El cuarto elemento y los seres vivos: ecología del fuego |
El fuego guarda una estrecha relación con los fenómenos naturales, los elementos abióticos y bióticos del ecosistema y el hombre. Se enfatizan los estudios sobre incendios en México, así como en la Reserva Ecológica del Pedregal de San Ángel de Ciudad Universitaria.
|
|
Sonia Juárez Orozco y Zenón Cano Santana
conoce más del autor
|
||
HTML ↓ | ←Regresar al índice ⁄artículo siguiente→ | |
En numerosas culturas el fuego tiene un importante papel. Cuenta el mito griego que Prometeo entregó el fuego del conocimiento a los hombres provocando la ira de Zeus quien lo condenó a ser encadenado y sistemáticamente torturado por un águila. Los zoroastras, descendientes de una secta religiosa de la antigua Persia, lo adoraban como símbolo de pureza. Para su profeta, Zaratustra, la llama encarnaba al espíritu puro y sabio, lo cual coincide con la representación del Espíritu Santo de los católicos, aunque en la Biblia el fuego también simboliza el castigo divino, en la mítica destrucción de Sodoma y Gomorra Dios hizo llover azufre ardiendo y fuego. En México, los mexicas adoraban a Huehuetéotl, el dios del fuego, quien era el encargado de cuidar el equilibrio del cosmos y se le representaba como un anciano soportando el peso de un bracero que simboliza un volcán.
Los incendios son tan antiguos como la vegetación terrestre. Frecuentemente, el hombre primitivo se enfrentó al fuego y su domesticación constituyó un gran logro que se registra en todas las culturas conocidas. El ser humano es el único organismo que maneja el fuego, lo cual lo distingue de los demás animales. Es el primer tipo de energía que pudo controlar, para usarlo como fuente de calor, para cocinar sus alimentos e iluminar su entorno. La domesticación del fuego fue la primera gran transición ecológica que produjeron los humanos, pero su utilización es un arma de dos filos, pues si se hace con descuido puede ocasionar graves daños.
Desde el punto de vista ecológico, el fuego constituye un disturbio; esto es, un evento súbito que daña a los organismos de una comunidad, dejando espacios abiertos para que otros seres vivos lo colonicen. La perturbación que provoca el fuego en las comunidades consiste en la reducción de la biomasa de algunas plantas y la muerte de otras, así como de animales y hongos. Los humanos han afectado el régimen de incendios en el planeta. Directamente, al usar el fuego para preparar el terreno agrícola, favoreciéndolos por descuido; o indirectamente, introduciendo especies exóticas en los ecosistemas. Por ejemplo, la introducción de ganado en los bosques de Pinus ponderosa disminuye la frecuencia natural de incendios, mientras que la de pinos en los matorrales xerófilos de Sudáfrica la incrementa. Muchas características de algunos ecosistemas y organismos se explican por la acción del fuego. Se sugiere que la baja densidad de árboles que caracteriza los pastizales y sabanas se debe, parcialmente, a la presencia de recurrentes incendios. Los chaparrales típicos de climas mediterráneos, que también experimentan frecuentes incendios, albergan especies vegetales que cuentan con tubérculos y cortezas gruesas que les permiten sobrevivir al fuego. Sin embargo, existe una gran variedad de ecosistemas que no responden de la misma forma ante este tipo de disturbios. En los ambientes desérticos, por ejemplo, sólo sobrevive 35% de los cactus columnares sometidos al fuego. Para que se produzca un incendio deben combinarse calor, combustible y oxígeno. La combustión libera bióxido de carbono, vapor de agua y energía, por lo que esta reacción es inversa a la de la fotosíntesis. En los ecosistemas terrestres es muy fácil que se inicie un incendio por la existencia de una gran variedad de materiales combustibles, como la materia viva y muerta contenida en ramas, hojarasca, troncos, pastos, dosel de los árboles y heces. Asimismo, se registran muchas fuentes de calor —sol, rayos, lava, chispas y actividades humanas— y nuestra atmósfera tiene una alta concentración de oxígeno, calculada en 20 por ciento.
Los incendios pueden clasificarse en superficiales, subterráneos o de copa. Los primeros son los que se propagan horizontalmente sobre un terreno, consumiendo el estrato bajo de la vegetación. Los subterráneos, se propagan bajo el suelo por la acumulación y compactación del combustible, que suele consistir en mantillo y raíces. Los de copa o aéreos alcanzan el dosel de los bosques y por lo general son muy destructivos y difíciles de controlar. De acuerdo con su origen, los incendios también se clasifican en naturales y artificiales. En los naturales no interviene el ser humano, son provocados por los rayos, las erupciones volcánicas, la producción de chispas durante un choque de rocas y la combustión espontánea de materia vegetal o compuestos volátiles e inflamables despedidos por ciertas plantas en las horas de mayor calor. Por su parte, los artificiales están asociados con las actividades humanas, entre las que se encuentran las chispas producidas por los ferrocarriles, las hogueras, los fumadores, la quema no controlada de desechos o la realizada con fines agropecuarios y los incendios intencionales. Relacionados indirectamente con las actividades humanas, están los producidos por la combustión espontánea de materiales de desecho inflamables, domésticos e industriales, los ocasionados por la introducción de especies exóticas pirófilas —las que necesitan o se benefician de los efectos del fuego—, como los pastos, los eucaliptos y los pinos; y los que se originan por la concentración de energía solar producida por los objetos de vidrio depositados en zonas naturales. Efectos del fuego Los incendios producen cambios en los rasgos físicos y químicos del ambiente. Por ejemplo, el contenido de muchos nutrimentos aumenta por la liberación de cenizas durante la combustión; sin embargo, con temperaturas tan altas, el nitrógeno y la materia orgánica se volatilizan. Asimismo, un incendio puede cambiar la acidez del suelo en ambos sentidos, haciéndolo más ácido o más alcalino. Por otro lado, al quemarse la cubierta vegetal hay mayor incidencia de radiación solar, lo que provoca un drástico incremento de temperatura al nivel del suelo, aumenta la velocidad viento y disminuye la humedad. Las plantas sufren dos tipos de daños por efecto del fuego: los directos, asociados con la desnaturalización de proteínas y la alteración en la movilidad de los lípidos, y los indirectos, que se derivan de los efectos del calor sobre el metabolismo. La posibilidad de que una planta muera depende del grado del daño, ya que su crecimiento modular les permite regenerarse cuando algunos de sus módulos no están quemados. En este sentido, las plantas más grandes son las que tienen mayor posibilidad de sobrevivir. También, la presencia de bulbos, macollos —tallos, flores o espigas que nacen justos—, lignotubérculos o cortezas gruesas, así como follaje resistente al fuego y semillas de testa dura, les permite sobrevivir. Algunos pastos son resistentes al fuego porque poseen rizomas que se encuentran protegidos bajo el suelo. Un ejemplo de adaptación extrema es el de las coníferas de las especies Pinus banksiana, P. contorta, P. clausa, P. leiophylla, Cupressus sargentii y Picea americana que presentan conos serotinos —los cuales permanecen cerrados durante largo tiempo— y que requieren del calor producido por el fuego para liberar sus semillas. Asimismo, existen otras plantas cuya presencia favorecen los incendios en el ecosistema, como el pasto Aristida stricta, la maleza del fuego Epilobium angustifolium, algunos pinos, los eucaliptos, el álamo Populus tremuloides y las secuoyas. Después de un incendio, las plantas sobrevivientes regeneran sus órganos y recolonizan el territorio por medio de semillas. El clima y la herbivoría son factores claves que determinan el establecimiento de las plantas. La lluvia favorece el crecimiento vegetal, en tanto que los herbívoros pueden desaparecer por el fuego, o bien, el surgimiento de nuevos rebrotes los atrae, lo cual aumenta o reduce las posibilidades de supervivencia de las plantas, respectivamente. La primera opción hace que la quema de áreas para la ganadería sea tan popular, se eliminan insectos nocivos y hay hierba fresca y nutritiva después de la quema, además de que la zona se libera de garrapatas, moscas parásitas y competidores. También se reportan respuestas positivas de las plantas después de un incendio, asociadas al incremento de la productividad primaria —esto es, la tasa de fijación de materia o energía por parte de las plantas—, de la floración, la dispersión de semillas, la germinación y del establecimiento de las plántulas. La productividad primaria aumenta por la alta disponibilidad de nutrimentos y el rápido calentamiento del suelo debido al color negro que le confiere las cenizas, las cuales estimulan el crecimiento vegetal. Los animales, a diferencia de las plantas, no resisten las elevadas temperaturas que se experimentan durante un incendio, pues además del daño que sufren sus órganos, la inhalación de humo dificulta su respiración y pueden morir por asfixia. Sus principales mecanismos para no sucumbir en un incendio son escapar o esconderse en madrigueras, islas de vegetación no afectadas por el fuego o al interior de cuerpos de agua. Por lo general, los animales grandes huyen, mientras que los pequeños buscan refugio. Después de un incendio, los animales encuentran su ambiente sumamente alterado. La vegetación que proveía de espacio, alimento y protección se reduce o desaparece. La mayor parte de los cambios no los favorecen; pero, a pesar de esto, se mejora la calidad y cantidad de alimento disponible y disminuye la incidencia de parásitos. Se ha registrado que las comunidades de saltamontes, grillos, cucarachas y arañas se recuperan rápidamente. La situación actual en México En México, que ocupa el octavo lugar entre los países que pierden sus bosques por causa de los incendios, 90% de ellos son superficiales y muchos ocurren en épocas de mayor estiaje. En la década de los noventas se registraron 7 839 incendios por año, los cuales consumieron 267 mil hectáreas anualmente. Las causas cambian según la región: en el centro del país es la quema de pastos y las fogatas, en el sureste, la práctica de la roza, tumba y quema para preparar zonas de vegetación natural para el cultivo. Los incendios forestales provocan diversos daños en los ecosistemas mexicanos, como la destrucción de madera, el aumento de zonas erosionadas que limitan la infiltración de agua al subsuelo, la destrucción del hábitat de la fauna silvestre, la generación de contaminantes atmosféricos que contribuyen al calentamiento global y la reducción de la belleza del paisaje. Asimismo, conllevan negativos efectos económicos y sociales. Si bien es cierto que los incendios naturales son parte importante de la dinámica de algunos ecosistemas, no ocurre lo mismo con los frecuentes incendios de origen antrópico. Un año catastrófico fue 1998, cuando 14 445 incendios fueron registrados, los cuales afectaron 850 mil hectáreas. Su envergadura fue tal, que alcanzaron veinte entidades federativas de México y algunos países de Centroamérica; entre el 14 y el 20 de mayo de ese año se detectó una bruma espesa producto de las partículas liberadas por esos incendios, que se extendió hasta Texas y Florida, donde se decretaron medidas sanitarias y de contingencia ambiental. Para combatir este tipo de incendios es necesaria la capacitación en técnicas de control de incendios para proteger los bienes y las vidas de quienes los combaten. Durante 1998, por ejemplo, se registró la muerte de setenta personas durante acciones de control de incendios forestales en el país. Por otra parte, es importante conocer la relación entre la acumulación de combustibles y la probabilidad de que ocurra un incendio. Los de baja intensidad deben ser permitidos y aun prescritos artificialmente, porque impiden que se acumulen grandes cantidades de combustible, lo que ha causado los mayores desastres producidos por incendios. Ese fue el caso del incendio ocurrido en el Parque Nacional Yellowstone en julio de 1988, en el cual se quemaron 450 000 hectáreas de bosque, porque desde 1872 se implantó un estricto control que permitió la acumulación de gran cantidad de materia combustible. Actualmente, se sabe que los incendios que asolan la península de Yucatán están relacionados con el paso previo de un huracán sobre las selvas, el cual ocasiona la caída de hojas y ramas leñosas. La prescripción de quemas ligeras y periódicas tienen numerosas ventajas, como la disminución de riesgos para el ser humano, las plantas y los animales, la reducción de la pérdida de suelos, el control de plagas y enfermedades, la eliminación de combustibles, el control de la vegetación dominante y competitiva, la protección del banco de semillas, el mantenimiento de la diversidad, la estimulación de plantas de interés económico —como los pinos y los zacates— y el mejoramiento de la calidad del forraje. La prescripción de quemas ligeras puede ir acompañada con el retiro de los restos leñosos y de la vegetación exótica, como los eucaliptos y los pastos que incrementan el riesgo de incendios. También es necesario estudiar con detenimiento la posibilidad de usar brechas cortafuego en ecosistemas donde ocurran incendios frecuentes y donde no existan posibilidades de invasiones por parte de comunidades humanas. No obstante, todas las acciones de control y manejo del fuego deben estudiarse profundamente y aplicarse con suma cautela. El Pedregal de San Ángel En la ciudad de México, la Reserva Ecológica del Pedregal de San Ángel de Ciudad Universitaria, que cuenta con una vegetación tipo matorral xerófilo única en el país por su estructura y composición biótica, se asienta sobre un sustrato rocoso basáltico originado hace 2 000 años por los derrames del volcán Xitle y de conos adyacentes. La actividad volcánica ocasionó una alta heterogeneidad geomorfológica, aunque en algunas zonas se pueden apreciar sitios planos. La extensión original del derrame fue de 80 kilómetros cuadrados, de los cuales 2.37 fueron decretados como Reserva Ecológica en 1983. En este sitio domina un estrato herbáceo y uno arbustivo, aunque también se encuentran elementos arbóreos de menos de siete metros de altura. La flora de este particular ecosistema cuenta con más de 300 especies de plantas vasculares, entre las que se encuentra la especie endémica Mammillaria haageana var. san-angelensis, conocida como biznaga de chilito, mientras que la fauna la componen artrópodos, moluscos, peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos. Por ejemplo, salamandras, víboras de cascabel, colibríes, zorrillos, tlacuaches, liebres, cacomixtles y zorras grises sobreviven dentro de la gran megalópolis. En la Reserva, los incendios ocurren principalmente en la época de secas —entre febrero y abril— y, a pesar de ser un área natural protegida, la mayoría son de origen artificial. Entre 1992 y 1997, se reportaron 455 incendios en la zona de la reserva ecológica y las aledañas de vegetación natural. Es muy probable que la frecuencia de incendios en este ecosistema se haya incrementado como consecuencia de la fragmentación y la reducción del área, lo que origina un mayor impacto de las actividades humanas que favorecen la producción de incendios, como el pisoteo, la introducción de especies exóticas pirófilas —como los eucaliptos y el pasto kikuyo—, las fogatas, las colillas de cigarros y la acumulación de basura doméstica inflamable —papel, cartón, plásticos y madera. El Pedregal de San Ángel es un ecosistema donde se acumula una gran cantidad de combustible en forma de materia vegetal muerta, la cual se deposita en el suelo o permanece en pie. Pero a pesar del gran número de incendios que ocurren dentro de la zona, existen pocos estudios acerca del origen y efecto del fuego sobre la comunidad biótica. De hecho, hasta la fecha sólo existen cinco investigaciones que analizan los incendios en este ecosistema. Los incendios se producen en la temporada más seca del año, cuando muchas especies de plantas se encuentran en estado latente como bulbos, tubérculos, meristemos —que son tejidos cuyas células pueden dividirse y originar los otros tejidos de la planta— enterrados y semillas, y mucha materia orgánica seca se encuentra almacenada en el mantillo, que en esas fechas alberga en promedio un kilogramo y medio de materia muerta por metro cuadrado. En 2001, Martínez Mateos registró que después de un incendio ocurrido en febrero de 1998, la cobertura vegetal disminuyó hasta en 12% y que la temperatura máxima del aire al nivel del suelo alcanzó 26.1°C, mientras que en las zonas no quemadas era de sólo 16.4°C. Después del incendio, únicamente detectó 15 especies de plantas con tejidos aéreos. Entre las especies que crecen en la reserva medio año después del incendio, 73% son perennes y rebrotan a partir de bulbos, tubérculos, meristemos subterráneos y tallos semienterrados; en tanto que el restante 27% son hierbas anuales que se reclutan a partir de semillas. Por su parte, en 1998, Cano Santana y León Rico observaron que la cobertura vegetal se incrementa rápidamente entre abril —que es cuando ocurrió el incendio estudiado— y octubre, y que el fuego reduce la cobertura de los árboles y los arbustos provocando que la comunidad vegetal retroceda en el proceso sucesional. Tres años más tarde, Martínez Orea encontró que el número de semillas viables y la riqueza específica en semillas se reducen después de un incendio, pues en los sitios quemados registró 33 o 34 especies y 22 o 23 plántulas en 300 gramos de suelo, mientras que en los no quemados, entre 36 y 43 especies y de 55 a 108 plántulas en la misma cantidad de suelo. Recientemente Juárez-Orozco encontró que después de siete meses de ocurrido un incendio, en el sitio quemado se registra una biomasa aérea en el estrato herbáceo tres veces más alta que en un sitio adyacente no quemado. En el primero, la diversidad vegetal, siete meses después del incendio, es baja por la gran dominancia, en términos de biomasa, del zacatón Muhlenbergia robusta y del bejuco Cissus sycioides. En ese momento, en el sitio que se quemó se encontró un tercio de la densidad de artrópodos epífitos registrada en el sitio no quemado. Finalmente, en 2006 Vivar Evans y sus colaboradores encontraron que las semillas de Dahlia coccinea pueden tolerar o incluso ser favorecidas por incendios de baja intensidad. Ellos sugieren que la alta heterogeneidad del sustrato del Pedregal de San Ángel permite la presencia de microhábitats donde las semillas pueden mantener su viabilidad. Las evidencias observadas sugieren que el ecosistema que alberga esta reserva ecológica es resiliente al fuego, es decir, muestra una alta velocidad de recuperación después del siniestro. Sin embargo, es necesario considerar que el fuego reduce la diversidad de un hábitat, ya que algunos elementos de la flora, como Senecio praecox y los helechos, así como los artrópodos, son afectados negativamente. De igual forma, hay que reconocer que se ha estudiado poco la forma como los incendios dañan a los vertebrados, durante un incendio se han escuchado los chillidos de los mamíferos que se esconden en las grietas subterráneas. Nuestras observaciones de campo nos permiten sugerir que en los sitios de topografía plana, donde domina el zacatón Muhlenbergia robusta, los incendios pueden ser más frecuentes por la naturaleza pirófila de esta especie y la baja densidad de árboles, por lo que las temperaturas son más altas y los niveles de humedad muy bajos. Lo contrario ocurre en los sitios de topografía accidentada, donde se establece un estrato arbóreo bien definido. Para acrecentar nuestros conocimientos acerca de los incendios en este ecosistema, sería de gran utilidad contar con el registro de las zonas específicas que se queman año con año, de la duración e intensidad de los incendios, en términos del calor producido o de las temperaturas registradas, así como del factor de inicio y las temperaturas de ignición de los distintos materiales. Conclusiones El papel del fuego es complicado, pues tiene efectos positivos y negativos, dependiendo de las características del incendio y de las adaptaciones de las especies. Existen ecosistemas en los que los incendios son raros y otros en los que son parte integral de su funcionamiento. En México, hay pocos estudios acerca del papel del fuego en sus ecosistemas, de allí la importancia de hacer investigaciones en ecología del fuego para mejorar la protección de nuestros recursos naturales y enfrentar el problema de su control. Además, debemos conocer cuáles ecosistemas tienen relación con el fuego y en cuáles aplicar quemas controladas. El fuego puede tener consecuencias ambientales, económicas y sociales indeseables si se sale de control. El adecuado manejo de los incendios en el país resulta fundamental para proteger los ecosistemas terrestres y los servicios ambientales que nos prestan, así como para salvaguardar los bienes de la población y evitar pérdidas humanas. El control de incendios en los ecosistemas naturales debe iniciar con medidas preventivas. En el caso de la Reserva Ecológica de Ciudad Universitaria, es recomendable el control de los accesos de visitantes, establecer una estricta vigilancia sobre las personas que tiran escombros, desechos de jardinería y basura doméstica, implementar jornadas de limpieza y acciones de control de plantas exóticas —en este caso, eucaliptos y el pasto kikuyo—, impulsar jornadas permanentes de educación para la comunidad universitaria y sus visitantes, y fortalecer las acciones de control de los incendios artificiales. Estas actividades preventivas podrían aplicarse en otras zonas de vegetación natural susceptibles de quemarse. Epílogo Los filósofos presocráticos pensaban que toda la materia estaba constituida por cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Heráclito afirmó que el principio de todas las cosas era el fuego, el cual representaba el movimiento y el cambio que describe nuestra realidad. El fuego es destrucción, pero también renovación. Sin aire, tierra y agua no hay vida. El fuego, el temible cuarto elemento, seguirá persistiendo en los ecosistemas terrestres y por ello es fundamental conocer los beneficios y los daños que ocasionan, y qué tan rápido es capaz un ecosistema de recuperarse, todo ello para predecir mejor los cambios que sufrirían los otros tres elementos vitales. |
||
Sonia Juárez Orozco y Zenón Cano Santana
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México. |
||
Agradecimientos
Agradecemos a Marco Romero su asistencia técnica. A la Dirección General de Servicios Generales de la unam la información sobre los incendios en Ciudad Universitaria y a Leticia Valencia su revisión bibliográfica. A Vania Chagoya Lizama y a Víctor López Gómez les agradecemos la revisión del texto. |
||
Referencias bibliográficas
Böhme, G. y H. Böhme. 1996. Fuego, agua, tierra y aire: Una historia cultural de los elementos. Herder, Barcelona.
Cano Santana, Z. y R. León Rico. 1998. “Regeneración de la vegetación después de un incendio en una comunidad sucesional temprana de la Ciudad de México”, en Libro de resúmenes. P. Magaña (ed.), vii Congreso Latinoamericano de Botánica y xiv Congreso Latinoamericano de Botánica, Sociedad Botánica de México, México, D.F., p. 125.
conafor, Comisión Nacional Forestal. 2005. www.conafor.gob.mx.
Juárez Orozco, S. M. 2005. Efectos del fuego y la herbivoría sobre la biomasa aérea del estrato herbáceo de la Reserva del Pedregal de San Ángel. Tesis profesional, Facultad de Ciencias, unam.
Martínez Mateos, A. E. 2001. Regeneración natural después de un disturbio por fuego en dos microambientes contrastantes de la reserva ecológica El Pedregal de San Ángel. Tesis profesional, Facultad de Ciencias, unam.
Martínez Orea, Y. 2001. Efecto del fuego sobre el banco de semillas de la Reserva Ecológica del Pedregal de San Ángel. Tesis profesional, Facultad de Ciencias, unam.
Vivar-Evans, S., V. L. Barradas, M. E. Sánchez Coronado, A. Gamboa de Buen y A. Orozco Segovia. 2006. “Ecophysiology of seed germination of wild Dahlia coccinea (Asteraceae) in a spatially heterogeneous fire-prone habitat”, en Acta Oecologica, núm. 29, pp. 187-195.
Whelan, R. J. 1995. The ecology of fire. Cambridge University Press, Cambridge.
|
||
Sonia Juárez Orozco es bióloga por la Facultad de Ciencias, unam. Estudia ecología del fuego y los factores de riesgo de incendios en la República Mexicana. Cursa la Maestría en Geografía en el Instituto de Geografía, unam campus Morelia.
Zenón Cano Santana es biólogo y doctor en ecología por la unam. Actualmente es coordinador de la Unidad de Enseñanza de la Biología de la Facultad de Ciencias de la unam. Sus líneas de especialización son ecología de artrópodos terrestres, ecología de ecosistemas, ecología de la interacción planta-insecto y restauración ecológica de pedregales.
_______________________________________________________________
como citar este artículo → Juárez Orozco, Sonia y Cano Santana, Zenón. (2007). El cuarto elemento y los seres vivos: ecología del fuego. Ciencias 85, enero-marzo, 4-12. [En línea] |
||
←Regresar al índice ⁄artículo siguiente→ |
Helechos invasores y sucesión secundaria post-fuego |
Se analiza el problema de la invasión de Pteridium en la Península de Yucatán como resultado de una larga historia de disturbios, entre los que destacan el cambio de uso de suelo y la amplia utilización del fuego como herramienta agrícola. Se discuten algunos aspectos de la biología de este helecho, enfatizando su adaptación al fuego.
|
|
María del Rosario Ramírez Trejo, Blanca Pérez García y Alma D. Orozco Segovia
conoce más del autor
|
||
HTML ↓ | ←Regresar al índice ⁄artículo siguiente→ | |
La introducción de especies invasoras, junto con la pérdida del hábitat, es una de las mayores amenazas para la biodiversidad. Se establecen fuera de su área de distribución normal y actúan como agentes de cambio, provocando la pérdida irrecuperable de especies y la degradación de los ecosistemas nativos. Normalmente, las invasiones biológicas se producen después de la presencia de disturbios, los cuales son parte de la dinámica de los ecosistemas; sin embargo, las actividades humanas modifican los regímenes de disturbio provocando importantes alteraciones en el sistema —por ejemplo, en la disponibilidad de recursos— y, frecuentemente, incrementando las oportunidades para la invasión por especies exóticas. El cambio de uso del suelo ha exacerbado los efectos negativos de las especies invasoras, al crear hábitats favorables para su establecimiento e invasión temporal o permanentemente en los ecosistemas nativos.
Después de perturbaciones antropogénicas de intensidad moderada, los bosques tropicales pueden recuperarse, pero si los disturbios son severos, como la compactación y pérdida de suelo o los incendios forestales de gran intensidad, producen condiciones que dificultan la regeneración de la vegetación y detienen los procesos de sucesión. Esos sitios suelen estar dominados por especies invasoras, como pastos y helechos, que compiten con las nativas por la humedad del suelo, los nutrimentos y la luz; en ocasiones, pueden excluirlas. El resultado es la formación de extensos tapetes monoespecíficos o comunidades empobrecidas desde el punto de vista florístico, las cuales ofrecen muy pocos recursos y atraen un limitado número de dispersores de semillas, lo que aumenta los obstáculos para el reestablecimiento de la flora nativa.
La península de Yucatán es una zona que desde tiempos prehistóricos está sujeta a todo tipo de disturbios, tanto naturales como humanos. La actual vegetación del área es el resultado de esa larga historia. Habitada desde hace más de 10 000 años, sustentó el desarrollo de la civilización maya y estuvo densamente poblada en el Periodo Clásico —entre los años 300 y 900 de nuestra era. Durante siglos, la península yucateca fue el escenario de diversas actividades económicas que promovieron un cambio sustancial en el uso del suelo. Por ejemplo, el sistema de roza, tumba y quema practicado por los mayas para preparar los suelos destinados a la agricultura, sufrió fuertes modificaciones durante las últimas décadas, principalmente por la reducción de los periodos de descanso de la tierra, los cuales pasaron de entre quince y veinte años a tan sólo de tres a cinco. Esto ocasionó que la recuperación de la fertilidad no fuera completamente adecuada y que disminuyeran las escasas áreas de vegetación en etapas de sucesión avanzada. Al requerirse más superficie incorporada al sistema, se produjo un aumento en los índices de deforestación y en los incendios forestales. Desde 1890 hasta finales de la segunda guerra mundial, la extracción del chicle representó una importante actividad económica para la Península. Con la estrepitosa caída de la demanda de este producto, la industria maderera se convirtió en la principal actividad forestal de la región. Mientras que el cultivo de caña de azúcar, primero, y el de henequén después, propiciaron una gran transformación en el uso del suelo. A mediados de los años setentas, ante el fracaso del cultivo de henequén, se abandonaron extensas áreas que ahora están en diversas etapas de regeneración. Esta ocupación continua tuvo un fuerte impacto en la vegetación de la península. Sin embargo, la mayor afectación ocurrió en los últimos veinte años, periodo en que el área fue impactada por el huracán Gilberto, en 1988 y por dos grandes incendios forestales, en 1989 y 1995, cuyos orígenes pueden atribuirse a las interacciones sinérgicas de las fluctuaciones climáticas y las actividades humanas. En las zonas tropicales, los incendios tienen una estrecha relación con la presencia de huracanes, los cuales, cuando pasan, derriban una gran cantidad de árboles y producen la defoliación y el resquebrajamiento de las copas. Con el tiempo, eso convierte en material combustible y al combinarse, por un lado, con la presencia de condiciones meteorológicas adversas, como sequía y fuertes vientos, y por el otro, con el amplio uso del fuego para actividades agropecuarias durante la temporada seca, se incrementa las probabilidad de que ocurran incendios forestales de considerable magnitud. En 2002, según el informe sobre la Situación del Medio Ambiente en México de semarnat, las actividades agropecuarias fueron responsables de 46% de los incendios forestales en México. En las últimas décadas, la frecuencia, escala e intensidad de los incendios han aumentado. Esta espiral ascendente de mayor biomasa quemándose en el trópico puede tener múltiples y severos impactos sobre la diversidad y las funciones ecológicas de los bosques. Entre los más preocupantes, la invasión de una flora oportunista, conformada principalmente por especies secundarias resistentes al fuego como las del género Pteridium, que además de crecer abundantemente después de quemas recurrentes, favorecen la ocurrencia de incendios por la gran cantidad de hojarasca que generan y por su alta flamabilidad, originando un círculo vicioso que podría continuar indefinidamente si se sigue utilizando el fuego de manera incontrolada. El género Pteridium Las especies de este género están consideradas entre las plantas invasoras más exitosas del mundo, se encuentran en los cinco continentes, tanto en zonas templadas como tropicales y desde el nivel del mar hasta altitudes que superan 3 000 metros. Afectan profundamente los ecosistemas intervenidos por la actividad humana y son especialmente propensas a invadir sitios talados, campos de cultivo, pastizales inducidos, parcelas abandonadas y, sobre todo, áreas afectadas por incendios. En México crecen tres especies de Pteridium, todas ampliamente distribuidas en el país: Pteridium aquilinum (L.) Kuhn, con tres variedades, var. latiusculum (Desv.) Underw. ex Heller; var. pubescens Underw. y var. feei (W. Shaffn. ex Fée) Maxon ex Yunck.; P. arachnoideum (Kaulf.) Maxon y P. caudatum (L.) Maxon, la última se encuentra en la península de Yucatán. La invasión de Pteridium representa un serio problema para la conservación y para los productores y administradores de recursos, pues retrasa la recuperación de la estructura y composición de los bosques y obstaculiza o, en el peor de los casos, imposibilita las labores agrícolas y forestales al obligar a los campesinos a abandonar sus tierras por la fuerte inversión inicial en mano de obra que requiere el abatimiento de la población de helechos, cuyos rizomas —tallos subterráneos— forman una densa red bajo el suelo que es extremadamente difícil de remover en su totalidad y prácticamente inmune a los herbicidas. Desafortunadamente, no se trata sólo de una maleza que crece profusamente, ahogando pastos y cultivos, también es una amenaza para los humanos, en la medida en que afecta su salud y la sus animales de cría. Al ser ingerido por el ganado produce afecciones graves como avitaminosis, parálisis mecánica, padecimientos hematológicos, ceguera permanente, hemorragias internas y cáncer. Existen crecientes evidencias de que algunos de sus efectos pueden transmitirse al ser humano por medio de la leche de animales expuestos al helecho. Se ha demostrado que la leche contiene un carcinógeno denominado ptaquilósido en cantidad suficiente para ser el causante o coadyuvante del muy alto índice de cáncer gástrico observado en algunas regiones de Venezuela y de Costa Rica, donde este helecho invade los potreros de producción láctea. En Gales, al oeste de Inglaterra, donde abundan las poblaciones de Pteridium, se ha observado una inusual incidencia de cáncer entre la población humana. Se han adelantado varias hipótesis, incluyendo la contaminación del agua de pozos por exudados de las raíces y rizomas del helecho, y la invasión de sus esporas en los acueductos de superficie, pero no se ha demostrado claramente ninguna relación. También en Japón, país en donde no sólo abundan los Pteridium sino que se comen los brotes tiernos como una delicadeza en ensaladas, se observa un índice muy elevado de cáncer gástrico y esofágico en relación con otros tipos de cáncer humano. ¿Qué los hace tan exitosos? El gran potencial competitivo de este helecho resulta de su amplia tolerancia al estrés y las perturbaciones ambientales, aspectos que responden, en gran medida, al producto de una exitosa combinación de características morfológicas y fisiológicas, entre las que destacan: 1) un sistema de rizomas o tallos subterráneos muy largo y longevo que se ramifica indefinidamente, confiriéndole una gran capacidad de invasión. Adicionalmente, estos órganos almacenan carbohidratos que pueden movilizarse rápidamente hacia las hojas y son los responsables de la abundante propagación vegetativa, por el gran número de yemas en estado latente que portan. Cada una, potencialmente puede formar nuevas hojas, especialmente después de quemas recurrentes; 2) una efectiva actividad alelopática y antidepredadora, resultante de la posesión de un amplio y poderoso arsenal químico de metabolitos secundarios, entre los que destacan las ecdisonas —un tipo de hormonas que promueven la muda o ecdisis en los insectos—, los sesquiterpenos, taninos, glucósidos cianogénicos, flavonoides y tiaminasa —una enzima que descompone la tiamina o vitamina B1; 3) un alto potencial reproductivo, cada planta produce cientos de millones de esporas microscópicas, transportadas grandes distancias por el viento, las cuales permanecen viables, es decir, capaces de germinar en la siguiente etapa favorable, después de la dispersión; y 4) un fenotipo —estructura o arquitectura— que le confiere ventajas sobre otras plantas, como por ejemplo su tamaño, que en ocasiones supera tres metros de altura, además de que poseen tallos rígidos y hojas muy grandes —de entre 1.5 y 3 metros—, amplias y sobrepuestas que privan de luz solar a las plantas subyacentes, debilitándolas o matándolas, al tiempo que impiden el establecimiento de otras especies colonizadoras. Todo ello hace de Pteridium una planta extremadamente competitiva, muy hábil para sobrevivir, sumamente prolífica y con una amplia plasticidad morfológica y fisiológica en su rango de distribución, características que la convierten en una de las malezas más difíciles de combatir por métodos mecánicos, biológicos e incluso químicos. Invasión de Pteridium en Yucatán Se desconoce si Pteridium constituyó un obstáculo para la agricultura y los sistemas de producción de los antiguos mayas y, más aún, si éstos realizaron algún tipo de control o manejo de dicha maleza. El registro fósil muestra una relación inversa entre la cantidad de esporas del helecho y los granos de polen de maíz en las tierras bajas de la región, lo cual probablemente indica que la abundancia de Pteridium estuvo restringida por la práctica de una agricultura intensiva. Sin embargo, esta misma línea de evidencia pone de manifiesto un incremento de las esporas de Pteridium hacia finales del Clásico Tardío, período en el que sobrevino el colapso de la civilización maya y la subsecuente desocupación masiva de esa zona. Existen varias interpretaciones de las causas de la invasión de este helecho en la península de Yucatán. Una teoría propone que este fenómeno está relacionado con el uso, en el largo plazo, de técnicas tradicionales de cultivo —por ejemplo, la agricultura itinerante de roza, tumba y quema combinada con reducidos ciclos de reposo—; otro punto de vista considera que las quemas que se escapan del control de los campesinos, y que se propagan en extensas áreas del paisaje, son las responsables de la existencia de manchones continuos de Pteridium. Una tercera teoría incorpora ambos aspectos y sugiere que la invasión de este helecho es un proceso complejo, donde están involucrados degradación ambiental, estrategias de uso del suelo y regímenes de fuego. Independientemente de las causas que originan o facilitan la expansión de esta pteridofita en el sureste mexicano, es un hecho que el problema va en aumento. Un estudio realizado en la región de Calakmul, al sur de la península, mostró que entre 1987 y 2001 se incrementó significativamente la densidad de Pteridium, tanto en el área protegida de la Reserva de la Biósfera, como en las tierras ejidales y privadas. Entre 1987 y 1997, el área invadida se cuadruplicó pasando de 19 a 92 kilómetros cuadrados. En esta zona, la distribución de Pteridium se caracteriza por una baja densidad poblacional en ejidos donde se realiza el cultivo intensivo de la milpa combinado con la producción comercial de chile en baja escala, mientras que las densidades más altas del helecho están asociadas con los ejidos de mayor antigüedad y extensión, donde predominan los proyectos agrícolas o ganaderos de gran escala. El mecanismo de invasión de Pteridium en comunidades sucesionales tempranas puede desarrollarse por dos vías: partiendo de esporas provenientes de la lluvia de propágulos —parte de una planta capaz de originar otro individuo—, siguiendo la vía sexual, también llamada gametofítica, o mediante la expansión lateral de rizomas de individuos localizados en áreas adyacentes previamente invadidas. Se asume que la mayor parte de las invasiones ocurren, principalmente, por el último mecanismo. ¿Por qué lo beneficia el fuego? Pteridium se considera bien adaptado al fuego en su rango de distribución. En los trópicos, muchos bosques son aclareados, usando el sistema de roza, tumba y quema. El material vegetal acumulado se deja secar y se quema justo antes del advenimiento de las primeras lluvias de verano. Consecuentemente, cuando la estación lluviosa comienza las condiciones existentes después del fuego son muy próximas a las ideales para la germinación de las esporas y el establecimiento de los jóvenes esporofitos o plántulas. El fuego crea un sustrato estéril, rico en nutrimentos y alcalino, lo cual favorece el desarrollo de los gametofitos —fase del ciclo vital de las plantas en la que se producen los gametos—, remueve temporalmente a los competidores y reduce la diversidad microbiótica; Pteridium rápidamente toma ventaja de estas condiciones y sus esporofitos pueden establecerse en un periodo muy corto, incluso en áreas donde no existía previamente. Por otro lado, la remoción y quema de la cobertura vegetal altera significativamente el microclima del suelo del bosque e incrementa la mineralización de la materia orgánica, resultando en una mayor disponibilidad de nutrimentos para Pteridium y otras especies herbáceas. La principal adaptación de las especies de Pteridium al fuego es el sistema de rizomas subterráneos que se encuentran usualmente a una profundidad de entre 10 y 50 centímetros; así permanecen aislados de las temperaturas letales producidas por un incendio en el horizonte mineral del suelo. Algunos estudios indican que en sitios incendiados Pteridium crece abundantemente partiendo de las yemas vegetativas del rizoma, las cuales producen hojas rápidamente, incluso antes de que los competidores se establezcan, confiriéndole ventaja en la subsecuente competencia ecológica. Por otro lado, las evidencias disponibles parecen indicar consistentemente que el establecimiento de Pteridium, partiendo de esporas, es un evento muy raro en situaciones naturales, pero en una gran variedad de hábitats intervenidos por los humanos, especialmente aquellos creados por la remoción y quema de la cobertura vegetal, la colonización vía esporas puede ser rápida y efectiva. Se sospecha que incluso la presencia de fuego podría ser un requerimiento para la germinación de las esporas. Una vez removida la competencia natural, estas plantas pueden completar su ciclo de vida exitosamente. Bajo esas condiciones cada espora que germine podría producir una invasión rápida en dos años. En los trópicos, donde las condiciones de temperatura y humedad son bastante estables, es probable que la liberación de esporas ocurra durante gran parte del año, por lo que una fuente constante de esporas estaría disponible para cualquier área potencialmente habitable. Las oportunidades para el establecimiento de Pteridium podrían incrementarse considerablemente si el suelo contuviera un reservorio de esporas viables con el potencial para germinar en cualquier época del año. La probabilidad de que Pteridium colonice nuevas áreas vía esporas tiene implicaciones importantes para el control de su establecimiento en sitios nuevos y para su reestablecimiento en áreas donde existía previamente. Más aún, la amplia existencia de bancos de esporas de Pteridium podría significar que las actividades diseñadas para erradicar este helecho promueven la colonización por nuevos individuos, al crear numerosas oportunidades para la germinación de las esporas y el establecimiento de los gametofitos después de cualquier forma de disturbio en el suelo, lo que promueve la renovación de la población y de su acervo genético. ¿Que se hace en México? Evidentemente la expansión de este helecho no es un problema exclusivo del sureste mexicano; su presencia en casi todo el planeta lo convierte en un problema de carácter global y en un tópico de investigación fundamental para muchos países. Si bien es cierto que se ha estudiado intensamente la ecología de este helecho en las zonas templadas, las investigaciones en los trópicos son escasas y algunos aspectos importantes, como la respuesta ecológica al fuego y su dinámica en áreas incendiadas, se han explorado poco en los trópicos americanos y prácticamente nada en México. En el país, recientemente se están realizando importantes esfuerzos para entender la biología de este helecho. Por ejemplo, en 1988 Suazo publicó un estudio sobre aspectos ecológicos de esta invasora en una selva húmeda de la región de Chajul, Chiapas. En Calakmul, al sur de la península de yucateca, Schneider evaluó en 2004 la distribución de Pteridium en relación con el uso del suelo. Desde ese año, en la región de la Chinantla, Edouard y sus colaboradores dirigen un programa experimental de restauración de áreas invadidas por P. aquilinum. Motivados por la fascinante biología de este helecho, y por la necesidad impostergable de lograr una mejor comprensión de los factores que promueven su establecimiento, persistencia y distribución en el trópico mexicano, el grupo de Biología de pteridofitas de la Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa inició un proyecto de investigación en la Reserva Ecológica El Edén, ubicada al noreste de Quintana Roo, cuyo principal objetivo es evaluar las estrategias de regeneración post-fuego de esta pteridofita y el papel que juegan las esporas y las estructuras vegetativas en la sucesión secundaria. Esto permitirá generar información básica sobre el proceso de invasión y desarrollar, en el mediano y largo plazo, adecuadas estrategias de control encaminadas hacia la restauración funcional de las áreas invadidas por Pteridium en el norte de Quintana Roo y en el resto de la península de Yucatán. Consideramos que un programa efectivo de control o combate de especies invasoras como Pteridium amerita el desarrollo de esquemas específicos de manejo acordes con las características físicas, biológicas y sociales de cada zona, así como al grado de intervención antrópica. Por ello, es preciso entender que la expansión de especies vegetales invasoras como las pertenecientes al género Pteridium amenazan la integridad de algunos de los ecosistemas más diversos del planeta, como los bosques tropicales del sureste mexicano; por esa razón, debería asumirse como un tema de prioridad que exige acciones urgentes, así como una mayor participación y compromiso de las partes interesadas. Por otro lado, constituye un reto para los científicos dedicados al estudio de malezas e interesados en la conservación, así como una tarea impostergable para los gobiernos y administradores de recursos. |
||
María del Rosario Ramírez Trejo y
Blanca Pérez García Departamento de Biología, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Alma D. Orozco Segovia Instituto de Ecología, Universidad Nacional Autónoma de México. |
||
Referencias bibliográficas
Aguilar, V. 2005. “Especies invasoras, una amenaza para la biodiversidad y el hombre”, en Biodiversitas, núm. 60, pp. 7-10.
Edouard, F., J. Jiménez y M. Cid. 2004. “Restauración de áreas invadidas por copetate en la región de la Chinantla, Oaxaca, México”, en Revista de Agroecología leisa, núm. 30, pp. 34-37.
Gómez Pompa, A., M. F. Allen, S. L. Fedick y J. J. Jiménez Osornio. 2003. The Lowland Maya Area. Three millenia at the human-wildland interface. The Haworth Press, Inc., Nueva York.
Mickel, J. T. y A. R. Smith. 2004. “The pteridophytes of Mexico”, en Memoirs of The New York Botanical Garden, núm. 88, pp. 529-533.
Rué, D. J. 1987. “Early agriculture and postclassic ocupation in western Honduras”, en Nature, núm. 326, pp. 285-286.
Schneider, L. C. 2004. Understanding Bracken Fern Invasion in the Southern Yucatán Peninsular Region through Integrated Land Change Science. Doctoral Dissertation, Graduate School of Geography. Clark University.
Suazo, I. 1988. Aspectos ecológicos de la especie invasora Pteridium aquilinum (L.) Kuhn en una selva húmeda de la región de Chajul, Chiapas, México. Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, Michoacán.
Turner, B., W. C. Clarck, W. Kates, J. F. Richards, J. T. Mathews, W. B. Meyer (eds.). 1990. The earth as transformed by human action: global and regional changes in the biosphere over the past 300 years. Cambridge University Press, Reino Unido.
|
||
Ma. del Rosario Ramírez Trejo es bióloga por la Universidad Autónoma Metropolitana y Maestra en Ciencias por la unam. Actualmente es becaria del conacyt y candidata a Doctora en Ciencias Biológicas por la uam. Ha publicado varios artículos científicos y de divulgación sobre pteridofitas.
Blanca Pérez-García es profesora-investigadora del Departamento de Biología en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Doctora en Ciencias por la Facultad de Ciencias de la unam. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.
Alma Orozco-Segovia es Investigadora del Instituto de Ecología de la unam. Doctora en Ciencias por la Facultad de Ciencias de la unam. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores y de la Academia de la Investigación Científica.
_______________________________________________________________
como citar este artículo → Ramírez Trejo, María del Rosario, Blanca Pérez García y Orozco Segovia Alma D. (2007). Helechos invasores y sucesión secundaria post-fuego. Ciencias 85, enero-marzo, 18-25. [En línea]
|
||
←Regresar al índice ⁄artículo siguiente→ |
Los colores invisibles de la astronomía |
En este texto se describen los principales sucesos que llevaron a la incorporación del estudio del espectro electromagnético en la astronomía. El autor nos narra cómo el descubrimiento de las radiaciones invisibles estimuló el surgimiento de nuevos campos en la astronomía, que aún hoy continúan desarrollándose.
|
|
Luis F. Rodríguez
conoce más del autor
|
||
HTML ↓ | ←Regresar al índice ⁄artículo siguiente→ | |
Los seres humanos siempre hemos observado los astros tratando de entenderlos. Inicialmente, sin la ayuda de ningún instrumento, utilizando el ojo para este propósito. Pero desde 1609, cuando Galileo apuntó su primitivo telescopio hacia la Luna, Saturno, Júpiter y otros cuerpos cósmicos, esta herramienta se ha mejorado de manera dramática, proporcionando información cada vez más detallada de cuerpos y fenómenos cada vez más remotos.
El estudio del Universo utilizando la luz, sea sólo con la vista o con telescopios y otros detectores, constituye el campo de la astronomía clásica, sobre la cual se fundamenta buena parte del conocimiento que tenemos del Universo. Pero la luz únicamente es un componente de un fenómeno mucho más amplio, el espectro electromagnético. En efecto, a mediados del siglo xix los estudios del físico escocés James Clerk Maxwell dejaron claro que la luz era parte de algo más grande. Como todas las cosas importantes, la luz tiene varias descripciones. Aquí la visualizaremos como una forma de energía que viaja por el espacio a gran velocidad, aproximadamente 300 000 kilómetros por segundo. Más aún, podemos describir esta energía como existente en forma de ondas electromagnéticas, que quedan caracterizadas principalmente por su longitud de onda —es decir, la separación entre dos crestas consecutivas de la onda—, la cual determina el “color” de la luz visible. Por ejemplo, si la longitud de la onda es de alrededor de 0.55 micras —que son una millonésima de metro—, el ojo humano la capta como de color verde y, así, cada color es producido por un intervalo de longitud de onda. Pero si es menor que 0.38 o mayor que 0.74 micras —lo que respectivamente corresponde al extremo violeta y al rojo del espectro visible—, el ojo humano simplemente no la detecta. En otras palabras, fuera de este intervalo de longitudes de onda, la radiación electromagnética no es visible para nosotros. Metafóricamente, son colores invisibles. El prisma de Newton En 1666, Isaac Newton realizó un importante descubrimiento que se ha representado románticamente en algunas pinturas: en un cuarto intencionalmente oscurecido, un angosto rayo de Sol penetra a través de un agujero en la cortina. Un joven y apuesto Newton sostiene un prisma que intersecta la trayectoria del rayo de luz. El milagro ocurre; del otro lado del prisma surge, transfigurado, el rayo de Sol que de originalmente blanquecino se ha transformado en un abanico de colores, en un pequeño arco iris artificial. Por supuesto, el mérito de Newton no fue jugar con un prisma y la luz del Sol para producir pequeños arcos iris, efecto conocido desde siglos atrás, sino ofrecer una explicación de lo que observaba. Newton propuso que la luz no era simple y homogénea, como se creía hasta entonces, sino que estaba compuesta de distintos colores y que el prisma los afectaba de diferentes maneras, desviándolos en diversos ángulos y permitiéndonos así distinguir uno del otro. Al abanico de colores que se formaba al pasar un rayo de luz por un prisma, Newton lo bautizó con el nombre de espectro. Al atravesar el prisma, de acuerdo con su longitud de onda —o su color—, la luz se desvía un ángulo diferente, con el violeta desviándose más que el azul, éste más que el verde y así sucesivamente. El color de las estrellas Para el astrónomo, el color de una estrella proporciona información sobre su temperatura. En una primera aproximación, las estrellas emiten como un cuerpo negro, siguiendo la ecuación de Planck —la cual relaciona la energía y la frecuencia. La radiación de cuerpo negro tiene su máximo en una longitud de onda que va inversamente como la temperatura del cuerpo —relación que es conocida como la ley de Wien. De este modo, las estrellas rojas son relativamente frías, mientras que las azules lo son calientes. La estrella Antares, que tiene una temperatura superficial de 3 400 grados Kelvin, es roja, mientras que la estrella Spica, con una temperatura superficial de 23 000 grados Kelvin, es azul. Nuestro Sol, cuya temperatura superficial es de 5 800 grados Kelvin, es intermedio entre las dos anteriores, se ve amarillo. En realidad, la mayoría de las estrellas en el cielo simplemente se ven blancuzcas, porque la luz que nos llega es muy poca, insuficiente para excitar los conos de la retina —que son los fotorreceptores sensitivos al color— y sólo excita los bastones, que no son sensitivos al color. Casi todas las estrellas se ven así por la misma razón que aquello que dice el refrán: “de noche, todos los gatos son pardos”. Por supuesto, los astrónomos podemos medir con bastante exactitud la forma del espectro de emisión de las estrellas y determinar la temperatura con precisión, pero el color por sí solo nos da una idea. Es interesante que esta relación entre el color y la temperatura era conocida y utilizada desde hace mucho por los herreros y forjadores de metales que la empleaban para estimar a ojo la temperatura del metal que estaban calentando. En este contexto, cuando un astrónomo habla de una estrella azul quiere decir una caliente y cuando habla de una roja, es una fría. Recientemente se descubrió un nuevo tipo de cuerpos que están entre las estrellas y los planetas. Son muy fríos en el contexto de la astronomía estelar —tienen temperaturas de apenas alrededor de 1 000 grados Kelvin— y se les bautizó como enanas marrón —en inglés brown dwarfs. Lo de enanas es por su tamaño relativamente pequeño y lo de marrón porque a su temperatura casi no emiten luz visible y se verían oscuras. Si bien estos cuerpos, más grandes que los planetas y más pequeños que las estrellas, al inicio de su vida pueden tener procesos termonucleares en su interior —como lo hacen las estrellas normales—, no logran mantenerlos y después se comportan casi como planetas, sin fuente propia de energía. En México, en ocasiones las llamamos enanas cafés, pero para no confundir el color con la bebida, quizá el término marrón sea más apropiado. Por otra parte, con lo de que “de noche, todos los gatos son pardos”, quizá las deberíamos de llamar enanas pardas —lo cual creo que es el caso en algunos países de habla castellana. Entonces, si un cuerpo es muy frío o muy caliente, por la ley de Wien emitirá la mayor parte de su radiación electromagnética fuera del intervalo de los colores tradicionales y será invisible para nosotros o al menos, muy difícil de detectar. Si es muy frío será más rojo que el rojo y si es muy caliente, más violeta que el violeta. ¿Cómo llamarle a estos colores invisibles? El espectro electromagnético Podemos pensar en la parte visible del espectro electromagnético como en un piano. Del lado izquierdo están los sonidos graves, de longitud de onda larga —que equivaldrían al rojo— y del derecho están los sonidos agudos, de longitud de onda corta —que representarían el azul. Imaginemos ahora que el piano se extiende infinitamente, tanto hacia la izquierda como hacia la derecha. Al apretar las teclas que están más allá de las del piano normal, ya no captaríamos los sonidos por encontrarse fuera del intervalo de audición del oído humano. Lo mismo pasa con la radiación electromagnética. El ojo humano sólo percibe la parte visible, pero construyendo los detectores adecuados se puede captar y detectar el resto del espectro electromagnético. Como era de esperarse, fueron astrónomos y físicos los que descubrieron los colores invisibles que colindan con el intervalo de radiación visible. En 1799, el astrónomo británico Sir William Herschel realizó unos sencillos experimentos que indicaban la existencia de radiaciones invisibles. Luego de haber formado un espectro con la luz solar, Herschel tomó un termómetro y lo fue colocando en la zona de cada uno de los colores, la temperatura subía al absorber la energía contenida en la luz solar, aumentaba al ir hacia el extremo rojo del espectro. Con una brillante intuición, Herschel colocó el termómetro antes del color rojo, donde no llegaba luz visible. La columna de mercurio se elevó aún más que en el rojo. Entonces, había una forma de energía invisible antes de este color. A esta radiación se le llama infrarroja, por encontrarse por debajo del rojo. Al año siguiente, en 1800, Johann Wilhelm Ritter descubrió que también había una radiación invisible más allá del otro extremo del espectro visible. Esta nueva radiación tenía el poder de ennegrecer el cloruro de plata de las placas fotográficas de antaño, con mayor efectividad que la luz visible. ¿Cómo bautizar este nuevo color? Radiación ultravioleta, desde luego, por encontrarse más allá del color violeta. Por conveniencia y tradición, en la actualidad se acostumbra dividir el espectro electromagnético en seis bandas, que en orden decreciente de longitud de onda son: radio, infrarrojo, visible, ultravioleta, rayos X y rayos gama. Estas ondas tienen propiedades muy similares —por ejemplo, están descritas por las ecuaciones de Maxwell y, en particular, todas viajan a la velocidad de la luz— pero difieren en su longitud de onda. Por supuesto, la más familiar de las bandas del espectro electromagnético es la de la luz visible. Pero las radiaciones invisibles cada vez son más comunes por la aplicación de la tecnología en la vida diaria. Todos tenemos aparatos que captan ondas de radio, y las aplicaciones médicas de los rayos X y los rayos gama también nos son familiares. Los hornos de microondas utilizan ondas de radio para calentar los alimentos. Las ondas ultravioletas del Sol son las que broncean nuestra piel. La radiación infrarroja es de utilidad en ciertos tratamientos de rehabilitación médica. Los colores invisibles de Herschel, Ritter y Maxwell son ya parte de nuestra vida diaria e inclusive han encontrado múltiples aplicaciones prácticas. Las rayas espectrales Además de la emisión de banda ancha que caracteriza un cuerpo negro, los átomos y moléculas que hay en los astros emiten y absorben radiación electromagnética a longitudes de onda muy bien definidas, produciéndose las rayas espectrales que son generalmente muy angostas en el intervalo de longitud de onda en el que están presentes. Por ejemplo, el átomo de calcio tiene dos rayas espectrales a 0.39685 y 0.39337 micras en la zona del color violeta. Otra raya espectral muy importante proviene del hidrógeno y está a 0.65628 micras en el rojo. También hay rayas espectrales de importancia para la astronomía fuera del intervalo visible. A 1.3483 centímetros, en la banda de radio, está la línea del vapor de agua, y en todas las bandas encontramos rayas espectrales que proporcionan información de la composición química y de las condiciones físicas —como temperatura, densidad o grado de ionización— de los objetos estudiados. Como estas longitudes de onda son tan precisas, la presencia de rayas usualmente nos dice inequívocamente que tal o cual elemento está presente en el astro estudiado. Corrimiento Doppler Pero la situación de las rayas espectrales se complica cuando consideramos que los astros tienen movimientos relativos a la Tierra, en ocasiones de muy alta velocidad. Por el efecto Doppler, si un cuerpo se acerca a nosotros, la longitud de cualquier onda que emita —sea radiación electromagnética o sonido— se acorta, mientras que el efecto contrario se presenta si el cuerpo se aleja de nosotros. Entonces, una onda que tiene un color en el marco de referencia del cuerpo que la emite, puede verse de otro color por un observador en reposo. Los astrónomos decimos que la radiación “está corrida al rojo” si el cuerpo se aleja de nosotros, o bien, “corrida al azul” si se acerca. Esta designación se emplea aun cuando nos refiramos a ondas fuera del intervalo visible, donde en realidad su uso no tiene sentido. Si estudiamos ondas de radio, decir que una raya espectral está corrida al rojo, significa que tiene una longitud de onda mayor que la que mediríamos en el marco de referencia del emisor. Es la convención, aun cuando una señal de radio “corrida al rojo” —del espectro visible— tendría en principio una longitud de onda más corta que la que mediríamos en el marco de referencia del emisor. Una de tantas inconsistencias con las que vivimos todos los científicos. En 1929, el astrónomo estadunidense Edwin Hubble comenzó a estudiar las galaxias externas a la nuestra. La luz que de ellas nos llega es la suma de la luz individual de muchísimas estrellas, lo cual confirma que son cuerpos celestes similares a nuestra Vía Láctea. Pero pronto quedó claro que tenía una característica extraña: estaba sistemáticamente corrida al rojo. De estas observaciones del cambio de color de la luz de las galaxias derivó uno de los descubrimientos más grandes de la humanidad, el que el Universo está en expansión, de modo que las galaxias se alejan las unas de las otras. El hecho de que el movimiento relativo entre el objeto emisor y el observador cambia el color de lo emitido queda bien reflejado en la novela Hacedor de estrellas de Olaf Stapledon, donde el protagonista inicia un viaje interestelar a gran velocidad y nos dice: “Al cabo de un rato, noté que el Sol y todas las estrellas vecinas eran rojas. Las del polo opuesto del cielo eran en cambio de un frío azul. Entendí rápidamente el extraño fenómeno. Yo estaba viajando aún, y viajando a tal velocidad que la luz misma no era indiferente a mi paso. Las ondas de los astros que quedaban atrás tardaban en alcanzarme. Me afectaban por lo tanto como pulsaciones más lentas que lo normal y las veía como rojas. Las que venían a mi encuentro, en cambio, se apretaban y acortaban y eran visibles como una luz azul”. Por cierto, Stapledon comete el pequeño error de asociar el azul con lo frío —“de un frío azul”—, cuando en realidad es lo opuesto, lo caliente. Un caso extremo de corrimiento al rojo lo presenta la llamada radiación cósmica de fondo. Cuando se produjo, hace 13 700 millones de años, el Universo estaba a 3 000 grados Kelvin y la longitud de onda típica de esta radiación era como de una micra. Por la expansión del Universo, ahora la detectamos con longitudes de onda típicas de un milímetro, es decir, mil veces mayor que la original. Hoy, la radiación cósmica de fondo tiene la forma prácticamente perfecta de un cuerpo negro con temperatura de 2.725 grados Kelvin, pero su temperatura original era mil veces mayor. La primera de las astronomías invisibles Hace un siglo, en 1901, prácticamente todo el conocimiento astronómico provenía de la observación de la luz visible que emiten los astros. Durante el siglo xx ocurrió una ampliación dramática en nuestra capacidad para estudiar el Universo gracias a la observación en las otras cinco bandas, hasta entonces inexploradas, del espectro electromagnético. La exploración del Universo en las bandas invisibles la inició Karl Guthe Jansky en la década de los treintas. Nacido en 1905, en el estado de Oklahoma de los Estados Unidos, en el seno de una familia de raíces europeas —su padre era de origen checoeslovaco y su madre, francés e inglés—, Jansky estuvo desde su niñez inmerso en una atmósfera con marcadas influencias científicas y de ingeniería. Se recibió de físico en 1927 en la Universidad de Wisconsin y al año siguiente empezó a trabajar en los importantes laboratorios Bell, en sus instalaciones de Cliffwood, New Jersey. Su jefe, Harald Friis, de inmediato le encomendó trabajar en el problema de la estática que se recibía en las bandas de radio y que dificultaba la comunicación trasatlántica. En aquel entonces esos laboratorios eran la institución encargada de la investigación de la compañía de teléfonos Bell y trataban de entender por qué había estática que interfería con las comunicaciones radiotelefónicas entre América y Europa. Obviamente, era un área con gran futuro comercial y había gran interés en dominarla tecnológicamente. Para investigar el problema, Jansky construyó una antena con su respectivo sistema de recepción que captaba ondas electromagnéticas con longitud de onda de 15 metros. La antena de Jansky tenía una importante característica: estaba montada sobre una estructura que podía girar como un carrousel y que le daba la capacidad de apunte. Es decir, Jansky podía determinar de qué región del horizonte provenían las señales que recibía. Pronto notó que una importante fuente de estática eran las tormentas eléctricas, tanto las cercanas como las lejanas. En efecto, todos hemos tenido la experiencia de que los relámpagos producen un ruido en un receptor comercial de radio. Pero además de esta interferencia de origen natural y terrestre Jansky detectaba, como luego reportaría por escrito, “una estática constante, como un siseo, cuyo origen es desconocido”. Con la tenacidad que lo caracterizaba, continuó estudiando el problema hasta que pudo determinar que la misteriosa estática alcanzaba su mayor intensidad cuando su antena apuntaba hacia cierta región en el cielo. Era el centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea. Jansky reportó su descubrimiento el 27 de abril de 1933 en una ponencia titulada “Perturbaciones eléctricas de origen aparentemente extraterrestre”, la cual presentó en una sesión de la Unión Internacional de Radiociencia en Washington. Si bien estos resultados no despertaron gran interés ahí —en una carta a su padre, Jansky se queja de que el auditorio estaba somnoliento—, el departamento de prensa de los Laboratorios Bell preparó un resumen que hizo llegar a los más importantes periódicos, y así a los pocos días, el 5 de mayo de 1933, uno de los encabezados del New York Times decía: “Ondas de radio provenientes del centro de la Vía Láctea”, seguido del resumen. Uno hubiera esperado que esta noticia despertara gran interés en la comunidad astronómica de la época, pero no fue éste el caso. Los astrónomos de entonces estaban familiarizados con las propiedades de la luz, con los telescopios y las placas fotográficas, pero se sentían totalmente incómodos en un medio en el que se hablaba de ondas de radio, antenas y receptores. Además, por razones ajenas a su control, Jansky tuvo que abandonar esta área de investigación. A pesar de su insistencia en continuar trabajando en el problema de la “estática estelar”, su jefe le encargó otras tareas. Después de todo, Jansky había cumplido en identificar el origen de las distintas formas de estática que dificultaban las telecomunicaciones y Friis pensó que no correspondía a ellos, prácticos ingenieros de una compañía telefónica en medio de la gran depresión, el continuar dedicando recursos a un problema que tenía características de pertenecer a la ciencia pura. Pero la semilla ya estaba sembrada y pronto germinó. Al final de la segunda guerra mundial, con equipo de radar de desecho, grupos de investigadores en Inglaterra, Holanda, Australia, la Unión Soviética y Canadá, entre otros países, comenzaron a construir radiotelescopios y a refinar lo que Jansky había iniciado. Ahora, la radioastronomía es un área importante de la astronomía e inclusive se han entregado tres premios Nobel en física a radioastrónomos. En 1974, lo recibieron Antony Hewish y Martin Ryle por el descubrimiento de los pulsares —el primero— y por el desarrollo de la técnica de síntesis de apertura —el segundo. En 1978, les tocó a Robert W. Wilson y Arno Penzias por el descubrimiento de la radiación cósmica de fondo. Finalmente, en 1993 lo recibieron Russell A. Hulse y Joseph H. Taylor Jr. por el descubrimiento del pulsar binario, lo cual ha permitido poner a prueba ciertas predicciones de la relatividad general. En una primera aproximación, la radioastronomía es la astronomía del Universo frío —recordemos la ley de Wien. Fenómenos como las nubes moleculares y el polvo cósmico nos proporcionan información de componentes muy fríos del Cosmos. En general, los procesos de formación de galaxias y de estrellas inician en regiones frías y la radioastronomía ha brindado información muy valiosa. Hay fenómenos de muy alta energía que emiten fuertemente en ondas de radio. Quizá el mejor ejemplo sea la radiación sincrotrónica, que se produce cuando electrones moviéndose a velocidades relativistas en un campo magnético emiten copiosamente ondas de radio. Este tipo de radiación ha permitido estudiar objetos como las radiogalaxias, los pulsares y distintos tipos de estrellas. La astrofísica de altas energías Después de la segunda guerra mundial, hubo gran interés en comenzar a explorar astronómicamente las regiones de altas energías del espectro, ¿emitirían los astros rayos x y rayos gama? Del considerable conocimiento acumulado en los inicios del siglo xx, quedaba claro que las estrellas más o menos normales como el Sol, no serían fuentes significativas de rayos x o gama puesto que prácticamente emiten casi toda su energía en el infrarrojo, visible y ultravioleta. Para que hubiera una astronomía de altas energías, tendría que haber en el Universo astros de naturaleza distinta a los que entonces se conocían. Una limitante crucial al estudio en las otras bandas del espectro electromagnético es que la atmósfera sólo es transparente —o sea, deja pasar— para la luz, parte del infrarrojo y las ondas de radio, pero es opaca —o sea, no deja pasar— para las otras radiaciones.
Entonces, no es fortuito que la segunda astronomía en desarrollarse fuera la radioastronomía, porque como la astronomía visible, se puede realizar desde la superficie de la Tierra. Para observar el Universo en las otras radiaciones era necesario elevarse por encima del manto protector de nuestra atmósfera. La astrofísica de altas energías tuvo que esperar el desarrollo de la tecnología espacial para poder realizarse. En 1960, un grupo de estadounidense encabezado por Riccardo Giacconi, Herbert Gursky, Frank Paolini y Bruno Rossi envió un cohete que por unos minutos estuvo por encima de la atmósfera terrestre y que trataría de detectar rayos x provenientes de la Luna. Habían supuesto que la Luna podría absorber y reemitir parte de los rayos x que le llegaban del Sol. Para su gran sorpresa, detectaron una fuente muy intensa de rayos x en la constelación del Escorpión, en una posición distinta a la de la Luna. Esta fuente era mucho más intensa de lo que esperaban que fuese la Luna. Más aún, seguramente se encontraba fuera del Sistema Solar y esto quería decir que la fuente era intrínsecamente muy luminosa en los rayos x. De hecho, si suponían que el objeto emisor de rayos x era una estrella colocada en el centro de nuestra Galaxia, resultaba ser cien millones de veces más intensa en los rayos x que nuestro Sol. Varios grupos comenzaron a lanzar cohetes con detectores de rayos x, encontrando algunas nuevas fuentes, pero el verdadero alcance e importancia de la astronomía de rayos X sólo quedó claro con la construcción del primer satélite dedicado a los rayos X, el cual fue puesto en órbita el 12 de diciembre de 1970 y se le bautizó con el nombre de uhuru. La misión de este satélite duró poco más de dos años —pasado cierto tiempo, los fluidos que lleva el satélite para distintos usos se agotan y la electrónica comienza a fallar y el satélite “muere” quedando en silenciosa órbita alrededor de la Tierra—, al final de los cuales produjo un catálogo de más de 300 fuentes cósmicas de rayos X. La mayoría caía en una de las cuatro categorías siguientes: 1) sistemas de estrellas binarias, 2) remanentes de supernova, ambos tipos de objeto en nuestra Galaxia, 3) las llamadas galaxias activas y 4) los cúmulos de galaxias. Si bien los cuatro tipos de objetos se conocían con anterioridad, la presencia de emisión de rayos X reveló nuevas facetas de ellos. En todos, la emisión de rayos x proviene de gas que se ha calentado, por distintos procesos, a temperaturas enormes, de decenas de millones de grados Kelvin o más. En 2002, Riccardo Giacconi recibió 50% del premio Nobel de física por su papel en el descubrimiento de fuentes cósmicas de rayos x. En realidad, en este caso el premio reconocía la labor de cientos, si no es que miles, de personas que creyeron en Giacconi y que trabajaron por décadas con él en la construcción de enormes y costosos satélites, verdaderos observatorios en órbita, que permitieron esos descubrimientos.
En la actualidad, existe investigación astronómica en todas las ventanas del espectro electromagnético y gracias a estos colores invisibles, sabemos que el Universo es mucho más diverso e interesante de lo que se creía hace unas décadas. Con el conocimiento cada vez más detallado de la radiación electromagnética que proviene del Cosmos, la astronomía comienza a volver los ojos hacia diferentes formas de energía, como los neutrinos y la radiación gravitacional, para continuar avanzando en el entendimiento de nuestro Universo. |
||
Luis Felipe Rodríguez
Centro de Radioastronomía y Astrofísica
Universidad Nacional Autónoma de México
|
||
Luis Felipe Rodríguez es físico por la Facultad de Ciencias de la unam y Doctor en Astronomía por la Universidad de Harvard. Es el iniciador en nuestro país de la radioastronomía y autor de numerosos trabajos científicos y de divulgación. Actualmente es Director del Centro de Radioastronomía y Astrofísica de la unam, en el campus de Morelia, Michoacán.
_______________________________________________________________
como citar este artículo → Rodríguez, Luis Felipe. (2007). Los colores invisibles de la astronomía. Ciencias 85, enero-marzo, 40-48. [En línea]
|
||
←Regresar al índice ⁄artículo siguiente→ |
Usos y abusos del recurso agua |
En este texto se describen los principales elementos de los patrones de consumo de agua que ejercen gran presión sobre la disponibilidad de este recurso. Asimismo, se exponen algunos de los obstáculos que deberán superarse para alcanzar un uso sustentable del agua.
|
|
Marta Magdalena Chávez Cortés
conoce más del autor
|
||
HTML ↓ | ←Regresar al índice ⁄artículo siguiente→ | |
Crítica para la vida en toda su diversidad, el agua es el fluido vital de la sociedad y un cimiento de la civilización. Oliver M. Brandes y colaboradores |
||
El agua dulce es uno de los recursos estratégicos de este siglo, tanto en la escala local como en la global. Su profusa presencia en todo el planeta contrasta con su desigual distribución, y el hecho de ser un elemento esencial para la vida hace que, en la actualidad, sea el centro de muchos conflictos. Un amplio rango de crisis ecológicas y humanas que enfrenta el mundo está relacionado con el manejo inapropiado de este líquido y de los ecosistemas que lo producen. La disponibilidad de agua, junto con la degradación del suelo y la pérdida de la biodiversidad, son considerados los principales problemas que amenazan los recursos naturales y la preservación y el buen funcionamiento de los sistemas que soportan la vida.
Paradójicamente, con frecuencia las sociedades humanas operan con ingenuidad, como si tuvieran ilimitadas posibilidades para alterar los recursos hidrológicos, así como el paisaje, sin degradar su capacidad para satisfacer sus necesidades. Olvidan que el agua existente en la Tierra es finita, vulnerable y no tiene sustituto. De continuar la actual tendencia de las actividades humanas, la disponibilidad de agua, una historia que quisiéramos que nunca termine, seguramente no desembocará en que el agua se habrá consumido, pero estará tan contaminada que se volverá prácticamente inútil.
En México, se ha señalado que la disponibilidad de agua es uno de los problemas más serios que se deberá enfrentar durante las próximas dos décadas. Nuestro país se ha desarrollado de manera inversa en relación con la disponibilidad de agua, 76% de la población vive donde se localiza tan sólo 20% del agua dulce disponible. Como resultado, la sobreexplotación de los acuíferos, las costosas transferencias de una cuenca a otra para satisfacer las crecientes demandas y los conflictos entre usuarios en competencia se han incrementado durante los últimos veinte años. Estos factores, junto con la contaminación y el desperdicio por falta de una cultura para la conservación del agua, combinados han incrementado la presión sobre los ecosistemas acuáticos y los sistemas de suministro, con los consecuentes impactos sociales, económicos, políticos y ambientales. El uso no sustentable Generalmente, hay dos formas en que puede gestarse el uso no sustentable del agua. La primera es por medio de alteraciones de los reservorios y corrientes de agua, lo que modifica la disponibilidad de este recurso en el espacio o en el tiempo. La segunda, por alteraciones en la demanda de los beneficios que proporciona, resultado de cambios en los niveles de población, en los estándares de vida, el uso de tecnología u otros de carácter social.
Especial atención, en relación con las variaciones de la disponibilidad de agua, merecen el incremento poblacional y el cambio tecnológico. Se sabe que el crecimiento de la población trae como consecuencia un aumento en la demanda por disfrutar los beneficios del agua. Por lo tanto, la disponibilidad de agua per capita se reduce simplemente porque hay más personas entre quienes repartir el recurso —eso suponiendo niveles constantes de disponibilidad total. En México, en 1950 la disponibilidad de agua per capita anual era de 12 885 metros cúbicos, en 1995 se redujo a 3 992 y, considerando tasas de crecimiento poblacional bajas, se estima que para el año 2025 decrecerá hasta 2 740 metros cúbicos. El crecimiento irrestricto de la población también provoca la reubicación del agua desde un usuario o sector hacia otro y el agotamiento de los reservorios de agua no renovables. Este hecho se ilustra con el descenso, en algunos puntos de la ciudad de México, de 20 metros en el nivel de la capa freática durante los últimos 50 años.
Por su parte, el desarrollo tecnológico puede alterar la disponibilidad de agua y afectar la cantidad requerida para satisfacer las distintas demandas. Se ha documentado que reemplazar vieja tecnología con nueva puede reducir las necesidades de agua hasta en un factor de 10. También se sabe que existe la tecnología para aumentar la disponibilidad de agua dulce; por ejemplo, la desalinización de agua de mar. Sin embargo, frecuentemente se pierde de vista que estas alternativas sólo serán viables cuando el valor del agua exceda los costos económicos y ambientales que implica el proporcionar el recurso por medio del empleo de la nueva tecnología. Asimismo, las innovaciones tecnológicas deberán enmarcarse en un contexto de restricción de uso del agua, pues de lo contrario, podría ser que una nueva tecnología para producir energía, por ejemplo, requiera más agua para su funcionamiento que la anterior. Los requerimientos de la agricultura, la industria, la producción de energía y de algunas actividades recreativas como el turismo, ejercen gran presión en los patrones de consumo de agua. A pesar del crecimiento de las zonas urbanas, con el consecuente abandono de las rurales, y de la elevada migración, en México la irrigación representa 83% de la utilización del agua, mientras que en los hogares se emplea 12% y en la industria 5%. Aunado al intenso consumo, la irrigación masiva deseca, cambia y degrada la calidad fisicoquímica de los cursos de agua y representa una seria amenaza para los recursos de agua subterránea y los humedales.
Por otro lado, los estándares de vida también influyen sobre los patrones de consumo de agua. En los Estados Unidos, una familia típica de cuatro personas requiere 1 300 litros por día para satisfacer sus demandas, de los cuales sólo 3% se usa para cocinar y beber. En contraste, en países en desarrollo el consumo es sólo de 75 litros por día para la misma familia de cuatro, cantidad muy cercana al estimado de 50 litros por día que algunos científicos calculan como el requerimiento mínimo de agua para un ser humano. Globalmente, el consumo de agua debido al cambio en los estándares de vida y al crecimiento poblacional se ha incrementado alrededor de siete veces desde el principio del siglo XX. ¿Un uso sustentable? La discusión de estos problemas derivó en el establecimiento de una serie de condiciones necesarias para cambiar los patrones de consumo de agua y alcanzar un uso sustentable de dicho recurso. Esas condiciones son: 1) garantizar el suministro básico de agua para que todos los humanos puedan conservar su salud y para restaurar y mantener la salud de los ecosistemas; 2) sostener una calidad del agua acorde con ciertos estándares que variarán dependiendo del sitio y del uso que se le dará; 3) evitar que las actividades humanas afecten la renovación de los reservorios y de las corrientes de agua dulce; 4) colectar y difundir datos sobre disponibilidad, uso y calidad del agua; y 5) establecer mecanismos institucionales para prevenir y resolver conflictos sobre el agua.
Con ello se trata de integrar las necesidades humanas y las ecológicas. Por lo tanto, alcanzar el uso sustentable del agua implica promover procesos de transformación social y económica que establezcan nuevos patrones de consumo y no sólo imponer restricciones al desarrollo económico tradicional para mitigar sus impactos sobre el ambiente. En el caso del agua, transitar hacia su uso sustentable requiere un cambio de enfoque que sitúe la integridad de los ecosistemas como una base fundamental de todo el proceso de planeación. Es indispensable reconocerlos y considerarlos como un usuario legítimo del agua dulce, con necesidades propias para subsistir y para seguir proporcionando servicios como el de productor y purificador de agua, entre muchos otros. Esta posición supone limitar la tradicional expansión de la infraestructura hidráulica orientada hacia el incremento de la extracción y de la distribución, así como abordar los efectos acumulativos del uso del agua dentro de la cuenca como unidad de planeación y desencadenar el potencial de la innovación orientada hacia la conservación del recurso.
La premisa que subyace a esta perspectiva es que la mejor fuente de agua nueva no es la que proviene de nuevos reservorios, sino aquella que surge de un mejor uso de la existente. Es decir, busca aumentar la productividad del uso del agua —hacer más con la misma cantidad—, antes que nuevas fuentes de abastecimiento. En términos formales, esto significa pasar de un manejo rígido del agua a uno suave. El primero depende fundamentalmente de la construcción de infraestructura —presas, bordos, pozos— y de la toma de decisiones centralizada para lograr sus propósitos: proporcionar agua de calidad potable y retirar las aguas residuales. Este manejo rígido o de la oferta es la forma en la que usualmente se satisfacen las necesidades relacionadas con el agua tanto en México como en buena parte del mundo. Por su parte, en el llamado camino suave, aunque también depende de infraestructura centralizada, ésta es complementada de manera importante con otras descentralizadas, poniendo el énfasis en las tecnologías eficientes y en el capital humano. En contraste con el manejo rígido, sus fines son hacer un uso eficiente del agua, proporcionando una calidad menor cuando no se requiere agua potable, trabajando en forma más cercana con los usuarios en los ámbitos local y comunitario para cambiar las percepciones y actitudes en torno al agua donde sea necesario, y empleando herramientas económicas para fomentar el uso eficiente y la adecuada distribución del agua.
De acuerdo con Gary Wolff y Peter Glieck, dos reconocidos estudiosos del agua, si se pone en operación el camino suave “todas las personas y los ecosistemas naturales tendrían agua en suficiencia y de calidad adecuada para satisfacer sus necesidades básicas. El agua se ofrecería de manera económica y eficiente por medio de instituciones abiertas y transparentes en sus mecanismos de operación. Sólo se construiría infraestructura donde se necesitara y únicamente después de consultar con las comunidades locales. Se restauraría los ecosistemas degradados y dañados. Las aguas subterráneas y superficiales se administrarían en conjunto, como un solo sistema, a la vez que se vigilaría y protegería la calidad del agua”. El rumbo está marcado; pero, ¿qué obstáculos habrá que sortear en el camino para hacer realidad este escenario? Los principales retos Primero, habrá que vencer la resistencia de los grupos con intereses creados alrededor del manejo del agua para aceptar el camino suave. Para ello, es necesario informar al público sobre las reales ventajas de esta estrategia, con el fin de que puedan tener una actitud crítica ante las políticas públicas y exigir a las autoridades cómo quieren que sean las cosas. Entre los aspectos que es importante difundir está el hecho de que las medidas para la preservación del agua no sólo sirven para ahorrar el líquido, sino que la conservación del agua caliente ahorra energía, la del agua doméstica reduce los costos de tratamiento de aguas residuales y la del agua de riego puede aumentar los rendimientos agrícolas o disminuir la mano de obra necesaria para mantener las áreas verdes urbanas. También debe recalcarse que usar menos agua no significa un menor crecimiento económico sino un desarrollo con un uso eficiente de ella.
Otro desafío es transformar la forma en que se conducen los negocios para incrustar los temas ambientales en el centro de la toma de decisiones. Esto implica buscar un balance entre los patrones de producción y los de consumo que favorezca la reducción y el reciclaje del agua. También será necesario que el gobierno impulse instituciones e incentivos para facilitar la transición hacia un uso sustentable del recurso.
Indudablemente, otra prueba será conseguir que los procesos económicos, políticos y sociales garanticen la integridad de los ecosistemas. Habrá que entender que la distribución de agua puede supeditarse, en tiempo y espacio, a una necesidad mayor, asegurar que los procesos naturales de una cuenca se mantengan. También será necesario romper la fragmentación vertical de los niveles de gobierno y la horizontal entre departamentos y municipios en una cuenca, con el fin de asignar mayor poder de decisión en los niveles más bajos de gobierno. Esto permitiría lograr que múltiples organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, involucradas en movilizar y administrar la acción colectiva, sean capaces de responder adecuadamente frente a cambios impredecibles.
Finalmente, deberá desarrollarse una ética del agua para lograr resultados más duraderos en el largo plazo. Aquí es indispensable la participación tanto de la sociedad civil como del sector industrial y de comercio.
Resulta claro que alcanzar un uso sustentable del agua no es una empresa sencilla y que el tiempo es un factor clave. Sin embargo, a pesar de que estas tareas, todavía abordadas por muy pocos, parecen extremadamente difíciles, no es razón para abandonarlas. En diversas ocasiones, la humanidad ha tenido la oportunidad de demostrar que puede salir adelante en situaciones de crisis y ahora no tiene por qué ser la excepción.
|
||
Fernando Guadarrama y el taller de son y versada Tapacamino | Aguadiosa | |
Quiero que tupa la fronda y nos traiga la humedad, bendita felicidad de la selva y de su sombra... La sangre es como los ríos que van tejiendo memoria y así se tejió la historia de la sangre de los míos, del cerro hacia los bajíos se juntaron las corrientes, entre lluvias y crecientes, entre montañas y llanos, se reunieron mis hermanos, mis padres y mis parientes. De niebla traigo el aliento y ojos con agua de mar, soy lágrimas que al llorar se llueven de sentimiento, del árbol traigo el lamento cuando le arrancan la vida, soy la selva destruida, soy el río vuelto desierto y el llanto de un pueblo muerto por la ambición desmedida. Soy la montaña y el mar y soy la niebla que viaja, agua que lloviendo baja y vuelve al mismo lugar, torrente que al reventar se desmenuza en rocío, soy el viento húmedo y frío que viene de la cascada, y soy la selva nublada que amanece junto al río. Soy agua desde que estuve en el vientre de mi madre, soy la lluvia de la tarde que regresa envuelta en nube, soy el sereno que sube temprano por la mañana, soy brisa de la sabana, caricia de amanecer, soy la neblina al llover y el agua de esta jarana. Ay Chalchiutlicue aguadiosa, mujer de faldas de jade, humedad que el alma invade, Candelaria prodigiosa, con tu saya milagrosa líbranos de todo mal, con tu bendito caudal fertiliza la simiente, dale esperanza a mi gente Patrona del aguazal. |
||
* Este son obtuvo el primer lugar del certamen “La canción del agua”, realizado por el Consejo Civil del Agua en Oaxaca en 2006. | ||
Marta Magdalena Chávez Cortés Departamento El hombre y su ambiente, Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco. |
||
Referencias bibliográficas
Brandes, O. M., K. Ferguson, M. M’Gonigle y C. Sandborn. 2005. At a Watershed: Ecological Governance and Sustainable Water Management in Canada, The polis Project, University of Victoria, Canadá.
Brandes, O. M. y D. B. Brooks. 2005. The Softh Path for Water In a Nutshell, en http://www.polisproject.org/polis2/pdfs/Nutshell.pdf.
Gleick, P. H. 1998. “Water in Crisis: Paths to Sustainable water use”, en Ecological Applications, vol. 8, núm. 3, pp. 571-579.
Gleick, P. H. 2001. “Safeguarding Our Water. Making Every Drop Count”, en Scientific American, february, pp. 29‑33.
|
||
Martha Magdalena Chávez Cortés es ingeniera en cómputo y maestra en investigación de operaciones por la unam, y doctora en planeación regional y del desarrollo por la Universidad de Liverpool, Reino Unido. Actualmente es profesora e investigadora de la uam-Xochimilco, especialista en planeación ambiental y manejo sustentable de recursos naturales, especialmente agua.
_______________________________________________________________
como citar este artículo → Chávez Cortés, Marta Magdalena. (2007). Usos y abusos del recurso del agua. Ciencias 85, enero-marzo, 30-36. [En línea]
|
||
←Regresar al índice ⁄artículo siguiente→ |
Hijo de Zague, ¿Zaguiño? |
Este texto presenta algunos análisis que contribuyen al debate en torno al concepto de la herencia. A partir de la lectura del libro El Sesgo Hereditario de Carlos López Beltrán, el autor desarrolla una serie de ideas acerca del origen de la teoría sobre la herencia.
|
|
Antonio Lazcano Araujo
conoce más del autor
|
||
HTML ↓ | ←Regresar al índice ⁄artículo siguiente→ | |
“Las generaciones de los hombres”, escribió Homero en La Iliada, “son como las hojas de los árboles de un bosque. Unas caen para ser substituidas por otras que tomarán su lugar”. Lo mismo ocurre con los cantantes y la música que interpretan. Abrumados por la presencia metrosexual de Alejandro Fernández, se nos olvida que hace unos cuantos años era su padre, Vicente Fernández, el que se escuchaba en todas las estaciones de radio interpretando con energía La ley del monte, un auténtico himno al lamarckismo escrito por José A. Espinosa. “Grabé en la penca de un maguey tu nombre”, aullaba frenético Don Vicente, “unido al mío, entrelazados, como una prueba ante la ley de monte/que allí estuvimos enamorados”. Ah! Pero como se puede ver en Elmariachi.com, la ingrata no sólo olvida el amor jurado, sino que resulta ser una pérfida: aprovechando la oscuridad de la noche, sube al monte y corta la penca del maguey en un intento por borrar las huellas del pasado. La botánica predarwinista es la que rescata la memoria del amor perdido. Como cantaba Vicente Fernández, “no se si creas las extrañas cosas/que ven mis ojos, tal vez te asombres/las pencas nuevas que al maguey le brotan/vienen marcadas con nuestros nombres.”
¿Laboraron Mendel, Weissman y Morgan en vano? ¿Tenían razón Lamarck y Vicente Fernández, su heredero intelectual, cuando afirmaba que los rasgos que los organismos van adquiriendo a lo largo de su vida serán heredados a sus descendientes? Si los nombres grabados en las pencas de los magueyes se perpetúan a través del tiempo, ¿estaban predestinados Alejandro Fernández a seguir los pasos de su padre, Angélica Vale los de Angélica María y Raúl Vale, e Irene Joliot-Curie los de Pierre y Marie Curie, sus progenitores? Hijo de tigre, ¿pintito? Hijo de Zague, ¿Zaguiño?
¿Por qué nos parecemos (por lo general) a nuestros padres? ¿Por qué heredamos el lunar de la bisabuela, las orejas del tío materno o la calvicie prematura del padre? ¿Por qué reaparecen, luego de varias generaciones, rasgos y parecidos que creíamos perdidos en los vericuetos de las genealogías y los secretos familiares? Con una franqueza que parecía debilitar sus ideas sobre el papel de la selección natural, Charles Darwin se vio obligado a confesar en El Origen de las Especies, que “las leyes que rigen la herencia son, en su mayor parte, desconocidas. Nadie puede decir por qué la misma particularidad en diferentes organismos de la especie o en diferentes especies es unas veces heredada y otras no; no sabemos por qué muchas veces el niño, en ciertos caracteres, vuelve a su abuelo o a su abuela, o a un antepasado más remoto, por qué muchas veces una particularidad es transmitida de un sexo a los dos sexos, o a un sexo solamente y, en éste caso, más comúnmente, aunque no siempre, al mismo sexo”. No todos compartían las dudas que Darwin ventilaba abiertamente con tanto candor. Tan pronto como supo del embarazo de su nuera, la archiduquesa Sofía de Austria se apresuró a escribirle a su hijo, el emperador Francisco José, para prevenirlo sobre los riesgos a que se estaba exponiendo el trono de los Habsburgo por culpa de su mujer, la excéntrica emperatriz Sissi. En una carta enviada el 29 de junio de 1859 al Emperador, apenas unos meses antes de la publicación de El Origen de las Especies, la archiduquesa escribió: “Me parece que Sissi no debería pasar tantas horas con sus papagayos. Durante los primeros meses del embarazo resulta demasiado peligroso ver con insistencia determinados animales. Es mucho más conveniente que la Emperatriz se mire al espejo durante mucho tiempo, o que te contemple a ti. Que procurase hacerlo sería muy de mi agrado”. No importa la preocupación, a menudo violentada por el nacimiento de bastardos, por mantener la pureza de la sangre en las familias de la aristocracia, o la precisión de los nombres de linajes reales en el Directorio Nobiliario del Gotha (cuyos editores, me contó una vez la heredera de un título nobiliario, cobran una cuota anual en euros para tener actualizadas las ramas de los árboles genealógicos). La carta de la archiduquesa Sofía es un resumen espléndido de la ignorancia sobre las leyes de la herencia que predominaba en muchos sectores de la sociedad decimonónica. Lo más irónico, sin embargo, es que en los dominios de los Habsburgo, no muy lejos del asiento de la corte imperial de Viena, un monje llamado Gregor Mendel, neé Johann, llevaba más de cinco años cruzando chícharos y otras plantas en un intento por describir en términos cuantitativos los fenómenos de la herencia.
¿Quién era Mendel? La mayoría de los textos de biología suelen presentarlo como un monje con aficiones de jardinero que compensó la falta de inteligencia, inventiva y educación formal con una tenacidad de horticultor que le permitió resolver, por vez primera en la historia de la biología, los secretos de la genética y las leyes de la herencia gracias a los chícharos que se cultivaban en el monasterio de Brno por razones estéticas o culinarias. Nada más alejado de la realidad. Como lo demuestra el último libro de Carlos López Beltrán, el “sesgo hereditario” (para utilizar el título de la obra misma) ha dominado muchos aspectos de la vida intelectual y científica mucho tiempo antes de que la doble hélice del DNA se convirtiera en un icono de nuestros tiempos. Ello no significa, como se suele creer, que la genealogía de nuestras ideas sobre la herencia esté enraizada en la noche de los tiempos, o que haya comenzado a ser sistematizada desde las épocas de Aristóteles. Por el contrario, como afirma explícitamente López Beltrán en su libro, “a pesar de lo que algunas veces leemos en algunos libros de historia de la biología, no hay tal cosa como una teoría de la herencia biológica anterior al siglo XIX” y aclara, sin ánimo condenatorio pero con la firme intención de reducir los índices de los textos de genética, que “ni Aristóteles ni Hipócrates ni Harvey ni aun Buffon elaboraron teorías sobre ese fenómeno. Más adelante agrega, usando el plural mayestático, que “ni el concepto ni su dominio empírico de referencia ni propuesta teórica alguna se dio antes del trabajo constructivo que los posibilitó y que hemos intentado esbozar”. Lo que López Beltrán llama un esbozo es, en realidad, el libro en el que transformó los resultados del trabajo de investigación que le sirvió como tesis de doctorado en Inglaterra, y en donde es fácil advertir la influencia de autores como Frederick Churchill (cuyo espléndido análisis sobre la evolución de las teorías de transmisión hereditaria debería ser lectura casi obligatoria entre los biólogos) pero, sobre todo, el peso de los grandes nombres que contribuyeron a configurar la escuela francesa de la historia de las ideas. Aunque el diploma de doctorado de López Beltrán viene del muy inglés King’s College, es obvio que su libro creció no a la sombra del espíritu británico (always minding the gaps), sino bajo la tutela de las ideas de Bachelard, Cavailles, Koyré, Canguilhem y, por supuesto, Foucault. Hay detalles reveladores, como el uso inclemente de términos como “coagulación conceptual”, o la manera implacable en que nos asesta galicismos como “hereditarismo” o, pecado de lesa nomenclatura en un científico, al referirse al DNA como ADN (variante que les perdono a los franceses, como les perdono casi todo, pero no a un biólogo mexicano). Pero donde más se nota la influencia de la escuela francesa, sin embargo, es en su versión de la historia del concepto de la herencia, que hace girar en torno al examen social de su medicalización, una preferencia más o menos extraña en un biólogo. Para hacer cuajar su idea, Carlos López Beltrán adoptó el eclecticismo metodológico que vuelve tan atractiva la historia de las ideas: revisó libros y otras publicaciones científicas, se asomó a las biografías de investigadores, leyó hagiografías de héroes científicos, examinó diccionarios médicos y generales, vio de pasada los catálogos siempre indispensables de Carmen Castañeda, y leyó y analizó novelas (aunque menos de las que yo hubiera creído. Hubiera sido interesante ver la inclusión de novelas como La Maquina del Tiempo, de H. G. Wells, publicada en 1896, de Tarzán de los Monos, de Edgar Rice Burroughs, 1917 y Tess of the D’ Urbervilles, de Thomas Hardy, un autor emparentado con la mitad de la ecuación Hardy-Weinberg. Al igual que sus sinodales del King’s College, no dudo ni del esfuerzo hecho por López Beltrán, ni de la lucidez de su análisis, ni la precisión de su metodología—pero su conclusión central me sorprende, y me parece que se hubiera podido completar. Más allá de cualquier chauvinismo profesional, me hubiera gustado encontrarme en la larga lista de referencias y pies de página de su libro con el registro de la literatura producida por los naturalistas y los agrónomos de la época, así como por los criadores de animales (como lo hizo Darwin, por ejemplo, al citar una y otra vez a quienes se dedicaban a criar palomas). En lugar de hacerlo, López Beltrán se limitó a mencionar el trabajo de otros como Vatizlav Orel, que relata las tribulaciones de Nestler, y terminó omitiendo a Koelreuter, Gaertner y otros que han sido estudiados por historiadores de la ciencia como Olby. A pesar de la extrañeza que nos puede causar hoy en día, es fácil comprender el que criadores de plantas y animales supieran seleccionar diversos organismos sin tener ni una teoría de la herencia ni una idea de la selección natural. Por ejemplo, se pueden encontrar ejemplos de fenómenos donde hay replicación (o multiplicación) y genealogía (o, si se quiere, pedigree), pero no herencia (la lista de los nombres de los Papas o el fuego de las antorchas olímpicas son ejemplos de ello), y es posible que a Carlos López Beltrán le asista la razón en forma absoluta y que haya podido prescindir sin problema alguno del análisis de las ideas de los naturalistas —pero la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencias. Hubiera sido interesante incluir y analizar las ideas de personajes como Cotton Mather, un inglés que desde los confines provincianos de Norteamérica aún nonata describió en 1716 el fenómeno de la dominancia al estudiar las plantas de maíz. ¿Tenía o no un concepto, aunque fuera rudimentario, de lo hereditario? Como trataré de explicar más adelante, me resulta difícil aceptar la conclusión de López Beltrán que fue sobre todo en la comunidad médica donde se definió inicialmente el fenómeno hereditario, y que la larga tradición de naturalistas, agrónomos y los que él llama hibridólogos no haya contribuido desde un principio al reconocimiento formal de éste concepto. Mi desconcierto no proviene de ningún intento de reivindicar a los biólogos y a los naturalistas desde la óptica de quien no es un historiador ni de las ideas ni de la ciencia, pero no deja de ser sorprendente la afirmación que se hace en la Introducción de El sesgo hereditario, en el sentido de que “la herencia biológica comenzó siendo herencia humana”. O, como escribe más adelante, que “el sustantivo francés heredité fue sin duda el primero en establecerse como un término científico con fuerza explicativa autónoma, impulsado por toda una generación de médicos de principios del siglo XIX, que decidió que ‘lo hereditario’ debía jugar un papel menos marginal en la comprensión del pasado y del presente en la humanidad, y por tanto también en la creación de su futuro. Las causas de ésta decisión son complejas, están enraizadas en los dramáticos cambios sociales de la Europa del periodo. Después de 1830, la herencia (heredité) ocupó un lugar preponderante en los escritos de la comunidad médica francesa hasta convertirse en el emblema de su nueva actitud, ambiciosa, postilustrada y postrevolucionaria”. Así, al amparo del King’s College, pero asomándose hacia la otra orilla del Canal de la Mancha para analizar las transformaciones radicales que sufrieron la práctica y la teoría médicas luego de la Revolución Francesa, López Beltrán escribe que “creo que la posibilidad de que existiera un campo de investigación científica que se concentrara en la transmisión de las características particulares y generales de los padres [yo hubiera usado el término “progenitores”] a los descendientes, a través de una ruta fisiológica es una de las cosas que le debemos casi por entero a las primeras décadas del siglo XIX francés”. Y añade que “dicha posibilidad no surgió espontáneamente; fue concebida en un medio intelectual en el que los fenómenos de la transmisión hereditaria en diferentes especies, y entre los humanos en particular, adquirieron una importancia que nunca habían tenido antes”. Como lo insinúa López Beltrán a lo largo de los primeros cuatro capítulos de su libro (y lo afirma con toda claridad Clara Pinto-Correia en su libro The Ovary of Eve) “era fácil usar la herencia como una arma letal en contra del preformacionismo”, si se intentaba explicar la presencia de rasgos de ambos progenitores. Ello, lo sabemos bien, desató un debate feroz y maniqueo sobre las contribuciones que uno y otro sexo hacían a los procesos hereditarios, una discusión importante que Carlos López Beltrán prefirió obviar por razones que no alcanzo a comprender. Es cierto que, como se afirma en El sesgo hereditario, para que la herencia fisiológica (es decir, biológica) se volviese una corriente hegemónica se requería el concurso y la coincidencia de diferentes grupos, entre los cuales, dice el autor, estaban los biólogos con formación médica. También es cierto que en ese momento las fronteras entre las diferentes disciplinas eran difusas, y que muchos transitaban sin dificultad de la medicina a la botánica y de ésta a la geología. Pero ¿y las otras tradiciones intelectuales atentas al fenómeno biológico, ajenas a las ciencias médicas y al estudio del hombre, que también existían y que venían de raíces distintas? Sorprende la ausencia casi absoluta de los puntos de vista de naturalistas porque, después de todo, Mendel no surgió por generación espontánea. Como recuerda López Beltrán en su libro, Vitezlav Orel ha documentado la forma en que en la década que comienza en 1830 la noción de herencia se detecta por primera vez en las discusiones entre los criadores de borregos sobre la capacidad de los sementales para transmitir características a sus descendientes. Creo en el azar, pero no en tantas casualidades. ¿Esa coincidencia en el tiempo resultó de la convergencia de ideas, o de vasos comunicantes cuya existencia se le escapó a López Beltrán? ¿O de una retroalimentación aún por describir entre los médicos a los que hace referencia López Beltrán y los agrónomos y naturalistas a los que no hace mención alguna? A pesar de lo que dicen libros de moda pero ridiculamente triviales como The Monk in the Garden, de Robin Marantz Hening, Mendel se incorporó a una comunidad religiosa empujado no por el llamado de los ángeles, sino por la pobreza familiar, que le impedía dedicarse al estudio de las ciencias. El monasterio de Brno representaba una alternativa espléndida para un joven campesino sin recursos. Cuando concluyó sus estudios de enseñanza media Mendel carecía de los medios necesarios para continuar con su educación por lo que, para poder ingresar a la universidad, escribió que “tenía que encontrar una forma de vida que me librara para siempre de la amarga lucha por la existencia”. En septiembre de 1843 Mendel fue aceptado como novicio en el monasterio de Santo Tomás de Brno, adoptando el nombre de Gregor. En el claustro, sin embargo, no se encontró con una atmósfera de recogimiento y meditación, sino con un pequeño observatorio astronómico, una magnífica biblioteca y un vivero dedicado a la investigación agrícola. El monasterio de Brno era un sitio peculiar. Poco después de que la huída del anciano príncipe de Metternich y la abdicación del emperador Fernando de Habsburgo llevaron al trono a su sobrino Francisco José, un grupo de monjes, entre los que se encontraba el propio Mendel, dirigió una larguísima carta a la Asamblea Imperial solicitando la extensión de los derechos civiles al interior de las órdenes monásticas y solicitando para la comunidad de Brno el permiso para dedicarse exclusivamente a la docencia y a la investigación científica. Luego de haber reprobado los exámenes de geología y de biología, lo que le impidió obtener el diploma que lo hubiera podido acreditar de manera permanente como profesor de enseñanza media, Mendel fue enviado en octubre de 1851 a la Universidad de Viena, en donde estudió bajo la dirección del célebre físico Christian Doopler y de Franz Unger, un fisiólogo vegetal que llevaba varios años trabajando en la obtención de nuevas variedades de plantas mediante la fertilización artificial (cuyo nombre también omite López Beltrán). Como escribe Viteslav Orel, Mendel estaba de suerte, porque muchos de los profesores de la Universidad de Viena creían no sólo en el estudio estadístico de la biología, sino también en la posibilidad de explicar los fenómenos físicos a partir de unas pocas leyes que describieran el comportamiento de partículas elementales. Aquí, de hecho, están parte de las raíces de lo que Carlos López Beltrán describe como “la ilusión con la que se inicia la genética en el siglo xx es que pronto se cerraría la búsqueda de la causa hereditaria, reduccionista y determinista (como las causas de la física), con la que los biólogos (y los demás) tendrían una teoría general de la vida basada en ella”. En realidad, tanto la ilusión como el optimismo reduccionista que se encierra tras ella eran mucho más antiguos. Es cierto, como escribió Michel Morange en 1998 en su libro La part des gènes, que en 1926 Hermann Muller escribió que “los genes son los átomos de los biólogos”. Sin embargo, como lo demuestra una rápida ojeada a la formación intelectual de Mendel, esta visión de la herencia tenía una larga genealogía cuyos atisbos ya se perfilan desde mediados de la segunda mitad del siglo XIX. La lectura del libro de López Beltrán permite desplazar a Mendel del sitial de padre fundador de la genética, para conducir su memoria a un sitio distinto pero igualmente meritorio. En todo caso, ni Mendel vivió mucho tiempo que digamos, ni pudo continuar dedicado al estudio de la biología. Tuvo mucho en contra, desde las obligaciones administrativas que le imponía su papel de abad pueblerino, hasta el desdén injusto y apenas disimulado con el que lo trataron déspotas como Karl von Nageli, un influyente naturalista de la Universidad de Munich, que le recomendó abandonar el estudio de la herencia. Por razones aún desconocidas, pocos días después de la muerte de Mendel su sucesor ordenó la destrucción de sus archivos. Sin embargo, entre los pocos documentos y libros que lograron sobrevivir se encuentra un ejemplar del Origen de las Especies y de otros libros de Darwin, en los que hay una gran cantidad de anotaciones manuscritas. Gracias al testimonio de uno de sus amigos, sabemos que Mendel “estaba muy interesado en las ideas evolutivas, y ciertamente no era un adversario de la teoría evolutiva —aunque afirmaba que algo seguía faltando”. Lo que faltaba era que Mendel aceptara el concepto de selección natural. Como han señalado Olby, Serre, Bowler y otros investigadores contemporáneos, lo que Mendel en realidad pretendía demostrar con sus experimentos era que especies nuevas podían surgir de híbridos estables. Darwin, por supuesto, no hubiera aceptado esta idea. Sabía de ella, pero no por Mendel, con quien nunca tuvo contacto alguno. Nunca hubo correspondencia entre Brno y Down, y el desinterés de Darwin en las separatas que supuestamente le envió Mendel no es más que un mito largamente acariciado. Es importante insistir, como lo hace Carlos López Beltrán, que la genética de Darwin era pre-mendeliana. Como escribió en 1930 Ronald A. Fisher, uno de los fundadores del neodarwinismo, las bases del mendelismo son tan obvias que cualquier pensador de la época victoriana las hubiera podido descubrir —pero no lo hicieron, y ello incluye al propio Charles Darwin, que cultivó chícharos en un intento por acercarse al estudio del problema de la herencia. Contrariamente a lo que afirma López Beltrán, Darwin no se contentó con acumular “durante décadas datos sobre la transmisión hereditaria, y en su hipótesis de la pangénesis trató de ‘salvar los fenómenos de la mejor manera posible para reafirmar los aspectos de la transmisión que le interesaban”. A muchos se les olvida que Darwin era también un excelente experimentalista, y es una pena que se haya pasado por alto la espléndida introducción que Richard Dawkins escribió para una reedición de El origen del hombre de Darwin publicada en 2002, en donde reprodujo parte de una carta que Darwin envió a Wallace en Febrero de 1866. La misiva es espléndida: Mi querido Wallace, me parece que no entiendes a lo que me refiero cuando hablo de que ciertas variedades no se mezclan entre sí. Mi comentario no tiene nada que ver con la fertilidad, y un ejemplo lo puede explicar. He cruzado entre sí plantas de chícharos de las variedades Painted Lady y Purple, que presentan coloraciones muy diferentes, y he obtenido, incluso en la misma vaina, chícharos de ambas variedades pero ninguno intermedio. Me parece que algo similar debe estar ocurriendo con tus mariposas y con las tres formas de Lythrum que mencionas. Aunque estos casos parecen sorprendentes, en realidad se trata del mismo fenómeno que hace que cada hembra en el mundo produzca descendencia tanto masculina como femenina. Con mi afecto más sincero, Ch. Darwin Pocos años más tarde, y al amparo de la escuela literaria del naturalismo, la genética (acompañada de la predestinación poética a las patologías) comenzó a llenar las páginas de cuentos y novelas. Como escribió en 1871 Emile Zolá, al describir los vicios de Naná, “al igual que la gravitación, la herencia está regida por sus propias leyes”. Es una pena que Carlos López Beltrán, que de biólogo, poeta y filósofo tiene de todo un poco, haya dejado pendiente el examen de la literatura mexicana que por esas épocas comenzó a tener preocupaciones equivalentes en las novelas de Ignacio Manuel Altamirano y en los textos de Justo Sierra, y que años más tarde encontrarían cabida en la obra de Federico Gamboa, Mariano Azuela, y otros más. Como el mismo López Beltrán escribe, la historia de cómo llegó para quedarse en la comunidad de médicos y naturalistas mexicanos la visión francesa de la herencia aún está por investigarse. Estoy cierto que ello es, más que una veta prometedora, una mina riquísima que todavía no ha sido explorada. En realidad, la segunda parte de El sesgo hereditario debe ser vista como el preámbulo a trabajos aún por llevar a cabo. El apresuramiento con el que Carlos López Beltrán concluyó su libro es un reflejo de la riqueza del tema y la complejidad del problema. Me hubiera gustado ver, aunque fuera como pie de página en el capítulo en donde escribe sobre la genética y la medicina en México, alguna mención a los empeños de biólogos como Herrera, Ochoterena y otros más, que al margen de sus posibles predecesores médicos (si es que los tuvieron), inauguraron una disciplina nueva. Llaman la atención los buenos augurios con los que se inauguró en México el siglo XX: en 1904 Don Alfonso L. Herrera publicó su libro Nociones de biología, pensado como lectura para los estudiantes de la Normal Superior, en donde incluyó una pequeña sección en la que se mencionan las leyes de Mendel. Una lectura de la obra de Herrera que se detuviera en este libro (en cuyas páginas coexisten pacíficamente el mendelismo con el darwinismo de principios del siglo XX) parecería sugerir que Herrera no le concedió mucha importancia a la nueva genética. Sin embargo, basta leer el texto que Herrera publicó en 1931 en La medicina argentina, titulado “Continúan los ataques a los misterios de la vida, imitación de las figuras mitósicas o de la división celular” o, mejor aún, echar una ojeada a los boletines de Plasmogenia que editaba desde la azotea de su casa en Santa María la Ribera, y observar sus empeños por simular la síntesis de centriolos y husos cromáticos para percibir la forma en que reconoció la importancia de la genética en el contexto de una teoría abiertamente darwinista. Sobreviven algunas evidencias de la correspondencia que Hugo de Vries, el mal llamado “redescubridor” de Mendelman, tenía con Herrera, y basta acercarse a la esquina de Balderas y Artículo 123, a pocas calles de la Alameda de la Ciudad de México, para descubrir en la arquitectura ecléctica de lo que alguna vez fue el Instituto de Biología General y Médica de la Dirección de Estudios Biológicos, los centriolos, husos mitóticas y cromosomas que Don Alfonso hizo esculpir en la fachada para mostrar a los ojos de una ciudad turbulenta los misterios de la reproducción celular y la danza de los cromosomas. Esta parte de la historia de la biología mexicana está aún por estudiarse, y espero que El sesgo hereditario ayude a ello. Menciono rápidamente los textos de S. D. Montejo, la Teoría de Mendel sobre la herencia, que publicó en revistas y periódicos mexicanos, los empeños de 1916 de Isaac Ochoterena para describir La carioquinesis vegetativa en las plantas mexicanas, o sus comentarios a la teoría de la mutación de De Vries, que el mismo Ochoterena tradujo, publicó y comentó bajo los auspicios de Herrera para la incipiente comunidad de científicos mexicanos. Las preguntas que pueden surgir incluyen los aspectos políticos e ideológicos que López Beltrán menciona de pasada en su libro. Enlisto, en aras de la brevedad, sólo algunos de ellos. En 1976 Oparin me regaló copias de los trabajos en los que Vavilov reportaba los resultados de su visita a México, en donde estudió el origen de plantas cultivadas. Los textos, que incluyen imágenes espléndidas que evocan la películas de Einsenstein, no sólo son un recordatorio no estudiado de la recepción apoteósica que biólogos y agrónomos de Chapingo le hicieron a Vavilov cuando le otorgaron la Medalla de Oro de la Sociedad Mexicana de Agricultura, sino también del silencio ominoso que guardaron cuando fue empujado por Lysenko a las mazmorras de Stalin. No está por demás evocar el ambiente político y científico insinuado por otros libros por ahora sólo disponibles en las librerías de viejo, como las ediciones de Prenant que publicaba la Universidad Obrera de México al amparo del oportunismo político de Vicente Lombardo Toledano, los Problemas biológicos: ensayos de interpretación dialéctica materialista, que Enrique Beltrán publicó en 1945, el volumen titulado La genética en la urss, de Alan G. Morton, traducido y prologado en 1953 por Alfredo Barrera, Narciso Bassols Batalla y Rafael Martín del Campo, o las sorprendentes declaraciones prosoviéticas (y poco informadas) de Don Isaac Ochoterana, que en un ciclo de conferencias sobre “Genética y Herencia” que impartió en el Colegio Nacional al afirmar que “las investigaciones sobre genética en la urss tienen tal fuerza y conducen a resultados tan definitivos, que tarde o temprano convencerán a los escépticos y acabarán modificando en grado mayor o menor el panorama de la doctrina biológica”. Ningún libro nace sin errores y omisiones, y el de Carlos López Beltrán no es la excepción. No importa. Concentrémonos en sus méritos fundamentales, y en el reconocimiento de que su publicación viene a aumentar la exigua colección de textos dedicados a examinar la historia de las ideas científicas en nuestro país. Ello no es un mérito menor en un ambiente enrarecido por el desdén con el que muchos intentan disfrazar en los medios la distancia casi analfabeta que los separa de la cultura científica. Reconocer las limitaciones del volumen de López Beltrán no impide ver su valor para contribuir a la comprensión de la cascada de descubrimientos y aplicaciones tecnológicas que provienen de la biología molecular y que están cambiando precipitadamente la relación de las estructuras legales, éticas y económicas en las sociedades contemporáneas con las ciencias de la vida. Enfrentemos los chícharos del monje a las declaraciones no por piadosas menos desinformadas del Episcopado mexicano, al rechazo igualmente ridículo que los diputados del pan le oponen a la clonación, o a la incomprensible negativa de los militantes locales de Greenpeace a la ingeniería genética. El desarrollo de la medicina genómica, la clonación de ovejas y otros animales, los experimentos con células madres y con organismos genéticamente modificados, la terapias génicas, la expansión experimental del código genético, y la posibilidad de sintetizar vida, así los veamos a distancia, son una demostración cotidiana de la necesidad de abrir con urgencia nuevas áreas de reflexión y discusión que la sociedad mexicana ha ignorado hasta ahora. Nos guste o no, estamos transitando con rapidez del código genético al código civil. El debate intelectual en México se ha ido restringiendo a unas cuantas voces cada vez menos informadas de lo que ocurre en disciplinas científicas. El mérito fundamental del libro de Carlos López Beltrán, estoy seguro, es el de enriquecer los puntos de partida para reflexiones más informadas que abran debates y discusiones hasta ahora inéditas. |
||
Antonio Lazcano Araujo
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
|
||
Nota
Texto leído durante la presentación del libro El sesgo hereditario de Carlos López Beltrán, unam, México, 2004.
|
||
Antonio Lazcano Araujo es biólogo egresado de la Facultad de Ciencias de la unam, donde también obtuvo el grado de Doctor en Ciencias. Es Profesor Titular C de tiempo completo y ha publicado en libros y revistas científicas internacionales más de un centenar de trabajos de investigación sobre el origen y la evolución temprana de la vida.
_______________________________________________________________
como citar este artículo → Lazcano Araujo, Antonio. (2007). Hijo de Zague, ¿Zaguiño? Ciencias 85, enero-marzo, 52-61. [En línea]
|
||
←Regresar al índice ⁄artículo siguiente→ |