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Un retrato de la luz
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Luis de la Peña
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La primera vez que la física me guiñó el ojo fue al presentarme sus libros. Su franca curiosidad y los caminos que abría en la búsqueda de respuestas para sus interrogantes fue el mayor encanto que en ella encontré. Súbitamente, la física me conquistó, y claro, decidí estudiarla. Sin embargo, ya en el salón de clases, en muchas ocasiones ese ímpetu curioso palidecía frente a las afirmaciones dogmáticas o al formalismo de las teorías que conducen directamente hasta la solución de un problema que parecía haber estado siempre ahí. No había lugar para el desafío o la ocurrencia, menos aún para la confrontación de ideas, o simplemente para el desengaño de una propuesta. Del intrincado camino que trazaron los forjadores de la física sólo se recogían sus logros, casi siempre las desviaciones estaban clausuradas. Así pues, se trataba de un atajo, de un camino recto que unía la pregunta con la respuesta como si para la primera sólo pudiera existir la segunda.
Pero esto impedía atisbar el corazón de la física. Quedaba oculta esa naturaleza inquisitiva propia de toda ciencia, pues ésta, como señala Ortega y Gasset, “no es comprarse un microscopio o barrer un laboratorio; pero tampoco es explicar o aprender el contenido de una disciplina. En su propio y auténtico sentido, ciencia es sólo investigación: plantearse problemas, trabajar en resolverlos y llegar a una conclusión. Todo lo demás que con esta solución se haga —salvo criticarla— ya no es ciencia”. En este sentido, las aulas, y la mayoría de los textos, representan una ruta amurallada que limita la visibilidad de quien se prepara para hacer investigación y le impide contemplar el paisaje de la ciencia misma. Y así, el constante averiguar que nos condujo a ella queda aplastado por el peso de las respuestas.
Esto es algo que Luis de la Peña sabe que a la par del conocimiento está la comprensión y junto, la historia. No es de los que prefieren el atajo, y para mostrar los caminos de la física, alumbrando a los caminantes, no podría encontrar mejor tema que la luz, esa eterna viajera a quien el hombre siempre ha perseguido; los poetas han querido atraparla, los pintores desviarla y los físicos entenderla. Pero para el doctor de la Peña no es impedimento que la luz corra demasiado aprisa ni que guste ocultarse tras su naturaleza dual, va tras ella en un viaje y, a su regreso, nos brinda unos cuantos rayos y fotones para iluminarnos con cien años de luz.
El libro Cien años en la vida de la luz es la historia de una búsqueda. Es un relato de músicos que construyen telescopios, médicos que descifran jeroglíficos, mujeres que despuntan en la ciencia, hombres revolucionarios, de fuertes convicciones y profunda intuición, todos convergiendo, y muchos sin saberlo, al surgimiento o a la consolidación de nuevas teorías físicas. A través de ellas y gracias a la ruptura con la concepción preestablecida, la afortunada serendipia, o la idea innovadora de todos estos hombres y mujeres, heredamos un conocimiento mucho más amplio y rico que en gran medida supera lo que pudo significar la pregunta original: ¿qué es la luz?
En esta historia, la luz dejó de ser un objeto de estudio para convertirse en un guía que abre las puertas de una nueva ciencia. Su carácter ambivalente, que pareciera quizá un obstáculo para su comprensión y para el progreso de la física, permitió el nacimiento de las revoluciones que cambiaron el escenario de esta ciencia. El comportamiento ondulatorio de la luz, que requería la existencia de un éter como medio de propagación, fue la semilla que finalmente condujo a la teoría de la relatividad; mientras que sus manifestaciones corpusculares dieron origen a la teoría cuántica. Así, la búsqueda de la luz culminó dando a luz a la nueva física del siglo XX.
No encuentro en las páginas de Cien años en la vida de la luz un compendio de resultados físicos, tampoco la mera sucesión de hechos históricos; lo que más bien veo es el cuadro de una ciencia, pintado por muchas manos con todos los colores del espectro y más allá, a lo largo de cien años, y que ahora Luis de la Peña enmarca e ilumina para nosotros. Pero al autor también le gusta pintar, y unió con unas pinceladas elementos de la historia con nuestra realidad cotidiana, sin olvidar dejar un huequito en blanco al plantear las preguntas abiertas que nos alientan a tomar la paleta.
Veo al libro no como quien descubre la física, sino como quien la redescubre en un contexto que le es propio. Y ya no la percibo como me la mostraron en clases, en esa faceta en que la física aparecía bien pulida y presentable, lista para salir en los libros, ahora la contemplo en su vida íntima.
Esta ciencia viva es sobre la que Luis de la Peña ha escrito, y lo ha hecho pensando en el lector curioso. Sin embargo, quien busque apaciguar sus inquietudes con este libro, debe saber que si bien aliviará algunas, a cambio despertará otras. Pretender colmar la curiosidad de una mente despierta sería contrario al espíritu de Luis de la Peña, y como todo libro es consecuencia de quien lo escribe, este relato nos enseña a rescatar la pregunta y la búsqueda, y no sólo conformarnos con la respuesta. Por ello, Cien años en la vida de la luz es uno de esos libros con los que se corre el riesgo de enamorarse de la física o, para quienes ya caímos en sus encantos, reafirmar que estamos en el camino correcto.
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Cien años en la vida de la luz. Luis de la Peña,
Col.La ciencia para todos, Fondo de Cultura Económica (FCE). México, 2004. 144 p.
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como citar este artículo → Valdés Hernández, Andrea. (2005). Un retrato de la luz. Ciencias 80, octubre-diciembre, 76-78. [En línea]
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