revista de cultura científica FACULTAD DE CIENCIAS, UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
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Un librero tamaño infantil
 
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Antonio Lazcano Araujo
   
               
               
Mi madre siempre quiso ser torera. Como la familia pensó que
la idea era un poco excesiva y se lo prohibió, ma­­má decidió convertirse en agente se­cre­to e ingresó, sin avisar a mi abuela, a una academia para entrenarse en ese oficio. Aún conservamos su cre­den­cial de estudiante y la lista de ma­terias que debía cursar y que incluye, entre otras cosas, antropología criminal, maqui­lla­je y disfraces policíacos, ar­tes mar­cia­les y autodefensa, balística y explo­sivos. Cuando mi abuela, que siempre había soñado con ser conductora de tre­nes para poder viajar sin límites, des­cubrió lo que hacía mi madre, la sa­có de inmediato de la Academia de Poli­cía y la regresó a estudiar al con­­ven­to del Sagrado Corazón de Jesús, en don­de quedó de nuevo al cuidado de Sor Luz del Carmelo, una monja que era nieta de Don Porfirio Díaz y que noso­tros terminamos adoptando. De allí sa­lió mamá para casarse con mi padre, que terminó viviendo de sus inversio­nes en lugar de tocar la trompeta en un cabaret, como siempre lo había de­seado. Un amigo y colega le preguntó a mi madre porque había querido ser torera, y su respuesta fue inmediata: “bueno, uno siempre debe de hacer al­go en la vida”.
 
Como uno siempre debe hacer algo en la vida, nadie se opuso a mi de­cisión de convertirme en científico y de dedicarme a la lectura. Rilke escri­bió que la patria del hombre es la infancia, y en la Babel de mi niñez tras­humante los libros no solamente me dieron refugio y certeza, sino también la mejor patria posible. Aun en las épo­cas precarias, libros y música fueron parte de la familia. Como desde muy pequeño me atraía enormemente las ciencias del espacio, mi abuela ma­ter­na me envió desde México los libros en los cuales mi bisabuela había estu­diado astronomía. Son volúmenes be­llos que aún conservo, en donde Nep­tuno aún se llama Leverrier y Plutón no aparece. Nada de eso parecía impor­tarle a mi abuela, que aunque usaba el teléfono y veía la televisión, había de­cidido instalarse en el siglo xix. Cuan­do tenía unos siete años un primo de papá, el elegante don Antonio de Cor­tina, me regaló una copia de Los ca­za­dores de microbios, de Paul de Kruif. El libro me dejó memorias perdurables: al leerlo me fascinó la biografía de Pasteur pero, sobre todo, la persona­lidad barroca de Spallanzani y sus es­fuerzos por demostrar la inexistencia de la generación espontánea.

Cuando venimos a vivir a México a casa de mi abuela, ella nos había pre­parado un librero de tamaño infantil con el Pequeño Larousse ilustrado, la Gol­den Book Encyclopedia, Ben-Hur, los libros de Mark Twain, las aventuras de Sherlock Holmes, le Grand Dictio­na­rie de la langue française y los tres volúmenes del Libro de nuestros hijos. Al abrir uno de ellos me topé con un poe­ma del siglo xvii de Rodrigo Caro que comienza: “Éstas, Fabio, ¡ay dolor! que ves ahora, ruinas que esparció rústico arado”, que resultó ser una des­cripción premonitoria de las finanzas familiares. En esa casa se reía mucho, pero crecimos con cierto sentimiento trágico. Como ya no había dinero para pagar a un chofer, viajábamos con ilu­sión en tranvías paquidérmicos, que había que abordar con cuidado porque mi abuela se empeñaba en recor­darnos, desde los rumbos de Popotla, la muerte de Anna Karenina en una le­jana estación de trenes de la Rusia imperial.

Junto con la ópera y los perros, los libros se convirtieron en parte de nues­tra vida cotidiana. Las prioridades afec­tivas estaban perfectamente defi­ni­das: los nietos desayunábamos Corn Flakes, pero a los perros les daban Zu­caritas. To­dos los domingos nos ponían a escu­char ópera, para llorar pri­mero con La Traviata y luego con Carmen, conmo­ver­nos con la pobre de Madama But­ter­fly, la tragedia de Tosca y el exilio de Manon, pero jamás con Mimí, Mu­setta o Rodolfo, que según mi abuela lle­vaban una existencia bohemia que no debía ser vista por un niño de doce años y sus hermanos más chicos. Por ese entonces asistí con mi abuela a una representación de Los Cuentos de Hof­fman, y me sedujo de inmediato un personaje demente, sin dinero, un poco siniestro pero fascinante, que te­nía algo de mago y algo de científico, y que curiosamente se llamaba Spalanzani (aunque con una sola “l”). No fue sino hasta hace unos pocos años que me enteré que los historiadores creen que el Spalanzani de Offenbach está basado en el Spallanzani que andaba a la caza de microbios. Aunque yo era apenas un niño, sin darme cuen­ta, la noción de que la ciencia es parte in­te­gral de la cultura me había comenzado a seducir.

Soy producto de la convicción fa­mi­liar, venturosamente arraigada en tan­tos hogares mexicanos, de que la cul­tura y la educación son bienes que se deben procurar. Soy también pro­duc­to de las oportunidades que me brin­dó la unam, una universidad pú­bli­ca, gratuita y laica, que está profun­da­mente enraizada en nuestra sociedad no sólo por su antigüedad sino también por el papel central que ha jugado en el desarrollo de la cultura y la identidad nacional. Aún recuerdo, como si fuera una epifanía pictórica, la mañana en que me senté en el patio mayor del antiguo Colegio de San Ildefonso, sede de la Escuela Nacional Preparatoria, pa­ra hacer el examen de admisión, ro­deado de arcos y muros encendidos por los murales de Orozco, Siquieros y Rivera. Desde los quince años me supe parte de la unam y, como muchos de los que estamos aquí, yo no hubie­ra po­dido terminar el bachillerato, in­gre­sar a la Facultad de Ciencias y es­tu­diar un posgrado si la unam no fuera una uni­versidad pública y gratuita con una riqueza académica sin igual.

Al llegar a la Facultad de Ciencias me transformé rápidamente en una ver­sión estudiantil de Mr. Hyde, una es­pecie de malandrín académico, un es­tudiante perdulario, holgazán y dis­perso, pero al mismo tiempo me man­tuve como un Dr. Jekyll obsesionado por comprender el origen y la evolución de la vida. Y, vale la pena subra­yar­lo ahora que algunos se sienten se­ducidos no por el canto de las sirenas sino por el ritmo de los responsos y el aroma del incienso, ese interés no hu­biera podido madurar si la educación pública en México no fuera laica y si no hubiéramos hecho nuestros los va­lores de una cultura secular. Eso es lo que ha permitido que desde hace mu­chas décadas nuestros estudiantes de secundaria y bachillerato lean los libros de Oparin, se familiaricen con las ideas de Darwin y se sorprendan con el fenómeno de la endosimbiosis. A ve­ces olvidamos la deuda que tenemos con don Alfonso L. Herrera, un mexi­cano ex­cepcional que promovió en forma in­fatigable la divulgación de las ideas de Darwin. Herrera se dedicó por más de cuarenta años al estudio del origen de la vida, pero desafortunadamente na­die dio continuidad a sus esfuerzos. De hecho, don Isaac Ochotorena, un per­­sonaje poderoso e influyente a quien mucho le debe la ciencia mexicana y que terminó peleado con Herrera lue­go de haber sido su discípulo, se de­dicó a afirmar durante decenas de años que el origen de la vida no servía para nada, ni valía la pena estudiarlo, ni te­­nía ca­so que los biólogos mexicanos per­die­ran el tiempo en esas especula­ciones. Don Isaac se murió al día si­guien­te de que yo nací.
 
El estudio del origen de la vida es lo que en música se conoce, desde las épo­cas de Mozart y Salieri, como arias de bravura. Pero como decía mi abuela, el diablo protege a sus sabandijas: al amparo de la unam he podido dedi­car­me a estudiar, enseñar, investigar y di­vulgar lo que sabemos y lo que igno­ra­mos sobre el origen de la vida. Gracias a la universidad y a la Facultad de Cien­cias he tenido la suerte de contar con la amistad y las enseñanzas de talentos portentosos como A. I. Oparin, Stan­ley L. Miller, Joan Oró, Leslie Orgel, Lynn Margulis, Christian de Duve, Albert Es­chenmoser, George Fox, y Emile Zuc­ker­kandl. Llegué a ellos bien pertre­cha­do, porque somos la mejor escuela de ciencias de México y, si me apuran, de Latinoamérica. La Facultad de Cien­cias tiene todo para volver a ser el epi­centro de la vida docente del subsistema de la investigación científica de la unam, pero para ello es indispensa­ble hacer uso del poder de la inteligen­cia y del humor para exorcizar la auto­complacencia vanidosa y volver a ser el centro en donde converjan de ma­ne­ra natural investigadores de todos los centros e institutos, y para que nues­tros estudiantes lleguen a otras depen­dencias sabiendo que laboratorios y bibliotecas son de ellos y para ellos. La gran diferencia que hay entre mis es­tu­diantes y yo es que yo tuve mejores maes­tros. Probablemente he aprendi­do más de lo que se han beneficiado mis alumnos, pero aun así me siento or­gulloso del curso de Origen de la vida que fundé hace más de treinta años y pienso defender con todos los re­cur­sos a mi alcance, y en donde se enseña, sobre todo, la importancia de las in­te­rrogantes.
 
Nunca sabremos cómo surgió la vida en la Tierra, pero creo comprender cómo ocurrió. “Sin entender com­prendo”, dice Octavio Paz en uno de sus poemas más bellos. Esa compren­sión nace de la herencia extraordinaria que nos dejó la obra de Charles Dar­win. Es sabido que en 1887 Darwin es­cribió que “por ahora no vale la pena pensar sobre el origen de la vida; igual podríamos estar pensando en el origen de la materia misma”. Sin embargo, co­mo señaló en 1944 John D. Bernal en un pequeño volumen titulado The Phy­sical Basis of Life, la afirmación de Dar­win “no significa que debamos dis­fra­zar nuestra ignorancia con hipótesis absurdas sobre el origen de la vida o de la materia, sino que por el contrario de­bemos intentar, desde un principio, proponer en forma cuidadosa secuen­cias de eventos que sean lógicas, con las cuales tratamos de demostrar que unas etapas deben anteceder a otras, e ir construyendo con esas secuencias par­ciales una historia coherente. Segu­ramente existirán lagunas que no po­dre­mos llenar, pero hasta que no inten­temos construir estas secuencias no las podremos identificar ni podremos encontrar solución a los problemas pendientes”.

Tengo claro el valor de aproximar­se a la pregunta del origen de la vida des­de la química prebiótica y la carac­terización del medio ambiente primi­ti­vo. Me alegra haber podido demostrar no hace mucho, junto con un gru­po de amigos y colegas que incluyó a Stanley L. Miller, que podíamos sintetizar ami­noácidos en condiciones neutras en don­de la ausencia de metano e hidró­ge­no libre es congruente con los modelos actuales de la Tierra primitiva. Gracias a este trabajo, que Stanley L. Miller no alcanzó a ver publicado, en­tendemos mejor cómo se pudo formar la sopa primitiva, pero no creo que sea correcto buscar en ella las raíces de las filogenias moleculares. Me sorprende la persistencia de la confusión entre lo antiguo y lo primitivo, y creo que aún no se han analizado con el rigor ade­cua­do lo que implica reconocer la exis­ten­cia del mundo del arn. El reconoci­miento de que el arn es una molécula que puede replicarse y mostrar pro­pie­da­des catalíticas requiere, por una par­te, la revalorización de las premisas de Hermann Müller y sus seguidores y, por otra, el aceptar que rasgos que cree­mos tan esenciales de los seres vivos, como el código genético, son producto de mecanismos darwinistas y no única­mente de procesos físicos y químicos.
 
Estoy seguro de que podemos forzar el registro molecular para aproxi­mar­nos a vestigios sorprendentemen­te conservados de formas de vida más an­tiguas que el adn mismo. Por ello, jun­to con Arturo López Duculomb, que ya no está con nosotros, Sara Islas, Ana Ma­ría Velasco, Claudia Sierra, Yetzi Ro­bles, Ervin Silva, Ulises Iturbe, Jesús Sor­do, Ricardo Hernández, Mario Rivas Mercado, Luis Delaye y Arturo Be­cerra, estoy convencido de que el aná­lisis de las bases de datos de genomas celulares completamente secuenciados nos permitirán acercarnos a secuencias y estructuras muy antiguas, como los sitios de unión al arn y los do­minios moleculares que forman las polimerasas, por un lado y, por otro, con­tinuar con el problema del origen de las rutas metabólicas y las aproximaciones y enfoques que iniciamos hace unos años Stanley Miller, Leslie Or­gel y yo mismo. Ante el debate sobre la intensidad y la frecuencia del trans­porte horizontal de genes, me in­te­re­sa ver si las premisas y los métodos de lo que los matemáticos llaman fuzzy lo­gic nos sirven para entender las di­ver­gencias más antiguas del árbol de la vi­da y, como me interesa la per­sis­ten­­cia de la especies procariontes a pe­sar de la intensidad con la que se da el trans­porte horizontal de genes, qui­siera com­parar, en términos formales, el mundo de los microorganismos con la red, y com­prender porqué el aumen­to en el tráfico de mensajes no diluye la iden­ti­dad de los nodos, de la misma ma­ne­ra en que las especies procarion­tes siguen siendo reconocibles a pesar de su ex­tra­ordinaria promiscuidad genética.

Como detesto hacer experimentos y siempre me resistí a hacer tra­ba­jo de campo en donde no hubiera du­chas lim­pias, camas cómodas y comidas bien preparadas, aprendí muy pronto a apre­ciar el valor de los estudios teó­ricos. Ten­go mucho que agradecerle a mis ami­gos de física, astronomía y ma­temáticas. Su forma de trabajo cons­ti­tu­yó para mí un respiro y un ejemplo en las épocas no tan distantes en que la biología teórica era vista con suspi­ca­cia. Aunque no tengo problema para reconocer que parte del orden bio­ló­gi­co puede surgir por mecanismos que no dependen de la selección natural, creo que la herencia portentosa de Dar­win es indispensable para comprender al mundo. Por ello, y porque me preo­cupa la transparencia asimétrica que la frontera norte de México tiene hacia las ideas creacionistas de un grupo na­da des­deñable de fundamentalistas es­ta­dounidense, me parece que los es­tu­dian­tes y profesores de la Facultad debemos asumir como una tarea prio­­ri­taria la enseñanza y la investigación, y las ideas de la teoría de la evolución como el eje central de las ciencias de la vida.

Quisiera concluir apelando a un epi­sodio de la vida de Charles Dar­win. El 5 de noviembre de 1853 Darwin en su casa de Down recibió una carta del Coronel Sabine, presidente de la Royal Society, en donde le informaba que le habían concedido la Royal Medal por sus trabajos sobre los corales y los ci­rri­pedia. Ese mismo día llegó una se­gun­da carta, en donde Joseph D. Hoo­ker le describió el entusiasmo con el que los asistentes a la sesión de la Ro­yal Society habían recibido el anuncio del otorgamiento de la medalla. Dar­win le contestó de inmediato a Hoo­ker, escribiéndole: “esta mañana abrí la car­ta del Coronel Sabine: su contenido me sorprendió mucho pero, aunque se tra­taba de una carta sumamente amable, no me dejé llevar por su contenido. Abrí luego la tuya. Aunque me decías lo mismo que el Presidente de la Royal Society, el efecto de la calidez, la amis­­tad y la generosidad expresadas por un amigo querido es tan extraor­di­nario que me dejaste radiante de feli­cidad y me hiciste perder el aliento. Crée­me que nunca olvidaré el placer que me pro­dujo tu carta. El afecto cor­dial y pro­fun­do que encierran tus palabras vale más que todas las medallas que existen o que serán acuñadas en el futuro. De nuevo, mi querido Hoo­ker, te lo agradezco con todo mi corazón”.
 
Permítanme hacer mías las palabras de Darwin para agradecerles el ac­to que han organizado y que me ha de­­jado confuso, halagado y contento. Al ver a los estudiantes que ahora están comenzando su carrera como cien­tíficos y maestros, salta a la vista que sa­ben más biología y que son mejores profesores que yo. Huelga decir que me siento orgulloso de la amistad, la in­­teligencia, la lealtad, el trabajo y la ima­ginación (a veces excesiva) de quienes me acompañan en el laboratorio de Mi­crobiología de la Facultad de Ciencias. La existencia de estos muchachos es­plén­di­dos, que nunca podré alcanzar, de­muestra que la docencia es una ac­ti­vidad en donde el pecado lleva la re­­com­pensa. Acepto la alegría que este acto me produce y la comparto con us­tedes en nombre de mis alumnos y co­legas, y de mis maestros A. I. Oparin, Joan Oró, Stanley Miller, Leslie Orgel y Lynn Margulis. La acepto porque sigo fascinado por los libreros tamaño infan­til, y porque quiero seguir riéndome de todo y con todos.
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Nota

Texto leído en la Mesa Redonda “Evolución y origen de la vida”, que se llevó a cabo en la Facultad de Ciencias el 11 de marzo de 2008 para celebrar el doctorado Ho­noris causa que la Universidad de Milán otorgó a Anto­nio Lazcano Araujo.
 
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como citar este artículo
Lazcano Araujo, Antonio. (2009). Un librero tamaño infantil. Ciencias 94, abril-junio, 36-41. [En línea]
     

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