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César Carrillo Trueba |
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“Decisiones, cada día,
alguien pierde, alguien gana, Ave María. Decisiones, todo cuesta, salgan y hagan sus apuestas, ciudadanía” Rubén Blades
“En las lejanas y paradisiacas tierras de la Nueva Guinea,
acaban de encontrar un grupo de seres que, de no ser por el abundante pelo que cubre sus cuerpos y sus brazos largos como de chimpancé, bien podría asegurarse que se trata de humanos. Su andar erguido, las herramientas que fabrican, la producción de fuego, los numerosos entierros de sus muertos, y la manera de comunicarse entre ellos a través de una especie de lenguaje articulado, denotan una naturaleza humana. Mas su baja estatura, el reducido volumen de sus cráneos y un pronunciado prognatismo, los acerca más a los simios.
¿Humanos o simios? Difícil responder. Si tienen un Dios con seguridad son hombres, afirman los voceros del clero. Para los materialistas ortodoxos no hay duda, son humanos: fabrican herramientas, signo de trabajo. Los biólogos creen haber encontrado el tan buscado eslabón perdido, y ¡vivo! El volumen craneal hace dudar a los racionalistas de la capacidad mental de estos seres. Tal vez sean sólo simios. Los lingüistas no creen que tales gemidos puedan asimilarse a una lengua como la de Shakespeare. ¿Cómo es su sexualidad? ¿El producto de un humano y uno de estos seres sería viable y fértil?
El debate ha ido in crescendo y cada vez parece más improbable que se llegue a un consenso en lo que define y caracteriza a un ser humano. Mientras tanto, aprovechando la confusión, un inteligente hombre de negocios ha decidido emplear a estos inciertos seres en una mina, tratándolos como esclavos. Su argumento es que todavía no hay demostración alguna de que se trate de humanos.
Este escenario constituye la trama de la novela Les Animaux dénaturés, de Vercors, escritor francés, la cual fue publicada en una época en que la idea gradualista de la evolución era centro de grandes discusiones públicas. Vercors quiso mostrar lo difícil que es, en un proceso continuo, definir el momento o el límite entre una etapa y otra, entre una categoría y otra, entre un antropoide y un Homo sapiens, en este caso. En su historia, la defunción de lo que caracteriza al ser humano queda en el aire.
Algo similar ocurre con el debate en torno al aborto. ¿Cuándo empieza la vida humana?, ¿en el momento de la fecundación?, ¿al implantarse el huevo en el útero?, ¿al terminar la diferenciación y la formación de los órganos?, ¿al aparecer el corazón o las primeras neuronas? De la manera en que se conteste esta pregunta depende la aprobación o no del aborto, su limitación a cierto tiempo transcurrido. Tal respuesta va a marcar la frontera entre un homicidio y un acto legal, la eliminación de un ser humano o no.
La ciencia contemporánea ha arrojado muchas luces sobre tan compleja cuestión. Los trabajos de Pasteur terminaron con la idea de una continuidad constante entre lo inorgánico y lo orgánico, entre lo vivo y lo no vivo, a pesar de los dolores de cabeza que todavía dan algunos organismos, como los virus, que se resisten a quedar en algún lado de la línea divisoria. La teoría de la generación espontánea quedó relegada, dando paso a una nueva en la cual la aparición de la vida es vista como un hecho que tuvo lugar en un momento determinado de la historia de la tierra, como un evento irrepetible.
El conocimiento que se tiene del desarrollo de los seres vivos, en particular del Homo sapiens, puede ser considerado como la base obligada de todas las discusiones acerca del aborto. Sin embargo, este es el tipo de interrogantes que tal vez no pueden ser resueltas por la ciencia. Los hechos biológicos no tienen significado por sí mismos, su valoración siempre es social, depende del peso que se le otorgue a cada uno de ellos, de las concepciones e ideas dominantes, de la moral y la política. Esta cuestión dependería por lo tanto de otras instancias, y la ciencia sería solamente un punto de apoyo. Nos topamos aquí tal vez con lo que Peter Medawar llama los límites de la ciencia.
Inventar el hombre
Desde un punto de vista biológico, desde que el hombre es hombre, el ciclo de vida de cualquier ser humano transcurre más o menos de la misma manera. El hecho de que los seres humanos vivan en sociedad hace que la percepción que se tiene de ésta varíe en cada época, en cada cultura.
La llamada fase de adolescencia es un buen ejemplo de ello. Desde los años veinte, Margaret Mead mostró en un estudio ya clásico en la antropología, que la adolescencia es una categoría cuyo origen se encuentra en las sociedad estadounidense de principios de siglo. Margaret Mead piensa que esto se debe a que la sociedad de entonces era muy inestable por la incesante inmigración de europeos, muy cambiante, en donde los conflictos entre generaciones alcanzaron magnitudes no conocidas en el Viejo continente. Este hecho, aunado a un aumento en el conocimiento de los cambios fisiológicos que ocurren durante tal edad, llevó a los psicólogos a establecer la existencia de una etapa particularmente difícil: la adolescencia. Desde entonces miles de padres de familia leen sendos manuales para aprender cómo tratar a sus hijos adolescentes, y un universo infinito ha sido creado para que ellos puedan vivir su adolescencia, llenando los bolsillos de dinastías enteras de comerciantes.
En esta misma línea, las investigaciones de Philippe Aries en tomo a la aparición de la categoría de infancia, son esclarecedoras. Aries, historiador francés, plantea que el concepto de infancia fue gestado durante los siglos XVI y XVII, cuando una corriente de reformadores se lanzó en cruzada pidiendo que los niños fueran educados e internados con este fin, arguyendo que a esa edad requieren de una especie de cuarentena previa a su aceptación en el mundo de los adultos. Este proceso llevará décadas de labor, hasta culminar tiempo después con la aparición del concepto de infancia. Resulta interesante saber que todavía a mediados del siglo pasado en la lengua francesa no existía la palabra “bebé”, que tan bien les suena a los galos, o bien, que las estadísticas inglesas no distinguían entre niño abortado, nacido muerto y muerto después del nacimiento. La consolidación de esta categoría obligará a dar a los niños un trato especial que implicará una mayor atención de las madres, todo ello basado en un concepto ideal de lo que debe de ser la niñez.
Aparentemente la concordancia entre el nacimiento de un niño y el considerarlo humano, es parte de la tradición judeocristiana de Occidente y es compartida por otras culturas. Sin embargo, en muchas más esto no es así. La pertenencia a la comunidad es lo que confiere este estatuto al recién nacido y el tiempo que ello requiere es muy variable. Generalmente este evento es celebrado con un rito o ceremonia.
Así, entre los habitantes del norte de Ghana, el niño recién parido no es considerado todavía un ser humano, es apenas un niño-espíritu que es reclamado por el mundo de los espíritus. Durante siete días la madre será encerrada con su niño aguardando el desenlace de la lucha que se está librando. Su muerte indicará que no era de este mundo, pero si sobrevive, será aceptado entre los humanos como uno más de ellos. Algo similar ocurre entre los Ashanti de África occidental, en donde la madre permanece durante ocho días en un cuarto oscuro con el recién nacido. Una ceremonia de ingreso al género humano espera al infante sobreviviente.
En el sur de la India, los toda mantienen encerrado durante tres meses al recién parido sin que le dé la luz. Si vive, su rostro será expuesto al sol, y será él llevado al templo en donde se realizará la ceremonia de bienvenida a la familia humana. En los Estados Unidos, antes del exterminio de casi todos los indios, los hopi tenían la costumbre de efectuar una ceremonia a los veinte días del nacimiento, en la cual se purificaba a la madre, se presentaba el infante al Sol y se le daba nombre. Con ella se marcaba el ingreso del niño a la comunidad.Todos estos ejemplos muestran que las fases en que puede ser dividido el ciclo de vida humana dependen mucho más de la cultura, de los diferentes aspectos sociales, que de factores biológicos. “El hombre, sin ningún apoyo y sin ninguna ayuda, está condenado a cada instante a inventar al hombre”, escribió Sartre.
Crimen y castigo
Las repercusiones de la división del ciclo de vida humana sobre el problema del aborto son bastante claras: al establecer el inicio de la vida humana se marca el límite entre el crimen y un acto sin mayor trascendencia, entre el castigo y la indiferencia social. En cualquier sociedad en donde se mate a un niño considerado ya parte de la comunidad, ya humano, se está cometiendo un delito que amerita una sanción. Eliminar un ser que todavía no lo es, que se encuentra en formación, que puede llegar a serlo, no merece castigo.
Por ejemplo, entre varios de los grupos amazónicos, la eliminación de niños nacidos con algún defecto es una práctica común. Jíbaros, Kayapós y Waiwais piensan que se trata de niños procreados por espíritus perversos, por lo que no merecen vivir entre los humanos, pues no lo son. Los arunta, habitantes del centro de Australia, creen de igual manera que los niños nacidos prematuros no son humanos, sino más bien fetos de canguro que seguramente se metieron por error en un vientre de mujer.
Evans Pritchard, quien por años estudió los nuer de Sudán, cuenta cómo la muerte de un niño pequeño no es vista como la de una persona. “Un nuer dirá que tiene un hijo hasta que éste tenga seis años de edad”. Asimismo, para los yanomami de América del Sur, los niños son sólo apéndices de la madre, “carne y sangre de la madre”, hasta cumplir tres años, y su muerte temprana no es considerada como la de un miembro de la comunidad. De manera similar, los atayal de Formosa no castigan el asesinato de un niño menor de dos o tres años.
En todas estas culturas, el infanticidio, es decir, el asesinato de un niño que ya es considerado en ellas como parte de la comunidad, es severamente castigado. No obstante, también existen sociedades en las cuales la expulsión del feto es considerado como un infanticidio. Los Azandé del África central castigan con la muerte a la mujer que haya usado un abortivo. En La Rama Dorada, J. G. Frazer describe cómo entre los bantúes del sur de África, el que una mujer aborte y lo oculte es visto como una catástrofe de dimensiones cósmicas. Un curandero cuenta que “cuando una mujer ha tenido un aborto, cuando ella ha consentido que su sangre fluya y ha ocultado el feto, es suficiente para ocasionar que los vientos abrasadores soplen y resequen el país con su calor; la lluvia ya no cae, el país ya no está bien. Cuando la lluvia se aproxima al sitio donde está la sangre, no se atreverá a acercarse, temerá y permanecerá a distancia. Esa mujer ha cometido un gran crimen: ha corrompido el país del jefe, pues ha ocultado sangre que aún no estaba bien cuajada para formar un hombre. Esa sangre es tabú. Nunca debió gotear en el camino. El jefe reunirá a sus hombres y les dirá: ‘¿Está todo en orden en vuestras aldeas?’ Alguno responderá: ‘Tal o cual mujer está preñada y aún no se ha visto la criatura que ella ha parido’. Entonces van, arrastran a la mujer y le dicen: ‘Muéstranos en dónde lo has ocultado’. Van al sitio, cavan y después rocían el agujero con una cocción de dos clases de raíces preparada en un puchero especial. Hecho esto, toman un poco de la tierra de la fosa y la tiran al río, recogen agua del río y rocían con ella el sitio donde la mujer derramó su sangre. Todos los días siguientes se lavará con la medicina, y después de realizado todo esto, el país volverá a estar húmedo (por lluvia)… Así nosotros neutralizamos la desgracia que las mujeres nos han traído sobre los caminos y la lluvia está en condiciones de llegar. El país está purificado”.
De almas y cuerpos
A menos de que se piense que la sociedad occidental es la más desarrollada, que es la detentora de la única e indiscutible verdad, es evidente que los hechos biológicos no se bastan a sí mismos, que su valoración depende de múltiples factores históricos y sociales.
Quizá la mayor diferencia entre la cultura occidental y muchas otras culturas, es la idea de que la separación física de la mujer y el niño constituye el momento de su ingreso a la comunidad humana. En Occidente, niño que nace vivo, aunque sea prematuro, automáticamente tiene todos los derechos de un ser humano. Esto conforma, por lo tanto, la creencia alrededor de la cual ha tenido lugar el debate en torno al aborto en esta parte del mundo, el marco cultural.
En esta disputa, la iglesia católica ha desempeñado un papel preponderante. Dueña de cuerpos y almas, esta institución ha llevado la batuta de la moral a lo largo de siglos. Sin embargo, su posición no siempre ha sido la misma. En sus inicios, la incipiente Iglesia se tenía que enfrentar al imperio de Roma, y muchas de sus posiciones se van a delinear en función de la moral prevaleciente en ese entonces. Los romanos no condenaban mayormente la práctica del aborto, y parece ser que el uso de abortivos era uno de los tantos métodos para evitar el embarazo, junto con el coitus interruptus y el empleo de diafragmas. El escándalo que causaban a los cristianos las grandes fiestas romanas sigue resonando como eco en las cavernas del tiempo.
La Iglesia va a condenar el aborto esencialmente por ser una manera de ocultar el pecado de fornicación, de lujuria, y en menor medida, como el asesinato de un ser humano. Entre los primeros teólogos existía un acuerdo en cuanto al primer aspecto, la condena era unánime, y sólo la penitencia del pecador podía conseguir el perdón. Predicando en contra de este acto, san Jerónimo escribió en el siglo V: “Algunas, cuando se enteran que están embarazadas por un pecado, abortan usando drogas. Con frecuencia mueren y se presentan ante las autoridades del mundo inferior, culpables de tres crímenes: suicidio, adulterio contra Cristo y el asesinato de una criatura todavía no nacida”.
El segundo aspecto no reunía el mismo consenso. Existían fuertes polémicas acerca del momento en que un aborto constituía un homicidio, un pecado. Las posiciones más encontradas eran, por un lado, las sostenidas por quienes pensaban que desde el momento de la concepción ya se trataba de un ser humano, y por el otro, aquellos que afirmaban que la formación del embrión era necesaria para poder hablar de un humano completo, con cuerpo y alma. El mismo san Jerónimo defendía una posición extrema al condenar a las mujeres que “toman pócimas para asegurar la esterilidad y son culpables del asesinato de un ser humano todavía no concebido”.
Para san Agustín (354-430) era evidente que no se puede hablar de seres humanos completos. “Pero quién no está dispuesto a pensar que los fetos sin forma mueren como semillas que no han fructificado”, escribía, concluyendo que “la gran pregunta sobre el alma no se decide apresuradamente con juicios no discutidos y opiniones temerarias; según la ley, el acto del aborto no se considera homicidio, porque aún no se puede decir que haya un alma viva en un cuerpo que carece de sensación ya que todavía no se ha formado la carne y no está dotada de sentidos”.
En un breve e interesante folleto sobre este tema, Jane Hurst muestra cómo influyó la centralización del poder al interior de la Iglesia en esta polémica. Durante casi la mitad de su larga vida, la Iglesia funcionó de manera local, sin leyes canónicas; es decir, leyes dictadas por el poder central, lo que permitía la existencia de una pléyade de opiniones acerca del aborto, al igual que muy diversos castigos, los cuales eran consignados en catálogos penitenciales.
El lapso de cuarenta días era considerado como el tiempo necesario para que se formase el cuerpo de un ser humano, sin el cual no puede haber alma, ya que, de acuerdo a los principios aristotélicos predominantes, no puede haber espíritu sin materia. Partiendo de estos principios, y basándose en una antigua idea recapitulacionista del mismo Aristóteles, santo Tomás de Aquino (1225-1274) va a elaborar la explicación más completa acerca del proceso de formación de un ser completo. “El alma vegetativa, que viene primero, cuando el embrión vive la vida de una planta, decae y le sigue un alma más perfecta, la cual es a la vez nutrimental y sensible, y entonces el embrión vive una vida animal, y cuando ésta decae le sigue un alma racional inducida del exterior… Ya que el alma se une al cuerpo como su forma, no se une a un cuerpo del que no es propiamente el acto. Y el alma es el acto (la realización) de un cuerpo orgánico”. Según Aquino, este proceso dura cuarenta días, aunque parece ser que este santo, heredero de los prejuicios del maestro Aristóteles, afirmaba que en las mujeres duraba ochenta días, con lo cual seguramente insinuaba que en ellas tarda más en llegar la razón.
A pesar de la heterogeneidad de opiniones, la condena del abono por el pecado de lujuria, por separar el sexo de su función reproductiva, prevalecía dentro de los clérigos. Mientras que los debates proseguían acerca del momento de la aparición del alma en la formación del ser. La posición de santo Tomás va a perder terreno paulatinamente. La idea preformista que sostenía que el ser ya se encontraba totalmente formado en el espermatozoide, para los animalculistas, y en el óvulo según los ovistas, así como el creciente culto de la Inmaculada Concepción de María, que alcanzó su auge en 1701 con su designación como fiesta de guardar de la iglesia universal, van a inclinar la balanza en contra de la idea de Aquino. “La doctrina de la Inmaculada Concepción enseña que María, aunque nació de padres humanos, recibió la gracia santificante en su alma en el momento de la concepción, y nació sin pecado original. Esto implica que María tenía un alma tan pronto como fue concebida. Si María recibió la infusión del alma desde el momento de la concepción, entonces quizás sea así para todos los humanos”, explica Jane Hurst. El poder papal va a hacer lo demás.
En 1869, Pío IX emite una condena al aborto en cualquier momento del embarazo y propone castigarlo con la excomunión. Desde entonces, para la iglesia católica el aborto es un homicidio. Esta posición quedó sancionada en el Código de Ley Canónica de 1917, el cual prescribe la excomunión tanto para la madre como para doctores y enfermeras que participen en un aborto. A la fecha, la posición oficial de la Iglesia no ha cambiado. El aborto es condenado en tres casos: “en el caso del aborto terapéutico, cuando se mata a un inocente; en el matrimonio para evitar la procreación; en casos de prácticas sociales y eugenésicas aplicadas por varios gobiernos”. Paulo VI tuvo el mérito de añadir, en 1968, la condena de los métodos anticonceptivos, citando a Juan XXIII, quien sentenciaba que “la vida humana es sagrada; desde el primer momento revela la mano creadora de Dios”.
El control de las almas
Al mismo tiempo que Pío IX emitía la Apostolicae Sedis condenando el aborto en cualquier momento del embarazo, en buena parte del mundo seguía causando conmoción la teoría de Charles Darwin, proliferaban catecismos positivistas y monismos materialistas, el marxismo aún no se congelaba bajo ese nombre, las tesis de Malthusi causaban furor y Sir Francis Galton publicaba su primera obra: Hereditary Genius.
Con la teoría de la evolución la Iglesia recibió un golpe de la misma magnitud que el asestado por la teoría heliocéntrica de Copérnico. El hombre dejaba de ser una criatura divina distinta al resto de los seres vivos, hecha a imagen y semejanza del creador. Una nueva batalla se libraba entre ciencia y religión, un combate más de una guerra ya vieja, iniciada desde la aparición de la burguesía, la cual había conformado su propia visión del mundo en contraposición a las ideas del clero, criticándolas en cada aspecto de la vida, como lo ha mostrado tan claramente Bernhard Groethuysen: “De un lado la iglesia, del otro la burguesía. No es menester, en absoluto, que por parte de la burguesía se trate de una hostilidad de principio contra la iglesia; lo esencial resulta el hecho mismo de una conciencia colectiva diferenciada y autónoma frente a la iglesia. Ahora bien, parece evidente que el burgués trata con el tiempo de dar también una expresión precisa a esta conciencia cada vez más sólida, y quisiera ver codificados los principios directivos de su vida autónoma, aproximadamente en una forma que correspondería a la exposición de los dogmas de la iglesia católica usual en ésta”.
En este proceso, la ciencia desempeña un papel fundamental. La construcción de esta nueva moral busca una concordancia entre los “pueblos civilizados” alrededor de “los puntos esenciales de la moral, por mucho que sean de diferente opinión en los de la religión”. Dicho proyecto marca de entrada una división entre religión y moral, y define el carácter que debe de tener esta última: reflejar los ideales y la racionalidad que guían la vida de la burguesía. “La religión ya no desempeña ningún papel en la vida del burgués: ya no determina sus decisiones. Lo que hace y lo que omite depende de motivos puramente propios del más acá”, dice Groethuysen, “…el bien general, las buenas costumbres sociales, el orden, la paz dentro de la colectividad: a esto se limitan todas las virtudes”. El hombre honrado se convierte en el ideal de todo burgués respetable.
Ya dominado el mundo material, la burguesía se lanza a la disputa por el control de las almas. Y en esta cruzada, en la conformación de la nueva moral, la teoría de la evolución de Darwin aporta una contribución valiosa. En la búsqueda de la naturaleza humana, fundamento indispensable para la construcción de la nueva moral, la teoría darwiniana es la lente a través de la cual se puede hurgar en nuestro pasado biológico para conocer la esencia de los hombres. La cuestión del aborto también pasará bajo esta óptica.
Curiosamente, fue un primo del mismo Darwin, Francis Galton (1822-1911), quien sentó las bases de lo que va a constituir el marco conceptual al interior del cual se planteó el problema del aborto: la eugenesia o ciencia del mejoramiento biológico del ser humano. Basada en la teoría de la selección natural de Darwin, la eugenesia (del griego et, bueno y genet, generado) se presenta como una ciencia objetiva, con capacidades predictivas. Galton la define como “la ciencia del mejoramiento de la raza, la cual no se limita de ninguna manera a los problemas de uniones racionales, sino que, en el caso del ser humano en particular, se ocupa de todas las influencias susceptibles de conferir a las razas más dotadas un mayor número de posibilidades de prevalecer sobre las razas menos aptas”.
Francis Galton tenía una gran fascinación por las medidas, por la cuantificación. Inventó métodos para medir el aburrimiento del público durante algún evento, los aplausos, la distribución de la belleza femenina en los barrios de Londres, y la inteligencia de los jefes de tribus africanas. Envió textos a la recién creada revista Nature explicando cómo preparar el té, cómo cortar un pastel para que dure tres días sin secarse (Cutting a round cake on scientific principles), y teorizó, entre muchas otras cosas, acerca de la inferioridad de la mujer, a la que atribuía un menor desarrollo de los sentidos ya que no era capaz de percibir el valor real de las mercancías, de aquí que los comerciantes siempre las birlaran.
Este genio victoriano pensaba que era necesario emplear la estadística para dar a la biología el estatuto de ciencia exacta. Y fue basándose en la estadística que determinó que la inteligencia —“el talento y el genio”— se transmite de padres a hijos, es decir, por medio de la herencia biológica. A partir de ello, Galton propone que sea favorecida la reproducción de los “más dotados” y que se disminuya, e incluso interrumpa, la reproducción de los “menos aptos”. Para Sir Francis era necesario que la sociedad llevara a cabo de manera constante, metódica y rápida, lo que la naturaleza ha hecho ciega y lentamente: favorecer a los “más aptos”.
El éxito de la eugenesia fue mundial. Para principios de siglo ya existían asociaciones eugenésicas en gran parte del mundo, teóricos que la defendían y completaban, y gobiernos que promulgaban leyes en su favor. El redescubrimiento de las leyes de la herencia de Mendel fue un gran apoyo a este movimiento, como lo explica Pierre Thuillier, la asociación simplista entre un gen y un carácter dominó durante cierto tiempo las mentes de la época. La teoría de Weissman acerca del paso de una generación a otra del “plasma germinal” sin influencia alguna del soma o cuerpo, servirá para argumentar contra la supuesta influencia del medio social en la formación de características como la inteligencia, predicada por los socialistas.
La medida más empleada por los gobiernos que hicieron caso de las recomendaciones “científicas” del movimiento eugenésico fue la esterilización forzada de los considerados débiles mentales, tarados, criminales, y demás “lacras sociales”. El determinismo biológico gozaba de mucha popularidad en el pensamiento norteamericano de principios de siglo, lo cual favoreció la implantación de las primeras medidas de este tipo en el estado de Indiana en 1907, y posteriormente en cerca de 30 estados más. Así, para 1935 el total de esterilizados —hombres, mujeres y niños— alcanzaba la cifra de ¡21,539! Mientras que en Alemania, al año de haber sido promulgada la ley nazi de esterilización forzada, esto es, en 1934, esta cifra llegó a ¡56,244! En The Miss measure of Man, el gran Stephen Jay Gould da cuenta de las repercusiones de este tipo de pensamiento en los últimos cien años. Aún sobreviven mujeres que difícilmente pueden ser consideradas débiles mentales, que fueron esterilizadas sin siquiera saberlo, y que en vano trataron de tener hijos.
Los otros tres métodos que la eugenesia propone para mejorar la especie humana son los análisis prenupciales obligatorios para garantizar la salud de la progenie —a los que ya estamos tan acostumbrados—, el “control científico” de la natalidad, que es la idea eugenésica llevada a política de Estado, como en la Alemania nazi, y el aborto eugenésico. Los eugenistas distinguen entre aborto terapéutico, que se practica para “salvar la vida o la salud de la madre” y el aborto eugenésico que, como explica un teórico latinoamericano de esta “ciencia”, “se impone para proteger el cuerpo o la salud social, cuando existen fundadas presunciones que el niño por nacer tenga taras físicas o mentales, herencia patológica de locura, epilepsia o mentales, o cuando la miseria económica de los padres impida atender el sustento de los hijos”, esto es, cuando hay pobreza, la cual, como es sabido, engendra el mismo tipo de problemas.
El movimiento eugenista siempre se enfrentó a la religión. El ideal que según sus defensores se encontraba “en armonía con la naturaleza”, se oponía a una moral cristiana que para ellos no estaba basada en los procesos naturales de la vida, en la evolución biológica. El objetivo de Galton se inscribía en el viejo proyecto de la burguesía ilustrada de fundar una nueva moral racional “científica”. Galton pensaba que la eugenesia podría llegar a ser “un dogma religioso para la humanidad”, y auguraba que tras la desaparición de la religión tradicional, “una especie de clero científico tomaría su lugar”. Sus seguidores, apoyándose en las ciencias, continuaron atacando la religión. La disputa por el control de las almas proseguía.
Del individuo a las poblaciones
El auge del eugenismo y al mismo tiempo su colapso, lo constituye el Tercer Reich. Nadie llevó tan lejos el ideal del desarrollo de las “razas superiores” y la desaparición y control de las “inferiores”. Aunque en los Estados Unidos este movimiento declinó fuertemente con el crack de 1929 (ni tan superiores, pensaron de los antiguos magnates que hacían cola para la sopa popular junto con desempleados y demás “seres inferiores”), no fue sino hasta después de la Segunda Guerra Mundial que la idea de “razas inferiores” y “superiores” sufrió una completa desacreditación. Así, quienes todavía pensaban de esta manera tuvieron que callar tal vez en espera de tiempos mejores, y los que dudaban —que no eran los menos—, apaciguaron sus incertidumbres acerca de la naturaleza humana. El cambio en torno a estas ideas ocurrió sin que hubiera prueba alguna o resultado científico que pusiera fin a la polémica, como lo señala Pierre Thuillier, citando un estudio de W. B. Provine. Las cámaras de gas de los nazis fueron argumento suficiente para acallar las dudas acerca del resultado de la hibridación de razas humanas distintas, de una “posible degeneración”, como se planteaba en términos científicos.
Lamentablemente, a pesar de tanta atrocidad, el racismo no desapareció de la faz de la Tierra, colocándose en donde se le ha abierto camino, como es el caso de las políticas de control de la natalidad. La transformación ocurrida en la genética evolutiva, en la cual el individuo deja de ser la unidad de cambio evolutivo dando paso a las poblaciones, va a repercutir en los nuevos planteamientos eugenistas y raciales, que a su vez repercutirán sobre las políticas poblacionales. De hecho, uno de sus artífices, R. Fisher era devoto de Galton. Ya no es el individuo sino la población lo que hay que controlar.
Asimismo, los cambios ocurridos en las relaciones entre los países colonizados y las potencias coloniales debido a las luchas de liberación nacional de los primeros, la incipiente industrialización de algunos de ellos, y la constitución del bloque socialista, van a modificar el escenario internacional. El crecimiento poblacional de los países dominados se convertirá en el nuevo “coco”, como lo señala R. Petchenski: “a mediados de la década de los cincuenta, demógrafos, geógrafos, planificadores familiares, y economistas, comenzaron a señalar la ‘explosión poblacional’, particularmente en el Tercer Mundo (la imagen de una bomba explotando parecía resonar con la bomba atómica). El ‘exceso de población’, advertían, devoraría el abastecimiento de comida, acelerada la pobreza y el desempleo, ‘desestabilizaría’ el clima político, y en consecuencia pondría en peligro las inversiones extranjeras y la paz mundial. De esta manera, la idea de la explosión poblacional parecía dar al pensamiento y a las prácticas neomalthusianas “nuevas bases científicas”, una nueva fuente de legitimación que había perdido después de los horrores nazis. A pesar de las voluminosas estadísticas y las proyecciones numéricas generadas para apoyar esta idea, el aura de autoridad ‘científica’ casi servía sólo de disfraz a imágenes eugenésicas y racistas fuera de moda. Folletos publicados por grupos dedicados a población como el Draper Fund y el Population Council, mostraban hordas de caras amarillas y cafés apiñándose sobre una pequeña tierra, mientras que en el New York Times aparecían anuncios firmados por prominentes industriales, previniendo a la clase media urbana del peligro existente en los barrios bajos, de los pleitos callejeros, el crimen y los pobres. Se hicieron propuestas para poner esterilizantes en el agua o la comida de los países del Tercer Mundo y a condicionar la ayuda a tales países a su participación en los programas de planificación familiar (esto último se convirtió, de hecho, en la política de los Estados Unidos ejercida a través de la Agencia Internacional para el Desarrollo, AID)”.
Los Estados Unidos no querían ver arruinado su nuevo imperio a causa de la inestabilidad política que reinaba en el Tercer Mundo y que según ellos se debía al rápido crecimiento poblacional. Así, J. D. Rockefeller III fundó en 1957 el Population Council con el fin de “proporcionar apoyo científico y político” para el control poblacional, financiar programas y, sobre todo, formular políticas en este campo. Otros empresarios también constituyeron fundaciones con el mismo objeto. Para todos estos filántropos, el aborto no era un medio adecuado para el control poblacional. Es cierto que es una medida no preventiva que conlleva una serie de complicaciones morales, y que en la década de los cincuenta implicaba riesgos graves. No obstante, esta opinión va a cambiar en la siguiente década, y para fines de los años sesentas, el mismo J. D. Rockefeller, que condenaba el aborto, va a declarar que a pesar de ser “siempre una tragedia”, el aborto es necesario. Esta transformación es explicada por la misma Petchenski: “la ideología neomalthusiana de la explosión poblacional y la ideología médica de las razones “terapéuticas” o “mentales” para abortar, se combinaron proporcionando una racionalización respetable para la reforma legal que muchos profesionistas liberales, académicos, clérigos, hombres de negocios y políticos, ya veían como inevitable.”
Las campañas de control demográfico auspiciadas por la AID se extendieron por todos los países del Tercer Mundo. Millones de dólares se gastaron en ellas. Algunos gobiernos en su afán por agradar a las potencias llegaron incluso a practicar esterilizaciones involuntarias en mujeres (por lo general después de un parto se les ligaban las trompas). Bolivia, la India y México, entre otros, fueron escenarios de estos excesos.
Sin embargo, el éxito de estas campañas de control fue muy relativo. Las condiciones socioeconómicas en que viven la mayor parte de los habitantes del Tercer Mundo hace muy difícil cualquier planificación. Las píldoras no se toman regularmente, los condones no son tan accesibles, los dispositivos intrauterinos causan infecciones, etcétera. Es por ello que la tolerancia hacia el aborto ha hecho camino en las cabezas de los planificadores y gobernantes. Si a esto aunamos los costos de hospitalización de la enorme cantidad de mujeres que sufren abortos mal practicados a causa de las condiciones de clandestinidad y miseria, la incorporación del aborto voluntario a las medidas de control poblacional resulta muy comprensible.
En México las campañas de control poblacional han sufrido cambios drásticos a lo largo de este siglo. La Revolución contemplaba la implantación de centros de planificación familiar, mas esta propuesta fue tan efímera como muchos otros proyectos, ya que la institucionalización del movimiento revolucionario acabó con esta idea y lanzó una gran campaña de procreación argumentando que era necesario el crecimiento demográfico para “defenderse de las potencias extranjeras expansionistas”, entre otras cosas. Esta política llegó a convertirse en ley en 1947, la cual duró hasta 1973, fecha de la emisión de la nueva ley de población. En este año culmina el cambio de actitud del gobierno que, siguiendo los dictados exteriores y después del movimiento estudiantil de 1968, empezó, como lo señala Susan Pick, a “usar la planificación familiar como un medio para reducir la explosión demográfica”.
Por sus objetivos como por las ideas en que se basan, estas campañas no toman en consideración el punto de vista de los individuos, en particular de la mujer. Los deseos de dominación de un país sobre otro, de una clase sobre otra, de un sexo sobre otro, son patentes. La idea de que el exceso poblacional es causa de miseria, de que hace falta controlar los nacimientos de los pobres para redimirlos de la pobreza, son parte del arsenal ideológico de dominación en esta sociedad global. Como se puede apreciar, las ciencias sociales aportaron su granito a este esquema que permite perpetuar viejas ideas bajo diferentes caretas.
¿Un mundo feliz?
El mismo fenómeno ocurre en el medio de las ciencias naturales, basta con leer algún texto de Konrad Lorenz, H. Eysenk, o E. O. Wilson, el padre de la Sociobiología. Al igual que con los movimientos y asociaciones eugenésicas: en 1972, la antigua American Society for Eugenics cambió a Society for the Study of Social Biology, mas su plataforma de pensamiento sigue siendo el mismo determinismo biológico. Nuevos nombres, viejas ideas.
El aborto eugenésico parece haberse transformado en “eugenésicamente positivo”, aunque buena parte de lo que éste cubría se maneja por medio del aborto terapéutico. No obstante, la persistencia de ciertas ideas eugenistas confiere un tinte ambiguo a este último. Las técnicas que actualmente permiten detectar anormalidades en el embrión durante el embarazo por medio de la extracción de una muestra del líquido amniótico que rodea al embrión, la cual contiene células del mismo, han abierto la puerta a algunas de las viejas obsesiones eugenistas. Al analizar las células embrionarias es posible encontrar alteraciones genéticas que producen enfermedades o anormalidades.
En principio, este tipo de estudios no puede ser visto más que como positivo. Detectar enfermedades que harán imposible la vida del futuro niño o de la madre y evitar el nacimiento, es muy loable. El problema reside en los límites de lo anormal, es decir, en la posibilidad de que la idea de anormalidad se extienda alcanzando dimensiones que rayen en lo eugenésico. Si estas ideas no existieran entre los científicos y médicos que se dedican a este campo —que son quienes exponen los problemas y en muchas ocasiones aconsejan a los pacientes—, semejante preocupación sería solamente paranoia. Desafortunadamente, el duende del eugenismo aún ronda muchas de estas cabezas. Las declaraciones del Dr. Cecil B. Jacobson, uno de los pioneros en la técnica de amniocitosis, son una pequeña prueba de ello: “El problema del mongolismo no es más que el aspecto más visible del problema en su conjunto. Yo quisiera llevar las cosas un poco más lejos. ¿Desearía usted por ejemplo, tener un hijo que morirá de cáncer a los cuarenta años si la tendencia a desarrollar cáncer puede ser detectada antes de su nacimiento? Por supuesto que todavía no hemos llegado a eso. Pero si pudiéramos decir por medio del estudio embrionario que los individuos tendrán cáncer cuando lleguen a los cuarenta o a los cincuenta, yo estaría en favor de abortarlos ahora. Eso eliminaría para siempre ciertas formas de cáncer”.
Tales declaraciones no constituyen un caso extremo. En un apasionante libro, dos médico estadounidenses pasan lista a múltiples y numerosas afirmaciones similares, salidas de la boca de científicos de todos los calibres. Es realmente asombroso leer que Sir Francis Crick, Premio Nobel por descubrir junto con J. Watson la estructura del ADN, piensa que “ningún recién nacido debería de ser reconocido humano antes de haber pasado cierto número de pruebas sobre su dotación genética (…) y si no pasa las pruebas, pierde su derecho a la vida”. El libro de J. Rifkin y T. Howard deja por momentos helado.
Un ejemplo de lo que puede causar este tipo de ideas resulta más ilustrativo. En la década de los sesentas aparecieron en Nature una serie de artículos acerca de una supuesta relación entre una alteración cromosómica y una conducta agresiva y criminal. Esta alteración, que afecta a hombres solamente, consiste en la existencia de un cromosoma XYY en lugar de XY, y los portadores de ella no sufren de trastorno o complicación alguna, o al menos eso se pensaba. Sin embargo, en estos trabajos se mostraba una alta frecuencia de portadores de este cromosoma en hospitales de enfermos mentales que tenían un comportamiento agresivo, así como en instituciones penales. Una simple relación estadística. Esta idea alcanzó tal popularidad en los medios de comunicación que hasta un best seller se escribió sobre el tema: The XYY man —que no era precisamente la vida de Rambo, sino la de un espía inglés.
En 1973 una antigua presidenta de la American Association for the Advancement of Science, Bentley Glass, envió a Science un texto en donde mencionaba la posibilidad de detectar el cromosoma fatídico por medio de la amniocitosis, lo cual llevaría, de acuerdo a su impecable lógica, a un aborto razonable por parte de la madre para así librar para siempre a la sociedad de todas las lacras que, según ella, genera este cromosoma. Dos años después, el caso de una mujer que, al enterarse de que su hijo es portador del cromosoma XYY, decide abortar, causa estrépito.
El escándalo surgió por el hecho de que, desde 1965, año de aparición del primer artículo acerca de la supuesta relación entre el cromosoma XYY y un comportamiento criminal, las críticas nunca cesaron, es decir, que jamás hubo un consenso en torno a esta relación. Varios estudios fueron realizados en clínicas de recién nacidos en Escocia, país en donde se habían llevado a cabo los trabajos anteriores, así como en Francia, entre adultos de comportamiento normal. Los resultados obtenidos fueron similares, esto es, que la frecuencia de individuos portadores del cromosoma XYY es la misma en el resto de la población.
El problema es serio si uno se entera de que, por ejemplo, según el National Institute of General Medical Sciences, en los Estados Unidos existen doce millones de personas que portan genes que causan parcial o totalmente enfermedades o malformaciones, es decir, gentes que pueden ser completamente sanas y que solamente son portadores. La pregunta es: ¿habrá que impedir que nazcan niños que portan estos genes aun cuando no se sabe si presentarán o no la enfermedad?, pues como lo señala uno de los principales investigadores de este instituto, el Dr. J. Epstein, “llevando las cosas al extremo, prácticamente todas las enfermedades pueden ser atribuidas a defectos genéticos”.
Como no es posible regresar a las antiguas prácticas de esterilización, el aborto puede constituirse en un medio muy adecuado gracias a la amniocitosis, aunque tal vez en el futuro las manipulaciones genéticas sean la herramienta idónea. “La rápida expansión de las técnicas de detección genética están creando el clima que conviene al resurgimiento de un eugenismo negativo, en el que se dispondría de los seres “defectuosos” (cualesquiera que sean los criterios que pueda emplear la sociedad para definirlos) como se hacía con los bebés inoportunos en la antigua Esparta”, afirman J. Rifkin y T. Howard.
Estas ideas generan una presión social que hace sentir culpables a los padres de niños “anormales”, por el costo social que éstos representan para el Estado (puede ser sólo una enfermedad controlable a base de un tratamiento costoso). La facilidad con que se practican abortos a mujeres hispanas y negras en los Estados Unidos, país en donde los subsidios a los grupos marginados han sido severamente reducidos, se basa en esta idea, que está claramente plasmada en una declaración del Dr. Joseph Fletcher de la Universidad de Virginia, quien piensa que de no realizarse una reproducción selectiva, habrá que soportar “el enorme costo de los cuidados médicos y quirúrgicos, de los medios artificiales y controles dietéticos por el creciente número de víctimas”, lo que además le parece completamente inmoral e irresponsable, ya que “tenemos el deber sagrado de controlar nuestra herencia”.
El problema sigue siendo la definición de lo que se considera un “mal gen” y las implicaciones sociales de ello. La segregación y discriminación que se desató contra los negros estadounidenses portadores del gen que provoca la anemia falciforme es otra muestra de esto. Pérdida de empleos, interdicción de ocupar ciertos puestos, aumento en el costo de sus pólizas de seguros, y hasta compañías de aviación que se negaban a llevarlos, fueron algunas de las medidas que tuvieron que soportar los portadores de este gen que solamente es letal si el individuo es homocigoto, es decir, si ambos padres eran portadores del cromosoma que la ocasiona. Ser negro en los Estados Unidos no es sencillo, como se pudo ver recientemente en Los Ángeles, pero además tener “un mal gen”… Detrás del horror que experimenta el hombre ante todo lo que es genéticamente defectuoso se disimula, por supuesto, la imagen del ser humano perfecto. Los mismos términos de defecto, tara, anomalía, enfermedad, y riesgo, presuponen tal imagen, una suerte de prototipo de la perfección”, afirma con certeza Daniel Callahan, del Hastings Institute.
Disfrazado de moral y deber “sagrado”, un neoeugenismo fluye por las neuronas de muchos científicos. La idea de “asumir hasta las últimas consecuencias” sus “verdades”, no es del todo marginal, como lo ilustran las reflexiones de otro Premio Nobel, Jaques Monod, al comentar los conflictos entre la “vieja moral religiosa” y la “nueva moral científica” en las sociedades modernas, las cuales, según él, “han aceptado recoger los frutos de la ciencia, pero no han aceptado, suponiendo que lo hayan entendido, la ética del conocimiento que es el fundamento mismo de éste. Esta ética es de hecho la única capaz de colocar la primera piedra de un sistema de valores compatible con la misma ciencia y apto para servir a la humanidad en su edad científica”.
De hacer caso a quienes piensan así, nuestro futuro será ni más ni menos que el descrito por Aldous Huxley en Un mundo feliz. Este genial escritor percibió perfectamente bien la esencia de semejante forma de pensamiento, lo cual se debe con seguridad al conocimiento tan cercano que tuvo de él, pues su hermano fue Julian Huxley, un célebre biólogo partidario de la eugenesia, que pensaba que “para todo progreso importante a nivel nacional e internacional, no podemos apostarle a una intervención azarosa de los factores sociales y políticos…, ni siquiera a un mejoramiento de la educación, sino que debemos de contar cada vez más en el aumento del nivel genético de las capacidades intelectuales y manuales del hombre”. Comunidad, Identidad, Estabilidad, tal era la consigna de Un mundo feliz.
Las oscilaciones del Príncipe
En las disputas entre ciencia y religión, entre la “nueva moral” y la “vieja moral”, el poder político ha mantenido una posición muy ambigua. Laico en muchos países, el Estado ha cobijado siempre a la intelectualidad aunque frecuentemente la ignore arrodillándose devotamente ante el clero. Asimismo, cuando es necesario, el Estado hace uso de su mano fuerte para mantener el poder de la Iglesia bajo control. Es la política del péndulo.
Bernard Groethuysen explica el origen de estas oscilaciones. En la construcción de su nueva moral, la recién encumbrada burguesía se dedicó afanosamente a la búsqueda de la esencia humana. Una de las características fundamentales de esta naturaleza resultó ser, como ya se mencionó antes, la honestidad. “Se afirma, y es hoy día opinión universalmente difundida, que hay independientemente de toda religión un cierto amor a la justicia que nos fue infundido por la naturaleza, y que se muestra bastante, por lo menos para hacer de nosotros hombres honrados”, escribió Caraccioli, un autor del siglo XVIII. Sin embargo este punto se fue resquebrajando con las objeciones que se levantaban en su contra. “Las gentes del pueblo, opinan varios representantes de la ilustrada clase burguesa, no son honrados ‘por naturaleza’, en su naturaleza social no está el ser honrados, como es el caso tratándose del burgués. De aquí resulta la consecuencia de que en interés de la sociedad no es conveniente renunciar en las actuales circunstancias a toda influencia religiosa. La religión no debe serle quitada al pueblo, y ‘el cristianismo es sin duda la mejor que se le puede ofrecer en este respecto’, dicen las gentes honorables, según nos refiere el cura de Gap. El burgués puede vivir sin religión y seguirá siendo probo y cumpliendo de un modo honrado sus obligaciones. Pero sería sumamente imprudente querer extender esto sin más al pueblo”.
Necker, quien escribió un tratado acerca De l’importance des Opinions Religieuses, pensaba que “ni siquiera en las organizaciones sociales mejor ordenadas es posible evitar que los unos gocen sin trabajo ni pena de todas las cosas gratas de la vida y que los otros, que son mucho más numerosos, se vean obligados a buscar con el sudor de su rostro el más mezquino pasar y la más mísera remuneración”. Y se preguntaba: “¿osará alguien afirmar que si las diferencias en la distribución de la riqueza constituyen un obstáculo para el desarrollo de una moral política, habría que trabajar para destruir estas diferencias?” a lo cual respondía negativamente, argumentando que la mejor solución es “una moral robustecida por la religión para mantener enfrenados a estos numerosos espectadores de tantos bienes provocadores de envidia, que tienen constantemente ante los ojos y a la menor distancia lo que llaman felicidad, sin poder no obstante aspirar jamás a ella”. Así, señala Groethuysen, “no se puede negar que la religión es útil para la conservación del orden social establecido. La propiedad está mucho más segura bajo el amparo de la religión que bajo el de una moral laica emancipada”.
Desde entonces el Príncipe, como diría Maquiavelo, se encuentra acomodado y atrapado entre clérigos y devotos ciudadanos, por un lado, y burgueses ilustrados, intelectuales orgánicos, científicos, masones, tecnócratas, y demás librepensantes, por el otro. Las políticas sobre la cuestión del aborto, como ya vimos, ilustran este conflicto.
El reino de este mundo
A pesar de la complejidad de este problema, las conciencias individuales se rigen por una serie de valores que, en nuestra sociedad, oscilan entre estos dos extremos, aunque, como siempre, es posible encontrar una gama de opiniones, mezclas extrañas, y demás combinaciones, llegando hasta quienes se ubican al margen de todo tipo de religión, científica o clerical. Sin embargo, muy a pesar de las políticas de control de la natalidad, de tabúes, mitos, castigos, y demás medidas coercitivas, las mujeres siempre han abortado. Como dice Rosalind Petchensky, “cualesquiera que sean las normas, las mujeres persisten en intentar adecuar la fertilidad a sus propios ritmos de vida y necesidades”.
En México, aun cuando está prohibido el aborto voluntario, según algunas estimaciones, anualmente se realizan cerca de 800,000 abortos. Hay quienes piensan que esta cifra es conservadora y calculan en 2,000,000 el número de abortos que año con año se practican, lo cual parece a muchos demasiado exagerado. Un estudio del IMSS reportó en 1976 un aborto por cada ocho mujeres embarazadas. Una Encuesta Nacional de Fecundidad elaborada en 1987 señala que una de cada seis mujeres en edad fértil ha tenido un aborto, esto es, un 14% del total de las mujeres en edad fértil, lo cual significa que unos 2,700,000 mujeres han abortado alguna vez lo que no checa con lo que dice el IMSS ni con lo que reportan los centros hospitalarios en 1980: 110,000 mujeres internadas por complicaciones causadas por un aborto mal practicado.
La confusión y la falta de cifras no quita que un 5% de las muertes maternas se debe a complicaciones ocasionadas por aborto, como no elimina tampoco los peligros a los que se arriesgan miles de mujeres que desean interrumpir su embarazo, cualesquiera que sean las causas. La falta de información, de estudios, solamente denota una falta de interés y una voluntad política que busca ocultar un drama que es conocido por todo mundo.
En un estudio publicado en Doble Jornada, se menciona que “de cada 100 mujeres que abonan, 76 son de bajos recursos económicos, 65 son casadas o viven en unión libre; 53 tienen entre 26 y 46 años, y 52 tienen un número excesivo de hijos”. Por su parte, Marie Claire Acosta y colaboradoras señalan que un 52% de las mujeres que abortan lo hacen por tener un número excesivo de hijos, un 27% por una mala situación económica, 12% por desavenencias conyugales, 6% por ocultamiento social y un 3% por problemas profilácticos o terapéuticos.
Las razones por las que abortan las mujeres provienen más bien del mundo terrestre, pero las condiciones en que se practica parecen en muchas ocasiones del inframundo. Enfrascadas en disputas morales, intereses económicos y políticos, delirios cientificistas, y demás, las discusiones sobre la legalización del aborto voluntario parecen olvidarse de lo más importante: la voluntad de la mujer.
Es innegable que lo ideal sería que todas las mujeres pudieran controlar por métodos anticonceptivos u otros, su propia fecundidad, que pudiesen planear con precisión el momento en que deseen embarazarse. Lamentablemente la realidad dista mucho de lo ideal. Planear un embarazo bajo las condiciones en que vive la gran mayoría de gente en nuestro país, en donde el control sobre los asuntos generales de la sociedad es prácticamente inexistente, en donde todo se limita cada vez más a la emisión de un voto que raramente es respetado, en donde la gente es arrancada del campo y de un día para otro se ve sometida a una vida que requiere más control social, y donde la educación sexual sigue aún ausente, no resulta fácil. Además, en un mundo hecho por hombres, la mujer tiene menos facilidad para acceder a la toma de decisiones. En este contexto, conferir al embrión el estatuto de persona con todos los derechos, sería como colonizar el último rincón del ya tan vapuleado territorio femenino: el cuerpo.
Mientras la ética y las creencias no sean monolíticas, y el individuo siga siendo la unidad básica de la sociedad, el derecho de la mujer para abortar por su propia voluntad debe ser respetado y consagrado por la ley. No hay razones religiosas, científicas, políticas, o de cualquier otra índole que puedan colocarse por encima de la decisión personal de cada mujer. Como lo dice Fernando Savater: “El derecho jurídico de habeas corpus hay que extenderlo a todos los aspectos de la libre disposición por el individuo de su cuerpo, de sus energías, de su búsqueda de placer o conocimiento, de su experimentación consigo mismo (la vida humana no debe ser más que un gran experimento), incluso de su propia destrucción.
En consecuencia, se debe de aceptar que un embrión o un feto sólo sea considerado como un ser humano, como un miembro de la comunidad, en el momento en que la mujer acepte el embarazo y su voluntad sea llevarlo a término. Es decir, cuando ella tome libremente la decisión.
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Referencias Bibliográficas De la Barreda, L. 1991, El delito de aborto, Una careta de buena conciencia, M. A., Porrúa, México. |
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César Carrillo Trueba
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Carrillo Trueba, César. 1992. Decisiones. Ciencias, núm. 27, julio-septiembre, pp. 35-50. [En línea].
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