Los colores invisibles de la astronomía |
En este texto se describen los principales sucesos que llevaron a la incorporación del estudio del espectro electromagnético en la astronomía. El autor nos narra cómo el descubrimiento de las radiaciones invisibles estimuló el surgimiento de nuevos campos en la astronomía, que aún hoy continúan desarrollándose.
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Luis F. Rodríguez
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Los seres humanos siempre hemos observado los astros tratando de entenderlos. Inicialmente, sin la ayuda de ningún instrumento, utilizando el ojo para este propósito. Pero desde 1609, cuando Galileo apuntó su primitivo telescopio hacia la Luna, Saturno, Júpiter y otros cuerpos cósmicos, esta herramienta se ha mejorado de manera dramática, proporcionando información cada vez más detallada de cuerpos y fenómenos cada vez más remotos.
El estudio del Universo utilizando la luz, sea sólo con la vista o con telescopios y otros detectores, constituye el campo de la astronomía clásica, sobre la cual se fundamenta buena parte del conocimiento que tenemos del Universo. Pero la luz únicamente es un componente de un fenómeno mucho más amplio, el espectro electromagnético. En efecto, a mediados del siglo xix los estudios del físico escocés James Clerk Maxwell dejaron claro que la luz era parte de algo más grande. Como todas las cosas importantes, la luz tiene varias descripciones. Aquí la visualizaremos como una forma de energía que viaja por el espacio a gran velocidad, aproximadamente 300 000 kilómetros por segundo. Más aún, podemos describir esta energía como existente en forma de ondas electromagnéticas, que quedan caracterizadas principalmente por su longitud de onda —es decir, la separación entre dos crestas consecutivas de la onda—, la cual determina el “color” de la luz visible. Por ejemplo, si la longitud de la onda es de alrededor de 0.55 micras —que son una millonésima de metro—, el ojo humano la capta como de color verde y, así, cada color es producido por un intervalo de longitud de onda. Pero si es menor que 0.38 o mayor que 0.74 micras —lo que respectivamente corresponde al extremo violeta y al rojo del espectro visible—, el ojo humano simplemente no la detecta. En otras palabras, fuera de este intervalo de longitudes de onda, la radiación electromagnética no es visible para nosotros. Metafóricamente, son colores invisibles. El prisma de Newton En 1666, Isaac Newton realizó un importante descubrimiento que se ha representado románticamente en algunas pinturas: en un cuarto intencionalmente oscurecido, un angosto rayo de Sol penetra a través de un agujero en la cortina. Un joven y apuesto Newton sostiene un prisma que intersecta la trayectoria del rayo de luz. El milagro ocurre; del otro lado del prisma surge, transfigurado, el rayo de Sol que de originalmente blanquecino se ha transformado en un abanico de colores, en un pequeño arco iris artificial. Por supuesto, el mérito de Newton no fue jugar con un prisma y la luz del Sol para producir pequeños arcos iris, efecto conocido desde siglos atrás, sino ofrecer una explicación de lo que observaba. Newton propuso que la luz no era simple y homogénea, como se creía hasta entonces, sino que estaba compuesta de distintos colores y que el prisma los afectaba de diferentes maneras, desviándolos en diversos ángulos y permitiéndonos así distinguir uno del otro. Al abanico de colores que se formaba al pasar un rayo de luz por un prisma, Newton lo bautizó con el nombre de espectro. Al atravesar el prisma, de acuerdo con su longitud de onda —o su color—, la luz se desvía un ángulo diferente, con el violeta desviándose más que el azul, éste más que el verde y así sucesivamente. El color de las estrellas Para el astrónomo, el color de una estrella proporciona información sobre su temperatura. En una primera aproximación, las estrellas emiten como un cuerpo negro, siguiendo la ecuación de Planck —la cual relaciona la energía y la frecuencia. La radiación de cuerpo negro tiene su máximo en una longitud de onda que va inversamente como la temperatura del cuerpo —relación que es conocida como la ley de Wien. De este modo, las estrellas rojas son relativamente frías, mientras que las azules lo son calientes. La estrella Antares, que tiene una temperatura superficial de 3 400 grados Kelvin, es roja, mientras que la estrella Spica, con una temperatura superficial de 23 000 grados Kelvin, es azul. Nuestro Sol, cuya temperatura superficial es de 5 800 grados Kelvin, es intermedio entre las dos anteriores, se ve amarillo. En realidad, la mayoría de las estrellas en el cielo simplemente se ven blancuzcas, porque la luz que nos llega es muy poca, insuficiente para excitar los conos de la retina —que son los fotorreceptores sensitivos al color— y sólo excita los bastones, que no son sensitivos al color. Casi todas las estrellas se ven así por la misma razón que aquello que dice el refrán: “de noche, todos los gatos son pardos”. Por supuesto, los astrónomos podemos medir con bastante exactitud la forma del espectro de emisión de las estrellas y determinar la temperatura con precisión, pero el color por sí solo nos da una idea. Es interesante que esta relación entre el color y la temperatura era conocida y utilizada desde hace mucho por los herreros y forjadores de metales que la empleaban para estimar a ojo la temperatura del metal que estaban calentando. En este contexto, cuando un astrónomo habla de una estrella azul quiere decir una caliente y cuando habla de una roja, es una fría. Recientemente se descubrió un nuevo tipo de cuerpos que están entre las estrellas y los planetas. Son muy fríos en el contexto de la astronomía estelar —tienen temperaturas de apenas alrededor de 1 000 grados Kelvin— y se les bautizó como enanas marrón —en inglés brown dwarfs. Lo de enanas es por su tamaño relativamente pequeño y lo de marrón porque a su temperatura casi no emiten luz visible y se verían oscuras. Si bien estos cuerpos, más grandes que los planetas y más pequeños que las estrellas, al inicio de su vida pueden tener procesos termonucleares en su interior —como lo hacen las estrellas normales—, no logran mantenerlos y después se comportan casi como planetas, sin fuente propia de energía. En México, en ocasiones las llamamos enanas cafés, pero para no confundir el color con la bebida, quizá el término marrón sea más apropiado. Por otra parte, con lo de que “de noche, todos los gatos son pardos”, quizá las deberíamos de llamar enanas pardas —lo cual creo que es el caso en algunos países de habla castellana. Entonces, si un cuerpo es muy frío o muy caliente, por la ley de Wien emitirá la mayor parte de su radiación electromagnética fuera del intervalo de los colores tradicionales y será invisible para nosotros o al menos, muy difícil de detectar. Si es muy frío será más rojo que el rojo y si es muy caliente, más violeta que el violeta. ¿Cómo llamarle a estos colores invisibles? El espectro electromagnético Podemos pensar en la parte visible del espectro electromagnético como en un piano. Del lado izquierdo están los sonidos graves, de longitud de onda larga —que equivaldrían al rojo— y del derecho están los sonidos agudos, de longitud de onda corta —que representarían el azul. Imaginemos ahora que el piano se extiende infinitamente, tanto hacia la izquierda como hacia la derecha. Al apretar las teclas que están más allá de las del piano normal, ya no captaríamos los sonidos por encontrarse fuera del intervalo de audición del oído humano. Lo mismo pasa con la radiación electromagnética. El ojo humano sólo percibe la parte visible, pero construyendo los detectores adecuados se puede captar y detectar el resto del espectro electromagnético. Como era de esperarse, fueron astrónomos y físicos los que descubrieron los colores invisibles que colindan con el intervalo de radiación visible. En 1799, el astrónomo británico Sir William Herschel realizó unos sencillos experimentos que indicaban la existencia de radiaciones invisibles. Luego de haber formado un espectro con la luz solar, Herschel tomó un termómetro y lo fue colocando en la zona de cada uno de los colores, la temperatura subía al absorber la energía contenida en la luz solar, aumentaba al ir hacia el extremo rojo del espectro. Con una brillante intuición, Herschel colocó el termómetro antes del color rojo, donde no llegaba luz visible. La columna de mercurio se elevó aún más que en el rojo. Entonces, había una forma de energía invisible antes de este color. A esta radiación se le llama infrarroja, por encontrarse por debajo del rojo. Al año siguiente, en 1800, Johann Wilhelm Ritter descubrió que también había una radiación invisible más allá del otro extremo del espectro visible. Esta nueva radiación tenía el poder de ennegrecer el cloruro de plata de las placas fotográficas de antaño, con mayor efectividad que la luz visible. ¿Cómo bautizar este nuevo color? Radiación ultravioleta, desde luego, por encontrarse más allá del color violeta. Por conveniencia y tradición, en la actualidad se acostumbra dividir el espectro electromagnético en seis bandas, que en orden decreciente de longitud de onda son: radio, infrarrojo, visible, ultravioleta, rayos X y rayos gama. Estas ondas tienen propiedades muy similares —por ejemplo, están descritas por las ecuaciones de Maxwell y, en particular, todas viajan a la velocidad de la luz— pero difieren en su longitud de onda. Por supuesto, la más familiar de las bandas del espectro electromagnético es la de la luz visible. Pero las radiaciones invisibles cada vez son más comunes por la aplicación de la tecnología en la vida diaria. Todos tenemos aparatos que captan ondas de radio, y las aplicaciones médicas de los rayos X y los rayos gama también nos son familiares. Los hornos de microondas utilizan ondas de radio para calentar los alimentos. Las ondas ultravioletas del Sol son las que broncean nuestra piel. La radiación infrarroja es de utilidad en ciertos tratamientos de rehabilitación médica. Los colores invisibles de Herschel, Ritter y Maxwell son ya parte de nuestra vida diaria e inclusive han encontrado múltiples aplicaciones prácticas. Las rayas espectrales Además de la emisión de banda ancha que caracteriza un cuerpo negro, los átomos y moléculas que hay en los astros emiten y absorben radiación electromagnética a longitudes de onda muy bien definidas, produciéndose las rayas espectrales que son generalmente muy angostas en el intervalo de longitud de onda en el que están presentes. Por ejemplo, el átomo de calcio tiene dos rayas espectrales a 0.39685 y 0.39337 micras en la zona del color violeta. Otra raya espectral muy importante proviene del hidrógeno y está a 0.65628 micras en el rojo. También hay rayas espectrales de importancia para la astronomía fuera del intervalo visible. A 1.3483 centímetros, en la banda de radio, está la línea del vapor de agua, y en todas las bandas encontramos rayas espectrales que proporcionan información de la composición química y de las condiciones físicas —como temperatura, densidad o grado de ionización— de los objetos estudiados. Como estas longitudes de onda son tan precisas, la presencia de rayas usualmente nos dice inequívocamente que tal o cual elemento está presente en el astro estudiado. Corrimiento Doppler Pero la situación de las rayas espectrales se complica cuando consideramos que los astros tienen movimientos relativos a la Tierra, en ocasiones de muy alta velocidad. Por el efecto Doppler, si un cuerpo se acerca a nosotros, la longitud de cualquier onda que emita —sea radiación electromagnética o sonido— se acorta, mientras que el efecto contrario se presenta si el cuerpo se aleja de nosotros. Entonces, una onda que tiene un color en el marco de referencia del cuerpo que la emite, puede verse de otro color por un observador en reposo. Los astrónomos decimos que la radiación “está corrida al rojo” si el cuerpo se aleja de nosotros, o bien, “corrida al azul” si se acerca. Esta designación se emplea aun cuando nos refiramos a ondas fuera del intervalo visible, donde en realidad su uso no tiene sentido. Si estudiamos ondas de radio, decir que una raya espectral está corrida al rojo, significa que tiene una longitud de onda mayor que la que mediríamos en el marco de referencia del emisor. Es la convención, aun cuando una señal de radio “corrida al rojo” —del espectro visible— tendría en principio una longitud de onda más corta que la que mediríamos en el marco de referencia del emisor. Una de tantas inconsistencias con las que vivimos todos los científicos. En 1929, el astrónomo estadunidense Edwin Hubble comenzó a estudiar las galaxias externas a la nuestra. La luz que de ellas nos llega es la suma de la luz individual de muchísimas estrellas, lo cual confirma que son cuerpos celestes similares a nuestra Vía Láctea. Pero pronto quedó claro que tenía una característica extraña: estaba sistemáticamente corrida al rojo. De estas observaciones del cambio de color de la luz de las galaxias derivó uno de los descubrimientos más grandes de la humanidad, el que el Universo está en expansión, de modo que las galaxias se alejan las unas de las otras. El hecho de que el movimiento relativo entre el objeto emisor y el observador cambia el color de lo emitido queda bien reflejado en la novela Hacedor de estrellas de Olaf Stapledon, donde el protagonista inicia un viaje interestelar a gran velocidad y nos dice: “Al cabo de un rato, noté que el Sol y todas las estrellas vecinas eran rojas. Las del polo opuesto del cielo eran en cambio de un frío azul. Entendí rápidamente el extraño fenómeno. Yo estaba viajando aún, y viajando a tal velocidad que la luz misma no era indiferente a mi paso. Las ondas de los astros que quedaban atrás tardaban en alcanzarme. Me afectaban por lo tanto como pulsaciones más lentas que lo normal y las veía como rojas. Las que venían a mi encuentro, en cambio, se apretaban y acortaban y eran visibles como una luz azul”. Por cierto, Stapledon comete el pequeño error de asociar el azul con lo frío —“de un frío azul”—, cuando en realidad es lo opuesto, lo caliente. Un caso extremo de corrimiento al rojo lo presenta la llamada radiación cósmica de fondo. Cuando se produjo, hace 13 700 millones de años, el Universo estaba a 3 000 grados Kelvin y la longitud de onda típica de esta radiación era como de una micra. Por la expansión del Universo, ahora la detectamos con longitudes de onda típicas de un milímetro, es decir, mil veces mayor que la original. Hoy, la radiación cósmica de fondo tiene la forma prácticamente perfecta de un cuerpo negro con temperatura de 2.725 grados Kelvin, pero su temperatura original era mil veces mayor. La primera de las astronomías invisibles Hace un siglo, en 1901, prácticamente todo el conocimiento astronómico provenía de la observación de la luz visible que emiten los astros. Durante el siglo xx ocurrió una ampliación dramática en nuestra capacidad para estudiar el Universo gracias a la observación en las otras cinco bandas, hasta entonces inexploradas, del espectro electromagnético. La exploración del Universo en las bandas invisibles la inició Karl Guthe Jansky en la década de los treintas. Nacido en 1905, en el estado de Oklahoma de los Estados Unidos, en el seno de una familia de raíces europeas —su padre era de origen checoeslovaco y su madre, francés e inglés—, Jansky estuvo desde su niñez inmerso en una atmósfera con marcadas influencias científicas y de ingeniería. Se recibió de físico en 1927 en la Universidad de Wisconsin y al año siguiente empezó a trabajar en los importantes laboratorios Bell, en sus instalaciones de Cliffwood, New Jersey. Su jefe, Harald Friis, de inmediato le encomendó trabajar en el problema de la estática que se recibía en las bandas de radio y que dificultaba la comunicación trasatlántica. En aquel entonces esos laboratorios eran la institución encargada de la investigación de la compañía de teléfonos Bell y trataban de entender por qué había estática que interfería con las comunicaciones radiotelefónicas entre América y Europa. Obviamente, era un área con gran futuro comercial y había gran interés en dominarla tecnológicamente. Para investigar el problema, Jansky construyó una antena con su respectivo sistema de recepción que captaba ondas electromagnéticas con longitud de onda de 15 metros. La antena de Jansky tenía una importante característica: estaba montada sobre una estructura que podía girar como un carrousel y que le daba la capacidad de apunte. Es decir, Jansky podía determinar de qué región del horizonte provenían las señales que recibía. Pronto notó que una importante fuente de estática eran las tormentas eléctricas, tanto las cercanas como las lejanas. En efecto, todos hemos tenido la experiencia de que los relámpagos producen un ruido en un receptor comercial de radio. Pero además de esta interferencia de origen natural y terrestre Jansky detectaba, como luego reportaría por escrito, “una estática constante, como un siseo, cuyo origen es desconocido”. Con la tenacidad que lo caracterizaba, continuó estudiando el problema hasta que pudo determinar que la misteriosa estática alcanzaba su mayor intensidad cuando su antena apuntaba hacia cierta región en el cielo. Era el centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea. Jansky reportó su descubrimiento el 27 de abril de 1933 en una ponencia titulada “Perturbaciones eléctricas de origen aparentemente extraterrestre”, la cual presentó en una sesión de la Unión Internacional de Radiociencia en Washington. Si bien estos resultados no despertaron gran interés ahí —en una carta a su padre, Jansky se queja de que el auditorio estaba somnoliento—, el departamento de prensa de los Laboratorios Bell preparó un resumen que hizo llegar a los más importantes periódicos, y así a los pocos días, el 5 de mayo de 1933, uno de los encabezados del New York Times decía: “Ondas de radio provenientes del centro de la Vía Láctea”, seguido del resumen. Uno hubiera esperado que esta noticia despertara gran interés en la comunidad astronómica de la época, pero no fue éste el caso. Los astrónomos de entonces estaban familiarizados con las propiedades de la luz, con los telescopios y las placas fotográficas, pero se sentían totalmente incómodos en un medio en el que se hablaba de ondas de radio, antenas y receptores. Además, por razones ajenas a su control, Jansky tuvo que abandonar esta área de investigación. A pesar de su insistencia en continuar trabajando en el problema de la “estática estelar”, su jefe le encargó otras tareas. Después de todo, Jansky había cumplido en identificar el origen de las distintas formas de estática que dificultaban las telecomunicaciones y Friis pensó que no correspondía a ellos, prácticos ingenieros de una compañía telefónica en medio de la gran depresión, el continuar dedicando recursos a un problema que tenía características de pertenecer a la ciencia pura. Pero la semilla ya estaba sembrada y pronto germinó. Al final de la segunda guerra mundial, con equipo de radar de desecho, grupos de investigadores en Inglaterra, Holanda, Australia, la Unión Soviética y Canadá, entre otros países, comenzaron a construir radiotelescopios y a refinar lo que Jansky había iniciado. Ahora, la radioastronomía es un área importante de la astronomía e inclusive se han entregado tres premios Nobel en física a radioastrónomos. En 1974, lo recibieron Antony Hewish y Martin Ryle por el descubrimiento de los pulsares —el primero— y por el desarrollo de la técnica de síntesis de apertura —el segundo. En 1978, les tocó a Robert W. Wilson y Arno Penzias por el descubrimiento de la radiación cósmica de fondo. Finalmente, en 1993 lo recibieron Russell A. Hulse y Joseph H. Taylor Jr. por el descubrimiento del pulsar binario, lo cual ha permitido poner a prueba ciertas predicciones de la relatividad general. En una primera aproximación, la radioastronomía es la astronomía del Universo frío —recordemos la ley de Wien. Fenómenos como las nubes moleculares y el polvo cósmico nos proporcionan información de componentes muy fríos del Cosmos. En general, los procesos de formación de galaxias y de estrellas inician en regiones frías y la radioastronomía ha brindado información muy valiosa. Hay fenómenos de muy alta energía que emiten fuertemente en ondas de radio. Quizá el mejor ejemplo sea la radiación sincrotrónica, que se produce cuando electrones moviéndose a velocidades relativistas en un campo magnético emiten copiosamente ondas de radio. Este tipo de radiación ha permitido estudiar objetos como las radiogalaxias, los pulsares y distintos tipos de estrellas. La astrofísica de altas energías Después de la segunda guerra mundial, hubo gran interés en comenzar a explorar astronómicamente las regiones de altas energías del espectro, ¿emitirían los astros rayos x y rayos gama? Del considerable conocimiento acumulado en los inicios del siglo xx, quedaba claro que las estrellas más o menos normales como el Sol, no serían fuentes significativas de rayos x o gama puesto que prácticamente emiten casi toda su energía en el infrarrojo, visible y ultravioleta. Para que hubiera una astronomía de altas energías, tendría que haber en el Universo astros de naturaleza distinta a los que entonces se conocían. Una limitante crucial al estudio en las otras bandas del espectro electromagnético es que la atmósfera sólo es transparente —o sea, deja pasar— para la luz, parte del infrarrojo y las ondas de radio, pero es opaca —o sea, no deja pasar— para las otras radiaciones.
Entonces, no es fortuito que la segunda astronomía en desarrollarse fuera la radioastronomía, porque como la astronomía visible, se puede realizar desde la superficie de la Tierra. Para observar el Universo en las otras radiaciones era necesario elevarse por encima del manto protector de nuestra atmósfera. La astrofísica de altas energías tuvo que esperar el desarrollo de la tecnología espacial para poder realizarse. En 1960, un grupo de estadounidense encabezado por Riccardo Giacconi, Herbert Gursky, Frank Paolini y Bruno Rossi envió un cohete que por unos minutos estuvo por encima de la atmósfera terrestre y que trataría de detectar rayos x provenientes de la Luna. Habían supuesto que la Luna podría absorber y reemitir parte de los rayos x que le llegaban del Sol. Para su gran sorpresa, detectaron una fuente muy intensa de rayos x en la constelación del Escorpión, en una posición distinta a la de la Luna. Esta fuente era mucho más intensa de lo que esperaban que fuese la Luna. Más aún, seguramente se encontraba fuera del Sistema Solar y esto quería decir que la fuente era intrínsecamente muy luminosa en los rayos x. De hecho, si suponían que el objeto emisor de rayos x era una estrella colocada en el centro de nuestra Galaxia, resultaba ser cien millones de veces más intensa en los rayos x que nuestro Sol. Varios grupos comenzaron a lanzar cohetes con detectores de rayos x, encontrando algunas nuevas fuentes, pero el verdadero alcance e importancia de la astronomía de rayos X sólo quedó claro con la construcción del primer satélite dedicado a los rayos X, el cual fue puesto en órbita el 12 de diciembre de 1970 y se le bautizó con el nombre de uhuru. La misión de este satélite duró poco más de dos años —pasado cierto tiempo, los fluidos que lleva el satélite para distintos usos se agotan y la electrónica comienza a fallar y el satélite “muere” quedando en silenciosa órbita alrededor de la Tierra—, al final de los cuales produjo un catálogo de más de 300 fuentes cósmicas de rayos X. La mayoría caía en una de las cuatro categorías siguientes: 1) sistemas de estrellas binarias, 2) remanentes de supernova, ambos tipos de objeto en nuestra Galaxia, 3) las llamadas galaxias activas y 4) los cúmulos de galaxias. Si bien los cuatro tipos de objetos se conocían con anterioridad, la presencia de emisión de rayos X reveló nuevas facetas de ellos. En todos, la emisión de rayos x proviene de gas que se ha calentado, por distintos procesos, a temperaturas enormes, de decenas de millones de grados Kelvin o más. En 2002, Riccardo Giacconi recibió 50% del premio Nobel de física por su papel en el descubrimiento de fuentes cósmicas de rayos x. En realidad, en este caso el premio reconocía la labor de cientos, si no es que miles, de personas que creyeron en Giacconi y que trabajaron por décadas con él en la construcción de enormes y costosos satélites, verdaderos observatorios en órbita, que permitieron esos descubrimientos.
En la actualidad, existe investigación astronómica en todas las ventanas del espectro electromagnético y gracias a estos colores invisibles, sabemos que el Universo es mucho más diverso e interesante de lo que se creía hace unas décadas. Con el conocimiento cada vez más detallado de la radiación electromagnética que proviene del Cosmos, la astronomía comienza a volver los ojos hacia diferentes formas de energía, como los neutrinos y la radiación gravitacional, para continuar avanzando en el entendimiento de nuestro Universo. |
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Luis Felipe Rodríguez
Centro de Radioastronomía y Astrofísica
Universidad Nacional Autónoma de México
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Luis Felipe Rodríguez es físico por la Facultad de Ciencias de la unam y Doctor en Astronomía por la Universidad de Harvard. Es el iniciador en nuestro país de la radioastronomía y autor de numerosos trabajos científicos y de divulgación. Actualmente es Director del Centro de Radioastronomía y Astrofísica de la unam, en el campus de Morelia, Michoacán.
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como citar este artículo → Rodríguez, Luis Felipe. (2007). Los colores invisibles de la astronomía. Ciencias 85, enero-marzo, 40-48. [En línea]
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