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El ruido en la ciudad de México | ||||||||||||||||||
José Antonio Peralta
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Remotas sociedades ya se habían percatado de que el ruido produce sordera y otro tipo de trastornos: los sibaritas, 600 años antes de nuestra era, prohibían el martillado de metales dentro de sus centros de población. Plinio hacía notar que quienes vivían cerca de las cataratas del Nilo padecían sordera, y la misma reina Isabel I de Inglaterra hizo proclamar ciertas reglamentaciones sobre el ruido, que es un residuo energético o energía degradada.
Los verdaderos males inducidos por el ruido aparecen con la Revolución Industrial. La incorporación de la máquina de vapor y la producción a gran escala en espacios reducidos, provocan que el consumo de energía dentro de las industrias experimente un crecimiento vertiginoso. Como señala H.M. Enzensberger, dentro de las fábricas el aire estaba contaminado por gases tóxicos o explosivos, sustancias carcinógenas y bacterias infecciosas; a ello se sumaba el ruido infernal —sobre todo en las industrias textil y metal-mecánica.
Con todo, aunque la simple experiencia de los trabajadores mostró desde los inicios del despegue industrial que el ruido generaba sordera, sólo hasta 1948 en Estados Unidos, para un caso particular, los tribunales reconocieron por primera vez que la pérdida de la audición merecía compensación. Pasaron 20 años más para que, de manera oficial, en 1968 el Secretario del Trabajo formulara un reglamento que establecía ocho horas de exposición máxima para niveles de ruido de 85 dB (siempre denotaremos con dB el nivel de ruido medido con un sonómetro en la escala A, que es la escala que mejor reproduce la sensibilidad del oído humano). Sin embargo, al poco tiempo la presión de los industriales —quienes veían crecer la posibilidad de desembolsos en compensaciones con esta ley— modificó tal reglamento para que el nivel de ruido subiese a 90 dB, y desde entonces tal reglamentación se ha extendido a casi todos los países, prácticamente sin cambio.
El ruido hizo sus primeros estragos en el ámbito limitado de la industria, pero hoy, con la industrialización y el crecimiento desmedido de las ciudades, la contaminación por ruido ha adquirido un carácter ambiental, de manera que en el trabajo, en la escuela, en los espacios públicos y aun en nuestro hogar siempre estamos asediados por él.
El daño más evidente es la sordera, pero en realidad el espectro de sus consecuencias patológicas es mucho más amplio: interfiere la comunicación oral; el diálogo por encima de los 65 dB ya exige un sobreesfuerzo; induce indiferencia e insensibilidad hacia lo que ocurra en nuestro entorno, y contribuye a consolidar el peculiar aislamiento de los habitantes urbanos. Además perturba el sueño, desde niveles tan bajos como 35 dB; a 70 dB hay un 30% de posibilidades de que la gente despierte, y un 70% de que se presenten alteraciones en sus señales electroencefalográficas; por ello la recuperación física no es completa cuando se duerme con ruido. Desde luego, también produce estrés y todos los males que se derivan de la tensión nerviosa: trastornos circulatorios, alta presión arterial, dilatación pupilar, males gastrointestinales. El ruido afecta la eficiencia en el trabajo, y en particular el desempeño de actividades como la reunión de información y análisis; provoca agresividad, intolerancia hacia los errores de nuestros semejantes. Incluso se ha llegado a afirmar que el ruido provoca una disminución en la libido, y malformaciones en el feto.
El abanico de los perjuicios inducidos por el ruido es amplio, pero la mirada de la ley es miope. Las legislaciones actuales que regulan la exposición al ruido sólo consideran los daños de tipo auditivo, pues los de tipo fisiológico o psicológico ocurren a niveles menores de 90 dB, y por tanto escapan a toda regulación en nuestro país.
Los estudios más sistemáticos sobre niveles de ruido y efectos patológicos se han hecho en el medio industrial. De ahí partiremos, para luego extendernos a otros campos.
Los niveles permisibles
En esencia, México ha adoptado las normas de exposición de la Occupational Safety and Health Autority de Estados Unidos -OSHA- para el caso de que la exposición y el ruido sean de carácter continuo, los máximos tiempos permisibles de exposición a diferentes niveles de ruido son los indicados en la tabla 1.
Como es observable, pese a que se ha comprobado que el ruido genera una gama amplia de daños por debajo de los 90 dB, de acuerdo a esta tabla en rangos por debajo de tal nivel no existe regulación.
Las consideraciones que fundamentan los criterios legales de “niveles de exposición permitidos” son que si bien un trabajador, aun manteniéndose dentro de estos límites de exposición, puede sufrir un cambio en sus umbrales de percepción —ensordecimiento—, tal cambio sólo será de carácter temporal o transitorio, pues recuperará sus niveles normales de audición si luego de su jornada de trabajo goza de descanso, alimentación balanceada y silencio. Este desplazamiento temporal tenderá a volverse permanente si, por ejemplo, entre repetidas exposiciones a ruido no media el tiempo suficiente ni las condiciones adecuadas para que el individuo recupere su sensibilidad normal.
Otra característica notable del proceso de ensordecimiento irreversible que puede sufrir un trabajador, es que la pérdida de sensibilidad aparece usualmente en los 4000 Hz (escotoma de los 4000 Hz) y luego se propaga a las regiones vecinas de frecuencia, y puesto que no aparece en sus estados iniciales en las regiones del habla (300 a 3000 Hz) pasa inadvertida (sordera asintomática). Sólo se nota en fases avanzadas, cuando ya afecta la comunicación oral. Por ello, las audiometrías que se practiquen a individuos expuestos a ruido deben poner especial atención a los niveles de audibilidad a 4000 Hz.
El ruido industrial en México
Casi nada sabemos de lo que ocurre en nuestras fábricas, pero sí es posible sospechar que a menudo la situación ambiental raya en lo inhumano. Las estadísticas del IMSS deberían informarnos de lo que ahí ocurre, ¿pero cómo dar crédito a éstas cuando afirman que en 1993 sólo se presentaron 2 mil 715 casos de sorderas traumáticas? si —como veremos más adelante— de acuerdo a cálculos estadísticos fundados en la incidencia de sordera industrial en países más desarrollados que el nuestro, tal cifra debería ser cuando menos 40 veces mayor, como lo ha señalado la Dra. Gisela Escalante Rebolledo. Pese a la imagen deformada, algo dejan traslucir las estadísticas del IMSS sobre los daños por ruido en la industria nacional.
Según este instituto de salud, el número de empresas con seguros de trabajo en México durante 1993 fue de 683 mil 262, y la cifra de trabajadores bajo seguro de riesgo de trabajo fue de 9 millones 474 mil 873 (DF, regionales y estatales). Las deficiencias del medio ambiente de trabajo —mala iluminación, deficiente ventilación y ruido excesivo— indujeron 49 mil 958 percances de trabajo, correspondiéndoles 39 mil 182 a los hombres y 10 mil 516 a las mujeres. Por otra parte, las tres enfermedades con mayor incidencia en el periodo 1989-1991 fueron: 1) la neumoconiosis, 2) la sordera traumática, y 3) la dermatosis. En 1993 este orden se revirtió y el primer lugar lo tuvieron las enfermedades del oído y la sordera traumática. Así pues, pese a todo las estadísticas oficiales muestran que las enfermedades producidas por el ruido tienen una importancia relativa sumamente alta en el medio industrial.
Disponemos de algunos estudios de caso aislados en los que se vislumbran los perjuicios provocados por el ruido en las fábricas. Así, un estudio hecho en la ciudad de México, cuyo objetivo fue detectar fenómenos de sinergia —potenciación de los daños por la acción combinada de varios contaminantes— en trabajadores expuestos simultáneamente a ruido y disolventes orgánicos, encontró que los niveles de ruido fluctuaban entre los 86 y 106.5 dB. Otra investigación realizada en la ciudad de Monterrey detectó en una fábrica de producción y ensamble de partes plásticas automotrices niveles entre 70 y 100 dB. Finalmente, un amplio estudio efectuado en seis empresas de Chihuahua reportó que la fábrica con menor nivel de ruido presentaba un nivel promedio de 98 dB, mientras en la más ruidosa había 115 db.
Para el caso de la industria de Monterrey, el investigador hace notar que, al comparar una muestra de trabajadores expuestos a niveles mayores de 90 dB con otra de niveles menores, los primeros mostraron mayores índices de tensión arterial sistólica, frecuencia cardiaca, cefalea, presencia de vértigo en horas de labores, alteraciones en el ritmo de sueño, cambios de conducta, y ansiedad o irritabilidad en horas de trabajo.
Son escandalosamente bajas las cifras absolutas que el IMSS ofrece sobre enfermedades inducidas por el ruido, si las comparamos con las que, en el mismo rubro, proporcionan otros países de estadísticas más confiables.
Así, en Estados Unidos —señala la doctora Gisela Escalante Rebolledo— donde “existe mayor control y prevención del ruido, mejor equipo de protección personal, mejores condiciones generales de trabajo y nivel de vida, se considera que el 50-60% de los trabajadores están expuestos a niveles mayores de 85 dB(A)”. Con base en estas cifras, considerando un porcentaje de 40% de trabajadores expuestos a ruidos mayores de 85 dB, y tomando como referencia las tablas de recomendaciones de la International Organization Standarization, para un promedio de exposición de cinco años, la doctora calcula que para 1975 aproximadamente 58 mil trabajadores sufrirían daño acústico. Si aplicamos estos mismos criterios para 1993, con aproximadamente 9 millones de trabajadores registrados en el IMSS, esta cifra debería ascender a 113 mil trabajadores, pero la institución sólo reconoce 2 mil 715 casos.
El ruido urbano
Es imposible saber con precisión si la ciudad de México es la más ruidosa del mundo, pues carecemos de índices objetivos de comparación. No obstante, si tomamos en cuenta la desorganización del sistema de transporte, la cantidad de automotores y la fracción de ellos que son de modelo muy viejo, así como el trazado caótico de las vías de comunicación, en comparación con otras grandes ciudades la nuestra debe de ser sumamente ruidosa.
La principal fuente de ruido urbano son los automotores; si en 1930 circulaban en esta urbe unos 30 mil, hoy, con más de 3 millones transitando por toda la zona metropolitana, el nivel de ruido ambiental promedio con respecto a los años 30 debe haberse incrementado drásticamente.
Se podría decir que el aumento numérico de automotores en circulación es un fenómeno propio de todas las grandes urbes: Nueva York, Tokio, París o Londres. Pero una característica aberrante de nuestra ciudad es que, a diferencia de las mencionadas, las vías para tráfico pesado (tráilers, camiones de carga y de pasajeros, microbuses, etcétera) de alta circulación, invaden con impunidad las llamadas “zonas dormitorio”, contaminando los mismos espacios domésticos.
La ciudad de México es inmensa; su caótico entretejido de unidades habitacionales, calles, avenidas, y líneas de servicios presenta una variedad infinita de situaciones sonoras. ¿Cómo medir el ruido de esta ciudad?, ¿dónde?, ¿a qué horas? En muchas ciudades de Europa y Estados Unidos se han realizado numerosas mediciones del ruido en calles y avenidas, instalando estaciones que registran los niveles sonoros cada determinado periodo y depositan su información en una computadora. Pese a su meticulosidad, a nuestro juicio estas medidas adolecen de una limitante: están asociadas al punto de medición y no expresan en forma directa la exposición a ruido de los individuos que viven en la comunidad o zona que circunda ese punto. Medidas de este estilo pueden correlacionarse bien con aquellos grupos de individuos que desarrollan gran parte de sus rutinas laborales en las grandes avenidas, por ejemplo vendedores de periódicos, trabajadores de negocios situados en tales vías, policías de tránsito, etcétera. Pero dicen poco acerca de la exposición de individuos que viven lejos de esos lugares, o que sólo permanecen en ellas por poco tiempo cada día.
Dada la masificación de los modos de vida en una ciudad, es posible que la rutina particular de un individuo —sobre todo si pertenece a las clases populares— sea compartida en mayor o menor grado por miles o decenas de miles de individuos. Quien midiera la exposición al ruido que sufre aquel cuya rutina diaria es salir de casa, abordar un microbús, usar el metro, abordar otro microbús, etcétera, estaría proporcionando información sobre la exposición que muy probablemente experimentan día a día grandes colectividades. Por ello, proponemos no sólo realizar mediciones de ruido convencionales en puntos específicos de una ciudad, sino medir las exposiciones a ruido asociadas a ciertas rutinas típicas de vida. Es en este tipo de mediciones donde los dosímetros modernos de ruido muestran gran utilidad.
El ruido en las calles
Aunque se han medido los niveles de ruido en las calles, en general las declaraciones oficiales al respecto son confusas y engañosas. En el pasado, un alto funcionario de la entonces subsecretaría de Mejoramiento del Medio Ambiente llegó al extremo de decir que durante su gestión, en tres años —y pese al incremento del número de automotores citadinos— la energía de los automotores disipada en forma de ruido había disminuido en un factor de diez.
Nosotros en 1996 medimos, entre las 12:00 y las 14:00 horas, los niveles de ruido en diferentes avenidas de esta ciudad. Por ejemplo, en una muestra realizada en la calzada Vallejo, que se puede considerar típica, se observó que los niveles de ruido fluctuaron entre 65 y 100 dB, de manera que el 50% del tiempo el ruido de mantiene por encima de los 78 dB, siendo el nivel equivalente igual a 82 dB. Lo mismo ocurrió en todas las avenidas muestreadas: en las colindantes con el aeropuerto el promedio se situó en 80.3 dB, con picos de 105 dB; en la avenida Zaragoza (cruce con Viaducto) fue de 77 dB, mientras que en avenidas del estado de México pero dentro de la zona metropolitana como la de Los Reyes, el promedio fue de 84 dB con máximo de 101 dB.
Medidas asociadas a rutinas de vida
Una típica rutina de exposición a ruido es la de un obrero que vive en Ciudad Nezahualcóyotl, quien aborda un microbús para ir al metro y luego se dirige nuevamente en microbús a la zona industrial de Vallejo, ocupando en su trayecto alrededor de una hora y treinta minutos. ¿Cuál es la historia de esta exposición? Realizando este recorrido a partir de las 8:00 horas, en un día miércoles, encontramos que el nivel equivalente promedio fue de 81 dB, con máximos de hasta 108 dB.
Creemos que rutinas parecidas, como la del trabajador que habita en un suburbio en Cuautepec, y que en microbús se dirige al Metro, para descender en pleno centro de la ciudad, o la de aquel que habita en el Estado de México, en alguna colonia de Ecatepec, y por la vía Morelos se dirige al Metro de Indios Verdes camino al centro o al sur de la ciudad, deben arrojar resultados semejantes.
Lo que este análisis muestra es que, de acuerdo al valor de 90 dB seleccionado como nivel de ruido a partir del cual comienza la exposición riesgosa, el registrado fuera de los ámbitos laborales jamás será contemplado por la legislación oficial, porque en general no supera los 90 dB.
Reflexionemos un poco en los supuestos sobre los que se finca esta ley. En efecto, la fatiga auditiva sufrida por el trabajador dentro de su centro laboral podrá aliviarse si luego del trabajo sale a un espacio silencioso y tranquilo que le permita su recuperación (además con una dieta que, de acuerdo a los especialistas, debe ser particularmente rica en vitamina B). ¿Pero a qué espacio sale el trabajador de esta ciudad?, ¿es posible hablar de silencio y quietud cuando durante cuatro horas está expuesto a un ruido de 80 dB en microbuses, metro o calles en el camino de su casa al trabajo y vicerversa? Evidentemente no; como “entre exposiciones repetidas a ruido no media el tiempo suficiente ni las condiciones adecuadas para que el individuo recupere su sensibilidad auditiva normal... su sordera temporal tenderá a volverse permanente”.
Otras rutinas típicas son las asociadas a los trabajadores del volante: choferes de microbuses y combis, de autobuses y camiones repartidores, taxistas, etcétera. También en 1996 realizamos un muestreo durante una hora, con la ventana del conductor abierta, mientras circulábamos por diferentes avenidas a mitad de semana y entre las 12:00 y las 14:00 horas; encontramos que en prácticamente todas ellas —tal como lo muestra la tabla 2— el nivel de ruido promedio permaneció alrededor de los 80 dB, con fluctuaciones importantes.
De nuevo: formalmente la exposición a ruido de los trabajadores del volante —que en general permanece por debajo de los 90 dB— no merece la consideración de las leyes laborales. Recordemos, sin embargo, que las investigaciones sobre efectos dañinos del ruido han comprobado que incluso en niveles por debajo de los que inducen daños auditivos —menores a 90 dB— el ruido induce estados de agresividad e indiferencia hacia el entorno material y humano. Este hecho, por lo demás, se puede observar revisando nuestras propias experiencias (¿quién no ha vivido la sensación de que las discusiones familiares se exacerban cuando el estéreo o un extractor de jugos funcionan a todo volumen?). Por si fuera poco, se ha comprobado que el ruido disminuye la eficiencia en el trabajo. ¿Hasta qué punto la proverbial agresividad e intolerancia que muestran en general los trabajadores del volante —bocinazos, cerrones, improperios— a quien se les ponga enfrente son inducidos por el ruido en que perpetuamente están sumergidos?, ¿y hasta qué punto el altísimo nivel de accidentes sangrientos que ocurren en las calles debido a percances de tránsito, no son también inducidos por el medio, pudiendo calificarse muy bien de accidentes laborales?
Ruido y diversión
La impresión que se tiene a primera vista (o a “primer oído”) es que los individuos de las clases populares escuchan música a niveles sumamente elevados; se observa que están acostumbrados a alterar el timbre, incrementando exageradamente las bandas graves del espectro sonoro. Una medición particular de una fiesta privada típica en colonias marginales, indicó que los niveles de la música arrojaban un nivel equivalente continuo de 96 dB, con picos de hasta 107 dB. Es cierto que los trabajadores están expuestos a este tipo de niveles porque así se lo imponen las condiciones de trabajo; pero ¿cómo entender que los individuos, en sus momentos de diversión y descanso, se introduzcan en la zona de riesgo patológico? ¿Cómo entender que estos niveles no les causen sensaciones de displacer?, ¿qué ha ocurrido con la forma como perciben sus oídos?
La única explicación es que existe una atrofia en su sentido de la audición, una elevación permanente en sus umbrales de percepción. En odontología, por ejemplo, para no sentir dolor se mata el nervio que porta las señales de dolor; tal vez en el caso de la audición ocurre algo parecido: para defenderse contra el ruido, el aparato auditivo se atrofia hasta el grado de no sentir.
En los centros de máquinas de video, las escenas ingenuas originalmente presentadas cuando tal industria despegaba, no implicaban un trasfondo de ruido intenso; pero hoy han sido sustituidas por otras de la más extrema violencia, asociadas a niveles altísimos de ruido. Un estudio realizado por nosotros en tales centros arrojó un nivel promedio de 90.4 dB, con picos de hasta 100 dB. Otra vez estamos de lleno en el ámbito de los niveles industriales de ruido, esta vez en un centro de diversión.
Pese a esta realidad, los operadores de este tipo particular de empresas carecen de defensas contra el ruido, y tampoco se indica a los usuarios que están en zona de riesgo en cuanto a su salud auditiva; cada vez que el jugador aprieta un botón para disparar una arma virtual contra un enemigo imaginario, a su vez está sufriendo otro tipo de agresión: aquella ejercida por el ruido contra él mismo.
¿Hay soluciones?
Es seguro que el ruido en esta ciudad nos ha convertido en una masa de individuos neurasténicos, agresivos, tensos, fatigados e insensibles, y sobre todo incapaces de ver nuestro propio deterioro provocado por la integración del ruido en un sistema bárbaro de valores de vida urbana.
Si deseamos solucionar el problema, deberemos concentrar nuestra atención en sus fuentes. Tal como ocurre con otros tipos de contaminación, son los automotores la principal fuente de ruido. Como sabemos, el mayor porcentaje de los automotores que circulan en nuestra zona metropolitana son de tipo privado, pero apenas transportan una pequeña fracción de los viajantes urbanos. En cambio, la fracción de automotores dedicados al transporte colectivo, pese a ser pequeña transporta al grueso de quienes recorren a diario nuestra ciudad. Por ello, para solucionar el problema del ruido urbano hay que transformar nuestro sistema de transporte, que si bien produce tasas muy altas de ganancia a la industria automotriz, vuelve un infierno la vida en las calles.
Cambiar tal sistema puede parecer una pretensión utópica, tanto que es difícil imaginar cómo sería la vida con el transporte organizado de otra manera. Sin embargo, hay países en los cuales se ha detenido el crecimiento anárquico de la industria automotriz.
Miremos, por ejemplo, como lo menciona el doctor Rodrigo Delgado, a las ciudades de Dinamarca. Ahí el impuesto en la compra de un auto es de hasta dos veces su valor. Eso desalienta la compra de autos. En cambio, el servicio colectivo de transporte es excelente. Como las calles no están saturadas de automóviles, los daneses recurren mucho a la bicicleta, y así, sin ruido ni esmog, con los espacios públicos dedicados a la gente y no a los automotores, y con el ejercicio cotidiano de andar en bicicleta, la gente goza de buena salud, cuando menos. He ahí un ejemplo concreto de hasta qué punto cambia la vida cuando se detiene la expansión irracional de la industria automotriz.
La vivencia del silencio
Todos los argumentos que podamos esgrimir contra la barbarie sonora en que estamos sumergidos, todos los daños que podamos ennumerar jamás tendrán el poder de convicción que tiene la experiencia vivida en una situación de no ruido. Si pudiésemos experimentar los beneficios del silencio y, más que del silencio, de la vivencia prolongada de los sonidos naturales, palparíamos la magnitud de los daños que el estrépito urbano e industrial nos provoca.
A manera de ilustración, compartimos aquí nuestra propia experiencia cuando realizamos un viaje de una semana a la llamada “Zona del silencio” en el estado de Durango.
En esta zona no ocurre ninguno de los fenómenos misteriosos propagados por una mala literatura de ciencia ficción; no caen aerolitos con alta frecuencia, atraídos por un supuesto campo magnético anormal. Tampoco las plantas ni los animales presentan mutaciones asombrosas, y es falso que las ondas de radio no penetren en esa área.
En rigor, ahí no existe el silencio “puro”, sino los sonidos puramente naturales, pues el tráfico más cercano está a 40 km y ninguna ruta aérea cruza sus cielos. Con eso basta para vivir una de las experiencias vitales más asombrosas y benéficas que el individuo pueda imaginar.
El sonido del viento es dominante; así, a medida que nuestros oídos se desintoxican de los ruidos citadinos y gozan de una etapa de verdadera recuperación de su crónica fatiga, el viento va desplegando su abanico sonoro de cualidades y matices, de tal forma que uno comprende que “el sonido del viento” es plural, pues es uno el que ronda nuestros oídos, otro el que barre las hojas a unos metros de distancia, y claramente diferenciado aquel de fondo, presente como un horizonte sonoro.
Poco a poco comenzamos a disfrutar de una verdadera “orquesta de vientos”; nada obstaculiza el gozo de esos sutiles matices; ni los leves y variados sonidos que de múltiples maneras hacen las hojas al rozarse, al caer, al rodar secas, ni los desplazamientos nerviosos de los pequeños animalillos —codornices, ratones, viborillas— que se escabullen a ras de suelo, o los quejumbrosos aullidos de los coyotes.
Al paso de los días en ese ambiente natural el cuerpo rejuvenece; uno se sorprende de ser aún tan ágil, de caminar o correr sin respiración agitada, de que ya nada duela, de que desparezcan los dolores de la espalda y del cuello, de las articulaciones.
Es un error creer que el deterioro vivido por los habitantes de las ruidosas urbes sólo es explicable por la edad; el desierto, la zona del silencio nos muestra que viviendo de manera diferente nuestras verdaderas fuerzas aparecen. Qué alegría quitar de nuestras espaldas esa sensación de derrota, de íntima resignación a una vida gris que la ciudad nos impone. Cuánta tranquilidad experimentamos al escapar del incendio permanente de la vida urbana, del sacrificio de nuestros sentidos, recuperando el submundo de la comunicación de bajas energías; qué paz entrar en íntima comunicación con los seres de la naturaleza, y hablarnos y oírnos con voz queda, suave, gentil. Reconocemos entonces que no hay necesidad de gritar y fruncir el ceño para hacerse oír y escuchar a los otros. Uno puede hablar y oír sin necesidad de la violencia.
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Referencias bibliográficas
Gómez J.G. 1988. “La sordera, enfermedad de la civilización”, Tribuna Médica Núm. 641, Junio.
Enzensberger H.M. 1976. Contribución a la crítica de la ecología política. Ediciones de la UAP.
Baron R.A. 1980. La tiranía del ruido, Fondo de Cultura Económica.
Criterios de Salud Ambiental: El ruido, ediciones de la Organización Mundial de la Salud.
OSHA-29 cfr. 1910.95.
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Johanson, B. A. 1952. Noise and Hearing Survey in Swedish Iron ore Mines. Jearkontorets Ann.
Reportes de Bioestadística del IMSS; Jefatura de los Servicios de Salud en el Trabajo, forma SUI-55/5.
Notas de curso de la doctora Gisela Escalante Rebolledo (sin publicar).
Aguilar G. y Velázquez M. Lucía M. “Estudios epidemiológicos de los efectos en la vía auditiva de los trabajadores expuestos simultáneamente a sonidos de gran magnitud y disolventes orgánicos”, Tesis en la especialidad de Medicina del Trabajo, IMSS.
Dorsey J. Ángel L. “Efectos del ruido sobre la salud de los trabajadores”. Tesis en la especialidad de Medicina del Trabajo, IMSS.
B. Rodríguez y H. Ríos Vidal, “Condiciones de trabajo que producen trauma acústico”. Nematihuani, ENEP-Zaragoza núm. 8.
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Beranek Leo L. 1966. Noise. Scientific American No. 6.
Rabinowitz J. “Los efectos fisiológicos del ruido”. Mundo Científico Núm. 112, V II.
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José Antonio Peralta
Departamento de Física. Escuela Superior de Física y Matemáticas del Instituto Politécnico Nacional (Becario COFAA).
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como citar este artículo →
Antonio Peralta, José. (1998). El ruido en la ciudad de México. Ciencias 50, abril-junio, 60-66. [En línea]
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