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Predecir el clima es una cosa, predecirlo correctamente es otra | ||||
Pedro Miramontes Vidal
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Edward Lorenz es profesor de meteorología en el prestigiado Instituto de Tecnología de Massachusetts. La suya es una profesión de presiones y burlas. La navegación marítima, el tráfico aéreo, la agricultura y muchas actividades de gran importancia económica en las sociedades modernas, en buena medida dependen de la confianza que se pueda tener en los reportes del clima. Y eso genera presiones intensas para que los meteorólogos predigan y lo hagan bien.
En su excelente libro The Essence of Chaos, cuenta Lorenz que uno de sus sueños más anhelados es que alguien (de preferencia un periodista) le pregunte:
—¿Por qué no hacen ustedes mejores previsiones del clima?
Para poder responderle
—¿Y por qué deberíamos hacerlas? Es más, ¿por qué tendríamos que albergar esperanzas con respecto a la posibilidad de prever, aunque fuera parcialmente, el futuro?
La humanidad lo ha hecho desde tiempos lejanos: Delfos, Dodona, Tebas, Delos, son unos cuantos de los santuarios otrora dedicados a otear el porvenir. Los oráculos eran parte importante de la vida cotidiana, y consulta obligada ante sucesos extraordinarios. Reyes y gobernantes helénicos comparecían ante la Pitoni sa de Delfos; los emperadores romanos lo hacían ante Fortuna Primigenia, en lo que ahora es la ciudad italiana de Palestrina.
No es necesario retroceder tanto en el pasado. Hace unos pocos años, durante el paso de Ronald Reagan por la presidencia de Estados Unidos, en la Casa Blanca había una astróloga de planta; en tiempos recientes, en México, tanto policías como ladrones (que suelen ser los mismos) han sido clientes asiduos de La Paca o de sus colegas.
El notable profeta hebreo Jeremías sostenía que no hablaba por sí mismo, sino que era vehículo de una fuerza divina, y —muy acorde con la tradición judía— se especializó en predecir calamidades y desgracias como castigo por el desapego de su pueblo a los mandatos de Jehová.
Casandra también obtuvo el don de la profecía directamente de un dios. Fue Apolo quien, a cambio de la promesa de obtener sus favores amorosos, le otorgó la facultad de mirar en el futuro. Una vez que la tuvo, se negó a cumplir su parte del trato y Apolo se vengó condenándola a que sus predicciones —infortunios, por lo general— nunca fueran creídas.
Artemidoro Daldiano escribió en el siglo II de nuestra era un tratado de clarividencia a través del onirismo; su oneirocritica (el tratado de los sueños) allanó el camino para que en el siglo xx otro adivinador genial, Sigmund Freud, nos embelesara con sus tratados modernos de vaticinio.
Después de un matrimonio afortunado con una viuda rica, Mahoma pudo dedicarse a la cavilación contemplativa, y a los 40 años de edad fue objeto de la revelación divina por medio de una aparición del arcángel Gabriel. Sus profecías eran en buena parte preceptos morales y estaban dirigidas a proporcionar los fundamentos éticos de una religión que hoy transita por su edad media.
En el siglo xvi Nostradamus sentó las bases de la profecía como oficio moderno, al emitir designios que si se cumplían eran aclamados; de lo contrario, se alegaba que “estaban aún por venir”. Tiempo después, Guiseppe Cagliostro ganó el favor de la nobleza francesa por su ingenio de mago, profeta y vidente, virtudes que no le fueron suficientes para predecir la muerte en la guillotina de sus clientes.
Pero quizá el designio que ha tenido la más grande influencia en la cultura occidental y que ha cambiado radicalmente la vida de una mayor cantidad de gente es el referido al día del Juicio Final. La religión cristiana enseña que en esa fecha ocurrirá el segundo advenimiento de Jesucristo. Será el último de nuestro mundo; Dios juzgará a sus enemigos, los muertos resucitarán, cada alma será ponderada, los justos serán separados de los malvados y la furia de un Dios Padre colérico e iracundo caerá sobre ellos.1
¿Para cuándo se vaticina ese día? Ésta es una de las preguntas más interesantes en la historia de la cristiandad. Según el Libro de las Revelaciones2, la fecha fatal vendrá exactamente siete mil años después de la creación del mundo pues, afirman, Dios fabricó al mundo en seis días y descansó el séptimo. Y dado que su tiempo no es el nuestro “No ignoréis esto que os digo: que un día es para el Señor como mil años y que mil años son su día” (Pedro 3:8).
El fin del mundo ocurrirá a la medianoche del último día de una semana de Dios, siete mil años nuestros. Esto implica que para conocer con precisión la fecha del fin del mundo, lo único que se necesita es saber cuándo exactamente fue el principio3 y sumarle siete milenios.
Esta tarea ha sido y seguirá siendo emprendida por mucha gente: Sexto Julio Africano (180-250) anunció que el cataclismo sería en el año 500 de nuestra era. Como resulta evidente, le fallaron las cuentas y su revés estimuló a otros a probar suerte. Entre ese cúmulo destaca el monje francés Radulfo Glaber, quien determinó que la fecha fatídica sin lugar a dudas era el año 1000. A diferencia del Africano, Glaber estuvo vivo para soportar la vergüenza de su fracaso, que no fue lo suficientemente grande para inhibirlo e impedir que lo intentase de nuevo. Esta vez alegó que el verdadero fin del mundo vendría en el 1033, el milenio de la pasión de Cristo. Sus fiascos tuvieron como feliz e involuntaria consecuencia el incremento del patrimonio artístico de la humanidad, pues los fieles —agradecidos de no haber sido testigos del día del Juicio Final— se dieron a la explosiva construcción de iglesias góticas por toda Europa.
Tiempo después, el arzobispo anglicano primado de Irlanda4, monseñor James Ussher (1561-1656), anunció con absoluta precisión el momento exacto de la creación: las 12:00 horas del 23 de octubre del 4004 antes de Cristo, ni un minuto más ni un minuto menos. Si le sumamos siete mil años a esta fecha para saber cuándo este mundo pecador dejará de existir, ¡resulta que la catástrofe ocurrió el 23 de octubre de 1997 y no nos dimos cuenta!
La primera plana del diario La Jornada del 24 de octubre consigna en sus titulares: Caída de 4.5% en la Bolsa, el peso retrocede. ¿Será que Dios usó el índice de valores de la Bolsa como balanza para separar justos de pecadores?
Predecir o no predecir...
Augures, adivinos, profetas, quirománticos, teólogos, políticos y todo un ejército de profesionales de la adivinación han extasiado a la humanidad durante siglos, y por lo que se ve ninguno ha acertado en sus vaticinios. ¿Por qué diablos los meteorólogos lo han de hacer?
—“Porque son científicos y la ciencia predice” —responderían a coro positivistas, empiricistas, estadísticos y seguidores del Círculo de Viena.
—“Nada de eso” —exclamaría Karl Popper (1902-1994), filósofo inglés que se inscribió en la escuela del indeterminismo metafísico. —“Pensar que si se tiene el suficiente conocimiento de la física y de la química, usted podría predecir lo que Mozart escribiría mañana, es una hipótesis ridícula.”
—“Predecir no es explicar...”, terciaría René Thom.
¿Quién tiene la razón? A mi juicio, la discusión sobre el posible papel predictivo de la ciencia es estéril. En todo caso, primero habría que alcanzar un acuerdo sobre qué quiere decir exactamente “predecir”. El determinismo es un concepto importante por la relación que guarda con la noción de predictibilidad. La Enciclopedia Británica define claramente: “Determinismo. Teoría de que todos los eventos, incluyendo las elecciones morales, son totalmente determinados por causas preexistentes. Esta teoría afirma que el universo es completamente racional, puesto que el conocimiento total de una situación dada asegura el conocimiento inequívoco de su futuro.”
Si un esquema es predecible, entonces tiene que ser necesariamente determinístico, mientras que lo contrario no es cierto. Diversos autores hacen la distinción entre lo que es la predicción y la predicción estadística. En este ensayo concibo a la primera en el sentido del determinismo laplaciano y no voy a referirme a la segunda (para mí, la afirmación: “la probabilidad de que en el próximo volado caiga águila es del 50 por ciento”, definitivamente, no predice cosa alguna).
Coincido con la frase de Thom. Desde mi punto de vista, el papel principal de la ciencia es explicar. Si su tarea fuese predecir estaría en un grave aprieto, pues parece ser que los sistemas de la naturaleza que constan de varios elementos interactuantes entre sí de manera no lineal son intrínsecamente impredecibles. Para elaborar esta afirmación tendremos que revisar algunos conceptos clásicos y presentar al protagonista de este ensayo: el Caos.
Caos ¿de dónde viene la palabra?
En 1580 nació Jan Baptista van Helmont en Bruselas, ciudad que en ese entonces formaba parte de los Países Bajos españoles. Van Helmont descubrió que existen otros gases además del aire, y demostró que los vapores emitidos por combustión de carbón eran los mismos que se producían al fermentar el jugo de las uvas (bióxido de carbono). Fue él quien inventó la palabra “gas” a partir de la voz griega χαοσ(caos).
¿Por qué eligió ese término y no otro? Van Helmont era individuo cultivado y con buena educación5, y aprovechó un vocablo griego cuyos varios significados se pueden asociar con las propiedades de un gas.
Si nos ubicamos en una época en la que posiblemente era un poco difícil concebir la existencia de algo que no se pudiese ver o tocar, podremos comprender porqué la elección cayó sobre un término que, entre sus múltiples acepciones6, tiene las siguientes: primer estado del universo; materia amorfa; extensión o envergadura del universo; abismo inferior; oscuridad infinita, y oquedad o abismo muy vasto7. Para los antiguos griegos el abismo aludido es el Tártaro, el inframundo, aún más bajo que el Hades, en donde pululaban las almas de los difuntos.
El sentido moderno que tiene la palabra caos —como sinónimo de desconcierto, confusión, embrollo, lío, etcétera— fue forjado por Publio Ovidio Nasón (43 ac-17 dC) en sus Metamorfosis, un enorme poema en versos hexámetros que es una colección de mitos y leyendas. Las historias se desenvuelven en orden cronológico; la primera y la última se refieren a la creación del orden a partir del caos. La primera metamorfosis es la transición de un universo amorfo y desordenado a uno ordenado: el Cosmos8. La última metamorfosis, la culminante, es la muerte y deificación de Julio César; la transformación del caos de las guerras civiles romanas en una paz brillante y magnífica: la paz augusta.
Los antecedentes
Galileo sentó las bases de la ciencia moderna al matematizar algunos fenómenos de la mecánica; él es uno de los “gigantes” en los cuales se apoyó Newton para concebir y producir su obra magnífica, tanto que una vez complementada por pensadores de la talla de los Bernoulli, Laguerre y Laplace, nos heredó una visión de un universo completamente racional y en el que, cual mecanismo de relojería, el conocimiento de la reglas de funcionamiento y de las condiciones en un instante dado, nos garantizan el conocimiento inequívoco de todo el futuro.
La teoría newtoniana se ganó el respeto y la admiración de todos cuando Halley, en 1705, pudo predecir con gran exactitud el retorno del cometa que ahora lleva su nombre. La posibilidad de predecir los eventos futuros generó un gran entusiasmo que fue formulado por Pierre Simon, Marqués de Laplace (1749-1827)9 y que coincide conceptualmente con el bello canto del poeta persa Omar Jayam (1048-1131) refiriéndose al Creador: “Y la primera mañana de la creación escribió lo que se leería en la cuenta final del último día”.
Curiosamente, también fue Laplace uno de los fundadores de la teoría de las probabilidades, aunque el azar para él era una medida del desconocimiento o ignorancia humana de las condiciones de un sistema. A partir del tiempo de Laplace, los fenómenos naturales que cambian al transcurrir el tiempo se encajonaban en dos clases: los llamados sistemas determinísticos —cuyo estado presente determina de manera unívoca y predecible su estado futuro— y los aleatorios, en los cuales el estado futuro puede ser cualquiera y no se puede predecir sino a la luz de una distribución de probabilidad.
Hasta tiempos recientes, esta dicotomía ha sido guía de trabajo de la gran mayoría de los científicos; el escenario estaba perfectamente claro: los fenómenos son determinísticos y, en ese caso, predecibles; la única barrera para conocer el futuro es nuestro grado de conocimiento (o ignorancia) de las condiciones iniciales y de las ecuaciones dinámicas del sistema. O bien, son azarosos y tenemos que conformarnos con conocer sus propiedades probabilísticas y renunciar al sueño de la predicción.
En pocas palabras: un universo como maquinaria perfecta de relojería, como una película en la cual aunque no hayamos visto los cuadros futuros ya están ahí, esperando que llegue el momento de ser proyectados. O un universo en el que Dios decide todos los detalles y, por lo tanto, es inaccesible al conocimiento humano, dado que Dios es una metapresencia, y entonces para los humanos el transcurso de la historia es ciego y azaroso.
Newton resolvió el problema de dos cuerpos afectándose mutuamente debido a su atracción gravitacional: cada uno de ellos viaja en una órbita elíptica en torno al centro de masa común, y el comportamiento es periódico y predecible por siempre. De esta manera se podría concluir que la Tierra girará alrededor del Sol por los siglos de los siglos y que este sistema es completamente estable. Sin embargo, el problema es que la Tierra y el Sol no son los únicos cuerpos del sistema solar, pues se hallan acompañados de otros planetas con sus respectivas lunas.
Una serie de notables matemáticos —vale la pena mencionar a Félix Delaunay (1845-1896)— se dieron a la tarea de avanzar un escalón más, resolviendo el problema de tres cuerpos; para estimular estos esfuerzos, en 1887 el rey de Suecia ofreció un premio de 2 mil 500 coronas a quien demostrase que el sistema solar es estable.
Henri Poincaré se llevó el premio con su trabajo Acerca del problema de los tres cuerpos y de las ecuaciones de la dinámica. En el camino no sólo desarrolló técnicas matemáticas muy poderosas —la teoría de las expansiones asintóticas y el estudio de ecuaciones diferenciales con singularidades–, sino que inventó la topología, una nueva rama de la matemática que la revolucionó por completo. Sin embargo, su solución sólo es parcialmente correcta.
Poincaré trabajó el modelo reducido de Hill. En este modelo se supone que el tercer cuerpo es demasiado pequeño con respecto a los otros dos, y que su existencia no los afecta (pero la de ellos sí afecta al pequeño). Bajo estas premisas, ya sabemos que los dos cuerpos grandes se moverán en órbitas elípticas y, por lo tanto, su movimiento es periódico (ver recuadro página opuesta) y, por ende, estable y predecible.
Poincaré se esforzó por demostrar que el movimiento del cuerpo pequeño era también periódico, pero lo que encontró lo llenó de asombro: “...Se queda uno tan pasmado ante la complejidad de esta figura, que ni siquiera intentaré dibujarla...”10
El tercer cuerpo seguía una trayectoria aperiódica, irregular e impredecible, pese a estar sujeta a leyes determinísticas. El pasmo no era para menos: Poincaré se encontró de frente con un comportamiento dinámico que desafiaba todo lo que los matemáticos y físicos habían creído hasta ese momento; algo que parecía una criatura mitológica, una mezcla inconcebible de orden con desorden, de determinismo con aleatoriedad, de armonía y confusión. Ese monstruo se llama Caos, y aunque Poincaré lo tuvo en sus manos, no pudo identificarlo cabalmente ni aprovechar todas sus consecuencias científicas y filosóficas. Era un descubrimiento prematuro para su tiempo; por eso Poincaré no pudo —pese a ser un gran filósofo de la ciencia— evaluar su magnitud. No obstante, se dio perfecta cuenta de que la mecánica clásica ya no sería la misma: “...Sucede que pequeñas diferencias en los estados iniciales producen diferencias enormes en el estado final. Un pequeño error en los primeros se traduce en un error enorme en el último. La predicción se vuelve imposible, y entonces decimos que tenemos un fenómeno azaroso.”
El mérito de Poincaré es indiscutible; con la invención de la topología abrió un camino alternativo ante el desarrollo exclusivamente analítico del estudio de los sistemas dinámicos que había impulsado Laplace, y devolvió la mecánica a su cuna: la geometría. No estaría de más que los topólogos contemporáneos recordasen que su disciplina —considerada entre las más abstractas— nació de la física.
El trabajo de Poincaré fue continuado por una gran serie de luminarias. Desgraciadamente sería imposible contar aquí la historia con detalle. Reconociendo que faltan más que los que están, quiero mencionar al menos a Birkoff, Kolmogorov, Sinaí, Arnold y Smale.
El mismo Lorenz
En 1963 apareció un artículo titulado “Deterministic Nonperiodic Flow” en The Journal of Atmospheric Sciences, firmado por Edward Lorenz. Hace 35 años éste tuvo la misma visión que Poincaré, pero él sí se percató de la magnitud de su (re)descubrimiento. Veamos algo del resumen del artículo: “...Estados iniciales pueden dar lugar a estados que difieren considerablemente... Todas las soluciones encontradas son inestables y casi todas son aperiódicas... La viabilidad de la predicción climática a largo plazo se discute a la luz de estos resultados.”
¿De qué soluciones está hablando? Lorenz describió un sistema de tres ecuaciones diferenciales de primer orden, ordinarias, acopladas y no-lineales, para modelar la convección térmica en la atmósfera. El análisis del sistema lineal asociado en las vecindades de los puntos críticos11 no le proporcionó ningún resultado interesante, pero una vez que puso a su computadora a calcular una solución numérica usando valores cercanos a un punto que el análisis lineal clasificaba como inestable, obtuvo resultados sorprendentes.
¡Dos corridas del mismo programa, con los mismos parámetros le daban soluciones distintas!
¿El fin del determinismo? ¡No! ¡Una nueva faceta del determinismo!
Descubrió que las dos corridas mencionadas del mismo programa diferían en el número de dígitos decimales en el estado inicial de una variable.
Según James Gleick12, “de repente se dio cuenta de lo que había sucedido. No había errores en las cifras que había escrito. En la memoria de la computadora se había guardado la cifra 0.506127 y Lorenz, al día siguiente, para ahorrar tiempo escribió 0.506. Lorenz pensó que la diferencia —una parte en diez mil— no tendría consecuencias”.
Lorenz había descubierto el llamado efecto mariposa: una pequeñísima perturbación —el aleteo de una mariposa en el Amazonas— podría desencadenar un efecto mayúsculo —un tornado en Texas. Este efecto es el que menciona en el resumen de su artículo, y es lo que ahora se conoce técnicamente como la sensibilidad de un sistema a sus condiciones iniciales.
Esta es una de las características más interesantes del caos; una causa pequeña puede producir efectos enormes; las fluctuaciones se amplifican de manera que el resultado de una perturbación no guarda proporción con la magnitud de ella. ¡Esta es la esencia misma de la no linealidad!
Imaginemos ahora que un movimiento insignificante del aire modificó en décimas de milímetro el vuelo de una abeja en el pleistoceno temprano; que gracias a eso la abeja no se vio atrapada en una tela de araña y sobrevivió para fecundar una flor. Que la flor dio lugar a un fruto y que éste cayó del árbol justo en el momento que un homínido pasaba; éste lo tomó y se lo ofreció a una homínida que pasaba; ella se sintió obligada a agradecerle de alguna forma y si no hubiera sido por ello, la humanidad no se hubiera originado jamás. Si la abeja hubiera muerto, la humanidad no existiría... ¡Caray!
Este cuento ilustra las nociones de amplificación de las fluctuaciones y de la sensibilidad ante condiciones iniciales, pero no debe tomarse demasiado a la letra; la humanidad hubiera surgido de cualquier modo. Esto se debe a que el caos no es únicamente la sensibilidad ante las condiciones iniciales. Los sistemas caóticos tienen otro rasgo importante que, por falta de espacio, no nos será posible explorar aquí: la existencia de atractores extraños. Con esta noción se entiende por qué los sistemas dinámicos son robustos ante contingencias históricas.
Resumamos. Lorenz encontró que un sistema determinístico puede producir resultados aperiódicos e impredecibles, esa paradoja que relaciona dos comportamientos considerados hasta ese momento como incompatibles: determinismo y azar, se llama ahora Caos determinístico. Antes se pensaba que el azar surgía como resultado de nuestra ignorancia acerca de la totalidad de causas que se involucran en la evolución de un sistema; en pocas palabras, que el mundo era impredecible por ser complicado.
Recientemente se ha descubierto una serie de sistemas que se comportan de manera impredecible, pese a que las causas que los gobiernan son completamente conocidas, y a que son relativamente simples. Tales sistemas tiene en común la no linealidad y exhiben sensibilidad en las condiciones iniciales.
Por ser más complicados que sus contrapartes lineales, los sistemas no lineales habían sido poco estudiados; por lo tanto, la ubicuidad del caos no se había detectado. En su candor, los físicos estaban convencidos de que la predictibilidad era una consecuencia natural de una estructura teórica correctamente establecida, que dadas las ecuaciones de un sistema, únicamente restaría hacer las cuentas para saber cómo se va a comportar.
La historia reciente
En el medio matemático se atribuye a T.Y. Li y J.A. Yorke la acuñación del término caos para referirse al comportamiento determínistico, pero irregular y aperiódico. En su celebrado artículo “Period Three Implies Chaos” publicado en 1975, en el American Mathematical Monthly, demostraron que si un mapeo continuo de un intervalo a la recta real tiene un punto de periodo tres, entonces ese mapeo exhibe comportamiento caótico. A su vez, Yorke opina que R. May y G. Oster fueron “…los primeros en comprender cabalmente la dinámica caótica de una función de un intervalo en sí mismo”.
Es posible que Yorke haya acuñado el término, pero el primer artículo en donde yo pude encontrar en su título la palabra caos fue en el de R. May: “Biological Populations with Nonoverlapping Generations: Stable Points, Stable Cycles and Chaos”, publicado en 1974 en Science, que antecede al de Li y Yorke en un año. La afirmación de Yorke acerca de la primicia en comprender la dinámica de los mapeos unidimensionales es llanamente falsa: en 1964, el matemático soviético A.N. Sharkovsky publicó en la revista ucraniana de matemáticas Ukrainskii Matematicheskii Zhurnal un artículo llamado “Coexistencia de ciclos de un mapeo continuo de la línea en sí misma”, en el cual presenta de manera rigurosa y perfectamente bien fundamentada lo que May y Oster tardaron una década en comprender (Robert May reconoce que desconocía el trabajo de Sharkovsky). De paso, se debe mencionar que el resultado de Li y Yorke es un caso muy particular del teorema de Sharkovsky.
En 1982, el académico Sharkovsky y yo paseábamos por las ruinas de Xochicalco; yo intentaba explicarle lo que significaba Quetzalcóatl y él me miraba condescendientemente y me decía que ya lo sabía, que en Europa también había dragones. Temas recurrentes durante el paseo fueron la injusticia que Sharkovsky sentía por la apropiación de Yorke del crédito que a él le correspondía, y su disgusto con Guillermo Gómez —de la Facultad de Ciencias de la unam— por haberlo hecho trabajar demasiado sin respetar su edad venerable durante esa misma visita a México.
Conclusiones
El caos ya es un concepto que ha ganado su legitimidad en la ciencia. Resulta imposible hacer una lista de quienes han contribuido a su fundamentación teórica y a sus aplicaciones en las más diversas áreas del conocimiento. El caos ya existe como especialidad científica por derecho propio, y la mayoría de las universidades e institutos de investigación científica del mundo han abierto centros o departamentos de las disciplinas que explotan y desarrollan el concepto de caos: la dinámica no-lineal y la teoría de los sistemas complejos.
El avance de las ideas asociadas con el caos no ha sido fácil: en sus inicios se topó con la resistencia frontal de los científicos del establishment; aún hoy existe oposición y escepticismo en ciertos grupos conservadores a aceptar la ubicuidad de los comportamientos no-lineales en la naturaleza, y al caos como su consecuencia genérica.
También es preciso reconocer que ha surgido toda clase de charlatanes quienes han encontrado en este lenguaje novedoso una fuente inagotable de ideas para nutrir modas tipo new age, ecomísticas y esotéricas. Esto no debe constituir una fuente de preocupación: no hay revolución científica que no le resulte atractiva a multitud de oportunistas que intentan justificar sus ideas apoyándose en su muy particular interpretación de leyes naturales o hipótesis científicas. Recordemos el uso indebido, y muchas veces criminal, que ha tenido la teoría de evolución por selección natural por parte de eugenésicos, políticos y, más recientemente, algunos sociobiólogos y psicodarwinistas.
Hay definiciones formales del caos y los conceptos que se derivan de él. El lector interesado puede consultar algún texto de sistemas dinámicos13, pero creo que toda teoría científica requiere sus metáforas propias y que, gracias a éstas, cualquier persona podrá darse una idea de la teoría más complicada. En el caso de la teoría del caos, les propongo la de Germinal Cocho, del Instituto de Física de la unam: “El caos es un desmadre armónico”.
Esta caracterización me es particularmente grata, no sólo porque Germi es mi maestro —y lo ha sido de generaciones de matemáticos, físicos y biólogos en México—, sino porque es la más fácil de ver. Recuerde usted la mejor fiesta que haya tenido en su vida; la más divertida, en la que más ha gozado; una fiesta en la que se haya bailado y cantado hasta el cansancio. Yo le puedo apostar lo que quiera que no fue una fiesta en la que alguien pretendió que fuera completamente ordenada: todo el mundo bailando ordenada y disciplinadamente “la Macarena” o alguna canción de Bronco en perfecta formación, o cantando partitura en mano bajo la dirección de un espontáneo director de coro. Tampoco fue una fiesta en la cual cada quien, de manera individual, estuvo cantando y bailando simultáneamente canciones y ritmos distintos. Seguramente fue un guateque con la dosis precisa de coherencia y despapaye para hacerla memorable y divertida; es decir, caótica.
Karl Popper murió sin comprender —pese a que se jactaba, sin fundamento, de ser su descubridor— lo que es el caos. Si hubiera tenido tiempo para hacerlo, probablemente nunca hubiera afirmado lo que yo cité antes; ahora sabemos que el perfecto conocimiento de las leyes de la física y la química no garantizan el poder de predecir. De hecho, sistemas físicos tan simples como un péndulo en el cual la masa se sustituye por un doble brazo con capacidad de giro, para los cuales se conocen perfectamente sus leyes, son igual o más impredecibles que una ruleta. También da muerte al indeterminismo metafísico y al determinismo laplaciano: el caos determínistico es una síntesis dialéctica de ellos.
Para poder hacer predicciones en un sistema caótico sería necesario conocer con infinita precisión las condiciones iniciales de un sistema; es imposible, pues implica una cantidad infinita de información. Esto nos obliga a modificar la idea que tenemos acerca de la definición misma de ciencia, pues una de las premisas más aceptadas de lo que constituye el trabajo científico es que el resultado de un experimento sea reproducible. Ello no es posible en sistemas caóticos. La idea de la reproducibilidad como condición para que algo sea científico o no, tendrá que modificarse; será necesaria una etapa de reflexión y asimilación de todas las consecuencias que trae consigo el concepto de caos. Posiblemente será necesario rescatar las definiciones de ciencia que no la hacen depender del trabajo experimental; habrá que releer las propuestas de P.K. Feyerabend, cuando sugiere una ciencia sin experiencia. No lo sé, pero las cosas tendrán que cambiar.
Sin embargo, los meteorólogos no tienen por qué abandonar su trabajo. Dado que es posible conocer con precisión limitada las condiciones iniciales, también lo es hacer predicciones limitadas del futuro de un sistema. Se habla, entonces, del horizonte de predictibilidad de algún fenómeno o modelo.
Un sistema azaroso tiene un horizonte nulo de predictibilidad; el sueño de Laplace es un horizonte infinito. Los sistemas caóticos tienen horizontes de magnitudes que dependen de parámetros intrínsecos del fenómeno o modelo, y de la escala temporal de los mismos.
Por ejemplo: el sistema solar es inestable y caótico, pero el que un planeta de repente se fugue de su órbita y se pierda en el universo es perfectamente factible. Sin embargo, el horizonte de predictibilidad del sistema solar se estima en unos 20 millones de años, por lo que no debemos preocuparnos demasiado de que la Tierra se vaya a buscar otra estrella.
En el caso de la meteorología, se calcula que el horizonte de predictibilidad es de cuatro a siete días, y esto no depende de los métodos y computadoras empleados en hacer las cuentas. Durante algún tiempo se pensó que con el desarrollo de una vasta red de satélites que proveyeran información de alta calidad, sumado al progreso innegable de computadoras cada vez más poderosas, se podría extender ilimitadamente el horizonte de predictibilidad climática. Esta es otra ilusión perdida. En una visita que Ian Steward hizo al European Medium-Range Weather Forecasting Centre, le dijeron: “Podemos predecir el clima con precisión, siempre y cuando no ocurran cosas inesperadas”.
Colofón
Tengo que confesar que dejé para el final una buena parte de la historia remota: Antes de que Ovidio le confiriera al caos su sinonimia con desorden y anarquía, un escritor griego, Hesíodo, quien nació en Boecia en el siglo VIII antes de nuestra era, le legó a la humanidad la recopilación más ambiciosa y completa que existe de la mitología griega. En ella aprendemos, como lo referí arriba, que Caos fue el estado primigenio del universo.
Lo que no mencioné es que Caos es padre de Eros y, como todos lo sabemos, Eros —el amor— es la máquina que mueve al mundo.
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El título del artículo fue tomado de una frase de Ian Steward en su bellísimo y altamente recomendable libro Does God Play Dice? (Penguin Books, 1997). | ||||
Referencias bibliográficas
1. Para aclarar cualquier duda acerca del temperamento del Señor hay que mirar la escena correspondiente al juicio final en la decoración de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel
2. También llamado El Apocalipsis de San Juan. Es el último libro del nuevo testamento, se piensa que fue escrito por varios autores anónimos a finales del siglo I de nuestra era y posteriormente atribuido a Juan, el discípulo favorito de Jesús.
3. Para un recuento a la vez gracioso y crítico de las vicisitudes de este cálculo, se recomienda el reciente libro Questioning the Milennium, de Stephen Jay Gould (Random House, 1997).
4. En el citado libro, Gould hace un divertido juego de palabras con la expresión inglesa The primate of Ireland, que lo mismo significa «el arzobispo primado de Irlanda» que «el simio irlandés».
5. Van Helmont estudió en la prestigiada Universidad Católica de Lovaina y necesariamente tuvo que haber aprendido griego clásico. Se graduó como médico en 1599 y trabajó como profesor de la misma universidad hasta que fue echado del cuerpo profesoral en 1622 por adherirse al trabajo de Phlippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Honenheim “Paracelso” (¡que nombre!). En 1625 la Santa Inquisición condenó su obra por considerarla “herética, arrogante, imprudente y luterana”. Fue colocado en arresto conventual en 1634 por la Iglesia Católica y posteriormente fue rehabilitado públicamente en 1652, años después de su muerte, ocurrida en 1644.
6. A Greek-English Lexicon. H.G. Lidell. (Clarendon press, 1996).
7. Es interesante notar que la palabra inglesa para abismo es chasm, que se deriva directamente de caos.
8. La oposición dialéctica entre caos y cosmos es fuente generosa de inspiración: «El mundo, para el europeo, es un cosmos, en el que cada cual íntimamente corresponde a la función que ejerce; para el argentino es un caos». J.L. Borges (1899-1986), “A todo caos le corresponde un cosmos, a todo desorden un orden oculto”. Carl Jung (1875-1961).
9. “Una inteligencia que conociese en un momento dado todas las fuerzas que animan la Naturaleza y también las posiciones de los objetos que la componen, si esta inteligencia fuera capaz de analizar esos datos y condensar en una fórmula el movimiento tanto de los objetos más grandes del universo así como del átomo más modesto, para esta inteligencia, no existiría la incertidumbre, y tanto el futuro como el pasado desfilarían ante sus ojos.”
10. Poincaré no se refería a la forma de la trayectoria de la partícula, sino a una sección de Poincaré del espacio fase. Consultar el libro citado de Ian Steward.
11. Ver Ciencias, abril-junio de 1997, páginas 30-40.
12. James Gleick, Chaos, Penguin Books, 1987.
13. Por ejemplo, ver Deterministic Chaos, de Peter Schuster, Vch Publications, 1995, o bien, First Course in Dynamical Systems, de Robert L. Devaney, Addison-Wesley, 1992.
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Pedro Miramontes Vidal
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo →
Miramontes Vidal, Pedro. (1998). Predecir el clima es una cosa, predecirlo correctamente es otra. Ciencias 51, julio-septiembre, 4-11. [En línea]
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