millones de barriles, lo que reportó al país 6 mil 624 millones de dólares. 8. Un aumento sustancial en las exportaciones mexicanas tendría sin duda el efecto contrario, es decir hundiría los precios internacionales. El mercado petrolero internacional sigue saturado, al grado que variaciones de producción, del orden de 500 mil barriles diarios, menos del 1% de la producción mundial, logran perturbarlo seriamente. 9. PEMEX, Análisis de las carteras de proyectos de inversión de PEMEX Exploración-Producción de 1993 y 1994 y resultados de 1993, sp. 10. Hoy día sólo seis países en el mundo siguen negando este tipo de contratos: Arabia Saudita, Brasil, México, Kuwait, Irán e Irak. Pero la presión para que esos países abran su territorio a las transnacionales es enorme, al punto que los tres últimos están negociando acuerdos que sin violar las leyes respectivas, permitan el acceso a las compañías para la reinyección de gas, el desarrollo de yacimientos y la recuperación secundaria, entre otras actividades. 11. El Financiero, 11 de marzo de 1995. |
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Víctor Rodríguez Padilla
Facultad de Ingeniería,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Rodríguez Padilla, Víctor. 1995. Las desventuras de un recurso no renovable: el petróleo en México. Ciencias, núm. 38, abril-junio, pp. 40-50. [En línea].
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Arnoldo Kraus | |||||||||||
Hay temas que no se agotan. Tópicos que no se cansan.
Lecciones configuradas por mil caras y discursos que se leen igualmente del principio al fin que en sentido opuesto. Existen problemas filosóficos en los que todos tienen derecho de opinar, independientemente de contar o no con información previa. La eutanasia es uno de ellos. No se han agotado las posibilidades de discusión ni se ha disecado algún concepto unívoco que a todos deje satisfechos. La eutanasia es tema de todos pues, sea o no una verdad de Perogrullo, todos hemos de morir. Si se nace y se fenece, sobre la muerte nos es dado cavilar y opinar. Sobre todo acerca de la propia muerte.
El problema de las peroratas en torno a la eutanasia no es inherente a la retórica ni a las controversias que en torno a ella se generan. La eutanasia se convierte en embrollo porque todo análisis sobre el tema engloba, quizás como en ninguna otra materia, cuestiones éticas. Y hablar de ética es siempre difícil por lo etéreo del concepto y por la dificultad intrínseca de definir quién está dotado de suficientes cualidades que lo conviertan en un “ser ético” y, por ende, capaz de emitir juicios. Otro insoslayable en relación a la eutanasia es la vigencia del tema, pues si bien ya se habla sobre el asunto tanto en la historia de griegos, romanos, judíos y cristianos, no hay duda que el avance de la tecnología —en este caso representado por las unidades de terapia intensiva y un sinnúmero de aparatos y nuevos fármacos— ha convertido la noción de la eutanasia en preocupación cada vez mayor. Así, hablar de “bien morir” en los albores del siglo XXI implica entremezclar en el individuo conformado por principios únicos e independencia también única los términos ética y modernidad. He subrayado principios e independencia con el afán de acentuar la calidad del ente como ser autónomo y al que por añadidura debe permitírsele toda decisión y discusión sobre su último destino. Último destino es un concepto difícil de definir pues oscila entre los místico, lo ridículo y lo sublime. Opto por el último.
También subrayo ahora ética con modernidad, nociones a toda luz inseparables de quien muere, pues ni toda la tecnología es provechosa ni toda la profesión médica es ética. Con esto quiero decir que la amalgama individuo-eutanasia-ética-modernidad no es menos compleja que la muerte misma.
Toda discusión sobre un tema tan complejo como la eutanasia es yermo y aun peligroso si no se contextualiza en el “terreno de la utilidad”. Conjeturar sobre esta cuestión adquiere mayor relevancia cuando el diálogo está matizado por conceptos prácticos como el dolor no tolerable, la incapacidad creciente, el deterioro de la calidad de vida, y la posibilidad de tener una muerte digna. A este complejo contexto se agrega otro embrollo: la cuestión de la muerte se ha alejado del léxico común, pues no se medita ni se habla al respecto. Parecería que dentro de las “virtudes”, tragedia es, por supuesto, un término más adecuado de la modernidad, el alejar al ente de toda reflexión en torno al concepto de la muerte es capítulo primordial. Sin duda, tal distanciamiento es otra de las causas que dificultan toda confrontación con el tema.
Antes de continuar con nuevas conjeturas y otros puntos de vista personales, apuro algunos conceptos obligados.
Definiciones
Explicar el término eutanasia es tarea harto intrincada. Etimológicamente proviene de las raíces griegas eu, bueno, y thanatos, muerte; podríamos decir: muerte serena y tranquila. Sin embargo, a través del tiempo, como bien señala Pérez Varela,1 la idea no sólo se ha modificado sino mal interpretado. El autor cita dos referencias: “acción de inducir una suave y tranquila muerte” (Oxford English Dictionary, 1971) y, la del diccionario Webster de 1967: “acto de proporcionar una muerte indolora a las personas que sufren enfermedades incurables”. Mientras que la primera es imprecisa pues no describe la situación del enfermo, la segunda no analiza los motivos subyacentes que indujeron tal acción (i. e., piedad). Lo anterior es lamentable, pues son los diccionarios la primera fuente de consulta para quien tiene interés en algún tema. El Diccionario de la Lengua Española tampoco da una respuesta satisfactoria: muerte sin sufrimiento físico y, en sentido estricto, la que así se provoca voluntariamente.
La desazón producida por los diccionarios obliga a utilizar otras fuentes. Entre media docena de descripciones encuentro muy adecuada la del profesor holandés Pieter V. Admiraal: “La eutanasia es una acción deliberada por medio de la cual se acorta la vida de un paciente incurable, en favor de los intereses del mismo; el acto se lleva a cabo de tal forma que la muerte sobreviene rápida y apaciblemente”.2 Aunque luego he de retornar a los holandeses, adelanto que son quienes mejor aplican la eutanasia.
Eutanasia activa y pasiva
Cuando se habla de ética médica es crucial, dice Rachels, distinguir entre eutanasia pasiva y activa.3 Ya que tal distinción cobra importancia a la luz de juicios legales, morales y religiosos, es menester entender que la forma activa implica precisamente el acuerdo entre el médico —u otra persona— y el enfermo para procurar la muerte mediante “alguna acción”. El concepto de Haring en relación a la eutanasia activa es muy adecuado: “es la institución planificada de una terapia encaminada a procurar la muerte antes de lo que sería esperado en otro contexto”.4
En este tópico, el de la eutanasia activa, la pregunta a responder es hasta dónde los médicos deben colaborar en forma activa para acelerar el deceso. Ante todo, debe entenderse que tal decisión se lleva a cabo con la finalidad exclusiva de disminuir el sufrimiento del doliente. También implica que este tipo de eutanasia presupone, al menos, tres premisas:
1) que el diálogo entre galeno y enfermo haya sido extenso —diría, a pesar de lo endeble de la oración, “que se conocen”, “que se han vivido”—; 2) que el diagnóstico definitivo implica la muerte del enfermo en un periodo de tiempo corto, y seguramente acompañado de gran dolor; y 3) que la integridad moral y física del enfermo se vean menoscabadas paulatinamente. Otros estudiosos del tema agregarían una cuarta condición: que la decisión del enfermo se haya tomado en forma consciente —“en sus cinco sentidos”— y sin el efecto de droga alguna.
Cuando se habla de eutanasia pasiva se hace alusión a una de dos formas: la abstención terapéutica o la suspensión de medidas de apoyo. Quien opta por estas medidas, considera que “…más que prolongar la vida, prolonga el morir”.5 En esta variante, el enfermo no es abandonado totalmente; se continúa apoyándolo con fármacos que mengüen el dolor, medidas de aseo, hidratación, etcétera. Otras escuelas conceptualizan esta forma de eutanasia como una vía de ayudar a morir humanamente.
Es evidente que sobran las expresiones en pro y en contra de la eutanasia. A continuación cito una que, considero, es particularmente valiosa. Arthur Koestler, uno de los otrora adalides más notorios cuando de derechos humanos se trata, expresó: “Tal vez sea conveniente que esta sea mi última buena causa; tras haber hecho campaña en favor del derecho a vivir de quienes han sido condenados a muerte, me parece apropiado hacerla en favor del derecho a morir de aquellos condenados, por principios erróneamente humanitarios, a una prolongación dolorosa y degradante de la vida. (Es significativo que algunos de los defensores más vociferantes de la pena capital, sean también los opositores más ardientes de la eutanasia voluntaria)”.6 Agrego unas posdatas mías para valorar-comprender a Koestler: nadie como él ha luchado contra la pena de muerte; fue fundador de la Sociedad por la Eutanasia Voluntaria (posteriormente rebautizada EXIT) cuyo fin primordial era promover el derecho a morir con dignidad, y, finalmente, junto con su esposa Cynthia se suicidó en 1983. Las cavilaciones de Koestler son importantes pues, como alguna vez se dijo de él, representa la coherencia hasta el fin.
Religión y eutanasia
Cuando se habla de eutanasia se requieren algunas palabras en relación a la religión. La Iglesia católica romana acepta la eutanasia pasiva y rechaza la activa.7 Traduzco de la referencia anterior la Declaración del Vaticano de 1980 sobre la eutanasia, que dice:
1. Nadie puede atentar contra la vida de un inocente sin oponerse al amor de Dios por esa persona, ya que violaría un derecho fundamental y, por lo tanto, cometería un crimen de extrema gravedad.
2. Todos tienen la obligación de llevar a cabo su vida de acuerdo con los planes de Dios. Esa vida es encomendada al individuo como un bien que deberá dar fruto en la Tierra, pero que encontrará su completa perfección sólo en la vida eterna.
3. El provocar la muerte intencional de uno mismo o suicidarse, es por lo tanto igual de erróneo que un asesinato; tal acción es considerada como un rechazo a la soberanía de Dios y sus planes de amor.
La posición judía señala que la eutanasia pasiva puede, en algunas condiciones especiales, aprobarse. Sin embargo, dado que no existe la posibilidad de arrepentimiento para la autodestrucción, el judaísmo ortodoxo considera al suicidio un pecado más grave que el asesinato; así, la eutanasia activa, voluntaria o involuntaria, está prohibida. Otras corrientes judías y de tendencias modernas, pero también opuestas a la eutanasia, como la preconizada por Moshe D. Tendler, consideran que la frase “morir con dignidad” es solamente un lema (slogan). Señala: “morir con dignidad es el fin que resulta de un estilo de vida digno. En sí misma la muerte es un evento no dignificante. Si los que atienden al moribundo se comportan de modo compasivo y dignificante no habrá nada indigno fuera de la muerte misma”.8 Un dato interesante: en hebreo, eutanasia se dice metah yafa, que literalmente equivale a muerte bonita.
Otras Iglesias como la Iglesia ortodoxa griega o las luteranas también condenan la eutanasia activa, al igual que los budistas. Los religiosos hindúes y los sikhs dejan la decisión al individuo.
Eutanasia. Algunas notas históricas y contemporáneas
Datos indirectos apoyan que en los pueblos primitivos la eutanasia se practicaba en forma “indirecta”, abandonando a las personas muy ancianas o enfermas. Se sabe que en la antigua Grecia, el Estado suministraba veneno a quienes lo solicitaran para poner fin a sus sufrimientos. Los romanos, para quienes vivir noblemente implicaba morir de igual forma, consideraban que la eutanasia podría ser una buena opción. Séneca advertía: es evidente que el humano quiere alargar su vida. Pero si el cuerpo deja de ser útil, ¿por qué no salvar el alma? Quizás uno debería hacer eso un poco antes de que las fuerzas mermen y ya sea incapaz de hacerlo.9
Durante el Renacimiento, y a pesar de que las Iglesias protestante y católica condenaban el suicidio, varios filósofos veían positivamente a la eutanasia. Para Montaigne, “la muerte voluntaria es la más hermosa”. De hecho, pensadores de la talla de Bacon, More y Donne reconocieron el dilema que se presentaba al tratar de mantener vivos a los pacientes, a pesar de sus sufrimientos. Ellos fueron, quizás, los primeros en apuntar el peligro que representaba la nueva “tecnología” de esos tiempos.
En el siglo XVIII, en general, la eutanasia fue aprobada, pues se consideraba que debía propiciarse que la muerte fuese humana y natural. Cito tres ejemplos. Un año después de la muerte del filósofo escocés David Hume, se publicó su ensayo Of Suicide, donde acota: “cuando la vida se ha convertido en una carga, se requiere coraje y prudencia para que uno mismo termine su existencia”. Años después se publicó Oratio de Euthanasia, del médico Paradys, quien recomendaba una “muerte fácil” para pacientes especialmente incurables y sufrientes. En Francia, el pensador Rousseau escribió, en referencia al “virtual suicida”: “ser nada, o estar bien”.
El siglo XIX se caracterizó por un cúmulo de manifestaciones al respecto. Comento brevemente las más significativas. El ahora vilipendiado Karl Marx abogó por lo que denominó “eutanasia médica”; criticó a los médicos que trataban enfermedades y no pacientes, por lo que en las fases finales abandonan al sufriente cuando ya no tenía cura. En pro de una muerte digna escribió Schopenhauer: “a pesar de la inexpugnable unión del humano hacia la vida …se encontrará, generalmente, que tan pronto como los terrores de la vida alcancen el punto en que sobrepasen a los terrores de la muerte, el hombre pondrá final a su existencia”. Hacia finales del siglo, Tollemache publicó un artículo intitulado The New cure of the Incurables, en donde aboga por la legalización de la eutanasia.
Posteriormente, en el siglo XX surgieron las primeras propuestas “serias” para legalizar la eutanasia. Diversas discusiones se presentaron en Inglaterra, Estados Unidos y Holanda, entre otros países. Así, por ejemplo, en Inglaterra se publicaron las conclusiones de la British Medical Association.10 Sucintamente (la declaración es extensa) dice: “Existe una distinción entre la intervención activa por parte de un médico para finalizar la vida, y la decisión de no prolongarla (decisión de “no tratamiento”). En ambas categorías habrá ocasiones en las que el paciente solicitará este tipo de acciones… La intervención activa por cualquier persona, para terminar la vida de otra persona, es ilegal… los pacientes tienen el derecho de rechazar tratamientos, pero, carecen de derecho para exigir terapéuticas que el médico, en forma consciente, no pueda proveer… los pacientes no pueden y no deberán requerir que sus médicos colaboren en su muerte”.
En el capítulo Justifiable Active Euthanasia in the Netherlands,11 escribe Pieter Admiraal que la eutanasia es aceptada ampliamente en Holanda, y que al menos se llevan a cabo cinco mil casos anualmente; sin embargo, comenta, tales actos son ilegales, por lo que los médicos pueden ser procesados. Después de enlistar las causas físicas y psicológicas que inducen a un enfermo a solicitar eutanasia (i. e., incontinencia, insomnio, fatiga, dolor intolerable, náusea y vómito incontrolables, asfixia, ansiedad, etcétera), concluye el autor: “la total desintegración de su humanidad (del paciente) produce sufrimiento insoportable”.
Sólo unas palabras sobre la abominable eutanasia nazi. Su origen data de 1920, fecha en que se publicó el libro La destrucción de la vida carente de valor, de Hoche y Binding, donde se aboga por las ventajas económicas que resultarían de matar a pacientes cuya vida carecía de valor. Así, el número de humanos a quienes se les pegaba la etiqueta “vida sin valor” fue creciendo exponencialmente: retrasados mentales, personas con anomalías físicas, niños con orejas deformadas, incontinentes, ancianos, etcétera. Las dantescas interpretaciones que hicieron los nazis sobre la eutanasia sin duda han contribuido al reforzamiento de algunos tabúes sobre ésta.
El problema “real” de la eutanasia: la que vemos —y vivimos— los médicos
¿Quién no ha sentido en alguna ocasión repulsa por las palabras? ¿Quién no ha sentido que las palabras son sólo de papel? ¿Quién, a pesar que me contradiga, mejor que Sabines?:
Esperar que murieras era morir despacio, estar goteando del tubo de la muerte morir poco, a pedazos.12
Desde siempre he tenido temor por la teoría pura. Sobre todo cuando se habla detrás de la ventana. Puedo aseverar que no hay experiencia más humana que la misma muerte: a diferencia de los nacimientos, que son un mero principio, la muerte conlleva la historia toda. Incluso la del llanto al nacer. Porque la muerte es la deuda que se tiene por haber nacido, y, porque hay que ver morir para saber que se está vivo. Quien ve fenecer tiene derecho de hablar, de escribir sobre la posibilidad de bien morir.
Desde el punto de vista médico, son diversas las situaciones a considerar cuando de eutanasia se trata. El problema esencial radica, hasta donde los conocimientos médicos lo permiten, en saber quién morirá pronto y si este proceso será acompañado por dolor creciente. Es también crítico prever si en las últimas etapas de la enfermedad el individuo estará consciente, y si las mermas funcionales irán en ascenso, de tal modo que la denigración moral sea insostenible. Si las respuestas son afirmativas, es decir, si se sabe que la muerte sobrevendrá en semanas, que el dolor será intolerable y que el enfermo se percatará de todo, entonces, la pregunta obligada es determinar si conviene ejercer la eutanasia activa. Las fases finales de algunos cánceres o las etapas últimas del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA) son algunos ejemplos en los que se puede responder afirmativamente.
Si bien no es posible sopesar el dolor o definir hasta cuándo es tolerable, como tampoco determinar el punto en que el ser humano deja de serlo porque el proceso de denigración pesa más que la vida misma, sí es factible adelantarse cuando el enfermo y en forma idónea, la familia y el galeno consideran que es momento de morir con dignidad. No en balde en algunos países se ha incluido en los testamentos un párrafo que determine —si el individuo así lo considera— que se opte por la eutanasia activa en caso de ser aplicable.
Cuando se habla de eutanasia activa no hay reglas mágicas ni universales; cada caso es diferente pues los individuos somos inexactos en nuestras respuestas y sentires, las enfermedades y sus complicaciones no acostumbran seguir ningún tipo de reglas, y tanto familias como médicos se rigen por ideas diversas y cambiantes. A lo anterior hay que agregar una situación imperecedera: la medicina no es una ciencia exacta. Estas reflexiones hacen que cualquier análisis en torno a la eutanasia esté matizado por diversos tropiezos u opiniones disímbolas y, en ocasiones, diametralmente opuestas. Con esto quiero decir que no hay reglas universales cuando de eutanasia se escribe.
Cuando de morir con sufrimiento se habla, no hay otra escuela que los nosocomios. Ahí se aprende que el sufrimiento de los pacientes terminales es más que la vida misma y que la eutanasia activa puede ser una solución. Ahí se sufre con quien muere y no muere. Aliado del enfermo terminal emergen realidades impensadas que no se aprenden en los pupitres. No son infrecuentes los diálogos entre galenos para saber “hasta dónde vale la pena”. Decidir por la eutanasia activa, puede implicar, en un solo instante, todo tipo de contradicciones: entre familiares, entre médicos, con la religión, con el derecho penal y, por supuesto, con el mismo paciente. A futuro, el reto será encontrar los caminos en donde se especifique quién desea bien morir.
Un último párrafo: no es casual que el incremento en la biotecnología haya avivado la conciencia societaria en torno a cómo fallecer. Cada vez se muere menos en el hogar y se sufre más en las salas de los hospitales, sobre todo en aquellas destinadas a los enfermos de terapia intensiva. Quien en ellas se ha sentado sabe que el tiempo ha perdido su valor y que los días tienen 25 horas. Quien enferma y luego muere tras haber pasado 15 ó más días en tales unidades conoce el significado del sufrimiento. De los largos tubos y de los monitores de hierro y luces rojas, de esos que no sienten frío. Quien afuera espera, con pena y dolor de corazón y conciencia, sabe, sólo él, que a veces se desea la muerte del ser querido. Para que ya no sufra, para que se olviden las cortadas y el dolor moral producto de la denigración cotidiana. Porque hay ocasiones en que la muerte alivia.
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Referencias Bibliográficas
1. Pérez Varela, V.M., 1989, Eutanasia. ¿Piedad? ¿Delito?, Editorial Jus, p. 22-23.
2. Admiraal, P. V., 1985, Speech to the 50th Anniversary Celebration of the Voluntary Euthanasia Society of England, April 14. 3. Rachels, J., 1989, Active and passive euthanasia, en: Euthanasia. The moral issues, Prometheus Books, Capítulo 6, p. 45-52. 4. Haring, B., 1977, Moral y Medicina, Editorial PS, 3a edición, Madrid, p.143. 5. Ibid 1, p. 26-31. 6. Koestler, A., 1983, En busca de lo absoluto, Editorial Kairós, Barcelona, p. 351-4. 7. Humphry D., Wickett A., 1986, The Right to Die. Understanding Euthanasia, Editado por The Hemlock Society, p. 288-296. 8. En Barday, W., 1975, Guía ética para el hombre de hoy, Editorial Sal Terrae. 9. Ibid, 7, p. 5. 10. Euthanasia, 1988, “Conclusions of a BMA Working Party Set Up to Review the Association’s Guidance on Euthanasia”, Br. Med. J. 296: 186-91. 11. Ibid, 3, p. 125-8. 12. Sabines, J., 1989, Algo sobre la muerte del Mayor Sabines, 1973, (tomado del libro Uno es el hombre, editado por el Partido Revolucionario Institucional, p. 83-101. |
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Arnoldo Kraus
Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición,
"Salvador Zubirán".
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cómo citar este artículo →
Kraus, Arnoldo. 1995. Eutanasia: encuentros y desencuentros. Ciencias, núm. 38, abril-junio, pp. 24-29. [En línea].
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León Olivé | |||||||||||
La muerte plantea una infinidad de problemas filosóficos.
Aquí me referiré brevemente a tres: a) la muerte de uno mismo como un límite que está más allá de la experiencia posible; en este sentido, ante la muerte sólo nos queda la posibilidad de una actitud mística; b) La muerte de las personas como pérdida completa e irreversible de la identidad; y c) el sentido de la muerte, que según veremos, sólo puede plantearse para las personas en tanto que son, entre otras cosas, sujetos intencionales y para las cuales, entonces, el sentido de la muerte puede provenir de convertir ese suceso que anticipan en un objeto de su intención.
La muerte de uno mismo
La oración “la muerte tiene sentido” ha adquirido un significado preciso y legítimo en los contextos científicos.1 Esto es posible en virtud de que la muerte se constituye como un fenómeno —es decir, como un tipo de acontecimiento en el mundo del cual podemos tener experiencia sensorial, y por ende es susceptible de convertirse en un objeto de nuestro conocimiento empírico. Gracias a la labor de investigación de los seres humanos podemos conocer la relación de la muerte, como fenómeno, con otros acontecimientos naturales y sociales, y por esa vía explicarnos (al menos parcialmente), otros fenómenos —entre ellos, ni más ni menos que el de la vida—, y por medio de ello entender más sobre la muerte.
Pero a pesar de las explicaciones científicas sobre la muerte, su sola sombra, tener que enfrentarla, nos da escalofrío a muchos. Ese escalofrío es síntoma de que estamos ante algo que nos indica un límite para la vida, pero un límite que sólo podemos entender indirectamente, que tal vez nunca alcanzaremos a ver ni a experimentar de manera alguna.
Una idea de este estilo debe haber sido la que tenía en mente Wittgenstein cuando afirmó: “la muerte no es un acontecimiento en la vida, no vivimos para experimentar la muerte” (Tractatus 6.4311). Seguramente también por eso había escrito poco antes: “en la muerte no se altera el mundo, sino que termina” (6.431). Esta es la idea de que nadie puede experimentar su propia muerte. Nadie sufre su propia muerte.
Creo que ahora comenzamos a avizorar el porqué del escalofrío. La muerte, además de inevitable, desde esta perspectiva se nos presenta como algo incomprensible. Pero no porque se trate de un fenómeno del mundo que escapa a nuestra razón, a nuestra capacidad de conocer el mundo y de actuar en él. La biología —como ciencia de la vida y de la muerte— puede darnos mucho conocimiento al respecto. A la muerte como fenómeno, un tipo de fenómeno que podemos convertir en objeto de nuestro conocimiento empírico, podemos estudiarla; con trabajo, preparación y paciencia lograremos aprender mucho más. Pero aunque la ciencia aprenda sobre la muerte, ésta siempre producirá escalofríos.
Ello se debe a que desde un cierto punto de vista, la muerte no es un fenómeno más, y como tal escapa a nuestra razón. Desde esta perspectiva, nuestra propia muerte es algo que nos trasciende, que no podemos experimentar, y por eso no es un acontecimiento más en el mundo.
Como bien lo expresó Wittgenstein, es la terminación del mundo. No termina el mundo desde el punto de vista del ojo de Dios, pero sí desde nuestro punto de vista, es decir, termina nuestro mundo.
Es cierto que esta observación debe ser calificada en virtud de una definición de la muerte como la que nos ofrece Ruy Pérez Tamayo en su ensayo “Tres variaciones sobre la muerte” (ver nota 1), de la cual sólo destacaré la idea de que la muerte es un proceso. Siendo un proceso tiene inicio, fin y duración en un tiempo que podemos llamar objetivo (por oposición a lo que los fenomenólogos llaman el tiempo vivido). Así, es posible que alguien sepa que se está muriendo, lo cual puede tener una duración de instantes, segundos, horas, días, o hasta de meses y años.
Admitir esto no obsta para aceptar también que la muerte de uno es algo que uno no puede sufrir. Es posible que algunas personas se den cuenta de que se están muriendo, valga la analogía, como cuando nos damos cuenta que nos estamos durmiendo; de lo que no podemos darnos cuenta es de que ya nos dormimos o ya nos morimos.
Subrayo el contraste entre la muerte como un fenómeno más (fenómeno que es un proceso), y la muerte como algo que no nos es dable en la experiencia, que no es un fenómeno. En el primer sentido podemos tener conocimiento de la muerte, ya sea científico —de la muerte como fenómeno biológico— o conocimiento ordinario —de la muerte como acontecimiento del que podemos enterarnos, y hasta sufrirlo, en la vida cotidiana, por ejemplo cuando nos enteramos de que alguien ha muerto. Pero nuestra propia muerte es algo que lógica y físicamente es imposible que experimentemos. Podemos experimentar la enfermedad, sufrirla, incluso la crisis que se resuelve en la muerte. Podemos sufrir la idea de la muerte, incluso la de uno mismo, pero no podemos sufrir nuestra propia muerte.
Tal vez es posible que vivamos parcialmente nuestra muerte, en el sentido de experimentar y darnos cuenta de al menos una parte del proceso de nuestra muerte, pero a fortiori será sólo una parte. Lo que necesariamente no podremos vivir será nuestra muerte completa.
La muerte de uno mismo se puede imaginar como fenómeno biológico, y entonces entender su sentido biológico. Más aún, en algunos casos —ya sea porque nosotros escojamos la forma de nuestra muerte, o porque sea posible predecir cómo y de qué nos vamos a morir— podríamos pedir a un científico experto en estos temas que nos explique cómo es exactamente que nos vamos a morir. Por ejemplo, si elegimos la horca el científico seguramente nos explicará el proceso de la asfixia, su fisiología a nivel del organismo y a nivel celular, y tal vez hasta a nivel molecular. Vista así, la muerte es una cosa más en el mundo. Por eso podría explicarla la ciencia, pues ella nos dice cómo ocurren las cosas en el mundo.
Pero la ciencia no nos dice, ni podrá decirnos jamás, cómo es que el mundo existe. No el planeta Tierra ni el Sistema Solar ni la sociedad mexicana. El origen de todo eso, de nuevo, son acontecimientos en el mundo, que sí son susceptibles de recibir explicación, incluso científica, al menos en principio. Pero lo que la ciencia no puede explicar es cómo es que la realidad existe. Esto tal vez nadie lo pueda explicar; y ahí es donde topamos con la actitud mística. Citando de nuevo a Wittgenstein: “Lo que es místico no es cómo son las cosas en el mundo, sino que [el mundo] exista” (Tractatus 6.44).
Desde mi punto de vista, la filosofía tampoco explica por qué existe el mundo; lo que sí hace es volvernos conscientes, entre otras cosas, de los límites de la razón, de la ciencia, y al hacernos ver, sentir, intelegir esos límites —vistos desde dentro de lo que limitan, la vida en nuestro caso— la filosofía nos pone de frente a lo que para muchos filósofos es lo místico: darnos cuenta de que hay límites insuperables, y que el límite de nuestra propia vida —nuestra propia muerte— es incomprensible, y literalmente invivible e insufrible, y por supuesto inefable.
Haciendo un debido silencio en este punto, pasemos al siguiente, el de la muerte como pérdida de la identidad personal.
Muerte e identidad
Diferenciemos dos conceptos: “ser humano” y “persona”. Es verdad que un ser humano no muere si no termina biológicamente (cf. Ferrater Mora, El ser y la muerte, Alianza Universidad, Madrid, 1988, p. 56). Pero decir lo mismo de una persona no es verdad; una persona puede morir sin que termine biológicamente. Este es el núcleo de verdad cuando escuchamos decir a alguien que ya no es la misma persona de antes. Solemos tomarlo metafóricamente, pero puede ocurrir realmente.
El quid de la cuestión reside en la noción de identidad, la identidad personal en el caso que más nos interesa, el de los seres humanos. Debemos aludir a este problema si queremos obtener alguna idea más clara sobre la muerte, no como problema empírico, sino metafísico.
Examinemos un ejemplo donde, a mi juicio, puede decirse que una persona ha muerto, pero donde no hay terminación biológica del ser humano que se encuentra, digámoslo así, subyacente a la persona que termina.
En la novela Danza con Lobos, de Michael Blake (realizada como película por Kevin Kostner), después de haber matado en defensa propia a unos soldados blancos, el teniente Dunbar, miembro de ese mismo ejército, aunque para entonces vivía con una tribu india —donde era conocido bajo el nombre de Danza con Lobos—, sufría de remordimientos, como era de esperarse de un sujeto moral. Viendo demasiado atribulado a Danza con Lobos, interviene el viejo de la tribu, quien da muestras de una extraordinaria sabiduría. Lo que el viejo le dice a nuestro atribulado personaje es que no hay razones por las que deba sentir remordimiento moral. Quien tiene una culpa y debería comparecer ante un tribunal militar de los blancos, es el teniente Dunbar, quien más allá de la penal tiene una responsabilidad moral. Pero con quien el viejo conversa en ese momento ya no es el teniente Dunbar: éste ha dejado de existir —al menos desde el punto de vista de la tribu india. Pero es importante señalar que como consecuencia de esa conversación, también a partir de ese momento desde el propio punto de vista de nuestro personaje, él es Danza con Lobos (y este es tiene aquí importantes connotaciones existenciales). Él es un miembro más de la tribu; como muchos otros indios; actuó en defensa propia y en el mejor interés de la tribu, constantemente asediada por las tropas yanquis y amenazada de muerte. En esas circunstancias ningún miembro de la tribu puede sentir responsabilidad moral por matar soldados blancos, pues ante los ataques de estos no les queda más que la defensa propia. Por consiguiente, Danza con Lobos no tiene culpa ni responsabilidad moral alguna. Su conciencia puede estar tranquila.
La cuestión no es trivial. No se trata de un mero cambio de nombre, hábitos o costumbres. Si fuera así no se podría eximir al teniente Dunbar o Danza con Lobos —quien a final de cuentas sería la misma persona— de su responsabilidad penal, ya no digamos de la moral. Aunque tuviera un nombre distinto, el teniente Dunbar mantendría sus responsabilidades y cargos de conciencia. Si es válido el juicio del viejo indio sabio es porque la siguiente oración es verdadera: ‘El teniente Dunbar y Danza con Lobos no son la misma persona’. No se trata de la situación de un esquizofrénico —como Dr. Jekyll y Mr. Hyde—, sino de un ser humano que hasta cierto momento fue el teniente Dunbar —una cierta persona— y después es Danza con Lobos —una persona distinta.
Si todo esto es correcto, el teniente Dunbar habría muerto —la persona, bien entendido— sin que haya ningún cadáver, y sin que ningún ser humano haya terminado biológicamente.
La conclusión es que si bien la terminación biológica implica la muerte, en el caso de las personas lo inverso no es cierto. Una persona puede morir sin que eso implique que ha terminado biológicamente.
Para hablar de muerte debemos saber con precisión de qué entidad estamos hablando, y distinguir claramente cuáles son los rasgos distintivos de su identidad. Cuáles son las condiciones que deben satisfacerse para que la entidad en cuestión sea la entidad que es; en su caso, el individuo que es. Cuando estas condiciones dejan de cumplirse, la entidad, el individuo, ha muerto.
La determinación y aclaración de esto sería indispensable para dirimir la interrogante de si los organismos unicelulares que se reproducen de una manera no sexual —por bipartición, por ejemplo— mueren o no al generar dos células diferentes. Lo importante aquí sería establecer las condiciones de identidad de la entidad sobre la que vayamos a predicar que muere o no. Es decir, las condiciones necesarias y suficientes para determinar si una célula que se divide sigue siendo la misma célula o no. Cuando un organismo deja de ser el mismo, creo que bien puede considerarse que ha muerto, aunque no haya cadáver alguno.
Pero aquí nos concentraremos en el caso de las personas, para lo cual debemos tratar con el problema de la identidad personal. Este problema ha ocupado largamente a los mejores filósofos de nuestra tradición occidental. Como recientemente lo ha recordado el filósofo francés Pascal Engel, el asunto tiene dos aspectos principales: qué es una persona, y bajo qué condiciones una persona A es la misma que otra persona B, por ejemplo en momentos diferentes del tiempo. (Cf. Pascal Engel, “Las paradojas de la identidad personal”, en L. Olivé y F. Salmerón (eds.), La identidad personal y la colectiva, UNAM, México, 1994. En los párrafos siguientes sigo la exposición de este autor).
No discutiré aquí los detalles técnicos de la definición rigurosa del concepto de persona que da Engel. Mencionaré sólo la idea intuitiva central: una persona es un conjunto de hechos físicos y psicológicos, pero no es únicamente ese conjunto de hechos. Una persona además es constituida por otro conjunto de hechos, técnicamente llamados supervinientes, los cuales dependen de los anteriores —de los físicos y de los psicológicos—. Pero si bien los hechos supervinientes dependen de ciertos hechos físicos y psicológicos, su existencia no depende de esos hechos en particular, sino que bien podría depender de hechos físicos y psicológicos distintos. (Esto es precisamente lo que pretende significar el término ‘superviviente’).
Los hechos supervinientes que constituyen a una persona no son los llamados internos o subjetivos, por ejemplo las experiencias físicas, los estados físicos y psicológicos de cada persona —los cuales forman el sustrato necesario de hechos físicos y psicológicos para que haya una persona—, sino hechos externos, las relaciones y las convenciones sociales, que también constituyen a las personas. Por ejemplo, los que he tratado de subrayar con el caso de Danza con Lobos. (Cf., mi artículo “Identidad colectiva”, en Olivé y Salmerón (eds.) op. cit., 1994).
Pero como bien lo ha señalado Engel, para que el conjunto de hechos físicos y psicológicos, aunado al de hechos externos (determinados por las relaciones con otras personas y con un entorno social) constituyan una persona, deben tener una condición de agrupamiento. Y eso “es algo que está mucho más cerca de lo que Kant llama la unidad de la conciencia de sí a través del tiempo, según la cual una persona es lógica o conceptualmente anterior a los estados y a los acontecimientos que le atribuimos. Los hechos que reagrupa esta unidad pueden ser vagos, pero esta unidad misma no puede ser vaga” (Engel, op. cit., p. 57).
Si, de acuerdo con lo anterior, una persona es un conjunto de hechos físicos y psicológicos, más un conjunto de hechos externos, y todos ellos constituyen a una persona en la medida en la que hay esa condición de agrupamiento de tales hechos, entonces la muerte de la persona estará dada por la ruptura irreversible, no de alguno de esos hechos particulares, tal vez ni siquiera de un subconjunto importante de esos hechos, sino por la ruptura irreversible de eso que estamos llamando condición de reagrupamiento, y que debe incluir a la conciencia y a la memoria, pero no sólo a ellas. También debe incluir —de manera central— la capacidad de proyectar, de anticipar un horizonte futuro. (Cf. J. N. Mohanty “Capas de yoidad”, en Olivé y Salmerón (eds.), op. cit.).
El papel central de la memoria, así como el de la anticipación de un horizonte futuro, se puede apreciar regresando al ejemplo de Danza con Lobos. En este caso se ejemplifica la muerte de una persona en virtud de la pérdida de los sentidos que le brinda su tradición, y en donde ha cambiado radicalmente su horizonte futuro. Danza con Lobos ya no reconoce su historia pasada como la suya, y su horizonte futuro ya nada tiene que ver con el del teniente Dunbar. Danza con Lobos sustituye una tradición por otra, y se abre un horizonte completamente inédito. Por todo esto, el teniente Dunbar no es identificado por Danza con Lobos como él mismo. Tenemos, pues, el caso de una persona que deja de ser (el teniente Dunbar), para reconstituirse como una persona diferente (Danza con Lobos).
Pero no debe pensarse que los casos de los transgresores de normas o de tradiciones, los bandidos, los desviados, los outsiders en general, pueden tratarse de la misma manera. Esas personas tienen establecida su identidad por referencia a la tradición desde la cual son calificados como bandidos, malhechores, desviados, etcétera, y ellos mismos se definen en relación con esas tradiciones. En cambio, quien pierde el sentido de todos sus actos intencionales, por ejemplo quien pierde la conciencia de modo irreversible, o quien de ninguna manera se reconoce en sus actos pasados y tiene un horizonte futuro completamente nuevo, deja de ser la persona que era.
El sentido de la muerte
En El sentido de la muerte, novela de Pablo Bourget, claramente se defiende la tesis de que la muerte no tiene sentido si se le ve sólo como el fin de la existencia del individuo. Pero sí lo tiene —se dice en esa novela— “si es un sacrificio” (cf. El sentido de la muerte, Gustavo Gili Editor, Barcelona, 1925, pp. 228 ss.).
Creo que el sentido de la muerte no debe reducirse a la idea del sacrificio; puede ampliarse a una idea más general: volver a la muerte un objeto de nuestra intencionalidad, es decir, tener una intención en relación con ella, o en relación con un propósito al cual ella esté ligada.
Cuando la muerte es vista como el límite que no podemos experimentar ni sufrir, la cota superior del tramo en el que somos la persona que somos, desde la perspectiva de nuestra propia vida, no tiene sentido. Pero la muerte puede tener sentido si las personas, como sujetos intencionales, la vuelven un objeto de sus intenciones. O bien podemos decir que la muerte tiene sentido si el sujeto la relaciona intencionalmente con algún otro objeto de su intención; por ejemplo quien muere corriendo un riesgo que conocía —un montañista, un corredor de autos, un guerrero, un luchador social.
Pero en uno y en otro caso el término ‘muerte’ no significa lo mismo. En el primer caso es un fenómeno para los demás, pero algo que nosotros no podemos experimentar. En el otro caso es un objeto de nuestras intenciones, no porque necesariamente nos propongamos morir —sería sólo el caso del suicidio o del sacrificio—, sino porque como hecho inevitable —cuando ocurra— podemos, si queremos y tenemos la doctrina y las pasiones adecuadas, hacerla un objeto hacia el cual se dirige nuestra atención e intención; o podemos proyectar nuestro horizonte de manera que nuestra muerte quede relacionada con un objeto de nuestra intención.
Como sugerí antes, no sólo mediante el sacrificio puede dársele sentido a la muerte; puede tenerlo como resultado de una actitud hacia la vida. Creo que esto es lo que nos plantea Joyce en “Los muertos”, el último relato de Dublinenses: Gretta cuenta a su marido Gabriel la triste historia del muchacho Michael Furey, quien murió a los 17 años; cuando aquél le pregunta de qué murió el joven, ella responde “creo que murió por mí”.
Me atrevo a pensar que en este caso la muerte de Michael Furey tuvo sentido, incluso para él, pero ese sentido no estuvo dado por un sacrificio. No por lo menos en el sentido de ofrendar conscientemente su vida por la mujer amada. Podríamos pensar que Michael Furey ofrenda su vida, lo cual le hace ganar el recuerdo eterno de la mujer amada, pero no porque ésa haya sido su intención. No, su muerte tiene sentido porque queda ligada a otra intención, que llega a comprender muy bien el desafortunado esposo, Gabriel.
Michael Furey, ese sujeto encarnado, ego reflexivo y yo social, que vive en un campo de actividades prácticas y de valoración de situaciones concretas sobre las que proyecta decisiones y nuevas posibilidades de ser o dejar de ser, como todas las personas tiene que reunificar continuamente sus creencias, deseos, motivos y acciones para mantener o transformar su identidad (cf. Mohanty, op. cit.). Como todas las personas, se vincula o desvincula de otras personas y participa de tradiciones comunes. Michael Furey es además un sujeto intencional que cree, imagina, desea, espera y ama, pero en este caso espera en vano pues el objeto de su amor le resulta inaccesible. Por eso decide dejarse morir, es un acto intencional y precisamente el que le da el sentido a su muerte. Gabriel lo entendió muy bien: “Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida”.
Si logramos comprender mejor lo que son las personas, y entender el papel central de su intencionalidad, podremos tener una mejor comprensión de la muerte, no como el fenómeno objeto de estudio de la ciencia, ni tampoco como el límite invivible e inefable al cual sólo podemos tener una aproximación mística, sino de la muerte que, no siendo ni lo uno ni lo otro, tiene sentido en virtud de la intencionalidad de las personas.
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Referencias Bibliográficas
1. Versión reducida del trabajo que se presentó en el Simposio sobre la muerte, el 5 de octubre de 1994, coordinado por Ruy Pérez Tamayo, y auspiciado por el Colegio Nacional y la Facultad de Medicina de la UNAM. Las actas correspondientes, editadas por Ruy Pérez Tamayo serán publicadas en breve por el Colegio Nacional.
2. Véase, por ejemplo, el artículo de Ruy Pérez Tamayo: “Tres versiones sobre la muerte”, en el libro del mismo título (La Prensa Médica, México, 1974). Véase también el trabajo de Marcelino Cereijido, en el volumen sobre La Muerte, mencionado en la nota número 1. |
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León Olivé
Instituto de Investigaciones Filosóficas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Olivé, León. 1995. La muerte. Algunos problemas filosóficos. Ciencias, núm. 38, abril-junio, pp. 30-35. [En línea].
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Asunción Álvarez | |||||||||||
Todos sabemos que tarde o temprano vamos a morir,
y sin embargo tenemos una gran dificultad para pensar y hablar de la muerte. De esta paradoja resulta que nos preparemos tan poco para el único acontecimiento inevitable de nuestras vidas. Nos comportamos como si la muerte fuera algo siempre ajeno. Esto no deja de ser una manera práctica de convivir con una verdad muy difícil de asimilar e imposible de modificar: al nacer comenzamos a morir.
Es difícil pensar y hablar de la muerte personal, la que nos afecta directamente, la que representa nuestro fin o el de los nuestros: de ella no queremos saber nada. No ignoramos la de otros, como un evento cotidiano y a veces masivo. Los medios de información proporcionan continuamente noticias de personas que mueren por distintas causas. Son muertes impersonales de las que sí podemos hablar como acontecimientos que suceden a los demás. En cambio, ante la muerte personal y cercana faltan las palabras para nombrarla; cuando es imprescindible, recurrimos a otras que sirvan para referirse a ella, y lo hacernos con prudencia y tacto, digamos pudorosamente.
La concepción de la muerte como algo impropio, vergonzoso y sucio es desarrollada por Philippe Ariès. Este historiador se dedicó a estudiar los cambios de actitud por los que ha pasado el hombre occidental ante la muerte. Su ensayo comprende el periodo que va desde la Edad Media hasta nuestros días y se apoya en documentos literarios, litúrgicos, testamentarios y artísticos. Él interrogó este material basándose en la hipótesis de que los cambios de actitud ante la muerte están determinados por la evolución de la conciencia que tiene el hombre de sí mismo y de su destino.
Su estudio señala que durante mucho tiempo lo habitual fue que las personas supieran con anticipación que iban a morir. De esta forma podían prepararse: dejar en orden sus asuntos, despedirse de los demás y pedir perdón a Dios para, finalmente, esperar la hora de su muerte. No sólo se trataba de que el enfermo participara del acto de morir, en tanto que era el último acontecimiento social que vivía, sino que era importante que fuera él mismo quien dirigiera todo el ritual. Cuando esta persona no advertía que se encontraba cerca de su fin, había que decírselo para que no quedara privada de su muerte. Se consideraba “maldita” y completamente indeseable la muerte repentina que llegaba sin dar tiempo para percatarse de ella y despedirse de esta vida.
“Evidentemente —dice Ariès— el descubrimiento del hombre de su fin próximo, siempre ha sido difícil, pero uno aprendía a sobreponerse a él”. En esto tenía un papel fundamental el grupo social pues representaba compañía y apoyo seguros, tanto para quien sabía que iba a morir como para quien perdía a un ser querido. Cada muerte era entonces un asunto de interés público que detenía la vida de la comunidad y por ello el dolor se distribuía y aminoraba. Se daba tiempo para el duelo general hasta que poco a poco se iba recuperando el curso normal de la vida. “No se trataba únicamente del individuo que desaparecía —subraya Ariés—, era la sociedad misma la que era afectada y debía cicatrizar”. La muerte era un acontecimiento cercano y cotidiano que se aceptaba como parte natural de la vida; desde que uno era niño veía morir tanto como veía nacer.
El ocultamiento al enfermo de su muerte inminente se empieza a manifestar hacia la mitad del siglo XIX. Por miedo a lastimarlo, los que lo rodean prefieren mantenerlo en la ignorancia. Aunque el enfermo, en muchos casos, sabe lo que le espera, tampoco quiere destruir las apariencias para no ser tratado como moribundo. “Cada uno —comenta Ariès— es cómplice de una mentira que comienza entonces y va a empujar a la muerte hacia la clandestinidad”. Y con los esfuerzos por mantener al moribundo en la ignorancia, se impiden también las despedidas, las últimas recomendaciones, las últimas palabras, y en su lugar queda la dolorosa sensación de que el moribundo se va sin decir nada.
En nuestra época se ha organizado un gran silencio alrededor de la muerte, con él se pretende acallarla e ignorarla. Pero este silencio tiene grandes repercusiones sobre la manera en que muchas personas mueren. La necesidad de alejar la presencia de la muerte ha favorecido que sea el hospital el lugar en donde mucha gente vive sus últimos días. De esta forma —concluye Ariès— se esconde a la muerte. El hospital representa el ideal de asepsia para tratarla, pues se considera demasiado sucia para los nuevos valores que el progreso ha aportado: higiene, confort e intimidad.
Sin duda, en muchas ocasiones el hospital es el único lugar que puede proporcionar la atención médica que necesita un enfermo. Pero también es común acudir al hospital porque no puede aceptarse la muerte ya inminente de una persona cercana, y porque uno como familiar no sabe cómo ver ni qué decir ni qué ofrecer a alguien que está próximo a morir.
Se puede decir que en el presente la práctica que impera en relación a la muerte es el disimulo. Quienes se encuentran cerca de un enfermo desahuciado se preocupan por hacerle creer que su estado no es de gravedad y distraerlo de su muerte. Es frecuente que se oiga decir: “al menos, tuvimos la satisfacción de que nunca supo que iba a morir”. Esto expresa una preocupación bien intencionada; presupone que el enfermo que acaba de morir no abría soportado la noticia de su fin próximo. Pero vale preguntarse en qué se apoya esta suposición; sobre todo, ¿quién puede decir qué sabía o quería el enfermo? Quizás él hizo lo mismo que todos: no hablar de su muerte y, en consecuencia, tampoco de los miedos o preocupaciones que ésta le ocasionaba. De esta forma se quedó sin decir nada que pudiera ayudarle a morir desde su propio punto de vista.
¿Una mentira piadosa?
¿Habrá verdades que justifiquen sostener una mentira? Podría ser el caso de la persona cuya vida se encuentra amenazada por una enfermedad incurable. Tanto su médico como los familiares suelen considerar que lo más conveniente es ocultarle tal situación. Se ofrecen entonces palabras alentadoras que minimizan la gravedad y se procura mantener la esperanza del enfermo. Pero la pequeña distancia que puede haber en un principio entre la realidad y lo que de ella se dice se va agrandando casi por inercia. Resulta fácil ofrecer palabras que ya no corresponden a la realidad y que van fabricando una situación que se sabe cada vez más insostenible.
¿Por qué se considera necesario proteger al enfermo de esta verdad que consiste en la posibilidad de una muerte próxima? ¿Es suficiente responder que es muy angustiante saber que el fin de nuestra vida se acerca? Edgar Morin habla del sentimiento universal de horror ante la muerte que se explica por la conciencia de la pérdida de la individualidad; es el sentimiento de una ruptura, de un mal, de un desastre; “conciencia, en fin, de un vacío, de una nada que se abre allí donde antes había plenitud individual, es decir conciencia traumática”. Ya diferencia de lo que podría suceder en otras épocas en que las personas por sí mismas reconocían que se encontraban cerca de la muerte, actualmente es el médico quien generalmente determina que la vida de una persona se aproxima a su fin.
En muchos casos, antes de establecer que un enfermo se encuentra cerca de su muerte, ésta se contempló solamente como una eventualidad, ante la cual se pudo disponer de diversos tratamientos para alejarla. Pero llega un momento en que él, médico, considera prácticamente perdidas tales esperanzas y tiene que empezar a valorar la sustitución del tratamiento curativo por el paliativo. Cabría esperar que esta decisión fuera tomada junto con el enfermo: que fuera éste quien decidiera si quiere seguir luchando o prefiere asegurar las mejores condiciones de vida posibles para el tiempo que le queda. Evidentemente, esta decisión podrá compartirse en la medida en que el enfermo hubiera sido informado de su estado a lo largo de todo el proceso. De no ser así, si no se incluyó la posibilidad de la muerte desde el momento mismo en que el médico la consideró posible, será muy difícil introducirla después sin que exista, para el enfermo, cierta sensación de haber sido engañado.
La comunicación del médico con el enfermo próximo a morir es un fenómeno muy complejo porque lo determinan infinidad de aspectos. Por citar algunos: la personalidad del enfermo y sus deseos seguramente encontrados de querer saber la verdad sobre su vida y querer que esta verdad no signifique que su muerte está cerca; la personalidad del médico, su particular lectura de los deseos del paciente, la confrontación con sus imitaciones para curar y finalmente su propia mortalidad reflejada en el enfermo. Influyen también los familiares del enfermo con sus necesidades, demandas y exigencias; y todo esto se da en un contexto social que favorece la negación de la muerte y que al mismo tiempo refuerza la idea de que el médico debe tener siempre la capacidad para combatirla. En este espacio me limitaré a señalar algunas consecuencias que resultan de la intención de proteger al enfermo ocultándole la realidad de su muerte cuando el médico sabe que ésta es inevitable.
Un artículo publicado en enero de 1994 por The New England Journal of Medicine se refiere a la controversia que existe en relación al tipo de información que debe darse a un paciente que padece una enfermedad terminal. Se presenta el caso de un hombre de 43 años, Miklos Arato, al que se le encontró un tumor en el páncreas cuando se le realizaba una operación de riñón. Días después, el cirujano comunicó al paciente y a su esposa que consideraba que había extraído todo el tumor y lo refirió a un oncólogo; éste le indicó un tratamiento de quimioterapia experimental y de radioterapia ya que consideraba la posibilidad de que se presentara una recurrencia del cáncer. Lo que ninguno de los dos médicos les comunicó fue que únicamente un 5% de los enfermos con cáncer de páncreas llega a sobrevivir hasta 5 años, ni que la expectativa de vida para su caso podía medirse en meses. El paciente murió aproximadamente un año después de que se le diagnosticó el cáncer y la viuda entabló una demanda contra los médicos; alegaba que debían haber comunicado el verdadero pronóstico, con base en el cual su esposo seguramente hubiera rechazado el tratamiento para vivir sus últimos días en paz con su familiar y arreglar sus asuntos económicos. El señor Arato había llenado un cuestionario en el que respondió afirmativamente que, en caso de encontrarse gravemente enfermo en un futuro, querría saber la verdad. Los médicos justificaron su silencio aduciendo que dar tal información hubiera sido medicamente inapropiada y le hubiera quitado al enfermo todas las esperanzas de vida. El juicio fue favorable para los médicos porque se enfocó al aspecto de los datos estadísticos, los cuales el médico no tiene obligación de proporcionar.
El aceptable alegato de que los pacientes no son números, en realidad distrajo la atención del hecho de que la estadística es a veces el único referente para que un enfermo sepa si vale la pena intentar un determinado tratamiento, del que sí se sabe —como suele suceder en el caso del cáncer— que sus efectos secundarios pueden ser muy desagradables. El desenlace del juicio demuestra que la verdadera actitud ética del médico, no puede especificarse por escrito; se supone que es inherente al hecho de ponerse al servicio de otro —el paciente— con un saber, reconociendo las expectativas que en el otro tal ofrecimiento genera y recordando que la afección localizada en el cuerpo es sólo una parte, pues el enfermo se pone en manos del médico como una persona que sufre. Al no disponer Miklos Aratos de la información de lo que se esperaba de su tratamiento, fue el médico quien decidió cómo habría de vivir aquél el tiempo que le quedaba de vida.
El artículo también hace reflexionar sobre un nuevo problema que acompaña a la práctica médica de países como Estados Unidos en los últimos años: es el miedo a ser demandado por el paciente o su familia, lo que lleva al médico a realizar ciertas acciones. Difícilmente puede esperarse que una conducta así motivada conlleve el apoyo que necesita un enfermo al que se le comunica la posibilidad de una muerte próxima. Desde luego, saber que una práctica negligente es legalmente sancionada, es una garantía con la que sería deseable contar en nuestro país; el inconveniente surge cuando el médico procura mantener la mayor distancia con el paciente para evitarse líos; se descuida así el objetivo original de proteger al paciente. El problema de fondo no sólo subsiste, sino que se ha extendido: el paciente desconfía de su médico y él, médico, teme cometer un error por el cual lo demanden.
Es precisamente el tema de la desconfianza uno de los que está en cuestión cuando se quiere proteger a un enfermo ocultándole que se encuentra cerca de su muerte. Pero hay otras consecuencias. El médico y los familiares se ven obligados a actuar frente al moribundo como si la amenaza de la muerte no existiera, como si no pasara nada. Y así como en el cuento de Julio Cortázar (ver recuadro), la mamá sabía lo que en verdad sucedía, es posible que el enfermo en el fondo sepa más de lo que demuestra. En ese caso, podrá preguntarse si significa algo para los otros a quienes no parece importarle que él se está muriendo. Puede resultar muy cruel para quien va a morir sospechar que uno no representa gran cosa para los demás.
Más aún, ante la imposibilidad de sostener la comedia —es difícil logar una escenificación tan bien planeada como la de Cortázar— los participantes irán espaciando paulatinamente sus encuentros con el enfermo, disminuyendo las conversaciones con él y, especialmente, evitando su mirada. Y no es únicamente el miedo a decir algo inapropiado lo que explica esta conducta: es que es difícil acercarse a quien se le niega la verdad sobre su vida, porque en cualquier momento puede reclamar que se le prive de ese derecho. Por último, y por muy poco racional que parezca, es posible que el abandono al enfermo funcione como defensa para mantener a distancia la amenaza de ser contagiados de su muerte.
Se teme la muerte en el otro porque olvidamos que la vida, viéndolo bien, es una enfermedad mortal que se contrae al nacer y que no tiene curación.1 En primera instancia se considera inconcebible que una persona pueda vivir sabiendo que va a morir, como si no fuera éste un saber que poseemos todos los vivos. Sin embargo, la pregunta subsiste: ¿se puede vivir sabiendo uno que va a morir? Es preciso responder que sí, a condición de que uno se sienta acompañado, se sepa significando algo para los otros, y se reconozca teniendo algo que los demás desean de uno. En esencia, esta respuesta se aplica a quien sabe que le queda poco tiempo de vida, lo mismo que a quien no está en esa situación.
Maud Mammoni señala que al enfermo próximo a morir se le suele tratar como un simple objeto de cuidados, cuando lo que es vital para él es que se le trata como sujeto, que algún otro pueda devolverle con su mirada y con su voz un reconocimiento de existencia como alguien que cuenta de una manera única. “Se olvida que lo que mantiene vivo a un ser humano es el afecto, la ternura, un espacio de sueño en el que haya sitio para la presencia de alguien que nos escuche”. Agrega que la confrontación de una persona con su fin próximo conlleva un cuestionamiento sobre su vida, sobre si ésta ha valido o no la pena… si acaso en esta etapa de revaloración se necesita la presencia de alguien, no hay lugar para la indecisión: para con quien está cerca de la muerte es ahora o nunca.
Actualmente carecemos de muchos recursos que en otras épocas ayudaban a aceptar la muerte. La principal carencia parece ser la falta de un entorno social que antes servía de soporte a la angustia y al dolor que produce la muerte. Nos sentimos solos ante ella y cada uno debe arreglárselas como puede cuando ésta se presenta. Esto incluye a quien muere, a sus familiares y a sus médicos. En este sentido nos concierne a todos.
En parte nuestra actitud ante la muerte se puede explicar como una consecuencia del gran avance de la medicina y la mejoría de las condiciones de vida de la humanidad. La esperanza de vida ha aumentado en muchos años, por lo que la muerte es contemplada como un acontecimiento muy lejano. Ahora se curan enfermedades que antes eran mortales y se cuenta con un potencial enorme para prolongar la vida mediante aparatos que sustituyen hasta las funciones más vitales. Se espera que el avance científico continúe traduciéndose en una mejor y más larga vida para muchos. Pero se trata de llamar la atención sobre la otra cara del progreso. Como señala Norbert Elias, todo el desarrollo alcanzado por la sociedad se revela en fracaso a la hora de atender a sus moribundos; estos son abandonados justo en el momento en que más necesitan una compañía para seguir sintiéndose personas.
México: algunas particularidades
México imprime sus propias características a la manera de concebir la muerte. Nuestro país no se ajusta del todo a las sociedades estudiadas por Ariès, en primer lugar por la diversidad de expresiones culturales que lo conforman. Además, aquí el desarrollo industrial coexiste con un gran retraso y una extrema pobreza en áreas muy grandes de la población. No se puede decir, por ejemplo, que la mayoría de la gente vaya a morir a los hospitales. Allí las camas son insuficientes y se destinan a personas que tienen alguna posibilidad de curación. Por otra parte, aunque en nuestro país existe un amplio sector que vive ignorando la muerte, hay otro que continuamente la enfrenta y no siempre la vence: su supervivencia se decide todos los días.
Algunos autores —entre ellos Paul Westheim— han llamado la atención sobre este hecho. La existencia del mexicano está marcada por un sentido trágico surgido de la incertidumbre ante una vida llena de peligros y con insuficientes medios para defenderse. Este rasgo, presente desde la época prehispánica, se reconoce también en la época colonial. En muchas representaciones artísticas realizadas por indios y mestizos, aparece el tema del Cristo martirizado que les sirve de identificación. Se puede pensar que en ese contexto la muerte era un acontecimiento que se aceptaba con facilidad, ya que ponía fin a una situación desgraciada y daba paso a una vida de la que podía esperarse algo mejor.
Pero a partir de diversas ofrendas funerarias del Occidente de México pertenecientes a los primeros siglos de nuestra era, se encuentra una marca diferente de la existencia del mexicano. Estas ofrendas consisten en objetos que reproducen diferentes facetas de la vida cotidiana. Según Beatriz de la Fuente, éstas muestran un sentido de amor a la vida. De manera que la muerte, en ése otro contexto, pone fin a una vida muy apreciada, por lo que es necesario negar la muerte para creer que esa vida continúa.
Los aztecas, por su parte, creían en la continuación de la vida por medio del sacrificio. Para ellos la vida adquiría así un carácter eterno y cósmico.
Seguramente la concepción del mexicano actual sobre la muerte está determinada por todas las que le han precedido. Una parte espera la muerte porque no tiene nada que perder en la vida; otra la acepta festivamente porque considera que después de la muerte la vida continúa; una más la admite con la fatalidad con que se aceptan los designios sobrenaturales. Puede reconocerse, sin embargo, que es el carácter festivo con que el mexicano nombra y celebra la muerte el que más lo distingue y llama la atención de los extranjeros.
Explicar este rasgo requiere un análisis mucho más profundo. Aquí me interesa señalar que esta idea generalizada sobre la disposición del mexicano para convivir con la muerte es bastante relativa. Ciertamente se da en muchas comunidades que juegan con ella, la festejan y la incluyen en su vida. El arraigo a sus tradiciones y creencias lo permite. Pero para una gran parte de la población, quizás la más educada o la más “occidentalizada”, esa familiaridad con la muerte es más bien aparente y anecdótica.
Cómo mueren los enfermos mexicanos
Personalmente creo que la situación descrita por Ariès no es tan ajena para muchos mexicanos que, en la práctica, carecemos de recursos para aceptar la muerte.
Así, con esta idea en mente, junto con los doctores, Ruy Pérez Tamayo, Arnoldo Kraus, Alejandro Mohar, iniciamos un proyecto de investigación que se propone conocer la experiencia que vive un enfermo cuando sabe cercana su muerte.
El estudio ha pasado por diferentes etapas hasta constituirse en el trabajo de investigación que es ahora. En primer lugar, tuvimos que elegir la vía de acceso para conocer de cerca la experiencia del enfermo. Decidimos que era muy importante acercarnos al paciente y dialogar con él; de esta forma, conoceríamos de primera mano lo que deseábamos investigar.
Si bien de alguna manera todos compartimos la certeza de que vamos a morir, quien padece una enfermedad mortal se acerca un poco a la experiencia del condenado a muerte. Este no sólo sabe que va a morir, sino que conoce cuándo sucederá. Aunque la vivencia del paciente que sabe que va a morir no llega a tal extremo, los demás tenemos una intuición de lo insoportable que puede ser su vida. De hecho desconocemos la experiencia subjetiva de quien se encuentra en tal situación. Lo que sí sabemos es que el tratamiento que suele ofrecerse a quien está cerca de la muerte no atiende el sufrimiento emocional, cuando es esto lo que principalmente podría aliviarse. La investigación pretende enfrentar esta carencia para dar al enfermo una mejor atención durante la última etapa de su vida.
Para definir nuestra muestra de pacientes, consideramos un aspecto que desarrolla Sherwin Nuland en su libro How We Die [Cómo morimos]. Tomando como ejemplo algunos casos de su experiencia personal y profesional como médico, el autor presenta diferentes formas de morir. Unas están determinadas por el curso de diversas enfermedades: cardiovasculares, Alzheimer, cáncer, y SIDA. Demuestra cómo el daño que cada enfermedad inflige en los órganos del cuerpo determina, en parte, la experiencia subjetiva de morir. Convenía formar la muestra con enfermos que padecieran la misma enfermedad para no introducir otras variables. Pensamos originalmente en cáncer terminal, considerando que este padecimiento permite al enfermo el conocimiento anticipado de la posibilidad de morir. La muestra se dividió en subgrupos, en función de la edad y el nivel socioeconómico, por ser factores que influyen en la concepción personal de la muerte. Sin embargo, decidimos agregar un subgrupo formado por pacientes con SIDA por el simple hecho de que esta enfermedad representa, hoy día, un gravísimo problema de salud cuya principal característica es que quien la contrae sabe que va a morir irremediablemente.
Para formar parte de la investigación, los pacientes debían cubrir dos condiciones: haber sido informados por su médico de que iban a morir a causa de su enfermedad y estar de acuerdo en participar en el estudio. Quizás el hablar de su situación les ayudara, lo que desde luego era muy deseable, pero se les aclaraba que, en principio, eran ellos quienes podrían colaborar para que, en el futuro, se beneficiaran otras personas en su misma situación. Con el desarrollo de la investigación este planteamiento ha probado ser muy importante, porque ofrece a personas que se encuentran cerca de la muerte la posibilidad de hacer algo que sirva para otros.
La información de los enfermos que estaban cerca de la muerte sería comparada con la de otros cuya enfermedad no representaba una amenaza para su vida y así lo sabían ellos.
Para todos los casos se aplicaría un cuestionario formado por preguntas cerradas para garantizar un análisis estadístico de los datos, y preguntas abiertas para obtener la información de carácter subjetivo que queríamos privilegiar. Las preguntas se formularon con el fin de responder a los objetivos particulares del proyecto: 1) conocer qué piensa y siente el enfermo al saber que va a morir; 2) qué le preocupa y angustia; 3) qué factores de su historia personal afectan su modo de vida cuando su fin está próximo; 4) qué tanto puede hablar de su situación con otras personas; 5) qué piensa del hecho de haber sido informado de su próxima muerte; y 6) qué opina acerca de la eutanasia.
Algunos ejemplos de preguntas del cuestionario son: ¿Cómo se sintió cuando supo la gravedad de su enfermedad?, ¿habla con alguien sobre la posibilidad de morir?, ¿le teme a la muerte?, ¿hubiera preferido no saber que puede morir a causa de su enfermedad?, ¿considera que en determinadas situaciones se puede intervenir para acelerar la muerte de alguien? Las mismas preguntas se harían a todos los pacientes, reformulando las que fueran necesarias para los pacientes cuya muerte no fuera una posibilidad cercana.
Los grupos de enfermos estarían integrados por pacientes del Instituto Nacional de Cancerología, del Instituto Nacional de la Nutrición, Salvador Zubirán y de la consulta privada de médicos interesados en participar en la investigación.
Estudio piloto
En junio de 1993 se inició un estudio piloto con el objeto de probar las condiciones de aplicación de nuestro proyecto. Participaron cinco pacientes con una expectativa de muerte cercana y cinco pacientes cuya enfermedad tenía un pronóstico favorable. Encontramos un dato que confirmamos a través de varias comunicaciones con médicos de las instituciones participantes: muchos pacientes que padecen cáncer y que se encuentran cerca de morir no son informados de su situación, o lo son de manera muy parcial. Reciben una explicación incompleta o expresada en un lenguaje incomprensible, por lo que desconocen la posibilidad de su próxima muerte. Sin duda, los enfermos quieren creer que su vida no está amenazada y pueden apoyar esta creencia en el tipo de información que reciben.
Al aplicar este estudio se omitieron algunas preguntas en relación a la muerte con aquellos enfermos que al ser entrevistados indicaban que ese tema no había sido tratado abiertamente por su médico.
En el estudio participaron dos enfermos de SIDA que sí conocían su pronóstico de muerte, y a quienes se aplicó todo el cuestionario. La principal fuente de angustia, en su caso, no provino de saber que iban a morir sino del estigma asociado a su enfermedad, que les impedía hablar y compartir sus temores y preocupaciones con los demás. Uno de estos pacientes dijo, por ejemplo, que hubiera cambiado su enfermedad por cualquier otra que también fuera mortal.
Por su parte, todos los pacientes de pronóstico favorable mencionaron que en caso de padecer una enfermedad que inevitablemente los llevara a la muerte les gustaría estar informados. De esta forma —señalaron— se podrían preparar espiritualmente, arreglar sus asuntos pendientes y decidir cómo vivir el tiempo que les quedara de vida. Algunos comentaron además que no querrían desconocer ellos mismos la verdad sobre su enfermedad cuando otros, familiares y amigos, si la conocieran.
Al finalizar el estudio piloto tuvimos que revisar la viabilidad del proyecto, tal como originalmente lo habíamos planeado. La condición necesaria para incluir a un enfermo en el estudio era que estuviera informado de su posible muerte y esta condición no parecía darse con la frecuencia que esperábamos. Tocamos así una cuestión en extremo polémica: ¿debe o no decirse la verdad a los pacientes cuando se sabe que la enfermedad que padecen amenaza su vida?
Este es precisamente el tema que trabaja Sissela Bok en un capítulo de su libro Lying, Moral Choice in Public and Private Life [Mentir. Elección moral en la vida pública y privada]. Bajo un título que puede traducirse como: “Mentiras a los enfermos y moribundos”, la autora analiza y refuta los tres argumentos que suelen darse para silenciar la verdad a un paciente sobre su condición de desahuciado. El primero sostiene que es imposible decir la verdad, lo que es cierto en el sentido de que siempre puede haber lugar para la inexactitud o el error; pero de ahí se pasa a justificar que el médico mienta u oculte la información al paciente, como si también la veracidad le fuera imposible; esto es falso, ya que el médico sí puede comunicar al enfermo los hechos tal como él los conoce y los anticipa.
El segundo argumento afirma que los pacientes no quieren recibir una información que los confronte con la gravedad de su enfermedad y con la muerte. Esta afirmación se da —según la autora— a pesar de que los estudios muestran que cuando se pregunta a los pacientes, ellos dicen querer conocer la verdad. Al respecto, muchos médicos consideran que mientras más asegura un enfermo querer saber, más teme a la verdad, y al ser informado su respuesta es la negación (entendida como mecanismo psicológico que rechaza la información y la trata como si no fuera cierta). De ahí que no tenga caso dar una noticia que no puede ser asimilada. La autora señala que la negación suele ser una respuesta pasajera, si bien es cierto que en algunos casos puede mantenerse. Además, aunque acepta que es imposible comprender del todo la idea de la propia muerte, Bok defiende la oportunidad del paciente de dar un significado a su vida cuando anticipa su final.
El tercer argumento sostiene que la verdad perjudica a los enfermos: los podría orillar al suicidio, ocasionarles un ataque cardíaco o provocar la pérdida de toda esperanza. Según la autora, caben tales posibilidades, pero no son frecuentes; considera mucho más dañina la preocupación corrosiva de un enfermo que sospecha lo peor y no tiene a nadie que se lo confirme. Por supuesto —concluye— es muy importante que al informar no se destruya, de golpe, la parte de esperanza que conserva el enfermo y, especialmente, que se le asegure que no va a quedar abandonado.
Presento este análisis porque coincide con nuestra posición: los pacientes para quienes la muerte es una realidad cercana deben, en general, conocer su situación, por muy difícil que sea dar y recibir una información de tal peso. De la reflexión consecutiva al estudio piloto concluimos que debíamos proseguir con nuestro planteamiento original, el que suponía que sí existen enfermos de cáncer informados de que pueden morir. Pero además decidimos adelantar una segunda etapa de la investigación, concebida para explorar las actitudes de los médicos ante la muerte.
Se realizó entonces un estudio piloto con diez médicos de las mismas instituciones antes mencionadas para comprender mejor cómo y cuándo se le informa a un paciente acerca de su posible muerte. Varios médicos indicaron que acostumbran informar a sus pacientes cuando ya no existe curación posible, si bien no lo hacen indistintamente en todos los casos. Explicaron en qué fundamentan dar o no dar tal información y comentaron las ventajas y desventajas que suponen una u otra opción. Este estudio servirá de base para una exploración más amplia de las actitudes de los médicos en relación con informar a sus pacientes. Este aspecto es determinante porque la relación que el enfermo establezca, no sólo con su médico sino con todos los que lo rodean, dependerá en gran medida del hecho de saber o no la verdad sobre su enfermedad. Por lo pronto, gracias al contacto que se estableció con los médicos, estos conocieron el proyecto de investigación y se ofrecieron a colaborar, derivando pacientes para que se les aplicara el cuestionario. De esta forma se reanudó la parte de la investigación con los enfermos.
Seguimiento
Mientras tanto, se había realizado el seguimiento del estudio piloto con los pacientes que tenían una expectativa de muerte cercana. Como se había previsto, a los seis meses del primer encuentro, tres de estos enfermos habían fallecido. Propusimos a los familiares una entrevista a la que accedieron en dos de los casos. El diálogo con ellos nos confrontó con las necesidades de las personas que pierden a un familiar y nos hizo pensar en la importancia de buscar alternativas para apoyarlas. Tristemente, pero de acuerdo con una lógica comprensible, en general la muerte del enfermo es la que pone fin a la relación del médico con sus familiares, los que siguen necesitando de él.
Otro de los pacientes tuvo la suerte de que su diagnóstico inicial fuera sustituido por uno mucho más favorable, que descartaba la posibilidad de morir. El paciente restante, enfermo de SIDA, se presentó con un aspecto mucho más saludable; el tema que predominó en este encuentro fue la insoportable carga que representaba vivir con una enfermedad que debía ocultar y que le generaba una angustia que no podía compartir. La muerte —comentó— tampoco pondría fin a la amenaza de desprecio que lo perseguía, pues sería entonces cuando sus compañeros de trabajo conocerían lo que trataba de ocultar, y serían sus familiares quienes tendrían que cargar el estigma.
La investigación continúa en la etapa de entrevistas con los pacientes. El avance ha sido lento: en cuatro meses se han recibido aproximadamente 20 enfermos para ser entrevistados. Estamos aún lejos de completar la muestra de 180 pacientes que nos propusimos en un principio.
Anticipamos que el análisis de la información planteará grandes dificultades. Será imposible transmitir toda la riqueza que encierra el testimonio de cada enfermo, en donde intervienen su historia particular, sus relaciones, sus triunfos y fracasos, sus deseos y creencias.
Sin embargo, desde ahora se puede decir algo sobre la vivencia del enfermo ante la muerte, aunque sólo sea el producto de la reflexión que ha acompañado esta experiencia de trabajo. Me parece que un aspecto crucial deriva de que los seres humanos estamos determinados por nuestras relaciones, por la comunicación que tenemos con otros y por saber que representamos algo para los demás. Si esto falta, como suele suceder cuando alguien está amenazado de muerte, desaparece también su condición esencial de sujeto.
Indudablemente, resulta muy difícil para el médico comunicar a un enfermo que su muerte está próxima, y muy doloroso tanto para él como para los familiares hablar de ello. Se requiere, primero, que ellos mismos lo hayan aceptado, al menos en parte. También es importante que tengan claro que, por mencionarla, no se está invocando a la muerte. Esto puede parecer muy simple, pero se pierde de vista que lo único que uno hace al introducir el tema de la muerte es ofrecer las condiciones para que esa dolorosa verdad pueda empezar a aceptarse.
Una paciente de 50 años, a la que se acababa de dar un diagnóstico de cáncer en el cerebro, se refiere precisamente a dicha información diciendo: “me hundieron”. Esto parecería confirmar la idea de que es cruel comunicar un diagnóstico fatal. Pero, ¿no se confunde aquí la crueldad que representa la misma enfermad con el hecho de comunicar su existencia? Ciertamente, hay formas crueles de comunicar una realidad tan brutal, pero no son las únicas.
Se puede hablar a alguien de su muerte, a condición de ofrecer una presencia. El enfermo necesita saber que no está solo y que se va a hacer todo lo posible para que no tenga dolor ni sufrimiento innecesario. La mujer a la que me referí hace un momento dijo después que sentía que se estaba volviendo loca, que se imaginaba muerta y enterrada en vida, y que le preocupaban sus hijas, quienes ignoraban su enfermedad. La comunicación del diagnóstico y la presencia de alguien que escuchara permitieron la aparición de estos pensamientos y de las emociones provocadas por la situación que vivía.
Seguramente habrá enfermos que indiquen su deseo de no saber nada de su posible muerte y habrá que respetarlo. También habrá personas que, sabiendo que van a morir, prefieran no tocar el tema. En ambos casos se espera que el silencio sobre la muerte sea una elección de cada uno y no un sometimiento; para eso debe haber alguien ante quien, decidan callarse.
En el desarrollo de la investigación, cada entrevista puede pensarse como un corte en la vida de una persona de la que se quiere saber algo. Para ello se requiere establecer una relación particular: un breve encuentro entre el entrevistado y el entrevistador; entre alguien que va a morir y otra persona que va a propiciar que se hable de ello. Me parece que la presentación de nuestra investigación quedaría incompleta si no incluyera la parte que toca al entrevistador, porque la experiencia va mucho más allá del hecho de buscar información. En cada caso se demuestra que quien habla de su próxima muerte necesita de otro que esté ahí para escuchar.
A su vez, el entrevistador necesita estar acompañado por otros. Son muchas las preguntas que surgen cuando se discute el tema de la muerte. Por ello, ha sido muy importante la compañía del equipo investigador que recibe mis dudas y comparte los problemas y las reflexiones surgidos de esta experiencia.
Paradójicamente, llegué a preguntarme si los fines de la investigación justificaban proponer a alguien cercano a la muerte hablar de esa situación. No tenía dudas sobre los beneficios de la investigación; suponía, además, que la simple experiencia de hablar podría ayudar a los pacientes. Reconocía el riesgo de que alguno de ellos pudiera perturbarse, pero se contaba con el apoyo institucional apropiado para atender esa posibilidad. La verdadera pregunta recaía sobre mí en sus dos vertientes: ¿soportaría yo misma la experiencia? y —en función de eso— ¿serviría yo de soporte para la experiencia del otro? Aunque en ambos sentidos la respuesta ha sido afirmativa, esta pregunta sigue vigente cada vez que inicio una entrevista con un enfermo, del que no puedo saber con anticipación qué va a decir.
Hablar con alguien de su muerte nos confronta con la nuestra; pero así como su relato abre preguntas sobre la propia muerte, también aporta elementos que ayudan a conformar una respuesta personal. Esta ha de consistir, finalmente, en poder incluir a la muerte como parte de la vida y, en consecuencia, vivirla —la que a cada uno nos resta— con la muerte.
Parte de este trabajo fue presentado el 5 de octubre de 1994 en el simposio “La Muerte”, organizado por el Colegio Nacional y la Universidad Nacional Autónoma de México.
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Referencias Bibliográficas
1. La definición de la vida como enfermedad mortal la introdujo Miguel Krassoievitch en una conversación. Le preguntaba por la diferencia que podía existir entre quien adquiere una enfermedad mortal, quien tiene una edad muy avanzada, en cuanto a la experiencia ante la muerte.
Annas, G. J., 1994, Informed consent, cancer and truth in prognosis, The New England Journal of Medicine 330: 223-5.
Ariès, P., L‘homme devant la mort (El hombre ante la muerte), Paris, Éditions du Seuil, 2 Vols., 1977. Cortázar, J., 1979, “La salud de los enfermos” en Todos los fuegos del fuego, Barcelona Pocket Edhasa.Elias, N., 1989, La soledad de los moribundos, México, Fondo de Cultura Económica. De la Fuente, B., 1987, “El amor a la vida en las ofrendas a la muerte”, en Arte funerario. Coloquio Internacional de Historia del Arte, México, Universidad Nacional Autónoma de México. Nuland, S., 1994, How we die, Nueva York, Alfred A. Knopf. Sissela, B., 1989, “Lies to the Sick and Dying” (“Mentiras a los enfermos y a los moribundos”) en Lying, Moral choice in Public and Private Life (Mentir, elección moral en la vida pública y privada), Nueva York, Vintage. Mannoni, M., 1992, Lo nombrado y lo innombrable. La última palabra de la vida, Buenos Aires, Nueva Visión, p. 47. Morin, E., 1976, L’homme et la mort, Paris, semi. Rosenblum, D., 1993, A time to hear, a time to help. Listening people with cancer, New York, The Free Press. Westheim, P., 1983, La calavera, México, Fondo de Cultura Económica. |
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Asunción Álvarez
Profesora del Departamento de Psicología Médica,
Psiquiatría y Salud Mental de la Facultad de Medicina,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Álvarez, Asunción. 1995. El enfermo ante la muerte. Ciencias, núm. 38, abril-junio, pp. 12-22. [En línea].
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