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R07B04 
Naturalmente
Chad Oliver 
   
   
     
                     

En Berna, Suiza, a muy temprana hora de la mañana, el presidente
se despertó con una regular jaqueca. Llevaba tres semanas sin dormir bien, y la última noche había sido peor que de costumbre. Permaneció en la cama unos minutos, contemplando ceñudo el techo. La situación era muy desagradable; esto no podía negarse. No obstante, el presidente tenía confianza. Seguramente, dada su historia desde el Congreso de Viena de 1815, las perspectivas eran buenas para su país. El presidente esbozó una sonrisa. Sería Suiza, ¡naturalmente!

En Moscú, Rusia, sentado al extremo de una larga mesa, el “Número Uno” escuchaba con intensa atención a sus principales consejeros militares. No le gustaba lo que oía, pero conservaba un rostro inexpresivo. No le placía la posición en que se hallaba, pero no estaba realmente preocupado. No podía haber duda de que el Soviet Supremo sería el elegido. ¡Naturalmente!

En Londres, Inglaterra, el primer ministro salía del 10 de Downing Street con la pipa humeando decididamente. Subió a su coche para ir a Palacio, y enlazó sus fuertes manos. Las cosas podrían ser un tanto azarosas durante algún tiempo, pero el primer ministro no abrigaba el menor desaliento. Inglaterra, con su gloriosa historia, es la única elección posible. ¡Naturalmente!

Al este del lago Victoria, en África, el alto y esbelto jefe-sacerdote de los masai, el Laibon, contemplaba el escuálido ganado pastando en la pradera y sonreía. No había más que un Dios verdadero, Em-Gai, y los pastores masai eran un pueblo digno. ¡Al fin iban a ser corregidos antiguos yerros! Resurgirían los masai. Ellos eran la única elección lógica. ¡Naturalmente…!
Y así, alrededor del mundo.

El caballero rechoncho con gafas sin maquillo y chaqueta cruzada tenía un nombre: Morton Hillford, y un título para acompañarlo: consejero presidencial.En este momento, recorría la sala a grandes zancadas. —¿Dice que ha investigado todas las posibilidades general? ¿Todos los… ¡hum…! ángulos?

El general, de nombre Larsen, tenía un porte erguido y el pelo de un gris metálico, ambas cosas muy útiles cuando se trataba de impresionar a los senadores. Era un general que conocía bien su oficio. Naturalmente, estaba trastornado.

—Han sido exploradas todas las posibilidades de acción, señor Hillford. Todos los ángulos han sido estudiados plenamente.

Morton Hillford dejó de pasear y apuntó al general utilizando el dedo como revólver. Su expresión indicaba claramente que, de haber tenido un gatillo, no hubiese dudado en apretarlo.

—¿Pretende usted decirme que el Ejército de los Estados Unidos es impotente?

El general frunció el ceño. Tosió brevemente.

—Bueno, digamos que el Ejército de los Estados Unidos se haya inerme en este asunto.

—¡No me importan las palabras! ¿Pueden ustedes hacer algo?

—No, no podemos. Y debo indicarle que tampoco pueden la Escuadra, las Fuerzas Aéreas ni los Marines.

—Ni los Carabineros —remendó Morton  Hillford, antes de reanudar su paseo—. ¿Por qué no pueden hacer nada? ¿Acaso no es ese su oficio?
El general Larsen enrojeció.

—Perdón, señor Hillford. Nuestro oficio es, como usted dice, defender este país; y estamos preparados para hacerlo hasta el límite de nuestras fuerzas, sin importarnos la superioridad…

—Olvídelo, Larsen. No pretendía molestarle. Creo que el desayuno no me ha sentado bien esta mañana. Comprendo su posición en este asunto. La cosa es… peliaguda.

—Por lo menos —asintió el general Larsen—. Pero me atrevo a decir que hemos pensado en todo, desde las bombas de hidrógeno a la guerra psicológica. No tenemos absolutamente nada que ofrezca una oportunidad de éxito. Un movimiento hostil por nuestra parte sería suicida. Siento caer en el melodrama, pero los hechos son los hechos. No sería conveniente dejar que el país supiese hasta qué punto estamos en su poder; pero, no obstante, nos tienen por el cuello y no conozco medio de librarnos. Naturalmente, seguiremos probando; pero el presidente debe disponer de los datos auténticos. No podemos hacer nada por el momento.

—Bien, general; aprecio su sinceridad, aunque no tenga nada mas qué ofrecerme. Parece que habremos de esperar con las manos cruzadas y una amplia sonrisa en nuestro rostro colectivo. Pero al presidente no le va a gustar esto, Larsen.

—Tampoco a mi me agrada.
Morton Hillford hizo una pausa, lo bastante larga para mirar por le ventanal a las calles de Washington. Era verano, y el sol había encerrado en casa a la mayoría de la gente, aunque eran visibles algunos coches y helicópteros. No obstante, allí estaban los viejos y familiares edificios y monumentos, y ellos le proporcionaban una cierta sensación de estabilidad, ya que no de seguridad.

—Supongo que tendremos que limitarnos a confiar en su buen juicio —dijo Morton Hillford—. Podría ser peor.
—Mucho peor. La posición de los Estados Unidos en el mundo actual…
Hillford cortó la perorata con un gesto impaciente.
—¡No cabe la menor duda! Pero ese no es nuestro problema. Naturalmente, los Estados Unidos serán los elegidos.
—Naturalmente —se hizo eco el general.
—Y entonces todo estará arreglado, ¿verdad, Larsen?
—¡Naturalmente!
—A pesar de ello, encuéntrenos un arma apropiada, y hágalo en seguida.
—Lo intentaré, señor Hillford.
—Hágalo, general. Eso es todo por hoy.

El general salió, guardándose sus pensamientos.
Morton Hillford, consejero presidencia, reanudó su paseata. Catorce pasos hasta el ventanal, catorce pasos de vuelta. Pausa. Encender un cigarrillo. Catorce pasos hasta el ventanal…

—Naturalmente —dijo en alta voz—; serán los Estados Unidos.
Y su mente añado una posdata: ¡Ojalá fuesen los Estados Unidos!

Hacía tres semanas que la nave había surgido del espacio.

Era una nave de gran tamaño, al menos en relación con los conceptos terrestres. Tenía su cumplida media milla de largo, y era ancha, pulida y brillante, como un pez plateado bien alimentado en los bajíos de un profundo y solitario mar. Apenas hizo nada. Se limitó a quedar suspendida a gran altura sobre el edificio de las Naciones Unidas en Nueva York.

Esperando.

Como un enrome cigarro de pega dispuesto a estallarnos en la cara.

Simultáneamente con su aparición, todos los gobiernos de la Tierra recibieron un mensaje. El mismo para todos. A la nave no le preocupaba mucho la definición de “gobierno”. Se puso en contacto con toda clase de divisiones políticas en ciertos casos, cuando los destinatarios eran analfabetas o carecían de ilustración, el mensaje comunicado oralmente.

Cada mensaje iba en el idioma nativo. Esto bastaba para dar qué pensar a cualquiera. Había infinidad de idiomas en la Tierra, y muchos de ellos carecían de escritura hasta entonces.

En cuanto a las gentes llegadas en la nave, a juzgar por lo visto, eran de aspecto bastante humano.

Una avalancha de conferencias y una actividad frenética se desencadenaron a la aparición de la nave espacial y sus mensajes. En primer lugar, nadie había visto una nave espacial. No obstante, este aspecto de novedad quedó pronto olvidado. La gente la había estando esperando en cierto modo, y tendió a aceptarla filosóficamente, como había aceptado la electricidad, los aviones, los teléfonos y las bombas atómicas. Era muy natural. ¿Qué vendría después?

El mensaje era algo muy distinto.

Las naciones y los Estados Unidos saludaron al navío del espacio con incierta sonrisa. El contacto con otros mundos era emocionante, importante y todo eso, pero planteaba un buen número de incómodos problemas. Es difícil negociar a menos que uno tengo algo qué ofrecer, o a menos que sea lo bastante fuerte para no tener que doblegarse.

¿Y si la nave no era amiga?

Los Estados Unidos hurgaron en su despensa de pertrechos militares e investigaron. Pero no perdieron la cabeza. Nadie alzó el gallo y trató de emplear la bomba de hidrógeno sobre una entidad desconocida. En seguida se dieron cuenta de que tirarle una bomba a la nave podría ser como cazar un tigre con una pistola de mixtos.

Los militares consideraron el problema con sutileza. Probaron con disimulo y estudiaron sus instrumentos.

Los resultados fueron escasamente alentadores.

La nave tenía a su alrededor una especie de campo. A falta de nombre mejor, se le denominó campo de fuerzas. En definitiva, era una pantalla de energía que nada podría traspasar. Resultaba absolutamente inviolable; la última palabra en armaduras.

Si alguien tiene una auténtica coraza a toda prueba y su contario no, a éste no le queda otro camino que la resignación.

Los militares no podrían luchar.

Tras digerir el mensaje, resultó que la situación era muy semejante para los diplomáticos.

La comunicación no contenía amenaza explícita; era sencillamente una afirmación de intenciones. Cuando más, presentaba una cierta vaguedad molesta que hacía difícil imaginar exactamente los propósitos de la nave.

Decía así:

“Por favor, no os alarméis. Somos gente pacífica con una misión de buena voluntad. Nuestra tarea es determinar qué país de entre vosotros posee la cultura más adelantada del planeta. Tendremos que llevarnos a un representante de esa cultura para su estudio. No sufrirá el menor daño. A cambio, procederemos a suministrar a la cultura de que procede cuanto desee, hasta el límite de nuestra capacidad. Os aconsejamos que no intentéis comunicaros con la nave hasta que hayamos anunciado nuestra elección. También os sugerimos evitar cualquier acción hostil. Hemos venido en son de paz y deseamos despedirnos del mismo modo, una vez acabado nuestro trabajo. Gracias por vuestra amabilidad. Nos gusta vuestro planeta”.

Eso era todo.

A primera vista, el mensaje no resultaba demasiado alarmante, a pesar de su falta de precedentes. Pero en seguida surgían las cavilaciones.

Supongamos, pensaron los Estados Unidos, que sea Rusia la elegida.

Supongamos, además, que lo que Rusia más desee sea una arma imbatible para utilizarla contra los Estados Unidos. ¿Qué pasaría entonces? Y supongamos, pensó Rusia, que los elegidos sean los Estados Unidos…

La situación resultaba bastante incómoda.

La hacía mucho peor la completa indefensión de los afectados.

No quedaba sino esperar y ver.

Naturalmente, todos los gobiernos implicados estaban seguros de ser los elegidos. Por eso, los más avispados se dieron cuenta de que, fuese quien fuese el ganador, constituiría una gran sorpresa para los demás.

Y así fue.

Morton Hillford, consejero del presidente, recibió la noticia del jefe de la delegación americana en las Naciones Unidas. El delegado no había querido confirmar a nadie semejante bomba; vino en persona, y a todo correr.

Una vez enterado, Morton Hillford se dejó en el asiento más a mano.

—Eso es ridículo —dijo.
—Lo sé —asintió el delegado. El shock le había remitido ya algo, lo que le permitía seguir en pie.
—No lo creo —añadió Morton Hillford—. Lo siento, Charlie, pero no lo creo.
—Puedes leerlo —dijo el delegado, entregándole el mensaje.
Hillford lo leyó. Su primer impulso fue soltar la carcajada.
—¡Pero… están locos!
—Me parece que no.

Hillford hizo un esfuerzo para ponerse en pie y reanudó su paseo. Sus gafas sin cerquillo iban empañándose con el calor, y se las quitó para limpiarlas.

—Estoy trastornado —dijo finalmente. Blandió el mensaje, casi con furia—. ¡Es un bandazo tan tremendo, Charlie! ¿Estás seguro de que no bromean?
—Lo hacen completamente en serio. Mañana van a exhibir a ese hombre en Nueva York. Después lo expondrán en todas las demás capitales de la Tierra. Y después…
Se encogió de hombros.
Morton Hillford notó un molesto salto en su estómago.
—¿Quieres decírselo tu al patrón, Charlie?
—Ni hablar de eso. Tengo que volver enseguida a la ONU, Mort. Díselo tú.
—¿Yo?
—¿Quién, si no?
Morton Hillford aceptó su cruz con cuanto estoicismo pudo acumular.
—Vamos primero a tomar un trago, Charlie —dijo en tono cansado—. Sólo un traguito…

Las cosas rodaron de tal modo que fueron juntos a decírselo.

El presidente, manos en las caderas, les lanzó un intensa mirada, y pidió ver el mensaje. Se lo enseñaron.

El presidente no era hombre bien parecido, pero sus rasgos no carecían de fuerza. Sus ojos azules y algo fríos tenían un aire alerta e inteligente, y rara vez seguían la pauta de la boca al sonreír.

Pero ahora no sonreía en absoluto.

—Bueno, patrón —inquirió Morton Hillford—. —¿Qué hacemos ahora?

El presidente frunció el ceño.

—Tendremos que afrontar la televisión lo antes posible —dijo, hablando con autoridad—. Hay que decirle algo a la gente. Busca enseguida a Doyle y Blatski… y diles que lo escriban, si pueden con un cierto matiz positivo. No herir su orgullo; indicar que no somos reacios a aprender; decir algo sobre ciencias desconocidas y factores misteriosos… ya sabes. Después, tendremos que elaborar un proyecto para estudiar todo este asunto.

Volvió a consultar el mensaje.

—¡Hum…! Por lo visto van a volver dentro de cien años nuestros para comprobar. ¡Estupendo! Para entonces podremos tener algún argumento en el caso de que quieran jaleo, aunque lo dudo. Compadezco al que esté en el cargo cuando vuelvan. Espero que sea de los de enfrente. Ahora, tenemos que descubrir qué es todo esto.

El delegado en las Naciones Unidas arriesgó una palabra.

—¿Cómo?

El presidente se sentó tras de su mesa y encendió un cigarrillo. Soltó el humo apretando los labios, lentamente. Era una buena pose, y le gustaba. La verdad era que le encantaban los problemas difíciles. Incluso éste. Amaba la acción, y la rutina le aburría.

—Necesitamos un sabio —anuncio—. Y esta vez no es un físico nuclear.

Alguien, que pueda decirnos algo sobre esa gente. La verdad es que necesitamos un experto en cuestiones sociales.

Morton Hillford le previno.

—Que no lo descubran los del Tribune. Te harían tiras.

El presidente se encogió de hombros.

—Guardaremos el secreto. ¡Bien! Como decía, necesitamos un experto social. El problema es, ¿de qué clase?

—No un psicólogo —musitó Morton Hillford—. Al menos, todavía no. Me temo que necesitemos un sociólogo. Si el Tribune llega a enterarse…

—¡Olvídate ahora de los periódicos¡ Esto es importante.

El presidente se puso al trabajo en su teléfono privado.

Hello… ¿Henry? Ha ocurrido algo. Quero que vengas aquí enseguida y que te traigas a un sociólogo. Si, eso es, un sociólogo. ¿Cómo? ¡Sí, ya he pensado en el Tribune! Tráelo por la puerta de atrás.

A su debido tiempo, Henry —que era el secretario de Estado— hizo su aparición. Traía consigo a un sociólogo. El sociólogo tenía un aspecto sorprendentemente normal, y escuchó respetuosamente lo que el presidente tenía que decirle. Se sintió naturalmente, sorprendido al saber la elección de los de la nave, pero se recobró al momento.

El sociólogo era un hombre honrado.

—Lo siento muchísimo, señor presidente —dijo—. Puedo echar mi cuarto a espaldas si lo desea, pero lo que realmente necesita es un antropólogo.
El presidente tamborileó con los dedos sobre su mesa.

—Henry —dijo— consígueme un antropólogo, y date prisa.
Henry se dio prisa.

Cuatro horas más tarde, el antropólogo hizo su aparición en el despacho del presidente. Se llamaba Edgar Vincent. Tenía barba y fumaba un pipa de aspecto exótico. Bueno, esto era algo inevitable.
Las presentaciones fueron rápidas.

—¿Es usted antropólogo? —pregunto el presidente.

—Efectivamente, señor —dijo el Dr. Vincent.

—¡Estupendo! —dijo el presidente. Se echó hacia atrás en su butaca y cruzó las manos.

—Al fin vamos a saber algo.
El doctor Vincent cambió de color.

—Dígame, doctor —siguió el presidente—. ¿Qué sabe usted de los esquimales?

El antropólogo lo miró sorprendido.

—No querrá usted decir…

Para ahorrar tiempo, el presidente le entregó el mensaje que la nave había enviado a las Naciones Unidas.

—Puede leerlo, doctor. Dentro de una hora lo tendrán los periódicos y todo el mundo lo sabrá.

Edgar Vincent dio una chupada a su pipa y leyó el mensaje:

“Os enviamos nuestro agradecimiento y nuestro adiós. El trabajo entre vosotros ha terminado. Tras descubrir que la cultura más avanzada es la de los esquimales de la Tierra de Baffin hemos seleccionado a un miembro de esa cultura para regresar con nosotros, con fines de estudio. Como ya indicamos, tomaremos a nuestro cargo el proveer a su pueblo con todo cuanto desee, en concepto de pago. El representante de la más alta cultura de vuestro planeta será exhibido en todos vuestros centros políticos, a las horas que se indicarán en comunicado aparte, como prueba de que no ha sufrido daño. Volveremos a vuestro mundo dentro de cien años terrestres, y en esa ocasión esperamos poder discutir los mutuos problemas con mayor extensión, Repetimos las gracias por vuestra cortesía. Nos ha gustado vuestro planeta”.

—¿Y bien? —preguntó el presidente.

—Apenas sé qué decir —confesó el antropólogo. Es fantástico.

—Eso ya lo sabemos, doctor. Diga algo.Edgar Vincent encontró una silla y se sentó. Se acariciaba la barba, pensativo.

—En primer lugar —dijo— no soy realmente el hombre que buscan.
Herny lanzó un gruñido.

—¿No es usted antropólogo?

—Sí, sí, desde luego. Pero un antropólogo físico. Ya saben… Huesos, evolución, tipos sanguíneos y todo eso. Me temo que no sea exactamente lo que buscan en este caso.
Levantó la mano, acallando una oleada de protesta.

—Lo que necesitan es un etnólogo o antropólogo social. Y el hombre más indicado es Irvington. Pero tardarán algún tiempo en encontrarlo. Sugiero que le pongan una conferencia. Está en Boston. Entretanto, les serviré lo mejor que pueda. Sé algo de antropología cultural; no estamos tan especializados con todo eso.
Henry salió a poner la conferencia y volvió precipitadamente. Vincent se permitió una leve sonrisa. ¡Hacia tanto tiempo que no veía un auditorio tan atento!

—¿Se le ocurre alguna razón por la que pueda haber sido elegido un esquimal?—,

—preguntó Morton Hillford.

—Francamente, no.

—¿Una civilización secreta? —sugirió el delegado de las Naciones Unidas—. ¿Una tribu perdida o algo semejante?
Vincent soltó un bufido.

—Es absurdo —dijo. Y añadió cortésmente—: Señor…

—Escúcheme —dijo el presidente—. Sabemos que viven en igloos. Puede partir de ahí.
Vincent sonrió.

—Me temo que ni siquiera eso sea exacto. Perdóneme, señor, pero los esquimales no viven en igloos, o al menos no la mayor parte del tiempo. Viven en tiendas de pieles en verano y en casa de piedra y tierra a principio del invierno.

—Dejemos eso —dijo el presidente— No tiene importancia.
Vincent dio una chupada a su pipa.

—¿Cómo sabe que no la tiene?

—¿Cómo…? Sí… es verdad. Comprendo lo que quiere decir.
El presidente no tenía pelo de tonto apenas era culpa suya si no sabía una palabra de los esquimales, ¿Quién la sabía?

—Ahí está el problema, como empieza usted a comprender, señor —dijo Vincent.

—Pero, vamos a ver —apostilló Morton Hillford—. No pretendo menospreciar el campo de sus conocimientos, doctor, ¡pero está claro que los esquimales no son la más avanzada civilización de este planeta! Tenemos una técnica cientos de años más avanzada que la suya, una ciencia que no pueden ni sospechar, una Declaración de derechos, un sistema político producto de experiencia secular… ¡miles de cosas! ¡Los esquimales… no son ni comparables!

Vincent se encogió de hombros.

—Para usted no —corrigió—. Pero no es usted quien valora.
Morton Hillford insistió.

—Supongamos que fuese usted quien hace la elección, doctor. ¿Elegiría usted a un esquimal?

—No —admitió el antropólogo—. Probablemente, no. Pero yo lo veo desde unos valores aproximadamente iguales a los suyos. Soy también americano.

—Creo que comprendo el problema— dijo lentamente el presidente—. La gente de esa nave está mucho más adelantada que nosotros. Debe estarlo… o no tendrían la nave. Por lo tanto, sus patrones no son los nuestros. No puntúan como lo haríamos nosotros. ¿Es así, doctor?
Vincent asintió.

—Es poco más o menos, lo que yo diría. Me parece lógico. Quizá nuestra cultura ha descuidado algo importante… algo que sobrepasa a todos los grandes edificios, la producción en masa, el voto y todo lo demás. ¿Cómo saberlo?

El presidente tamborileó sobre la mesa.

—Considerémoslo desde ese punto de vista —sugirió—. ¿Pudiera tratarse de que los valores espirituales son más importantes que el progreso técnico… o algo así?

Vincent meditó.

—No lo creo —dijo finalmente—. Puede ser algo parecido; pero entonces, ¿por qué elegir a los esquimales? Hay muchos pueblos inferiores a ellos en el sentido técnico… Los esquimales son gente muy hábil. Han inventado cosas… anteojos para la nieve, sistemas de caza, complicadas cabezas de arpón… No creo que podamos prescindir de la técnica; la cosa no es tan simple. Y en cuanto a los valores espirituales, suelen ser de difícil manejo. En principio, yo no diría que los esquimales tuviesen más que otros pueblos, e incluso es posible que tengan menos. Piensen en La India, por ejemplo… Es un pueblo que ha puesto realmente en práctica la religión. Creo que la orientación es adecuada, pero todavía no hemos llegado al buen camino.

El delegado en las Naciones Unidas se enjugó la frente.

—¿Entonces que es lo que tienen los esquimales?

—A esto sólo puedo dar una respuesta —dijo Vincent—; al menos, sólo una respuesta honrada: no lo sé. Tendrá que esperar por Irvington, y sospecho que se quedará tan sorprendido como cualquiera. No tengo la menor idea de por qué tenían que ser los esquimales los elegidos entre todos los pueblos de la Tierra. Habrá que descubrirlo… y eso significa que tendremos que saber mucho más que hasta ahora sobre cada grupo de personas que habitan este planeta.

—Más dinero… —suspiró el presidente, un tanto malhumorado—. Doctor, ¿no puede indicarnos algo para ir tirando, aunque sea de modo provisión? Dentro de una hora tengo una reunión con el gabinete, y he de asistir y decir algo. Después habrá un discurso en la televisión, y los periódicos, y los diplomáticos extranjeros, y el Congreso, y Dios sabe qué más. La cosa no será tan divertida dentro de un par de años. ¿Tiene alguna idea, doctor?

Vincent hizo cuanto podía.

—Los esquimales han conseguido una notable adecuación a su medio dentro su nivel técnico

—dijo lentamente—. A menudo se les pone como ejemplo en este aspecto. Recuerdo haber oído a un antropólogo que no tenían un vocablo para designar la guerra, ni tampoco podían concebirla. Esto pudiera serle útil, para empezar. Por lo demás, tendrá que hablar con Irvington. Estoy fuera de mi elemento.

—Muchas gracias, doctor Vincent. Agradezco su ayuda. Y ahora, vamos todos a tomar una copa.

Pasaron a otra sala, hablando como descosidos, a fin de prepararse para la próxima reunión del gabinete. Morton Hillford fue el último en abandonar el despacho del presidente.

—Esquimales —dijo tristemente, moviendo la cabeza—. ¡Esquimales!

A la mañana siguiente, de estricto acuerdo con lo fijado, una pequeña navecilla se destacó del enrome navío espacial que se cernía a gran altura sobre el edificio neoyorkino de las Naciones Unidas.

Para los millones de espectadores, en persona o a través de la televisión, fue difícil evitar la impresión de que un cigarrillo surgía de un gran puro plateado.

La pequeña nave aterrizó, con la dulzura de una hoja en otoño, en espacio despejado al efecto. La rodeó una pequeña esfera de fuerza, reluciente al sol mañanero. Se abrió una puerta circular y comenzó la exhibición.

Fue la sencillez misma.

Dos hombres altos y de agradable aspecto salieron de la nave, permaneciendo dentro de la coraza de energía. Sus vestimentas eran originales, pero más bien conservadoras. Se inclinaron hacia la puerta y pareció que hablaban con alguien. Un poco a regañadientes, el esquimal salió a reunirse con ellos. Llevaba ropa nueva y parecía incómodo. Era bajo, algo rechoncho, e iba despeinado.

Contempló Nueva York con franco asombro.

A una leve indicación de los dos hombres, saludó sonriente a la multitud que se había reunido para contemplarlo. Permaneció de pie, sonriendo, durante un par de minutos, y otra vez fue escoltado hasta la nave.

Esta flotó sin ruido en el aire e hizo una curva para ir a reunirse con el gran navío.

Eso fue todo.

La exhibición había terminado.

Exactamente igual se repitió en todas partes.

En Berna. Suiza.

En Moscú, Rusia.

En Londres, Inglaterra.

En el país de los masai, África Oriental.

En China, Suecia, Australia, México, Finlandia, Brasil, Samoa, Turquía, Grecia, Japón, Tíbet…
Por todo el mundo.

Y, claro está, a dondequiera que fue la nave suscitó cuestiones altamente desazonantes. Naturalmente, cada gobierno sabía que se había cometido un error.

Pero, con todo…

Tan súbitamente como había llegado, desapareció el gran navío del espacio. Sus reactores flamearon con la llama atómica, se difuminaron sus contornos, y retornó como un relámpago al oscuro mar del que había salido.

Se dirigía a Procyon, distante once años luz, para comprobar los resultados de un experimento anterior que había tenido lugar aproximadamente hacía un siglo.
El esquimal vagaba por la nave, mordisqueando un pescado y tratando de imaginarse lo que ocurría.

Dos hombres le vigilaban, divertidos, pero no impresionados.

—Bueno; al menos— observó el primero —su pueblo tendrá focas a montones de aquí en adelante.

—Es cierto —asintió el segundo—. Y podemos dejarlo en Armique. Allí estará como en casa, y no lo pasará mal.

—Ya es hora de que nos ocupemos de la Tierra —dijo el primero—. Ese planeta está resultando la oveja negra de nuestro sector.

—Saldrá adelante, no te preocupes. Ya empiezan a hacer algún progreso.

El esquimal eligió otro pescado de su cubo y miró a los dos hombres sin interés.

—La que se habrá armando cuando lo elegimos. Parece buen chico pero algo primitivo, el hombre…

—Amigo mío, un poco de estímulo no hace mal a nadie. Cuando dejen de romperse la cabeza con lo de este esquimal tendrán ya una auténtica ciencia.

El primer hombre bostezó y se estiró.

—Cuando volvamos dentro de cien años, ya sabes a quiénes encontraremos con una cultura bastante avanzada para poder ofrecerles un lugar en la Civilización.

El otro afirmó con la cabeza.

—Naturalmente, —dijo; y sonrió.

El esquimal se sirvió otro pescado del cubo y fue a asomarse a la ventanilla.

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