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La demencia vacuna cuando los priones nos alcancen
 
Samuel Ponce de León R. y Antonio Lazcano Araujo
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En 1996, cuando se iniciaba la epidemia de encefalopatía espongiforme bovina en Inglaterra, y se comenzaba a saber de los primeros casos del mal y su equivalente en los humanos, (el mal de Creutzfeldt-Jakob variante), publicamos un pequeño ensayo titulado La demencia vacuna. En esos momentos la noticia era recibida por el mundo entero con una mezcla de preocupación y escepticismo, que incluso alcanzó el mundo de la moda y la decoración de interiores. Después de casi seis años, el balance no puede ser más desolador: han fallecido más de cien personas en Europa y se ignora cuántas más estén infectadas; todavía continúa el debate sobre la naturaleza misma del agente infeccioso; se sabe que la enfermedad ya se presentó en Japón y, aunque hay un par de reportes científicos esperanzadores, no se conoce remedio alguno contra ella.
 
El desastre económico para la Comunidad Europea, al que se sumó recientemente una epidemia repentina de fiebre aftosa, se calcula en siete millones de reses sacrificadas, lo que implica un costo multimillonario para la industria ganadera. La mayor parte de las muertes humanas causadas por esta enfermedad están concentradas en la Gran Bretaña, aunque se sabe de algunas personas fallecidas en Francia. Actualmente, podemos estar seguros no sólo de que estas cifras aumentarán, sino que también veremos pronto a pacientes afectados por esta enfermedad en muchos otros países europeos y, tarde o temprano, en otros continentes; incluyendo al nuestro.
 
Las encefalopatías del ganado
 
Las enfermedades del sistema nervioso en los animales, similares al mal de las “vacas locas”, no son ninguna novedad. Como escribió recientemente Maxime Schwartz, antiguo director del Instituto Pasteur de París, algunas de ellas fueron descritas desde el siglo xviii, durante el reinado de Luis xv. Sin duda alguna, la mejor estudiada es la llamada Scrapie, que se encuentra entre las ovejas. Se conoce, además, la encefalopatía de los felinos y del visón, que, junto con el síndrome de desgaste en alces y venados, ha sido descrita desde hace muchos años en los Estados Unidos y Canadá. A esta lista se agregó en 1986 la encefalopatía espongiforme bovina, que tuvo una rápida diseminación en los hatos de ganado vacuno inglés; probablemente como resultado de la contaminación del pienso, al cual desde hace muchos años se le agregaban proteínas de origen animal, incluyendo restos de ovejas enfermas. El problema surgió al alimentar a herbívoros con restos de otros animales, volviéndolos carnívoros (de hecho, caníbales). Esto permitió el paso del prión de ovejas a vacunos, posiblemente unido a una mutación del prión vacuno, diseminado como resultado del mismo proceso de enriquecimiento del pienso.
 
Ante la rápida evolución de la epidemia vacuna, en 1988 el gobierno británico prohibió el uso de restos animales en la producción de alimentos para el ganado, y se inició la matanza de aquellas reses que pudieran estar infectadas. A partir de 1992, estas medidas permitieron disminuir los casos de vacas infectadas en la Gran Bretaña, a pesar de lo cual se calcula que se enfermaron más de doscientas mil reses y fue necesario el sacrificio de 4.5 millones de cabezas de ganado asintomático. La publicidad hecha en torno a este problema provocó, como era previsible, que muchos países europeos prohibieran la importación de ganado y productos cárnicos ingleses (de nada sirvieron los uniformes de los beef-eaters de la Torre de Londres). Sin embargo, a pesar de su carácter flemático, hasta los propios británicos disminuyeron su consumo de productos bovinos, y fue necesario que el entonces ministro de agricultura y su hija aparecieran ante los medios de comunicación, comiendo roast-beef y hamburguesas, con la intención de aminorar el miedo que para desgracia de los ganaderos y la economía, comenzaba a apoderarse de muchos.
 
Pero nada de esto limitó la diseminación de la epidemia de la encefalopatía espongiforme bovina. Mientras el gabinete inglés consumía en público productos de vacas británicas, muchos gobiernos europeos se rasgaban las vestiduras y vociferaban contra la carne inglesa. Estos últimos seguramente tenían en mente aquello de: “Hágase Señor tu voluntad, pero en los bueyes (o en las vacas) de mi compadre”. Aun así no detuvieron ni la importación ni la exportación de pienso contaminado. La razón es muy simple; como mostró hace algunos años la revista Nature, aunque desde junio de 1988 el Gobierno británico prohibió alimentar al ganado con mezclas de pienso que contuvieran restos de rumiantes, entre 1988 y 1989 Inglaterra prácticamente triplicó las exportaciones de éste. Los franceses, por ejemplo, importaron más de quince mil toneladas del alimento durante ese mismo periodo.
 
Hoy se están viviendo —o, mejor dicho, consumiendo— las consecuencias de esa decisión. En un esfuerzo por frenar el problema se ha organizado un programa de control, apoyado con un presupuesto de novecientos millones de dólares, y se han matado dos millones de reses para tratar de controlar la epidemia, que hoy involucra a Irlanda, Francia, Portugal, Suiza, Dinamarca, Bélgica, Holanda, Alemania y España. Las predicciones más conservadoras prevén que para el año 2010 habrá al menos tres mil quinientos casos de “vacas locas” en Europa.
 
Existe, además, una serie de problemas. El tener que estudiar todo animal menor de treinta meses de edad, aunado a la matanza de animales infectados y a la destrucción posterior de los cadáveres de los bovinos, ha saturado los laboratorios veterinarios y hasta los sitios de incineración, ya que basta descubrir un solo caso de “vaca loca” para eliminar a todo el rebaño. Ahora se están viviendo las consecuencias de haber tomado medidas preventivas, no bajo una óptica de bienestar social, sino dentro de una perspectiva que obliga a justificar económicamente cualquier acción (sobre todo si implica gastos y pérdidas en las ganancias). ¿Para qué abatir, por ejemplo, las ganancias de la industria cárnica en un país en el que en 1988 no había tenido aún casos de esta enfermedad? Seguramente, en ese momento muchos de quiénes tenían la capacidad de decisión, pensaron que en términos de costo y eficiencia era mucho más redituable suponer que las fronteras políticas evitarían el tránsito de los priones, sin considerar que en esta época de movimientos masivos (personas, bienes de consumo y desechos), los agentes patógenos viajan sin visa ni pasaporte y con una rapidez inusitada; sin fronteras que lo impidan.
 
Los insólitos priones
 
A principio de los ochentas Stanley Prusiner, un médico estadounidense dedicado al estudio de las enfermedades neurodegenerativas, postuló que el virus de Creutzfeldt-Jakob y en general las encefalopatías espongiformes surgían por la infección de patógenos minúsculos, constituidos únicamente por proteínas. Denominó a estos agentes “priones”, para denotar que se trataba de proteínas infecciosas. Pocos le creyeron; acostumbrados a reconocer a los ácidos nucleicos como a las únicas moléculas replicativas, a los estudiosos de los seres vivos les resultaba difícil aceptar que las proteínas se pudieran multiplicar. A pesar de ello, y de algunas inconsistencias conceptuales, Prusiner recibió en 1997 el Premio Nobel en Medicina, otorgado por la originalidad y pertinencia de la hipótesis de los priones. El premio también reflejaba, por supuesto, la preocupación del establishment científico ante el rápido avance de la epidemia de las “vacas locas”.
 
Aunque algunos investigadores siguen creyendo que el agente infeccioso podría ser un virus asociado a un prión, la mayor parte de los grupos de investigación parecen haber aceptado la idea de que una versión mutante de los priones es la responsable de la epidemia actual. De hecho, este reconocimiento del potencial dañino de estas moléculas no ha significado ningún cambio radical en las concepciones biológicas. En condiciones normales muchos organismos (incluyendo los humanos, las vacas y las levaduras) producimos una proteína similar a la de los priones que participa en la comunicación entre las células. La versión normal, no patógena del prión, se encuentra codificada en el gen 129 del cromosoma 20 de los humanos, y se sintetiza sin provocar problema alguno en las células de nuestros cerebros. Sin embargo, el contacto con la proteína infectante induce un importante cambio en la conformación de la normal, tornándola en una molécula de efectos mortales. En otras palabras, la presencia de los priones convierte a la proteína normal en su similar, provocando su acumulación en el tejido nervioso. La forma patógena de la proteína no sólo se puede multiplicar en un individuo, sino que también se puede transmitir de uno a otro, como si se tratara de una infección. Sin reproducirse, los priones se multiplican induciendo en sus similares una modificación que recuerda, en última instancia, al mecanismo llamado alosterismo, que estudió desde hace muchos años y con éxito considerable Jacques Monod, una de las figuras centrales de la biología molecular del siglo xx.
 
Recientemente, Prusiner ha señalado todo un grupo de enfermedades neurodegenerativas para las que propone una explicación fisiopatogénica común y similar a la descrita para el Creutzfeldt-Jakob variante, esto es, la acumulación de proteínas “modificadas” que causan funciones aberrantes. Dentro de estas enfermedades destacan el Alzheimer y el Parkinson, aunque la lista es más larga. La propuesta adquiere una particular importancia en vista de los resultados obtenidos por el mismo grupo de Prusiner, que demostró la efectividad de anticuerpos monoclonales (Fab18), con capacidad para detener el daño neurológico causado por los priones, eliminando la proteína anómala de células en cultivo. El reporte, publicado hace apenas unos meses en Nature, muestra cómo la proteína infectante es limpiada de acuerdo a la dosis y el tiempo de exposición del anticuerpo Fab18. Esto abre el camino para intervenciones terapéuticas y preventivas con el desarrollo de anticuerpos, medicamentos y vacunas; sin embargo, la solución aún está lejana.
 
Las encefalopatías espongiformes humanas
 
Por si la epidemia vacuna no fuera suficientemente grave, resulta que la infección bovina se transmite a los humanos, ocasionando un cuadro clínico que inexorablemente lleva a los infectados a la muerte después de meses de un paulatino y progresivo deterioro neurológico. Las encefalopatías espongiformes son un grupo de enfermedades que se clasifican así por sus cambios en el tejido cerebral, en donde se observa la acumulación de la proteína anormal y la formación de espacios vacíos (como en las esponjas). Dentro de estas encefalopatías destaca el kuru —por haber sido la primera en ser estudiada y actualmente ya desaparecida— y tenemos además la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob esporádica, el síndrome de Gerstmann-Straussler-Sheinker y el insomnio cerebral fatal.
 
En 1996, casi una década después de que se descubriera la epidemia en bovinos, se comenzaron a reconocer casos de lo que se denominó Creutzfeldt-Jakob variante. Esta es una encefalopatía espongiforme muy parecida al Creutzfeldt-Jakob —enfermedad neurológica bien conocida—, por sus cambios en el cerebro, que ocurre más bien de manera esporádica y ocasionalmente con tendencia familiar. Se calcula que cada año uno de cada millón de humanos la desarrolla en forma espontánea. La variante, sin embargo, afecta a personas menores de cincuenta años; en un principio se manifesta como una enfermedad psíquica y después con movimientos anormales que llevan al coma y a la muerte. No sólo desconocemos el periodo de incubación, sino que tampoco contamos con procedimientos diagnósticos simples, por lo que es imposible realizarlos en personas asintomáticas. Aunque hay reportes esperanzadores basados en la aplicación de anticuerpos, no existe alguna forma efectiva de tratamiento.
 
Un aspecto particularmente preocupante es la posibilidad de transmisión sanguínea del Creutzfeldt-Jakob variante, ya que esto se ha demostrado experimentalmente en un animal. En consecuencia existe el riesgo de que un número desconocido de personas (en su mayoría ingleses), portadores asintomáticos de priones asociados a dicha enfermedad, sean y hayan sido donadores de sangre. Por tanto, en Estados Unidos y otros países fue prohibida la donación a personas que hubiesen residido temporalmente en Inglaterra, y evitan la importación de productos biológicos elaborados a partir de sangre.
 
América, ¿territorio libre?
 
Hasta ahora no parece haber motivos de preocupación en este lado del Atlántico y mucho menos para los mexicanos. Existe un solo caso de encefalopatía espongiforme bovina reportado en Canadá, y unos cuantos en Texas y en el sur de Brasil que resultaron ser, por fortuna, falsa alarma. Se sabe de casos reportados en las Islas Malvinas (que gracias a Margaret Tatcher y a sus acciones militares siguen siendo británicas), que por razones obvias importan ganado de Inglaterra. En México, sin embargo, las harinas de carne como alimento para animales del mismo tipo no habían sido prohibidas explícitamente hasta el 28 de junio de 2001, cuando se publicó la Norma Oficial Mexicana correspondiente (nom-060-zoo-1999), que prohíbe la alimentación de bovinos con restos de bovinos (¡trece años después que en Inglaterra!). Como miembros del Tratado de Libre Comercio se cerraron rápidamente las fronteras mexicanas a la importación de ganado y cárnicos de áreas con sospecha de enfermedad (la insólita aparición de un elefante indocumentado en la Ciudad de México, basta para alimentar nuestras inquietudes y pesadillas). Por otro lado, y sin ánimo catastrofista, es necesario subrayar, como lo hizo notar la revista Science hace unos meses, que existe la posibilidad de transmisión originada en nuestro propio continente, como ha ocurrido con las epidemias de encefalopatia espongiforme que diezmaron las granjas de visones en Estados Unidos, y que aparentemente se expandieron debido a la alimentación enriquecida con restos de bovinos.
 
Por el momento, la única forma de diagnosticar con certeza si una persona padeció la enfermedad, es mediante la autopsia (lo que sirve de poco al paciente). En la actualidad se trabaja intensamente en el desarrollo de pruebas que permitan la identificación rápida mediante análisis de sangre u otros tejidos. Aunque se han desarrollado técnicas analíticas que permiten detectar si un bovino ha sido alimentado con piensos preparados con restos de animales, ninguna precaución está de más. Como advirtió a principios de marzo la revista Nature Medicine, si bien es cierto que algunos grupos de investigadores —como el dirigido por Michael Clinton del Roslin Institute de Edimburgo—, han logrado detectar la inactividad parcial de un gen involucrado en la formación de glóbulos rojos en los animales infectados mucho antes de presentar la encefalopatía, existe el riesgo potencial de que personas infectadas por priones puedan transmitirlos por vía sanguínea.
 
Es difícil pensar que con la globalización exista alguna región del mundo que pueda permanecer aislada de las epidemias y los patógenos que las causan. Así que las precauciones exitosas que México ha tomado con los bancos de sangre para evitar los contagios de sida y hepatitis b y c, por ejemplo, justifican también la reciente recomendación (vigente en los Estados Unidos) de que quienes hayan vivido en Inglaterra en los últimos diez años no donen sangre; aunque se trate de una proporción minúscula de la población. Y tal vez valdría la pena que los aficionados a los embutidos importados de Europa, siempre tan sabrosos, recordaran la famosa frase de Bismarck: “al que le gusten las salchichas y la política, que no vean como se hacen las unas y la otra”.
 
La moraleja del cuento es...
 
La reflexión sobre estos desastres nos debería dejar conocimientos útiles. El enriquecimiento del ganado usando cadáveres para acelerar la engorda ha resultado una tragedia que, ciertamente, era difícil de prever. Empero, hoy tenemos conocimiento del efecto dañino que el uso y abuso de los antibióticos han causado; a pesar de lo cual son cientos de miles de toneladas las que la ganadería utiliza cada año para aumentar la eficiencia de la alimentación, provocando con ello en los humanos un gravísimo incremento en la resistencia a los antibióticos. La otra moraleja es que —como ocurrió en el caso de la encefalopatía espongiforme bovina—, los análisis mal realizados del costo y beneficio son al menos parcialmente responsables de esta tragedia, cuya magnitud es hasta el momento imposible de calcular, como recién afirmó el propio Stanley Prusiner en Le Monde. Cuando se trata de garantizar el bien individual y colectivo, el criterio dominante no puede ser el comercial; lo que conviene recordar en todo momento a quienes definen las políticas públicas de la nación.Chivi66
Samuel Ponce de León R.
Instituto Nacional de la Nutrición “Salvador Zubirán”.
 
Antonio Lazcano Araujo
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo

Ponce de León R., Samuel y Lazcano Araujo, Antonio. (2002). La demencia vacuna: cuando los priones nos alcancen. Ciencias 66, abril-junio, 28-34. [En línea]

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