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El cuarto elemento y los seres vivos:
ecología del fuego
El fuego guarda una estrecha relación con los fenómenos naturales, los elementos abióticos y bióticos del ecosistema y el hombre. Se enfatizan los estudios sobre incendios en México, así como en la Reserva Ecológica del Pedregal de San Ángel de Ciudad Universitaria.
Sonia Juárez Orozco y Zenón Cano Santana
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En numerosas culturas el fuego tiene un importante papel. Cuenta el mito griego que Prometeo entregó el fuego del conocimiento a los hombres provocando la ira de Zeus quien lo condenó a ser encadenado y sistemáticamente torturado por un águila. Los zoroastras, descendientes de una secta religiosa de la antigua Persia, lo adoraban como símbolo de pureza. Para su profeta, Zaratustra, la llama encarnaba al espíritu puro y sabio, lo cual coincide con la representación del Espíritu Santo de los católicos, aunque en la Biblia el fuego también simboliza el castigo divino, en la mítica destrucción de Sodoma y Gomorra Dios hizo llover azufre ardiendo y fuego. En México, los mexicas adoraban a Huehuetéotl, el dios del fuego, quien era el encargado de cuidar el equilibrio del cosmos y se le representaba como un anciano soportando el peso de un bracero que simboliza un volcán.
 
Los incendios son tan antiguos como la vegetación terrestre. Frecuentemente, el hombre primitivo se enfrentó al fuego y su domesticación constituyó un gran logro que se registra en todas las culturas conocidas. El ser humano es el único organismo que maneja el fuego, lo cual lo dis­tingue de los demás animales. Es el primer tipo de energía que pudo controlar, para usarlo como fuente de calor, para cocinar sus alimentos e iluminar su entorno. La domesticación del fuego fue la primera gran transición ecológica que produjeron los humanos, pero su utilización es un arma de dos filos, pues si se hace con descuido pue­de ocasionar graves daños.

Desde el punto de vista ecológico, el fuego constituye un disturbio; esto es, un evento súbito que daña a los organismos de una comunidad, dejando espacios abiertos para que otros seres vivos lo colonicen. La perturbación que provoca el fuego en las comunidades consiste en la re­ducción de la biomasa de algunas plantas y la muerte de otras, así como de animales y hongos.

Los humanos han afectado el régimen de incendios en el planeta. Directamente, al usar el fuego para preparar el terreno agrícola, favoreciéndolos por descuido; o indirectamente, introduciendo especies exóticas en los ecosistemas. Por ejemplo, la introducción de ganado en los bosques de Pinus ponderosa disminuye la frecuencia natural de incendios, mientras que la de pinos en los matorrales xerófilos de Sudáfrica la incrementa.

Muchas características de algunos ecosistemas y orga­nismos se explican por la acción del fuego. Se sugiere que la baja densidad de árboles que caracteriza los pastiza­les y sabanas se debe, parcialmente, a la presencia de recurren­tes incendios. Los chaparrales típicos de climas medi­te­rrá­neos, que también experimentan frecuentes incendios, albergan especies vegetales que cuentan con tubérculos y cortezas gruesas que les permiten sobrevivir al fuego. Sin embargo, existe una gran variedad de ecosistemas que no responden de la misma forma ante este tipo de disturbios. En los ambientes desérticos, por ejemplo, sólo sobrevive 35% de los cactus columnares sometidos al fuego.
 
Para que se produzca un incendio deben combinarse calor, combustible y oxígeno. La combustión libera bióxido de carbono, vapor de agua y energía, por lo que esta reac­ción es inversa a la de la fotosíntesis. En los ecosistemas terrestres es muy fácil que se inicie un incendio por la existencia de una gran variedad de materiales combustibles, como la materia viva y muerta contenida en ramas, hojarasca, troncos, pastos, dosel de los árboles y heces. Asimismo, se registran muchas fuentes de calor —sol, rayos, lava, chispas y actividades humanas— y nues­tra atmósfera tiene una alta concentración de oxígeno, calculada en 20 por ciento.

Los incendios pueden clasificarse en superficiales, sub­terráneos o de copa. Los primeros son los que se propagan horizontalmente sobre un terreno, consumiendo el estrato bajo de la vegetación. Los subterráneos, se propagan bajo el suelo por la acumulación y compactación del combustible, que suele consistir en mantillo y raíces. Los de copa o aéreos alcanzan el dosel de los bosques y por lo general son muy destructivos y difíciles de controlar.

De acuerdo con su origen, los incendios también se cla­sifican en naturales y artificiales. En los naturales no interviene el ser humano, son provocados por los rayos, las erupciones volcánicas, la producción de chispas durante un choque de rocas y la combustión espontánea de materia vegetal o compuestos volátiles e inflamables despedidos por ciertas plantas en las horas de mayor calor. Por su parte, los artificiales están asociados con las actividades humanas, entre las que se encuentran las chispas producidas por los ferrocarriles, las hogueras, los fumadores, la quema no controlada de desechos o la realizada con fines agropecuarios y los incendios intencionales. Relacionados indirectamente con las actividades humanas, están los producidos por la combustión espontánea de materiales de desecho inflamables, domésticos e indus­triales, los ocasionados por la introducción de especies exóticas pirófilas —las que necesitan o se benefician de los efectos del fuego—, como los pastos, los eucaliptos y los pinos; y los que se originan por la concentración de energía solar producida por los objetos de vidrio depositados en zonas naturales.

Efectos del fuego

Los incendios producen cambios en los rasgos físicos y químicos del ambiente. Por ejemplo, el contenido de muchos nutrimentos aumenta por la liberación de cenizas durante la combustión; sin embargo, con temperaturas tan altas, el nitrógeno y la materia orgánica se volati­lizan. Asimismo, un incendio puede cambiar la acidez del suelo en ambos sentidos, haciéndolo más ácido o más al­calino. Por otro lado, al quemarse la cubierta vegetal hay mayor incidencia de radiación solar, lo que provoca un drástico incremento de temperatura al nivel del suelo, aumenta la velocidad viento y disminuye la humedad.

Las plantas sufren dos tipos de daños por efecto del fue­go: los directos, asociados con la desnaturalización de pro­teínas y la alteración en la movilidad de los lípidos, y los indirectos, que se derivan de los efectos del calor sobre el metabolismo. La posibilidad de que una planta muera de­pende del grado del daño, ya que su crecimiento modular les permite regenerarse cuando algunos de sus mó­dulos no están quemados.

En este sentido, las plantas más grandes son las que tienen mayor posibilidad de sobrevivir. También, la presen­cia de bulbos, macollos —tallos, flores o es­pigas que nacen justos—, lignotubércu­los o cortezas grue­sas, así como follaje resistente al fuego y semillas de testa dura, les per­mite sobrevivir. Al­gu­nos pas­tos son resistentes al fuego porque poseen rizomas que se encuentran protegidos bajo el suelo. Un ejemplo de adap­tación extrema es el de las coníferas de las especies Pinus banksiana, P. contorta, P. clausa, P. leiophylla, Cupressus sargentii y Picea americana que presentan conos serotinos —los cuales permanecen cerrados du­rante largo tiempo— y que requieren del calor producido por el fuego para liberar sus semillas. Asi­mismo, exis­ten otras plantas cuya presencia favorecen los incendios en el ecosistema, como el pasto Aris­tida stric­ta, la maleza del fuego Epilobium angustifolium, algunos pinos, los eucaliptos, el álamo Populus tremuloides y las secuoyas.

Después de un incendio, las plantas sobrevivientes re­generan sus órganos y recolonizan el territorio por medio de semillas. El clima y la herbivoría son factores claves que determinan el establecimiento de las plantas. La lluvia favorece el crecimiento vegetal, en tanto que los her­bí­voros pueden desaparecer por el fuego, o bien, el surgimiento de nuevos rebrotes los atrae, lo cual aumenta o re­duce las posibilidades de supervivencia de las plantas, respectivamente. La primera opción hace que la quema de áreas para la ganadería sea tan popular, se eliminan insectos nocivos y hay hierba fresca y nutritiva después de la quema, además de que la zona se libera de garrapatas, moscas parásitas y competidores.

También se reportan respuestas positivas de las plantas después de un incendio, asociadas al incremento de la productividad primaria —esto es, la tasa de fijación de ma­teria o energía por parte de las plantas—, de la floración, la dispersión de semillas, la germinación y del establecimiento de las plántulas. La productividad primaria aumen­ta por la alta disponibilidad de nutrimentos y el rápido calentamiento del suelo debido al color negro que le confie­re las cenizas, las cuales estimulan el crecimiento vegetal.

Los animales, a diferencia de las plantas, no resisten las elevadas temperaturas que se experimentan durante un in­cendio, pues además del daño que sufren sus órganos, la inhalación de humo dificulta su respiración y pue­den mo­rir por asfixia. Sus principales mecanismos para no sucum­bir en un incendio son escapar o esconderse en madrigue­ras, islas de vegetación no afectadas por el fuego o al interior de cuerpos de agua. Por lo general, los animales grandes hu­yen, mientras que los pequeños bus­can refugio.

Después de un incendio, los animales encuentran su am­biente sumamente alterado. La vegetación que proveía de espacio, alimento y protección se reduce o desapa­rece. La mayor parte de los cambios no los favorecen; pero, a pe­sar de esto, se mejora la calidad y cantidad de alimento disponible y disminuye la incidencia de parásitos. Se ha registrado que las comunidades de saltamontes, grillos, cucarachas y arañas se recuperan rápidamente.

La situación actual en México

En México, que ocupa el octavo lugar entre los países que pierden sus bosques por causa de los incendios, 90% de ellos son superficiales y muchos ocurren en épocas de ma­yor estiaje. En la década de los noventas se registraron 7 839 incendios por año, los cuales consumieron 267 mil hectáreas anualmente. Las causas cambian según la región: en el centro del país es la quema de pastos y las fogatas, en el sureste, la práctica de la roza, tumba y quema para pre­parar zonas de vegetación natural para el cultivo.

Los incendios forestales provocan diversos daños en los ecosistemas mexicanos, como la destrucción de madera, el aumento de zonas erosionadas que limitan la infiltración de agua al subsuelo, la destrucción del hábitat de la fauna silvestre, la generación de contaminantes atmosféricos que contribuyen al calentamiento global y la reducción de la belleza del paisaje. Asimismo, conllevan negativos efectos económicos y sociales. Si bien es cierto que los incendios naturales son parte importante de la di­námica de algunos ecosistemas, no ocurre lo mismo con los frecuentes incendios de origen antrópico.

Un año catastrófico fue 1998, cuando 14 445 incendios fueron registrados, los cuales afectaron 850 mil hectáreas. Su envergadura fue tal, que alcanzaron veinte enti­da­des fe­derativas de México y algunos países de Centroamérica; en­tre el 14 y el 20 de mayo de ese año se detectó una bruma espesa producto de las partículas liberadas por esos incen­dios, que se extendió hasta Texas y Florida, donde se decre­taron medidas sanitarias y de contingencia ambiental.

Para combatir este tipo de incendios es necesaria la capacitación en técnicas de control de incendios para pro­teger los bienes y las vidas de quienes los combaten. Durante 1998, por ejemplo, se registró la muerte de setenta personas durante acciones de control de incendios forestales en el país. Por otra parte, es importante conocer la relación entre la acumulación de combustibles y la proba­bilidad de que ocurra un incendio. Los de baja intensidad deben ser permitidos y aun prescritos artificialmente, por­que impiden que se acumulen grandes cantidades de com­bustible, lo que ha causado los mayores desastres pro­du­cidos por incendios. Ese fue el caso del incendio ocu­rri­do en el Parque Nacional Yellowstone en julio de 1988, en el cual se quemaron 450 000 hectáreas de bosque, por­que des­de 1872 se implantó un estricto control que permi­tió la acumulación de gran cantidad de materia combusti­ble. Actualmente, se sabe que los incendios que asolan la península de Yucatán están relacionados con el paso previo de un huracán sobre las selvas, el cual ocasiona la caí­da de hojas y ramas leñosas.

La prescripción de quemas ligeras y periódicas tienen numerosas ventajas, como la disminución de riesgos para el ser humano, las plantas y los animales, la reducción de la pérdida de suelos, el control de plagas y enfermedades, la eliminación de combustibles, el control de la vegetación dominante y competitiva, la protección del banco de semillas, el mantenimiento de la diversidad, la estimulación de plantas de interés económico —como los pinos y los zacates— y el mejoramiento de la calidad del forraje. La prescripción de quemas ligeras puede ir acompa­ñada con el retiro de los restos leñosos y de la vegetación exótica, como los eucaliptos y los pastos que incrementan el riesgo de incendios. También es necesario estudiar con detenimiento la posibilidad de usar brechas cortafuego en ecosistemas donde ocurran incendios frecuentes y donde no existan posibilidades de invasiones por parte de comunidades humanas. No obstante, todas las acciones de control y manejo del fuego deben estudiarse profundamente y aplicarse con suma cautela.

El Pedregal de San Ángel

En la ciudad de México, la Reserva Ecológica del Pedregal de San Ángel de Ciudad Universitaria, que cuenta con una vegetación tipo matorral xerófilo única en el país por su estructura y composición biótica, se asienta sobre un sus­trato rocoso basáltico originado hace 2 000 años por los derrames del volcán Xitle y de conos adyacentes. La activi­dad volcánica ocasionó una alta heterogeneidad geomorfológica, aunque en algunas zonas se pueden apreciar sitios planos. La extensión original del derrame fue de 80 kilómetros cuadrados, de los cuales 2.37 fueron decretados como Reserva Ecológica en 1983. En este sitio domina un estrato herbáceo y uno arbustivo, aunque también se encuentran elementos arbóreos de menos de siete me­tros de altura. La flora de este particular ecosistema cuen­ta con más de 300 especies de plantas vasculares, entre las que se encuentra la especie endémica Mammillaria haageana var. san-angelensis, conocida como biznaga de chili­to, mientras que la fauna la componen artrópodos, molus­cos, peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos. Por ejemplo, salamandras, víboras de cascabel, colibríes, zorrillos, tlacua­ches, liebres, cacomixtles y zorras grises sobreviven dentro de la gran megalópolis.

En la Reserva, los incendios ocurren principalmente en la época de secas —entre febrero y abril— y, a pesar de ser un área natural protegida, la mayoría son de origen ar­tificial. Entre 1992 y 1997, se reportaron 455 incendios en la zona de la reserva ecológica y las aledañas de vegeta­ción natural. Es muy probable que la frecuencia de incen­dios en este ecosistema se haya incrementado como consecuencia de la fragmentación y la reducción del área, lo que origina un mayor impacto de las actividades humanas que favorecen la producción de incendios, como el pi­soteo, la introducción de especies exóticas pirófilas —como los eucaliptos y el pasto kikuyo—, las fogatas, las colillas de cigarros y la acumulación de basura doméstica inflamable —papel, cartón, plásticos y madera.

El Pedregal de San Ángel es un ecosistema donde se acu­mula una gran cantidad de combustible en forma de ma­teria vegetal muerta, la cual se deposita en el suelo o per­ma­nece en pie. Pero a pesar del gran número de incendios que ocurren dentro de la zona, existen pocos estudios acer­ca del origen y efecto del fuego sobre la comunidad biótica. De hecho, hasta la fecha sólo existen cinco investigaciones que analizan los incendios en este ecosistema.

Los incendios se producen en la temporada más seca del año, cuando muchas especies de plantas se encuentran en estado latente como bulbos, tubérculos, meristemos —que son tejidos cuyas células pueden dividirse y ori­gi­nar los otros tejidos de la planta— enterrados y semillas, y mucha materia orgánica seca se encuentra almacenada en el mantillo, que en esas fechas alberga en promedio un kilogramo y medio de materia muerta por metro cua­drado.

En 2001, Martínez Mateos registró que después de un incendio ocurrido en febrero de 1998, la cobertura vegetal disminuyó hasta en 12% y que la temperatura máxima del aire al nivel del suelo alcanzó 26.1°C, mientras que en las zonas no quemadas era de sólo 16.4°C. Después del incendio, únicamente detectó 15 especies de plantas con tejidos aéreos. Entre las especies que crecen en la re­serva medio año después del incendio, 73% son perennes y rebrotan a partir de bulbos, tubérculos, meristemos sub­terráneos y tallos semienterrados; en tanto que el restante 27% son hierbas anuales que se reclutan a partir de se­millas. Por su parte, en 1998, Cano Santana y León Rico observaron que la cobertura vegetal se incrementa rápidamente entre abril —que es cuando ocurrió el incendio estudiado— y octubre, y que el fuego reduce la cobertura de los árboles y los arbustos provocando que la comunidad vegetal retroceda en el proceso sucesional. Tres años más tarde, Martínez Orea encontró que el número de semillas viables y la riqueza específica en semillas se reducen des­pués de un incendio, pues en los sitios quemados registró 33 o 34 especies y 22 o 23 plántulas en 300 gramos de suelo, mientras que en los no quemados, entre 36 y 43 es­pecies y de 55 a 108 plántulas en la misma cantidad de suelo.

Recientemente Juárez-Orozco encontró que después de siete meses de ocurrido un incendio, en el sitio quemado se registra una biomasa aérea en el estrato herbáceo tres veces más alta que en un sitio adyacente no quemado. En el primero, la diversidad vegetal, siete meses después del incendio, es baja por la gran dominancia, en términos de biomasa, del zacatón Muhlenbergia robusta y del bejuco Cissus sycioides. En ese momento, en el sitio que se quemó se encontró un tercio de la densidad de artrópo­dos epífitos registrada en el sitio no quemado.

Finalmente, en 2006 Vivar Evans y sus colaboradores encontraron que las semillas de Dahlia coccinea pueden tolerar o incluso ser favorecidas por incendios de baja in­tensidad. Ellos sugieren que la alta heterogeneidad del sus­trato del Pedregal de San Ángel permite la presencia de mi­crohábitats donde las semillas pueden mantener su via­bilidad.

Las evidencias observadas sugieren que el ecosistema que alberga esta reserva ecológica es resiliente al fuego, es decir, muestra una alta velocidad de recuperación des­pués del siniestro. Sin embargo, es necesario considerar que el fuego reduce la diversidad de un hábitat, ya que al­gunos elementos de la flora, como Senecio praecox y los helechos, así como los artrópodos, son afectados negativa­mente. De igual forma, hay que reconocer que se ha es­tu­dia­do poco la forma como los incendios dañan a los verte­bra­dos, durante un incendio se han escuchado los chillidos de los mamíferos que se esconden en las grietas subterráneas.

Nuestras observaciones de campo nos permiten sugerir que en los sitios de topografía plana, donde domina el za­catón Muhlenbergia robusta, los incendios pueden ser más frecuentes por la naturaleza pirófila de esta especie y la baja densidad de árboles, por lo que las temperaturas son más altas y los niveles de humedad muy bajos. Lo con­trario ocurre en los sitios de topografía accidentada, donde se establece un estrato arbóreo bien definido.

Para acrecentar nuestros conocimientos acerca de los incendios en este ecosistema, sería de gran utilidad contar con el registro de las zonas específicas que se queman año con año, de la duración e intensidad de los incendios, en términos del calor producido o de las temperaturas registradas, así como del factor de inicio y las temperaturas de ignición de los distintos materiales.
Conclusiones

El papel del fuego es complicado, pues tiene efectos po­si­ti­vos y negativos, dependiendo de las características del in­cendio y de las adaptaciones de las especies. Existen eco­sistemas en los que los incendios son raros y otros en los que son parte integral de su funcionamiento. En Mé­xi­co, hay pocos estudios acerca del papel del fuego en sus eco­sis­temas, de allí la importancia de hacer inves­ti­ga­cio­nes en eco­logía del fuego para mejorar la protección de nues­tros recursos naturales y enfrentar el problema de su con­trol. Además, debemos conocer cuáles ecosistemas tienen re­la­ción con el fuego y en cuáles aplicar quemas controladas.

El fuego puede tener consecuencias ambientales, eco­nómicas y sociales indeseables si se sale de control. El adecuado manejo de los incendios en el país resulta fundamental para proteger los ecosistemas terrestres y los servicios ambientales que nos prestan, así como para sal­va­guardar los bienes de la población y evitar pérdidas hu­manas.

El control de incendios en los ecosistemas naturales debe iniciar con medidas preventivas. En el caso de la Re­serva Ecológica de Ciudad Universitaria, es recomendable el control de los accesos de visitantes, establecer una estricta vigilancia sobre las personas que tiran escombros, desechos de jardinería y basura doméstica, implementar jornadas de limpieza y acciones de control de plantas exó­ticas —en este caso, eucaliptos y el pasto kikuyo—, impul­sar jornadas permanentes de educación para la comunidad universitaria y sus visitantes, y fortalecer las acciones de control de los incendios artificiales. Estas actividades pre­ventivas podrían aplicarse en otras zonas de vegetación natural susceptibles de quemarse.

Epílogo

Los filósofos presocráticos pensaban que toda la materia es­taba constituida por cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Heráclito afirmó que el principio de todas las co­sas era el fuego, el cual representaba el movimiento y el cam­bio que describe nuestra realidad. El fuego es destruc­ción, pero también renovación. Sin aire, tierra y agua no hay vida.

El fuego, el temible cuarto elemento, seguirá persistiendo en los ecosistemas terrestres y por ello es fun­damental conocer los beneficios y los daños que ocasionan, y qué tan rápido es capaz un ecosistema de recuperarse, todo ello para predecir mejor los cambios que sufrirían los otros tres elementos vitales.
Sonia Juárez Orozco y Zenón Cano Santana
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Agradecimientos

Agradecemos a Marco Romero su asistencia técnica. A la Dirección General de Servicios Generales de la unam la información sobre los incendios en Ciudad Uni­versitaria y a Leticia Valencia su revisión bibliográfica. A Vania Chagoya Lizama y a Víctor López Gómez les agra­decemos la revisión del texto.
Referencias bibliográficas
 
Böhme, G. y H. Böhme. 1996. Fuego, agua, tierra y aire: Una historia cultural de los elementos. Herder, Barcelona.
Cano Santana, Z. y R. León Rico. 1998. “Regene­ración de la vegetación después de un incendio en una comunidad sucesional temprana de la Ciudad de México”, en Libro de resúmenes. P. Magaña (ed.), vii Congreso Latinoamericano de Botánica y xiv Congreso Latinoamericano de Botánica, Sociedad Botánica de México, México, D.F., p. 125.
conafor, Comisión Nacional Forestal. 2005. www.conafor.gob.mx.
Juárez Orozco, S. M. 2005. Efectos del fuego y la her­bivoría sobre la biomasa aérea del estrato herbá­ceo de la Reserva del Pedregal de San Ángel. Tesis pro­­fesional, Facultad de Ciencias, unam.
Martínez Mateos, A. E. 2001. Regeneración natural después de un disturbio por fuego en dos microambientes contrastantes de la reserva ecológica El Pedregal de San Ángel. Tesis profesional, Facultad de Ciencias, unam.
Martínez Orea, Y. 2001. Efecto del fuego sobre el ban­co de semillas de la Reserva Ecológica del Pe­­dre­gal de San Ángel. Tesis profesional, Facultad de Cien­cias, unam.
Vivar-Evans, S., V. L. Barradas, M. E. Sánchez Coronado, A. Gamboa de Buen y A. Orozco Segovia. 2006. “Ecophysiology of seed germination of wild Dahlia coc­cinea (Asteraceae) in a spatially heterogeneous fire-prone habitat”, en Acta Oecologica, núm. 29, pp. 187-195.
Whelan, R. J. 1995. The ecology of fire. Cam­bridge University Press, Cambridge.
Sonia Juárez Orozco es bióloga por la Facultad de Ciencias, unam. Estudia ecología del fuego y los factores de riesgo de incendios en la República Mexicana. Cursa la Maestría en Geografía en el Instituto de Geografía, unam campus Morelia.
Zenón Cano Santana es biólogo y doctor en ecología por la unam. Actualmente es coordinador de la Unidad de Enseñanza de la Biología de la Facultad de Ciencias de la unam. Sus líneas de especialización son ecología de artrópodos terrestres, ecología de ecosistemas, ecología de la interacción planta-insecto y restauración ecológica de pedregales.
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como citar este artículo

Juárez Orozco, Sonia y Cano Santana, Zenón. (2007). El cuarto elemento y los seres vivos: ecología del fuego. Ciencias 85, enero-marzo, 4-12. [En línea]

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