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El trazo horizontal
del osciloscopio
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Ramón Vera Herrera | ||||||||||||||
A veces, pero sólo cuando la situación está ahí y nos ha
estallado en plena cotidianidad confiada y displicente, nos preguntamos de manera muy vital cuál es el estado íntimo —los científicos dirían subjetivo— de nuestros enfermos.
A resultas de una enfermedad prolongada, un accidente automovilístico o una violación, se abre ese estado límite en el que el personaje central es siempre ese que está allí entre sueros, sondas y bártulos de curación y de quienes estamos ausentes aunque pasemos velando su estupor o su delirio. Enfrentados al aturdimiento profundo o a un estado comatoso, nos preocupa la inconciencia por sentir que nuestro hermano o nuestra tía se nos resbalan de las manos y se hunden en un agujero negro y sordomudo.
Allí una mirada, un quiubo, un quejido, un asentimiento con la cabeza o algo tan microscópico como un dedo que se mueve repetidas veces adquieren un valor de significación que no tenían cuando ese alguien estaba sano: entonces esos signos no atraían nuestra atención y en cambio ahora queremos, deseamos con una fuerza inesperada, leer a partir de ellos la condición de quien amamos tanto.
Y redescubrimos nuestros vínculos con aquél en trance. Remontamos entonces la arborescencia de lo vivido en común y sus figuraciones y residuos nos afloran de nuevo, nos habitan impidiéndonos pasar a otros asuntos, buscar otros espacios.
Y es que un estado límite, llamémosle por un momento, físico —donde un traumatismo craneano o un derrame cerebral le suceden a un organismo—, también conlleva su estado excepcional de imágenes y conexiones. ¿No será que las situaciones que nos ponen en esos estados de excepción, nos dan, sin querer, la oportunidad de elaborar de otra manera asuntos y atorones que no resolveríamos de otra manera? Alguien brincará horrorizado diciendo, cómo, si se deriva a la muerte de que sirve tal elaboración. Otro respondería a esta observación un poco más cínico: entonces la muerte surge de su elaboración y no al revés.
Sea como sea es un estado paradójico: alguna vez una mujer que duró en estado de coma casi un año para finalmente morir y que tenía escasos momentos de “lucidez” en los que respondía a lo que sucedía afuera, dio muestra de ese desencuentro que sufrimos más bien los que estamos acá de la raya. Los que pretendemos normar lo bien o lo mal de otro a partir de nuestros criterios autosuficientes de normalidad o bienestar.
Sucedió una tarde cuando la enfermera que la cuidaba se acercó y como sin pensar le dijo, ay señora Julie, pobrecita, y le miró el rostro. La mujer, alguien que había vivido hacia afuera intensamente, pero también con un mundo interno muy rico y casi desconocido para los que la rodeábamos, contestó con un hilo de voz pero con seguridad lapidaria, ¡qué pobrecita ni qué pobrecita!, dejando ver a todos los presentes que detrás de ese cuerpo aparentemente exánime, sus signos vitales disminuidos, existía un proceso intensísimo de visiones, sueños y reacomodos de toda una vida: quizá esa mujer los rearmaba y tejía. Tal vez morir fue el punto final de ese flujo de tiempos y cruces de caminos.
En verdad no sabemos mucho de los estados de excepción. Podemos atestiguar cambios fisiológicos, químicos, eléctricos, ritmos cardiacos, presión sanguínea, movimientos, pero qué nos dicen de lo que sucede tras la puerta de ese cine particular que los seres proyectamos, parte fundamental sin la cual, por más vida medida por aparatos no seríamos. Dónde están en esos momentos esos seres que nos preocupan. Cómo y dónde alcanzarles una sonrisa o una presencia. Cómo y por qué medirlos. Cuánto de nuestra angustia por ellos es premonición de nuestro propio desamparo.
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Ramón Vera Herrera
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cómo citar este artículo →
Vera Herrera, Ramón. 1995. El trazo horizontal del osciloscopio. Ciencias, núm. 38, abril-junio, pp. 23. [En línea].
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