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La extinción de la mujer tortuga. Apuntes sobre el problema del realismo
 
Mauricio Gómez Morin
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Se ilumina el acuario. Ascienden las brujas.
La tortuga comienza su relato.
 
José Emilio Pacheco
   
La asimilación crítica de la realidad debe ir más
allá de rascarse la cabeza.
 
 
Roque Dalton
   
Aterrándonos, un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la realidad. Este escrito intentará apañarlo para aplicarle ciertas técnicas vernáculas de interrogación que me permitan obtener alguna información. Al menos, para tratar de comprender su actual estado esperpéntico. El porqué se ha convertido en espectro conceptual, en ectoplasma que corroe nuestra conciencia. El porqué nuestros más avanzados psicotrópicos y nuestras más sofisticadas tecnologías cibernéticas no han podido conjurarlo. Indagaré también la oscura relación entre este fantasma y la progresiva desaparición de la mujer tortuga. Tengo pistas. El fantasma no actúa solo. Gracias a embrolladas y sutiles pesquisas, sé de una turba; de una Hermandad que lo venera, lo invoca y lo injerta en los retoños de las Verdades Incólumes, de las Mentiras Piadosas, bueno, el porqué aparece hasta en la Hogareña Sopa. Esta chusma es arcaica pero, “ojo al parche”, extraordinariamente levantisca y peligrosa. Los medios terroristas de que se vale han logrado menoscabar los largos años y los enormes esfuerzos que los Hombres de Buena Voluntad han invertido para someter esta amenaza al claustro de los Inequívocos Archivos. Pero no. Estos vándalos pretenden regresarlo a su elemental estado matérico, prosaico.
 
Son muchos y llevan lustros en este fanático afán. Con filantropía se les ha mencionado en las encuestas, se les ha tolerado, se les ha invitado a los concursos televisivos. Pero no, son testarudos, primitivos irredentos y por eso han tenido que  recurrir a métodos más expeditos. Son los culpables de mis alucinaciones. Los principales sospechosos de nuestros Males Necesarios: los comerciales, la polución, las elecciones, los pañales desechables, las colas, el tráfico y el plástico. Bueno, el plástico nos distingue de los animales. Es nuestra aportación a la tabla de los Elementos.
 
Estos noebárbaros, como justamente se les ha llamado, son los responsables del fin de la historia. Tienen espías por todas partes. Me los encuentro siempre a deshoras, acechando sonrientes, implacables en su ignorancia pretendidamente inocente. Cómplices del fantasma, tienen inestimables y valiosos datos sobre la extinción de la mujer tortuga: razón de mis desvaríos. El fantasma, además, es virulento. Si lo sé yo que me atacaba desde niño. Desde aquel día cuando descubrí en la feria a la mujer tortuga. Convertida en eso por desobedecer a sus padres. Sórdida e inquietante decía alimentarse de “insectos y otras alimañas”. Vivía dentro de una reducida pecera con algas de plástico. Explorando conocí a otras especies: la mujer araña, la mujer guillotinada; su cabeza cortada me hablaba desde una charola de Corona, y dígale a nuestro amable público qué es lo que siente: “Siento el cuerpo adormecido”. Me inquietaba no verla sufrir. La veía más bien aburrida. Pero la que me cautivó para siempre fue la mujer tortuga. Se parecía tanto a Vicenta, mi nana. Y la visión me perseguía por los puestos de jokeis, por la rueda de la fortuna hasta las calientitas cobijas de mi cama donde volvía a escucharla: “Me llamo Zoraida, fui desobediente...” Se colaba al intersticio del sueño con sus negros caireles sobre el caparazón, con sus tristes ojos, con el hombre tullido que iba cerrando la cortina de terciopelo guinda para anunciar la próxima tanda: “¡Pásele, pásele! Venga a ver el horrible castigo divino a una mala mujer que desobedeció a sus padres...” La imagen me seducía con sentimientos prohibidos, aún tiempo después me atraía y me repelía cuando pensaba en su espantoso castigo, en su extraña fisonomía, en las horas muertas dentro de la pecera, en mis propios pecados. Es un truco hijo. Gasta tu domingo en otras diversiones; en los carritos locos, en el tiro al blanco o en el volantín, pero no te metas a esos lugares. No son para ti. Además, esas cosas no existen. Son de mentiras. Es una Ilusión Óptica. Las palabras de mi padre no me tranquilizaron. Como era una cuestión vedada debía ser mágica. Mis primos se reían: “No seas menso, güey, es de mentiritas”. Pero también era necio, así es que una tarde nos metimos a la carpa a escondidas y sólo conquistamos una andanada de bastonazos del Tullido. Ya ves, tarugo, es como los trucos de los magos en las fiestas. ¿Y sabes qué, tonto?, nuestros papás son los Reyes Magos, “me confesaron en una cascarita”. Ellos ponen los regalos cuando ya estamos dormidos. Los regalos siguieron llegando; a veces de palo, a veces de cuerda pero la mujer tortuga mantuvo ileso su misterio.
 
De ahí pal real no desaproveché los chances de ir a las ferias. Conocía al pelo sus fechas y lugares. Llegaba ferviente, con una picazón en el alma al escuchar el gangoso sonido de las cornetas Radson que anunciaban la siguiente tanda de la increíble mujer con cuerpo de tortuga. La adicción creció señera e indómita. Se multiplicó en dibujos, grafitis y circos. Es más, empecé a leer por culpa suya. Yo, que me negaba rotundamente a cumplir con la obligatoria tarea de la lectura, impuesta sabiamente por mi padre. En ese entonces Salgari y Julio Verne me eran ajenos debido a la pesada exigencia que mi hermano ayudaba a sortear, soplándose un resumen básico para no merecer el regaño puntual. Mi carnal, en cambio, leía todo. Era su caballito de batalla contra la injusta inmovilidad a la que lo había sometido una enfermedad ósea en las piernas. Se vengaba con una perenne sonrisa generosa y con los libros. Me enseñó a respetarlos cuando, lúcido, preguntaba sobre las azoteas y sus habitantes; a ver si yo llegaba tan lejos como sus lecturas. Supe por él que en los protéicos viajes de los aventureros, los acompañaban fatales mujeres como las sirenas. Le compartí entonces mis secretos junto al territorio ignoto de las bardas y las alcantarillas. Confines donde esas mujeres se movían como tortugas en el agua. Maravillado leía las descripciones intrépidas, ganosas y desconfiadas de los escritores piratas. No así las de los que escribían como zoólogo forense, descuartizando con realismo mágico a las ninfas. Me llevé muchos sinsabores en esa época. Las mujeres de carne y hueso no me creían auténtico cuando intentaba comprobar si bajo sus faldas tenían escamas o caspachos. Dolorosamente comprendí que tenían razón a su manera. Ya las primas, “en honor al dicho”, me lo habían mostrado: hay diferencias saludables y desconcertantes, pero tu maniática búsqueda de la mujer tortuga es exasperante por no decir estúpida.
 
Regresé a las ferias desbordado. Imperceptible pero inexorablemente dejé de oír las voceadas para la función, no encontraba la carpa por ningún lado; nadie sabía nada. Frenético, comprendí que la mujer tortuga había desaparecido. Mientras hacía figuras de sirenas sobre la plancha de su carrito, el hombre de los jokeis fue el único que me contestó sin sorna: se están acabando, joven, como los boleros. “Pero, ¡no la friegue! ¡Cómo va a ser!” Pos sí, todavía hay público, la gente es morbosa, como usté, pero dejan más lana las maquinitas... Le digo, en serio, ya no la busque. Se están acabando... Me comuniqué desesperado a la Comisión para la Preservación de la Polilla Soberana, a ver si sabían algo. No tenemos conocimiento de tal especie, “me dijeron”, pero saqué fotos, entrevistas y una investigación precisa. Metí luego un proyecto para tratar de obtener una beca del Congreso Nacional para la Culturas y las Artes, que me permitiera financiar la búsqueda: “Indagación apremiante de la mujer tortuga y otras especies ópticas en extinción”. Polillas encontré muchísimas por todos lados, de la mujer tortuga sólo algunos testimonios de tartamudos dados a la banqueta, al verso libre, a la teporocha que no alcanzaban siquiera la categoría de informantes informales. En la Comisión de la Polilla pusieron cara de tonto que perdió el vuelto diciendo que mi caso no constituía un problema ecológico pertinente. Ni modo, las circuntancias me obligaron a empinar obtusamente el codo. En un reventón me encontré a un lejano conocido que trabajaba como asesor en la Oficina de Mentores para Artistas Neomexicanos del mentado Consejo. Ni en un elevador descompuesto me hubiera saludado, pero esa noche se acercó con una confianza inusitada y espetó: “Oye, de tu propuesta para la beca, olvídate, mano”. Cuando el H. Jurado la leyó, dictaminaron que era demasiado incongruente para ser imaginativa; en pocas y sucintas palabras, que se trataba de una tomada de pelo y la archivaron en el triturador de papeles. “Ahora que, aquí entre nos, te confieso que tu idea es interesante. Mal formulada pero exitantemente primitiva. Mira, yo, en realidad, soy escritor, pero tú sabes, hay que vivir de algo, ¿no? Te podría ayudar a reescribirla con un discurso y una dimensión, digamos, más poética... ¿Cómo la ves?” Acicateado en el ego y alumbrado por los fulgores etílicos, estuve a punto de liarme a golpes con el tipo si no es por la intervención acomedida de los amigos presentes que me arrastraron a la puerta de salida: ¡Sátrapa posmoderno!, “le alcancé a gritar”. ¡Panfletario reprimido y pendejo!, “me contestó el imbécil”. Descansa, “me aconsejaron los cuates al subirme a un taxi”. Mañana todo será distinto y verás que este kulei es sólo un mediocre con escritorio. Pero eso sí, hijo, esas obsesiones ya te andan pisando los talones. Suavellana. Es tu inmadurez crónica, “me decía otra novia en huida”.
 
Herido y decepcionado terminé la prepa en un arrebato de once extraordinarios al hilo y decidí largarme de la Comarca. Gracias a la habitual solidaridad de mi abuela pude realizar un viaje a la Meca existencial de todo puberto, vástago malcriado de familia sanangelina: Europa, parte oeste. Lugar mítico donde yo suponía, por tradición y oídas, que mis cuitas serían sanadas y mis dudas despejadas. Como era de esperarse, esto sólo ocurrió a medias y de manera un tanto violenta: salí deportado del Rancio Continente con el dezasonado recuerdo de sirenas en escaparate. En mi condición de proscrito salvaje carapálida regresé en un avión repleto de escoceses en pos de sílfides acapulqueñas. No acababa de abrochar el cinturón para aterrizar cuando me convencí de estudiar antropología. “Ahí está la neta”, y empeñosamente terminé con diez el propedéutico. Sin embargo, mis arduas lecturas de El capital, libro de texto obligatorio, no me ayudaron a contestar la pregunta que un maestro había toreado con chicuelinas: ¿usted define a la mujer tortuga latinoamericana como subdesarrollada porque no se desarrolla como la europea? Es cuestión histórica, más bien histriónica, “me respondió sarcástico”. A pesar de las burlas me inscribí en la carrera de Historia en la histórica Facultad de Filosofía y Letras. Asistía puntual a las clases, leía, redactaba, preguntaba y aterrizaba en el aeropuerto como buen ceceachero. Otro chasco: los Criterios de Verdad en la Historia son los Legajos, los testimonios escritos de los protagonistas y espectadores predilectos. Claro, la Historia también es la Acción; los Inolvidables Hechos consignados en anales y pergaminos. Oiga maestro, “me atreví a preguntar”, pero si el actor histórico es iletrado, ¿cómo consigna entonces su presencia?, “pensando que la mujer tortuga no podía ser alfabeta”. “No se preocupe, jovencito, para esos casos inesperados contamos con la herramienta de la Historia oral.” ¿Oral, anales?, “me sonaban chistosas las palabrejas”. Pero he de subrayar, “aclaró el maestro”, que esta herramienta metodológica es incipiente y laxa, subjetiva y fortuita por lo que no podemos considerarla confiable, verosímil, en virtud de la aleatoriedad permanente que la aqueja. Sus resultados carecen de la indispensable perspectiva analítica y objetiva del Tiempo. En todo y último caso son testimonios prescindibles, pues no poseen el certificado de Verdad y Realidad que nos exige la cientificidad histórica. ¿Está claro, muchacho?
 
No. No estaba claro. ¿Cómo era posible que la realidad de la mujer tortuga fuera inverosímil; o su verdad irreal? Me cambié a la otra banqueta. En los seminarios de Materialismo algo inteligí sobre las causas y efectos, condiciones y determinaciones, mediaciones y traspasos de la susodicha realidad como objeto de estudio y como escenario. Entendí un poco sobre su carácter mudancero y sobre la lucha no tan libre de los contrarios, donde la Verdad se extinguía a manos del odioso Idealismo, apología de la Fase Superior de la esquizofrenia, llamada ahí Imperialismo. Régimen histórico, sobre todo mental, poblado por inmundos engrendros bautizados como Los Opresores. Según quedaba asentado en las cátedras, estos engendros eran los que extinguían la Realidad y los que escribían mentirosos testimonios. Por el contrario, la especie en vías de extinción llamada ahí Los Oprimidos, con los que yo concluyentemente situaba a la mujer tortuga, eran en verdad los que hacían la Historia. Pero también quedaba claro que por su exigua condición, eran analfabetas y por lo mismo no podía dejar pruebas letradas e irrefutables de su existencia. Correcto, “pensé yo e inquirí”, disculpe profesor, ¿cómo se puede materializar y redimir a estos seres en extinción que no dejan testimonios textuales de su acontecer porque a los  Depredadores de la Fase Superior, entre otras cosas, no les conviene? Pongámos por ejemplo a las sirenas, de las que contamos con testimonios gráficos y musicales; o a las mujeres tortuga, que cuentan con testigos oculares. Condescendiente, el maestro me respondió que mis ejemplos ilustraban la resultante de particulares condiciones históricas, explicables al atender, con sumo cuidado, el atraso endémico, el peculiar sincretismo y la sobreideologización opiómana de las formaciones sociales premodernas, animistas, en exceso rurales, semifeudales, superexplotadas y/o cuadradas en el modo de producción asiático. En resumen, que eran frutos bizarros de un desarrollo desigual y combinado en sociedades donde no se habían respetado las Leyes del Devenir Dialéctico, como se puntualiza en el Manual. Formaciones donde se entremezclaban, de manera compleja, estructuras, ideologías y momentos históricos antagónicos.
 
Supersticiones de Culturas Subalternas que habían saltado etapas caprichosamente y amasijaban realidades de modo contradictorio. San Karlitos, Patrono al que le colgamos toda clase de milagritos, había propuesto por ahí, “en un versículo ignorado por los Infalibles”, un remedio para aliviar los males de estas pintorescas civilizaciones: el puritano espíritu emprendedor de los Depredadores llegados al norte de estas tierras. A esto se le nombra Colonialismo, “enfatizó”, y es otro Mal Necesario.
 
Estaba ofuscado pero me aferré a estas tesis que explicaban mis obsesiones como efectos colaterales del origen de clase. Se trataba de cambiar la realidad, no de explicarla, menos aún de enrarecerla. Supuse que esto significaba algo más que los reportes de lectura y entré a unos cursos que la Universidad no reconocía oficialmente: Boteo, Secuestro Pacífico de Camiones, Círculo de Estudios, Pintas Nocturnas y Nuevas Canciones donde se aprendía la dura asignatura de la Realidad Inmediata. Todo iba normal hasta que la noche de un quince de septiembre fui con unos amigos a celebrar El Grito a Coyoacán. Aullido de dependencia, “dijo alguien ingeniosamente”. Discutiendo el Origen de la Familia a la luz de los castillos de cuetes, vi los focos intermitentes de una marquesina maltrecha que anunciaba el espectáculo de “El Increíble Hombre Eléctrico”. ¡Vámos a verlo!, “les sugerí”. Chaaále, ya tienes pelos en la lengua. Pero vamos a cotorrearla un round, “me dijeron displiscentemente”. Algo extraño sucedió. Pagamos las entradas y nos metimos a la carpa por una escalera escheriana. Viejos recuerdos rebotaban dentro como queriendo pelear. Estaba bien oscuro y sólo se escuchaban las risitas nerviosas del público arremolinado. Sin previo aviso, nos sorprendió la figura de un hombre electrocutado echando chispas. Se movía peligrosamente hacia donde estábamos parados. No había pa’ dónde hacerse. Entre los gritos y empujones una mano, como de neón, se acercó velozmente y tomó la mía. Sentí el calambre de los toques en Garibaldi. Al instante me iluminé y miré azorado la serpiente de luz que brotaba de los cuerpos sangoloteándose sin ton ni son dentro de la carpa. El desorden amainó cuando una silueta descorrió las cortinas: lo reconocí de inmediato. Se trataba del Tullido que, años atrás, vi trabajando en la función de la mujer tortuga. Entre la vejez y el estupor sintió mi vista clavada y de soslayo me miró antes de desaparecer tras ¡una pecera! Se me vinieron encima los tequilas y el tumulto de la gente. ¿Qué te pasa? Te ves de la chingada, “me dijo una amiga”. Ven, vamos a comer algo. Un pozole te rescata. Camino al puesto de garnachas cruzamos la plaza alfombrada de botellas y confeti mientras unos cabrones afinaban su puntería con huevos de harina, sobre la humanidad de unos Voladores que aterrizaban de cabeza. Al tocar tierra los Matachines se dejaron ir sobre sus agresores y se armó la trifulca. ¡Qué Hojaldras! ¡Ojalá les den en su madre!, “les gritó mi amiga”. Pero raudos llegaron los tiras arremetiendo contra todos. Entre la muchedumbre vi volar macanzos y penachos. La náusea creció para disipar el poco apetito que traía. Mejor ya le llego, “les balbucié a mis cuates”, y me desprendí del grupo a paso de gallogallina rumbo a mi carro. Pero mis pies se rebelaron enfilando hacia la carpa de “El Hombre Eléctrico”. Encontré a Tullido colocando las últimas tapas metálicas. Buenas, “lo saludé a oscuras”. Bueenas, “me contestó lacónico”. Usted me conoce, ¿se acuerda? Nooo, ¿o qué? Ya pagamos lo del derecho de piso. Perdóneme, “le dije”, pero sí nos conocemos. De chiquillo a usted lo vi trabajando en la función de la mujer tortuga. Hasta me persiguió un día ¿No se acuerda? Sí que me acuerdo. Trabajé muchos años en ese espectáculo, pero ¿eso qué? ¿Qué se le perdió? De eso ya llovió... No señor, no se moleste. Namás quería saber qué paso con ella, digo, con la mujer tortuga. Guardó silencio un rato buscando algo entre su raído saco de pana. Al fin sacó una pachita de Don Pedro. ¿Gusta? “me invitó”. Nomás un trago, “le dije emboquillando la botella”. Sonrió al ver cómo me regañaba el aguardiente, arrimó dos huacales y me invitó a sentarme. Se salió del huacal, “habló de improviso”. Ya no quería vivir fuera de la pecera. Se llamaba Margarita y era huérfana. La abandonaron en un circo, “El Gran Fénix”, y ahí se crió la escuincla entre trapecistas, enanos y elefantes. Como a los quince años se arrejuntó con un Ilusionista, de esos que aparecen palomas y predicen el futuro. ¡Cómo la tundió! Después de recorrer todo el Bajío acabaron trabajando en la Alameda los fines de semana. Páseme la tella paque no se caliente... Muchos años anduvieron en eso. Ya tenía su público y buena ganancia con el espectáculo ése del Maestro Vidente. Me cae que ella sí le adivinaba. Tanta chamba que a la pobre le daban unos dolorones de cabeza. Ni con los tés que yo le traía del mercado Sonora se aliviaba... Fue entonces cuando yo la conocí porque trabajaba de fotógrafo ambulante en la Alameda. Les saqué sus fotos de estudio... “El hombre calló”. Oteaba fijamente la luz mercurial de las nubes. Es noche, “le dije preocupado”, tengo que irme. Esto no es Don Pedro. Es licor de breva chamaco, que preparo yo mismo. Acompáñame, ya te mosqueaste todito pero, pss, tú pusiste el dedo en la llaga. Ora te aguantas... El pinchi Vidente la dejó por una prieta oxigenada con la que puso un chou por la Obrera. La Márgara ya está bien lucas, dice, ahí se la traspaso ruco. Cuídela, dice. La muchacha me ayudó un rato con los retratos pero las chingás camaritas polaroi le ganaron a las de madera. Eran más rápidas y a color, pss, ya me lo había sentenciado un argentino, que también chambeaba en la Alameda sacando fotos y vendiendo libros. Traiba su negocito, porque además padroteaba morras con un cubano. No les iba mal, así es que se me ocurrió ofrecerle a la Margarita. ¿Qué le iba a hacer? No ganaba ni para un taco... El canijo aquél me había dado su dirección, allá por la Guerrero. Era la casa de un impresor. Hacía unos cuadernitos bien cábulas, llenos de monstruos y calacas. Pero del argentino y el cubano, ni máiz, se habían pirado. Cuando vi los dibujos esos que le digo, me acordé de un sobrino mío de Dolores que regentiaba un circo de animales fenómeno; ya sabe, víboras de dos cabezas, gallinas con chichis, chivos de tres cuernos, y pensé que a lo mejor nos podía dar trabajo. ¡Posada!, “pensé en voz alta” ¿Queé?, “replicó el viejo”. Noo, nada, “le dije bostezando”. Creo que ya es hora de irme. El ruco estaba ido... Después de chambear sin mucha fortuna con mi sobrino, como yo le sabía a los trucos de espejos, pusimos el espectáculo de Óptica Moderna con la Márgara de mujer tortuga... ¡Híjole! Cuando se la llevaron al hospital ese de Ixtapaluca, ni los enfermeros que estaban bien tronados le pudieron quitar el caparazón. Pobrecita, sin ella se me acabó el jale y tuve que andar deambulando por las ferias, truequiando toritos de yeso, marranos, venusdemilo. Hasta que me topé con mi compadre que le sabía a eso de la electricidat... ¡Entonces! ¡Qué había pasado con ella!, “lo sacudí ansiosamente”. Pero el hombre se había quedado profundamente dormido sobre un gran trozo de hielo para la cervecería. Me incorporé con dificultad sintiendo el efecto del brebaje en las rodillas. Los mezcales se instalan ahí, “me había prevenido Orlando, un amigo de Tlapa”. Me fuí a dormir con el ánimo revoloteando cual palomilla alrededor de un foco.
 
Con la Cruda Realidad a cuestas regresé a la Facultad para reclamar, por último, cómo era posible que si las predicciones de San Karlitos se habían cumplido con excesiva exactitud, tuviéramos a nuestras taras históricas maniatadas con camisa de fuerza y hacíamos poco o nada por soltarlas. Está usted seriamente contagiado de la enfermedad infantil del izquierdismo, “me diagnosticó el maestro”. Aunque los Patriarcas recomendaron sanamente la práctica del Soñar, usted la ha llevado a extremos francamente revisionistas. Espero que se cure pero sinceramente lo dudo mucho.
 
En cierto sentido tuvo razón. Dejé la academia y me pasaba horas enteras observando cómo nacían los “dientes de león” en las grietas del asfalto, y cómo se despedazaban bajo las llantas los paisajes cóncavos de los charcos. Mi madre lloraba la penitencia de un hijo mariguano y yo creía atisbar el rostro de la mujer tortuga en las arrugas del Tío Híkuri. Extraoficialmente formé parte de la secta del Chamuco Tiznado. Esa mujer se configuraba como mi personal viaje a Ixtlán; al imposible retorno de la conciencia. No pude encontrar a la mujer tortuga en mi peregrinar por los Paraísos Artificiales, pero regresé con la sospecha de su certeza, con el anhelo que su ausencia despertaba. No, no había perdido en el lindero de las complacientes tautologías sino en el flogisto de la misma Realidad. Me convertí entonces al realismo, cambiando de vehículos, o más bien, retomando aquellos que abandoné en la infancia dentro de una caja de crayolas: los garabatos. Si la mujer tortuga era una Ilusión Óptica de la que la Realidad se nutría para no extinguirse, debía forjarme como hacedor de Ilusiones Ópticas. Si la mujer tortuga se extinguía en la Realidad y ésta misma estaba siendo exterminada, los motivos y los culpables debían ser los mismos. Si la mujer tortuga y la Realidad perecían juntas a manos de la irracionalidad, había que ser un realista radical frente a los simulacros y un ficticio acérrimo frente a los simulacros y un ficticio acérrimo frente a los absolutos. Comprendí que en la delgada raya acuática marcada entre la verdad y la mentira, la mujer tortuga sucumbía heróicamente en su solitaria batalla contra los Hologramas, heraldos de la Realidad Virtual. Nueva máscara made in Taiwan bajo la que el vetusto Fetiche Mercantil ocultaba su proyecto de irrealidad por excelencia: el exterminio de todo, salvo los bienes raíces.
 
Apaches ya extintos lo habían predicho como último gesto de nobleza a nuestra cartesiana voracidad: si no somos dueños de la frescura del aire y el centello del agua ¿cómo puedes comprarlos? Para el hombre blanco la tierra no es su hermana sino su enemiga. Su apetito devorará a la tierra dejando tras de sí sólo un desierto. Algunas telarañas se corrieron y pude ver cómo avanzaba el Gran Páramo. Allá con dentelladas contundentes. Acullá con sutiles carcomas y erosiones. Tan veloz que daba la impresión de moverse con enorme lentitud, en la que mis ojos pusilánimes se habían regodeado. Me sintí cómplice por todos esos años regando flores de plástico, o como escribía el poeta Brecht: parecido a los pintores que cubren de naturalezas muertas las paredes de barcos zozobrantes. No había tiempo que perder. Abandoné los bodegones náuticos, “de caballete”; sentenciaban los Patriarcas: con ellos no derribarás a Goliat. Cambié los linos por los ladrillos. El Gran desierto está repleto de ellos. Y para no volver a perder el tino me enfrasqué furibundamente en pintar los signos y colores de la Realidad Emergente por la que peleábamos. Ingresé triunfal al Ejército de los Nuevos Rupestres. Eramos poco “y seremos más” gritábamos en las escaramuzas contra los custodios del Orden Virtual. Sin embargo, cuando recordaba los bodegones pintados en la soledad del barco, percibía nítidamente el aroma salado de la mujer tortuga. Es un espejismo que la cicatriz de la Bestia ha dejado en ti, “me decían al oído”. Es el canto de las sirenas que habitan el Laberinto de la Forma y el Contenido. ¡Pero no, no es posible que ellas me traicionen de esta manera!, “alcancé a replicar tímidamente”. ¡Olvídalas! Es la secuela de tus anteriores vicios. ¡Síguenos! No hay más ruta que la nuestra. Y bajo los clamores de esta consigna enterré mis dudas y el sentimiento de infidelidad que me rondaba. Las reyertas personales no tenían cabida y las fui olvidando poco a poco en las Interminables Asambleas, en los Urgidos Manifiestos y en las Tareas Impostergables.
 
Al fin el fantasma de la Realidad parecía encarnarse en algo compacto y dócil. El Realismo se desplegaba como una vocación cobijada. Todo se aclaraba prístinamente en los certeros trazos de luz y sombra con los que profanábamos los muros del Gran Yermo. Ni un ápice le dejábamos a los matices vacilantes y a los claroscuros indecisos por donde pudiera colarse la Duda Insomne, hermana gemela de la Claudicación sin Nombre. A estas alturas del partido me desplazaba tan rápido como el desierto. Por méritos en campaña había ganado el privilegio de moverme en la realidad sobre el Tren de la Vanguardia. La cosa fue así: una mañana después de una guardia huelguística, me desayunaba una torta de tamal con atole cuando oí el silbatazo de un ferrocarril. Llegó al cruce con la calle donde estaba el puesto y se detuvo el tiempo justo para no atropellar una fila de párvulos y para permitir que me trepara, a invitación expresa de los pasajeros que vehementes me recibieron con la frase de “la Historia no espera”. El Tren de la Vanguardia era modesto pero cómodo. Yo viajaba en tercera clase intelectual. Recorrimos largos trechos cruzando toda clase de parajes silvestres por los que no se notaban aún las garras de Moloc. Tiempo dedicado al estudio y a la discusión sobre las mejores tácticas para vencer o morir; y las mejores estrategias de levadura para la masa. Preceptos que propagábamos a nuestro paso en forma de mariposas de papel, llamadas “volantes” por nosotros y “libelos” por los enemigos. Conocí todos los recovecos del Tren salvo el cuarto de máquinas, reservado a los más puros: los conductores. Una noche, arrullado por el vaivén, soñaba plácidamente en mi litera: me encontraba viajando en un jeep militar, vestido de verde olivo y con un extraño fusil entre las manos parecido a un mazo. Íbamos varios en el jeep. A mi lado estaba sentada una mujer combatiente a la que no podía distinguir con claridad. Atravesábamos una tupida selva dando tumbos por una sinuosa terracería que nos llevó hasta el portón de una gran finca. La espesa maleza que salía por ventanas y puertas atestiguaba un largo abandono. El jeep se detuvo y todos saltaron fuera corriendo sigilosamente hacia la hacienda. Yo me quedaba parado, pues sabía y no sabía lo que estaba haciendo ahí, como suele pasar en los sueños. La mujer verdeolivo gesticulaba indignada a mi lado. Su cara me recordaba a las hormigas. No lograba entender lo que decía, pero de pronto descubrí que ya no traía el fusil en las manos sino una enorme brocha con pintura seca. Al oír el estruendo de una refriega corrí sin rumbo, angustiado por mi desamparo. En la carrera llegué a un paradisiaco jardín poblado por helechos gigantes y pavorreales en donde había una gran alberca de mármol, cubierta de hojas secas, lirios y lama. Al otro lado de la alberca aparecieron mujeres desnudas que gritando mi nombre se tiraban al agua. Sin pensarlo dos veces me echaba un clavado, pero al entrar no sentía el agua fría sino el cálido contacto de cuerpos femeninos que me rozaban, me tocaban, se restregaban y me apachurraban entre sí. El placer era excelso pero no podía retener a ninguna entre mis brazos. Finalmente lograba prender el talle de una con la que me enlazaba en un estrecho abrazo. Su piel era exquisitamente suave pero súbitamente se transformó en algo rugoso, áspero y veía con horror que en realidad abrazaba el caparazón de una caguama que aleteaba con fuerza para desprenderse de mí. Desperté sobresaltado y sudoroso. Me incorporé de la litera para tratar de ahuyentar la pesadilla. Era el alba. A punto de tranquilizarme me atrapó un nuevo sobresalto: el Tren no se movía. Intenté despertar a mis compañeros pero dormían a pierna suelta. Decidí entonces recorrer por mi cuenta los vagones que me separaban de la locomotora. Sabía que estaba violando una prohibición tácita, pero tenía que investigar por qué nos habíamos detenido. Algo en el interior me lo exigía. Para mi sorpresa no encontré ni maquinista, ni leña, ni caldera. ¿El Tren se había movido por inercia? Exaltado regresé al  pullman de tercera para comunicar el hallazgo a los compas y urgirlos a investigar qué rayos estaba sucediendo. Sin abrir los ojos me escucharon perezosamente. Me animé a bajar solo, pero cuando intenté abrir la puerta del vagón me detuvieron intempestivamente. ¡Estás loco! ¡Es peligroso bajarse de un tren en movimiento! Además, estábamos en despoblado y si abres podrían meterse los enemigos. Cálmate. Tuviste una pesadilla. Regresa a tu lugar y descansa un rato. El Tren sí se mueve, me decían señalando el paisaje que se escurría suavemente tras la ventanilla.
 
Volví a mi asiento pero la duda mordía sin piedad. A pesar del paisaje en tránsito seguía sin sentir movimiento alguno en el ferrocarril. A hurtadillas logré salir por un respiradero. El techo del Tren me recordó las azoteas y sentí la punzada de una cacatriz. E pur no nos movíamos. Descubrí un singular artefacto adosado a las paredes laterales del Tren que cubría por completo las ventanillas. Se parecía al mecanismo utilizado en las viejas películas mudas para crear la ilusión de movimiento: un motor ajustado artesanalmente a dos grandes carretes, como de rollo fotográfico, hacía girar una banda sinfín sobre la que estaban pintados bellos y cambiantes paisajes, rodando infinitamente frente a las ventanas. Descubrí también que todo el Tren era de utilería y una aparatosa máquina con émbolos excéntricos cuya función consistía, al parecer, en simular los bandazos de una máquina en marcha. Remendada por todos lados se había roto por el uso indiscriminado. Lo único real eran las vías, el desierto y el azoro: mis dibujos de viaje formaban parte de la escenografía móvil.
 
¿Qué hacer? Me sentí perdido y regresé al vagón. Nadie notó mi ausencia. Adentro continuaba el ambiente de camaradería inherente a los viajeros de largas jornadas. Por cobardía o por incapacidad guardé silencio. No me atreví a desafiar su coartada. No me atreví a deshacer su confianza. Por otro lado la meta de la que tanto hablábamos, “La Estación Terminal” era justa y verdadera. Cabía la posibilidad de mi locura. ¿Por qué si la Meta era neta nos dirigíamos a ella en un tren de utilería? ¿Por qué los demás no se daban cuenta? A lo mejor sí eran mis daños mentales irreversibles. Seguí en el Tren sobre la fantasmagórica ruta única. Subrepticiamente se colaban noticias de viajeros que de insospechadas formas sí caminaban. Prevenían en sus mensajes sobre los viajes falsos; sobre los trenes de cartón rigurosamente vigilados; sobre las rutas que desdeñaban las veredas azoradas. Me interesé vivamente por esos viajeros que sembraban de señales el desierto. Pregunté por ellos y obtuve respuestas vagas, disertaciones, ignorancias. Hasta que un día supe de la muerte de uno a manos de sus propios compañeros de viaje. Por alta traición poética, “me informaron”. En el fondo era un colaboracionista, “decían entre dientes”. Y supe del autosilencio en aras de las Gran Verdad, como también se nombraba a “La Estación Terminal”. La piedad, “escribió ese poeta asesinado”, es también otra forma de la crueldad.
 
Sin dudas piadosas salí del Tren y pude ver a mucha gente caminando, a pie, a caballo, en bicicleta, en grupos, solos, en parejas, niños, viejos. Ondeando papalotes de carrizo. ¡Mírenlos!, “les grite a los del Tren”, ¡ellos sí se mueven! Desorientadamente, “me contestaron”, y no hacia “La Estación Terminal”. Son como cangrejos. Están extraviados y necesitan una luz, un guía. Ellos empujarán el Tren si les muestras imágenes de los destellos que allá, tras lomita, emite la Gran Verdad. Pero yo ya sólo veía los destellos que millones de televisores encendidos proyectaban sobre La Pared. Una banda de músicos colocó grandes bocinas. Eran como otros ladrillos. En el ocaso del horizonte observé cómo las vías del Tren se doblaban integrándose a La Pared en una retorcida curva de boomerang.
 
Sin grandes aspavientos abandoné el Tren. Me despedí con una pinta sobre el vagón de tercera que reazaba ESTO NO ES UN TREN, como modesto homenaje a un cuadro del viejo Magritte donde al calce de una elegante pipa pintada estaba escrito  CE N’EST PAS UN PIPE. No me atreví inmediatamente a horadar la tierra y caminé algún tiempo por la vías tratando de conservar el equilibrio. Al salir de un largo túnel me topé con  un letrero que anunciaba la próxima estación. Como en las películas de vaqueros rechinaba lastimosamente al viento y entre la herrumbre que lo cubría se podía leer aún: Realismo y Anexas. Última Parada. Encima alguien escribió con esprei SEAMOS REALISTAS. EXIJAMOS LO IMPOSIBLE. Cuando di el primer paso terrenal escuché un lejano y entrecortado rumor. Conforme me fui acercando se aclaró. Con el corazón ameritado en la sombra, sonreí ampliamente al reconocer el inconfundible zumbido gangoso de las viejas bocinas “Radson” que anunciaban la siguiente tanda de la tarde para ver el horrorosísimo cuerpo de la horrorosísima mujer, convertida en tortuga por desobedecer a sus horrorosísimos padres.
 
Doy fe.Chivi54
 
Mauricio Gómez Morin
Ilustrador, pintor y grabador. Actualmente coordina la ilustración de libros infantiles en el
Fondo de Cultura Económica.
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como citar este artículo

Gómez Morin, Mauricio. (1999). La extinción de la mujer tortuga. Apuntes sobre el problema del realismo. Ciencias 54, abril-junio, 60-67. [En línea]
 
 

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