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R012B05 
La mujer:
biología y sociedad
(3a. parte)
Eréndira Álvarez y
María Cristina Hernández
   
   
     
                     
La biología ha sido definida como el estudio de los seres
vivos y la interacción que éstos tienen entre sí y con el medio ambiente; el campo de la biología comprende desde aspectos tan concretos y relativamente sencillos como la reproducción de las bacterias, hasta otros infinitamente más complejos como es el caso de la biología humana; cuando se habla de nuestra especie es necesario establecer las especialidades que la distinguen y considerar elementos inexistentes en las demás especies biológicas.

Así vemos que el estudio de la biología humana requiere para su establecimiento no sólo de una teoría que la sustente, sino al mismo tiempo implica una posición filosófica de quienes la generan y una responsabilidad social. Es compromiso de los biólogos estudiar el papel que como sujeto histórico representan al generar y poner en práctica su conocimiento además de delimitar su quehacer científico en tanto que pertenecen a una disciplina de las ciencias naturales.

Si pensamos cómo se genera el conocimiento, nos damos cuenta que éste es una interpretación de la realidad permeada por la interiorización de nuestra condición social. Es necesario tener esto presente y asumirlo conscientemente.

Los seres humanos somos biológicos y sociales; las características naturales han interactuado paralelamente a las condiciones históricas y la relación entre ellas no es estática, cambia a lo largo de la historia de la humanidad y del tiempo individual que también es histórico y por tanto mutable.

La interrelación de diversas disciplinas de conocimiento (sociología, antropología, biología, psicología, etc.) debe enriquecer y favorecer la comprensión de los procesos y características específicamente humanas. Hemos mencionado ya que cada una de estas ciencias tiene su dominio propio, pero existen puntos de convergencia en los cuales deben sintetizar sus conocimientos. Este es el caso de la condición social de la mujer, tema que nos ha ocupado en dos notas precedentes, publicadas en esta misma revista.

Si se pretende explicar cuestiones, tales como la condición social de la mujer y ahondar sobre aspectos considerados como conductas y características femeninas, es necesario tomar en cuenta lo biológico retornando la histona, la cual nos muestra que no existen situaciones irremediables, sino por el contrario, las condiciones cambian y los individuos con ellas mostrando así que los seres humanos somos sujetos de la historia. En el devenir histórico observamos que las condiciones sociales determinan en gran medida la forma de ser o estar, de pensar y actuar de los individuos, son los grupos humanos quienes modifican el curso de la historia.

Con respecto a la condición social de la mujer, tema a dilucidar en el presente artículo, puntualizaremos algunos aspectos.

Dada la especificidad del comportamiento humano en el cual operan la conceptualización, transmisión y acumulación de la experiencia, no son válidas esas comparaciones simplistas respecto a conductas animales y humanas que justifican las diferencias sociales entre los sexos de nuestra especie partiendo de sus diferencias biológicas.

Para entender el comportamiento humano no basta con postular “tendencias” o mecanismos cerebrales u hormonales que lo expliquen. Y si estas características o tendencias existen, no son fuentes determinantes de nuestro pensar, decir y actuar. los hombres y las mujeres somos a la vez productos y productores sociales. Las limitaciones que la sociedad impone están históricamente determinadas y, por tanto, sujetas al cambio.

Es muy claro que existen diferencias entro mujer y hombre, pero no implican la jerarquización superior o inferior de un sexo con respecto al otro. No apelamos a las diferencias entre los sexos sino a la transformación que sufren en condiciones sociales antagónicas para ambos. Sabemos también que dichos antagonismos son una forma particular de contradicción que puede determinar e impulsar el cambio social.

Las características estrictamente biológicas que diferencian a los sexos son hechos innegables, pero por sí mismos no explicitan ninguna diferencia en cuanto a preponderancia entre ellos. El significado de estos hechos biológicos está dado desde la perspectiva humana, que si puede ofrecer alguna justificación, es porque tal sentido reviste una serie de valores sociales.

En el género humano “lo biológico” no conduce a jerarquizaciones sociales y no existen explicaciones que comprueben lo contrario. EI estudio de la biología humana adquiere un sentido realmente amplio cuando se encauza hacia formas de manejo que nos permitan utilizar nuestra biología y armonizar con ella. Por ejemplo, es urgente encontrar métodos de control en la natalidad, que no provoquen desajustes como los que ahora conocemos. Es evidente que la relevancia y trascendencia de estos estudios está muy por encima del intento de explorar diferencias constitutivas entre el hombre y la mujer, intento que mientras esté inmerso en prejuicios obstaculiza la posibilidad de conocer esta cuestión, la cual sólo puede ser abordada si se buscan conceptos y enfoques que anulen de raíz la pugna artificiosa y estéril entre “lo biológico”, “lo psicológico” y “lo cultural”.

La índole social asignada a los sexos es una modalidad particular de las relaciones sociales. La condición social de la mujer constituye un aspecto parcial en la problemática de las relaciones humanas como resultado de una práctica social moldeada por las relaciones de producción, por eso el cuestionamiento de las categorías masculino y femenino debe convertirse en una discusión política ya que el poder también se ejerce cotidianamente y no sólo en las relaciones públicas.
El sistema patriarcal, como señala acertadamente Andre Michel, está estrechamente ligado al sistema de acumulación, competencia, culto al crecimiento ilimitado del lucro, sometimiento del ser humano a la técnica. Por tanto, la superestructura ideológica patriarcal sólo podrá destruirse si se transforma la estructura económica sobre la cual reposa la sociedad sexista; al cambiar las condiciones sociales en general se abre la posibilidad de transformar la naturaleza del papel social de los sexos.

Es obvio que el cambio de la situación social de los sexos exige para su desarrollo condiciones socioeconómicas concretas. Un análisis del carácter sexista de la sociedad conlleva al imperativo de plantear la necesidad de diseñar operativos para transformar las estructuras de explotación que nos afectan tanto a hombres como a mujeres; Badinter dice: “Al alentar a las mujeres a ser y hacer lo que se considera anormal, las feministas han echado los gérmenes de una situación objetivamente revolucionaria. La contradicción entre los deseos femeninos y los valores dominantes no puede sino engendrar nuevas conductas, que son realmente subversivas para la sociedad más que cualquier posible cambio económico”.

Todo esto es cierto, pero ha de quedar muy claro que las nuevas conductas que se van generando al concientizar a los sexos de la necesidad de trascender su condición, no acarrea por sí misma la transformación de la economía ni tampoco conducen hacia el cambio en cuanto a la condición de las sexos, aspecto que no se deduce simplemente de la biología, pero tampoco de la economía. La economía y la ideología tienen una relación simultánea, por tanto ambos cambios: del trabajo y de los sexos, deben plantearse como procesos paralelos. La lucha por las transformaciones en la condición social de la mujer en particular y de los sexos en general, ha de observar un carácter revolucionario. Esta lid contra las estructuras de explotación requiere plantear la necesidad de modificar ideas y modos de vida privativos de la sociedad sexista, innovación sin le cual no sería posible hablar de una sociedad equitativa, es decir, ambas batallas deben ser una sola.

La conciencia feminista debe servir como guía, pivote y apoyo al desarrollo de las capacidades humanas y sus expresiones concretas, la creación y transformación de la saciedad, la ciencia, el arte, la personalidad; el progreso social ha de comprender el desenvolvimiento de estas aptitudes hasta ahora fragmentarias entre las clases sociales y los sexos.

Por otra parte, el asunto de la condición social de la mujer con frecuencia está siendo discutido a distintos niveles en un sin fin de trabajos. Sin embargo, poco se ha hablado de la conducta masculina en sus perfiles realistas, dándose por hecho que la condición del varón es mejor que la de la mujer. Como señala Joseph Vicent Marques, si acaso el varón llega a reconocer su opresión sobre la mujer, la entiende como un impedimento para ella en cuanto a igualarse con “ellos”, pero ese “ellos” jamás es cuestionado.

Hemos de remarcar que la lucha por la igualdad no debe reconocer como modelo al varón. La ideología dominante oculta la realidad del hombre: como oprimido que lo hace prisionero de una ideología “machista” que cubre un campo mucho más amplio que el circunscrito a le directa relación con las mujeres.

Escribe Edgardo Lawrence: “…sostengo que el macho tal como lo conocemos no es libre, que está alienado como la mujer a la que oprime real a potencialmente. Sólo que no lo sabe, sólo que se cree libre de hacer lo que hace, y no advierte hasta qué punto su verdad es una mentira creída con placer”, continúa “…(el rol masculino) obliga a quien lo desempeña, aunque no sea consciente de eso a la asunción de una serie de reglas asfixiantes y opresoras de las que no puede escapar, tanto ente las mujeres como ante los demás hombres, como ante sí mismo. Reglas cuyo cumplimiento da por resultado que tampoco él sea dueño de su cuerpo. Dicho de otra manera: no puede ser hombre porque tiene que ser macho” [2].

Dada la extensión de este trabaja no es posible profundizar en el cuestionamiento del rol masculino, un aspecto tan importante como poco discutido. Evidentemente, éste queda como un campo abierto a investigaciones posteriores. Por ahora baste decir que: a lo larga de la historia el hombre se ha caracterizado como un ser que necesita deshacerse de debilidades y limitaciones y que debe escenificar su hombría con agresividad y brusquedad, haciéndosele creer que tiene un lugar privilegiado desde el cual resulta ventajoso oprimir a la mujer; la mujer ha sido distinguida por su debilidad, dependencia y pasividad. Pero tanto hombres como mujeres no permanecemos tal cual, somos sujetos al cambio y del cambio, nos transformamos; por eso, al darse las condiciones que permitan el rechazo de las formas de organización y las modos de vida que moldean eses imágenes, éstas serán desvirtuadas, se pudrirán para generar la simiente que originará un nuevo árbol.

La alternativa a la discusión de la condición social de los sexos no se encuentra en posiciones “machistas” ni “hembristas”, ambas son producto de alienación social y están igualmente desequilibradas.

No se trata de invertir los papeles tradicionales que han tenida los secos. Tampoco se trata de convencer a nadie de que las mujeres podemos hacer todo lo que hacen los hombres, sino que ambos podemos desarrollarnos de una manera muchísimo más amplia de lo que hemos hecho hasta ahora. Aunque no siempre se señala, es evidente que ni todos los atributos tradicionalmente adjudicadas a la virilidad son valiosos y envidiables, ni todas las potencialidades definidas tradicionalmente coma femeninas deben excluirse de lo humano y lo valiosa. Los seres humanos debemos expresar tanto nuestra fuerza como nuestra debilidad, ser donantes y receptivos, disfrutar de la pasividad y producir el cambio.

No pretendamos homogeneizar algo que en sí mismo es diferente. Respetemos y revaloricemos las distinciones entre los sexos entendiendo que la realidad constituye una constante de mutaciones pero hay características que ni siquiera es deseable que cambien, ¿cuáles? Elijámoslas libremente.

Somos diferentes, eso es halagador y complaciente, pero nuestras distinciones no tienen porque hacernos desiguales.
     

Referencias bibliográficas

1. Badinter, E., 1980, ¿Existe el amor maternal?, Ed. Paidos Ibérica, Barcelona, p. 123.
2. Lawrence, E., 1981, Rev. Fem., El Machismo en el diván, Vol. 18, México, p. 32.

     
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Eréndira Álvarez y María Cristina Hernández
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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