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León Olivé
     
               
               

En este trabajo quiero presentar una visión panorámica de tres familias de problemas centrales en la filosofía de la ciencia, con la intención de defender un programa de trabajo, pero un programa que, de hecho, recoge aspectos importantes de lo que efectivamente en los países hispanoparlantes se está desarrollando hoy en día dentro de esta disciplina.1 Para ello haré hincapié particular en que la historia de la ciencia requiere de la filosofía de la ciencia, para orientar sus investigaciones, pero más aún, que la filosofía de la ciencia también es necesaria para las propias ciencias.      

La razón por la cual la historia de la ciencia presupone a la filosofía de la ciencia, como condición de posibilidad de su mera existencia, es muy sencilla: el historiador de la ciencia debe identificar su dominio de estudios, el cual obviamente está compuesto por las ciencias, a las cuales enfoca, sobre todo, en su dimensión dinámica. Pero para poder hacer esa identificación se requieren criterios que permitan decidir que es lo que forma parte de eso que llamamos ciencias. Además debe poder diferenciar entre lo que son las genuinas actividades científicas y los auténticos conocimientos científicos, de los que no lo son; tiene que poder diferenciar los buenos conocimientos de los malos, para poder hacer buena historia de ellos.

Con esto no quiero sugerir que una de las tareas fundamentales de la historia de la ciencia, ni de la filosofía de la ciencia, sea la de trazar la línea de demarcación entre ciencia y no ciencia; y tampoco quiero sugerir que sea una tarea central de la filosofía de la ciencia, la de discriminar entre los buenos y los malos conocimientos científicos. De hecho, si se tomara en serio cualquiera de estas dos tareas, significaría la adopción de una posición normativista con respecto a los dos problemas: sobre lo que es y lo que no es ciencia (y por consiguiente científico), y sobre lo que es bueno y malo dentro de cada ciencia. En el pasado, incluso en el muy reciente, hubo fuertes movimientos filosóficos preocupados por tales problemas. Estas posiciones pretendían identificar y dar cuenta del único conjunto de normas, criterios y reglas metodológicas, que constituirían el método científico. Pero ciertamente en los últimos diez años estas posiciones han caído en desuso. Hoy en día se considera que las normas, criterios y reglas metodológicas varían a lo largo del desarrollo científico, tanto como cambia el conocimiento científico sustancial.

No obstante lo anterior, puede afirmarse que el historiador de la ciencia aplica criterios para la identificación de sus objetos de estudio. Es un hecho que tiene que identificar a sus objetos de estudio, y si por alguna razón se disputa su identificación, tendrá que recurrir a ciertos criterios tanto para defenderla como buena, como para mostrar que tiene sentido lo que está haciendo; por ejemplo, tendrá que sustentar que efectivamente está haciendo historia de la ciencia, y no de la magia o de la religión.

Uno de esos criterios podría consistir en reconocer como ciencia todo lo que se autoproclame como tal, o lo que sea proclamado como tal por sus propios practicantes y creyentes. Pero es evidente que este criterio tendría la desventaja de que no permitiría criticar a un historiador de la ciencia, que incluyera dentro de su campo de trabajo, tanto a la historia de la biología, como a la historia de la ciencia cristiana (Christian science), lo cual, por lo menos, resultaría extraño. En realidad esto traería como consecuencia el que cualquiera que se proclamara científico, quedaría dentro del campo de estudio de la historia de la ciencia. Ciertamente esto no es un argumento concluyente para rechazar tal concepción de la historiografía de la ciencia. Pero si esta posición se pusiera frente a otra en competencia, y la segunda presentara ciertos criterios más precisos para identificar su dominio de estudio, y, además, esos criterios coincidieron con lo que “intuitivamente” aceptamos como pasajes de la historia de la ciencia, creo que llegaríamos a un acuerdo en el sentido de que es más razonable preferir la segunda concepción a la primera.      

Pero la sola identificación intuitiva de lo que constituyen pasajes científicos no bastaría, pues la “intuición” corre un mayor riesgo de equivocarse que la razón, o de ser más fácilmente víctima de los procesos de propaganda sobre los que ha hecho hincapié Feyerabend,2 y resultaría que los movimientos ideológicos más poderosos, serían los que más fácilmente podrían hacer pasar cualquier causa como buena ciencia. Pese a Feyerabend, creo que es posible reconstruir los criterios que han aplicado diferentes comunidades y basándose en ellos, identificar auténticos pasajes científicos.      

Así pues, no basta la autoproclamación de estar haciendo, o de haber hecho ciencia, ni la sola identificación intuitiva de lo que es la historia de la ciencia, sino que la historiografía de la ciencia debe recurrir a criterios para hacer buenas pretensiones de estar historiando lo que efectivamente ha sido la ciencia. Esos criterios deben incorporar los que efectivamente estuvieron en uso en una época determinada, por una comunidad específica y que son los que caracterizan a la ciencia de esa época.     

Tales criterios, usualmente están implícitos en el trabajo historiográfico, de la misma manera que los científicos activos, y la ciencia en proceso, aplica criterios epistemológicos, que normalmente están implícitos, al determinar cuales pretensiones de saber son buenas y cuales son malas.    

Quisiera que esto quedara bien entendido, la distinción entre las buenas actividades científicas y las malas, y entre los buenos conocimientos científicos y los malos, se hace basándose en criterios propios de cada disciplina científica, son criterios que no pertenecen a la historiografía, ni a la filosofía de la ciencia. Pero, a la vez, podemos preguntar de manera legítima, qué significa que ciertos conocimientos sean clasificados como buenos de acuerdo con los criterios pertinentes.    

En otras palabras, el problema es por que la aplicación de los criterios internos de cada disciplina científica ofrece bases para considerar que los resultados que se obtienen son auténticos conocimientos de una realidad empírica, y quizá de una realidad que está más allá de la experiencia sensorial posible, la cual sin embargo, puede ser conocida.

Para responder a esto, se requiere de una investigación que ya no corresponde a ninguna de las ciencias empíricas particulares. Se trata de uno de los problemas centrales de la filosofía de la ciencia.     

Éste es un problema de segundo orden. En el primer orden está la pregunta acerca de cual conocimiento es bueno, o aceptable, en la disciplina en cuestión, lo cual se responde con criterios propios de la disciplina. Pero a la respuesta que se de, acerca de cuál conocimiento es bueno en una cierta disciplina, sigue la pregunta: ¿por qué cierta pretensión de tener genuino conocimiento, sostenida por una persona o por alguna comunidad —sea en el pasado o en el presente—, es o no, correcta? Para responder a esto, deberá darse una explicación de por qué la clasificación entre buenos y malos conocimientos es correcta. Pero ¿qué significa que esa clasificación es correcta?  

El problema entonces se traslada a la corrección de los criterios que existen y se aplican en cada ciencia. Esto es, es necesario mostrar que esos criterios son genuinos criterios epistemológicos.    

Una posición posible diría que esos criterios se reducen a los criterios institucionalizados dentro de la comunidad de científicos, para dar las pretensiones de conocimiento como buenas. Esto equivale a un sicologismo extremo, que afirma que los criterios en cuestión se reducen a los que contingentemente han acordado las comunidades científicas, y estos son los institucionalizados en un momento determinado, dentro de una cierta comunidad.3 Pero sería muy raro que los “científicos duros”, que consideran a los científicos sociales, y en especial a los sociólogos, como “científicos” casi sólo por cortesía, aceptaran que la “buena ciencia” lo es sólo por satisfacer criterios institucionalizados dentro de la comunidad. Desde un punto de vista filosófico esto también es inaceptable.

Debe haber algo más en un trabajo, que se considere como bueno, que el sólo hecho de recibir muchas citas y sobre todo debe hacer que tengamos la creencia de que dice algo verdadero acerca del mundo. Eso es lo que se decide basándose en genuinos criterios epistemológicos, los cuales aseguran el carácter de conocimiento de ciertas creencias. Y si bien dichos criterios no son inmutables, no por esto son menos existentes en cada época, ni menos efectivos. La identificación de tales criterios, y su análisis, es parte de la tarea de la filosofía de la ciencia.     

Sin embargo, el problema no es tan sencillo, pues si bien, por un lado, es preciso identificar y explicar por que funcionan, como funcionan los genuinos criterios epistemológicos, por otro lado también es preciso enfrentar el desafío que presentan justamente la historia y la sociología de la ciencia, al señalar muchas controversias científicas, en donde las diversas partes presuponen criterios diferentes para decidir sobre la calidad del trabajo, sobre su importancia, sobre su carácter científico, e, incluso, sobre su verdad. Esto también se aprecia en las diferencias entre revistas especializadas. Algunas nos parecen mejores que otras. A veces la comparación se hace en términos de prestigio. Pero esto podría objetarse porque este es otro término sociológico. Sin embargo, podría alegarse que, en muchos casos, ese prestigio es bien merecido, porque se “sabe” que esas revistas aplican criterios adecuados para decidir sobre la calidad del producto.

Si concedemos esto, volvemos a enfrentar el problema: y esos criterios para decidir sobre la calidad, en particular sobre la cientificidad de un trabajo ¿cuáles son?, y ¿cuál es su estatus? Pero si en todas las disciplinas pueden señalarse controversias que presuponen criterios divergentes, y si bien existe una diferencia importante sobre las diversas revistas de cada campo, ¿es posible entonces considerar que existen criterios decisivos y confiables para juzgar la calidad y la cientificidad de una investigación?4

El análisis de muchas controversias científicas y del desarrollo de las diferentes disciplinas científicas, sugieren que no existe un único conjunto incontrovertible de criterios, ya no digamos a lo largo de la historia de la ciencia, sino que ni siquiera lo hay en un momento determinado de la misma.

Al juzgar una investigación y sus resultados, no sólo se busca determinar si se hace algo verdadero acerca del mundo, sino si lo que dice no es trivial y además que tan importante es. Pero acerca de si es o no trivial y sobre su importancia, estará condicionado a un cuerpo de creencias y de conocimientos previos, y a un cuerpo de normas, valores y fines; incluso a un cuerpo de concepciones metafísica acerca del mundo, es decir, de creencias sobre las cuales no puede tomarse una decisión por medio de investigaciones empíricas.

Así pues, lo que revela la reflexión filosófica acerca de la ciencia, es que la aceptación de un tipo de investigación, y de sus resultados, se hace bajo criterios locales, no universales, pero eso no resta validez ni efectividad a los criterios. En buena medida por eso la investigación filosófica guía a la investigación historiográfica. Es decir, la reflexión filosófica pone de relieve la existencia de criterios, y ni siquiera de criterios diversos que pudieran tener un mismo estatus, desde el punto de vista epistemológico, sino que tienen carácter local. Pero la investigación filosófica debe explicar por qué y cómo, el conocimiento es posible a pesar de estar condicionado por criterios que no son universales. Justamente por esto, la filosofía de la ciencia orienta a la historia de la ciencia, en la búsqueda de los cuerpos de creencias y conocimientos, de normas y valores previos, que condicionan el desarrollo de las investigaciones científicas y sus evaluaciones, es decir, su aceptación o rechazo por parte de las propias comunidades.

He aquí, pues, un campo legítimo de investigación sobre la ciencia, el cual requiere de métodos y conceptos que no son peculiares de la ciencia sino de la filosofía. No se trata de decidir si cierta pretensión de conocimiento en correcta, sino de entender qué es lo que implica acerca del mundo, cuando es correcta; por ejemplo, si dice o no algo verdadero acerca del mundo, y en cada caso qué significa y cómo entender eso.

Veamos ahora, con un poco más de detalle, uno de los objetivos de la ciencia que he estado dando por supuesto y sobre el cual es posible tener dudas. He dicho que en buena medida el juicio acerca de las investigaciones científicas, y de sus resultados, depende de los hallazgos a que hayan conducido; esto es, de la comprobación de que dicen algo verdadero acerca del mundo, siempre y cuando esto no sea trivial, y resulte importante en relación con los conocimientos aceptados en la época. Pero no están claro que los criterios a los que he aludido, efectivamente permitan decidir que una investigación ha llevado a conclusiones que dicen algo verdadero acerca del mundo, y ni siquiera es claro que los criterios de cientificidad que aplica una comunidad, deban permitir esto, o que lo consideren importante. Más aún, ni siquiera es claro que uno de los objetivos de la investigación científica, sea el de obtener verdades acerca del mundo. ¿Cuales son los fines de la investigación científica y cómo se deciden? Parecería lógico que uno de los problemas de la ciencia, sobre los que hay que filosofar, es el de cuales son los fines de la investigación científica.5

Que la búsqueda de verdades acerca del mundo sea realmente uno de los fines de la investigación científica, puede ponerse en duda si recordamos que, después de todo, hoy en día parece haber acuerdo en que la mecánica clásica no ofrece una descripción verdadera acerca del mundo, sino que, para fines prácticos, mejor dicho técnicos, puede utilizarse como una descripción aproximada de lo que ocurre en ciertos sistemas accesibles, es decir, sistemas accesibles a nuestra experiencia sensorial, aunque ese acceso pueda o deba estar mediado por instrumentos de observación. La descripción no es verdadera porque no corresponde a sistemas empíricos reales, sino a idealizaciones de los mismos. De hecho, en la aplicación de la mecánica clásica se construyen modelos en donde se seleccionan ciertos aspectos de los macrofenómenos. Por ejemplo, a veces ciertos cuerpos se conciben como si fueran puntuales, o como si no estuvieran sujetos a ciertas fricciones, o como si los sistemas estuvieran aislados con respecto a otros, etc. Es decir, seleccionamos ciertos aspectos de lo que nosotros vemos como un sistema relativamente aislado. Se trata pues, de la construcción de modelos idealizados, donde los seres humanos, seres cognoscentes, seleccionamos ciertos aspectos, de acuerdo a lo que nosotros percibimos y a lo que nos interesa, y entonces vemos a esos fenómenos de cierta manera, los concebimos de algún modo particular, y, en ocasiones, encontramos ciertas regla para manipularlos.

¿Puede esto proponerse como una visión verdadera acerca del mundo? La respuesta es que no necesariamente sería una visión verdadera del mundo. De lo que estamos hablando es de que ciertos fenómenos, es decir, sucesos susceptibles de ser percibidos por nosotros, los vemos comportarse con cierta regularidad, y cuando encontramos una regla aplicable a ese comportamiento, de manera sistemática, pomposamente le llamamos ley de la naturaleza. Pero ¿cómo sabemos que no es sino algo mucho más modesto?, a saber, una regla que sólo nos permite conectar sucesos perceptibles para nosotros, y que, por consiguiente esa regla, depende de nuestra peculiarísima manera de percibir el mundo, cosa muy diferente a que nosotros reclamemos que hemos descubierto una genuina ley del universo, es decir, una manera regular del comportamiento de entidades de la naturaleza con plena independencia de la forma en la que nosotros nos relacionamos con ellas y en particular de como las percibimos.

He mencionado hasta aquí dos familias de problemas interesantes, que surgen a partir de que se tome a la actividad científica, y sus resultados, como objeto de estudio:

1) El análisis de los criterios de aceptación de las propuestas de conocimiento científico, como genuino conocimiento científico: ¿cómo es que de hecho las comunidades de científicos han aceptado y aceptan ciertas proposiciones?; ¿cómo se dan, se desarrollan y se dirimen o terminan las controversias científicas?; ¿cuál es el papel que juega la observación en el origen y en la aceptación de creencias científicas?; ¿cuál es la naturaleza de la observación científica y de las teorías? y ¿cuál la relación entre ellas?

2) ¿Cuáles son los fines de la investigación científica? ¿Acaso la búsqueda de la verdad? ¿Dice el conocimiento científico algo verdadero acerca del mundo? ¿Es realmente, como dicen, un conocimiento objetivo? ¿Que significan estos términos, “objetividad” y “verdad”? ¿Cómo podemos llegar a saber que contamos con un conocimiento objetivo, o verdadero, sobre todo si se considera que varias creencias antiguas, tomadas durante mucho tiempo como verdaderas, han sido desechadas después por falsas?6

Una posible vía de respuesta para esta segunda familia de problemas, es la de replicar que los conocimientos pueden considerarse como objetivos, y hasta verdaderos, porque han servido para desarrollar la tecnología tan asombrosa que tenemos hoy en día. A lo cual puede contestarse que si se acepta esto como el criterio dominante, entonces se concede la prioridad al criterio de explotación de la naturaleza, entendiendo por explotación el poner a nuestro servicio las propiedades y disposiciones de una entidad o un sistema. Pero calificar como bueno al conocimiento científico, porque permite una mejor explotación, constituye ya una manera sesgada de considerar ciertas creencias como buen conocimiento. Se trata de la posición llamada instrumentalista: las teorías científicas pueden no decir nada verdadero acerca de cómo es el mundo. pero son buenos instrumentos para manipular los fenómenos, y por ello debemos aceptarlas… mientras nos sean útiles; pero debemos estar dispuestos a abandonadas en cuanto aparezcan otras que nos permitan manipular más fenómenos, y quizá mejor a los mismos que ya manipulábamos. Pero entonces desaparece toda la pretensión de verdad del conocimiento científico. ¿Qué ocurre con el conocimiento que no puede ponerse directa o inmediatamente al servicio de la explotación?

Creo que esto puede sugerir la idea de que la discusión sobre la posibilidad de tener conocimiento verdadero acerca del mundo o la imposibilidad de ese tipo de conocimiento, o la discusión de si es relevante o no lo es, no depende de los impresionantes resultados de la tecnología, o por lo menos no directamente, de nuevo, lo que está en juego son los fines de la investigación científica; se trata de un problema filosófico, al que hay que tratar con muchas más armas conceptuales, que una lista de resultados tecnológicos.

A estas dos familias de problemas centrales en la filosofía de la ciencia actual, podemos agregar una tercera, que ya sugerí antes. Tenemos hoy en día una base sólida para sostener que las concepciones del mundo no siempre han sido las mismas. También podemos justificar la afirmación de que los métodos de investigación y de prueba, y en general los criterios para la evaluación y aceptación de conocimientos científicos en las ciencias empíricas y en las formales, no siempre han sido los mismos. ¿Cómo y por qué cambian las concepciones científicas acerca del mundo? ¿Qué es lo que cambia: sólo los conocimientos sustantivos, o también cambian las creencias previas que no dependen directamente del resultado de la observación y la experimentación, y acaso cambian también las normas y valores, así como los fines que se plantean en la investigación científica? ¿Cómo y por qué ocurren esos cambios? Esos cambios, y en general el proceso de desarrollo científico ¿pueden considerarse racionales?; en caso afirmativo, ¿qué se entiende por “racional”?

Los análisis filosóficos de la ciencia, y su desarrollo, han sido fuertemente marcados en las tres últimas décadas por las ideas que Thomas Kuhn expresó en su libro La estructura de las revoluciones científicas. Esas ideas, desde la publicación del libro, dieron lugar a una controversia que todavía continúa, acerca de los modelos que mejor pueden dar cuenta del proceso de desarrollo científico, incluyendo de manera importante, los problemas acerca de los procesos de validación y aceptación del conocimiento científico. La controversia ha dado lugar a una proliferación de modelos de desarrollo científico.

En la literatura reciente, los modelos de cambio y desarrollo científicos, han recibido el nombre de metodologías. Estos modelos reconstruyen las normas, reglas, técnicas experimentales y formales, presupuestos valores y fines, así como creencias sustantivas acerca del mundo, que condicionan a las actividades científicas y la producción y aceptación del conocimiento científico. Una cierta metodología puede reconocer que no existe un único conjunto de normas y reglas de investigación científica, que sean válidas en todo momento del desarrollo de la ciencia; en diferentes épocas pueden estar vigentes diferentes normas. Lo mismo ocurre con los fines de la investigación científica.

Una metodología, así entendida, presupone una cierta concepción epistemológica de las ciencias, es decir una concepción de la naturaleza y de la justificación del conocimiento científico, incluyendo una concepción del papel de las acciones de los científicos en la producción, evaluación y aceptación de ciertos cuerpos de creencias como genuino conocimiento científico.

En resumen, actualmente la filosofía de la ciencia se plantea problemas en tres diferentes niveles:

1) El primer nivel es el de los análisis en cada ciencia en particular, especialmente de sus teorías y de sus métodos específicos. Estos análisis presuponen una metodología dada (en el sentido recién aplicado).

2) El segundo nivel es el de las metodologías en el sentido arriba indicado. Los trabajos que mayor influencia han ejercido en la filosofía de la ciencia en los últimos treinta años, por ejemplo los de Popper, Kuhn, Lakatos, Laudan y Shapere, pueden interpretarse como un intento por ofrecer modelos de desarrollo científico, lo cual quiere decir que reconstruyen la metodología científica, en el sentido aquí indicado.

Para reconstruir adecuadamente el proceso de desarrollo científico, los modelos deben incluir, aunque sea en la forma de presupuestos, concepciones acerca de la estructura de las teorías científicas.

3). El tercer nivel contiene explícitamente las concepciones epistemológicas acerca de las ciencia, las cuales pueden estar sólo presupuestas en los modelos de desarrollo. Éstas son las concepciones acerca de la naturaleza del conocimiento científico y del problema de su justificación y aceptabilidad racional; incluyen ideas sobre el papel de la observación y la experimentación en las ciencias, así como acerca de los marcos conceptuales presupuestos por las teorías y la actividades científicas. Contienen, también, ideas sobre la objetividad, la racionalidad y el progreso científicos. Se trata, pues, del nivel en el que se someten a discusión y crítica las metodologías mismas, entendidas como modelos de desarrollo científico; por esta razón, puede llamársele legítimamente el nivel de la metametodología y las disputas dentro de este nivel pueden entenderse como controversias metametodológicas.

Desde el campo de la teoría del conocimiento, entendida como la tradicional disciplina filosófica acerca del conocimiento, también en los últimos veinte años ha habido un creciente interés por analizar el modo en el que, de hecho, los seres humanos adquieren sus creencias, y buscar una forma más equilibrada del análisis del conocimiento, que no constituya una mera indicación normativa acerca de cómo debería justificar el conocimiento, sino que pueda explicar cómo, de hecho, se acepta el conocimiento, cómo se produce, y qué pueda explicar por qué los seres humanos recurren a los procedimientos y métodos a los que recurren, para producir y aceptar el conocimiento.

Tanto las metodologías científicas, entendidas en el sentido antes señalado, como otras posiciones en la teoría del conocimiento, se han enriquecida ampliamente, también en los últimos años, con ideas provenientes de la biología. La incorporación de este tipo de ideas, ha fortalecido el llamado proceso de “naturalización” de la epistemología, de acuerdo con el cual, se tiende a ver al conocimiento en general, y en particular al conocimiento científico, como un producto “natural” de un proceso evolutivo, si bien, por supuesto, tiene características peculiares en virtud de su naturaleza eminentemente social y cultural. El contraste se plantea con la epistemología tradicional, que vela por su trabajo como una búsqueda de fundamentos, y que típicamente se plasma en las formas del empirismo, el racionalismo y el a priorismo tradicionales. La búsqueda que se plantean los modelos naturalistas, se concentra en los procesos que de hecho conducen a la formulación y aceptación de creencias como conocimientos científicos, a las controversias que se dan dentro de las comunidades científicas y a la manera en la que se superan o se clausuran. Uno de las esfuerzos más importantes dentro de la filosofía de la ciencia actual, es el desarrollo y discusión de estos modelos naturalizados del crecimiento científico.7

De lo que he mencionado hasta aquí se desprende una idea importante: la filosofía de la ciencia tiene por objeto de estudio, a esa cosa que se llama ciencia. No pretende —o no debería pretender— decir a los científicos cómo desarrollar su ciencia y cómo obtener un buen conocimiento, eso corresponde a cada disciplina. De la misma manera en que hay que tener cuidado con los criterios meramente sociológicos, es preciso cuidarse de las normatividades filosóficas.

Pero en cambio la filosofía de la ciencia si pretende dar cuenta de los criterios bajo los cuates se aceptan las creencias, así como de la manera en la que cambian y evolucionan y de cómo es posible que se obtenga, cuando se logra, un genuino conocimiento acerca del mundo natural y social. En particular la filosofía de la ciencia trata de entender los fines de la investigación científica, y por que las investigaciones tienen que desarrollarse de la manera en la que se desarrollan, para ofrecer un genuino conocimiento del mundo. Esto es, parece haber quedado atrás una falsa dicotomía entre una actitud normativa y una meramente descriptiva. La filosofía de la ciencia no puede pretender normar las actividades de los científicos, pero no por eso debe limitarse a una mera descripción, con pretensiones de no estar contaminada de cualquier contenido evaluativo. Al analizar y criticar los modelos de desarrollo científico, al aplicarlos y al contrastarlos con los datos recogidos de la historia, de hecho se realiza también una evaluación del trabajo científico y de su desarrollo, pues se analizan los valores, fines, normas y reglas vigentes en cada época y se evalúa su corrección, comparándolos con las de otras épocas, incluyendo la nuestra.

Esto último no significa que a fuerza tengamos que sostener nuestros actuales criterios, normas, valores y fines, como los mejores, sólo porque son los vigentes, sino que debemos estar dispuestos a defenderlos, mediante un dialogo y una discusión racional, con quien quiera que los dispute. Del mismo modo, si se pretende haber logrado un progreso científico, y en general, si se pretende que el conocimiento científico progresa, es porque en cada uso de controversia puede reconstruirse la disputa, de una manera en la que se muestren claramente las razones que ofreció cada parte. Para poder sostener que la ciencia ha progresado, se tendrá que mostrar que la parte “victoriosa” es la que ofreció las mejores razones, y que la mayor parte de las controversias y choques de puntos de vista terminan gracias a esas victorias. Pero hay controversias que terminan debido a la interacción de factores no epistemológicos. Toca a los historiadores analizar y explicar tales factores.     

Todo lo anterior debería dejar claro que la filosofía de la ciencia, sin un estudio auténtico de la actividad científica y de sus resultados, es absurda. Lakatos tuvo un gran acierto cuando afirmó parafraseando a Kant, que la historia de la ciencia, sin la filosofía de la ciencia, es ciega —no puede ver su objeto de estudio— y la filosofía de la ciencia, sin la historia de la ciencia —lo que vale decir, sin la ciencia misma—, es vacía.

La ciencia sin filosofía tiene posibilidades de desarrollo limitadas. La propia filosofía de la ciencia puede explicar por qué. La ciencia puede desarrollarse sin reflexionar sobre sí misma, mientras se mantenga dentro de lo que Kuhn ha llamado “ciencia normal”. (No es casual que se requiera del análisis de un historiador-filósofo de la ciencia, para comprender por qué el progreso en la ciencia, si no involucra la discusión y el cambio de sus presupuestos filosóficos es literalmente un progreso muy relativo, se trata sólo de un progreso dentro de un paradigma dado, y es un progreso débil). Pero toda actividad científica presupone principios filosóficos profundos; por ejemplo ideas deterministas, o indeterministas acerca del mundo, o acerca de que el mundo no es determinista ni indeterminista y sólo los modelos que se construyen de él lo pueden ser. Estos principios no son dirimibles por medio de la actividad científica “normal”, pues se trata más bien de concepciones que se dan por supuestas en el desarrollo de la ciencia normal, dentro del campo en cuestión, y ahí quedan fuera de discusión. Pero en cambio, cuando se realiza una revisión a fondo de la concepción que condiciona la actividad científica normal, también esos principios se ponen a revisión. Esto no significa que los resultados científicos sean ajenos a la discusión, y a las controversias en relación con los principios filosóficos básicos, pero ciertamente estos principios no quedan sujetos a revisión de la “manera normal”. Se requiere de un proceso de reflexión y controversia, acerca de nociones y principios que no pueden aceptarse o rechazarse basándose sólo en experimentos; por ejemplo, sobre la confirmación entre ideas deterministas e indeterministas, o sobre la posibilidad de una descripción verdadera acerca del mundo o su imposibilidad, etc. Y esto requiere de una detallada discusión conceptual, la cual se encuentra en la base de las transformaciones profundas de las concepciones científicas del mundo. Aquí es donde las ciencias y la filosofía no sólo se encuentran, sino que mutuamente se necesitan.

La ciencia requiere de la filosofía en sus raíces más profundas, la ciencia necesita a la filosofía para comprenderse a sí misma, y a su desarrollo, para hacerse consciente de sus presupuestos —los cuales en gran medida son ellos mismos filosóficos— así como de sus fines, y para discutirlos responsablemente. La filosofía requiere de la ciencia para desarrollar sus concepciones, pues finalmente son concepciones acerca del mundo, de los seres humanos, de sus formas de vida, y de los elementos que las constituyen, por ejemplo el conocimiento, la moral, el lenguaje, el arte y para comprenderlos tiene que apoyarse en el conocimiento empírico, en particular, en el mejor, que es el científico. Por esto existe una íntima y genuina relación entre las ciencias y la filosofía, la cual es profunda e indisoluble.

NOTAS

1 Hace diez años Ulises Moulines (Moulines, 1979), publicó en México un artículo en el que defendía un programa de catorce puntos, para las tareas que la filosofía de la ciencia debería desarrollar en la década que ahora está por terminar. Con una motivación reconocidamente en parte “institucional” y en parte “ideológica”, Moulines sostuvo el programa “metateórico” que tan consistente y fructíferamente ha desarrollando a lo largo de estos diez años (véase Moulines, 1982, y Moulines et al., 1987). En este artículo no pretendo evaluar dicho programa metateórico, ni medir o discutir sus logros en los últimos diez años. Tampoco me propongo polemizar con él. Mi intención es más bien la de resumir una concepción sobre la filosofía de la ciencia que, en mi opinión, es mucho más amplia que la de aquel programa. Esta concepción recoge algunas de las actuales preocupaciones en la filosofía de la ciencia, y hace hincapié en algunas de las tareas que, de hecho, se han estado haciendo en esta década, tanto en los países hispanohablantes como en el resto del mundo.
2 Véase Feyerabend, 1975.
3 Véase, por ejemplo, Barnes, 1977; Bloor, 1976, 1977; Latour,1987.
4 Sobre controversias científicas, véase Engelhardt y Caplan, 1987. Sobre problemas de arbitrajes en revistas especializadas particularmente sobre el caso de una de zoología sistemática, véase Hull, 1988.
5 Esta discusión mezcla algunos de los problemas del llamado realismo científico, con los problemas de los fines de la investigación científica. Al respecto puede verse Van Fraasenn, 1980, Landan, 1977, 1988; Leplin, 1984.
6 Véase Olivé, 1988.
7 Véase Hull, 1988.

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 Refrerencias Bibliográficas

Bloor, D., 1976, Knowledge and Social Imagery, London, Routledge and Kegan Paul.
Barnes, B., 1977, Interest and the growth of knowledge, London, Routledge and Kegan Paul.
Engelhardt, T., & A. Caplan, 1987, Scientific controversies, Cambridge University Press.
Feyerabend, P., 1975, Against method, London, New Left Books.
Hull, D., 1988, Science as a Process, Chicago University Press.
Kuhn, T., 1962, The structure of scientific revolutions, Chicago University Press, (2nd ed., 1969). Traducción al castellano, La estructura de las revoluciones científicas, México, Fondo de Cultura Económica, 1971.
Lakatos, I., 1970, “Falsification and the methodology of scientific research programmes”, en Lakatos y Musgrave, 1970.
Lakatos, I., 1971, “History of science and its rational reconstruction”. En Boston studies in the philosophy of Science 8. Editado por R. C. Buck y R. S. Cohen, Dodrecht, Reidel.
Lakatos, I., & A. Musgrave, 1970, Criticism and the growth of knowledge, Cambridge University Press, Traducción al castellano: La crítica y el desarrollo del conocimiento, Barcelona, Grijalbo, 1970.
Latour, B., 1987, Science in action, Milton Keynes, Open University Press.
Laudan, L., 1977, Progress and its problems, University of California Press.
Laudan, L., 1984, Science and values, University of California Press.
Leplin, J., (ed.), 1984, Scientific realism, University of California Press.
Moulines, U., 1979, “¿Qué hacer en la filosofía de la ciencia? Una alternativa en catorce puntos”, Crítica Revista Hispanoamericana de Filosofía, vol. XI, no. 32, agosto de 1979, pp. 51-79.
Moulines, U., 1982, Exploraciones metacientíficas, Madrid, Alianza Editorial.
Moulines, U., W. Balzer & J. Sneed, 1987, An architectonics for science, Dordrecht, Reidel.
Olivé, L., (comp.), 1985, La explicación social del conocimiento, México, UNAM.
Olivé, L., 1988, Conocimiento, sociedad y realidad, México, Fondo de Cultura Económica.
Popper, K., 1934, La lógica de la investigación científica, Madrid, Tecnos (1962), primera edición inglesa, 1958.
Popper, K., 1972, Objective knowledge: an evolutionary approach, Oxford, Clarendon Press.
Shapere, D., 1984, Reason and the search for knowledge, Boston, studies in the Philosophy of Science, volume 78, Dordrecht, Reidel.

Una versión previa de este trabajo se presentó en el Colegio de Investigación de la Coordinación de la Investigación Científica de la UNAM en septiembre de 1989. La presente versión ha sido publicada por Arbor (Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España), en marzo de 1990 y en esta ocasión se reimprime con su autorización.

     
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León Olivé
Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM.

como citar este artículo

     

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