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¿Artistas indígenas
        o artistas 
contemporáneos? 
de clasificaciones y eurocentrismos recalcitrantes
137B07 
 
 
 

César Carrillo Trueba
 
                     
De todo el arte que una falsa clasificación
ha colocado en el compartimento de lo primitivo y que los amargosos hongos de nuestra triste civilización tratan de “salvaje”, el más misterioso es quizás el que vio la luz en el continente americano.

Tristan Tzara, 1928.
     
Clasificar pareciera ser tan natural como respirar,
al punto que pocas veces pensamos en el origen de las categorías que empleamos para ello. En casillas prestablecidas colocamos objetos, actividades, formas de pensar, de ser, de vivir, personas, sociedades y culturas. En México, por enraizada costumbre, dialecto llamamos a una lengua indígena, artesanía un objeto creado por manos indígenas o campesinas, choza a una casa, empirismo al conocimiento que del mundo han forjado otras culturas, y un largo etcétera. Ciertamente, las impugnaciones y los debates acerca de esto han modificado los términos empleados y, por ejemplo, ya es más frecuente escuchar “lengua indígena”, “arte popular”, incluso “arte indígena”. No obstante, el contraste entre lo que se considera universal y no requiere otro calificativo, y aquello que se ve como particular, específico, no universal, sigue siendo muestra de una falta de simetría, una asencia de igualdad.

Arte negro llamaron en Europa algunos artistas vanguardistas de inicios del siglo xx al procedente de África, criticando la idea de “arte llamado primitivo”, como lo escribiera Tristan Tzara. Arte de los pueblos africanos se le empezó a llamar después con la intención de dar cuenta de las diferencias entre regiones y culturas. Sin embargo, hace no mucho, el Museo del Quai Branly abría sus puertas con el nombre de “artes primarias”, regresando a la decimonónica idea de arte primitivo. Resulta paradójico que al denominar todo aquello que no es occidental, se pretenda particularizar cuando en realidad se homogeneiza, en mayor o menor escala, una diversidad que llega a ser de tal magnitud que es absurdo agrupar. Pareciera más bien que el particularizar es una forma de excluir a otros de lo universal, lo humano en su máxima o más profunda expresión, propio de lo occidental. Un eurocentrismo recalcitrante que sigue mirando el resto del mundo con paternalismo o desprecio (The West and the Rest). 

¿Podríamos imaginar una exposición de pintura que se llamara “Arte de los pueblos galos de finales del siglo xix” en donde se exhibiera el impresionismo francés? ¿ o en México “Arte urbano de la clase media alta de mediados del siglo xx” a una muestra sobre la llamada “ruptura”? Pero sí acabamos de ver una magna exposición de arte indígena en el Palacio de Bellas Artes que, aun bajo otro nombre (“Arte de los pueblos de México. Disrupciones indígenas”), sigue vehiculando la misma idea, entremezclando lo que se ha denominado como arte popular con lo que ahora se denomina arte indígena, a saber arte contemporáneo hecho por artistas de origen indígena, como Ana Hernández (de quien es la portada de este número de Ciencias) y Sabino Guisu, ambos de familia zapoteca del istmo. ¿Es necesario tal epíteto? Como decía el Maestro  Toledo al respecto: ¿por qué nunca se catalogó a Rufino Tamayo como artista indígena cuando era de familia zapoteca de los valles?

Ante la profusión de exposiciones de arte indígena en los últimos años bien valdría la pena reflexionar acerca de estas clasificaciones, discernir si es mera moda, corrección política, simple demagogia, recalcitrante eurocentrismo o si verdaderamente hay una autodenominación de los artistas en cuestión. En este debate, bien vale incluso regresar a textos aparentemente muy conocidos, como los de Tristan Tzara, escritos a lo largo de varias décadas del siglo XX, a quien dejamos aquí la conclusión: “el arte negro, o más bien las artes de los pueblos de África —pues arte negro es una generalización que comprende una multitud de expresiones artísticas de diferentes pueblos—, es una de las facetas del conjunto cultural constituido por la vida social, las costumbres, las tradiciones, la literatura oral, el canto y las danzas de esos pueblos cuya civilización es testimonio de un rico y variado pasado. Ciertamente, su historia nos es conocida de manera imperfecta; pero si esta forma de civilización es diferente de la que, gracias a la escritura, es posible seguir paso a paso en su evolución, no por eso podemos hacer valer respecto de ella un infundado tipo se superioridad desde la cual las razas blancas se han elaborado una escala de valores de lo más arbitrarios”.
     

Referencias bibliográficas


Tzara, Tristan. 1955. “Sur l’art des peuples africains”, en Démocratie nouvelle, núm. 5, reproducido en Découverte des arts dits primitifs, Hazan, París, 2006, pp. 53-62.

     

     
César Carrillo Trueba
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     

     
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