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Mieles peninsulares
y diversidad. Campeche,
Quintana Roo y Yucatán.
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Conabio, México, 2007 
   
   
     
                     
La Península de Yucatán es una inmensa planicie caliza
de 140 000 km2, con clima cálido subhúmedo. La larga historia de ocupación humana en estos territorios, la agricultura y la domesticación, los huertos y el manejo de la vegetación han contribuido a perfilar la diversidad florística que hoy caracteriza esta región. La deforestación y la introducción de agricultura y ganadería extensivas han alterado profundamente la vegetación. La apicultura es una actividad basada en las floraciones de la vegetación natural y transformada; las mieles de cada región y momento de cosecha son un reflejo de la riqueza de esta vegetación. Las buenas prácticas de manejo y la racionalización de la actividad apícola permitirán valorar las mieles de los diversos paisajes y reconocer el trabajo de los apicultores, al tiempo que se favorece la conservación de los ecosistemas y la biodiversidad regional. La fuerte tradición maya de trabajar con abejas y la rica flora de la región han permitido que la apicultura sea una actividad económica importante, tanto para las familias campesinas como para la economía de la península y del país. Las colmenas se establecen en apiarios fijos en lugares estratégicos que permiten aprovechar las diferentes floraciones que ocurren de manera continua en la región. El área de recolección de néctar depende de la estación del año, la disponibilidad de flores, su atracción y la competencia con otros animales nectarívoros o abejas de otras colonias. Cuando la floración es abundante, el área de recolección no va más allá de quinientos metros alrededor de la colmena; en épocas de baja floración las colectoras pueden hacer vuelos de hasta seis kilómetros en busca de néctar y polen. Las abejas pueden alimentarse de casi todos los néctares, aunque tienen preferencias por ciertas flores y pueden volar grandes distancias en busca de sus preferidas. En la entrada de la colmena, las colectoras entregan su carga de néctar a otras obreras que lo transportan hasta el área de almacenamiento, en donde comenzará la producción de miel. Todo este interesante proceso y la diversidad de flores, comunidades productoras, colores y sabores de mieles peninsulares se presenta en este mapa editado por la Conabio.
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Fragmento de la Introducción.      
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Conabio. 2008. Mezcales y diversidad. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, p. 74. [En línea].
     

 

 

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 José Antonio González Oreja
     
               
               
De un modo general, llamamos ética a la rama de la filo­so­fía
que se ocupa de la moral —es decir, de las reglas, có­digos o normas que nos permiten vivir en sociedad y que hacen que juzguemos unas cosas como buenas y otras como malas—, así como de los valores —o sea, de la im­por­tancia última que asignamos a las cosas o a las acciones, importancia que se convierte en el atributo que condi­ciona el curso de nuestro comportamiento, y por la cual algunas cosas se hacen deseables y otras no. Así pues, la ética no se ocupa de cómo son las cosas, sino de cómo de­berían ser, de acuerdo con ciertos principios, en muchos casos ideales o utópicos, que permiten una mejor vida en sociedad.

Por su parte, podemos entender por ética del medio am­biente a la rama de la ética que analiza las relaciones que se establecen entre nosotros y el mundo natural que nos rodea. De hecho, entre los productos culturales más im­por­tantes de la evolución humana están determinadas preocupaciones éticas, incluyendo la preocupación por el medio ambiente en general y los seres vivos en particular. Algunos ejemplos ayudarán a concretar la idea. En los momentos álgidos de la caza ilegal del ri­no­ceronte blanco, especie en peligro de extinción y oficialmente protegida en Zim­babwe, los cazadores furtivos podían ser legalmente abatidos a tiros por los guardas de caza de las reservas de ese país. ¿Podemos justificar la muer­te de los furtivos para conservar a los rinocerontes?, ¿no deberíamos an­tes, quizás, considerar siquie­ra las con­diciones socioeconómicas del país y de los cazadores ilegales? Para pro­teger la integridad ecológica de cierta área natural protegida es necesario realizar incendios controlados en los bordes de sus bosques o abatir a un cierto número de animales salvajes que habitan en sus laderas. ¿Son estas acciones moralmente permisibles? Supongamos, en fin, que una com­pañía minera realiza una explotación a cielo abierto en una zona previamente inalterada. ¿Tiene la empresa una obli­gación moral para “restaurar” posteriormente la zona a su estado previo?, ¿tienen entonces el mismo valor la zona inalterada y la zona restaurada?
 
De un modo más general, interesan a la ética del medio ambiente problemas más amplios, como los siguientes: ¿tenemos algún derecho “especial” sobre el resto de la naturaleza?, ¿nos obliga nuestra “posición como seres humanos” a realizar alguna consideración determinada para con otros seres vivos?, ¿hay alguna “obligación ética” o ley moral que debamos seguir en el uso que podemos hacer de los recursos naturales? En tal caso, ¿por qué es así?, ¿en qué se basan tales limitaciones?, ¿en qué se diferencian de los principios morales que rigen nuestras relaciones con otros miembros de nuestra misma especie? A la ética del medio ambiente le incumben también las mismas grandes preguntas que a la ética en general. Por ejemplo: ¿son válidos aún los paradigmas éticos tradicionales para responder a los problemas ambientales derivados de las actividades de las sociedades humanas? Más aún: ¿hay principios o leyes morales de carácter general, es decir, de apli­cación universal, independiente del contexto, que deban seguirse a la hora de valorar las consecuencias de nuestros actos sobre la naturaleza? Los universalistas responderían de modo afirmativo, mientras que los relativistas de­fende­rían que los principios morales son siempre personales e intransferibles, y los utilitaristas considerarían la bondad de los actos en función de sus consecuencias —en concre­to, de la cantidad de bien producido, es decir, de su con­tri­bu­ción a la “felicidad” de quienes reciben dicho bien. ­Ahora bien, no es difícil darse cuenta de que el criterio utilitaris­ta, sin más, acarrea sus peligros, pues no siempre debe con­si­derarse justo, ético o bueno, aquello que produce la felici­dad a gran cantidad de gente. Por ejemplo, prácticas que provocan grandes mortandades entre los animales, como la caza ilegal de los elefantes por el marfil de sus colmillos, podrían llegar a ser consideradas éticamente como buenas, ya que generan satisfacción a los humanos. Por ello, no resulta claro hasta qué punto la ética del medio ambiente puede ser una ética utilitarista. Por contra, las teorías de la ética deontológica mantienen que las acciones deben juzgarse como buenas o malas independientemente de sus consecuencias. Así, se establecen códigos de normas o principios basados tan sólo en el deber, que podemos considerar como imperativos categóricos, cuya observancia o violación es lo que está intrínsecamente bien o mal.
 
Acerca de la naturaleza y lo natural

¿Qué cabe entender por naturaleza?, ¿qué es lo natural? Lo cierto es que podría no haber un significado único para es­tos términos, con lo que la respuesta a nuestra pregunta so­bre la existencia de normas universales que permitan valorar las consecuencias de nuestros actos sobre la naturaleza estaría en función de lo que entendemos por ésta.
 
La noción de natural, como opuesto a lo artificial, ha ge­nerado un amplio debate sobre la importancia de la na­tu­raleza que ha sido interferida por las actividades de las so­ciedades humanas, como es el caso de los paisajes res­tau­rados. Hay quienes consideran que las situaciones to­tal­men­te naturales, producto de una evolución a largo plazo, acarrean un “valor añadido” que estaría ausente en las que han sufrido la intervención humana. Tales formas de pensar corren el riesgo de menospreciar el valor de nuestra propia vida y de sus productos, como la cultura. Por ejem­plo, si consideramos que las especies tienen un valor propio, entonces su desaparición ha de ser vista como negativa, mientras que su conservación debe valorarse como positiva. Ahora bien, lo cierto es que la extinción es el destino final de las especies, y es de hecho un proceso natural, en el sentido de que ocurre también sin la intervención humana. De este razonamiento se puede deducir que lo que puede ser calificado como negativo es la acele­ra­ción en el proceso de desaparición de las especies, de­bi­da a las actividades humanas. Lo cual, a su vez, nos conduce a otra refle­xión: si no­sotros, nuestra especie, so­mos par­te de la natu­ra­leza, en­ton­ces cualquier cosa que nosotros ha­gamos es así mismo natural. Por ello, si forma­mos parte de la naturaleza, y como resultado de las actividades de las sociedades humanas está aumentando la tasa de extinción de las especies, ¿cómo podemos decir que la extinción no es un fenómeno natural?
 
Por otro lado, se tiende a creer generalmente que las so­ciedades nómadas de cazadores-recolectores, y otras for­mas de subsistencia en íntimo contacto con la natura­leza, eran depositarias de un profundo conocimiento y una am­plia veneración de la misma, por lo que han sido con­si­deradas como conservacionistas de la naturaleza. En pa­rale­lo, se suele considerar a las sociedades sedentarias, en las que se registraron fenómenos de urbanización y ex­plo­tación de los recursos naturales, como sistemas alejados de la naturaleza, sin contacto ni apreciación con la mis­ma. Ahora bien, esta visión de las civilizaciones pretecno­ló­gicas como “naturales”, y las sociedades tec­no­ló­gicas como “artificiales”, ha sido pues­ta en duda recientemente. Actualmente, se cree que los aborígenes podrían ha­berse comportado, también, como ex­plotadores de la naturaleza. Así pues, ¿es natural la explotación de la natu­raleza?
 
Extensión moral

Para muchos filósofos y pensadores, sólo nosotros, los se­res humanos, podemos ser considerados como agentes mo­rales, es decir, con capacidad de realizar juicios sobre la bondad de nuestros actos, y de aceptar las consecuencias derivadas de los mismos. Ahora bien, no cabe esperar esta facultad en todo momento, ni siquiera en todos no­so­tros; por ejemplo: los niños, o los enfermos mentales no de­be­rían ser considerados responsables de sus actos. Se dice de ellos que son sujetos morales, pues deben ser tra­tados de un modo moral por quienes tienen tal posibi­lidad. Además, a lo largo de la historia ha habido etapas o so­ciedades que no han aplicado el mismo tratamiento mo­ral a todos sus integrantes, en concreto: los marginados, los enfermos, los siervos, los esclavos, las mujeres… En la actualidad, al menos en las sociedades más avanzadas, he­mos llegado a pensar que todos los seres humanos tenemos un conjunto de derechos inalienables, como la vida, la libertad o la búsque­da de la felicidad. A esta ampliación gradual del interés ético se le llama extensión moral.
 
Sin embargo, ¿por qué acotar la exten­sión moral?, ¿por qué limitar el interés de la moralidad a los seres humanos? Es de­cir, ¿tienen derechos también otros orga­nis­mos, otras especies?, ¿pueden ser con­si­de­rados como agentes morales, o al menos su­jetos morales? Quizás muchos filósofos responderían negativamente a esta pre­gun­ta, pues el potencial de razonamiento y la consciencia de sí mismo parecen estar ausentes de cualquier otra especie que no sea la nuestra. Ahora bien, al menos al­gu­nos animales sí parecen tener signos de lo que podríamos considerar inteligencia, e in­cluso sentimientos de felicidad, por lo que deberían ser tratados de un modo ­ético.
Empero, ¿por qué terminar el proceso de extensión moral en los animales? Es de­cir, ¿qué ocurre con otros seres vivos y con otros elementos de la naturaleza? En con­cre­to, ¿es posible ampliar definitivamente la extensión moral e incluir también entre los sujetos morales a las plantas, los ríos, los suelos, las rocas, las montañas, los mares y los paisajes? Hay quien opina que sí, lleva­do de la mano del análisis de los valores, de la importancia que asignamos a las cosas.
 
Valores
 
En la literatura sobre ética del medio ambiente se pueden reconocer diferentes ma­neras de pensar en términos de valores. Así, es habitual encontrar la distinción en­tre: a) valor intrínseco, o inherente, propio de lo que es bueno en sí mismo (per se), y b) valor instrumental, o conferido, propio de lo que es importante como medio para conseguir un fin —como una herramienta, por simple o compleja que sea. En mu­chas sociedades modernas es sensato asumir que todos los seres humanos tienen un va­lor intrínseco por el simple hecho de exis­tir, independientemente de poder servir como un medio para lograr un fin. Por ello, deben ser considerados como sujetos morales de prima facie, sin considerar cualquier otra circunstancia, quiénes sean, o lo que hagan. Simultáneamente, en muchas sociedades actuales, la naturaleza es vista como depositaria de un valor instru­mental.

Ahora bien, el punto de vista de quienes consideran que sólo los seres humanos tienen valor intrínseco, pues están do­ta­dos de una superioridad moral única, debe ser tildado como antropocéntrico. De hecho, la ética del medio ambiente an­tro­po­céntrica es una continuación de los mo­de­los convencionales de la ética tradi­cional, y reserva el mundo moral, en ex­clu­siva, para nuestra especie, si bien es capaz de exten­der sus responsabilidades a una correcta administración de la naturaleza. Por otro lado, es cierto que algunos animales, plan­tas, incluso ciertos microbios, tienen un va­lor instrumental, pues nos ofrecen un be­neficio (utilidad). Generalmente, quienes defienden posturas antropocéntricas no consideran válidos los argumentos de quie­nes sufren por el maltrato a los animales, o a la naturaleza en general, a no ser que di­cho maltrato acarrée consecuencias ne­gativas para el hombre.

Pero hay quien considera que todos los seres vivos tienen también un valor in­trínseco. Al igual que nosotros, realizan un conjunto de funciones compartidas, que dan forma al propio fenómeno de la vida: nacer, crecer, respirar, luchar por sobrevivir, reproducirse… y todo ello independientemente de que nos resulten útiles o no. Así, cada ser vivo, sea un microbio, una planta o un animal, podría ser considerado como una manifestación concreta del fenómeno vital. De acuerdo con esta pers­pectiva, el simple hecho de estar vivo, la característica de la biodiversidad como un todo, es suficiente para que estén dotados de un valor inherente, lo que genera una obligación moral de respeto. Por ello, no tie­ne sentido intentar siquiera cuantificar dicho valor, es decir, asignar un número que dé cuenta de su importancia. ¿Cómo po­demos nosotros, seres humanos, poner un número, un valor, o un precio, a algo que tiene su propia importancia, independientemente del uso que nosotros podamos hacer de ello?

La idea de que sólo los organismos individuales tienen valor propio y derechos morales es defendida, por ejemplo, por los partidarios del así llamado “movimiento de li­beración animal” o de los derechos de los animales. Sin em­bargo, lo cierto es que los objetivos de los defensores de los derechos de los animales pueden entrar en conflicto con la consecución de otras metas para los defensores de la naturaleza desde una óptica más amplia, como se presenta en otra parte de este texto. Es más, hay quien consi­dera que incluso los elementos no vivos de la naturaleza tienen también un valor intrínseco: las rocas, los ríos, los volcanes, las playas, los lagos… y ciertamente la propia Tierra. Todo ello existía mucho antes de que nosotros, como especie, llegásemos a desarrollar siquiera el más mí­nimo papel ecológico en el teatro evolutivo que es nuestro planeta.


Imágenes del mundo y perspectivas éticas

El conjunto de ideas, creencias, imágenes y valores que cada uno de nosotros tiene sobre el papel del ser humano en este planeta puede entenderse como su imagen del mun­do. ¿Cómo pensamos cada uno de nosotros que funciona el mundo?, ¿qué pensamos sobre nuestro papel?, ¿qué es para nosotros un comportamiento medioambientalmente correcto desde un punto de vista ético? Al igual que nuestra personalidad, nuestra concepción de las cosas se ha ido formando a lo largo del tiempo, incorporando de modo cons­ciente o inconsciente numerosos elementos de nuestra educación, de nuestra cultura, en resumen, de todas las influencias que emanan del ambiente que nos rodea. A lo largo de la historia, en las diferentes sociedades, se han pre­sentado distintas maneras de comprender las relaciones de nuestra especie con el resto de la naturaleza.
 
La mayoría se puede clasificar en dos grupos excluyen­tes: las concepciones atomistas, centradas principalmente en las partes —elementos constituyentes, individuos que forman un todo de rango superior—, frente a las imá­genes más integradoras, holistas —centradas en la Tierra como un sistema integrado total. Por su parte, los puntos de vista atomistas pue­den considerar a nuestra especie como el foco de su atención, o ampliar el rango de análisis a la vida como un todo. Las aproxima­ciones integradoras, por su parte, pueden apli­carse a los sistemas ecológicos, a las formas de vida con las que compartimos el planeta, o a los procesos y sistemas de soporte vital de la Tierra. Veamos con un poco más detalle algunas de estas imágenes del mundo.
 
Dominio de la naturaleza

El antropocentrismo tiene sus orígenes en la afirmación clásica de que el hombre es la medida de todas las cosas; en consecuencia, sólo los asuntos concernientes al hombre poseerían dimensión moral, mientras que las consecuencias del comportamiento humano sobre terceras entidades —es decir, no humanas— serían irrelevantes, a no ser que indirectamente resultaran lesionados los derechos o intereses de otros seres humanos. La mecanización posterior de esta imagen del mundo llevó a delinear la idea según la cual el hombre y la naturaleza son entidades con­trapuestas, siendo aquel el dueño y señor de ésta. O, lo que es lo mismo, bajo la imagen del dominio de la natura­leza por parte del hombre, la naturaleza es sólo un objeto desnudo, sin sustancia ni potencia alguna, lo que explica que carezca de valores intrínsecos y de derechos.

Muchas civilizaciones han defendido una imagen del mundo según la cual nuestra especie merece, y de hecho tiene, un lugar “especial” entre los demás seres vivos. La ca­pacidad de modificar de modo consciente el mundo a nues­tro antojo, y el sentimiento de superioridad ligado a esta idea han servido para justificar el dominio de la naturaleza por parte del hombre. Las raíces de esta imagen del mundo, se­gún la cual nosotros seríamos los amos, dueños y se­ñores de todo lo demás, se pueden encontrar, al menos en parte, en determinadas creencias religiosas. Así, por ejemplo, se ha señalado repetidas veces que la corriente principal de la religión judeo-cristiana da cuenta de la preeminencia del hombre frente a los demás seres de la Creación, y promueve la sobreexplotación de la naturaleza en detrimento de todas las demás formas de vida: “Y los bendijo Dios, y les dijo: creced y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:28). Esta visión de nuestra especie como cúspide de la Creación, junto a la idea de dominio que acarrea, es una visión clara­mente antropocéntrica.

Sin embargo, también es cierto que desde muchas re­li­giones, incluso desde ciertas corrientes de la misma reli­gión judeo-cristiana, se busca lograr una relación de cuidado de la naturaleza, de pasión por ella, que en muchos casos de­semboca en el pleno amor, como en los textos de San Fran­cisco de Asís. Desde este punto de vista, cualquier crimen cometido en contra de la naturaleza es considerado como pecado.

Administración y gestión de la naturaleza

En general, las culturas pretecnológicas —con modos de vida basados en la caza y la recolección, actividades desarrolladas en un íntimo contacto con la naturaleza—, así como muchas sociedades tradicionales —que en muchos casos continúan viviendo de prácticas agrosilvopastoriles de subsistencia, mantenidas a lo largo del tiempo— han conservado un fuerte vínculo de unión con la naturaleza. En muchos de tales casos, el papel del hombre está bien descrito por una función de administración, responsabili­dad y cuidado de los bienes de un determinado lugar. Como guardianes de tales recursos, los seres humanos de estas culturas y sociedades trabajan la tierra de la que viven, desde una posición de humildad y reverencia que forma parte integral de esta con­cepción de las cosas.
 
Una imagen hasta cierto punto relacionada con lo ante­rior es la que se presenta de modo casi generalizado en las sociedades industriales y de consumo actuales. Así, son mu­chos quienes consideran que nuestro papel en la naturaleza es realizar una gestión, preferentemente racional, de los recursos naturales necesarios para satisfacer las nu­me­rosas demandas de las actividades de tales sociedades. Esta visión surge de diversas creencias fuertemente arrai­ga­das en la forma de pensar de quienes la defienden, entre las cuales podemos considerar las siguientes: 1) Somos la especie “más importante” del planeta, y por lo tan­to es­tamos a cargo del resto de la naturaleza; esta idea se observa claramente cuando hablamos de “nuestro” planeta, o cuando queremos “salvar” la Tierra. Ahora bien, ¿es éste un uso legítimo de la palabra nuestro?, ¿podemos acaso eri­girnos en salvadores del planeta?, ¿quién nos ha conferido tal título? 2) Siempre hay más, es decir, la Tierra nos ofrece una cantidad ilimitada de recursos naturales, y el ingenio humano puesto al servicio de la tecnología nos permite incluso descubrir nuevos recursos, nuevos usos para recursos ya conocidos, así como sustitutos para recursos que puedan estar agotándose. Sin embargo, ¿hasta cuándo podremos seguir haciendo un uso irracional de los recursos naturales?
 
Ética de la Tierra y otras visiones biocéntricas

Para muchos de quienes se preocupan por nuestro papel en la naturaleza, tanto la visión de dominio como la de ad­ministración resultan ciertamente antropocéntricas, por lo que, en su lugar, favorecen una concepción más amplia de la ética del medio ambiente, centrada en el fenómeno de la vida. Esta aproximación biocéntrica reconoce la existencia de un orden en la estructura y el funcionamiento de la naturaleza, previo a la voluntad humana indi­vidual o colectiva. En este sentido, la existencia humana se sitúa en igualdad de importancia con la de otros seres vi­vos, tal y como lo defendieron John Muir o Aldo Leopold.

En concreto, la obra de Leopold aboga por la adopción de lo que él denominó “una ética de la Tierra”. Cuando Leo­pold acuñó la idea de la ética de la Tierra, consideró que la ética implicaba una limitación a la libertad de acción en la lucha por la existencia, implicando la presencia de dife­rencias entre los comportamientos sociales y los antisociales. La Tierra es una comunidad en el más básico sen­tido de la ecología, pero esa Tierra debe ser amada y res­pe­tada como una extensión de la ética. Para Leopold, una cosa es buena si tiende a preservar la integridad, la estabilidad y la belleza de las comunidades biológicas, y mala si actúa en sentido contrario. Según esta norma claramente deonto­ló­gica, la Tierra como un todo tiene valor intrínseco, mien­tras que sus miembros individuales tienen valor me­ra­mente instrumental (en tanto contribuyan a la integridad, estabi­lidad y belleza de las comunidades). Una consecuencia di­recta de la ética de la Tierra de Leopold es que un ele­mento individual de una comunidad biótica superior debería poder ser sacrificado siempre y cuando fuera necesario para preservar el bien de la entidad superior. Para muchos de quienes así piensan, la biodiversidad alberga el mayor va­lor ético en la naturaleza: la variabilidad con la que la vida se manifiesta en el planeta Tierra.

La posición biocéntrica recibió un importante apoyo gra­cias a la así llamada “hipótesis Gaia”, de James Lovelock, que recupera la idea de la Madre Tierra, consideran­do al pla­neta como un sujeto vivo, consciente y con capacidad de sentir. La elaboración de las ideas biocéntricas y su am­pliación posterior al movimiento de la Deep Ecol­ogy (li­teralmente, ecología profunda), defendido por Arme Naess, llevaron a desarrollar una ética del medio am­biente que incorpora el respeto a la vida como base de sus ideas. Esta ima­gen del mundo admite la influencia de religiones distintas a la judeo-cristiana, que permiten entender al hombre como “vida que quiere vivir en medio de vida que quiere vivir”. En consecuencia, todo ser vivo, por el mero hecho de estar vivo, es portador de un valor intrínseco: la vida es un valor uni­versal, absoluto, y no admite rangos, ni comparaciones, ni clases o estratos de importancia. Todo lo vivo, por lo tan­to, merece el máximo respeto, y la actitud más correcta ante la vida es la veneración, porque lo vivo es, en efecto, igual a lo sagrado.

Así pues, la ética de la Tierra no es una concepción an­tropocéntrica, sino que debe alinearse, junto con otros pun­tos de vista, a una ética del medio ambiente ciertamen­te biocéntrica, en donde la importancia reside en el sistema global integrado por la suma de las partes que lo forman, más la interacción resultante de las relaciones que entre ellas se establecen.

Aun así, las posiciones biocéntricas no están exentas de crítica, y algunos autores han señalado que la ética del medio ambiente debería centrarse en las especies completas, o las comunidades, o los ecosistemas y no sobre los organismos individuales que los componen. Por ejemplo, las especies han de ser contempladas como intrínsecamen­te más valiosas que los individuos que las integran, pues la pérdida de una especie acarrea la desaparición de todo un acervo génico con amplias posibilidades. La diferen­cia resulta clara al analizar el siguiente supuesto: consideremos un caso en el que una agencia gubernamental relacionada con la conservación de la naturaleza propone controlar —de hecho, reducir mediante caza selectiva— las poblaciones de una determinada especie animal en un área natural protegida de­sig­nada como tal; admitamos además que hay razones biológicas que llevan a pensar que tal control forma parte de la gestión ade­cua­da de los recursos de dicha área, y que es ne­cesaria para conservar las poblaciones de otras especies y comunidades de la reserva. Si nuestro enfoque se cen­tra­se exclusivamente en los organismos individuales, enton­ces podríamos pensar que es ético evitar el sufrimiento de los animales, de todos y cada uno de ellos. Por ende, la ges­tión propuesta no sería ética, pues implicaría eliminar ac­ti­va­men­te —matar— un determinado número de animales —cuo­ta de captura—, incluso aunque nuestro control re­sul­tase beneficioso para la conservación de otros recursos y valores del área como un todo.
 
En una diferente posición holista está la visión del mun­do de quienes consideran que lo verdaderamente im­por­tante no son las poblaciones, las comunidades de or­ga­nis­mos, ni siquiera las especies. Al fin y al cabo, los pro­pios in­dividuos nacen, crecen, se desarrollan, se reproducen y finalmente mueren. Lo mismo es válido para cualquier sis­tema ecológico de rango superior; incluso las especies tie­nen un origen en la historia de la vida en la Tierra y un fi­nal: su extinción. De acuerdo con este punto de vista, que po­demos denominar ecocéntrico, lo verdaderamente im­por­tante son los procesos desarrollados por los sistemas ecológicos, de los que depende la continuidad de la vida: los ci­clos biogeoquímicos, la tasa de renovación de los re­cursos naturales, la formación del suelo, la captación de dió­xido de carbono atmosférico, la producción y liberación de oxígeno mediante la fotosíntesis, la regulación del clima a distintas escalas, la evolución de las formas vivas a lo largo del tiempo…
 
El papel de la ciencia y la biología

Asistimos actualmente a un momento sin precedentes en la magnitud y variedad de los problemas medioambien­tales derivados de las actividades de las sociedades huma­nas, en el que la conservación de la naturaleza en general, y de los recursos naturales en particular, se ha convertido en uno de los principales problemas éticos. Afortunadamente, esta preocupación por incluir a otros seres vivos y a la naturaleza en general entre los intereses de la ética está expandién­dose y acelerándose en numerosas culturas hu­manas. Es más, el mundo está cambiando actualmente a tal velocidad que no podemos esperar que las ideas de ayer sean válidas en los escenarios de mañana. Por ello, es ne­cesario desarro­llar un amplio marco de referencia que pro­picie la aparición y la difusión posterior de nuevas ideas cul­turales, éti­cas, así como de una ética del medio ambiente, válidas para los problemas que se nos presenten de aquí en adelante.

Lo cierto es que la ética del medio ambiente mantiene prósperas relaciones con las ciencias del medio ambiente, influyéndose mutuamente en un flujo dinámico, en dos direcciones, tanto de lo que es —la ciencia— a lo que debe­ría ser —la ética—, como al revés. La ciencia constru­ye teo­rías que incorporan valores éticos propios del contex­to cul­tural de cada caso, mientras que la ética del medio ambiente valora la naturaleza en función de los conocimien­tos científicos disponibles. Estamos aún muy lejos de com­prender los mecanismos que gobiernan las relaciones en­tre el conocimiento objetivo y la moralidad subjetiva, entre los modos de descubrir la naturaleza y las formas de habi­tar en ella, y de favorecer los cambios de actitud y de comportamiento derivados de los principios éticos que contri­buyan a su generalización.
 
Aun así, estamos cada vez más cerca de acelerar los cam­bios necesarios en la ética del medio ambiente que ayu­den a conservar y gestionar la naturaleza de un modo adecuado. Para ello, hay que luchar abiertamente contra la desinformación de la población como un todo, pues no es raro que quienes presumen de haber recibido una educación “de calidad” carezcan por completo de la más mínima formación sobre ética del medio ambiente. Sólo haciendo todo lo posible para promover la discusión y el debate de pro­blemas y enfoques éticos en el seno de la sociedad en que vivimos, en todos los niveles concebibles, será posible vivir de un mejor modo para con la naturaleza.
 
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Referencias bibliográficas

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José Antonio González Oreja
Departamento de Química y Biología,
Universidad de las Américas, Puebla.
 
Es licenciado en Biología de Ecosistemas por la Universidad del País Vasco y doctor en Ciencias Biológicas por la misma. Desde 2001 se desempeña como profesor investigador en el Departamento de Química y Biología de la Universidad de las Américas, Puebla, donde imparte la materia ambiente y sociedad, entre otras.
     

     
como citar este artículo
González Ojeda, José Antonio. 2008. La ética y el medio ambiente. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 4-15. [En línea].
     

 

 

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Eliane Ceccon
     
               
La ciencia y la tecnología no pueden realizar
transformaciones milagrosas, del mismo
modo que no pueden hacerlo las leyes del mercado.
 
Las únicas leyes verdaderamente férreas con
las cuales nuestra cultura finalmente tendrá
que ajustar cuentas, son las leyes de la
naturaleza.
 
Enzo Tiezzi
 
      
La revolución verde, echada a andar en la década
de los cincuentas, tuvo co­mo finalidad generar altas tasas de productividad agrícola sobre la base de una producción extensiva de gran es­cala y el uso de alta tecnología. En los años noventas, se anunció una nue­va revolución verde: la revolución ge­nética que uniría a la biotecnología con la ingeniería genética, promo­vien­do de esta manera transformacio­nes significativas en la productividad de la agricultura mundial. ¿Existe alguna diferencia fundamental entre ambas?
 
La primera revolución verde tenía como principal soporte la selección genética de nuevas variedades de cul­tivo de alto rendimiento, asociada a la explotación intensiva permitida por el riego y el uso masivo de fertilizantes químicos, pesticidas, herbicidas, trac­tores y otra maquinaria pesada.
 
La nueva revolución verde tiene co­mo principal aspecto la creación de organismos genéticamente modificados (ogm) mejor conocidos como trans­génicos. Éstos son organismos creados en laboratorio con ciertas técnicas que consisten en la transferencia, de un or­ganismo a otro, de un gen responsable de una determinada característica, ma­nipulando su estructura natural y mo­dificando así su genoma. El genoma, a su vez, está constituido por conjuntos de genes y las diferentes composiciones de estos conjuntos determinan las características de cada organismo. Lo que hace a un animal ser diferente de una fruta es el genoma que tiene. Vale resaltar que no existen límites para esta técnica. Es posible crear combina­ciones nunca imaginadas entre ani­ma­les, plantas, bacterias, etcétera. Un ejem­plo muy conocido es el del maíz transgénico Bt, un maíz al que se le han agregado los genes de la bacte­ria Bacillus thuringiensis que produce naturalmente las proteínas que prote­gen la planta de insectos tales como el barrenador del tallo en el maíz europeo. Es importante mencionar que en estos organismos el impacto potencial no sólo lo constituye la presen­cia de un gen novedoso en ellos, sino la po­sibilidad o probabilidad de que el gen sea transferido a las variedades sil­vestres o criollas en la reproducción, con posibles efectos que no necesariamente pueden conocerse de antemano.
 
A pesar de las diferencias sustanciales en metodología y tecnología bio­lógica, ambas revoluciones fueron lan­zadas con la ideologizada misión de acabar con el hambre, lo cual fue, y con­tinúa siendo, empleada reiterada­mente para su defensa y justificación. Hoy sabemos que el aumento en la producción de alimentos per se no ase­gura su distribución global y equitativa y que, además, el problema del ham­bre tiene vertientes adicionales de mayor complejidad asociadas a la eco­nomía real del mercado, tales como la intermediación en la distribución y en la comercialización; o la falta de poder adquisitivo de una gran proporción de la población mundial que les impide el acceso libre al mercado de ali­mentos, entre otros.

Existe, desde luego, una no tan sor­prendente similitud de intereses eco­nó­micos de quienes las han promo­vido, así como de sus probadas y po­ten­ciales consecuencias sociales y ambientales —con sus matices propios. El análisis histórico y comparativo de las consecuencias y alcances de la primera revolución verde es un camino posible para anticipar con ma­yor objetividad los probables retos e impactos sociales de la segunda revo­lución. Por tanto, si miramos las consecuencias y los logros de la primera revolución verde a la fecha, podremos tener una buena idea de algunos impactos que la segunda revolución podría tener en nuestra sociedad y en nuestro me­dioambiente, en un futuro no muy lejano.
 
Una breve historia
 
La primera revolución ver­de fue considerada co­mo un cambio radical en las prácticas agrícolas has­ta entonces utilizadas y fue definida como un pro­ceso de modernización de la agricultura, donde el co­nocimiento tecnológico suplantó al conocimiento empírico determinado por la experiencia prácti­ca del agricultor. Los agri­cul­tores pasaron a emplear un conjunto de innovacio­nes técnicas sin precedentes, entre ellas los agrotóxicos, los fertilizantes inorgánicos y, sobre todo, las máquinas agrícolas.

Históricamente, puede conside­rar­se su inicio luego del término de la Primera Guerra Mundial; sin embargo, su expansión global ocurrió más tar­de, durante la Segunda Guerra Mun­dial cuando las grandes industrias, so­bre todo en Estados Unidos, desarrolla­ron una enorme acumulación de in­novación tecnológica militar que no tuvo un mercado inmediato al término del conflicto bélico. De este mo­do, surgió la conversión rápida de in­novaciones bélicas a usos civiles, el caso más obvio de lo anterior fue la rápida fabricación de tractores a partir de la experiencia en el diseño de tanques de combate y la fabricación de agrotóxicos como producto colateral de una pujante industria químico-biológica dedicada a la fabricación de armas de ese tipo. Otro ejemplo es el de la tecnología nuclear que había sur­gido de entre los mejores cerebros cien­tíficos de la época; pero que se des­prestigió rápidamente luego de las muertes masivas de civiles en Hiro­shi­ma y Nagasaki. La industria nuclear “pacífica” fue rápidamente sumada a la revolución verde en la forma de téc­nicas para el control de plagas mediante la esterilización de ejemplares irradiados y para la conservación de alimentos mediante la esterilización nuclear.
 
Según varios estudios sobre el tema, los cimientos de lo que vendría a ser llamada “revolución verde” fueron explorados en 1941 en un encuentro en­tre el vicepresidente de Estados Uni­dos, Henry Wallace, y el presiden­te de la Fundación Rocke­feller, Raymond Fosdick. Allí se pensó que un pro­grama de desarrollo agrí­cola apuntado hacia Latinoamérica en general y México en particular, tendría beneficios tanto económicos como políti­cos. Un año después, la fundación envió a México tres eminentes cien­tí­ficos en el estudio de plan­tas. En 1943 la Fundación Rockefeller inició su Programa Mexicano de Agricultura, concentrado principalmente en el mejoramiento de maíz y trigo. La Fundación Rockefeller fue crucial para el establecimiento en México, en 1943, del Centro Internacional del Me­joramiento de Maíz y Tri­go (cimmyt), considerado como el más importante centro de investigación de maíz y trigo en el mundo. Incluso, el llamado “padre de la revolución ver­de” y Premio Nobel de la Paz, Norman Borlaug, ha trabajado con científicos mexicanos en los problemas de mejo­ramiento genético del trigo por más de 25 años. Los resultados, en términos productivos en México, fueron sor­prendentes. Basta citar como ejem­plo al trigo: su producción pasó de un rendimiento de 750 kg por hectárea en 1950, a 3 200 kg en la misma super­ficie en 1970. Hoy día, el trigo y el maíz producidos a partir de las investigaciones del cimmyt están plantados en millones de hectáreas en todo el mundo. La productividad del arroz y del trigo se duplicó o cuadruplicó en varios países y, por lo tanto, la revolución verde pasó a tener muchos adeptos.

En los siguientes ocho años, proyectos similares fueron iniciados en casi to­dos los países de Latinoamé­rica, bajo los auspicios del Departamento Norteameri­cano de Agricultura (usda) o de las universidades norteamericanas de agricultu­ra. La hibridación, principalmente del maíz, abrió un nuevo y significante es­pacio para la acumulación de capital en el mejoramien­to de plantas y ventas de semillas para Estados Unidos. Curiosamente, antes de ser vicepresidente, Wal­lace había sido secretario de agricultura y, antes de es­to, tuvo un importante puesto y fue fundador de la principal empresa de maíz híbrido en su país (Pioneer Hi-Breed). Por lo tanto, se puede con­cluir que Wallace entendía muy bien de la ciencia de la agricultura y de los negocios rentables. En 1946, la persecución de los intereses de la Fundación Rockefeller llevó a la realización de una investigación de mercado potencial para la semilla de maíz híbrido en Brasil y, más tarde, su Compañía Internacional de Economía Básica in­virtió fuertemente en la producción de semillas híbridas en ese país. En 1947, la gigantesca empresa en el mer­cado de granos, Cargill, inició la producción de maíz híbrido en Argentina. Es importante resaltar que la recolec­ción de germoplasma nativo fue un importante componente del Programa Mexicano de Agricultura desarrollado por la Fundación Rockefeller. Como resultados de sus esfuerzos, en 1951 Es­tados Unidos ya tenía una enorme colección de germoplasma de maíz y había creado una serie de estaciones de introducción de plantas para evaluar y preservar materiales genéticos de plantas exóticas.
 
Otras fundaciones privadas bien conocidas tuvieron también un impor­tante papel en la historia de la prime­ra revolución verde. Por su parte, la Fun­dación Ford se involucró desde 1953, cuando iniciaron diversos pro­gra­mas de investigación agrícola en India. Las fundaciones Rockefeller y Ford crearon, en 1960, el Internacional Rice Research Institute (irri) en Fi­lipi­nas, y más tarde se les uniría, en el mis­mo proyecto, la Fundación Kellogg’s. Estas fundaciones intentaron, más tarde, transferir todas las res­ponsabilidades de la revolución verde a las Naciones Unidas, resultando en la creación del Consultative Group on International Agricul­tu­ral Research (cgiar). La nue­va institución siguió, no obstante, bajo la influen­cia directa de estas funda­cio­nes, a tal punto que la gran mayoría de los directores de las estaciones experimen­tales internaciona­les eran recomendados y aprobados por las mismas.
 
La introducción de toda innovación técnica de creciente complejidad requie­re un grupo más o menos grande de expertos que la comprendan, adapten e im­plementen. Fue justamente en los primeros años de la primera revolución verde cuando los investigadores del ramo más importante de las instituciones educativas latinoamericanas fueron invitados a reali­zar sus posgrados o estancias financia­das en Estados Unidos. El ingeniero agrónomo típico de la época pasó a tener como función casi absoluta llevar “el progreso” al campo, o sea, trans­formar la agricultura tradicional, adop­tando los insumos y las técnicas de origen industrial. El libro de Theodore Schultz —autor estadounidense cono­cido como uno de los ideólogos de la re­volución verde—Transformando la agri­cultura tradicional, enfatizaba que el agrónomo era una persona que iba a civilizar al sujeto de pies descalzos, al bárbaro que se encontraba en íntimo contacto con la naturaleza, pero so­me­tido a ella. La revolución verde inten­taría hacer que el individuo pasase a dominar la naturaleza, con todo lo que el progreso podría traer.
 
Los resultados anteriormente ci­ta­dos, por un lado positivos sin nin­gu­na duda, tuvieron sus contratiempos: un vocero del Banco Mundial dijo que entre 34 y 40 millones de toneladas de arroz de Asia dependían direc­ta­men­te del petróleo del continua­men­te ines­table Medio Oriente. Por su parte, el Ter­cer Mundo pasó a con­su­mir entre 10 y 20% de la producción mun­dial de agrotóxicos, y su consumo ten­día a aumentar rápidamente.
 
En Brasil, por ejemplo, el número de pla­gas en la agricultura aumentó, entre 1963 y 1973, de 243 a 593, mientras que el consumo de agrotóxicos se incrementó de 16 000 a 78 000 toneladas, pareciendo haber una relación di­rec­ta entre el consumo de estos productos y el surgimiento de plagas. Al mismo tiempo, el consumo de fertilizantes aumentó 1 290% mientras que la productividad aumentó solamente 4.9%.En casi toda Latinoamérica, después de muchos años de revolución verde, se puede observar el siguiente cuadro: los suelos agrícolas se trasfor­maron en simples sustratos de sus­ten­tación de plantas que exigen técnicas artificiales cada vez más caras, y el sín­toma más aparente de degradación que observamos es la erosión. La inves­tigadora brasileña en manejo ecológi­co de suelos, Ana Primavesi, sustenta que la erosión no es un fenómeno na­tu­ral, pero sí el fruto de un manejo ina­de­cuado del suelo. Lógicamente la de­clividad del terreno y la intensidad y duración de las lluvias intensifican la erosión, pero la práctica de una agri­cul­tura basada en una tecnología des­tructiva es su principal causa. Esta auto­ra agrega también que el uso indiscriminado de agrotóxicos y fertilizantes químicos han esterilizado el suelo, reduciendo al mínimo la activi­dad microbiana y la fauna del suelo, además de haber provocado la contaminación de las aguas subterráneas —principalmente con nitratos— y el enriquecimiento de las aguas superfi­ciales, tanto continentales (acequias, ríos, lagos) como costeras, lo que llevó, por ejemplo, el crecimiento explo­sivo de algas, ocasionando fuertes tras­tornos en el equilibrio biológico, como la mortandad de peces, entre otros. Asi­mismo, la compactación del suelo por las máquinas agrícolas ha destruido la fauna, misma que ayudaba a controlar otros seres vivos que podían causar daño a los cultivos.
 
La invención de los insecticidas sin­téticos fue una forma cómoda y apa­rentemente eficaz de controlar las plagas que surgieron con este modelo agrícola. Pero éstos atacan las consecuencias del problema —la plaga— y no la causa del mismo. Con la uti­li­zación de los agrotóxicos se acabaron las plagas y también sus enemigos na­turales. El problema es que muchas plagas desarrollaron mutaciones genéticas, lo que les garantizó su resurgi­miento, esta vez aniquilador debido a la muerte de sus enemigos naturales, causando daños a la agricultura y probando la ineficacia de gran parte de estos agrotóxicos. Además, ya son varios los estudios sobre la repercusión de estos productos sobre la salud humana, ya sea por contacto directo o por ingestión. En 1962, Rachel Carson en su polémico libro Silent spring presentaba datos alarmantes sobre la contaminación de los alimentos por pesticidas.
 
Desde el punto de vista social y eco­nómico (no macroeconómico), se puede deducir que este modelo agríco­la no tuvo un carácter muy positivo pa­ra la mayoría de los campesinos del Tercer Mundo. Para los trabajadores rurales ha significado sueldos misera­bles, desempleo y migración. Para los pequeños propietarios, aumento en las deudas para la obtención de insumos y aumento de la pobreza. La revo­lución verde vino a ofrecer semillas de alta productividad que en condiciones ideales y con grandes cantidades de fertilizantes y agrotóxicos pueden garantizar una alta productividad. Pe­ro si falta cualquiera de estos insumos, ha­brá altas probabilidades de fracasos en la productividad de las cosechas y no po­drán pagarse las deudas con­traí­das para la adquisición de los in­su­mos. Es importante notar, adicio­nal­men­te, que luego de décadas de revolución ver­de, una creciente mayoría de pe­que­ños agri­cultores en todo el mundo continúa sin tener acceso a cualquiera de estas tecnologías o al crédito para su obtención.
 
Un examen de más de 300 casos sobre las consecuencias de la revolución verde durante el periodo de 1970-1989, realizado por Freebairn en 1995, llega a la conclusión de que los autores de países occidentales desarrollados, que analizaron regiones integradas por numerosos países, frecuentemente señalan un recrudecimiento de las de­sigualdades en lo que respecta a los in­gresos. Por otro lado, los autores de ori­gen asiático, especialmente aquellos estudios que abarcan India y Filipinas, suelen indicar que el aumento de las desigualdades en cuanto a los ingresos no estuvo relacionado con la nueva tecnología. En síntesis, en más de 80% de los estudios examinados por Freebairn se llega a la conclusión de que el resultado había sido una mayor desigualdad.
 
Cuando se habla del tema de la mo­dernización en la agricultura, uno tien­de a imaginar de inmediato las mo­di­ficaciones resultantes de la sustitución de las técnicas agrícolas tra­di­cionales por técnicas modernas; más es­pecífi­ca­mente, cuando se intenta eva­luar el proceso, se busca hacer el aná­lisis de los índices de utilización de máquinas y de los varios insumos agrícolas. En rea­lidad, el significado de la moderniza­ción es mucho más complejo, pues al mismo tiempo que ocurre el progreso técnico en la agricultura, la organización de la producción se va modifican­do, principalmente en lo que se refiere a las relaciones socia­les de producción.
 
En el proceso de modernización, los pequeños productores (propietarios, eji­datarios, comuneros) van sien­do ex­propiados de sus propiedades, dando lugar a modelos organizacionales con moldes empresariales. Bajo éstos, la composición y utilización del trabajo se modifica, intensificando el uso de jor­naleros eventuales pagados a des­ta­jo. En este tipo de producción, el ca­pi­tal se impone subordinando las de­más relaciones de producción. Quien definió muy bien este proceso de trans­formación fue Graziano Neto, quien explica que el proceso de transforma­ción de la agricultura puede ser muy bueno para unos y un desastre para otros, pues la rápida acumulación del capital del cual ciertos sectores agríco­las e industriales se han beneficiado, al mismo tiempo ha conducido a la mi­se­ria creciente a la población con bajos recursos. Graziano aun agrega: “Es ne­cesario quitar el velo de la moderniza­ción para ver sus verdaderos rasgos”.
 
La erosión genética de las semillas
 
La élite de las variedades comerciales en que la moderna industria de la agri­cultura se basa presenta un alto grado de uniformidad genética porque son fruto de un riguroso trabajo de selección genética. Esta limitada base ge­né­tica las hace vulnerables a las en­fer­me­dades y a las plagas mien­tras que las especies nativas no lo son, por­que po­­seen una alta diversidad ge­nética. Sin em­bargo, la gama de genes de las especies nativas está siendo per­dida por la erosión genética y se está volviendo cada vez más difícil combatir el surgimiento de estas enfermedades, lo que resalta la vulnera­bi­lidad de los cul­tivos comerciales. Un buen ejemplo ocurrió en 1970, cuando 15% de la co­secha norteamericana fue perdida por el ataque de una plaga en 90% de sus variedades de maíz.
 
Otro lado oscuro de la erosión ge­né­tica de las semillas, es la reducción con­tinua de la variedad de alimentos con­sumidos por la gente. Los agricul­to­res de dos siglos atrás cultivaban 300 especies de plantas, todas de im­portan­cia primordial. Hoy, una familia se alimenta de 30 plantas, responsables de 95% de nuestro potencial nu­tri­ti­vo en cualquier parte del mundo (sea en Mé­xico, Canadá, Francia o Botswana). La proporción de cada uno se modifica, pero somos todos dependientes de estas mismas 30 plantas. Dicha dependencia ya causó serios problemas: uno de los primeros fue en 1845, cuan­do Irlanda culti­vaba las papas que venían de los Andes. Solamente una variedad sobrevivía en aquel país y eventualmente esa misma variedad de­sa­pareció por una enfermedad y 200 000 personas mu­rieron de hambre y dos millones tuvieron que emi­grar hacia otras partes del mundo. El principal pro­ble­ma era la uniformidad ge­nética. En 1943 en Ben­ga­la, India, el trigo desa­pa­reció por enfermedad, tam­bién por falta de va­ria­bilidad genética y seis millones de personas fallecieron. En realidad la uniformidad genética es una invitación para una epidemia de­vastadora y la erosión genética signifi­ca mucho más que la pérdida teórica de biodiversidad para los científicos del futuro.
 
Hace 20 años, India poseía 300 000 variedades de arroz, hoy día sobrevive no más de una docena, pues las varie­dades de alta productividad sustituyeron las restantes. En Turquía, donde se originó el lino, había 1 000 va­rie­da­des en 1945, sin embargo en los años sesentas quedaba solamente una va­rie­dad y, además, importada de Ar­gen­ti­na. De las 7 000 variedades de man­zana que existían en Estados Unidos en el siglo pasado, 6 000 ya no están disponibles. En resumen, la diversidad genética de los cultivos agrícolas realiza­dos por la humanidad en 10 000 años está ahora en severo riesgo en manos de las actuales fuerzas políticas y eco­nómicas y, por lo tanto, la posibilidad de una crisis es real.
 
Al mismo tiempo, el patrón de trans­ferencia de flujo génico de plantas entre los países desarrollados y los menos desarrollados ha sido siempre unidireccional: del Tercer Mundo a los países desarrollados. Desde 1950, sin em­bargo, ha existido un mayor equili­brio en este flujo con el inicio de la ex­portación de semillas de los países industrializados a las naciones del Ter­cer Mundo, pero en términos cualitativos, esta asimetría persiste ya que los recursos genéticos salen del Tercer Mundo como algo común, sin cos­to y como herencia de la humanidad y regresa como un bien, una propiedad privada con un valor de mercado. Al mis­mo tiempo que los gobiernos y las empresas de los países capitalistas avanzados han es­timulado la adopción de la legislación de los derechos legales de los creado­res de nuevas variedades (pbr), lo que implica reco­no­cer los derechos de pro­­piedad privada sobre el ger­­moplasma de las plantas. Del mismo modo que tratan de sostener enérgicamente la necesidad en co­lectar y preservar otras formas de germoplasma, como los cul­­tivares primitivos y las ra­zas locales. Lo más inte­re­sante es que buena parte de estas razas locales en­con­tradas en el Tercer Mun­do, son muy distintas de las va­riedades silvestres, pues fueron mejoradas por siglos por los pueblos nati­vos, pero esto es ignorado por los defensores de derechos legales de los creadores de nuevas variedades.
 
Por otra parte, se dice que los recursos genéticos del mundo están pro­tegidos por una red internacional de bancos de genes, centros de investiga­ción, laboratorio de semillas y dólares para la investigación; pero esto parece ser sólo en apariencia. El centro de esta red inicialmente era el International Board for Plant Genetic Resour­ces (ibpgr), en Roma. En la opinión del reconocido ambientalista Patrick Mooney, estos centros no eran otra cosa que una forma en que los países del norte garantizaban acceso irrestricto a los genes de especies de importancia económica provenientes de países del Tercer Mundo para alma­cenarlos en sus propios países, bajo los auspicios de la onu. En 1981 los paí­ses latinoamericanos presentaron una serie de inconformidades a esta organización: de los 127 000 ejemplares de semillas colectados, 94% se originaban en el Tercer Mundo y 91% de éstas es­taban almacenados en bancos genéti­cos de Estados Unidos, Japón, Reino Uni­do, Rusia y otros países industriali­zados. También se descubrió, en 1977, que el gobierno de Estados Unidos es­cribió una carta al ibpgr informando que todo el material almacenado en sus bancos debería ser considerado de su propiedad y que por razones po­líticas, de cuando en cuando, este ma­terial podría ser negado a otras nacio­nes. Algunos países que sufrieron el embargo de Estados Unidos fueron Afganistán, Albania, Cuba, Libia, Irán, Irak, Rusia y Nicaragua. Solamente Es­tados Unidos lo hizo de manera oficial, pero es bien sabido que otros países han realizado este tipo de embargo.
 
Después de varios cuestionamien­tos del Tercer Mundo en cuanto a la le­galidad de las acciones del ibpgr, los países latinoamericanos tuvieron algunos éxitos en sus acciones dentro de la onu. Crearon una comisión inter­nacional sobre recursos genéticos y se estableció una acción internacional sobre este mismo tema, lo cual fue el inicio de los trámites legales en los cuales el hemisferio norte tendría que pagar de alguna forma el germoplasma del hemisferio sur.
 
Como consecuencia de estos justos cuestionamientos políticos, a partir de los años ochenta, el ibpgr (hoy International Plant Genetic Resources Institute, ipgri) trató de establecer una red internacional para el almace­na­miento del germoplasma, lo que aumentó el número de centros de almacenamiento de 10 a 219. En los años noventas, el ibpgr fusionó sus redes con las de la fao; sin embargo, el ­estatus le­gal de la transferencia del germoplas­ma de la red no está completamente definido. Poco más de la mi­tad de estos 219 acuerdos legales de transferen­cias realizados, fueron con los bancos genéticos del norte, el resto fue dividi­do entre los bancos genéticos del sur y los centros internacionales de investigación en agricultura (iarc). Gran par­te de la variación genética en los cultivos ha sido colectada, pero existen muchas especies que no han sido ade­cuadamente conservadas y que per­ma­necen bajo un serio riesgo de erosión genética. Un aspecto problemático es que el estar almacenadas en bancos de germoplasma no siempre garantiza seguridad. Instalaciones y man­tenimiento inadecuados, restricciones económicas en la adquisición de recursos humanos, combinado con el es­tablecimiento de un sistema en el que ciertas fundaciones privadas participantes son de cuestionable eficiencia, hacen muy riesgosa la base para el al­macenamiento de la diversidad gené­tica de la agricultura mundial.
 
Al mismo tiempo, algunos miembros de la comunidad científica creen que los bancos genéticos no son la úni­ca salida para la conservación del ger­moplasma mundial. De esta forma, la unesco, desde la década de los setentas, declaró 144 áreas en 35 paí­ses como futuras reservas de la biós­fera. Hoy día, otros actores se involucran en ­este proceso, inclu­yendo las ong, abriendo un variado rango de opciones y perspectivas: algunas ong se dedican exclu­si­va­mente a la conservación ecológica, mientras que otras hacen énfa­sis en la necesidad de la conservación ge­nética en un contexto de inclusión participativa de las co­mu­ni­da­des rurales. Todas coinciden en la necesidad de desarrollar sistemas mutuos de apoyo que deben asegu­rar que el germoplasma de las plan­tas sea efectivamente con­servado.Los señores de la vida.
 
En la mitad del siglo XIX, diversos economistas describieron lo que se ha denominado “acumulación primitiva”, que sería, en pocas pa­labras, la génesis de la desigualdad social moderna, es decir, la acumu­lación asimétrica de quienes son dueños de los medios de producción ante aquellos que forman par­te de la fuerza de trabajo. Este fe­nómeno económico surgió entre los siglos XIV y XVI y resultó hacia el siglo XIX en la extinción de la fi­gura del siervo feudal y en la crea­ción del hombre proletario, o sea, aquel que no dispone de otra alter­nativa para su sobrevivencia más que vender su fuerza de trabajo.
 
Después de 500 años del inicio de la acumulación primitiva y des­pués de cerca de 60 años de la revo­lución verde, algunos movimien­tos sociales sostienen que, actualmen­te, un proceso análogo está en pleno desarrollo en el mundo entero.Según ellos, las grandes corpo­raciones estarían promoviendo, con el uso de los más modernos avances en la tecnología, nuevas for­mas de “encajonar” a la sociedad. Del mismo modo que las tierras comunales fueron tomadas por aquellos que se volvieron due­ños de la producción, las grandes empresas estarían promoviendo el uso de ciertas tecnologías para adquirir privilegios y crear nuevos monopolios. Por medio del con­trol del desarrollo tecnológico, ellas estarían creando mecanismos que, combinados con las leyes de propiedad intelectual, aumentarían el poder de los monopolios es­tablecidos y generarían otros, aho­ra sobre las formas de la vida. Así como la acumulación primitiva hi­zo uso de la usurpación de la tierra de los campesinos, hoy el control so­bre las formas de vida estaría en camino de volverse un privilegio de unas pocas empresas.Prueba de lo anterior es que, hoy día, según un informe del Gru­po internacional etc (Action Group on Erosion, Technology and Concentration), que monitorea las activi­dades de las grandes corporacio­nes en la agricultura, la alimentación y la farmacéutica, a partir de 2003 se concluyó que las 10 más grandes industrias productoras de semillas saltaron, de controlar un ter­cio del comercio global, a con­trolar la mitad de todo el sector. Con la compra de la empresa mexicana Se­minis, Monsanto pasó a ser la mayor empresa global de venta de se­millas (no solo transgénicas, de las cuales controla 90% del mercado, sino de todas las comercializadas en el mundo), seguida por Dupont, Syngenta, Groupe Li­magrain, KWS Ag, Land O’Lakes, Sakata, Bayer Crop Sciences, Taikii, DLF Trifolium & Delta, y Pine Land.
 
En relación con los agrotóxicos, las diez principales compañías re­ci­ben 84% de las ventas mundiales. Éstas son: Bayer, Syngenta, basf, Dow, Mon­santo, Dupont, Koor, Su­­mitomo, Nufarm y Arista. Con tal ni­vel de concen­tración, se prevé que sobrevivirán so­lamente tres: Bayer, Syngenta y basf. Monsanto no ha renunciado a este lu­crativo merca­do, pero su retraso rela­tivo (del ter­ce­ro al quinto lugar) se debe a que la ma­yoría de su producción actualmente está enfocada a los pro­duc­tos transgé­nicos como frente en la venta de los agrotóxicos.
 
Las diez empresas biotecnológicas más grandes del mundo (dedicadas a subproductos para la industria farma­céutica y la agricultura) son solamen­te 3% de la totalidad de este tipo de em­pre­sas; pero éstas controlan 73% de las ventas. Las principales son Amgen, Mon­santo y Genentech.
 
Reflexionando sobre la breve histo­ria de la revolución verde y algunas de sus más funestas consecuencias globales, tanto sociales como ecológicas, y parafraseando a Silvia Ribeiro de etc, “lo único que le queda a la sociedad civil es admitir que el fortalecimiento de las estructuras comunitarias y so­lidarias ya no es solamente una opción ideológica, sino un principio de sobrevivencia tanto para la sociedad como para el medio ambiente de éste, nuestro planeta”.
   
Agradecimientos

Agradezco a Octavio Miramontes y Pedro Miramontes por los valiosos comentarios.
     
Referencias bibliográficas

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Freebairn, D. K. 1995. “Did the green revolution con­centrate incomes? A quantitative study of research re­ports”, en World Dev., núm. 23, pp. 265-279.
Mooney, R. P. 1987. O escândalo das sementes: o domínio na produção de alimentos. Nobel, São Paulo.
Kloppenburg, J. R. Jr., 1990. First the seed. Cambridge Uni­versity Press.
Primavesi, A. 1984. Manejo ecológico do solo: a agri­cultura em regiões tropicais. Nobel, São Paulo.
Schultz, T. 1964. Transforming traditional agricul­ture. New Haven.
     
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Eliane Ceccon
Centro Regional de Investigaicones Multidisciplinaria,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es ingeniera forestal, maestra en Ciencias, especialista en agroforestería y doctora en ecología. Actualmente es investigadora en el programa Perspectivas Sociales del Medio ambiente, del Centro Regional de investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM, en el área de restauración ecológica y productiva, dinámica de ecosistemas perturbados y educación ambiental.
     
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como citar este artículo
 
Ceccon, Eliane. 2008. La revolución verde: tragedia en dos actos. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 20-29. [En línea]
     

 

 

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 Jacqueline Ceja, Adolfo Espejo, Ana R. López,
Javier García, Aniceto Mendoza y Blanca Pérez
     
               
Como resultado de la adaptación a las diversas condiciones
ambientales en que viven, las plantas han desarro­lla­do algunas estrategias entre las que se encuentran las diferentes formas de vida, así por ejemplo, las que crecen en am­bientes acuáticos reciben el nombre de hidrófitas, las que habitan en lugares muy húmedos son llamadas higró­fitas, las que viven en suelos con alta concentración de sa­­les son conocidas como halófitas, las que habitan en am­bien­tes secos se denominan xerófitas, etc.

Un caso especialmente interesante dentro de estas formas de vida vegetal es el de las epífitas, grupo de plantas que, por diversas razones, han abandonado el hábito terres­tre y se han adaptado a vivir sobre otras plantas para obtener los recursos que necesitan para desarrollarse.
 
El término epífito deriva del griego epi, arriba, y phy­ton, planta, lo que literalmente nos indica que son plantas que crecen encima de otras, nombradas forófito. Lo que en principio pareciera una definición clara, ha sido objeto de una amplia discusión, ya que no se especifica si toda la planta o sólo una parte de la misma debe encontrarse so­bre el forófito, tampoco se menciona el tiempo de permanencia sobre éste o si la epífita recibe o no nutrimentos y agua por parte del hospedero.

Vivir sobre otras plantas, al contrario de lo que pudiera pensarse, no es nada sencillo. En primer lugar debemos no­tar que no hay suelo, es decir que no hay un sustrato en el que se encuentren los nutrimentos y la humedad ne­cesarios para llevar a cabo las funciones vitales básicas, por lo que es necesario dar solución a una serie de proble­mas como ¿dónde conseguir dichos nutrimentos?, ¿cómo obtener y retener el agua para su posterior uso?, ¿qué mo­dificaciones tuvieron que sufrir en sus estructuras para conseguirlo? y otros más.


Adaptaciones

Si bien crecer por encima del nivel del suelo presenta la ven­taja de tener menos competencia por la luz, es desfavo­rable en lo que a captación de agua y minerales se refiere. Para solucionar dicho problema, las epífitas han desarrollado modificaciones morfológicas, anatómicas y fisiológi­cas que les permiten captar, absorber y almacenar el agua, así como evitar su pérdida y la de los solutos en ella disuel­tos. Además, han modificado sus flores e inflorescencias para favorecer su éxito reproductivo, lo cual les ha permitido colonizar nichos ecológicos específicos en una gran diversidad de hábitats.

Modificaciones morfológicas


Uno de los ejemplos más comunes de cómo la forma de los vegetales se modifica para poder satisfacer su necesidad de cap­tar y almacenar agua y materia orgánica, es el de aque­llos cuyas hojas se disponen formando una roseta y cons­tituyen una especie de embudo que permite retener el líquido y llevarlo hacia el centro, razón por la que reciben el nombre de plantas tanque. Este fenómeno se puede observar en grupos como las bromelias, las orquídeas y en algunos helechos.

Otra estrategia que también permite almacenar agua es el desarrollo de suculencia o engrosamiento en hojas —como en las crasuláceas y las orquídeas— y tallos —como los pseu­dobulbos de muchas orquídeas. Dicha modificación se re­laciona estrechamente con la presencia de tejidos especia­lizados para esta función.

Tal vez menos evidente, pero igualmente importante, es la necesidad que tienen las epífitas de algunos elemen­tos como el nitrógeno, por lo que han desarrollado hojas y tallos —rizomas en helechos y pseudobulbos en orquídeas— que se modifican para formar cavidades llamadas domacios, donde albergan una gran cantidad de insectos, sobre todo hormigas. A través de una serie de experimentos con marcadores radioactivos, autores como Dejean y co­laboradores en 1995 y Del Val y Dirzo han demostrado que las plantas absorben, vía paredes celulares, el nitróge­no pro­ducido por los desechos que dejan estos insectos en los do­macios, cubriendo así los requerimientos que de este elemento la planta tiene.

Modificaciones anatómicas

Entre las estrategias aplicadas para evitar la pérdida de agua que se presenta no sólo en las epífitas, sino en muchas de las plantas que están sometidas a estrés hídrico —como las xe­rófitas—, están el desarrollo de una cutícula gruesa y el de­pósito de distintas capas de cera sobre la superficie epidér­mica, las cuales forman una barrera impermeable que cu­bre el tejido, permitiendo que la evaporación del vital lí­quido sea eficazmente regulada por las estructuras diseñadas para tal fin, los estomas.

En grupos como los helechos y las bromelias, los tri­co­mas —escamas, pelos, papilas, etcétera— desempeñan un pa­pel muy importante no sólo en la captación sino tam­bién en la retención de agua, por lo que llegan a ser es­truc­­turas al­tamente complejas en forma y función. Además, Benzing ha señalado que reflejan la luz, protegiendo el adn de los ra­yos solares y ofrecen protección contra los her­bívoros.
 
Muchas epífitas y hemiepífitas —como las orquídeas y las aráceas, respectivamente— han desarrollado un tejido especializado que cubre sus raíces. El velamen, como se le conoce, se considera un tipo de epidermis formado por nu­merosas capas de células muertas con engrosamientos en las paredes celulares, lo cual sirve para prevenir el co­lapso celular y proteger las raíces de daños mecánicos. En tempo­rada de lluvias, el velamen se llena pasivamente de agua, mien­tras que en la temporada de secas, pro­por­cio­na una ba­rrera que impide la pérdida de agua por trans­pi­ración.

Tal vez la forma más común, anatómicamente hablan­do, de almacenar agua es mediante el desarrollo de tejidos como la hipodermis y el parénquima acuífero, que pueden estar formados por una o varias capas de células con pare­des delgadas pero con refuerzos helicoidales que evitan su colapso en temporada de sequía y les brindan una extensi­bilidad en tiempo de lluvias. La presencia de estos tejidos fre­cuentemente se asocia con la forma de la planta, ya que es común encontrarlos en familias que desarro­llan órganos carnosos —suculentos—, como las orquídeas —pseudo­bul­bos— y las crasuláceas —hojas y tallos. También es posi­ble hallarlos en aquellas plantas conocidas como de la re­su­rrec­ción o poiquilohídricas —como algunas especies de Se­la­gi­nella—, cuya estructura varía drásticamente, permanecien­do sus células y sus tejidos viables después de ciclos de deshidratación y rehidratación extremas.


Modificaciones fisiológicas


La principal ruta de pérdida de agua, no sólo en las plantas epífitas sino en todas aquellas que tienen un acceso limitado a este recurso —como las xerófitas—, son los estomas, por lo cual un mecanismo que permita reducir la pérdida de agua por esta vía será de suma importancia. Si conside­ramos que las temperaturas más altas se alcanzan durante el día, cuando generalmente los estomas se encuentran abier­tos, el que éstos se abran por la noche, cuando las tem­peraturas son más bajas, reducirá notablemente la evapo­ra­ción. Esta estrategia, si bien soluciona un importante problema, requiere el desarrollo de una serie de adaptacio­nes fisiológicas que permitan realizar adecuadamente el proce­so de fotosíntesis; tal vez es por ello que en un gran núme­ro de plantas epífitas se ha desarrollado el llamado metabo­lismo ácido de las crasuláceas —cam, por sus siglas en inglés—, el cual consiste en que los estomas abran de no­che, captando CO2 con la pérdida mínima de agua, transfor­mándolo, a través de una serie de reacciones químicas, en ácido málico, mismo que es almacenado en las vacuolas. Al amanecer, las plantas cierran sus estomas y con la presencia de la luz se libera el ácido málico de la vacuola, el cual a su vez reacciona para liberar el CO2 almacenado, mis­mo que llega al cloroplasto iniciando el ciclo de Calvin, dando como resultado agua y azúcares, elementos indispensables para la supervivencia de la planta.

Otra adaptación presente en algunas epífitas es la asociación entre las raíces de una planta vascular y un hongo, relación que es conocida como micorriza. El hongo que coloniza la raíz se beneficia con los productos de la fotosíntesis, mientras que la planta incrementa la absorción de agua y nutrimentos, principalmente de fósforo.
 
Modificaciones reproductivas
 
La evolución de los mecanismos de dispersión de las epí­fi­tas se relaciona con la necesidad de sus diásporas —es­truc­turas de dispersión— por alcanzar la superficie de los forófitos para poder germinar. Muchas de las estructuras de dispersión de este grupo de plantas son de tamaño pe­que­ño —como las esporas de los helechos o las semillas de las or­quídeas— o presentan modificaciones en su estructura —como las semillas plumosas o aladas de las bromelias—, para poder ser dispersadas por el viento, alcanzando sitios inaccesibles para otros grupos de plantas. También se ha visto que la presencia, en algunas epífitas, de bayas car­nosas y coloridas o de cápsulas con semillas ariladas —como en las aráceas—, atraen a las aves que habitan en el dosel de la vegetación y éstas dispersan sus semillas al usarlas como alimento.

Rivas y sus colaboradores han señalado que las micorri­zas también son importantes para la germinación de las es­poras y de las semillas de algunos grupos de epífitas, ya que si bien su tamaño pequeño les permite ser dispersadas por el viento, las reservas nutritivas necesarias para su germinación son escasas, por lo que para suplir esta caren­cia de nutrimentos se genera una relación de dependencia con algunos grupos de hongos, cuyas hifas alimentan a los embriones de las semillas, al menos durante su desarrollo inicial.
 
Su distribución y diversidad
 
Además de las interrogantes ya planteadas, otras cuestiones de interés para el estudio de las epífitas son ¿sobre qué plantas crecen?, ¿cuántos grupos con plantas epífitas exis­ten?, ¿cuál es su papel en las comunidades de las que for­man parte? La distribución espacial de las epífitas se rela­ciona con las condiciones microclimáticas del hábitat y las caracterís­ticas propias del forófito sobre el que crecen. Son diversos los trabajos que acerca de este tema se han realizado, repor­tando que algunos factores como la edad del hospedero, el tipo y la composición de la corteza, el tama­ño y la forma de la copa y de las hojas, el diámetro, la po­sición e inclina­ción del tronco y de las ramas, son determinantes para el estable­cimiento y la abundancia de las po­blaciones de epí­fitas. Sin embargo se ha visto que no siem­pre responden igual a un mis­mo patrón de condiciones, dando como resul­tado que zo­nas aparentemente simi­lares tengan una rique­za dis­tin­ta. En términos generales se ha observado que los árbo­les de crecimiento lento, con una copa abierta y con cor­te­zas estables y absorbentes re­sultan excelentes forófitos.

Autores como Madison, Gentry y Dodson, Kress, Benzing y Dickinson y sus colaboradores, han señalado que las epífitas y hemiepífitas representan alrededor de 10% de la diversidad vegetal en el mundo, estimándose que hay entre 65 y 84 familias con 850 o 896 géneros que agrupan de 23 466 a 29 505 especies de plantas vasculares con esta for­ma de vida. De las familias de espermatófitas con re­pre­sen­tantes epífitos, sólo 32 de ellas incluyen cinco o más es­pecies con esta forma biológica, en tanto que casi 20% de las pteridofitas son epífitas. Dentro de las angiosper­mas, son las monocotiledóneas las que cuentan con la más alta representación de epífitas, principalmente las familias Or­chidaceae, Bromeliaceae y Araceae.

En lo que se refiere a su distribución geográfica, In­groui­lle y Eddie mencionan que presentan mayor diversi­dad en los bosque tropicales del neotrópico, donde su es­pe­ciación ha sido importante, particularmente en algunas familias como Bromeliaceae y Cactaceae, mientras que su representación en África es mucho menor, con cerca de 2 400 taxa epífitos y en Australasia es intermedia, con apro­ximadamente 10 200 especies.

México tiene más de la mitad de su territorio situado al sur del Trópico de Cáncer, es decir en la zona más cálida del planeta, condición que lo coloca en una situación privilegiada en lo que a cantidad de especies y diversidad de hábitos y formas de vida se refiere. Aguirre León ha estimado que existen alrededor de 1 377 especies de epífitas en México, 28 familias y 217 géneros (de los cuales 191 son de plantas con semilla y 26 de helechos), distribuidas prin­cipalmente en las selvas y bosques tropicales del país. Comparadas con el total mundial, el número de especies epífitas presentes en México se situaría entre 4.7 y 5.9%, con 24.2 a 25.5% de los géneros y 33.3 a 43% de las familias con representantes epífitos en todo el mundo.
 
Su importancia en las comunidades vegetales

Las plantas son parte fundamental de los distintos ecosistemas que se presentan en nuestro planeta, ya que desde los más imponentes árboles hasta las más delicadas hierbas forman la base de todas las comunidades biológicas co­nocidas. Un componente importante dentro de algunas de estas comunidades son las epífitas, las cuales, dependiendo de las condiciones ambientales en las que se desarrollen, pueden presentar una gran diversidad de formas.Las epífitas desempeñan un papel muy importante en la dinámica de las comunidades ya que al estratificarse verticalmente, desde los troncos de los árboles hasta las co­pas del dosel, ofrecen una gran variedad de nichos y recur­sos que son aprovechados por diversos grupos de animales —hormigas, artrópodos, anfibios, aves, etcétera—, con­tri­bu­yen­do al incremento de la biodiversidad de las comunida­des donde se encuentran. Un ejemplo en este sentido es el expuesto por Cruz Angón y Greenberg, quienes demostra­ron que en los cafetales de sombra en los que se conservaron las epífitas, la diversidad y la abundancia de las aves fue más alta que en aquellos en los que se eliminaron, debi­do a que su ausencia disminuyó los diferentes sustratos de forrajeo, el material utilizado para hacer los nidos y los si­tios en donde establecerlos, aumentando la competencia por los lugares para la anidación y dándose entonces una mayor depredación.Las plantas epífitas, principalmente las de tipo roseta, acumulan grandes cantidades de agua entre sus hojas, pro­porcionando una vía alterna en la dinámica de este recurso dentro del bosque, además, la biomasa de las epífitas esta­blecida en las ramas interiores de los árboles, alberga un alto contenido de nutrimentos esenciales como fósforo y ni­trógeno los cuales posteriormente son reciclados, brin­dan­do rutas alternas al ciclo de nutrimentos y a la dinámi­ca del agua en las comunidades.El tráfico de animales y plantas silvestres es una de las mayores amenazas a la diversidad biológica, y las plan­tas epí­fitas son un grupo especialmente susceptible a esta ac­tividad ya que proveen al mercado hortícola de una gran cantidad de especies —principalmente bromelias y orquídeas—, las cuales son extraídas sin ningún tipo de control de las zonas donde habitan, generando desequilibrio en los eco­sistemas e incluso la desaparición de algunas especies. Por ello es importante promover estrategias que permitan el uso racional de este recurso, apoyando la economía de las comunidades rurales de las que se obtengan las plantas, sin menoscabo de las poblaciones, evitando con ello la al­teración del ecosistema en su conjunto.Finalmente, es importante resaltar que las epífitas son un grupo de plantas complejo y diverso que puede ser es­tudiado desde distintas perspectivas con el fin de profundizar en el conocimiento de sus diferentes aspectos bio­ló­gicos, con lo cual queda claro que aún hay mucho por hacer en tor­no a ellas.
  articulos  
Referencias bibliográficas

Aguirre León, E. 1992. “The vegetative basis of vascular epiphytism”, en Selbyana, núm. 9, pp. 22-43.
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Benzing D. H., 2000. Bromeliaceae-profile of an adap­tive radiation. Cambridge University Press, Cambridge.
Cruz Angón, A., y R. Greenberg. 2005. “Are epiphy­tes important for birds in coffee plantations? An experi­mental assessment”, en Journal of Applied Ecology, núm. 42, pp. 150-159.
Dejean, A., I. Olmsted y R. R. Snelling. 1995. “Tree-epiphyte-ant relationships in the low inundated forest of Sian Ka’an Biosphere Reserve, Quintana Roo, Me­xi­co, en Biotropica, vol. 27, núm. 1, pp. 57-70.
Del Val, E., y R. Dirzo. 2004. “Mirmecofilia: las plantas con ejército propio”, en inci, vol. 29, núm. 12, pp. 673-679.
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Ingrouille, M. J., y B. Eddie. 2006. Plants. Diversity and evolution. Cambridge University Press, Cambridge.
Kress W. J. 1989. “The systematic occurrence of vas­cular epiphytes”, en Vascular plants as epiphytes: evo­lution and ecophysiology, Lüttge U. (ed.), Ecological Studies. Heidelberg: Springer Verlag, pp. 234 - 261.
Madison, M. 1977. Vascular epiphytes: Their sys­te­ma­tic occurrence and salient features, en Selbyana, vol. 2, núm. 1, pp. 1-13.
Nadkarni, N. M., M. C. Merwin y J. Nieder. 2001. “Fo­rest canopies, plant diversity”, en Encyclopedia of Biodiversity, volumen 3, Academic Press.
Rivas, M., J. Warner y M. Bermúdez. 1998. “Presencia de micorrizas en orquídeas de un jardín botánico neo­tro­pical, en Revista de Biología Tropical, vol. 46, núm. 2, pp. 211-216.
Zotz, G. 2005. “Vascular epiphytes in the temper­ate zones-A review”, en Plant Ecology, núm. 176, pp. 173-183.
     
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Jacqueline Ceja Romero, Adolfo Espejo Serna, Ana Rosa López Ferrari,
Javier García Cruz, Aniceto Mendoza Ruiz y Blanca Pérez García.
Departamento de Biología, División de Ciencias Biológicas y de la salud,
Universidad Autónoma Metropolitana-­Iztapalapa.
 
Integran el cuerpo académico de Biología de Plantas Vasculares de la UAM-Iztapalapa, institución en la que se desempeñan como profesores investigadores del Departamento de Biología. Los primeros cuatro trabajan Florística y sistemática de Monocotiledóneas y los últimos dos estudian Biología de Pteridofitas.
     
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como citar este artículo
 
Ceja Romero, Jaqueline y et.al. 2008. Las plantas epífitas, su diversidad e importancia. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 34-41. [En línea].
     

 

 

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 Mariana Rojas Aréchiga
     
               
A lo largo de su historia, el hombre ha empleado un 
un sinnúmero de plantas para diferentes usos: alimenticio, medicinal, ornamental y albergue, en­tre otros. De esta manera, la curiosidad del hombre por explorar en lo pro­fundo de la mente y el espíritu, llevó a que las plantas alucinógenas hayan sido ampliamente utilizadas en la me­ditación, cura y adivinación por diver­sas culturas en todo el mundo.
 
Apoyándose en la evidencia de que en algunas piezas arqueológicas de ha­ce 2 000 años, encontradas en Colima, pueden reconocerse algunas plantas alucinógenas, entre ellas al peyote, el antropólogo estadounidense Weston La Barre sostiene que algunas de estas plantas ya se utilizaban en la Edad de Bronce. Sin embargo, el etnólogo da­nés Carl Lumholtz —quien realizó los primeros estudios sobre la cultura de los indígenas de Chihuahua—, estima que el culto al peyote es aún más an­ti­guo, indicando que su empleo se re­mon­ta a más de 7 000 años, pues se han encontrado restos de esta planta que datan de esa edad. México representa el país más rico del mundo respecto a la diversidad de alucinógenos y al uso que de ellos han hecho diver­sos pueblos indígenas. Indudablemen­te el peyote y el hongo —éste último co­nocido como teonanacatl, “la carne de los dioses”, por los mexicas—, son los alucinógenos sagrados más impor­tantes. La civilización mexica tenía un gran conocimiento sobre el uso de las plantas y utilizaba una gran variedad de ellas con fines medicinales; tal era el caso de varias especies de cactus, en­tre ellas el peyote, el tabaco, el to­loa­che y algunos hongos. Desde épocas prehispánicas, los indígenas han considerado el peyote como planta di­vina que les confiere una serie de be­ne­ficios entre los cuales se encuentran curar enfermedades, tener buenas cosechas, predecir el futuro y ser vale­rosos en las batallas, además de trans­ferirles poderes telepáticos.

Durante la Conquista, la civilización mexica horrorizó a la sociedad ca­tólica del siglo XVI en lo que al uso de plantas y sacrificios humanos se refie­re. Estas plantas fueron vistas como ma­lignas y diabólicas por lo que se hizo una destrucción sistemática de su amplio conocimiento etnobotánico. En 1571 la Inquisición llegó a México y pa­ra 1620 fue oficialmente declarado que el uso del peyote era un culto satá­nico y se prohibió terminantemente. No obstante, a pesar de la prohibición católica, que continuó hasta el siglo xviii, algunos líderes de la Iglesia tra­ta­ron de juntarse con grupos indígenas en ceremonias religiosas y curati­vas. Ejemplo de ello es la misión denomi­na­da El Santo de Jesús Peyotes, en Coa­huila. Incluso actualmente, algunos in­dígenas mexicanos practican una mez­cla inusual entre catolicismo y pe­yotismo, en el cual el sacerdote cató­li­co también hace el papel de curande­ro durante el ritual en el cual se consume peyote.
 
A pesar de que se hizo una destruc­ción masiva de toda la cultura botáni­ca mexica, el conocimiento de algunas plantas pudo rescatarse gracias a cronistas y médicos españoles interesados en el tema. Así, aparentemente la primera referencia al peyote se hizo en La historia general de las cosas de la Nueva España por el cronista español fray Bernardino de Sahagún, quien vi­vió gran parte de su vida entre indíge­nas mexicanos, pero cuya obra no fue publicada sino hasta el siglo xix, por lo que generalmente se le otorga el crédito al médico Juan de Cárdenas. En es­te manuscrito, en la sección que ha­bla sobre plantas medicinales, se des­cribe una raíz a la que llamaban peyotl —que en náhuatl se refiere a una ­planta con raíz blanca tuberosa—, y se dice que aquellos que la comían o bebían no ne­cesitaban vino. La primera descrip­ción completa del peyote se men­cio­na en un tratado de hierbas mexicanas llamado De historia plantarum Novae Hispaniae, escrito por Francisco Hernández, quien fuera médico particular del Rey Felipe II de España y que pa­só cinco años recopilando informa­ción botánica de aproximadamente 300 plantas en latín, español y náhuatl. Él distinguió dos tipos de peyotl: xochi­milcensi y zacatecensi, donde aparente­mente sólo el segundo es el verdadero peyote. Probablemente, una de las pri­meras descripciones médicas más importantes acerca de los efectos del pe­yote es la de Juan de Cárdenas, cuyo trabajo se publicó en 1591 bajo el tí­tulo Problemas y secretos maravillosos de las Indias, donde en un capítulo des­cribe la diferencia de los efectos del pe­yotl en el cuerpo y la mente.
 
A pesar de que la presencia de com­puestos alcaloides con poderes alu­cinógenos es muy común entre las cac­táceas, la gran mayoría de los estu­dios se han centrado en el peyote. El bo­tá­nico Richard Schultes y el quími­co Al­bert Hoffmann denominaron al pe­yo­te, junto con otras plantas entre las que se pueden mencionar varios ti­pos de hongos, al toloache y a la ma­ri­gua­na, “las plantas de los dioses”, por los usos medicinales y terapéuticos que ofrecen y por las ceremonias reli­giosas que se hacían en torno a algunas de ellas.

El peyote ha sido utilizado en el Nue­vo Mundo desde hace al menos 2 000 años, llegando a ser una parte in­tegral de la cultura de cada pueblo de­bido a sus poderes curativos y por su capacidad para inducir visiones. En la actualidad, esta planta es sagrada para varios pueblos indígenas de México, particularmente para los tarahumaras y para los huicholes quienes le llaman híkuri o jículi. Los huicholes conservan y practican una ancestral ceremo­nia: recorren cientos de kilómetros para llegar a Wirikuta, San Luis Potosí, que es la tierra sagrada del peyote y, se­gún ellos, el centro del mundo. En es­ta peregrinación los huicholes iden­tifican al peyote con el venado y emprenden una cacería para obtenerlo. Debido a que esta planta tiene una am­plia distribución en México, proba­blemente sus propiedades alucinógenas fueron descubiertas de manera in­dependiente por varios pueblos.
 
Sus nombres…
 
El peyote, cuyo nombre científico es Lo­phophora williamsii (Lemaire ex Salm-Dyck) J.M. Coulter, tiene varios nom­bres comunes en diferentes idiomas, entre los que podemos mencionar: pe­yote, peyotl, challote, devil´s root, cactus pudding, raíz del diablo, mescal, botón de mescal, peote, piote, tuna de tierra, whiskey cactus.
 
Los diversos estudios de índole bo­tánica, farmacológica y química rea­li­zados con esta planta condujeron a se­rios problemas taxonómicos que fue­ron resueltos poco a poco con estudios de campo. El botánico francés Charles Le­maire fue el primero en publicar un nom­bre botánico para el peyo­te, pero desafortunadamente el nombre utili­za­do por Lemaire —Echinocactus wil­liam­­sii— que apareció en 1845 en un ca­tálogo hortícola, carecía de descrip­ción e ilustración. De este modo, el prín­cipe Joseph Salm-Dyck, otro bo­tá­nico europeo, realizó una breve des­crip­ción en latín de la planta (sin ilus­tración) para validar el binomio usado por Lemaire. Así, la primera ilustración de un peyote apareció hasta 1847, en la revista Curtis´ Botanical Maga­zine. En 1894, John Coulter realizó un estu­dio taxonómico del peyote y describió al género Lophophora. Edward F. An­der­son designó en 1969 como neotipo un espécimen proveniente de San Luis Potosí (E. williamsii).
 
Muchas otras especies de cactáceas han sido nombradas también como pe­yote o peyotillo, algunas porque también contienen alcaloides y otras por cierta similitud morfológica. Estas es­pecies son, entre otras: Ariocarpus aga­voides, A. fissuratus, A. kotschoubeya­nus, A. retusus, Astrophytum asterias, A. capricorne, A. myriostigma, Aztekium rit­teri, Mammillaria longimamma, M. pec­tinifera, Obregonia denegrii, Pelecy­­pho­ra aselliformis, Strombocactus dis­ci­formis y Turbinicarpus pseudopecti­natus.
 
…y usos

Uno de los principales usos entre los indígenas de México y los indios de Nor­teamérica es el terapéutico, lo cual explica en gran medida la disemi­na­ción del peyotismo de México a Es­ta­dos Unidos. Por su valor para inducir alucinaciones, el peyote se convirtió en la medicina más potente para ahu­yentar el mal o las influencias sobrena­turales. Edward Palmer, quien realizó extensas investigaciones botánicas en México durante el siglo xix, reportó que el peyote se utilizaba como un re­medio para la fiebre, para incrementar la lactancia, para calmar dolores de la espalda y para inducir un sueño re­parador. También se utilizaba conjun­ta­mente con otras plantas para aliviar enfermedades más graves. Wendell C. Bennett, Robert M. Zingg y Robert Bye, en su estudio de la cultura tarahu­mara, describen que el peyote es utili­zado para curar enfermedades como el reumatismo, para tratar mordeduras de serpientes y alacranes y para aliviar contusiones. Bye describe que el peyo­te permite al chamán ayudar al alivio de su paciente.

Los indígenas de México utilizan el peyote principalmente para proteger­se de enfermedades, esto es, para crear una barrera de tal manera que cualquier influencia maligna no tenga efec­to sobre ellos. Por lo contrario, los in­dios de Norteamérica utilizan el pe­yote para tratar a la persona enferma, para purgarla de lo que le está causando la enfermedad.

Su farmacología… 

El primer reporte de presencia de al­ca­loides en el peyote fue realizado por Louis Lewin, farmacólogo alemán, de ahí que uno de los primeros nombres, sin validez botánica, que se le dio al pe­yote fue Anhalonium lewinii, aunque el descubridor de uno de los alcaloides (anhalonina) fue John R. Briggs, un mé­dico estadounidense que escribió acer­ca de sus efectos en 1887, desatán­dose así el boom del peyote. En muchos estudios farmacológicos posteriores se describieron los diversos efectos de sus alcaloides. Arthur Heffter, otro far­macólogo alemán, descubrió un alca­loi­de más, al que denominó pellotina; asimismo logró identificar otros tres al­caloides y determinó que uno de ellos, la mescalina, era el principal agen­te psi­coactivo del peyote. Éste fue el pri­mer compuesto alucinógeno quí­mi­ca­men­te identificado por el químico aus­triaco Ernst Spath. A la fecha, más de 55 diferentes sustancias alcaloides han sido aisladas y caracterizadas en el peyote y también descritos sus efec­tos. El principal alucinógeno es la mes­calina que actúa directamente sobre el sistema nervioso central y es la que pro­voca las alucinaciones básicamen­te visuales, aunque también pueden ex­perimentarse alucinaciones auditivas, olfativas, táctiles y gustativas. Por sus propiedades psicoactivas, la mescalina fue la primera sustancia alucinó­gena en utilizarse en estudios psiquiá­tricos principalmente para el estudio de la esquizofrenia.

Muchas otras especies de cactáceas contienen un gran número de sus­tan­cias alcaloides, pero ninguna de ellas tie­ne tanta historia y magia alrededor como el peyote.

…y su biología
 
El peyote se distribuye desde el sur de Texas hasta San Luis Potosí, Zacatecas, Tamaulipas, Nuevo León, Coa­hui­la y Chi­huahua. Puede confundirse con mu­chas otras especies de cactus que lle­van como nombre común peyote o peyotillo, pero el verdadero peyote es inconfundible por su color verde azu­lado y porque carece de espinas. El gé­nero comprende otra especie endémi­ca de los estados de Querétaro, Hi­dalgo y San Luis Potosí —Lophophora diffusa (Croizat) H. Bravo— que, debido a su res­tringida distribución, se considera una especie amenazada. Aunque tam­bién es comúnmente llamada peyote, ésta difiere morfológica y químicamen­te de L. williamsii, misma que hoy día se encuentra bajo la categoría de pro­tec­ción especial, según la Norma Eco­lógica de México.
 
Acerca de Lophophora williamsii exis­ten pocos estudios ecológicos. Al­gunos trabajos efectuados en diferen­tes sitios de estudio señalan que un gran porcentaje de individuos se encuen­tran asociados con alguna planta nodri­za, entre las que podemos citar algunos nopales, agaves y la gobernadora. Este conocido fenómeno de nodricismo se ha reportado para un gran núme­ro de cactáceas, en el cual se favorece la germinación y el establecimiento por determinadas condiciones micro­climáticas.
 
Particularmente entre las pobla­cio­nes del desierto potosino se hallan po­blaciones perturbadas y con bajos ni­ve­les de reclutamiento debido, sobre todo, a un aumento en la actividad agrí­cola y la sobrecolecta. Asimismo, en el desierto de Real de Catorce, en San Luis Potosí, la distribución de L. williamsii se ha reducido drásticamen­te en los últimos 30 años, dejando frag­mentos aislados. En un estudio realizado en Cuatrociénegas, Coahuila, se en­contró una población en equilibrio, sin embargo no se observaron individuos menores a dos centímetros, lo que podría significar que no hubo esta­blecimiento al menos en los dos años an­teriores y que dicha población pue­de encontrarse en riesgo.
 
Por su parte, los estudios de ger­mi­nación muestran porcentajes bajos (14%) y otros más altos (64%); sin em­bargo, en ambos trabajos las semillas de mayor edad presentan menores por­centajes de germinación, lo cual im­pli­ca que posiblemente pierden viabi­lidad en corto tiempo, en contraste con otras semillas de cactáceas que mantie­nen su viabilidad por varios años. En una investigación realizada con semi­llas provenientes de San Luis Potosí se mencionan dos tipos de semillas que tie­nen diferente germinabilidad en fun­ción de su tamaño. En este tra­ba­jo a las semillas se les aplicaron di­fe­ren­­­tes tratamientos germinativos ob­te­nien­­do con ello porcentajes de ger­mi­­na­ción distintos, el más alto de casi 75%. En el laboratorio, yo he obtenido, a 25°C, una germinación de apro­xi­ma­­damente 60% bajo luz blanca y 0% en oscuridad.
 
Su presencia en la literatura
 
Esta planta mágica no sólo ha obse­sio­­nado a científicos, sino que durante di­­ferentes periodos ha inspirado a es­­critores, entre los que destacan Carlos Castaneda, quien escribió una serie de libros en torno a su aprendizaje res­­pec­to al uso del peyote en Sonora, sien­­do el primero de esta serie Las en­se­ñan­zas de Don Juan, 1968; Aldous Hux­ley, autor de Las puertas de la per­cepción, 1954; y Cie­lo e infierno, 1955; Fernando Benítez, quien narra la ceremonia de peregri­nación a Wirikuta, el lugar sagrado de los huicholes en En la tierra mágica del peyote, 1968; y Ramón Mata Torres, quien describe la leyenda huichola so­bre la creación del peyote en Los pe­yoteros, 1976. Particu­larmente Carlos Castaneda y Aldous Huxley describen en sus obras literarias las experien­cias vividas al consumir esta cactácea. Huxley menciona que uno de los ma­yores problemas al tra­tar de describir una experiencia con el peyote es la di­ficultad para co­mu­ni­car lo que se experimenta ya que el alu­cinó­ge­no causa una desorien­tación de todos los sentidos y la per­cepción del tiempo y el espacio se dis­torsiona enorme­mente.
 
En el transcurso de esta lectura hemos podido darnos cuenta de la im­por­tan­cia que esta planta ha tenido pa­ra botánicos, ecólogos, farmacólogos, quí­micos, médicos psiquiatras, etnólo­gos, psicólogos y escritores. Creo que pocas plantas han llamado tanto la aten­ción desde tan diversos enfoques como el peyote. Su valor etnobotánico es incuestionable, desde tiempos re­mo­tos hasta la fecha ha sido parte me­dular de rituales religiosos entre diver­sos pueblos indígenas de México.
 
Desafortunadamente, el interés en el uso del peyote como alucinógeno se ha incrementado y esto ha llevado a que en algunos sitios las poblaciones estén diezmadas debido a una presión de sobrecolecta. Es urgente la genera­ción de estudios demográficos en las po­blaciones no estudiadas con el obje­to de proveer información para deter­minar el estado de conservación de es­ta especie en cada una de sus pobla­ciones naturales y, con ello, tomar las medidas que conlleven a su protección ex situ e in situ.
 
Desde otro punto de vista, el culto al peyote es un tesoro antropológico por lo que deben duplicarse los esfuer­zos por conservar las ceremonias y ri­tuales en torno al peyote, cuyo único ob­jetivo debe ser su uso curativo y vi­sionario dentro de un ritual y nunca de­berá adquirir un valor comercial.
 
Por fortuna, en México y Estados Uni­dos la colecta, posesión y consumo del peyote sólo están legalmente auto­rizados para ciertos pueblos indígenas como los huich oles, tarahumaras y coras.
Una alternativa para la conservación de esta especie puede ser impul­sar proyectos de propagación in vitro o por semilla realizados por la gente de la región mediante una venta con­tro­la­da. De esta manera, se reduciría la pre­sión de colecta en las poblaciones natu­rales, ya que al ser ilegal su recolección, los precios que las plantas de esta es­pe­cie pueden alcanzar en el mercado negro, principalmente en el extranje­ro, son exorbitantes.
 
     
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Mariana Rojas­ Aréchiga
Instituto de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Trabaja en el Instituto de Ecología de la UNAM. Su principal interés es la ecofisiología de la germinación de semillas de cactáceas. Cuenta con varias publicaciones en revistas nacionales e internacionales. es miembro del comité editorial de la revista Cactáceas y suculentas mexicanas y del Boletín de la so ciedad Latinoamericana de Cactáceas y suculentas.
     
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como citar este artículo

Rojas Aréchiga, Mariana. 2008. El controvertido peyote. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 44-49. [En línea].
     

 

 

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María de Jesús Ordóñez y Paloma Rodríguez Hernández
     
               
México es reconocido como centro de origen y domestica­ción
de importantes cultivos como el maíz, la calabaza y el frijol. Cuenta con más de 10 000 años de tradición ­agrícola, producto del mestizaje de elementos y tecnologías pre­his­pánicas, con elementos y tecnologías introducidos ­durante la Colonia y la reciente incorporación del paquete tecnoló­gico promovido por la revolución verde.  A pesar de ser una actividad estratégica para la autosuficiencia alimentaria y la soberanía nacional, de 1980 a 2000, la población ocupada en la agricultura y otras activi­dades primarias disminuyó de 26 a 16%, y los cultivos de maíz y otros productos básicos decrecieron hasta en 50%. El campo mexicano enfrenta una tremenda devastación y despoblamiento de diversas comunidades, resultado de una crisis del modelo de desarrollo económico, el cual ha promovido una desigual distribución de la riqueza y marcado un incremento en los niveles de pobreza. La mitad de las entidades del país registra un grado de alta y muy alta marginación, más de 40 millones de mexicanos siguen catalogados en algún grado de pobreza y se localizan prin­cipalmente en las entidades del sur y sureste del país. En los últimos años se ha limitado la generación de empleo, he­cho que ha favorecido que más de 400 000 mexicanos mi­gren cada año a Estados Unidos.
 
El sector primario o agrícola es el que expulsa mayor fuer­za de trabajo: 60% de gente desplazada en este sector pro­ductivo. El abandono del campo mexicano afecta el abas­to de alimentos básicos, la conservación y transmisión de los conocimientos de los sistemas productivos; favo­re­ce la pérdida de costumbres y tradiciones, y promueve la desestructuración de la organización comunitaria rural. Su impacto en los ámbitos social, político, económico, cultural y ambiental se ha subestimado.
 
El caso de Oaxaca es ilus­trativo. Es el estado de mayor diversidad biológica y cul­tural. Registra una com­ple­ja heterogeneidad am­bien­tal, de allí su alta biodi­ver­sidad, gran riqueza de ecosistemas y más de 12 500 especies de flora y fauna, muchas de ellas conocidas, nombradas y utilizadas por los habitantes locales, quienes a lo largo de más de 10 000 años de coexistencia las han favorecido, tolerado o domesticado, desarro­llan­do estrategias múltiples de manejo de recursos naturales para satisfacer sus necesidades desde las básicas hasta las estéticas y espirituales. Más de la tercera parte de su po­blación pertenece a alguno de los 16 grupos culturales, hablantes de 157 variantes lingüísticas; y 69% de su territorio está cubierto por bosques y sel­vas, recursos que potencialmente representan una gran ri­queza. Sin embargo, es un estado representativo de la cri­sis del campo nacional, ya que ocupa el tercer lugar nacional en marginación y po­breza, 55% de su población es rural y 41% de la población económicamente activa se dedica a las actividades prima­rias —agricultura, ganadería, actividades forestales, caza, pesca y re­colección. En los últimos 50 años el balance migrato­rio negativo se ha in­cremen­tado de 7 a más de 19% (ver recuadro).
 
 Población y migración
Tiene una extensión de 92 452 km2, que representan 4.8% del territorio nacional. Su división po­lítica comprende 570 municipios y 10 511 lo­calidades. De 1960 a 2000 la población total de la entidad se incrementó de 1.7 millones de ha­bitantes a 3.4 millones. Entre 1980 y 1990, la población presentó una tasa de crecimiento anual de 2.4%, misma que se redujo a 1.29% en la siguiente década. Se ha mantenido baja densidad poblacional con 37 habitantes/km2, menor a la media nacional (50 hab/km2). De su po­blación total, 62.5% es menor de 25 años, y 37% mayor de cinco años habla alguna lengua indígena. La entidad ocupa el tercer lugar respecto a la marginación en el país. En 1950, 21% de los municipios presentaron tasas de crecimiento negativo, proporción que se incrementó 43% en el año 2000. Desde 1950 hasta 2000 ha registrado una tasa migratoria negativa.Ochenta y nueve por ciento de los 570 municipios y 98.5% de las 10 511 localidades son rurales y sólo 1.5% son urbanas; sin embargo, és­tas últimas concentran casi 40% de la población total de la entidad y el restante 60% de las localidades muestra un patrón de asentamientos muy disperso. La proporción de población rural ha dis­minuido de 75% en 1960, a 55% en 2000, aunque en números absolutos se ha incrementado de 1.3 a 1.9 millones. El mis­mo pa­trón se observa para la población indígena que pasó de 39% en 1960 a 32% en 2000, pero en números ne­tos se incrementó de 679 399 a 1.1 millones. Caso con­trario se re­porta para la población económicamente activa dedicada a las actividades primarias como agricultura, ganadería, silvicultura, ca­za, pesca y recolección que pa­saron de 81% de la pea total en 1960 a 41% en 2000 (se­gundo porcentaje más alto del país). Oaxaca concentra 32.3% de las comunidades agra­rias y 38% de los co­mu­ne­ros del país.
 
La agricultura en Oaxaca
 
Vestigios arqueobotánicos de domesticación de especies como maíz, frijol, cala­baza, chile y aguacate, así como numerosos sistemas productivos que muestran la apropiación de la diver­si­dad de hábitats en la en­ti­dad, sugieren que la his­to­ria de la agricultura en Oa­xaca data del 10 000 a.C. En el siglo xvi estos sistemas productivos incorporaron los cambios tecnológicos y el ma­nejo de especies como trigo, cebada, caña de azúcar, café, avena, arroz, ganado bovino, equino, porcino y ovino, introducidas por los españoles.
 
A pesar de los cambios en la división territorial, la te­nencia de la tierra y los derechos de acceso y usufructo de los recursos naturales impulsados por los españoles, la ma­yoría de las comunidades rurales de Oaxaca mantiene ele­mentos de los sistemas agrícolas prehispánicos tales como la organización que promueve el trabajo comunitario, conocido como tequio, y la ayu­da mutua interfamiliar. La subsistencia de tradiciones obedece a un acto de re­sis­tencia activa. En 400 años de conquista se han registra­do 400 levantamientos armados por la posesión de las tie­rras. Actualmente 80% de su territorio es propiedad so­cial —comunal y ejidal.
 
A partir de la década de los cuarentas, la revolución ver­de ha promovido la in­ves­tigación en el campo con el fin de incrementar la pro­ducción al aplicar un paque­te tecnológico basado en el uso de semillas mejoradas, maquinaria y tecnología no­vedosa, así como la aplicación de fertilizantes y pes­tici­das. Los productores de subsistencia quedaron fuera de ­este paquete tecnológico; sin embargo, la mecanización de gran­des extensiones de terreno redujo la demanda de pues­tos de trabajo y motivó la migración de campesinos hacia las ciu­dades, donde la oferta de trabajo no pudo ab­sorber esta mano de obra disponible. Otra de las circunstancias que no favorecieron el impulso de las nuevas tecnologías agropecuarias fue el elevado costo de las semillas y las tecnologías, que cada año requerían insumos agrícolas dependientes del exterior de las unidades de producción rural.De 1940 a la fecha, en Oaxaca se han registrado grandes fluctuaciones en las superficies sembradas. La desestructuración del sector agropecuario, por la caída de precios y la creciente importación de granos básicos baratos, ha ge­nerado resistencia por los pequeños productores, quienes en la última década han incremen­tado la producción de maíz bá­si­camente para el auto­abas­te­ci­mien­to, mecanismo contrario al que han seguido los empresa­rios agroindustriales que se han enfocado en la exporta­ción de frutas y hortalizas.
En 1992 se reformó el ar­tículo 27 constitucional, el cual regula la tenencia de la tierra. A los campesinos se les ofreció la opción de cam­biar la tenencia de sus tierras del sistema comunal o ejidal a pequeña propiedad. Sin embargo, hasta la fecha, en Oaxaca como en gran parte del territorio nacional, no se ha registrado la masiva venta de tierras de los pequeños pro­duc­tores que se esperaba, pero se ha incrementado la migración y el abandono de tierras productivas.

 
Desde 1995 Oaxaca se ha ubicado entre el séptimo y el octavo lugar nacional en cuanto a migración. En el año 2000 en Mexico el sector rural fue muy dinámico, ­pero sólo generó 5% del pib. Más de 80% de su población se ubi­có por debajo de la línea de pobreza y más de la mitad se situó en el nivel de pobreza extrema. En ese año los produc­tores ru­rales con menos de dos hectáreas se vieron obli­ga­dos a trabajar en otras actividades para obtener hasta 70% de sus ingresos.

Metabolismo social y apropiación de la naturaleza
 
Desde el punto de vista fisiológico, el metabolismo com­pren­de el proceso por medio del cual los organismos vivos realizan la transformación y asimilación de sustancias ex­ter­nas que sirven de alimento para obtener energía y repo­ner las pérdidas por desgaste. Si concebimos la socie­dad como un gran organismo, ésta mantiene constantes in­­tercambios de energía, materiales y ser­vicios con la naturaleza en la que se en­cuentra inmersa y de la que forma parte. El proceso mediante el cual se mantie­nen estos in­tercambios es el metabolismo social, mismo que se manifiesta en la forma en la que sus productores se apropian de la na­turaleza por medio de la agricultu­ra, la ganadería, las ac­tividades forestales, la recolección y la pesca. Los pro­duc­­tos primarios son transformados mediante el trabajo di­rec­to o la manufactura industrial, los nuevos productos re­­sultantes se transportan —circulan— hacia los lugares don­de se venden entre los mayoristas, minoristas y público en ge­neral. Estos productos son consumidos entre la población —consumidores finales—, quienes aprovechan la energía de los alimentos o utilizan las fibras u otros ma­teriales ­para finalmente excretar los desechos, los cuales van a la basu­ra, a los drenajes, y se integran a la naturaleza en la me­dida que la misma pueda absorberlos.
 
Los productores rurales, como parte de la sociedad, se ubi­can en la base de la producción; por ello, los intercambios de energía, materiales y productos que obtienen de la na­turaleza adquieren gran importancia para el resto de la so­ciedad. Sus formas de apropiación tienen un impacto directo sobre el medio ambiente, la salud de la población y el bienestar económico.
 
Tipologías agrícolas, herramienta para caracterizar
a los productores rurales
En 1960 la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (fao) se dio cuenta de la gran diversidad de productores y sistemas de producción exis­tentes en el mundo rural, y para satisfacer las necesidades de pro­ducción de alimentos en el mundo y conocer todos los aspectos de la agricultura, encargó a la Unión Geo­gráfica Internacional la creación de la Comisión de Tipología Agrícola (cta), la cual tuvo como objetivo elaborar una metodología co­mún para caracterizar los diversos tipos de agri­cultura existentes. La cta tardó 20 años en pu­bli­car un esquema metodológico en el cual identificó cuatro atributos principales para caracterizar a los productores ru­rales del planeta:

1. Atributos sociales: tenencia de la tierra y tamaño del predio agrícola.
2. Atributos opera­cio­nales o funcionales: tipos de tracción, insumos, riego, superficie cultivada y hato ganadero.
3. Atributos de producción: productividad de la tie­rra y grado de comercialización de la producción agrícola.
4. Atributos estructurales: pro­por­ción de tie­rra agrícola con cultivos perennes, con cul­tivos alimenticios y con pastos permanentes en relación con la producción agropecuaria total, el porcentaje de producción pecuaria tanto para consumo familiar o comercial y el porcentaje de cultivos industriales.
Estos atributos reflejan los aspectos propios de la agricultura. Otras particularidades sir­ven como complemento para las tipologías como son el medio geográfico, la ubicación, los medios de transporte, las condiciones del mercado, los precios, el abastecimiento y la demanda de productos agrícolas. La propuesta metodo­ló­gica sentó las bases para el desarrollo de nu­me­rosas tipologías algunas de las cuales se de­sa­rrollaron en México, tales como las de Kamikihara, Montañez y Warman, Guerrero, Toledo y colabo­radores, y Gabriel, entre otras.
 
La tipología desarrollada por Toledo y colaboradores publicada en la obra La modernización rural de México: un análisis socioecológico, construye un indicador al que llama “índice de campesinidad-agroindustrialidad”, resultado de la suma de nueve variables: la energía compren­de el uso de ésta utilizada en el hogar, en la pro­ducción y en la transformación agropecuaria; la escala mide el tamaño del predio, del hato ganadero y el grado de intensificación ganadera; la autosuficiencia estima la producción de maíz, y si se logra el autoabasto productivo, tanto agro­pecuario como forestal, genético y financiero; la fuerza de trabajo valúa la proporción de trabajo realizado por la fa­milia o con personal remunerado; la diversidad da cuenta de la heterogeneidad ecogeográfica, productiva y biológica; la pro­ductividad evalúa el trabajo realizado en el cultivo de maíz y su eficiencia ecológica; el conocimiento expresa la proporción de apoyo téc­nico pagado, y finalmente la cosmovisión representa la presencia de población indígena. Al procesar los resultados obtenidos en la sumatoria de las nueve variables se obtiene un índice que alcanza valores entre cero y uno. A partir de esos valores, los autores identifican siete ti­pos de productores rurales: campesino puro, cam­pesino tradicional, campesino semitradicional, productor transicional, agroindustrial inci­pien­te, productor agroindustrial y agroindustrial puro.
 
Esta metodología es multicriterial y puede aplicarse en el ámbito nacional, estatal, munici­pal, de localidad, ejido o comunidad agraria, ba­jando hasta la unidad de pro­ducción. Asimismo, incorpora parámetros biológicos, ecológicos y sociales, y produce una caracterización socio­ecológica de los productores rurales y de los sistemas productivos. Por lo anterior, esta tipología se consideró como la más adecuada para caracterizar a los productores rurales de Oa­xaca, ya que permite caracterizar tanto a los productores rurales como a los sistemas productivos.
 
Desde tiempos históricos los humanos se han apropia­do de la naturaleza. Las antiguas sociedades nómadas eran cazadoras-recolectoras y su impacto en el paisaje era ­poco y no afectaba la capacidad intrínseca de renovación del eco­sistema. Las sociedades agrícolas y ganaderas lograron la domesticación y el cultivo de plantas, y la domesticación de animales, su trabajo impactó de manera importante al me­dio ambiente, transformando los ecosistemas naturales. Los sistemas productivos requieren energía externa para man­tenerse, como el trabajo humano y el animal. La sociedad in­dustrializada utiliza maquinaria movida por combustibles fósiles que le permiten una mayor transformación de los ecosistemas naturales, y actualmente extensas áreas se han degradado y necesitan rehabilitarse o restaurarse para que dichos ecosistemas puedan seguir brindando servicios am­bientales, como la recarga de los mantos acuíferos, el man­tenimiento del clima y la captura de carbono entre otros.
 
Toledo y sus colaboradores señalan que la apropiación por parte de los humanos tiene límites que deben considerarse para que sea adecuada. Esto permite que los ecosistemas se renueven, y para ello hay que reconocer ­cómo están formadas las unidades ambientales, cuál es su po­ten­cial productivo y de qué manera se pueden aprovechar. Sin una forma óptima de utilización, puede haber conse­cuen­cias desastrosas. El modelo capitalista de desarrollo pro­duc­tivo establecido en México orienta la producción ha­cia la rentabilidad, lo que no permite aprovechar las con­diciones naturales, sobreexplota algunos ecosistemas y pro­duc­tos, y abandona otros. De esta manera se perturban los ciclos ecológicos, se atenta contra la capacidad de renova­ción de los ecosistemas y su diversidad tanto orgánica ­como inor­gánica. González de Molina comenta que las culturas agrícolas campesinas proponían usos armonio­sos con la naturaleza, con normas para un manejo que per­mitiera la utilización continua y adecuada. La crisis ecoló­gica del mundo, producida principalmente por los cambios sociales en los últimos 300 años, ha trastornado el equilibrio en la naturaleza. Estos cambios han sido principalmen­te el crecimiento poblacional, la explotación irracional de los recursos naturales y la creencia de que la humanidad podía disponer de la naturaleza a su voluntad. La principal causa de la crisis ha sido la presión que ha ejercido la pro­ducción sobre los recursos naturales.
 
Los productores rurales de México y Oaxaca
 
Para México, Unikel definió a la población rural como aque­lla que habita localidades menores a 15 000 habitan­tes. Estas localidades suelen carecer de algunos servicios que proporciona el Estado y están marginadas del desa­rro­llo del país. Gabriel define la agricultura como “un sis­tema económico y cultural, una forma de producción que se relaciona con el suministro de instrumentos de trabajo, mano de obra y capital, y con los mercados. Se tratan tanto las influencias sobre el uso de la tierra como sus efectos”.
 
Con base en las tipologías agrícolas establecidas por To­ledo y sus colaboradores se obtuvo un índice de campe­si­ni­dad-industrialidad para los 570 municipios de Oaxaca, y con ayuda de un sistema de información geográfica se ge­neró el mapa de distribución de los productores rurales de Oaxaca. Este mapa muestra la ubicación geográfica de las diferentes categorías de productores. Con el fin de verificar si existe relación entre los sistemas productivos y el im­pacto en la transformación del ambiente, se sobrepuso el mapa de productores rurales al mapa de cobertura vege­tal de Oaxaca, obtenido para 1991.
 
Toledo identifica dos formas extremas de apropiación de la naturaleza por parte de los productores rurales: el modo agrícola, campesino o tradicional, que se ha practica­do por miles de años, y el modo agroindustrial o moderno, que es producto de la revolución industrial. El modo cam­pesino es a pequeña escala, se basa en sus propios recursos y la energía que suele usar es la que tiene a su alcance, como la humana, la del viento, el agua y el sol. El modo agroindustrial obtiene un alto rendimiento del trabajo, se basa en insumos externos como fertilizantes, insecticidas, herbicidas, suele ser poco diverso y como se practica en su­perficies de terreno medianas y grandes, requiere mano de obra pagada y maquinaria movida por combustibles fó­siles. La agricultura campesina y la agroindustria son los extremos en la actividad de los productores rurales. Entre ellos existe una gran variedad de prácticas productivas que permiten clasificarlas en diferentes tipos, tanto de producto­res como de sistemas productivos. Estas prácticas producti­vas mezclan sistemas agrícolas tradicionales con tec­no­lo­gías modernas en diferentes combinaciones.
 
En el estado de Oaxaca prevalecen los campesinos semitradicionales (58.9%); le siguen en importancia los cam­pesinos tradicionales con más de la tercera parte de los pro­ductores (39.8%); mientras que los productores transi­cio­nales se ubican en 1.1% de los municipios, y los campe­sinos puros sólo se registraron en un municipio (0.2%).
 
El comportamiento de las nueve variables en las categorías de campesino puro, tradicional y semitradicional es muy similar. En sus hogares utilizan leña para cocinar, energía humana y/o animal en sus cultivos y no utilizan equipos de transformación en la agricultura y la ganadería; sus parcelas de tierra son pequeñas con riego en tem­po­ral; sus pequeños hatos ganaderos tienen hasta diez ca­bezas de ganado bovino o cinco vientres porcinos; no tienen instalaciones para aves y cerdos; tienen una gran variedad de usos de suelo; obtienen una gran diversidad de produc­tos agrícolas, ganaderos, forestales y de recolección; la co­bertura vegetal es muy diversa, y la población es en su ma­yoría indígena. La autosuficiencia es baja ya que tienen poca producción de maíz; hacen uso de abonos orgánicos y forrajes para ganado; consumen lo que producen; siembran semilla criolla y crían ganado criollo; no son sujetos de crédito ni tienen seguros agrícolas; la fuerza de trabajo es fa­miliar o comunal; tienen muy poca productividad en el tra­bajo; su productividad energética es muy baja debido al uso de energía humana y animal en la siembra de maíz, y recurren a sus conocimientos tradicionales y empíricos en la agricultura y la ganadería.
 
Los productores rurales agroindustriales no utilizan leña para cocinar ni energía humana o animal en la agricultura; poseen equipos de transformación agropecuarios; no tienen pequeñas superficies ni pequeños hatos ganaderos, y tienen naves para cerdos y aves. Son totalmente autosuficientes en maíz y producen excedentes; usan alimentos balanceados para ganado y agroquímicos como insecticidas y fertilizantes; comercializan la totalidad de su producción; utilizan semilla mejorada y crían ganado fino. Tienen créditos y seguros para sus actividades agropecuarias; contratan mano de obra; poseen poca diversidad; su productividad del trabajo es alta, y la productividad energética muestra un gasto energético muy alto para el cultivo de maíz. Además, contratan asistencia técnica y su población no es indígena.
 
Al comparar los promedios obtenidos por Toledo y colaboradores para el estado y el país, vemos que tanto para el ámbito nacional como el estatal se muestran las mismas tendencias; sin embargo, a pesar de que en ambos predomi­na la categoría de campesino semitradicional, se aprecian diferencias significativas en los valores de las va­ria­bles. En el ámbito nacional, el valor de la energía re­porta un mayor uso de combustibles fósiles en los hogares, además del uso de tractores. No obstante, también existe un uso reducido de tecnologías mo­dernas como alimentos ba­lanceados, semillas me­joradas y pesticidas. En contraste, en Oaxaca, el uso de com­bustibles fósiles es menor, así como las tecnologías modernas. La escala en la que trabajan los productores, tanto en el estado como en el país, en su mayoría corresponde a pequeñas superficies y pequeños hatos ganaderos. En el país existe muy poca intensificación ganadera, y en el es­tado es nula. El trabajo agropecuario asalariado en el país es ampliamente utilizado, en tanto en Oaxaca predomina la mano de obra familiar. Los ecosistemas están más altera­dos a nivel país, existen menos variedades de productos y usos de suelo, mientras que en Oaxaca, que constituye sólo 4.8% del territorio nacional, existen todas las zonas ecoló­gicas de México, y el cag registra hasta 27 productos culti­vados. La productividad del trabajo en el cultivo de maíz es baja a nivel país, pero es mucho más baja en el estado. La pro­ductividad energética es muy baja en los dos niveles, lo que significa que existe poco gasto de energía en el cultivo del maíz, más bien dominan los sistemas tradicionales en este cultivo. En ambos niveles, los productores rurales ­casi no utilizan la asistencia técnica pagada. En la mayoría de las zonas rurales del país la población no es indígena, a di­fe­ren­cia de Oaxaca, donde 58% de su población en zonas rurales es indígena.
 
Finalmente, la sobreposición de los mapas de producto­res y cobertura vegetal muestra que existe una correlación directa entre deforestación e incorporación de tecnologías modernas en los sistemas productivos. Los municipios con productores puros se localizan en municipios sin deforestación, los campesinos tradicionales se distribuyen en municipios con muy baja o poca deforestación, los cam­pesinos semitradicionales se dis­tribuyen en municipios donde disminuye la cobertura vegetal y los campesinos transicionales se localizan en municipios deforestados. Los municipios ubicados en las sierras norte y sur de la en­tidad concentran la mayor riqueza y diversidad tanto biológica como cultural, y ello puede explicarse debido a la pre­sencia de productores campesinos semitradicionales que, con sus prácticas productivas, han ayudado al mante­nimiento de dicha riqueza y diversidad. Cabe destacar que la región de la mixteca, a pesar de pre­sentar campesinos se­mitradicionales, cuenta con municipios con alto porcen­taje de deforestación, lo cual no contradice lo antes dicho sino que se explica por encontrarse en la formación geo­ló­gica más antigua del estado (precám­brico), así como al hecho de registrar grandes porcentajes de migración. Este ambiente, geológicamente antiguo, re­quiere la presencia de los campesinos que, a través de sus prácticas producti­vas, ayudan a la conservación de la cobertura vegetal, ­pero ante la ausencia de los productores y sus prácticas produc­tivas se acelera el proceso de degra­dación de estos paisajes precámbricos.
 
Conclusiones
 
La historia de la agricultura en Oaxaca nos muestra un te­rritorio que históricamente se ha mantenido aislado con una fuerte presencia indígena, hecho que ha permitido la conservación de tradiciones, costumbres y un fuerte arrai­go a la producción agrícola. Este aislamiento ha favorecido el man­tenimiento de un sector ru­ral importante (58% de su población), olvidado, rezagado, que lo ubi­ca en el tercer lugar en margi­nación y pobreza del país. Desde 1950 Oaxa­ca ha mantenido un saldo migratorio negativo y cada vez es mayor la proporción de mujeres migrantes. El estado ­está perdiendo su fuerza productiva, 90% de los migrantes se ubi­can entre 15 y 50 años, y en las dispersas localidades ru­rales sólo quedan niños y viejos. Se ha roto la vía de trans­misión de conocimientos, de organización comunitaria.
 
En cuanto a la tipología de productores rurales como herramienta metodológica, ésta permite integrar aspectos sociales y económicos de la agricultura; asimismo, ofrece ele­mentos para clasificar e identificar variables productivas y caracterizar tanto los sistemas productivos como a los productores.
 
Consideramos que la metodología elaborada por Toledo y colaboradores podría enriquecerse al incluir la te­nen­­cia de la tierra, variable que a través de siglos ha sido fuen­te de innumerables conflictos. Asimismo, podría incor­porar la migración rural e indígena, ya que Oaxaca es un estado que expulsa población rural desde 1950.
 
Con los resultados aquí obtenidos se comprueba que en Oaxaca prevale­ce un grupo de productores que tienen una actitud frente a la naturaleza y la producción muy par­ticular, que se basa en una relación sociedad-naturaleza iniciada hace más de 12 000 años y que ha generado muy diversos pro­ce­sos de apropiación/producción que se han transmitido de generación en ge­neración, heredando tradiciones que tienden a hundir sus raíces en formas civilizadoras premodernas o preindus­triales.
 
Con los resultados del índice también se verifica la exis­tencia de prácticas productivas tradicionales de fabricación y creación rural que surgen con mayor intensidad en aque­llos productores campesinos que pertenecen a grupos in­dí­genas, y que tienden a desaparecer en aquellos productores que han incorporado tecnologías modernas. En este ejercicio acerca de la caracterización de los productores ru­ra­les en Oaxaca se concluye que las estrategias de de­sa­­rro­llo del nuevo modelo de cre­ci­mien­to en México no tienen nada que pro­meter a este sector de la población me­xi­­cana. De igual manera, la nueva Ley Agraria y el Tratado de Li­bre Comercio con Estados Unidos y Canadá, no proporcio­nan ninguna ventaja o privi­legio socioeconómico a este gran nú­mero de pequeños productores ­rurales.
 
En todo caso, estas reglamentacio­nes legales y comerciales sí tienen mucho que proponer a aquellos productores que operan bajo un modo agroindustrial y que poseen una visión comercial y pragmática del universo natural.
 
El impacto que generan los pro­duc­tores rurales de Oa­xa­ca sobre el am­bien­te es diferencial, a mayor in­cor­po­ra­ción de tecnología mo­derna, mayor transformación del am­biente y mayor tasa de deforestación. En al­gu­nas re­giones geo­ló­gicamente muy an­tiguas, la presencia de prácticas pro­duc­tivas tradicionales ayuda a disminuir el deterioro de di­chos ambientes. Ante estos hechos, cabe preguntar, ¿por qué se desprecia y ataca a quienes nos dan de comer?, ¿por qué no se protege al sector rural me­xicano pa­ra que realice lo que mejor sabe hacer: identificar, seleccionar, domesticar, cul­tivar y mantener la bio­diversidad de México y producir ali­men­tos, no só­lo para ellos sino para más de 80% de la población urbana del país que no pro­duce sus alimentos?
 
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Referencias bibliográficas

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García Mendoza, A. J., M. J. Ordóñez, y M. Briones-Sa­las. 2004. Biodiversidad de Oaxaca. Instituto de Bio­logía-unam. Fondo Oaxaqueño para la Conservación de la Naturaleza-World Wildlife Found, México.
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Toledo, V., P. Alarcón Chaires, y L. Barón. 2002. La mo­dernización rural de México: un análisis socio­eco­lógico. semarnat, ine, unam. México.
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Warman, Arturo. 2001. El campo mexicano en el siglo xx. Fondo de Cultura Económica. México.
 
     
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María de Jesús Ordóñez
Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias,
Universidad nacional autónoma de México.
 
Es investigadora en el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM, donde coordina el Programa Perspectivas sociales del Medio ambiente. evalúa áreas naturales protegidas, cambios en el uso del suelo e interacciones sociedad-­naturaleza.
 
Paloma Rodríguez Hernández
Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias,
Universidad nacional autónoma de México.
 
Bióloga de la Facultad de Ciencias de la UNAM; colabora en el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, y ha participado en diversas investigaciones sobre desarrollo urbano, medio ambiente, asistencia a la salud y productores rurales
     
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como citar este artículo


Ordóñez, María de Jesús y Rodríguez Hernández, Paloma. 2008. Oaxaca, el estado con mayor diversidad biológica y cultura de México, y sus productores rurales. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 54-64. [En línea].

     

 

 

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 Ricardo Sandoval y Liliana Valladares      
               
Hoy día, los conocimientos científicos y tecnológicos son
considerados como fuentes estratégicas para el desarrollo de las sociedades. Su impacto sobre los índices nacionales de competitivi­dad los han convertido en los agentes más importantes para el crecimiento económico.
 
En este sentido, las naciones altamente desarrolladas se han caracteri­zado por el fuerte apoyo que otorgan a sus sistemas de ciencia y tecnología, pues éstos inciden directamente en el incremento de sus capacidades para la innovación y el progreso tecno­ló­gi­co. Dichas capacidades son, con fre­cuencia, las que permiten distinguir en­tre economías con un mayor grado de consolidación y aquellas en vías de desarrollo.
 
Las asimetrías en los intercambios comerciales y cognitivos que tienen lu­gar entre estos dos tipos de economías se suelen explicar por la escasa pro­ducción de innovaciones derivadas de los sistemas de ciencia y tecno­lo­gía en los países en desarrollo, lo que hace a estos últimos dependientes del mer­cado extranjero.
 
En el caso de México, el apoyo a la ciencia y la tecnología —que proviene principalmente del Estado— es preca­rio. Esto se refleja en algunos de los in­­di­cadores que dan cuenta del grado de avance del país y que permiten com­pa­rarlo con el resto del mundo.
 
Entre estos indicadores, el relativo al número de patentes ha ido adqui­rien­do mayor relevancia en la actuali­dad. Las patentes son un instrumento útil para medir el grado de creatividad, inventiva e innovación desarrollado dentro de un contexto; asimismo, re­fle­jan la capacidad de producción cog­nitiva con aplicación industrial, de co­mercialización y explotación de una idea que por su novedad es capaz de ex­tender el dominio de lo posible y transformar las formas de interacción en diversos ámbitos —económico, so­cial, político, cultural.
 
Las bases de patentes se han con­ver­tido en grandes mercados tecno­ló­gi­cos, pues son casi una garantía de éxi­to comercial, ya que una patente otorga el derecho exclusivo de explotar los beneficios derivados de la comercialización de una invención protegida bajo esta figura jurídica. Una paten­te concede así el derecho de impedir a otras personas —que no sean los ti­tu­la­res de la misma— que fabriquen, usen, vendan, ofrezcan en venta o im­por­ten el producto o proceso patenta­do sin su previo consentimiento.
 
De esta manera, una patente otorga beneficios tales como el acceso a nue­vos mercados y la obtención de fi­nanciamiento para continuar la inves­tigación básica y aplicada. A nivel em­presarial, la posesión de una patente re­presenta una ventaja competitiva por­que ésta se puede comercializar, ven­der —cesión de derechos— o licen­ciar —dar permiso a un tercero para que la explote de manera exclusiva en el mercado.
 
De acuerdo con los Indicadores de Actividades Científicas y Tecnológicas del Consejo Nacional de Ciencia y Tec­nología (Conacyt) en México, en 2006 se solicitaron 15 500 patentes de las cua­les solamente 574 fueron solicitadas por mexicanos. Con relación a ­esto, cabe señalar que, en ese mismo año, se publicaron casi 6 604 artículos cien­tíficos. Es decir que no todos los resul­tados de investigación que se publican mediante artículos están protegidos bajo la figura de patente.
 
Sobre estas cifras es importante pre­cisar que, por un lado, sólo 8.7% de lo que se publica en México se patenta, y que, por otro lado, del total de so­li­ci­tudes anuales ante el Instituto Me­xi­cano de la Propiedad Intelectual (impi), únicamente 3.7% es solicitado por me­xicanos.
 
El hecho de que lo patentado en Mé­xico corresponda mayormente a ex­tranjeros refleja tanto el alto índice mexicano de dependencia extranjera como el bajo coeficiente de inventiva reportado para el país.
 
El índice de dependencia extranje­ra es el valor que resulta de la relación entre el número de solicitudes de patentes de extranjeros y el número de so­licitudes nacionales. Según datos del Conacyt, en México en 2006 este valor fue de 22.36, uno de los valores más al­tos del mundo, en tanto que la relación de dependencia reportada para ese mismo año en otros países fue co­mo sigue: Brasil 3.80, España 0.11, Ja­pón 0.15 y Estados Unidos 0.88.
 
El coeficiente de inventiva, por su parte, mide la relación entre el núme­ro de patentes nacionales solicitadas por cada 10 000 habitantes. Según datos del Conacyt, en México en 2006 es­te valor fue de 0.05. El mismo indicador fue casi cuatro veces mayor para Brasil, 0.21, más de diez veces mayor pa­ra España, 0.67, más de cien veces ma­yor para Estados Unidos, 6.45, y más de cuatrocientas veces mayor para Corea, 21.89, en comparación con México.
 
Esta situación indica que en Mé­xi­co es necesario crear una cultura de la propiedad intelectual que garantice la explotación de los beneficios del co­nocimiento generado dentro del país para el bienestar social.
 
De acuerdo con los datos anterior­mente señalados surgen preguntas ta­les como: ¿por qué en México no ­existe una cultura de la protección intelectual entre la mayoría de los científicos y tecnólogos?, ¿tiene el científico-tec­nólogo la obligación de patentar los resultados innovadores de sus investigaciones?, ¿por qué sería necesario pa­tentar?
 
Protección intelectual y responsabilidad
 
En su libro titulado El bien, el mal y la razón, el filósofo mexicano León Olivé plantea la idea de que el saber implica una responsabilidad moral, por lo tanto, las prácticas que se llevan a cabo dentro de los siste­mas de ciencia y tecnología no son éticamente neutrales. Los cien­tífi­cos y los tecnólogos, por la propia naturaleza de su trabajo, adquie­ren responsabilidades morales. Esto de­bido a que el hecho de tener cierto conocimiento implica tener una responsabilidad moral sobre los riesgos, las ventajas, las apli­caciones y las con­secuencias del mismo ya que, en la prác­ti­ca, tanto científicos como tec­nó­logos deben elegir entre cursos de ac­ción posibles que son sujetos de eva­luación moral.
 
De esta manera, siguiendo el planteamiento de León Olivé, los científicos deben tomar conscien­cia de las responsabilidades que adquieren en función de variables tales como: 1) los temas que eligen investi­gar; 2) las posibles consecuencias de su tra­bajo; 3) los medios que escogen para obtener sus fines.
 
Los tecnólogos, por su parte, de­ben ser conscientes de la necesidad de eva­luar, no solamente la eficiencia y eficacia de las tecnologías que diseñan y aplican, sino tam­bién, y hasta don­de sea posible, las consecuencias que pueden derivarse de llevar sus in­novaciones a los sistemas naturales y sociales. En este sen­tido, los cientí­ficos y tecnólogos deben tener claro que los fines que persiguen con sus in­vestigaciones pueden modificar el en­torno, por lo que son res­ponsables de justificar los resultados que buscan obtener de las aplicaciones con­cretas de sus logros.
 
Siguiendo la discusión planteada por Olivé, sugerimos que la res­pon­sa­­bilidad de los científicos y tec­nólo­gos debe extenderse también hacia el tema de la protección intelectual.
 
Existen diversas razones por las cua­les se puede sostener que es un de­­ber moral de los investigadores prote­ger intelectualmente, mediante paten­tes, los resultados innovadores de su trabajo. Estas razones res­ponden, al menos, a dos ám­bitos dis­tintos. Por un lado, es­tán aquellas que se ubican dentro del terreno eco­nómico y que tienen que ver con la rela­ción entre el número de patentes y la dependencia extranjera en el sector productivo —dependencia cien­tífico-tecnológica. Dentro de es­te rubro, proteger los resultados de in­ves­ti­gación significa la oportunidad de for­talecer la competencia, la in­no­vación y la industria nacional, frente al mercado global.
 
Por otro lado, existen razo­nes vin­culadas con la responsa­bilidad ética y social de los cien­tíficos y tec­nólogos. Esto es así porque los sistemas de producción de cono­cimiento científico-tecnoló­gico no están subordinados sola­men­te a los criterios de rentabilidad y efi­cacia, sino que también se ri­gen por otros valores de tipo epis­témico, po­lítico, moral y es­tético, entre otros.
 
En este sentido, reducir la plu­rali­dad axiológica que constituye a los sistemas de ciencia y tecnología únicamente al aspecto económico, ha tenido como una de sus consecuencias las fuertes crí­ticas que di­versos autores han hecho a los siste­mas de protección intelectual, como medios que fomentan la privatización y la comercialización del saber. Sin embargo, aquí sostenemos que estas críticas no deberían condenar a priori y en abstracto, como si existiera una ética universal, los sistemas de protección intelec­tual. Debemos re­cordar que cualquier condena moral o juicio de va­lor se hace siempre desde una orientación evaluativa, esto es, des­­de un punto de vista particular que responde a un juego de valores adop­ta­dos dentro de un contexto específico.
 
Por subestimar la importancia de las patentes, hoy día las grandes em­pre­sas trasnacionales han adquirido una fuerza sin igual dentro de nues­tro país, generando las condiciones de de­pendencia antes señaladas.
 
Los sistemas de protección intelec­tual pueden contribuir a garantizar que la ciencia y la tecnología, financia­das por el Estado, cumplan con la fun­ción social de resolver algunos de los problemas de prioridad nacional.
 
Es por esto que quienes generan nuevo conocimiento en México debe­rían asumir la responsabilidad de pro­teger, mediante patentes, los resultados obtenidos de sus investigaciones, sobre todo en lo concerniente a los usos po­tenciales de los mismos —sean estos usos tanto comerciales o no, como pre­vistos o inesperados.
 
En nuestro país es necesario fo­men­tar una cultura de la protección in­telectual. Esto implica, entre otras co­sas, reconocer que publicar en las re­vistas especializadas —materia de de­re­chos de autor— no es lo mismo que patentar los resultados de investi­ga­ción potencialmente explotables des­de el punto de vista comercial —ma­te­ria de propiedad industrial.
 
Si en México los investigadores no protegen con patentes aquello mismo que publican en las revistas especiali­zadas —sobre todo cuando sus hallazgos tienen, claramente, una aplicación comercial—, entonces, no solamente estarán desprotegiendo al pueblo me­xicano del “mal uso” que se haga de esas investigaciones, sino que estarán contribuyendo a aumentar el índice de dependencia extranjera. Esto es así por­que publicar sin patentar equivale a “regalar” las tecnologías y los co­no­ci­mientos obtenidos con fondos públi­cos a un tercero —que generalmente es un extranjero—, quien al encon­trar­se con dicha información valiosa ­puede decidir patentarla para obtener el de­recho exclusivo de explotarla comercialmente. De tal modo que luego los mexicanos terminamos pagando por tecnología extranjera patentada que fue creada y desarrollada a partir de co­nocimientos y tecnologías naciona­les que no se protegieron inicialmente. En términos generales, por falta de una cultura de la propiedad intelectual, en México muchas veces compra­mos al extranjero gran parte de nuestra propia tecnología.
 
No patentar es, por tanto, un acto de irresponsabilidad que libera a un in­vestigador mexicano del deber social que tiene —en tanto que realiza sus actividades con fondos pú­blicos—, de especificar el uso deseado o inten­cio­nado de los resultados de sus in­ves­tigaciones y de proteger a la socie­dad del “mal uso” que un tercero pueda dar­le a sus invenciones científicas o tecnológicas.
 
Si bien es cierto que cada patente representa una posibilidad de comer­cia­lizar aquello que se protege, también representa la oportunidad de con­­for­mar un contrapoder que nos permita transitar más allá del punto de vista mer­cantilista. Esto es así por­que una patente otorga también el de­recho de explotar una propiedad intelectual co­mo mejor le convenga a sus titulares, sea dentro o fuera del mer­cado —por ejemplo, bloqueando un mercado que se considera desleal, injusto o ilegí­ti­mo; o bien, asegurando una retribución jus­ta, no necesaria­mente econó­mica, a quie­nes participaron en la invención.
 
El acto de patentar se vuelve en­ton­ces no solamente un asunto destinado a proteger una invención para con ello obtener el derecho exclusivo de explo­tarla comercialmente, sino que es además un acto de responsabilidad ética y social que puede asegurar que las invenciones científicas y tecnológicas de un país se usen para beneficio de la sociedad en su conjunto.
 
Una cultura de la protección intelectual
 
En México, los centros públicos de in­vestigación, así como las instituciones de educación superior, principales en­cargadas de generar nuevos co­no­ci­mien­tos y tecnologías, deben desa­rro­llar políticas claras de protección intelectual y promover entre sus estu­diantes e investigadores esta cultura como un deber moral orientado a ase­­gurar el “buen uso y provecho social” de las inven­ciones en materia de cien­cia y tecnología.
 
Para ello es imprescindible incluir, dentro de la formación académica de fu­turos científicos y tecnólogos, cursos y diplomados especializados en el te­ma, que propicien entre los estu­dian­tes la reflexión sobre la importan­cia de patentar sus trabajos de investi­gación originales. Asimismo, es importante pro­porcionar a los alumnos información oportuna relativa a diversos aspec­tos sobre cómo redactar una patente, antes de que éstos divulguen, de ma­ne­ra prematura, los hallazgos obtenidos en sus proyectos de investigación —en el artículo 18 de la Ley de Propie­dad Industrial se establece que lo ya di­vulgado previamente no puede ser patentado porque se ha afectado su ca­rácter de novedad.
 
Proteger los nuevos conocimientos generados constituye un modo en el que los alumnos pueden retribuir a su institución académica. De la misma ma­nera, estas acciones servirán también para impulsar al sistema mexi­cano de producción científica, tecnoló­gica e industrial, de tal modo que la inver­sión en ciencia y tecnología dejará de verse como un gasto por parte del Es­tado pa­ra consolidarse como una in­ver­sión que efectivamente redunde en los diversos ámbitos del desarrollo na­cional.
 
Es hora de que en los centros me­xi­canos productores de conocimientos se desarrolle y consolide una cul­tu­ra de la propiedad intelectual orientada a salvaguardar la riqueza cognitiva que se genera en el país. Esto podrá con­tri­buir a reducir las asimetrías genera­das por la hegemonía de las grandes em­pre­sas transnacionales. También pro­mo­ve­rá el fortalecimiento y el desarro­llo de una industria nacional altamente com­pe­ti­tiva, comprometida con la in­novación, pero también con el respeto de los derechos de todos al acceso de los beneficios del saber.
 
  articulos  

Referencias bibliográficas

 
Conacyt, 2007. Indicadores de Actividades Científicas y Tecnológicas. Edición de Bolsillo. Disponible en:http://www.siicyt.gob.mx/siicyt/docs/contenido/Indicadores_2007.pdf
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Imágenes
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Ricardo Sandoval
Instituto de Investigaciones Filosóficas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es maestro en filosofía de la ciencia e investigador dentro del Proyecto
sociedad del Conocimiento y Diversidad Cultural de la Coordinación de Hu-
manidades de la UNAM.
 
Liliana Valladares
Instituto de Investigaciones Filosóficas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es maestra en Filosofía de la Ciencia e investigadora dentro del Proyecto
sociedad del Conocimiento y Diversidad Cultural de la Coordinación de
Humanidades de la UNAM.
     
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como citar este artículo

Sandoval, Ricardo y Valladares, Liliana. 2008. Protección intelectual del saber: responsabilidad ética y social del científico-tecnólogo. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 68-73. [En línea].
     

 

 

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W allace y
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Héctor T. Arita
   
   
     
                     
En noviembre de 1862, Alfred Russel Wallace estaba
por con­cluir sus aventuras científicas en el sureste de Asia. Ocho años atrás había comen­zado su expedición en Singapur y luego de recorrer amplias re­giones de Borneo, las Célebes, Timor, Bali, Lombock y Java, entre otras islas del ar­chi­pié­lago Malayo, decidió diri­girse a Sumatra. A sus 41 años, Wallace era ya un experimentado viajero y naturalista, conocido entre los intelectuales ingleses por sus numerosos artículos sobre la flora y la fau­na de los trópicos, y por sus ensayos acerca de la evolución por selección natural y la zoogeografía del sureste asiático. Tras largos años lejos de su terruño, ansiaba regresar a Inglaterra para compilar la enorme cantidad de información que había amasado sobre la fauna de las lejanas islas asiáticas.
 
El 8 de noviembre Wallace arribó a la bulliciosa ciudad de Palembang, en el extremo orien­tal de la isla de Sumatra. Ahí, el médico local que le dio alojamiento le explicó que en esa época del año sería muy difícil encontrar sitios adecuados para una exploración cien­tífica, ya que toda la región se hallaba inundada por las lluvias estacionales. El naturalista, sien­do un curtido explorador, no se arredró ante la adversidad y viajó río arriba hasta que encontró zonas boscosas sin anegar cerca de una localidad llamada Lobo Raman, a unos 200 kilómetros de la costa. Las condiciones de vida en el lugar eran difíciles. Las casas, detalla Wallace en El Archipiélago Malayo, consistían en un piso construido con bambú cortado, sostenido por pilotes de dos metros y “sin traza alguna de algo que pudiéramos llamar mobiliario”. A pesar de deplorar los malos olores provenientes de las letrinas, el ex­plorador consideraba a los na­tivos “tolerablemente limpios” y admiraba su sagacidad y bue­na disposición no obstante la escasez de alimentos, que en la época de lluvias los obligaba a subsistir con una dieta de arroz con sal y pi­mien­tos rojos, de acuerdo con las narraciones del viajero inglés.
 
Durante el mes que permaneció en Lobo Raman, Wal­lace encontró una gran va­rie­dad de insectos nuevos para la ciencia, aunque su cosecha de ejemplares de vertebrados no fue tan exitosa como en otras localidades. Halló “solamente” tres o cuatro nue­vas formas de aves y no pudo observar orangutanes ni elefantes, aunque encontró huellas del rinoceronte sumatrano. Ob­servó también varias especies de monos, incluyendo el siamang, el más grande de los gibones.
 
Un día que caminaba por un bosque cercano, Wallace observó en la luz del atardecer un animal trepando por el tron­co de uno de los gigantescos árboles que abundan en las selvas asiáticas. Al sentirse acechado, el animal apresuró su ascenso hasta alcanzar una altura considerable y, de pronto, se dejó caer. Con celeridad, el animalucho extendió sus patas, dejando expues­ta una amplia membrana de piel que, cual paracaídas, redu­jo la velocidad del descenso y permitió al animal planear elegantemente hasta aterrizar en otro árbol, en el que rápida­mente comenzó de nuevo a tre­par. Según los cálculos de Wallace, el animal recorrió una distancia horizontal de unos 65 metros, habiendo descendido sólo unos doce metros. El naturalista se maravilló ante el espectáculo, aunque sabía muy bien de qué animal se trataba, pues había ya colectado en Sin­gapur y Borneo varios “galeopitecos”, como él lla­maba a los colugos por el nom­bre científico prevaleciente en la taxonomía de la época.
 
El kaguang o colugo de las Islas de la Sonda (Galeop­terus variegates) y el colugo de las Filipinas (Cynocephalus volans) forman el orden Dermoptera. Los colugos son mamíferos medianos, de unos 45 centímetros de largo y de un kilo y medio de peso. Se caracterizan por las membranas de piel o patagios que cubren los espacios entre la cola y las patas traseras, entre las patas y entre las patas delanteras y el cuello del animal. Tie­nen un pelaje corto pero muy sedoso, con una coloración moteada que les permite pasar inadvertidos cuando per­manecen inmóviles recargados contra la corteza de los ár­bo­les. Tienen grandes ojos di­ri­gi­dos hacia el frente y orejas pequeñas y redondeadas. Son animales muy tímidos y difíciles de estudiar en la naturaleza, pero se sabe que son ­nocturnos, que se alimentan principalmente de material vegetal y que pasan la mayor parte del día colgados en los árboles, escondidos entre los huecos de la corteza.
 
Los dermópteros son ocasionalmente conocidos como lémures voladores. Esta desig­nación muestra que los colugos, desde su descubrimiento por los zoólogos, fueron considerados parientes de los primates, o incluso miembros primitivos de este grupo. En las clasificaciones zoológicas modernas se acepta que los órdenes Primates, Dermoptera y Scandentia (las musarañas arborícolas) forman un gru­po natural. Lo que ha sido más di­fícil de establecer es el parentesco relativo entre estos tres grupos. Un estudio reciente rea­lizado por Jan Janecka y sus colaboradores muestra que efectivamente los primates, los colugos y las musa­rañas arborícolas pueden clasifi­carse en un solo grupo (los Euarchonta) que surgió hace 87.9 millones de años. Dentro de este grupo, las musarañas arborícolas se separaron primero, de manera que los colugos vienen a ser nues­tros primos, los parientes más cercanos de los primates.
 
Tal como lo atestiguó Wal­lace, los colugos son habilidosos planeadores. Un estudio re­ciente, realizado por científicos de la Universidad de Ca­lifornia en Berkeley y de la Uni­versidad Nacional de Singapur, mostró que la distancia horizontal que los colugos pla­nean en cada salto varía entre 2.5 y 150 metros. Usando di­mi­nutos acelerómetros pegados en la espalda de los animales, los investigadores encontraron que la distancia de planeo se correlaciona con la fuerza con la que los colugos saltan desde el árbol de origen. Más interesante aún, la velocidad del aterrizaje, y por lo tanto la fuerza del impacto, es menor cuanto mayor es la distancia recorrida. Esto significa que los colugos son capa­ces de modificar la trayectoria y la velocidad de sus planeos por medio de sus patagios.
 
La capacidad de planear ha evolucionado independientemente en varios grupos de animales. Sólo entre los mamí­feros ha aparecido al menos en nueve linajes diferentes, in­cluyendo varios tipos de ardillas “voladoras” y algunos mar­supiales planeadores, además de los colugos y de los ancestros de los murciélagos. Por alguna razón aún no muy bien comprendida, las selvas del sureste de Asia son particular­mente ricas en animales planeadores. El propio Wallace descubrió en Borneo una especie de rana “voladora”, cuyas patas presentan unas enor­mes membranas que le permiten amortiguar las caídas. En el su­reste asiático habitan otros animales capaces de planear, con menor o mayor habilidad: una lagartija, un gecko, una ser­piente, además de ocho especies de ardillas “voladoras” gigantes del género Pe­tau­rista y, por supuesto, las dos especies de colugo. Se ha especulado que la estructura de las selvas asiáticas, do­minadas por árboles de gran altura y muy espaciados ha fa­vorecido la evolución de animales planeadores.
 
Durante su estancia en el archipiélago Malayo, Wallace se embelezó con la impresionante diversidad de formas animales de la región y por años buscó una explicación para su origen. Finalmente, du­rante un ataque de fiebre que lo mantuvo en cama por dos semanas a principios de 1858, dedujo que el origen de la gran variedad de formas naturales se debe al proceso de selección natural, o lo que él llamo “la tendencia de las variedades a divergir indefinidamente del tipo original”. En El Archipié­lago Malayo, publicado en 1869, Wallace utiliza las mem­branas de las patas de la rana “voladora” que descubrió en Borneo como un ejemplo de evolución: “Es muy interesante para los darwinistas, ya que muestra que la variabilidad de los dedos, que de por sí han sido modificados para permitir a las ranas nadar y trepar, ha sido aprovechada por una especie emparentada para moverse por el aire como la lagar­tija voladora” .
 
Aunque nun­ca discutió el asunto con detalle, es probable que Wallace haya tenido cavilaciones similares al observar las adaptaciones del colugo a su vida planeadora y comparar su morfología con la de los primates. Hoy en día, como en tiempos de Wallace, sin duda vale la pena estudiar a nuestros parientes más cercanos para tratar de entender nuestra propia naturaleza.
 
articulos
Referencias bibliográficas

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 ___________________________________________________      
Héctor T. Arita
Instituto de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
___________________________________________________      
como citar este artículo
 
Arita, Héctor T. 2008. Wallace y el colugo. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 16-18. [En línea].
     

 

 

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Antonio Lot Helgueras
   
   
     
                     
En octubre de 1983 la Univer­sidad Nacional declaró como
reserva ecológica una superficie de 124.5 hectáreas para pro­teger uno de los últimos relictos del ecosistema del Pe­dre­gal de San Ángel. Hoy celebra­mos los primeros vein­ti­cinco años de vida de la reserva alo­jada en Ciudad Universitaria. Actualmente ocupa 237.3 ha, con la suma de zonas núcleo y de amortiguamiento, que corresponden a 33% de Ciudad Universitaria.
 
Con base en la interpretación de la Ley General del Equi­librio Ecológico y Protección Ambiental de México, rea­lizada por el Abogado General y bajo los fundamentos de la Ley Orgánica de la unam, la Reserva Ecológica del Pedregal de San Ángel debe considerarse una reserva natural tanto como otras áreas protegidas bajo la legislación federal, aun cuando su creación se subordina a un instrumento jurídico (Acuerdo del Rec­tor) distinto a un decreto estatal o federal (Declaratoria del Presidente de la Repú­blica).
El ecosistema conocido co­mo matorral xerófilo y nom­bra­do desde la Conquista como “malpaís”, es considerado uno de los espacios de mayor ri­que­za florística de toda la cuen­ca de México y un refugio de diversidad faunística que otrora se distribuía en lo que hoy es la Ciudad de México y sus alrededores. No es aventurado decir que el ecosistema del Pedregal de San Ángel pue­de ser la última reserva natural del área metropolitana de la segunda megaciudad del planeta.
 
Al parecer no existe otro ecosistema natural como el Pedregal de San Ángel, incrus­tado en una megaurbe que, aunado a su presencia en un campus universitario, adquiere un valor adicional por la oportunidad de ser objeto de estudios desde diferentes ópticas. La reserva resulta un laboratorio natural excepcional para la investigación de los procesos sucesionales y evolutivos de las comunidades biológicas presentes en una isla de lava, formada a partir de la erupción del volcán Xitle, hace menos de 2 000 años.
 
Además de su alta biodiversidad la reserva presenta ca­racterísticas de gran interés científico en cuanto a su geo­morfología y de valor estético por a su paisaje. Siendo un espacio singular, la reserva debe ser considerada Patrimo­nio Natural de México, al igual que la unam es reconocida por la unesco como Patrimonio Cultural Universal.
 
Vista como una reserva eco­lógica de carácter urbano, la reserva adquiere otro significado por su contribución a los servicios ecosistémicos o ambientales que aporta al bien­es­tar de la ciudad y a la ca­lidad de vida de sus habitan­tes. Cualquier área verde en una ciudad contribuye a alcan­zar una proporción saludable de arbolado por habitante. Un ecosistema, por fragmentado que se encuentre, resulta de beneficio para la amortiguación térmica, del ruido y la calidad del aire en una ciudad.
 
El Pedregal de San Ángel también ha sido un espacio de inspiración para pintores, poetas, arquitectos y fotógrafos que lo han visitado y aquí encontraron nuevas ideas sobre la interpretación estética del paisaje; tal es el caso de Diego Rivera, Gerardo Murillo, Juan O’Gorman, Carlos Pellicer, Luis Barragán y Armando Salas Portugal, entre otros notables artistas mexicanos del siglo xx. En particular las fotografías de Salas Portugal, sobre el Pedregal de los años cuarentas, son un referente del ecosistema que nos ayuda a entender los cambios y la dinámica de un ambiente único por la concentración de formas y espectros biológicos, variada topografía, microhábitat y un extraordinario paisaje de lava.
 
Preocupados por la acelerada destrucción del Pedregal e imbuidos por una nueva conciencia acerca de los problemas ambienta­les, en 1983 un grupo de profesores y estudiantes de la Facultad de Ciencias inició un movimiento para que se protegiera el último re­ducto de una de las comunidades vegetales del Pedregal, el ma­torral de palo loco, que para entonces sólo existía en los terrenos de la Universidad. Este movimiento culminó, tras varios meses de ne­gociaciones con las autoridades universitarias, en la creación de una zona ecológica inafectable, cuyo decreto fue firmado el 30 de septiembre del mismo año.
     
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Antonio Lot Helgueras
Secretario Ejecutivo
Reserva Ecológica del Pedregal de San ángel,
Universidad Autónoma de México.
     
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como citar este artículo

Lot Helgueras, Antonio. 2008. veinticinco años de la Reserva del Pedregal de San Ángel. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 30-32. [En línea].
     

 

 

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Ciencia a distancia Entrada91B03
Susana Biro
   
   
     
                     
Hace poco me encontré en el pasillo a un amigo
del tra­ba­­jo quien me contó entusiasmado que está haciendo una maestría a distancia sobre Teo­ría Crítica. Esta modalidad a dis­tancia es avatar más reciente de los clásicos cursos por correspondencia, también llamados estudios en línea. Me explicó cómo funciona el asun­to en su caso. El programa de estudios de su grado está defi­nido por un grupo internacional de expertos en el tema. Los alumnos tienen que hacer una serie de lecturas para des­pués escribir ensayos y contestar exá­menes sobre los temas es­tudiados. Pueden “asistir” a dis­cusiones en espacios virtuales con sus compañeros que se encuentran esparcidos por el resto del planeta, así como consultar por correo electró­nico a sus profesores.
 
Este encuentro me dejó con una fuerte sensación y una profunda duda. La sensación fue la más pura de las envidias al ver lo contento que estaba e imaginar lo estimulante que debe ser estar aprendiendo tan­to. Y la duda, que voy a pla­ticar con ustedes ahora, es: ¿se pueden hacer también maestrías a distancia de las ciencias naturales?
 
Buscando en la red encon­tré una primera aproximación al asunto. La gran mayoría de los grados de este tipo no son de las ciencias naturales. Inclu­so el tipo de grados a distancia relacionados con esta área que se ofrecen son más bien de corte administrativo como administración de reservas eco­lógicas o desarrollo de infraes­tructura para la ciencia.
 
Para seguir perfilando una respuesta utilicé el método de las encuestas. Con mi simple pregunta como único instrumento de investigación, abordé a los científicos, divulgadores y ciudadanos de a pie que se encuentran a un radio de menos de cien pasos de la tra­yectoria de mi vida cotidiana. La gran mayoría de los encues­tados no conocían maestrías como las que yo iba buscando, y tampoco las consideraban muy viables.
 
Por esta vez, no voy a reco­mendar una página en la red, sino argumentar por qué me parece que aún no es posible encontrarlas. Me apoyaré en dos ejemplos de disciplinas dis­tintas para explicar mi punto de vista. En astronomía se hacen las observaciones de los objetos celestes, y luego las re­ducciones e interpretaciones de los datos obtenidos. Mientras que las primeras dos actividades quizás son reducibles a meros algoritmos que se po­drían pegar en la red, la tercera definitivamente no. La inter­pretación de, por ejemplo, los espectros de la luz de las gala­xias, es una tarea que se tie­ne que aprender al lado de alguien más. No basta con conocer la física detrás de la producción de dichos espectros, hay una parte de esta tarea que sólo se aprende en la práctica y con supervisión.
 
Mi segundo ejemplo se re­fiere a la biología. Conozco a una chica que está estudian­do una maestría en Ciencias del Mar y su tema de tesis son las babosas de mar (sí, las hay en todas partes). Estudió parte de las materias de su gra­do en la Facultad de Ciencias de la unam, y otra parte en la sede de nuestra universi­dad en Mé­rida. Allá además realiza su tra­bajo de campo, que consiste en observar las zonas donde viven los bichos que le interesan y tomar algunas muestras para estudiarlos con detalle. Una de las tareas que se requieren para este es­tudio es la disección bajo el microscopio de los animalitos. Puesto que no hay nadie en México que haga esto, intentó hacerlo usando un libro, pero al final tuvo que ir a Portugal y hacer una estancia de varios meses durante los cuales prac­ticó —bajo la supervisión de un experto— hasta ad­quirir un cier­to grado de destreza.
 
Quizá tareas como la inter­pretación de espectros de galaxias y la disección de babosas de mar se podrían enseñar a través de una serie de teleconferencias personalizadas en donde tanto el experto como el aprendiz tuvieran en sus manos objetos similares. Sin embargo, por el momento no parece algo posible. Por lo pron­to resulta interesante notar que las llamadas ciencias exactas tienen una parte que no se puede empaquetar del modo que lo requieren nuestros actuales cursos por corres­pondencia.
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Susana Biro
Dirección General de Divulgación de la Ciencia,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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como citar este artículo 
 
Biro, Susana. 2008. Ciencia a distancia. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 42-43. [En línea].
     

 

 

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